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La tradición republicana. Alberdi, Sarmiento y las ideas políticas de su tiempo

Selección

Natalio R. Botana






ArribaAbajoEl punto de partida

La revolución en América del Sur fue una ruptura que abrió paso al drama histórico. Así la juzgaron Alberdi y Sarmiento. Ambos nacieron cuando esa circunstancia sacudió al continente. Un cuarto de siglo más tarde, el punto de partida era como un gigantesco desgarro: el antiguo régimen que caducaba; las primeras esperanzas prontamente segadas; sobre los escombros, al cabo de aquel intenso momento fundacional, el espectro del despotismo. «Aquí termina -escribía Sarmiento en Recuerdos de provincia- la historia colonial, llamaré así, de mi familia. Lo que sigue es la transición lenta y penosa de un modo de ser a otro; la vida de la República naciente, la lucha de los partidos, la guerra civil, la proscripción y el destierro»1.

Esta penosa transición era una historia inevitable de cuya fatalidad el joven Alberdi no dudaba. En el Discurso de apertura al Salón Literario, en 1837, la revolución americana se inscribía, como norma subordinada, dentro de la ley del progreso histórico, que, sin embargo, estaba sujeta a la modalidad propia de cada nación:

«Cada vez que se ha dicho que nuestra revolución es hija de las arbitrariedades de un Virrey, de la invasión peninsular de Napoleón, y de otros hechos, semejantes, se ha tomado, en mi opinión, un motivo, un pretexto por una causa. Otro tanto ha sucedido cuantas veces se ha dado por causa de la revolución de Norte América la cuestión del té; por causas de la Revolución Francesa los desórdenes financieros y las insolencias de una aristocracia degradada. No creáis, señores, que de unos hechos tan efímeros hayan podido nacer resultados inmortales. Todo lo que queda, y continúa desenvolviéndose, ha tenido y debido tener un desenvolvimiento fatal y necesario. Si os colocáis por un momento sobre las cimas de la historia, veréis al género humano marchando, desde los tiempos más primitivos, con una admirable solidaridad, a su desarrollo, a su perfección indefinida»2.



En su representación inicial el punto de partida de la revolución sudamericana no es, para Alberdi y Sarmiento, ni una biografía de la continuidad, como quería Tocqueville, ni tampoco la lenta incorporación de un modo primitivo de ejercer la libertad política en una vasta república. La revolución del sur es todo lo contrario. Es drama e inevitabilidad. «He necesitado andar todo el camino que dejo recorrido para llegar al punto en que nuestro drama comienza», escribió Sarmiento en el Capítulo IV del Facundo. «La causa, pues, que ha dado a luz todas las repúblicas de las dos Américas; la causa que ha producido la revolución francesa, y la próxima que hoy amaga a la Europa, no es otra que esta eterna impulsión progresiva de la humanidad», replicaba Alberdi en el Discurso...3

De allí, de esa suerte de histórica sentencia, inspirada en Condorcet y Saint-Simon, que conduce a un estadio de mayor perfectibilidad, habrá de nacer el nuevo mundo. Una creación pura, sin arraigo, inmersa en la soledad. La revolución norteamericana, se creía, era hija legítima de un pasado venturoso. Pero ahora, cuarenta años después del grito de 1810, Sarmiento se presentaba como protagonista de una épica que carecía de rumbo. Sin historia que recuperar, instalada sobre una brusca negación de la cultura que le dio origen, esa revolución no tenía otro horizonte que construir una república desde la raíz:

«Norte América se separaba de la Inglaterra sin renegar la historia de sus libertades, de sus jurados, sus parlamentos y sus letras. Nosotros, al día siguiente de la revolución, debíamos volver los ojos a todas partes buscando con qué llenar el vacío que debían dejar la inquisición destruida, el poder absoluto vencido, la exclusión religiosa ensanchada»4.



La revolución giraba en torno de un enorme vacío teórico que coincidía con la pavorosa realidad del dissensus universalis, fusión de anarquía y despotismo, incomprensible para el ingenuo racionalismo de los fundadores, brutal y violento como las pasiones a las cuales ninguna institución formal podía contener. América del Sur comenzaba su larga marcha en procura de una legitimidad de reemplazo. El drama era pues semejante a un tríptico: arrancaba de la aparente destrucción del orden colonial; se hacía más hondo con los interrogantes sin respuesta; e infundía terror en los recién llegados a la vida pública por esa violencia hobbesiana que en todo penetraba, costumbres, usos, hábitos.

Había una revolución feliz en América del Norte con guerra exterior y sin violencia interna. Había otra, la francesa, que evocaba una esperanza frustrada. Y por fin, entre ambas experiencias, yacía la revolución del sur, pura violencia agónica, guerra sin término, drama reconcentrado. Sarmiento citaba con frecuencia a Shakespeare. Como en una tragedia en varios actos, las décadas que corrían entre 1810 y la aparición del Facundo condensaban la larga historia de la civilización. La revolución de treinta años hacía visible lo que en la vieja Europa exigió siglos de preparación. Era el regreso simultáneo, sobre el escenario argentino, del antiguo régimen aristocrático y la corrupción de la polis clásica, de la invasión de los bárbaros y el nacimiento del despotismo; todo ello resumido durante los primeros años de una biografía que será larga.

Según se ha repetido a menudo, con palabras de la «Introducción» del Facundo, la revolución era un enigma, una esfinge devoradora de ilusiones que, imperturbable frente al ensayo teórico, imponía la servidumbre del tiempo histórico:

«El estrépito del carro y las trompetas -clamaba Alberdi- aturde nuestra conciencia [...] Un día, Señores, cuando nuestra patria inocente y pura sonreía en el seno de sus candorosas ilusiones de virilidad, de repente siente sobre su hombro una mano pesada que le obliga a dar vuelta, y se encuentra con la cara austera del Tiempo que le dice: -está cerrado el día de las ilusiones: hora es de volver bajo mi cetro»5.




ArribaAbajoEl viaje interior: las ciudades y la barbarie

El cuadro de la revolución abarcaba, entonces, figuras superpuestas. La principal era el hecho desnudo de la ruptura. Luego, sobre ella, solía instalarse la interpretación. Para entender la ruptura no era necesario haber leído a Michelet o a Quinet: bastaba con padecer el vértigo del vacío. La interpretación, en cambio, proponía un novedoso choque entre ideas y realidad. Poco después del fracaso de los primeros años, el gesto del legislador reaparecía con nuevo brío, guiado por intenciones semejantes, aunque munido de otras herramientas. El legislador en ciernes era un solitario explorador de legitimidades ignoradas en la práctica. Había vivido, niño y adolescente, en el antiguo régimen que se derrumbaba y entre tanto escombro le costaba percibir, en paisajes distantes, la tradición republicana. El primer paso era pues una necesaria aproximación. Sólo que este preliminar tanteo traducía en muchos actores el torpe desplazamiento, un desborde de imágenes que luego, quizá, podrían decantar en su espíritu alguna certeza con respecto a esa inasible legitimidad de reemplazo:

«¿Cómo se forman las ideas -preguntaba Sarmiento en Recuerdos de provincia-. Yo creo que en el espíritu de los que estudian sucede como en las inundaciones de los ríos, que las aguas al pasar depositan poco a poco las partículas sólidas que traen en disolución y fertilizan el terreno. En 1833 yo pude comprobar en Valparaíso que tenía leídas todas las obras que no eran profesionales, de las que componían un catálogo de libros publicados por el Mercurio. Estas lecturas, enriquecidas por la adquisición de los idiomas, habían expuesto ante mis miradas el gran debate de las ideas filosóficas, políticas y religiosas, y abierto los poros de mi inteligencia para embeberse en ellas»6.



Una imagen consagrada: las ideas eran como un torrente; el espíritu, terreno inundado por olas sucesivas. La visión de Sarmiento acerca de la república atravesó tantos interrogantes como el siglo y su circunstancia le sugirieron. Pero primero, antes que ninguna otra, esa perspectiva comenzó a gestarse como una prolongación de la libertad antigua que imaginó la ilustración: la sede de la buena vida era una pequeña ciudad, una casa habitada por gente virtuosa, escuelas y lugares de culto a cargo de clérigos amantes de la libertad. La «naturaleza triste» que rodeaba aquellos lugares, las «gentes agrestes» que «prodigaban mil atenciones» a un maestro de quince años, no rompían todavía la unidad de esa comarca. Doña Paula, su madre, como los habitantes de Rousseau en la montaña, representaba el personaje a quien nada divide, ni la religión que brotaba de su ejemplo, ni las obras que hacían sus manos. El hogar de San Juan era un signo de integración donde la moral perfeccionaba la labor doméstica y esta a su vez, tarea compartida, hacía virtuosos a hijos y sirvientes7.

Los clérigos ilustrados dieron otro impulso; limpiaron el terreno de fábulas y supersticiones; sembraron en Sarmiento la esperanza de que la religión era compatible con la libertad. Castro, Oro y Albarracín echaron en aquella olvidada ciudad las bases de la ilustración. «El cura Castro, acaso con el Emilio escondido bajo su sotana» ahuyentaba de las creencias populares a los «duendes, aparecidos, fantasmas, candelillas, brujos», eternas figuras del mundo mágico que la razón no podía ya aceptar. Don José Oro le enseñaba latín y geografía, Juan Pascual Albarracín a leer la Biblia, y luego la lectura de Feijoo añadía otro peldaño a la «educación razonada y eminentemente religiosa, pero liberal, que venía transmitiéndose desde mi madre al maestro de escuela, desde mi mentor Oro hasta el comentador de la Biblia, Albarracín»8.

No es de extrañar que esta conmovedora reconstrucción de la virtud encontrase su inmediato complemento en los primeros arquetipos políticos. Sarmiento descubrió el sentido de la libertad a través de héroes o legisladores antiguos que renacían en los revolucionarios y magistrados del XVIII. Leía en los catecismos de Ackermann la historia de Grecia y Roma, sintiéndose «sucesivamente Leónidas y Bruto, Arístides y Camilo, Hamodio y Epaminondas; y esto mientras vendía yerba y azúcar»; en la vida de Cicerón, según Middleton, que lo hizo «vivir largo tiempo entre los romanos», avizoró «aquel espíritu público que hacía la existencia de las sociedades griega y romana»; y, por fin, la autobiografía de Franklin y los escritos de Paine lo introdujeron en la vida y el pensamiento de los defensores de la libertad antigua en la república norteamericana. Con esa materia Sarmiento armó un arquetipo que unía el perfeccionamiento individual con el progreso de los pueblos, las lecciones de Plutarco y las invenciones más audaces. El saber que derrotaba a la pobreza y la ignorancia; la ley y el pararrayos, símbolos del porvenir:

«Yo me sentía Franklin; ¿y por qué no? Era yo pobrísimo como él, estudioso como él, y dándome maña y siguiendo sus huellas podía un día llegar a formarme como él, ser doctor ad honorem como él, y hacerme un lugar en las letras y en la política americana»9.



Franklin fue para Sarmiento un modelo de la conducta ilustrada que lo acompañó siempre. De aquel provendrían, como si hubiesen germinado previamente en la conciencia de Sarmiento, los educadores, científicos y artesanos ejemplares con los que tropezó al paso de lecturas y viajes. Horace Mann, Benjamin Gould, el astrónomo que dirigió el observatorio de Córdoba, y los hermanos Plon, impresores en París (que «se conservan hasta hoy bajo la blusa de los oficiales de imprenta, a la cabeza de obreros que los reputan sus iguales»), son expresiones diferentes de un arquetipo único: la razón aplicada a la naturaleza, la ciencia o el trabajo que se funden con la virtud, la ley y el saber encarnados en un ciudadano que obra según el sentimiento subjetivo del bien de todos10.

Esta primitiva intuición sufrió la avalancha de las ideas de su tiempo. Los relatos de Walter Scott, que Sarmiento tradujo en la casa del señor Abbot, en Copiapó, le abrieron el mundo de la comprensión histórica11. Todo es rápido. En pocos años, quien se sentía arengando a sus conciudadanos bajo el sol de una plaza mediterránea, podía descender a la oscuridad del medioevo entre bruma, castillos, murallas y ciudades todavía inermes frente a los vivientes rastros de la barbarie. Esa sensación del vaticinio histórico -que también cautivaba al estilo analítico de Guizot- ayudó a Sarmiento a recrear un universo criollo muy próximo a la idea de una civilización que se quiebra y desaparece.

Muy pronto, hacia 1838, gracias al concurso de Manuel Quiroga Rosas, «con su espíritu mal preparado aún, lleno de fe y entusiasmo en las nuevas ideas que agitaban al mundo literario en Francia», Sarmiento leyó a «Villemain y Schlegel, en literatura; Jouffroy, Lerminier, Guizot, Cousin, en filosofía e historia; Tocqueville, Pedro Leroux, en democracia; la Revista Enciclopédica, como síntesis de todas las doctrinas; Charles Didier y otros cien nombres hasta entonces ignorados...» Esta maraña de autores respondía a dos familias de pensamiento: el eclecticismo doctrinario y el humanismo sansimoniano. No tardarían en sumarse Vico y Herder, pioneros del siglo XVIII, Chateaubriand, Hugo y Dumas, Thiers y Michelet, y el mismo Donoso Cortés en su etapa doctrinaria. Entre ellos, Tocqueville ocupaba un lugar importante: hacia él dirigió Sarmiento su mirada en el Facundo (secretamente soñaba con emularlo: «a la América del Sur en general, y a la República Argentina sobre todo, le ha hecho falta un Tocqueville»); a nadie permitió que le disputara el privilegio de ser primer introductor de La democracia en América en Santiago12.

Las nuevas teorías pretendían reconciliar el pensamiento con la realidad. Instantáneamente, todo aquello que venía de la ilustración -«las ideas de un Mably, de un Rousseau, y qué sé yo qué otros utopistas del siglo pasado»- eran candorosas ilusiones ante las cuales sonreía el «espíritu contemplativo», bien pertrechado con los hallazgos recientes. Ya viejo, Sarmiento recordaba sus primeros torneos en Chile y la ventaja que llevaba a sus opositores de ocasión:

«Reinaban aún en aquellas apartadas costas Raynal y Mably, sin que estuviera del todo desautorizado el Contrato Social. Los más adelantados iban por Benjamin Constant. Nosotros llevábamos, yo al menos, en el bolsillo, a Lerminier, Pedro Leroux, Tocqueville, Guizot, y por allá consultábamos el Diccionario de la Conversación y muchos otros prontuarios»13.



