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El teatro argentino


¿Existe el teatro Hispanoamericano?

¿Está siquiera en embrión?

Sus manifestaciones, ¿pueden considerarse sólo como manifestaciones aisladas, o como signos de una vida que comienza a alentar y que promete robusteces próximas?

Preguntas son éstas que no América, nuestra América, sino Europa, empieza a hacerse.

Por más que las metrópolis del convencionalmente llamado viejo mundo se empeñen ignorarnos, los hispanoamericanos acosamos a París, a Londres, a Roma con nuestra obra, con nuestros nombres.

Somos gentes con quienes es preciso contar. Ayudamos a sostener y, óinganlo ustedes, a afinar este complicado y delicioso organismo de París.

En los actuales momentos, París trabaja para nuestra raza y gracias a nuestra raza, con proporciones tales que eclipsamos a los sajones.

La mujer argentina, chilena, mexicana o madrileña, trae ocupados beneficiosamente a todos esos magos de la rue de la Paix, a los Doucet, a los Paquin, a los Worth; mueve los pinceles de la Gándara, impone su tipo a los novelistas modernos y, fijaos bien, no es extravagante como la mujer sajona, que confunde frecuentemente el esfuerzo con la fuerza y la extravagancia con la originalidad, sino que sabe fundirse en esa deliciosa finura de matices que hacen de la parisiense una de las flores más delicadas del mundo!

No cabe, pues, desconocernos, y París empieza a preguntarse, no ya como antaño, de qué color usamos el taparrabo y de qué pájaro son las plumas que llevamos en la cabeza, sino: si tenemos novela, si tenemos teatro; si poseemos instintos técnicos; si nuestros pintores pueden reputarse como coloristas a la manera española; si Rubén Darío o Leopoldo Lugones son los primeros poetas de habla castellana, etcétera, etcétera.

Por tanto a nadie hace sonreír aquí que a un erudito bien informado se le ocurra proponerse esta u otra cuestión por el estilo: ¿Existe ya un teatro hispanoamericano? ¿qué fisonomía, qué índole tiene? ¿qué tendencias persigue?

Y en efecto, hay entre otros un publicista que sabe lo que trae entre manos: George Billotte, quien nos dice, no ya respecto de toda la América latina, sino respecto de una sola de sus Repúblicas, estas palabras que traduzco: «Cuando recorre uno Buenos Aires, la ciudad de ímpetus prodigiosos, ahora segunda ciudad latina del mundo (cuya población ha ascendido de 60.000 habitantes en 1875, a 1.250.000 en 1906), y se examina en detalle la diversidad de monumentos de sus inmensas avenidas, se sorprende uno del número de teatros que encuentra. Se experimenta, como consecuencia de esta sorpresa, la impresión de una vida intelectual refinada, y se siente uno impulsado a preguntar si la Argentina tiene sus dramaturgos nacionales para alimentar esos teatros, o en otras palabras, si existe un arte dramático argentino».

¿Cómo hay que responder a esta pregunta?

Afirmativamente, y tal afirmación salta a la vista en cuanto se consultan datos, harto visibles, a los cuales, con toda buena fe, recurre Georges Billotte.

En efecto, además del gran teatro municipal Colón, de arquitectura imponente y uno de los más vastos del mundo, el cual ha de consagrarse exclusivamente a la música, existen los siguientes teatros bonaerenses:

  • 1.º La Ópera, que viene, en categoría arquitectónica, después del anterior.
  • 2.º El Politeama.
  • 3.º El Odeón.
  • 4.º El Victoria.
  • 5.º El de la Comedia.
  • 6.º El de Mayo.
  • 7.º El de Rivadavia.
  • 8.º El Teatro Argentino.
  • 9.º El Marconi.
  • 10.º El San Martín.
  • 11.º El Apolo.

Claro que dejamos muchos en el tintero, porque deseamos ocuparnos de los principales.

Ahora bien, ¿qué géneros imperan en estos teatros?

Según dijimos, el Gran Teatro Municipal Colón, lleno de suntuosidades, va a dedicarse exclusivamente a la música. Se inauguró hace poco y se afirma que su acústica es inmejorable y que puede contener 3.750 espectadores. El Teatro de la Ópera es algo como el Teatro Real de Madrid y como fue nuestro benemérito Teatro Nacional: rendez-vous de cantantes italianos que van en invierno (en Buenos Aires, de Junio a Septiembre, por ejemplo).

En el Politeama alternan el drama y la música.

En el Odeón reina la comedia. Allí ha tenido fructuosas temporadas María Guerrero.

