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ArribaAbajo- III -

De los nuevos metros y las nuevas combinaciones métricas en la literatura moderna


Estrenóse, en los primeros días de este mes, en el Teatro Español, la leyenda trágica del poeta Eduardo Marquina, intitulada Las hijas del Cid. Esta pieza, que es un decoroso intento dramático, tuvo uno de esos éxitos de estima que el público discierne a obras que no lo entusiasman, pero en las que descubre nobles fines y serias cualidades. La leyenda explota aquel episodio terrible de la vida del Cid en que éste, ya viejo, ve afrentadas a sus hijas de la más vil manera por los Condes de Carrión:


    De concierto están los condes
hermanos Diego y Fernando;
afrentar quieren al Cid,
y han muy gran traición armado;
quieren volverse a sus tierras,
sus mujeres demandando,
y luego les dice el Cid
cuando las hubo entregado:
-«Mirad, yernos, que tratades
como a dueñas hijasdalgo
mis hijas, pues que a vosotros
por mujeres las he dado».
Ellos ambos le prometen
de obedecer su mandado.
Ya cabalgaban los condes
y el buen Cid ya está a caballo
con todos sus caballeros,
que le van acompañando.
Por las huertas y jardines
van riendo y festejando;
por espacio de una legua
el Cid los ha acompañado;
cuando d'ellas se despide
lágrimas le van saltando.
Como hombre que ya sospecha
la gran traición que han armado,
manda que vaya tras ellos
Alvar Fáñez, su criado.
Vuélvense el Cid y su gente,
y los condes van de largo;
andando con muy gran priesa
en un monte habían entrado
muy espeso y muy oscuro,
de altos árboles poblado.
Mandan ir toda su gente
adelante muy gran rato;
quédanse con sus mujeres
tan sólo Diego y Fernando.
De sus caballos se apean
y las riendas han quitado.
Sus mujeres que lo ven
muy gran llanto han levantado;
apéanlas de las mulas
cada cual para su lado;
como las parió su madre
ambas las han desnudado
y luego a sendas encinas
las han fuertemente atado.
Cada uno azota la suya
con riendas de su caballo;
la sangre que de ellas corre
el campo tiene bañado;
mas no contentos con esto
allí se las han dejado.
Su primo que las hallara,
como hombre muy enojado
a buscar los condes iba;
y como no los ha hallado
volviese presto para ellas
muy pensativo y turbado:
en casa de un labrador
allí se las ha dejado.
Vase por el Cid su tío.
Todo se lo ha contado
con muy gran caballería
por ellas han enviado.
De aquesta tan grande afrenta
el Cid al Rey se ha quejado;
el Rey como aquesto vido
tres cortes había armado.

*  *  *

He aquí, pues, el núcleo del drama; pero como la escena capital, de un interés rudo, de una trágica y salvaje belleza, no puede representarse, la obra resulta lánguida.

La escena que precede a la afrenta, hácela pasar el poeta en una tienda de campaña, ya en pleno bosque. Doña Sol y doña Elvira aguardan a los condes de Carrión para seguir su camino. Todos sus acompañantes amigos hanlas dejado ya. Se sienten muy solas y un angustioso presentimiento las acosa.

En esto un pobre romero anciano pasa por allí y se acerca a hablarles y trata de hacerles compañía. Su voz tiembla de ternura y también de presentimientos dolorosos. Es el Cid, el Cid que ostensiblemente no puede ya acompañar a sus hijas, a quien su carácter, su penacho, su leyenda misma como si dijéramos, prohíbenle mostrarse humano; pero que en el fondo tiembla por la suerte de sus hijas y, padre amantísimo, ronda por cuidarlas aquel claro de la selva.


Sangre del Cid ella sola se guarda,



dícele orgullosamente doña Elvira, rehusando su compañía; doña, Elvira, que ha conocido acaso a su padre, tras del piadoso disfraz, y que con una frase altiva del mismo aprendida, quiere darle valor...

El Cid a esto nada puede responder y se aleja cubierto con la esclavina constelada de veneras, se aleja estremecido de piedad paterna, se aleja; pero no sin decir a las infantas que en el hueco de un árbol cercano deja un caramillo. Que en cuanto ellas requieran ayuda lo hagan sonar, y que a la voz aguda de la caña quienes velan por ellas vendrán a socorrerlas...