En todo caso, la hondura de ese bolsillo no permitía que el publicista recién iniciado pudiese sentir, allá en el fondo, el aliento de las primeras intuiciones. Desde el comienzo mismo está presente la paradoja que atravesará la vida entera de Sarmiento: cualquiera sea la novedad que se superponga, el paradigma basado en la virtud de la libertad antigua ejercerá siempre una fascinante atracción. Bastará que las circunstancias lo reanimen para que aparezca vigoroso, a lo largo de medio siglo, como una muestra de tenaz fidelidad. Lección quizá ignorada por él mismo de los curiosos ricorsi en la biografía de las ideas. La temprana acta de defunción que Sarmiento endilgó a Montesquieu y Rousseau, no tenía mayor trascendencia porque una continuidad más profunda los unía a Guizot y Tocqueville.

A comienzos de la década del cuarenta la apuesta estaba echada: libros modernos, arquetipos antiguos, pero faltaba el orden político y la sociedad que dieran forma a estos elementos dispersos. En 1842, Sarmiento todavía caminaba a tientas: «lo que es peor aún -admitía- es que no tenemos un solo modelo en el mundo que imitar»14. Hacia 1849, esa inseguridad ya no existía. En ese lapso Sarmiento emprendió dos viajes. El primero fue un descenso a la profundidad histórica de una Argentina que era aún puro proyecto. El segundo viaje lo llevó a conocer otro mundo en América del Norte, su único y definitivo modelo político. Al revés de Tocqueville, el viaje intelectual se antepuso al itinerario real.

El trayecto para explorar la historia en sus vericuetos profundos, según le había enseñado Thierry, tenía por meta rememorar la barbarie como el hecho desnudo de la naturaleza humana libre de todo control cultural. El proyecto que se le contraponía descansaba en la nostalgia que sentía Sarmiento por una ciudad inexistente, imbuida de la virtud del gran legislador, que solo revelaba la enseñanza de los libros acerca de la república antigua, y también se apoyaba en las lecciones de la comprensión histórica -la ciencia nueva de Vico consagrada a develar el secreto de las sociedades- ahora remozada en la obra de Guizot, Michelet y Thierry15. En el Facundo conviven en tensión el misterio de la edad oscura y la luz de una ciudad virtuosa (des débris de mille autres sociétés, reza el epígrafe de Chateaubriand al capítulo VII); el sobrecogedor descubrimiento de una parcela de la realidad oculta y un esfuerzo por diseñar, a modo de utopía, los rasgos del momento fundador de una república. El Facundo es pues la biografía no ya de un personaje -sin duda un ser ficticio- sino de toda una historia secreta, formada lentamente al ritmo del orden colonial, que la revolución hace manifiesta y contemporánea a través de la guerra civil:

«Como todas las guerras civiles en que profundas desemejanzas de educación, creencias y objetos dividen a los partidos, la guerra interior de la República Argentina ha sido larga, obstinada, hasta que uno de los elementos ha vencido. La guerra de la Revolución Argentina ha sido doble: 1º la guerra de las ciudades iniciadas en la cultura europea contra los españoles, a fin de dar mayor ensanche a esa cultura; 2º la guerra de los caudillos contra las ciudades, a fin de librarse de toda sujeción civil, y desenvolver su carácter y su odio contra la civilización. Las ciudades triunfan de los españoles, y las campañas de las ciudades. He aquí explicado el enigma de la Revolución Argentina, cuyo primer tiro se disparó en 1810 y el último aún no ha sonado todavía»16.



Para entender la revolución era preciso abrir el cerrojo en el momento en que fenecía el orden colonial. Sarmiento no lo concebía al principio ni como una forma de gobierno monárquico -el régimen virreinal- ni tampoco como un espacio articulado al modo imperial. Más bien, desde la perspectiva de una aldea próxima a la montaña, el orden colonial era un espacio inmenso, salpicado de ciudades que gozaban de virtual autonomía. En ese recinto habitaba una sociedad aristocrática cuyo principio era la moderación de aquellas costumbres que Sarmiento retrató más tarde en el San Juan de Recuerdos de provincia. Bajo la novedad de la ilustración, que había minado las tradiciones «entibiando las creencias», subsistía aún a principios de siglo la traza de una sociedad muy reducida, patriarcal, de usos igualitarios, «en que la esclavitud no envilecía las buenas cualidades» de la servidumbre y donde, llegada la circunstancia, la escasez «era un acaso y no una deshonra»:

«¿Quién no ha alcanzado a algunos de esos buenos viejos del antiguo cuño, que vivían orgullosos de su opulencia en un cuarto redondo, con cuatro sillas pulvurulentas de baqueta, el suelo cubierto de cigarros y la mesa por todo adorno con un enorme tintero, erizado de plumas de pato, si no de cóndor, sobre cuyos cañones, de puro antiguas, se habían depositado cristalizaciones de tinta endurecida? Este ha sido, sin embargo, el aspecto general de la colonia, el menaje de la vida antigua»17.



La ciudad aristocrática era entonces un haz de costumbres urbanas que, no obstante, encerraba en su seno un conflicto entre facciones opuestas. Las concepciones acerca del pasado y el porvenir guerreaban en silencio, en vísperas del gran colapso, como el combate sin fin que padecía la ciudad renacentista: progreso y reacción, conservadores e innovadores. Los bandos solían predominar en ciudades distintas. En una, tras la costra colonial, bullía el progreso; en otra, una larga continuidad. Dos brazos de una misma civilización aristocrática que, a derecha e izquierda, representaban Córdoba y Buenos Aires: «Córdoba, de la España, los Concilios, los Comentadores, el Digesto; Buenos Aires, de Bentham, Rousseau, Montesquieu y la literatura francesa entera»18. Esa era, para Sarmiento, la punta visible de un mundo escindido. Se trataba, en suma, de un tipo de sociedad urbana, pequeña, más o menos homogénea, replegada sobre sí misma, que podía darse diferentes formas de gobierno, según ya lo había enseñado Montesquieu y una lejana raíz aristotélica que, por supuesto, Sarmiento ignoraba.

La revolución es partera del cambio. Sobreviene y pone en movimiento a las cosas. Pero ese trajín -advertía Sarmiento- era al principio lento y moderado. En su primer momento, salvada una inevitable conmoción inicial, la revolución en las ciudades argentinas fue un vigoroso cambio político que no afectó al tipo social de la civilización urbana. El otro mundo, que rodeaba a las ciudades, se quedó quieto. La transición, corta y ascendente, tuvo lugar dentro de la sociedad visible. Era el clásico pasaje de una forma de gobierno a otra. Del gobierno aristocrático a la república democrática, o la mudanza en un mismo recinto: he aquí la revolución en su origen.

Esta parábola tenía sabor antiguo. En ella resonaba la teoría del cambio político que expuso el pensamiento griego. Entre formas puras e impuras, el gobierno de la polis podía por ejemplo pasar de la aristocracia a la oligarquía y de esta a la democracia; nunca esta sucesión de regímenes hacía mella sobre el orden social de la ciudad que separaba, con drástico corte, al esclavo del ciudadano libre. De modo análogo, la primera revolución, que se despereza fecunda en la primavera posterior al veinte, no venía a destruir en las ciudades argentinas su básica estructura social. Era, estrictamente, una forma de gobierno que traía la promesa de un principio distinto e incorporaba a nuevos grupos urbanos pertenecientes a la sociedad establecida. Así, casi por milagro, el moderado uso del gobierno aristocrático fue reemplazado por la virtud republicana. Quien mejor la encarnaba, como Rousseau quería, era el gran legislador. Tal fue el renacimiento de las ciudades luego de las guerras de independencia. Mendoza era «la Barcelona del interior»; Tucumán y Salta, un vergel de cultivos; La Rioja, un lugar ilustrado; San Juan y Buenos Aires, el hogar de Salvador María del Carril y Rivadavia donde se perfeccionaba la libertad antigua:

«Era el doctor don Salvador María del Carril el mayor de los hijos de don Pedro del Carril, graduado en la Universidad de Córdoba, discípulo aventajado del célebre deán Funes, lleno del espíritu de Rivadavia y trasluciendo en sus modales elegantes y altaneros, la cultura de la época, y la hidalguía de su familia.

Su palabra era breve, precipitada, como la del jefe que se excusa de explicarse ante sus subalternos, acompañada de movimientos rápidos, y gesticulaciones desdeñosas e impacientes. Era Carril el generoso aristócrata, que otorgando instituciones a la muchedumbre, parecía estar de antemano convencido de que no sabrían apreciar el don, y se cuidaba poco de hacerlo aceptable»19.



La virtud de aquellos legisladores conducía a las ciudades por buen camino. A San Juan, del Carril le daba imprenta, organizaba un registro oficial, delineaba el ejido urbano, fundaba una escuela en la que el «sentimiento de la igualdad era desenvuelto en nuestros corazones». Cuando después del triunfo de La Tablada José María Paz abrió «una nueva época para la ciudad de Córdoba», el respeto a las luces, que celosamente guardaba la sociedad aristocrática, cobró aliento democrático y descendió hasta los estratos inferiores. Eran las «masas cívicas» de la vieja Córdoba a quienes el gran estratega, de la mano del liberto Barcala, su hombre de confianza entre artesanos y proletarios, incorpora dentro del «orden civil». ¿Y qué decir de Buenos Aires, «señora de la navegación de cien ríos que fluyen a sus pies», lugar de privilegio donde ya en 1810 el «Contrato Social vuela de mano en mano; Mably y Raynal son los oráculos de la prensa; Robespierre y la Convención los modelos»? Solo bastaba que ese espíritu adquiriese la forma debida. Sarmiento veía en la ciudad de Rivadavia el arquetipo de la ciudad antigua:

«El año 1820 se empieza a organizar la sociedad, según las nuevas ideas de que está impregnada; y el movimiento continúa hasta que Rivadavia se pone a la cabeza del Gobierno. Hasta ese momento Rodríguez y Las Heras han estado echando los cimientos ordinarios de los gobiernos libres. Ley de olvido, seguridad individual, respeto de la propiedad, responsabilidad de la autoridad, equilibrio de los poderes, educación pública, todo en fin se cimienta y constituye pacíficamente. Rivadavia viene de Europa, se trae a la Europa; más todavía, desprecia a la Europa; Buenos Aires (y por supuesto, decían, la República Argentina) realizará lo que la Francia republicana no ha podido, lo que la aristocracia inglesa no quiere, lo que la Europa despotizada echa de menos. Esta no era una ilusión de Rivadavia; era el pensamiento general de la ciudad, era su espíritu, su tendencia»20.



La ciudad animada por la virtud no distinguía entre civiles y militares. Ambos, doctores y guerreros de la independencia, eran expresión de sabiduría política. Había transcurrido una década desde la publicación del Facundo y todavía Sarmiento se imaginaba a la ciudad porteña del veinte como una pequeña república en la que el pueblo concurría al comicio bajo la garantía de un puñado de generales cargados de prestigio que, en atrios y parroquias, trocaban la espada por la ley: Alvear en Catedral al Norte, Lavalle en la del Colegio, Soler en el Socorro, Martín Rodríguez en San Nicolás, Necochea en Montserrat, Estomba en San Telmo. Buenos Aires no podía ser, en aquel momento fundador, una ciudad militarizada sino un pueblo unido dispuesto a ejercer su soberanía, nombrando «padrinos de la liza a las más grandes ilustraciones de nuestras glorias militares»21.

Parece claro que esa ciudad era para Sarmiento el punto de partida de una comunidad política libre de la corrupción de grupos o individuos entregados al apetito egoísta. Es la ciudad de la república primitiva, raíz de la independencia argentina, condenada, por imposición de una historia que se manifestará muy pronto, a un ambivalente destino. Con esa república, Sarmiento evocará un fragmento del pacto constitutivo de los peregrinos. No llegaron a tierras salvajes para realizar allí, en toda inocencia, la voluntad general; pero el súbito tránsito del orden aristocrático hacia el estadio republicano sirvió de abono para que florecieran en las ciudades argentinas legisladores de talla antigua y con ellos la virtud. Hay pues progreso de la sociedad aristocrática hacia un orden utópico más perfecto cuya limitación en el tiempo será dolorosamente corta.

La república virtuosa durará poco porque su legislador, admirable en muchos aspectos, era un «cultivador de tan mala mano» que ignoraba lo elemental: la naturaleza del suelo social, su circunstancia geográfica, la otra cara de las cosas. En instantes, al paso «de sus desaciertos y sus ilusiones fantásticas», fueron expulsados de las ciudades. Vagando solitario como reliquia, «momias de la república», ese unitario, cabeza de una generación razonadora y deductiva, «marcha derecho, la cabeza alta; no da vuelta aunque sienta desplomarse un edificio; habla con arrogancia; completa la frase con gestos desdeñosos y ademanes concluyentes; tiene ideas fijas, invariables; y a la víspera de una batalla se ocupará todavía de discutir en toda forma un reglamento, o de establecer una nueva formalidad legal; porque las fórmulas legales son el culto exterior que rinde a sus ídolos, la Constitución, las garantías individuales»22.

Ese legislador vertical había envejecido sin remedio. Caminaba entre ruinas y no sabía porqué. Creía que aún perduraba el aliento del primer ciclo revolucionario cuando el segundo estaba en plena fermentación. Había comenzado otra guerra: la invasión de la sociedad que se situaba más allá de la frontera urbana, el descalabro del orden social de la ciudad, un cambio de civilización. El camino de Damasco -así lo llamó Sarmiento en un recuerdo de vejez dicho en 1884- se reveló ante sus quince años envuelto en polvo y ruido de jinetes:

«Era yo comerciante en 1826 en que vine a Chile por la primera vez, y estaba parado a la puerta de mi tienda, frente a frente de lo que hoy como providencialmente es la Escuela Sarmiento en San Juan (antes San Clemente) viendo llegar al vecino cuartel seiscientos... con el alarde triunfal que da el polvo y la embriaguez. ¡Qué espectáculo! Habían montado en briosos corceles, tomados de los prados artificiales; y entonces usaban, para guarecerse en los llanos de los montes de garabato, enormes guardamontes, que son dos recios parapetos de cuero crudo, a fin de salvar sus piernas y aun la cabeza del contacto de sus espinas de dos cabezas, como dardo de flecha. El ruido de estos aparatos es imponente, y el encuentro y choque de muchos como el de escudos y de armas en el combate. Los caballos briosos, y acaso más domesticados que sus caballeros, se espantaban de aquellos ruidos y encuentros extraños, y en calles sin empedrar, veíamos los espectadores avanzar una nube de denso polvo, preñada de rumores, de gritos, de blasfemias y carcajadas, apareciendo de vez en cuando caras más empolvadas aún, entre greñas y harapos, y casi sin cuerpo, pues que los guardamontes les servían de ancha base, como si hubiera también querubines de demonios medio centauros. He aquí mi versión del camino de Damasco, de la libertad y de la civilización. Todo el mal de mi país se reveló de improviso entonces: ¡la Barbarie!...»23



¿Qué significaba la barbarie? Ante todo un cambio de posición para mirar las cosas. De haberlo conocido, Sarmiento quizá hubiese hecho suyo, cambiando de interlocutor, el desafío que Thierry lanzó a Montesquieu: si Rivadavia contempló la ciudad republicana desde la altura del pensamiento ilustrado, yo Sarmiento, con la ayuda de Facundo, la he observado desde la profundidad de los llanos de La Rioja. Para poner en evidencia todo aquello que la vieja ilustración no había interpretado, Sarmiento ubicó en un cuadro pluralista, al modo de Guizot, los períodos históricos de la civilización urbana y la barbarie y los enfrentó en el momento de la guerra interna. Cada mundo particular, cada fragmento de la realidad se aproximan para entrar en conflicto y recrear una nueva situación. En todo caso -de aquí su poder sugestivo- la barbarie es una teoría y una narración.