En los teatros Victoria, de la Comedia, de Mayo, Rivadavia, Argentino, Marconi, San Martín, etc., se representan todos los géneros: el drama, la comedia, el vaudeville, la zarzuela, el género chico, etc., etc.

Pero, citábamos intencionadamente al último (por aquello de que los últimos serán los primeros), el Teatro Apolo, que merece especial atención.

En este teatro sólo se representan obras de autores argentinos. Pertenece a una familia, la familia Podestá, y dos de los hermanos de este apellido son los directores del teatro. Otros miembros de la familia, artistas de talento, se distribuyen los papeles de las piezas del repertorio. Se cita como autor distinguido a Pablo Podestá y como primera actriz digna del nombre de estrella a Blanca Podestá, persona de una gran belleza.

Arturo Podestá escribe entremeses y sainetes.

Uno de éstos, intitulado ¡Qué niño!, ha alcanzado un número considerable de representaciones.

Los autores argentinos representan asimismo piezas en otros teatros. En general, hay en Buenos Aires una tendencia unánime a protegerles y ayudarles. No existen monopolios, ni españoles ni de ningún género, que excluyan de los teatros nacionales a los autores nacionales o les pongan trabas. Por lo demás, los argentinos no lo tolerarían.

Entre los teatros que más frecuentemente admiten piezas argentinas, citaremos el Marconi, el Victoria y el Politeama.

Los dramaturgos -dice Billotte- no faltan en la Argentina y por su número se imponen a la atención general. Claro que habrá que hacer algunas reservas en cuanto a la calidad de las piezas representadas. No podría ser de otro modo; pues no va uno lógicamente a esperar encontrarse en los autores argentinos obras tan perfectas como las de los dramaturgos experimentados de la vieja Europa. Las letras y las artes demandan tiempo para desarrollarse y perfeccionarse y requieren asimismo largos períodos de paz. Ahora bien, hasta 1880, época en que el presidente Avellaneda triunfó de la guerra civil, la Argentina había vivido desde el comienzo de su emancipación constantemente en la anarquía. Además, en toda nación que se forma, las preocupaciones de orden material absorben las facultades de los habitantes. Antes de consagrar tiempo a lo que constituyo el embellecimiento de la vida, hay que pensar en la vida misma y asegurar el pan cotidiano.

Sin embargo, el teatro nacional ha producido ya obras originales interesantes, que, aun cuando las consideremos como ensayos, tienen un sabor extraño y fuerte. Y la vitalidad de este teatro no podrá ponerse en duda si hacemos observar que se ha mantenido y progresado, a pesar de la más temible competencia.

Esta competencia es la que hacen las grandes compañías europeas que visitan frecuentemente la Argentina y que se enlazan unas con otras, casi sin interrupción, durante la estación de invierno, que coincide con el verano europeo.

El argentino, a pesar de la contribución considerable de la inmigración y de la mezcla de sangre indígena, ha seguido siendo español. Es además un español de cultura francesa. La literatura de Francia ha sido siempre conocida y apreciada en la Argentina. Hace treinta años en Buenos Aires se arrebataban de las manos las novelas de Zola y de Daudet, que se pedían a París con prisa febril. Ahora se lee con el mismo interés a Barrés, a Anatole France, y las obras de estos autores se encuentran en todas las librerías. Puede decirse que el 75 por 100 de los libros que se leen en la Argentina son franceses; franceses son asimismo los métodos de enseñanza que han prevalecido hasta hoy en las escuelas argentinas, a donde han ido numerosos universitarios de Francia, atraídos por las condiciones ventajosas en que se les ha contratado: (2.000 francos de sueldo mensual y 5.600 como gastos de viaje e instalación). Si a esto se añade que los grandes diarios de Buenos Aires, tales como La Prensa y La Nación, son de los más importantes del mundo (el hotel de La Prensa en la Avenida de Mayo ha costado 13 millones), que cada número de esos dos diarios tiene de 16 a 48 páginas (La Prensa publica anuncios por valor de 5.500 francos diarios), y que cotidianamente los dos periódicos tienen crónicas muy documentadas, muy eruditas, que emanan, ya de los americanos del sur y del centro que residen en París, ya de literatos extranjeros (muy frecuentemente franceses), y en ese caso traducidos en las oficinas mismas del diario a medida que se van recibiendo, nadie se asombrará de que Buenos Aires conozca a fondo todas las manifestaciones del arte europeo y de que, sobre todo en el teatro, siga muy atinadamente sus huellas».