¡Ay! el caramillo suena; pero demasiado tarde, cuando los infantes de Carrión, ebrios y brutales, han afrentado ya a las míseras.

La escena ésta que describo, llena toda del temblor de lo que se espera, de la ansiedad de lo desconocido, es acaso lo mejor de la pieza.

El Cid aparece en toda la leyenda bajo un aspecto que ha desconcertado por completo a la masa del público: el de padre amantísimo, lleno de ternuras. De aquí tal vez el éxito discreto de la obra, que ciertamente merecía algo más. De seguro que todo el mundo esperaba combates, tropeles de turbulentas mesnadas, ruidosas rotas moras, descalabro de castillos, incendio de ciudades.

Y nada de esto sucede. En el primer acto el Cid organiza la nueva vida cristiana de Valencia, tomada ya a los sarracenos, y la infantita doña Sol aparece, como una princesa de las estampas, con un brial violeta, ingenua y celeste, distribuyendo caridades a los vencidos.

En el acto segundo vemos a los infantes de Carrión bebiendo y holgando en un harén, con bellísimas moras que por cierto sólo piensan en aturdirlos con sus caricias para entregarlos inermes a los suyos.

Mientras allá en los campos el Cid, que ha organizado una algarada, se bate con el enemigo, y en medio de la pelea echan todos de menos a los infantes.

En esta escena hay incidentes verdaderamente teatrales y con habilidad producidos, como la descripción que un jefe árabe hace, a propósito de un presagio, de cómo domaba a dos serpientes, y la entrada de Téllez Muñoz, sobrino del Cid, enamorado en silencio y caballerescamente de la infantita doña Sol, y que testigo de la cobardía de los de Carrión y generoso hasta el heroísmo, les entrega una bandera que él ha cogido a los moros para que ellos la muestren como trofeo propio, y les cuenta cómo ha sido la algarada, a fin de que puedan decir al Cid y a sus esposas que estuvieron en ella.

La obra es, en mi concepto, merecedora de loa; toda ella hija de un alto, noble y delicado intento; y si, como digo, su éxito no puede llamarse ruidoso -lo que en suma acaso es en su abono- sí puede calificarse en cambio de un éxito serio.

*  *  *

En casi toda la leyenda, y a esto quería yo venir a parar, como asunto por excelencia de mi informe, Marquina usa el endecasílabo gallego.

No puede hacer la postrera limosna... -dice con simbólico y sentencioso candor la infantita doña Sol a su aya, refiriéndose a Téllez Muñoz, que velada, pero expresiva y castamente, le revela su amor, y a quien ella, en su honestidad de casada, no puede consolar...

Sangre del Cid ella sola se guarda -exclama doña Elvira en las circunstancias que hemos apuntado, y de todas las bocas y en casi todas las escenas surge el endecasílabo gallego sin rima, como obedeciendo a un definitivo propósito de volverlo a la circulación corriente por parte del poeta.

Sabida es la historia de este metro. Cuando Rubén Darío vino por primera vez a España y escribió aquel célebre pórtico a Rueda, díjose y sostúvose que había inventado un nuevo metro (el que hoy usa Marquina en Las hijas del Cid), hasta que Menéndez Pelayo puso las cosas en su lugar...

Darío mismo, por lo demás, refiere el suceso en las siguientes palabras de sus recientes Dilucidaciones:

...«Y mis aficiones clásicas encontraban un consuelo con la amistosa conversación de cierto joven maestro que vivía como yo en el hotel de las Cuatro Naciones. Se llamaba y se llama hoy, en plena gloria, Marcelino Menéndez Pelayo. El fue quien oyendo una vez a un irritado censor atacar mis versos del Pórtico a Rueda como peligrosa novedad:

...y esto pasó en el reinado de Hugo, emperador de la barba florida..., dijo: ¡Bonita novedad! Esos son sensiblemente los viejos endecasílabos de gaita gallega:


    Tanto bailé con el ama del cura,
tanto bailé que me dio calentura.



Y yo aprobé. Porque siempre apruebo lo correcto, lo justo y lo bien intencionado. «Yo no creía haber inventado nada»... etc.