La teoría arranca de una interpretación donde resuenan las obsesiones de Montesquieu. Como primera cosa la barbarie es, para Sarmiento, un contorno, el marco fantasmal de la extensión, receptáculo inevitable del despotismo. Mientras la buena legitimidad se perfecciona en la ciudad, el colosal espacio del desierto contiene otra forma de gobierno que es la negación extrema de aquella. Mientras en la fugaz república del veinte la igualdad significa que el pueblo participa en la virtud del legislador, en la sociedad bárbara la igualdad es la voluntaria subordinación de los seguidores a un mando indiscutido. Este fenómeno no nace por convención particular. Es efecto espontáneo de un agregado humano que desconoce las reglas elementales de la sociabilidad. La barbarie es pues un concepto proveniente del postulado que defendió Guizot según el cual la sociedad explica la política y no la inversa («la montonera -aduce Sarmiento- solo puede explicarse examinando la organización íntima de la sociedad de donde procede»). Esta es la tarea del intérprete frente al misterio de la llanura argentina:

«Imaginaos una extensión de dos mil leguas cuadradas, cubierta toda de población, pero colocadas las habitaciones a cuatro leguas de distancia unas de otras, a ocho a veces, a dos las más cercanas. El desenvolvimiento de la propiedad mobiliaria no es imposible, los goces del lujo no son del todo incompatibles con este aislamiento: puede levantar la fortuna un soberbio edificio en el desierto; pero el estímulo falta, el ejemplo desaparece, la necesidad de manifestarse con dignidad, que se siente en las ciudades, no se hace sentir allí en el aislamiento y la soledad. Las privaciones indispensables justifican la pereza natural, y la frugalidad en los goces trae enseguida todas las exterioridades de la barbarie. La sociedad ha desaparecido completamente; queda solo la familia feudal, aislada, reconcentrada; y no habiendo sociedad reunida, toda clase de gobierno se hace imposible: la municipalidad no existe, la policía no puede ejercerse, y la justicia civil no tiene medios de alcanzar a los delincuentes. Ignoro si el mundo moderno presenta un género de asociación tan monstruoso como este. Es todo lo contrario del municipio romano, que reconcentraba en un recinto toda la población, y de allí salía a labrar los campos circunvecinos»24.



La tragedia de esta distribución de la población y del suelo es que ha engendrado una Edad Media sin espíritu ni castillos. Es como si la frontera exterior de la civilización urbana hubiese conformado en la Argentina un espacio inmenso sin ninguna muralla, o colina institucional, capaz de quebrarlo. No hay divisiones de antiguo régimen en la sociedad bárbara. En ella jamás se alojó la libertad aristocrática porque esa precaria relación entre seres solitarios y egoístas no tiene nada que ver con la densidad humana de un orden fundado en el pluralismo jerárquico. De esta percepción del vacío social proviene la viviente paradoja de la barbarie argentina que reúne, en permanente tensión, los emblemas de diferentes épocas históricas. El mundo bárbaro es sin duda oscuro y primitivo como el período que lentamente se formó -así lo describió Gibbon- a la caída del Imperio Romano; pero porque también expresa una sociedad de individuos radicalmente independientes, la barbarie tiene un feroz rasgo democrático: «...algo parecido a la feudalidad de la Edad Media, en que los barones residían en el campo, y desde allí hostilizaban las ciudades y asolaban las campañas; pero aquí faltan el barón y el castillo feudal. Si el poder se levanta en el campo, es momentáneamente, es democrático; ni se hereda, ni puede conservarse por falta de montañas y posiciones fuertes»25.

¿Quién por lo tanto tiene poder en la sociedad bárbara? Según Sarmiento ese poder deriva de una situación donde, las relaciones de mando y obediencia se desenvuelven a partir de ciertos papeles que se repiten con frecuencia, para luego culminar, si el personaje existe, en una reivindicación absoluta del ascendiente personal. El poder en la sociedad bárbara es una biografía: las peripecias de como ese recurso se concentra en un individuo excepcional. En el mundo rural, en efecto, hay capataces, jueces de campaña y comandantes. El capataz, que marcha al frente de la tropa de carretas, encarna la fuerza. El juez representa el miedo: «el terror de su nombre es más poderoso que los castigos que aplica». El comandante de campaña reúne ambos atributos. Paso indispensable para hacer de un caudillo un déspota, este fue el rol que detentaron Artigas, Facundo y Rosas26.

El orden que propone el gobierno bárbaro está entonces animado por un principio único y un resorte fundamental: es el miedo, «enfermedad del ánimo que aqueja a las poblaciones como el cólera morbus», que se reconcentra en torno al déspota y se propaga entre el instinto egoísta de los habitantes. Así, la barbarie, como forma de gobierno, adquiere un perfil preciso: su naturaleza está ligada a la extensión y a la ausencia de sociabilidad; el principio que la hace andar, a las pasiones predominantes de la fuerza, el miedo y el egoísmo. Es un gobierno sin bien y sin público:

«Con esta sociedad, pues, en que la cultura del espíritu es inútil o imposible, donde los negocios municipales no existen, donde el bien público es una palabra sin sentido, porque no hay público, el hombre dotado eminentemente se esfuerza por producirse, y adopta para ello los medios y los caminos que encuentra. El gaucho será un malhechor o un caudillo, según el rumbo que las cosas tomen en el momento en que ha llegado a hacerse notable»27.



Contra lo que podría imaginar una teoría estática del despotismo, el gobierno bárbaro es movimiento. Por eso, como querían Thierry y Michelet, ese destino no podía ser simplemente calificado con el juicio del moralista. Sarmiento hizo mucho más: narró el despotismo y con ello pretendió develar el fracaso y la fortuna del caudillo argentino. A ese gigante lo convocó al principio como una sombra, fugaz instinto que muy pronto descendería al mundo de los muertos. Pero este despertar era suficiente para poner en movimiento a la sociedad ignorada. Facundo es quien despierta a la masa rural y la hace marchar hacia la única colina que sobresalía en el desierto: pequeño espacio inerme, las ciudades sucumben sin resistencia. Podían «reivindicar glorias, civilización y notabilidades pasadas. Ahora el nivel barbarizador pesa sobre todas ellas». Es la fusión entre el campo y la ciudad antigua que reduce la calidad urbana hasta un nivel rasante donde ya no se observa diferencia alguna entre una y otra realidad. Este tránsito significa mucho más que una mera conquista porque a su término emergerá una ciudad diferente, sede indiscutible de un nuevo orden político. Las ciudades del interior fueron presa fácil; cuando cayó Buenos Aires concluyó el ciclo revolucionario de la independencia y la guerra civil:

«...y lo que en él [Facundo] era solo instinto, iniciación, tendencia, convirtióse en Rosas en sistema, efecto y fin; la naturaleza campestre, colonial y bárbara, cambióse en esta metamorfosis en arte, en sistema y en política regular...»28



La barbarie conduce pues a la tiranía urbana. Si ambos gobiernos comparten un mismo principio, que conjuga la fuerza con el miedo, su naturaleza es sin embargo diferente. El gobierno bárbaro jamás se detiene, es disperso, sigue a la montonera. La tiranía urbana viene a contener ese movimiento. Entre las ruinas que ha dejado la guerra social emerge como el sistema más eficaz para frenar a esa masa rural y transformarla, paulatinamente, en clientela política. Es un régimen que concentra el poder disperso y luego lo expande: ha conquistado a la ciudad para desde allí dominar al contorno. Replegado en palacio, ese estilo, que cultiva el misterio, oculta un proyecto ecuménico porque la tiranía urbana persigue, con obstinado empeño, la unificación nacional. Esta primitiva reducción a la unidad es para Sarmiento un resultado no querido, algo parecido a la mano invisible que guía a la tiranía urbana hacia un fin por ella misma ignorado:

«Pero no se vaya a creer que Rosas no ha conseguido hacer progresar la República que despedaza, no: es un grande y poderoso instrumento de la Providencia, que realiza todo lo que al porvenir de la patria interesa. Ved cómo. Existía antes de él y de Quiroga el espíritu federal en las provincias, en las ciudades, en los federales y en los unitarios mismos; él los extingue, y organiza en provecho suyo el sistema unitario que Rivadavia quería en provecho de todos. Hoy todos esos caudillejos del interior, degradados, envilecidos, tiemblan de desagradarlo, y no respiran sin su consentimiento. La idea de los unitarios está realizada, sólo está demás el tirano; el día que un buen gobierno se establezca, hallará las resistencias locales vencidas, y todo dispuesto para la UNIÓN»29.



Sin quererlo, la tiranía ha realizado aquello ante lo cual se estrelló el legislador unitario. La república de la ciudad antigua era un proyecto inconcluso porque esos gobiernos pequeños, animados por la vieja cultura urbana, no habían logrado asociarse para formar una unidad mayor. El tránsito constitutivo de la Nueva Inglaterra, que Tocqueville expuso en el punto de partida, había fracasado en la Argentina. La unidad que resultaba de la asociación de pequeñas repúblicas era una inolvidable utopía. Su lugar lo ocupaba el hecho rotundo de una ciudad despótica que incorporaba el territorio ayer fragmentado a un orden nacional más fuerte y homogéneo. Solo bastaba que una espada victoriosa («¡Proteja Dios tus armas honrado general Paz!») derrocara esa cabeza tiránica para iniciar de inmediato la reconstrucción. La solución del enigma ofrecía un porvenir venturoso y, al mismo tiempo, estaba marcada por una perturbación inicial. Al principio, las ciudades habían fracasado en su intento de constituir, de abajo hacia arriba, una república democrática. Ahora, después del despotismo, quien pretendiese reconstruir ese maltrecho país debía trabajar a partir de una centralización impuesta por la necesidad. Así la revolución llegaba a su término:

«Creo haber demostrado que la Revolución de la República Argentina está ya terminada, y que solo la existencia del execrable tirano que ella engendró estorba que hoy mismo entre en una carrera no interrumpida de progresos que pudieran envidiarle bien pronto algunos pueblos americanos [...] Las ilusiones han pasado ya; la Constitución de la República se hará sin sentir de sí misma, sin que nadie se lo haya propuesto. Unitaria, federal, mixta, ella ha de salir de los hechos consumados»30.



El Facundo está todo impregnado de una historia al servicio de un proyecto político. En ella encontró Sarmiento la explicación del drama; en su trama alcanzó a percibir la solución del enigma. Tras los desmanes del combate, el viaje interior no descuidaba una elemental cautela que le hacía respetar hechos y tradiciones. El horizonte se abría, de este modo, en la circunstancia nacional: era un proyecto que se avizoraba desde el desierto bárbaro. Cada capítulo del programa reformador se presentaba como un término que se oponía a la tiranía urbana. El progreso era algo así como su sistemática negación.




ArribaAbajoEl viaje exterior: la revelación de la democracia

Muy pronto, Sarmiento descubrirá otro horizonte y para ello fue necesario saltar el océano. Concluido aquel «ensayo y revelación» para sí mismo de sus propias ideas, en ese mismo año de 1845, Sarmiento inició un viaje exterior que desde Chile lo condujo hacia el norte, a Europa, África y los Estados Unidos. Diez años después, de regreso del exilio, Sarmiento escribió en Buenos Aires, que «viajar supone haber partido del país y volver a él»31. Tal fue el argumento de los viajes en vísperas de otra revolución europea: el camino hacia Arcadia y la vuelta a la realidad:

«Cúpome la ventura, digna de observador más alto, de caminar en buena parte de mi viaje sobre un terreno minado hondamente por los elementos de una de las más terribles convulsiones que han agitado la mente de los pueblos, trastornando, como por la súbita vibración del rayo, cosas e instituciones que parecían edificios sólidamente basados; y puedo envanecerme de haber sentido moverse bajo mis plantas el suelo de las ideas, y de haber escuchado rumores sordos, que los mismos que habitaban el país no alcanzaban a percibir»32.



Por un lado, pues, la representación del porvenir, el viajero y los libros, la esperanza del 48. «Asistía, sin saberlo, al último día de un mundo que se iba»; el mundo que demolían los historiadores de la revolución y de las nacionalidades para justificar los inevitables cambios del presente. Michelet, Blanc, Lamartine y Gioberti: «estos cuatro libros eran nuestro pasto, devorado con ansia en las horas que nos dejaban libres las correrías». Por otra parte, el choque con la realidad, el desencanto que dejaba una sociedad de antiguo régimen tan sólida aún como su radical desigualdad. Y eso -las reliquias feudales, la trama de privilegios, la extrema división de clases- era para Sarmiento una insoportable carga. Cuando desembarcó en tierra francesa, «apocado y medroso», estirando el traje, «palpando el nudo de la corbata» como «cuando el enamorado novel va a presentarse ante las damas», una turba de miserables, condenados al trabajo servil y a la mendicidad, lo rodeó de inmediato. La civilización recibió a Sarmiento con su otra cara, la corte de milagros, todavía viva, que Hugo retrató en Nuestra Señora... Exclamó entonces: «¡Eh, la Europa, triste mezcla de grandeza y de abyección, de saber y de embrutecimiento a la vez, sublime y sucio receptáculo de todo lo que al hombre eleva o le tiene degradado, reyes y lacayos, monumentos y lazaretos, opulencia y vida salvaje!»33

Esa repulsa de la sociedad europea, que provenía de una instintiva reacción frente a los «millones de campesinos, proletarios y artesanos viles, degradados, indignos de ser contados entre los hombres», era una indirecta crítica a las teorías que querían articular, en una fórmula mixta, la desigualdad con la libertad. El sistema que Montesquieu expuso en el Libro XI de Del Espíritu de las Leyes se recortaba sobre un cuadro de fuertes contrastes. No era otro el sentido de la libertad aristocrática. El precio de un gobierno limitado era la servidumbre de los pobres. Sarmiento no estaba dispuesto a pagarlo. Observaba las obras de arte y el prodigioso avance de la ciencia; disfrutaba «con aplomo imperturbable», cuidando de no revelar su ignorancia, de la amable acogida, matizada con eruditos discursos en latín, que le brindaron los profesores de la Facultad de Humanidades de Gotinga, en Prusia. Pero también miraba hacia abajo. Sarmiento habría gozado hasta el cansancio del placer de quien alza la vista en una sociedad aristocrática si en cada recodo de su camino no hubiese tropezado con la «costra de mugre» que cubría los cuerpos de la muchedumbre, sus «harapos y andrajos»34.