*  *  *

Subrayo las líneas anteriores porque está escrito que nosotros los hispanoamericanos no podemos hacer obras maestras. ¿Por qué? Pues porque sí. No hay otra razón (because is the women's reason).

Todavía no he leído a un europeo bastante imparcial (sobre todo a un francés) para conceder que podamos tener genio sin parecernos a Francia o pareciéndonos, como se parecen unos a otros los europeos.

¿Acertamos por ventura alguna vez a producir una obra de originalidad potente, de sello raro y personal, Las montañas de oro, por ejemplo?

Pues cuando se ocupe un crítico francés de la obra, hará cuanto esté a su alcance para probar que esa obra está influida por algún poeta francés. Francia no se halla dispuesta a admitir sino lo que ella produce o lo que ella cree que produce de su cepa gloriosa, y como decía muy graciosamente Miguel de Unamuno, cuando un francés elogia a un extranjero deja en todos sus conceptos transparentar esta idea.

«Hay que convenir en que, para no ser francés, no es del todo tonto».

No le reprochemos esto a Francia. Pecado es también de otros pueblos que se ufanan de su cultura. Nadie puede vivir sin amor propio. Si todos supiésemos exactamente lo que son nuestros hormigueros en este pobre peñasco dorado por un sol mediocre que se llama la tierra, quizá no tendríamos el valor de vivir.

Hacen, pues, bien los europeos en creerse maestros perpetuos de nosotros. Y nosotros, por nuestra parte, no escatimaremos el cher maître a todo hombre que se nos proponga, como tal.

Pero (y a ello iba en mi digresión), dada esta tendencia mental europea a nuestro respecto, ¿no es mucho que, aunque sea creyéndonos influídos por ellos, los críticos del viejo continente empiecen a darse cuenta de que existimos?

Tienen, por tanto, sumo interés los siguientes párrafos -siempre referentes al arte teatral en Buenos Aires- de nuestro amigo Billotte:

«En el teatro argentino actual, nuestra curiosidad es solicitada de preferencia por las piezas que nos revelan los usos particulares del país y la mentalidad de sus habitantes. Lo más frecuente es que las piezas representadas pertenezcan al género dramático o melodramático. Estas piezas tienen, en general, mucho color y son vigorosamente conducidas.

»Citaremos como modelo del género la Piedra de escándalo, de Martín Coronado, que alcanzó trescientas cincuenta representaciones.

»He aquí el asunto: En una pequeña estancia del campo argentino, vive un viejo estanciero con su hijo y sus dos hijas. El capataz está enamorado de Rosa, la hija menor, pero no se atreve a declarársele. Rosa, de quien su hermana mayor tiene celos porque es bella, cae en una abominable emboscada y pierde la flor de su doncellez. Desde entonces, se declaran las dos hermanas una guerra franca. Rosa se vuelve el sufrelotodo de su hermana. El hermano vanamente trata de interponerse. La hermana mayor acaba por declarar públicamente, en una escena muy dramática, la afrenta de que Rosa ha sido víctima... Cae la tarde. Sabemos que el seductor de Rosa intenta llevar a cabo aquella misma noche el rapto de la joven. Los mastines han sido envenenados. Rosa y su hermano son los únicos que velan. El padre, pobre anciano sin defensa, nada sabe de lo que pasa. Rosa declara que se suicidará antes de caer en las manos del miserable. Su hermano jura defenderla y sale para ir a buscar su fusil. En esto, el capataz, cuya faena acabó, vuelve a la estancia. Encuentra a Rosa sola y le parece más bella que nunca. Decídese, pues, a hablar y le pide que sea su mujer. Rosa experimenta al principio una gran alegría, pero se domina pronto, y a fin de parar de un golpe las insinuaciones del honrado muchacho, le descubre su deshonor. Un estridente silbido se deja oír fuera. El hermano vuelve con su fusil en la diestra; abre la ventana, se arrodilla y va a tirar; pero el capataz, cuyo valor nos ha hecho conocer una escena episódica anterior, se apodera del fusil, y como Rosa, asustada, quiere detenerle, la rechaza, exclamando que ya él nada tiene que perder en la tierra, y dispara sobre el enemigo invisible. Después saca su machete y salta por la ventana para hacer justicia completa.

»Este drama -comenta, Billotte- es bastante pobre de inventiva, hay que convenir en ello, y los personales que en él se agitan pertenecen a una humanidad extrañamente simple».

Y yo me pregunto: ¿son acaso más complejas las almas bretonas o pirenaicas? ¿Ha encontrado el señor Billotte una mentalidad más sutil en los apaches que alientan en el corazón mismo de París? ¿Cree que no hay midinettes del Marché Saint Honoré o de la rue des Petits Champs con el alma tan elemental como la de Rosa?