En efecto, no había invención alguna. Cuando yo era niño mi nana me contaba la viejísima historia de los Duendes del Bosque, quienes cantaban aquello de:


    Lunes y martes y miércoles tres,
jueves y viernes y sábado seis.



Pero si Darío no ha inventado metros, ha en cambio devuelto a la circulación admirables combinaciones antiguas, como en sus layes, dezires y cantares a la manera de Johan de Mena.

Metros ya no inventa nadie, diga lo que quiera un estimable literato centroamericano, que en días pasados sugería una nueva combinación de sílabas y de acentos que sólo tenía el defecto de ser del todo inarmónica.

Si Darío y otros que como él (Lugones por ejemplo) tienen una digitación tan hábil para ese tecleo de la técnica, no han acertado con un hallazgo, dificilillo sería que otros acierten; pero no deja de ser lastimoso hacer constar que todo el virtuosismo moderno no haya dado aún una forma nueva a la lírica castellana.

Eso sí, las resurrecciones han abundado.

Poetas sobran que, juzgándolo procedimiento novedosísimo, echan mano de aquel balbuceo del endecasílabo por el que el divino Herrera experimentaba tal veneración y respeto, al leer las obras del marqués de Santillana.

En efecto, véase este soneto y dígase si la colocación de los acentos, si la cojera de algunos versos, si la ingenuidad del ritmo no lo asemejan a composiciones modernas de tal o cual ultrapoeta:


    «O que diré de ti, triste emispherio,
o patria mía, que veo del todo
ir todas cosas ultra el recto modo,
donde se espera inmenso lacerio?
    ¡Tu gloria é laude tornó vituperio
e la tu clara fama en escureça!...
Por cierto España, muerta es tu nobleça
e tus loores tomados hacerio.
    ¿Dó es la fée... dó es la caridad?
dó la esperança?... Ca por cierto absentes
son de las tus regiones é partidas.
    «Dó es justicia, templança, igualdat,
prudencia é fortaleça?... Son pressentes?
Por cierto non: que léxos son fuydas».



La veneración de Herrera se comprende: este soneto es el padre, admirable, de los innumerados que brotaron más tarde de tantas y tan doctas liras. El gran marqués de Santillana, cuya técnica fue tan notable para su época como la del Rey Sabio en la suya, cuando cultivaba «multitud de metros y ensayaba diversas combinaciones rítmicas, sustituyendo a la grave y austera rigidez de la gran maestría, ya la ligereza del arte real, ya la majestad y pompa de la maestría mayor, cuyo origen puede sin dificultad encontrarse en la métrica hebraica».

Indecible es el mérito de hombres como Gonzalo de Berceo, el Arcipreste de Hita, el Canciller Pero López de Ayala, al transformar la poesía castellana, y este mérito se vuelve inmenso en el marqués de Santillana, porque él unió a una comprensión clara y profunda una ductilidad de espíritu y de imaginación de que difícilmente se halla ejemplo, una erudición notable, un vivo deseo de progreso y una galanura incomparable en el decir.

«Nacido de la primer nobleza -dice uno de sus más ilustres biógrafos-, no le era posible echarse en brazos de la poesía popular, «de que las gentes de baxa e servil condición se alegraban»; para cultivar tan bella arte, debía hacerlo a la manera de los doctos, que alcanzaban en la corte de Castilla alto renombre; y aficionado desde la infancia con la lectura de los códices atesorados por sus mayores, a los ingenios eruditos, sólo podía encontrar en ellos modelos dignos de ser imitados. Cuando, entrado ya en la juventud, comenzó a tomar parte en el movimiento intelectual de aquella corte, brillaron a su vista con inusitado esplendor las glorias de los italianos y lemosines, y no fueron para él de poca estima las obras de franceses y catalanes». «Es notable-añade el biógrafo en sustanciosa nota-cuanto sobre los poetas franceses dice el marqués de Santillana en el párrafo XI de su carta al condestable, sobre lo cual pueden verse también los números XXX, LVIII, LVII, LVXXVI y LXXVII de su Biblioteca. Su amor a estos estudios le hizo ser considerado por sus coetáneos como sobradamente adicto o las cosas extrañas, llegando a tal punto, que el autor de las Coplas de la Panadera le califica del siguiente modo, al dar cuenta de su esfuerzo en la batalla de Olmedo:


    Con fabla casi extranjera,
armado como francés,
el nuevo noble marqués
su valiente bote diera.
    A tan recio acometiera
los contrarios sin más ruego,
que vivas llamas de fuego
pareció que les pusiera».