La combinación de miseria y progreso era típica de sociedades gobernadas por formas monárquicas. Las repúblicas no existían en aquella Europa, a excepción de Suiza; y ni ese pequeño régimen salía indemne. Sarmiento no soportaba que en esa república coexistiera una armoniosa comunidad rousseauniana, radicada en la sociedad, con los privilegios que aún albergaba el sistema federal. En la vida cotidiana, protegidos tras la «aislada casita suiza, pintada, blanqueada, frotada, y barnizada diariamente», los ciudadanos repetían en mayor escala los gestos de su madre: «Los mismos brazos que cultivan la tierra en Suiza, fabrican relojes y telas de seda; cada casa posee una industria, y cada villa lanza al aire la columna de humo de su usina». Entre esta comunidad del trabajo y el sistema federal del Estado suizo había una sideral distancia. En un plano imperaba, espontánea, la unidad; en otro campeaba el mal de la fragmentación, «una olla podrida» que contenía el particularismo de los cantones, los diferentes lenguajes, las «tradiciones feudales más en pie que los castillejos», el pluralismo religioso con sus facciones intolerantes, y un arraigado patriotismo local. Lo pequeño es admirable cuando Sarmiento advierte en él la concordia social; ese recinto estrecho es, en cambio, despreciable cuando entre los mismos ciudadanos se interpone la rémora opaca de los privilegios35.

¿Qué quedaba, pues, de esta visión de un mundo que parecía sin remedio, pese al destello revolucionario del 48? ¿Acaso la diatriba contra la sociedad mediterránea, las tinieblas que pesaban sobre España, el desprecio a la ciudad italiana, apenas matizado por el recuerdo de Pío IX, aquel pontífice ilustrado de 1847, atento a la libertad de opinión, tolerante con los protestantes, que abría las cárceles, fomentaba la educación, moderaba la censura y recordaba con ternura a los primeros gobernantes de América del Sur? ¿O quizá la admiración que en Sarmiento despertaban los gobernantes prusianos a cuya voluntad se debía un sistema público y obligatorio de educación?36 Situaciones, suma de casos aislados sin el hilo conductor de una civilización comprensiva. Eso fue lo que habría de encontrar en los Estados Unidos.

Las ideas políticas tienen muchas veces el ritmo del viajero. Necesitan desplazarse para ver confirmada su intuición fundamental. Cuando Tocqueville atravesó el Atlántico Norte llevaba en su espíritu el concepto de igualdad que defendían Royer-Collard y los doctrinarios. Cuando Sarmiento emprendió su viaje lo hizo siguiendo el rastro de esa misma, ineluctable marcha de la historia:

«Las sociedades modernas tienden a la igualdad; no hay ya castas privilegiadas y ociosas; la educación que completa al hombre, se da oficialmente sin distinción; la industria crea necesidades, y la ciencia abre nuevos caminos de satisfacerlas; hay ya pueblos en que todos los hombres tienen derecho a gobernar por el sufragio universal; la grande mayoría de las naciones padece; las tradiciones se debilitan, y un momento ha de llegar en que esas masas que hoy se sublevan por pan, pidan a los parlamentos que discuten las horas que deben trabajar, una parte de las utilidades que su sudor da a los capitalistas. Entonces la política, la constitución, la forma de gobierno, quedarán reducidas a esta simple cuestión: ¿cómo han de entenderse los hombres iguales entre sí, para proveer a su subsistencia presente y futura, dando su parte al capital puesto en actividad, a la inteligencia que lo dirige y hace producir, y al trabajo manual de los millares de hombres que hoy emplea, dándoles apenas con qué no morirse, y a veces matándolos en ellos mismos, en sus familias y en su progenie?»37



En lugar de Tocqueville, Sarmiento recordaba a Fourier para refrendar este aserto. Pero la percepción de la igualdad, como incontenible fuerza histórica, se aproximaba más al argumento de La democracia en América que a las originales intuiciones del creador de los falansterios (pese a sus desvaríos, un «pensador profundo, un ingenio de observación»). Lo cierto es que Sarmiento descubrió la igualdad en los Estados Unidos al paso de una pista teórica trazada de antemano. La pasión dominante de esa democracia latía como cosa viva en las «costumbres y en las formas», era el resorte básico de los usos sociales que todo impregnaba, la vestimenta, el papel de la mujer, el hacha del pionero, el rústico confort de una casa bien construida, los mapas y los vapores del viajero, las ciudades construidas sobre la hulla. Así se formaba un paisaje de infinitos colores que maroaba un rotundo contraste con la oscuridad del sur y la penumbra europea. «Al ver esta sociedad sobre cuyos edificios y plazas parece que brilla con más vivacidad el sol», Sarmiento se reencontró con el ideal antiguo vaciado en el molde del mundo moderno: «una cosa sin modelo anterior, una especie de disparate que choca a la primera vista»38.

Es que la república se presentaba, por vez primera, como una posibilidad histórica («¡Y cierto -gritaba casi a voz en cuello- la república es!»), tan distante de los sueños iniciales como de las combinaciones entre la libertad civil y los viejos privilegios en las monarquías europeas. La originalidad del descubrimiento deslumbraba; los capítulos a través de los que analizaba su pasado y presente eran no obstante más conocidos. En esa democracia, en efecto, Sarmiento advertía un punto de partida, la presencia activa de la libertad política y el gesto colectivo, diariamente repetido como principio fundacional, de la asociación voluntaria: «la aldea norteamericana es ya todo el Estado, en su gobierno civil, su prensa, sus escuelas, sus bancos, su municipalidad, su censo, su espíritu y su apariencia»; de allí, la legitimidad de origen remontaba «por el condado, el territorio, el Estado hasta el Presidente y el Congreso»; de allí, en fin, arrancaba la legitimidad de ejercicio.

Para Sarmiento, igual que para Tocqueville, la democracia del porvenir debía conjugar la igualdad con la libertad política. Cuando percibió este maridaje en la masa de la población no supo qué nombre darle. Lo llamó «sentimiento» y también «conciencia política», pero sabía -ya se lo había enseñado Bancroft con su historia de la inevitabilidad democrática- que la libertad política era en los Estados Unidos producto de la continuidad: una legitimidad conservadora de instituciones, como el habeas corpus o el juicio por jurados, implantadas siglos atrás en tierra virgen, que hacían del yanqui un ser «fatalmente republicano». Había pues un origen y un destino, esa necesidad histórica en cuyo dilatado círculo los ciudadanos se entregaban a la tarea de asociarse libremente:

«...donde quiera que se reúnan diez yankis, pobres, andrajosos, estúpidos, antes de poner el hacha al pie de los árboles para construirse una morada, se reúnen para arreglar las bases de una asociación; un día llegará en que no se escriba este pacto, porque estará sobreentendido siempre; y este pacto es como ha visto Ud. la ley orgánica de Oregón, una serie de dogmas, un decálogo. Cada uno creerá lo que cree; cada uno nombrará quien haya de gobernarlo; cada uno dirá su palabra y por escrito su pensamiento; será juzgado por un jurado, y se le admitirá fianza de cárcel segura por todo delito que no merezca pena capital»39.



Esta democracia no constituía necesariamente un orden perfecto. Tenía lacras semejantes a las que recapitulaba Tocqueville, tanto por la afligente circunstancia de la esclavitud -«vegetación parásita que la colonización inglesa ha dejado pegada al árbol frondoso de las libertades americanas»- cuanto por los defectos menos perceptibles de la sociedad igualitaria, el cansancio que depara la visión de un pueblo gozoso en su bienestar y aquejado sin embargo de «monótona uniformidad». Esa, por Cierto, era una perspectiva preocupante que poco perturbaba al optimismo de Sarmiento. Y aquí, posiblemente, se encuentre la línea divisoria entre las convicciones de dos viajeros.

Mientras Tocqueville llevó al nuevo mundo el espíritu de un aristócrata resignado, Sarmiento volcó en él la esperanza de quien renunciaba al ancien régime colonial, a la guerra y al despotismo que incubaron sus escombros. La democracia era para Tocqueville el único lugar, impuesto por una inevitable tendencia, donde podía rescatarse, bajo otras formas, el viejo sentido de la libertad aristocrática. Para Sarmiento no había rescate posible porque, sencillamente, desde ese momento, el pasado dejó de ser en él motivo de pesar. La nostalgia capaz de conmover a Sarmiento era la que sugería el horizonte situado en el porvenir de la historia, la utopía que la arrastra como permanente incitación. El punto de partida era aquí un punto de mira, el blanco donde acertar. Tocqueville vivió siempre en tensión entre la libertad aristocrática, condenada por la igualdad a su irremediable desaparición, y la libertad democrática que podía sucumbir bajo el despotismo igualitario. Para el Sarmiento que ha descubierto la democracia, esa vivencia era en cambio una brusca negación de su pasado, la afirmación de una sola historia -aquella que «tiene por base las libertades anglicanas»- nacida de la división del mundo por la reforma protestante. La historia del pasado, secas sus raíces, no tenía otro destino que la historia del porvenir. He aquí el lugar donde se debe llegar, o mejor, «esta novela utópica que no alcanzo a diseñar siquiera»40.

El viaje exterior le dio a Sarmiento otra medida de comparación. En el Facundo y Recuerdos de provincia, el punto de partida se confunde con las vicisitudes de una revolución nacional. Es un comienzo, al principio utópico en aquellas ciudades antiguas de los unitarios, dolorosamente real más tarde cuando esas ciudades, confundidas con la barbarie, son el inevitable cimiento desde donde construir la república moderna. En los Viajes ese punto se ha desplazado en sentido horizontal. Ha encontrado un lugar, que no es precisamente la isla inexistente de Tomás Moro sino una sociedad democrática cuya existencia y logros la erigen, de inmediato, en modelo insustituible.

La primera utopía del Facundo es una legitimidad primigenia que no se repetirá más. De Rivadavia y la ciudad antigua sólo merecen conservarse la intención y los fines; no así los medios que se adoptaron y menos sus trágicos efectos. La segunda utopía, que se inspira en La democracia en América, se presenta como un modelo real al cual el artista dirige constantemente la mirada para realizar su obra. Es un modelo cuyos rasgos prestan más atención a los medios y a los efectos. Allí se advierten, por fin, resultados tangibles, la realidad que supera a las ideas envueltas en libros y discursos. Por eso se lo debe imitar y reinterpretar. Para Sarmiento el espacio era una maldición. La primera utopía había sucumbido arrasada por la barbarie del desierto. La segunda utopía, salvado el escollo de la tiranía urbana, debía reanudar con más eficacia el camino interrumpido para remodelar ese espacio como querían Jefferson y la virtud agraria. La primera utopía evocaba una derrota; la segunda ofrecía el triunfo del progreso, una promesa mucho más trascendente que la que surgía de la necesaria victoria militar. Poco tiempo después, en Argirópolis..., Sarmiento pintó esa esperanza con el lugar común del poeta... el sueño que se hace realidad:

«¿Dirásenos que todos estos son sueños? ¡Ah! sueños en efecto; pero sueños que ennoblecen al hombre, y que para los pueblos basta que los tengan y hagan de su realización el objeto de sus aspiraciones, para verlos realizados. Sueños, empero, que han realizado todos los pueblos civilizados, que se repite por horas en los Estados Unidos y que California ha hecho vulgar en un año, sin gobierno, sin otro auxilio que la voluntad individual contra la naturaleza a despecho de las distancias»41.






ArribaAbajoLa revolución conservadora del trasplante

Sarmiento escribió estas cosas en Chile, adonde había ido a parar la emigración argentina, durante la década del cuarenta. En su vejez rememoraba aquel tiempo como el de la «exaltación del espíritu /que/ alcanzaba a muchos, a todos casi: Vicente F. López, Miguel Piñero, J. M. Gutiérrez, Alberdi, J. Carlos Gómez»42. Si esa época fue el comienzo de la vida intelectual de Sarmiento, para Vicente F. López, Alberdi y Gutiérrez el momento chileno prolongaba otra vivencia trunca por el destierro: el fermento de ideas que, diez años atrás, había comenzado en Buenos Aires, la arrogante experiencia de una joven generación.

Hacia 1830, becados por el gobierno, algunos estudiantes del interior descubrieron el puerto y los barcos, que también traían libros, de la frustrada capital unitaria. Sarmiento perdió esa oportunidad y nunca dejó de lamentarse. Alberdi, en Tucumán, tuvo más suerte y viajó a Buenos Aires. Allí, entre crisis espirituales y reincidencias provechosas, pudo reanudar el diálogo con la ilustración que su padre había iniciado en Tucumán. Sólo que esta vez la teoría tendría otra inspiración. El padre -imaginaba Alberdi- explicó «a los jóvenes de ese tiempo, en sesiones privadas, los principios y máximas del gobierno republicano, según el Contrato social de Rousseau, tomado por texto»; el hijo se volcó en cambio hacia el mundo intelectual que revelaba Del Espíritu de las Leyes. Muy pronto, «en los bulliciosos patios y galerías del Colegio de Ciencias Morales, que encerraba en miniatura toda la Nación Argentina del porvenir», habrá de expresarse «el verdadero escritor político, nacido para saborear a Montesquieu e imitarle casi con originalidad»43.