Por lo demás, el crítico añade que los personajes están animados de una vida intensa y que las situaciones en que se encuentran son de tal manera fuertes, que el espectador se conmueve a pesar suyo, y no piensa en criticar la pieza sino cuando ha caído el telón.

*  *  *

Con la Piedra de escándalo, Billotte menciona el hermoso drama de nuestro amigo el impetuoso publicista Alberto Ghiraldo, intitulado Alma gaucha, y la Indiada de Carlos Pacheco. Pacheco -dice nuestro crítico- no ha revestido jamás las escenas de la vida argentina de un tono más vivo que en su Indiada.

¿Cómo representan los actores argentinos estas piezas de su tierra? «Con un ímpetu y un brío de los que difícilmente puede uno formarse idea. Su mímica expresiva y desordenada recuerda la de los artistas sicilianos de la compañía de Giovanni Grasso y de Mimi Aguglia. Los figurantes mismos están llenos de convicción y toman constantemente parte en la acción».

Los autores argentinos no se contentan, empero, con escribir dramas. Han tratado también de pintar la sociedad de su país en obras de un gusto más discreto, y hasta han escrito, con éxito, comedias de costumbres.

Entre las piezas de esta nueva categoría merecen citarse la obra interesante de José León Pagano, Almas que luchan (que pasó de las cien representaciones); la agradable comedia, de un autor anónimo, intitulada Los colegas; dos piezas de Florencio Sánchez, M' hijo el dotor y la Gringa, y, por último, el Doctor Morés, de Alberto del Solar. (Florencio Sánchez ha escrito además dos dramas aplaudidos: Los derechos de la Salud y las Pobres gentes, y Alberto del Solar es el autor de una pieza histórica muy conocida y no sin mérito, llamada Chacabuco.)

Dentro del mismo orden de ideas de las anteriores, pero en una categoría que nuestro crítico estima inferior, hállase un cuadrito de observación harto penetrante: Mala yerba, de José Eneas Ríu, y Silvino Abrojo, juguete cómico de José M. Casais. El éxito de este juguete parece inagotable.

Conviene también -añade- poner en el número de los autores notables del teatro argentino a Enrique García Velloso, autor de un drama célebre, Caín, y de una comedia agradable, aunque de sal un poco gruesa, Fruta picada.

Rafael Padilla, que fue agregado a la Legación argentina en Madrid, ha hecho representar tres piezas con éxito: La pena capital, Leonor y Una incógnita sin solación.

Pero no termina aquí la lista, a la que había que agregar aún muchos nombres; los siguientes, entro otros: J. Sánchez Gardel, autor de Campanas; Méndez Caldeiro; Roberto J. Payró; Nicolás Granada Trejo; Julio G. Traversa, autor de Cómo se ama; David Peña, cuya pieza más importante, Doña Próspera, parece haber sido inspirada por la Electra, de Pérez Galdós; Luis Arcos y Segovia, autor de Pecados capitales; Mariano Rojas, autor de Avestruces, José de Maturana, autor de Flor de trigo; Julio Parido; Ricardo R. Flores, Vicente Martínez Cuitiño, y Gregorio de Laferrere.

¿Que la mayor parte de estas piezas son incompletas y sumarias? ¿Que no hay ninguna tendencia unánime en el teatro argentino? ¿Que se trata de esfuerzos aislados?

¡Ay! Así y todo, cómo quisiéramos una lista análoga de autores y de obras para los comienzos del teatro mexicano, que, salvo raras excepciones (como la del ilustre Federico Gamboa), parece haber anclado, por ahora, en el género chico.

Cierto que no podemos comparar aún nuestra capital con Buenos Aires, y no menos cierto que la literatura ha seguido en México (con incomparable éxito) otros caminos. De todas suertes, el hueco es muy sensible y debemos llenarlo; deben llenarlo mis compatriotas, porque, en cuanto a mí, me siento incapaz de escribir una comedia de costumbres.

Mi único teatro posible sería para leído, y la escena, con eso, nada saldría ganando.

¡Ah! ¡Si un Micrós, por ejemplo, hubiese pensado en escribir para el teatro! ¡Qué penetrantes y regocijadas comedias presenciaríamos!

Pero Micrós se diría, como nos decimos todos, que aún no tenemos teatros, ni compañías, ni alicientes pecuniarios, ni público.

Y se murió sin dejarnos esa herencia admirable.