No debemos quejarnos, los poetas de ahora, de todos los cargos que se nos han hecho con harta acritud, por nuestra adhesión a las cosas extrañas, que han servido por cierto para enriquecer la poesía castellana. En buena compañía estamos para las censuras. El marqués de Santillana, hace muchos siglos, y después Boscán y Garcilaso y más tarde Cervantes, fueron reprochados por lo mismo y, sin embargo, a ellos se debe el brillo de la rima. Siguiendo las huellas de los trovadores provenzales, «aspirando al propio tiempo a dotar a la literatura castellana de la metrificación ilustrada con las creaciones de los vates toscanos», fue cómo el nobilísimo marqués engrandeció esta literatura.

Los poetas nuevos de América y de España hemos procurado algo análogo en estos tiempos, y sobre nosotros han llovido soflamas, escándalos y aspavientos, de los que acaso, en suma, debiéramos enorgullecernos.

No nos enorgullezcamos, empero, demasiado. Menos felices que el marqués de Santillana, aún no hemos logrado inventar un metro...

¿Tan difícil es, pues, inventar un metro, que Darío, con todo su docto y tenaz deseo, lo más que ha logrado es popularizar los olvidados, y ninguno de los nuevos de América ha logrado más que él?

Difícil, sí, debe ser, y en todos los idiomas, ya que Edgardo Poe, que en su Cuervo procuró con empeño originalidad grande, no quiso lanzarse a la conquista de un metro nuevo, contentándose sólo con una inusitada combinación de metros conocidos.

«Aquí bueno será decir -como afirma el gran poeta- unas cuantas palabras de la versificación. Mi primer objeto, como de costumbre, fue la originalidad. Lo mucho que ésta se ha descuidado en la versificación, es una de las cosas más incomprensibles del mundo. Admitiendo que hay poca posibilidad de variedad en el mero ritmo, es, sin embargo, claro que las variedades posibles de metro y estrofa son absolutamente infinitas y, sin embargo, «durante siglos enteros, nadie, en verso, ha hecho ni parece haber intentado hacer una cosa original. De hecho, la originalidad -a no ser en espíritus de fuerza muy excepcional- no es, como muchos suponen, cuestión de impulso o intuición; en general, para encontrarla, hay que buscarla trabajosamente, y aunque es un mérito positivo y de la más alta calidad, exige para lograrse menos invención que negación.

»Por supuesto, no tengo pretensiones de originalidad ni en el ritmo ni en el metro de El Cuervo. El ritmo es trocaico, el metro es octámetro acataléctico, alternando con heptámetro cataléctico, repetido en el estribillo del quinto verso y terminado con tetrámetro cataléctico. Con menos pedantería, los pies empleados consisten en una sílaba larga seguida de una corta: el primer verso de la estrofa consta de ocho pies de éstos- el segundo, de siete y medio; el tercero, de ocho, el cuarto, de siete y medio; el quinto, de los mismos, y el sexto, de tres y medio. «Ahora bien; cada uno de estos versos, considerados aisladamente, se ha empleado ya y toda la originalidad que tiene El Cuervo está en su combinación para formar la estrofa, pues nunca se había intentado nada, ni remotamente, semejante a ello».

*  *  *

Hace unos doce lustros que se escribieron estas líneas. Desde entonces, mucho se ha intentado en asunto de combinaciones y muchas se han logrado.

El metro de nueve sílabas, por ejemplo, se usaba rara vez en la literatura, considerándosele rudo e insonoro. Hoy se usa familiarmente y nuestro oído, a él acostumbrado, lo encuentra armonioso, descubriendo en él una música nueva y bella.

Darío dice:


juventud, divino tesoro,
ya te vas para no volver:
cuando quiero llorar no lloro
y a veces lloro sin querer.