Desde que Alberdi comenzó a interrogarse acerca del derecho, la historia y la política, el pensamiento ilustrado se desplegó ante él como método y sistema explicativo. Mientras Sarmiento arrancó de Rousseau y Franklin el paradigma de la ciudad virtuosa y lo trasplantó a la ciudad de la independencia, Alberdi se apropió de la lógica del discurso político que contenían esos textos. La Argentina fue para Alberdi un objeto de conocimiento que se descomponía en cuadros explicativos semejantes a los tipos históricos en los cuales Montesquieu ubicaba una geografía, un orden social, climas y culturas, y los vinculaba luego con una forma de gobierno: un método sincrónico, en este caso, que suele olvidar la bulliciosa trama que revela una historia bien narrada. Esta visión, que se formulaba en frase breve y sentencia epigramática, se fue decantando en medio de un tropel de libros e ideas, representativas, casi todas, del espíritu de Julio y la revolución de 1830 en Francia. Las novedades llegaban a Buenos Aires como productos de exposición que se ofrecían a un pequeño y voraz mercado. La indigestión era poco menos que inevitable. Pero hubo excepciones:

«A los influjos de mis cursos con Alcorta -recordaba Vicente F. López- se agregan los de un grande acontecimiento que trastornó las bases sociales del mundo europeo -la revolución de 1830-, que sacó a los Borbones del trono de Francia, y puso en él a Luis Felipe de Orleans. Nadie hoy es capaz de hacerse una idea del sacudimiento moral que este suceso produjo en la juventud argentina que cursaba las aulas universitarias. No sé cómo se produjo una entrada torrencial de libros y autores que no se habían oído mencionar hasta entonces. Las obras de Cousin, de Villemain, de Quinet, Michelet, Jules Janin, Merimée, Nisard, etc., andaban en nuestras manos produciendo una novelería fantástica de ideas y prédicas sobre escuelas y autores -románticos, clásicos, eclécticos, San Simonianos. Nos arrebatábamos las obras de Victor Hugo, de Sainte-Beuve, las tragedias de Casimir Delavigne, los dramas de Dumas y de Victor Ducange, Georges Sand, etc. Fue entonces que pudimos estudiar a Niebuhr y que nuestro espíritu tomó alas hacia lo que creíamos las alturas. La Revue de Paris, donde todo lo nuevo y trascendental de la literatura francesa de 1830 ensayó sus fuerzas, era buscada como lo más palpitante de nuestros deseos»44.



La invasión tuvo heraldos. Muy pronto desterraron a la filosofía de Condillac, enseñada por Alcorta. Echeverría, que en París vio de cerca a Constant y Destut de Tracy, les hizo conocer el pensamiento ecléctico de franceses y alemanes. Tocqueville, Chevalier y Murat se unieron de inmediato, hacia 1833, para «ilustrar y decidir a la juventud del Río de la Plata» (Story y sus Comentarios recién llegarían doce años más tarde). Era un mundo nocturno de bibliotecas, librerías y salones literarios donde se «produjo poco, se leyó mucho y se conversó más». Reducir a esquema la realidad era un sugestivo proyecto juvenil. Alberdi no tardó en citar a Pascal: «Porque la multitud, dice Pascal, que no se reduce a la unidad, es confusión; la unidad que no depende de la multitud es tiranía. Aquella multitud es la feudalidad: esta unidad es el despotismo». Poco tiempo después esa intención se tradujo en acción y propuesta política. Así nació la Asociación de Mayo, reflejo porteño rebosante también de palabras simbólicas, de la joven Italia de Mazzini45.

Las palabras tenían para Alberdi un doble sentido: explicaban y persuadían. La intención no difería de aquella que animaba a Sarmiento, salvo esa obsesiva necesidad por ordenar la multiplicidad en un orden inteligible. Esta manera de lidiar con la realidad despuntó en el Fragmento preliminar... Sarmiento, en el Facundo, comenzó haciendo una historia social. Alberdi, siete años antes, pretendió armar un ensayo filosófico. No exploró -tampoco le interesaba- la entraña de una sociedad ignorada; calcó, más bien, como los nuevos ingenieros, el camino horizontal, en esta circunstancia una ley, del desarrollo de la humanidad. El Fragmento... es, ante todo, un intento de adaptación:

«Gobernémonos, pensemos, escribamos, y procedamos en todo, no a imitación de pueblo ninguno de la tierra, sea cual fuere su rango, sino exclusivamente como lo exige la combinación de las leyes generales del espíritu humano, con las individuales de nuestra condición nacional»46.



Esta lección, que el joven universitario busca dispensar a su generación y a los gobernantes, habrá de llegar envuelta en las novedades de Lerminier, Jouffroy y Saint-Simon. Los primeros recuperaban en clave germana la rendida admiración de Montesquieu hacia las costumbres. El profeta industrial, con su mística ferroviaria, había convertido a la utopía reaccionaria, situándola en el porvenir de la historia. El drama con que tropieza el autor del Fragmento... es, como el teatro romántico, melancólico. El derecho y la sociedad son hijos de las costumbres («el derecho, la ley en sentido filosófico no es ni una escritura, ni una lectura: es una regla, un orden constante en el acaecimiento de los fenómenos»), y éstas, más poderosas que los gobernantes de ocasión, son difíciles de derribar. El racionalismo voluntarista de los fundadores es, pues, una ridícula ilusión:

«Un hombre poderoso, no hace mucho, decía entre nosotros antes de desaparecer:- el papel de un cigarro me bastará para constituir este país, si yo quisiera. Este notable rasgo de orgullo, podrá tener toda la belleza práctica que se quiera, pero nada es menos que una verdad poética. No es lo mismo triunfar en los campos de batalla, que vencer los vicios, las preocupaciones, las antípatías de una nación. Un momento decide aquellos combates; un siglo no basta, para resolver estos»47.



¿Qué hacer entonces? Las costumbres son soberanas y esa soberanía es mala. Este implícito homenaje a la teoría de la soberanía de Guizot tenía, para Alberdi, la virtud de legitimar al gobernador de Buenos Aires («Rosas considerado filosóficamente no es un déspota que duerme sobre bayonetas mercenarias. Es un representante que descansa sobre la buena fe, sobre el corazón del pueblo») sin desconocer, por cierto, la prehistoria instintiva sobre la cual todavía descansaba esa forma de gobierno. Porque, en rigor, no hay pasado digno de figurar como buena legitimidad. Condenados a peregrinar en «embrión», como un «bosquejo», desde un ayer marcado por el «dominio del instinto», los argentinos, aún inmersos en una anacrónica edad heroica, no tienen ante sí otra tarea que despojarse de esa herencia. He aquí la interpretación de la razón según Montesquieu:

«"La ley de vida de los pueblos" es la razón tal cual la entiende Montesquieu [...] Deben las leyes acomodarse a las costumbres, pero también las costumbres a las leyes. ¿De qué modo?- Las leyes deben ejecutar esta atracción por medio de las ideas y las costumbres mismas, según el pensamiento de Montesquieu, porque la formación de las costumbres es una prerrogativa indisputable de la nación misma»48.



La esperanza que propone el Fragmento... reposa enteramente en este hallazgo. Alberdi adora la tradición abstracta y abomina de las costumbres concretas; sabe que nadie puede escapar del pasado y, al mismo tiempo, condena esa historia como rémora insoportable. El deber del filósofo consistirá entonces en construir una hueva herencia o, mejor, en arrancar esa palabra de un ayer sin espíritu para colocarla en el porvenir de la historia. Es la unión de Guizot con Saint-Simon. Civilización y libertad corren juntas. Pero ese «paralelismo fatal» no cobra sentido merced a la lenta formación de la historia, que decanta principios opuestos, sino en la perspectiva que depara el futuro. La civilización no está detrás del presente en tanto causa explicativa; ha ganado la delantera como proyecto orientador:

«Réstanos pues una grande mitad de nuestra emancipación, pero la mitad lenta, inmensa, costosa: la emancipación íntima, que viene del desarrollo inteligente. No nos alucinemos, no la consumaremos nosotros. Debemos sembrar para nuestros nietos. Seamos laboriosos con desinterés; leguemos para que nos bendigan. Digamos con Saint-Simon:- La edad de oro de la República Argentina no ha pasado: está adelante: está en la perfección del orden social. Nuestros padres no la han visto: nuestros hijos la alcanzarán un día: a nosotros nos toca abrir la ruta»49.



Insistimos en este punto porque de aquí arranca lo que más tarde será conocido como el programa alberdiano. Como Sarmiento, Alberdi también se deja cautivar por la sugestión del gran legislador. Pero este Licurgo de Plutarco, junto con la virtud que transmite a sus compatriotas, es, además, un personaje atento a la lección del tiempo y al curso de los años. De Rousseau, Alberdi habrá de adoptar su postura más conservadora: si esa ley, digna de legisladores antiguos, no viniera a ser un hábito espontáneo grabado en el corazón del pueblo, añejado por costumbres frugales poco receptivas a la innovación, la constitución política sucumbirá sin remedio.

Esta dimensión de la ley, en tanto ella significa un llamado a la obediencia consentida, era una «parte incógnita a nuestros políticos» que el nuevo filósofo, munido de la razón arraigada en la historia, estaba dispuesto a explorar. Era necesario, por consiguiente, entender el trasfondo de las instituciones y situarse en el plano más profundo de las costumbres para explicar la fortuna de una constitución formal. «Llave maestra» del orden político, la costumbre es para Alberdi el objeto principal del conocimiento político50. La dependencia hacia Tocqueville, en esta materia, llega por momentos hasta la docilidad extrema. Inspirado en Larra, Alberdi se presenta como un observador de costumbres que recomienda con fervor el «tratado de la Democracia en la América del Norte, por Alejo de Tocqueville». Ese libro político, el «más adecuado y más bello» de cuantos últimamente habían llegado a las repúblicas sudamericanas encierra una lección irrefutable. Su textual comentario no hace más que confirmarla:

«La libertad inglesa existe en sus costumbres. La esclavitud española existe en sus costumbres. Es tan difícil extinguir la una como la otra. Una carta que declarase esclava a la Inglaterra sería tan mala, como otra que declarase libre a la España. Quien dice costumbres, dice ideas, creencias, habitudes, usos. La democracia de Norte América vive en las costumbres de los norteamericanos: no data de ayer: viene desde el establecimiento de aquellos Estados, que se fundaron sobre fundamentos democráticos; Méjico adoptó la constitución de Norte América y no es libre, porque adoptó la constitución escrita, pero no la constitución viva; no sus costumbres. La libertad no es el parto de un decreto, de una convención. Es una facultad, una costumbre que se desenvuelve por la educación. Así el verdadero modo de cambiar la constitución de un pueblo, es cambiar sus costumbres: el modo de cambiarlo es darle costumbres [...] El primer paso pues a la organización de un orden constitucional cualquiera es, la armonía, la uniformidad, la comunidad de costumbres. Y para que esta armonía, esta uniformidad de costumbres exista, es menester designar el principio y el fin político de la asociación. El principio y el fin de nuestra sociedad es la democracia, la igualdad de clases»51.



La promesa de un régimen regulado por costumbres bienhechoras es ambigua. Tocqueville no creó de la nada, en América del Norte, aquella sociedad donde la igualdad vivía en paz con la libertad política. Esa conclusión provenía del descubrimiento al cual llega el explorador inteligente (luego se los llamará sociólogos) más que de un acto expreso de la voluntad. Una ciencia política que monta su explicación sobre la costumbre es una disciplina dispuesta a revelar la trama o el sustrato que mantiene a una sociedad. Una ciencia política racionalista se sitúa en las antípodas. El propósito que la anima es recrear un mundo a partir de la voluntad legislativa. Entre ambas márgenes, Alberdi tropezó con un escollo que juzgó fatal: estaba convencido de que había que instalar el orden político sobre las costumbres y descubrió en ellas el germen de la esclavitud. La solución sin embargo no tardaría en llegar pues el camino estaba trazado. De un tajo cortó el sentido evolutivo y el arraigo con la continuidad del pasado que encerraba esa palabra y sus parientes cercanos (hábitos, usos, creencias, tradición), para introducir en ellas la ambición proveniente de la ribera opuesta del voluntarismo legislativo. Ya no bastaba con descubrir las costumbres porque ese rostro oculto -pura deformidad- reflejaba despotismo y anarquía en la Argentina. No: era preciso crearlas y construirlas como quien modela una sociedad. Si Rivadavia fue un inventor de instituciones, Alberdi será un inventor de costumbres.

Hacia 1839, entre Buenos Aires y Montevideo, roto el encantamiento historicista de la primera edad, la invención no estaba del todo delineada. Las costumbres eran para Alberdi fines últimos, una fiel reproducción, como hemos visto, de lo que Tocqueville había trazado como incontenible tendencia: la igualdad o la democracia como estado social. Seis años más tarde la respuesta estaba formulada. En medio de sistemas filosóficos meditados con premura, Alberdi había encontrado el rumbo para aunar tradición histórica con voluntad legislativa. Es el pequeño tramo que se extiende desde el proyecto del curso de filosofía contemporánea, escrito en 1842, hasta los artículos acerca de la acción de Europa en América publicados en 1845. Un periplo que lo llevó de Montevideo a Chile pasando por Europa.

Las ideas para el curso de filosofía contemporánea vienen precedidas por la ingenua arrogancia de Jouffroy. Si la filosofía está por nacer, entonces los neófitos tienen por delante un inmenso proyecto. Es el proyecto de un siglo rebosante de principios históricos que convergen, como quería Guizot, en un pluralismo constructivo. Procesos semejantes han acaecido, advierte Alberdi, con los sistemas filosóficos nacidos en Alemania y Escocia, ahora felizmente refundidos en la filosofía francesa: la escuela sensualista de Cabanis, Destutt y Volney, ya superada: la reaccionaria -que Alberdi llama mística- de Bonald, Lamennais y de Maistre; la ecléctica de Maine de Biran, Royer-Collard, Cousin y Jouffroy; la escuela de Julio -hija dilecta, por cierto justificadora, de la revolución del treinta- cuyo «propagador más elocuente» era Lerminier52.

