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ArribaAbajo- XXXVIII -

La reforma de la ortografía en Francia


En mi informe último hablaba yo de las reformas decretadas, por decirlo así, en Francia, a la ortografía. Ahora me ocuparé de la declaración hecha a este propósito por la Corporación de impresores en su principal órgano, intitulado La Bibliografía de Francia. En esta declaración la citada Corporación afirma «que no aplicará una reforma ortográfica que no obtenga antes el asentimiento de la Academia Francesa; pues, decretada por la sola autoridad del ministro de Instrucción Pública, tendría el carácter de un «golpe de Estado».

Comentando lo anterior, Augusto Renard, profesor de la Universidad y secretario general de la Asociación para la simplificación de la ortografía, se pregunta con mucha justicia: Si nos colocamos en este terreno, ¿qué decreto del Gobierno dejaría de ser golpe de Estado?

Pero, se objeta, en esta materia el ministro es incompetente. Sólo la Academia tiene el derecho de legislar. Suplantándola, el ministro cometería una «usurpación de poderes».

«La verdad es -añade Renard-: 1.º, que la Academia tiene como principio no hacer jamás reforma alguna; y 2.º, que siempre se ha ajustado a este principio».

¿Se quiere una prueba?

En cuanto al principio, he aquí un testimonio que nadie recusará: el de la Academia misma. En todos los prefacios de su diccionario, la Academia declara expresamente que se ha impuesto como ley no anticiparse jamás al público en materia de reforma, observando escrupulosamente el uso establecido.

Prefacio de 1740 (3ª edición):

«L'on (on es la Academia) ne doit point, en matierè de langue, prévenir le public mais il convient de le suivre, en se soumettan, non pas à l'usage qui commence, mais à l'usage généralement reçu».

Prefacio de 1762 (4.ª edición):

«La profesión que la Academia ha hecho siempre de conformarse al uso universalmente aceptado, sea en la manera de escribir las palabras, sea al calificarlas, la ha forzado a admitir los cambios que el público ha hecho».

Así, pues, la Academia, según confesión propia, se ha trazado como regla no tomar jamás la iniciativa de una reforma, no adoptar los cambios sino cuando el público los ha hecho ya».

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Por otra parte, la Academia ha conformado siempre su conducta a sus declaraciones.

Desde 1694, fecha de la primera edición de su diccionario, modificó muchas veces su ortografía, especialmente en 1740, 1762 y 1835. Ahora bien: en cada una de estas veces el público se lo había anticipado ya, y ella, en realidad, no hacía sino plegarse al uso establecido.

De una sola vez, en 1740, modificó la ortografía de cinco mil palabras (A. F. Didot las contó y, como dice Sainte-Beuve, podemos estar seguros de que las contó bien), cinco mil palabras de las diez y ocho mil que contenía solamente el diccionario (ahora contiene cerca de treinta y dos mil), más de la cuarta parte del vocabulario académico. Ya se adivinará fácilmente la hecatombe de ph, de ch, de th, de rh, de letras dobles y de letras etimológicas que fue, necesaria para operar esta reforma que según observaba la Academia misma, había sido hecha ya por el público antes que por ella.

Veintidós años después, en 1762, nueva reforma, más considerable aún. La Academia añade dos letras al alfabeto, la j y la v, a fin de distinguir la i de la j (jouir en lugar de iouir) y la u de la v (sauver en lugar de sauver), de donde vino la necesidad de arreglar de nuevo el orden alfabético de una parte del diccionario, sin contar una carnicería de letras etimológicas, de ph, de ch, de th y de y (la palabra chymie, por ejemplo, se convirtió en chimie); pero el público, en esta ocasión también, se había anticipado a la Academia, según declaración expresa de la misma.

Por último, cuando en el siglo pasado, en 1835, adoptó la sustitución de ai por oi en las formas je chantois, ils avoient, les françois, no obstante la viva oposición de Chateaubriand, Lamennais y Nodier, que se oponían a que se escribiese je chantais, ils avaient, les français, a fin, decían, de no cambiar la fisonomía de las palabras, este cambio tan legítimo, reclamado veinte veces por Voltaire, había pasado ya del uso corriente, especialmente en el Monitor Universal.

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Así, pues, según queda comprobado plenamente por las citas del profesor Augusto Renard, siempre que la Academia Francesa ha llevado a cabo una reforma, esta reforma había sido ya realizada por el público. Jamás se ha anticipado la ilustre Corporación al uso establecido.

¿Por qué no habría de suceder ahora lo mismo?

¿Por qué la Academia, anticipándose a dar su adhesión la reforma proyectada, había de ponerse en contradicción con sus principios?

Nada hay que esperar, pues, por ahora de los inmortales, y si el público francés aguarda su autorización para simplificar la ortografía, corro el riesgo de no simplificarla nunca.