Y de fijo nadie osará afirmar que estos versos son ingratos.

Yo (y perdóneseme que me cite: lo hago sólo a título de ejemplo), yo he usado mucho el verso de nueve sílabas, que satisface por completo mi oreja. Recientemente escribí los siguientes:


    Papá Enero que tienes tratos
con los hielos y con las nieves
(y que sin embargo remueves
el celo ardiente de los gatos),
guarda en tu frío protector
el cuerpo y el alma en flor
de mi niña de ojos azules
(en cuyas ropas y baúles
hay castidades de alcanfor).
Mantén sus ímpetus esclavos,
mantén glaciales sus entrañas
(como los fiords escandinavos
en su anfiteatro de montañas).
    Pon en su frente de azahares
y en su mirar hondo y divino
remotos brillos estelares,
quietud augusta de glaciares
y limpidez de lago alpino.



He usado, asimismo, de este metro en combinaciones diversas con otros, obteniendo efectos muy variados. Éstos por ejemplo:


    Yo no sé si estoy triste
porque ya no me quieres
o porque me quisiste,
¡oh! frágil entre todas las mujeres;
ni sé tampoco
si de ti lo mejor es tu recuerdo
o si al olvidarte soy cuerdo
o si al recordarte soy loco; etc.



Martínez Sierra ha combinado estrofas como ésta:


    Y un precoz pensador de diez abriles,
intrigado pregunta
a una rubia y graciosa chiquitina:
-Di, ¿cuál será el secreto de la historia
de Pierrot y Colombina?



«Martínez Sierra -dice el joven y ya ilustre crítico Andrés GonzálezBlanco- en un reciente estudio ama los hexasílabos, y sobre todo a los hexasílabos agudos, y no he de pasar sin decir que esto -en un escritor que profesa la abstención de todo esfuerzo métrico- acusa en verdad un relevante gusto. El hexasílabo, en efecto, con ser corto aritméticamente, es uno de los versos castellanos más amplios rítmicamente, y tiene una cadencia de solemnidad y de acompasada prosopopeya que conviene muy bien a las estrofas inrimadas del verso libre. Martínez Sierra, al alternarla con el endecasílabo, y al usarlo, ya en acento agudo, ya con una cadencia llana un poco menos benesonante, ha logrado una combinación métrica muy grata al oído y muy simpática -literalmente, como puede notarse en estos sentidos versos del epílogo:


    Estrofas mías: Quiero
antes de que emprendáis vuestra jornada,
daros mi bendición,
mi bendición humilde,
bendición de poeta y de cristiano:
«Pasad, haciendo el bien».



Alfonso López Vieira, el notable poeta portugués en su último libro de versos combina felizmente el decasílabo y el octosílabo, y explica esta combinación diciendo:

«Igualmente veréis casados neste livro os dóis metros construtivos de lingua, que o feroz preconceito nunca deixara unir: o decasílabo, esta maravillosa flor grega que atravessou vindo ató nos uni mundo de geladas convencoes ficando inoca, intacta e tao humana na nossa linguageni que por si mesma se alicerca na prosa ritinica, na desprevenida fala; e a redondilla, essa outra ilor suprema, con tanta graca de Primitiva, e que tem por medida a respiraçao do homem».

Rubén Darío ha hecho con el viejo hexámetro primores de técnica.

En general, es este gran poeta quien más pródigo de combinaciones se ha mostrado; algunas tan bien logradas como la de su responso a Verlaine:Padre y maestro mágico, liróforo celeste...

Manuel Machado usa también ampliamente de todos los maridajes métricos, y no son raros en él los aciertos. De él son estos versos:


    Gongorinamente
te diré que eres noche
disfrazada
de claro día azul;
azul es tu mirada
y en el áureo derroche
de tu pelo de luz, hay un torrente
de alegría y de luz.



Leopoldo Lugones ha solido desdeñar estos alardes, pero en cambio ¡con qué admirable pericia maneja los metros conocidos!

Y es tiempo ya de concluir. Muchas citas se quedan en la memoria, pero alargaría sin provecho, y sí con fatiga de lectores, este informe sobre los nuevos metros (que resultan no ser ningunos) y sobre las nuevas combinaciones métricas, que resultan incontables.