En el último testimonio, pletórico de novedad y entusiasmo, fermenta la voluntad de transformar el conocimiento en una «filosofía de aplicación». Llevada hasta el extremo revolucionario del 48, la lógica de este ambicioso discurso asombrará, pocos años más tarde, a sus primitivos y discretos propagadores: el saber contemplativo había pasado a ser ciencia de transformación. De allí la importancia que para Alberdi tenía el examen crítico de «filósofos sociales» como Bentham, Rousseau, Guizot, Constant y Montesquieu, y la refutación de Donoso Cortés. En seis meses de estudio -intuía su autor- este aluvión de ideas debía crear un nuevo tipo de legislador. Alberdi orientaba con más precisión las primeras intuiciones del Fragmento... cuando reducía la filosofía a ciencia auxiliar de la futura civilización y convertía la observación sociológica de Tocqueville, acerca del escaso interés de los americanos del norte por la metafísica, en una dogmática necesidad para los americanos del sur que diese fundamento a «una filosofía nacional». El curso pretendía ser, en suma, un paradigma para la acción:

«Vamos a estudiar la filosofía evidentemente: pero a fin de que este estudio, por lo común tan estéril, nos traiga alguna ventaja positiva, vamos a estudiar, como hemos dicho, no la filosofía en sí, no la filosofía aplicada al mecanismo de las sensaciones, no la filosofía aplicada a la teoría abstracta de las ciencias humanas, sino la filosofía aplicada a los objetos de un interés más inmediato para nosotros; en una palabra, la filosofía política, la filosofía de nuestra industria y riqueza, la filosofía de nuestra literatura, la filosofía de nuestra religión y nuestra historia»53.



En 1837, la invención de las costumbres había quedado librada a la marcha de la historia. Un lustro más tarde, esas leyes de la civilización, derivadas según Alberdi de Guizot y guiadas por los principios de «la libertad del hombre y la soberanía del pueblo» seguían siendo las mismas y no sufrían ningún trastorno sustancial. Pero el Curso de filosofía... había dado más color a un matiz importante: el filósofo ya no rasgará la trama de apariencias que oculta la realidad ni tampoco develará el misterio del ser. Tendrá que hacer otra cosa: armar instrumentos de cambio, proveer los utensilios para rehacer la sociedad dentro de los conservadores límites que proponía una filosofía de las costumbres:

«Se ve, pues, que nuestra filosofía por sus tendencias, aspira colocarse a la par de los pueblos de Sud América. Por sus miras será la expresión inteligente de las necesidades más vitales y más altas de estos países, será antirrevolucionaria en su espíritu, en el sentido que ella camina a sacarnos de la crisis en que vivimos; orgánica, en el sentido que se encaminará a la investigación de las condiciones del orden venidero; por último, vendrá a ser para la enumeración de los problemas y soluciones, un caudal de nociones de la primera importancia para el joven de las generaciones que están llamadas a realizar estas necesidades»54.



Alberdi había encontrado el medio para suplir los hábitos malsanos de la vieja cultura con las costumbres de la civilización del porvenir. Ahora debía dar expresión concreta a esa idea de costumbre. Democracia, igualdad, soberanía del pueblo, eran nociones vacías sin sujeto que las encarnase. ¿Dónde hallar la materia capaz de realizar el gran salto? La faena no le llevó mucho tiempo. En pocos años, Alberdi concibió una teoría del trasplante vital de Europa en América que satisfizo su obsesión por el progreso y sus precauciones conservadoras. En tropel, al paso de la vertiginosa sucesión de artículos periodísticos y estudios publicados en Chile, Alberdi esbozó el cuadro de un gigantesco movimiento de población que plantara en tierra nueva esas costumbres necesarias.

En la inmigración europea quedó resumido el sueño alberdiano. Ella fue la respuesta que dio sosiego a un espíritu atravesado por una permanente paradoja. ¿Qué mejor propuesta para el revolucionario que esa voluntad por eliminar de raíz la sociedad caduca? ¿Qué mejor prevención para el conservador que la certeza de orden y seguridad contenida en las costumbres de esos europeos innovadores y a la vez obedientes? La historia comenzaba a ser para Alberdi una fusión entre tendencias opuestas: la civilización de Guizot que recalaba en el sur. Pero esa fusión recibirá su combustible de afuera. Será ante todo pura exterioridad:

«La vida exterior -escribió en 1844- nos debe absorber en el futuro. En ella somos inexpertos, porque hemos sido educados en la domesticidad colonial y para la vida privada y de familia. Dejemos que nuestros pueblos empiecen su grande aprendizaje»55.



El mundo exterior era para Alberdi la «otra» Europa. En 1845, las notas donde él se titulaba español americano, a propósito de la intervención anglo-francesa en el Plata, completaron el perfil de ese punto de partida. Alberdi observó en América del Sur una Europa caduca, aún sumergida en la edad heroica de la independencia, a la cual debía redimir el trasplante de la revolución industrial que gestaba la nueva Europa. Percibió así el conflicto entre dos tipos históricos: la Europa colonial, humanista y letrada, y la Europa moderna, comercial e industrial. La Europa del renacimiento español había creado un molde, ciudades y edificios, templos y creencias, el magisterio correspondiente a un tiempo, superado. El presente exigía otro contenido: «los americanos de hoy no somos sino europeos que hemos cambiado de maestros; a la iniciativa española ha sucedido la inglesa y la francesa»56.

Cuando promediaba la década del cuarenta, Alberdi reemplazó los fines últimos de la civilización por metas más próximas: «-Civilización: es decir, industria, riquezas, garantías, paz, libertades». En una palabra, costumbres concretas venidas de afuera. La fusión tenía pues por objeto introducir materia extranjera en el mundo a medio constituir de América independiente. En este contorno aún bullía el recuerdo de los héroes, sus batallas prolongadas en anarquía y guerra civil, y sus palabras que traducían los himnos a la gloria nacional. Esa combinación del renacimiento español con la ambición guerrera merecía la más franca repulsa. Libertadores, estrategas, caudillos de lanza o espada, eran para Alberdi personajes tan anacrónicos como el tipo de sociedad que representaban:

«Los guerreros de 1810, por quienes tengo la veneración que el pueblo por los mártires revestidos de la canonización papal, no son, sin embargo, para mí los que poseen ideas más acertadas sobre el modo de hacer prosperar la América, que con tanto acierto supieron sustraer al poder español. Las ficciones de patriotismo, el artificio de una causa puramente americana de que se valieron como medios de guerra convenientes al momento, los dominan y poseen hasta hoy. Después de haber representado una necesidad real y grande de la América en un momento dado, hoy desconocen hasta cierto punto las nuevas exigencias de nuestro continente. La gloria militar los preocupa aún, sobre el interés del progreso»57.



Este es el adiós que Alberdi dedica a la libertad antigua. Desde entonces ya no habrá lugar en la nueva Europa que toma posesión de América para legisladores al estilo de Licurgo ni para guerreros en busca de gloria. Montesquieu le había enseñado que cada forma histórica está habitada por protagonistas y pasiones singulares. La naturaleza de la sociedad colonial, que se independiza de la metrópoli, dio nacimiento al héroe dominado por la ambición. La naturaleza de la sociedad industrial debía favorecer el desenvolvimiento del hombre común, enteramente consagrado a satisfacer su interés: «a la necesidad de gloria ha sucedido la necesidad del progreso y de la comodidad». Un nuevo código reemplaza la dignidad militar por el honor del comercio. «Espigas» sobre «laureles». En esta metáfora vegetal (no será la última) está insinuado el contenido de la nueva civilización. La espiga supone germinación y ritmo según suelos, climas y estaciones. Pero Alberdi tiene prisa. La civilización deberá ser un producto elaborado en la Europa industrial.

La Europa colonial en América es estéril y pobre, llena de andrajos, tontamente frugal. Apenas le queda energía para generar héroes anacrónicos que deambulan a través de un tiempo que no es el suyo. Es la historia que reproduce su propia inutilidad. Incapaz de crear, tiene sin embargo en sus manos la posibilidad de transformarse en un espacio receptor, no tanto de semillas, principios o valores que después formarán costumbres, sino de hábitos constituidos y usos arraigados en otras latitudes. En 1845 Alberdi publicaba el decálogo que, siete años más tarde, reproducirán íntegramente las Bases... El trasplante consistirá en instalar una civilización ya formada. Será una audaz apropiación de lo que, en otra circunstancia histórica, había demandado una larga gestación. De un golpe, como si al pensamiento tradicionalista se le hubiera sustraído el encantamiento por el pasado, o a los eclécticos su esperanza en la lenta decantación de los antagonismos, Alberdi va a depositar en América del Sur una promesa ya cumplida. Burke al ritmo de la inmigración:

«Cada europeo que viene, nos trae más civilización en sus hábitos, que luego comunica en estos países, que el mejor libro de filosofía. Se comprende mal la perfección que no se ve, toca y palpa. El más instructivo catecismo es un hombre laborioso.

Queremos plantar en América la libertad inglesa, la cultura francesa? Traigamos pedazos vivos de ellas en los hábitos de sus habitantes, y radiquémoslos aquí.

Queremos que los hábitos de orden y de industria prevalezcan en nuestra América? Llenémosla de gente que posea hondamente esos hábitos. Ellos son pegajosos: al lado del industrial europeo, pronto se forma el industrial americano. La planta de la civilización, difícilmente se propaga por semilla.

Es como la viña, que prende y cunde de gajo.

La actual población, es una rama trasplantada de la Península española. Para que el huerto sea completo, plantemos a su lado árboles de otros países, que den frutos más sabrosos y variados.

He aquí el modo como la América, hoy desierta, debe ser un mundo opulento alguna vez.

Esta verdad es experimental, sale de lo que se observa en Norte América. La reproducción natural es un medio imperfecto y lento.

Queremos grandes Estados en poco tiempo? Traigamos sus elementos ya preparados y listos de afuera»58.



Este es el punto de partida según Alberdi: la inversión de Tocqueville. Mientras en La democracia en América la virtud originaria explicaba la legitimidad republicana del presente, en la visión alberdiana el origen explicaba la ilegitimidad a que había dado lugar la revolución de la independencia. Había entonces que construir un segundo origen y cambiar la sociedad por el trasplante. El interrogante acerca de los primitivos arquetipos -ciudades virtuosas, sepultadas en la Argentina por la barbarie y el despotismo- no despertaba en Alberdi el apasionado interés que trasunta la primera utopía de Sarmiento. Lo importante era tener bien en claro esas metas de inmediato logro.

El punto de partida estaba determinado. Alberdi, por otra parte, había intuido los medios institucionales gracias a una meditación voluntarista de la filosofía de las costumbres. Sólo faltaba la fortuna, que tardaba en acertar. Luego del fracaso de la oposición quedaban pocas opciones. Alberdi volvió su mirada al rosismo maduro de 1847 que se erguía frente a la agresión exterior y las disidencias internas. ¿Podría aplicarse acaso el apotegma de Madison -primero el poder, después la ley que lo limite- a ese hecho macizo y arbitrario? El sueño del filósofo que morigera la pasión del tirano. Ese Rosas que reaparecía tal cual a diez años del Fragmento..., «tipo político» representativo de la planta colonial, héroe romántico digno de Chateaubriand, Byron y Lamartine, es el emblema del poder. Él, Alberdi, será el emblema de la constitución, medio indispensable para hacer el trasplante:

«Rivadavia proclamó la idea de la unidad: Rosas la ha realizado. Entre los federales y los unitarios han centralizado la República; lo que quiere decir que la cuestión es de voces, que encubren una fogosidad de pueblos jóvenes, y que en el fondo, tanto uno como otro, han servido a su patria, promoviendo su nacional unidad. Los unitarios han perdido; pero ha triunfado la unidad. Han vencido los federales; pero la federación ha sucumbido. El hecho es que del seno de esta guerra de nombres ha salido formado el poder, sin el cual es irrealizable la sociedad, y la libertad misma imposible [...] Quien dice tener el poder, dice tener la piedra fundamental del edificio político. Ese poder necesita una ley, porque no la tiene»59.



La imprevisibilidad de los hechos confirmará muy pronto las esperanzas del legislador. El medio lo dará la espada de Urquiza que sustituirá al representante natural de la vieja cultura. Pese al error de perspectiva, esta consecuencia inesperada venía a reforzar la visión optimista de 1847: «nuestro país -proclamaba Alberdi- se aproxima al fin de sus achaques». Quizá esa confianza derivase de la certeza en el punto de partida. La legitimidad estaba en el porvenir, en el fin propuesto por una civilización europea, poblada de costumbres industriales, que una constitución enérgica debía trasplantar. «No son leyes vigentes, ciertamente -escribió en 1844-: pero son tipos ideales de organismo social hacia cuya ejecución marcha el pueblo a pasos lentos»60.




ArribaAbajoLa sociedad industrial en América del Sur: la libertad y las cosas

Parece innecesario subrayar que para Alberdi el trasplante era un recinto donde albergar la libertad. Esta poderosa intuición, que lo acompañó sin desmayos durante su larga vida de publicista, colocaba en tensión a dos figuras teóricas. Vista con la perspectiva del trasplante de costumbres, entendidas como «elementos ya preparados y listos de afuera», la sociedad alberdiana podría remedar un sistema orgánico que se va formando con los «pedazos vivos» de la civilización europea. Concebido en cambio desde una teoría de la libertad, el trasplante es el punto de partida para que el orden espontáneo de la acción humana y sus imprevisibles efectos realicen en el desierto su benéfica tarea.

A la caída de Rosas, Alberdi escribió dos obras, publicadas entre 1852 y 1855, que trasuntan esa tensión entre ambas visiones de la sociedad. Se trata -claro está- de las Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina /1852/ y del Sistema económico y rentístico de la Confederación Argentina según su constitución de 1853 /1855/. Sobre el telón de fondo del congreso de Santa Fe y de la ruptura con Buenos Aires, Alberdi engarzó una propuesta donde convivían la civilización del individuo y la civilización de las cosas, el orden que nace del ejercicio espontáneo de la libertad y la sociedad integrada por el ferrocarril y la industria. Es el diálogo entre Adam Smith y Michel Chevalier. Por momentos, el protagonista de la sociedad alberdiana es el individuo sin trabas ni impedimentos, sujeto exclusivo de la libertad; en otro instante, esa definición abstracta se desdobla en el habitante extranjero que carga en su alforja de inmigrante las cosas vivas de una civilización.

Entremezcladas en mil pasajes, parece difícil discernir con exactitud la primacía de una u otra visión. En todo caso, si hubiera que reducir el matiz a esquema, es posible observar a las Bases... como un elogio a la costumbre creadora de libertad y al Sistema... como un elogio a la libertad creadora de costumbres. Bien podría Montesquieu darse por satisfecho. Alberdi quería reanudar en aquella tierra olvidada la relación entre la libertad individual -pura creación sin límites- y la costumbre que le ofrece a esa inagotable facultad un suelo firme sobre el cual instalarse.

Las Bases... fueron escritas por Alberdi para que la Argentina se diera una constitución republicana. Pero, a diferencia de lo que postulaba la teoría clásica de las formas de gobierno, ese principio de legitimidad era un medio -único medio, por cierto- para alcanzar los fines de la civilización de Europa en América. La constitución reunía entonces lo que ella tiene de permanente y necesario -el orden, los derechos y garantías, el régimen de gobierno- con un explícito paradigma de civilización. Representaba en un solo haz (lo veremos con más cuidado en el próximo capítulo) el poder y el progreso:

«He aquí el fin de las constituciones de hoy día: ellas deben propender a organizar y constituir los grandes medios prácticos de sacar a la América emancipada del estado oscuro y subalterno en que se encuentra.

Esos medios deben figurar hoy a la cabeza de nuestras constituciones. Así como antes colocábamos la independencia, la libertad, el culto, hoy debemos poner la inmigración libre, la libertad de comercio, los caminos de fierro, la industria sin trabas, no en lugar de aquellos grandes principios, sino como medios esenciales de conseguir que dejen ellos de ser palabras y se vuelvan realidades.

Hoy debemos constituirnos, si nos es permitido este lenguaje, para tener población, para tener caminos de fierro, para ver navegados nuestros ríos, para ver opulentos y ricos nuestros Estados. Los Estados como los hombres deben empezar por su desarrollo y robustecimiento corporal»61.



Si bien tenían por destinatario universal al habitante de la república, a quien la constitución garantizaba su libertad, las Bases... traían envueltos estos principios en los emblemas y cosas de la nueva civilización. El desierto era también para Alberdi el vacío: había que llenarlo con los hombres e instrumentos de la sociedad industrial. El apotegma del Cap. XXXI, «Gobernar es poblar», significa mucho más que el consabido llamado al inmigrante. Es la exigencia imprescindible para echar los cimientos de un orden material. En la industria, Alberdi anticipó el nuevo orden, que habría de nacer de la predisposición de un hábito adquirido («la libertad es una máquina, que como el vapor requiere para su manejo maquinistas ingleses de origen»), y de la cultura emanada de sus símbolos más elocuentes, el ferrocarril y la producción:

«En Lima se ha dado todo un convento y 99 años de privilegio al primer ferro-carril entre la capital y el litoral: la mitad de todos los conventos allí existentes habría sido bien dada, siendo necesario. Los caminos de fierro son en este siglo lo que los conventos eran en la edad media: cada época tiene sus agentes de cultura. El pueblo de la Caldera se ha improvisado alrededor de un ferro-carril, como en otra época se formaban alrededor de una iglesia; el interés es el mismo: -aproximar al hombre de su Creador por la perfección de su naturaleza»62.



La reconstrucción de una sociedad orgánica en clave industrial evoca el momento que representó Michel Chevalier: un sansimonismo reconciliado con la libertad y la moderación, sin el delirio religioso del inventor de una nueva Edad Media. Decantada y sosegada, esta esperanza en una edad integrada, donde los conventos industriales fuesen el ligamento del hombre con la civilización del trabajo, dejaba en Alberdi una certeza tan sólida como las creencias que, en otro tiempo, sostuvieron la robusta estructura del antiguo régimen. De esas cosas vivas, hábitos y máquinas, trabajo y energía, surgiría espontáneamente una cultura capaz de ordenar la conducta humana como antes lo había hecho la religión tradicional.

Alberdi defendió siempre la religión católica. Tolerante, conviviendo con otros cultos (el «dilema es fatal [para la Argentina]: o católica exclusivamente y despoblada; o poblada y próspera, y tolerante en materia de religión»), el catolicismo representaba en su pensamiento, «como resorte de orden social, como medio de organización política», el mismo papel que le encomendaron a la religión cristiana Montesquieu y Tocqueville. Esas creencias morigeraban las pasiones y coincidían, conformando de este modo el arbotante del orden social, con otra fuente espontánea de valores que también difundía sus beneficios con infinita generosidad. La moral fundada en la trascendencia se combinaba, en una fórmula de raigambre ecléctica, con la moral industrial. Y esta última tenía la virtud de afincar su pedagogía en la educación de las cosas:

«Nuestros primeros publicistas dijeron: "¿De qué modo se promueve y fomenta la cultura de los grandes Estados europeos? -Por la instrucción principalmente: luego este debe ser nuestro punto de partida".

Ellos no vieron que nuestros pueblos nacientes estaban en el caso de hacerse, de formarse, antes de instruirse, y que si la instrucción es el medio de cultura de los pueblos ya desenvueltos, la educación por medio de las cosas es el medio de instrucción que más conviene a pueblos que empiezan a crearse. En cuanto a la instrucción que se dio a nuestro pueblo, jamás fue adecuada a sus necesidades. Copiada de la que recibían pueblos que no se hallan en nuestro caso, fue siempre estéril y sin resultado provechoso»63.



Rousseau había llamado éducation des choses a «la educación que se hace por el ejemplo de una vida más civilizada que la nuestra». Alberdi volcó esa concepción de la pedagogía a la epopeya colectiva del trasplante. Le ofreció así a la sociedad del porvenir el goce inmediato de la libertad de los modernos mediante «la acción espontánea de las cosas». Súbitamente, los arquetipos de la independencia quedaban relegados a la prehistoria. La edad heroica y sus guerreros habían pasado. Ahora también debía enterrarse la ilusión pedagógica de los viejos legisladores -Belgrano, Bolívar, Egaña y Rivadavia- que «confundieron la educación con la instrucción, el género con la especie». Alberdi adoptó de Troplong una idea de la educación por las costumbres y el cultivo de los buenos hábitos («los árboles son susceptibles de educación») que rechazaba, por perniciosa, la instrucción generalizada: «¿De qué sirvió al hombre del pueblo -se preguntaba- el saber leer? De motivo para verse ingerido como instrumento en la gestión de la vida política que no conocía; para instruirse en el veneno de la prensa electoral, que contamina y destruye en vez de ilustrar; para leer insultos, injurias, sofismas y proclamas de incendio, lo único que pica y estimula su curiosidad inculta y grosera»64.

Este es el segundo adiós que Alberdi dedica a la libertad antigua. La combinación de la instrucción generalizada en el colegio y la universidad con el legado todavía vivo de la América colonial había engendrado un híbrido fatal: democracias corruptas, pueblos rebeldes incitados por la palabra escrita del demagogo que se hundían, muchas veces sin saber por qué, en una cultura viciada por burócratas y letrados. «¿Qué han sido nuestros institutos y universidades de Sud América, sino fábricas de charlatanismo, de ociosidad, de demagogia y de presunción titulada?» Rivadavia era un utópico que consagraba las casas de estudio a la moral y la filosofía; más le hubiese valido establecer un «colegio de ciencias exactas y de artes aplicadas a la industria» en lugar del colegio de ciencias morales donde Alberdi hizo sus primeras armas intelectuales. Fatigada de oradores y retóricos, de abogados y teólogos, la sociedad alberdiana ansiaba la regeneración que traían los ingenieros, geólogos y naturalistas, productos todos ellos de «las ciencias y artes de aplicación». Como quería Chevalier, el conocimiento industrial era el «gran medio de moralización». Con ello la juventud descubría el progreso y se sometía con agrado a una regla de disciplina mucho más poderosa que la que había conocido la sociedad tradicional:

«No es el alfabeto, es el martillo, es la barreta, es el arado, lo que debe poseer el hombre del desierto, es decir, el hombre del pueblo sud-americano. ¿Creéis que un araucano sea incapaz de aprender a leer y escribir castellano? ¿Y pensáis que con solo eso deje de ser salvaje?

[...] Cuando la campana del vapor haya resonado delante de la virginal y solitaria Asunción, la sombra de Suárez quedará atónita a la presencia de los nuevos misioneros, que visan empresas desconocidas a los Jesuitas del siglo XVIII. Las aves, poseedoras hoy de los encantados bosques, darán un vuelo de espanto; y el salvaje del Chaco, apoyado en el arco de su flecha, contemplará con tristeza el curso de la formidable máquina que le intima el abandono de aquellas márgenes. Resto infeliz de la criatura primitiva: decid adiós al dominio de vuestros pasados. La razón despliega hoy sus banderas sagradas en el país que no protegerá ya con asilo inmerecido la bestialidad de la más noble de las razas»65.



El trastorno que la máquina a vapor producía en la quietud de la selva era uno de los símbolos de la transición industrial. Un artefacto toma posesión de la tierra virgen, ahuyenta con su sonido a la vieja naturaleza y navega los ríos como si tuviese alma propia. Tan fuerte es la metáfora que a veces la pluma olvida la presencia del timonel y los inesperados actos que llevaron a esa invención. Es el Alberdi que ansia realizar el fin «esencialmente económico» de la constitución con la vara mágica del «poder de las Hadas, que construían palacios en una noche»66: el plano de que se vale un constructor para introducir desde el lugar de origen y ensamblar luego la materia industrial. Las Bases... son, en este sentido, un documento arraigado en su siglo que anticipa el desarrollismo del futuro. ¿Qué mayor encantamiento, para quien padecía el vacío del desierto, que esas máquinas capaces de formar el nuevo mundo a golpes de energía?

Esta es una ambición orgánica sin duda poderosa. Pero ello no impide que, tras ella, Alberdi guarde en reserva una actitud más cautelosa con respecto a esos grandes agentes de la civilización industrial. Mientras las Bases... colocan el progreso al abrigo del ferrocarril, el Sistema... se interroga acerca de una cuestión previa, cuyas raíces se remontan a la ilustración escocesa. Los repetidos elogios que en él se encuentran a «la libertad de todo género, tanto la civil como la religiosa, tanto la económica como la inteligente», llevan de regreso al punto de partida hasta el momento de Adam Smith, que «proclamó la omnipotencia y la dignidad del trabajo», y de J. B. Say su «expositor más brillante». Ya lo hemos visto: el discurso de las Bases... se ocupa de las cosas ya construidas por el hombre en la sociedad industrial. Las reflexiones del Sistema... explican en cambio la teoría de la libertad que favorece esa mutación; de qué manera debe limpiarse el terreno de privilegios y servidumbres para que la Providencia, sin vallas ni obstáculos, lleve a cabo su benéfico fin. Como ya lo había afirmado en el Fragmento..., Alberdi deposita su fe en una concepción conservadora de la ley natural:

«La Constitución, por sí, nada crea ni da: ella declara del hombre lo que es del hombre por la obra de Dios, su primitivo legislador. Dios, que ha formado a todos los hombres iguales en derecho, ha dado a los unos capacidad y a los otros inepcia, creando de este modo la desigualdad de las fortunas, que son el producto de la capacidad, no del derecho. La Constitución no debía alterar la obra de Dios, sino expresaría y confirmarla. Ni estaba a su alcance igualar las fortunas, ni su mira era otra que declarar la igualdad de derechos»67.



A tal objeto, la constitución es una ley suprema que reconcilia al individuo con el orden natural, asegurando «la libre acción del trabajo, del capital y de la tierra». La misma visión guiaba las meditaciones de Adam Smith. Según Alberdi, el verdadero reformador nada tiene que ver con un gobernante empeñado en dictar leyes particulares, estatuir monopolios, o satisfacer el interés de algunos habitantes en detrimento de otros. Deberá ser, porque así lo exige la naturaleza humana, un legislador de alto vuelo y lente universal. Por eso Alberdi concebía a la constitución como una «gran ley derogatoria, en favor de la libertad, de las infinitas leyes que constituían nuestra originaria servidumbre». La reforma propuesta por el Sistema... responde a un ideal de la libertad negativa al cual tanto repugnan los privilegios del mercantilismo colonial, como la voluntad de un gobierno que se hace banquero o empresario de industrias y comunicaciones. Ambas invenciones del designio humano perturban el orden natural y espontáneo de la libertad:

«...organizar el trabajo no es más que organizar la libertad; organizarlo en todos sus ramos, es organizar la libertad agrícola, la libertad de comercio, la libertad fabril. Esta organización es negativa en su mayor parte; consiste en la abstención reducida a sistema, en decretos paralelos de los del viejo sistema prohibitivo, que llevan el precepto de dejar hacer a todos los puntos en que los otros hacían por sí, o impedían hacer [...] Las naciones no son la creación, sino las creadoras del gobierno. El poder de despoblar que este posee no es la medida del que le asiste para poblar. Posee el poder material de despoblar, porque puede desterrar, oprimir, perseguir, vejar a los que habitan el suelo de su mando; pero como no tiene igual poder en los que están afuera, no está en su mano atraerlos por la violencia, sino por las garantías. A la abstención del ejercicio de la violencia se reduce el poder que el gobierno tiene para poblar: es un poder negativo, que consiste en dejar ser libre, en dejar gozar el derecho de propiedad, en respetar la creencia, la persona, la industria del hombre: en ser justo»68.



¿Qué decir de esta esperanza en la libertad humana? El punto de partida de Alberdi se confunde con la creación de una nueva sociedad. Los gobiernos deben callar mientras el individuo hace su obra. Es el silencio de la libertad negativa y de las garantías que la circundan; el ámbito de lo público, estrecho, acotado por leyes infranqueables, rodeado por el bullicioso territorio de la libertad moderna, tal cual la quería Constant. Si la sociedad alberdiana parecía por momentos un organismo donde latía el ferrocarril y el vapor, ello se debía exclusivamente a la acción de la libertad que depositaba en tierra nueva sus hallazgos más fecundos. Era una manera de acortar distancia trayendo, junto con la libertad, las costumbres que la morigerasen. En rigor, la forma de gobierno no podía crear la historia. El individuo en la sociedad tomaba a su cargo ese destino. Pero como esas figuras eran todavía puro proyecto, la constitución de Alberdi se desdoblaba, provisoriamente, en hacedora de habitantes y costumbres -volteando obstáculos, abriendo puertas al capital, la inmigración y la tecnología-, a fin de que estos, más tarde, hicieran el trabajo encomendado por la tradición de la libertad espontánea.




ArribaAbajoEl descubrimiento de la virtud

Ese fervor hacia la capacidad del individuo para cambiar la sociedad contrastaba con otro sentimiento. Alberdi descubrió en su punto de partida al habitante de la república del interés. Y eso no convencía del todo a Sarmiento. Se maravillaba, como su amigo del exilio chileno, con los logros de la civilización industrial. También quería -qué duda cabe- inmigrantes y vapores, pero solía desconfiar de la infinita potencia del habitante extranjero. Cuando atravesaba el Atlántico norte, de Europa a Estados Unidos, Sarmiento convivió con inmigrantes que nada tenían que ver con la idealizada figura del transmisor de la cultura europea en América. En realidad, esos «infelices irlandeses», que aparecían en cubierta «como ratas salidas de sus cuevas, desnudos, macilentos, animada su existencia por la esperanza de ver en la tierra prometida, el término de sus miserias», eran una turba miserable que, abandonada a su suerte en el nuevo mundo, sólo reproduciría esa penosa condición69.

Es cierto, los inmigrantes dejaban su tierra, pero no debían llegar a cualquier parte. América, su destino, significaba la atracción del porvenir, los sueños de riqueza que despertaba una geografía feraz, y también indicaba el sentido de una forma de gobierno ignorada. ¿Acaso esa república -realidad en el norte y proyecto en el sur- podría crear ella misma el tipo humano capaz de sostenerla y perfeccionarla? Para Alberdi la forma de gobierno era un límite, el marco que aguardaba confiado el contenido que le infundirían el individuo y sus cosas. Sarmiento era más ambicioso. En 1842 escribió que «difundir las luces en todas las clases de la sociedad es la empresa de nuestro siglo». Alberdi no habría vacilado en compartir este juicio, siempre que esa faena quedase reservada a la acción espontánea en la sociedad. Sarmiento, en cambio, imaginaba esas luces emanando de la cosa pública y de quienes participaban en ella. La república era una forma de gobierno que educaba. En su recinto la comunidad política discutía y aprobaba planes obligatorios de educación. De este modo, las instituciones moldeaban al ciudadano70.

Era un diálogo que conjugaba la acción espontánea de usos y costumbres con la voluntad de un legislador dispuesto a definir el contenido de la legitimidad republicana, su razón de ser y, sobre todo, el principio que la anima. En Boston, donde los fundadores se sentaron «todos debajo de una encina» para hacer sus leyes, Sarmiento vio a sus descendientes como brahmanes de las montañas del Himalaya que «se diseminan hacia el oeste de la Unión, educando con su ejemplo y sus prácticas a los pueblos nuevos que surgen sin pericia y sin ciencia sobre la haz de la tierra apenas desmontada». El learning by doing no descansaba exclusivamente en prácticas sociales desvinculadas de la participación en el gobierno porque, al mismo tiempo, ese patriciado nacido en Nueva Inglaterra transmitía la virtud originaria, fundando escuelas públicas que obligaban «a cada padre, tutor o patrón de niños, a darles educación elemental para el espíritu y un oficio manual para el sustento del cuerpo»71.

Así quedaba expuesto el propósito del viaje exterior. Los sistemas públicos, que estudió y comparó, le dieron a Sarmiento la medida moderna de la virtud. Las conclusiones no hacían más que coronar la esperanza que había mascullado en su adolescencia junto a los clérigos ilustrados. El encuentro con Horace Mann, en la misma ciudad de Boston, más que el conocimiento debido al profesional, gran experto y administrador de la educación, fue otra revelación del arquetipo republicano:

«¿Puede concebirse cosa más bella que la obligación en que está Mr. Mann, secretario del Board de Educación, de viajar una parte del año, convocar a un meeting educacional a la población de cada aldea y ciudad adonde llega, subir a la tribuna y predicar un sermón sobre educación primaria, demostrar las ventajas prácticas que de su difusión resultan, estimular a los padres, vencer el egoísmo, allanar las dificultades, aconsejar a los maestros y hacer las indicaciones, proponer las mejoras en las escuelas que su ciencia, su bondad y su experiencia le sugieren?»72



A Franklin lo había creado su imaginación; también al ciudadano Paine. Con Horace Mann, personaje de carne y hueso, Sarmiento completó la cadena de los embajadores de la virtud. Después, una vez que tuvo el poder para hacerlo, vendrían del norte maestras y profesoras para ayudar a que en tierra criolla se realizase esa segunda utopía. Eran inmigrantes de la misma especie, como los que quería Alberdi, sajones puros, destinados a otro menester: unos venían a cambiar la sociedad a partir de la acción individual; aquellos lo hacían formando maestros públicos. Ese cometido era necesario para absorber a la enorme masa de extranjeros, pobres inmigrantes, «levadura de corrupción», cuyos efectos malsanos Sarmiento comprobaba en Ohio, el lugar del oeste donde Mann terminó sus días. Sin esta prédica, sin un gobierno activo que eduque e integre, la república no podría sobrevivir. La divisa, repetida sin cesar durante medio siglo, es la que escribió en 1852:

«Una fuerte unidad nacional sin tradiciones, sin historia, y entre individuos venidos de todos los puntos de la tierra, no puede formarse sino por una fuerte educación común que amalgame las razas, las tradiciones de esos pueblos en el sentimiento de los intereses, del porvenir y de la gloria de la nueva patria»73.



Con estas palabras, Sarmiento fijaba en la educación pública el punto de partida para crear una república de ciudadanos. «Al caballero ha sucedido el ciudadano -escribió en 1841-. De los que antes eran colonos, es preciso formar ciudadanos... Necesario es, pues, poner en movimiento la inteligencia...»74 En La democracia en América y en El federalista, la ciudadanía era un dato preexistente a la constitución de Filadelfia: vivía en el régimen comunal, en las asociaciones voluntarias que ejercían la libertad política y en la unión de pequeñas repúblicas en cuyo seno se transmitía la educación. El mundo de Sarmiento estaba muy lejos de la democracia madisoniana. Como el desierto, la ciudadanía era para él un territorio a sembrar. Una vez constituido el orden general (tal lo acontecido en Chile durante la década del cuarenta o en Argentina, se suponía, luego de la caída de Rosas) había que dar forma a ese inexistente ciudadano. El gobierno republicano era el molde donde debía vaciarse una materia de criollos e inmigrantes que vagaban sin rumbo ni sentido del bien público. ¿Quién mueve esa inteligencia dormida?: una voluntad y un plan, responderá Sarmiento de inmediato, un sistema educativo en el cual las partes estarán ordenadas al fin de la ciudadanía en la república.

Esta tradición no era por cierto reciente. Crear escuelas, fijar programas de instrucción, textos y métodos de enseñanza, diagramar el ritmo de vida del niño, su alimentación, horas de estudio, de sueño y recreo, todo ello tenía raíces sólidas en las ciudades del Facundo antes de que sobre ellas se desplomase la revancha de la barbarie. Del mundo colonial nació la gran experiencia de «educación popular», forjada en las misiones jesuitas, «que en aquel sistema de comunismo debía ser general a todos, sin excepción, y graduando las luces en proporción de la capacidad del educando»75. En la ciudad que quiso realizar la libertad antigua, Rivadavia y del Carril, poco antes Moreno y Belgrano, impulsaron la educación y la ciencia.

Eran principios valiosos, listos para otra clase de trasplante. Sarmiento desgajó estas «tradiciones providentes» de aquel contexto limitado y las ubicó, según lecciones derivadas de la política comparada, en el vasto proyecto de la república moderna. La ley debía fijar las instituciones y contenidos de la educación. Cualquiera fuese el ámbito -municipal, provincial o nacional- lo público tenía primacía sobre lo privado. ¿Persistencia de la república clásica? La educación representaba para Sarmiento la igualdad real del ciudadano, la posibilidad concreta de que hombres y mujeres, ricos y pobres, criollos y extranjeros, se encontraran en su niñez en una escuela pública para compartir hábitos y conocimientos:

«Y esta igualdad de derechos acordada a todos los hombres, aun en los países que se rigen por sistemas tutelares, es en las repúblicas un hecho que sirve de base a la organización social, cualesquiera que sean las modificaciones que sufra accidentalmente por los antecedentes nacionales u otras causas. De este principio imprescriptible hoy nace la obligación de todo gobierno a proveer de educación a las generaciones venideras, ya que no puede compeler a todos los individuos de la presente a recibir la preparación intelectual que supone el ejercicio de los derechos que le están atribuidos. La condición social de los hombres depende muchas veces de circunstancias ajenas de la voluntad. Un padre pobre no puede ser responsable de la educación de sus hijos; pero la sociedad en masa tiene interés vital en asegurarse de que todos los individuos que han de venir con el tiempo a formar la nación, hayan por la educación recibida en su infancia, preparádose suficientemente para desempeñar las funciones sociales a que serán llamados»76.



Como bien puede advertirse, la sociedad sarmientina también se forma en torno a cosas vivas y a núcleos de integración. En ella, la escuela pública «se convierte en una fábrica, en una usina de instrucción». Esto no significa contraponer un concepto estrecho de la instrucción, como exclusiva pedagogía humanista, a los logros materiales de la sociedad industrial. Junto con la gramática y la historia, Sarmiento recomendaba vivamente la enseñanza primaria dedicada al desarrollo industrial y a la prosperidad general. Eran consejos indispensables para no perder de vista el horizonte del siglo y pecaría de anacronismo quien los olvidase. Pero la cultura industrial, amén de la imitación y del efecto automático de trasplantar inmigrantes y ferrocarriles, exigía un cimiento escolar. Había que leer y escribir, fundar en suma una civilización del libro: «Quien dice instrucción dice libro [...] Nuestra civilización cristiana es, pues, esencialmente escrita; el libro es su base, y mal cristiano será el que no sepa leer»77.

Sarmiento será siempre, hasta el fin de sus días, un frenético traductor de libros e informes extranjeros. Libros almacenados en bibliotecas populares al alcance de todos que, desde allí, deberían inundar con ideas la quietud de las viejas ciudades: «¡Libros, libros, libros, pero libros adecuados, distribuidos metódicamente, donde quiera que haya una autoridad, una escuela y un adulto que sepa leer, que si no los leen tan luego, los libros quedan, y aguardan al lector y dan tiempo al tiempo, que es esta la principal dote de las Bibliotecas Populares...!» Y también informes, expuestos al montón, que transmitían experiencias de naciones con regímenes diferentes -Prusia o la Francia de Guizot- y que solían culminar, a modo de ejemplo sobresaliente, con la detallada descripción de los sistemas educativos en los estados norteamericanos. En una de esas largas tiradas, Sarmiento extractó este párrafo del informe de la comisión que precedía al proyecto de educación común del estado de Nueva York en 1812. No hay, quizá, mejor síntesis ajena para expresar las obsesiones de Sarmiento acerca de la ciudadanía y la educación:

«Pero en un gobierno como el nuestro, donde el pueblo es el poder soberano, donde la voluntad del pueblo es la ley de la tierra, cuya voluntad es abierta y directamente expresada, y donde cada acto de gobierno puede llamarse con propiedad un acto del pueblo, es esencial que el pueblo sea ilustrado. Debe poseer inteligencia y virtud; inteligencia para percibir lo que es justo; virtud para hacer lo que es justo. Nuestra República puede decirse, por tanto, que está fundada en la inteligencia y la virtud. Por esta razón dijo con mucha propiedad el ilustrado Montesquieu que en una República se requiere toda la fuerza de la educación»78.



Ese Montesquieu, testigo de la libertad antigua, era predicado por los que querían infundir en el ciudadano, desde un cargo público, el resorte de la virtud. Rastreaban a su modo, como legisladores que eran, el marco más adecuado para enseñar y aprender. Sarmiento no tardó en descubrirlo en el modelo de una pequeña ciudad, dividida en circuitos escolares. Allí, el «círculo trazado en torno de cada escuela» era un foco de radiación y, a la vez, de disciplina fiscal. En la democracia norteamericana, la dispersión de las unidades educativas, desde el distrito hasta el estado pasando por el municipio, era una indiscutible realidad. Distinto era el desafío para el legislador que construía en el desierto y desconocía, con dogmático desplante, el legado colonial en la educación. Era obvio que Sarmiento no estaba inclinado, en esta materia, a reconocer instituciones preexistentes. Entonces, paradojalmente, la descentralización era un sistema a construir desde arriba: delegando funciones el poder central se limitaba a sí mismo. La situación, frágil en extremo, confiaba en la disciplina de los gobernantes pues ya no quedaban en pie frenos externos luego de que sobre ellos pasara el afán centralizador de la tiranía urbana. Y esto, a la postre, provocaba en Sarmiento una dolorosa contradicción. Las lecciones provenientes de otras latitudes aconsejaban descentralizar la educación. La historia de la sociedad criolla empujaba las pasiones por el camino opuesto79.

Por otra parte, esta rebusca de pequeñas unidades, capaces de contener la virtud, pretendía resolver el eterno problema de la corrupción. La república debía educar al ciudadano para impedir que ese mal destruyera el principio que la anima. Aun así, este voluntario esfuerzo podía terminar en inesperado fracaso si la forma de gobierno republicana no tuviese adosada, como indispensable complemento, una naturaleza social favorable. La educación común, que se difundía en una sociedad donde predominaba la desigualdad y la propiedad se concentraba en pocas manos, podía generar un conflicto de insospechada violencia, una permanente anarquía. En el otro extremo, una sociedad igualitaria, austera y frugal, cuyos ciudadanos replegados en la vida privada perdían el sentido del bien general, podía fenecer por fatiga cívica. La reforma del habitante debía correr paralela con la reforma de la sociedad. Sarmiento, como Alberdi, entendió bien pronto esa urgente necesidad, pero, sin desconocer a los maestros de la civilización industrial, su inspiración recaló también en el mundo de Jefferson. Era la esperanza de la tierra virgen que, desde la pampa, incitaba a crear una democracia agraria:

«Sabe usted -escribió Sarmiento en los Viajes...- que no he cruzado la pampa hasta Buenos Aires, habiendo obtenido la descripción de ella de los arrieros sanjuaninos que la atraviesan todos los años, de los poetas como Echeverría, y de los militares de la guerra civil. Quiérola sin embargo, y la miro como cosa mía. Imagínomela yerma en el invierno, calva y polvorosa en el verano, interrumpida su desnudez por bandas de cardales y de viznagas. Pero volviendo a poco el caleidoscopio, la pueblo de bosques, tal como con más desventajas se han realizado en las landas de Francia, y en las desnudas montañas de las Ardenas. ¿Por qué la pampa no ha de ser, en lugar de un yermo, un jardín como las llanuras de Lombardía, entre cuyo verdinegro manto de vegetación, la civilización ha salpicado a la ventura puñados de ciudades, de villas y de aldeas que lo matizan y animan? ¿Por qué? Diréselo a usted al oído, a fe de provinciano apicultor, porque el pueblo de Buenos Aires con todas sus ventajas es el más bárbaro que existe en América; pastores rudos, a la manera de los kalmucos, no han tomado aún posesión de la tierra; y en la pampa hay que completar por el arte la obra de Dios. Dada la tela se necesita la paleta y los tintes que han de matizarla»80.



Tal cual se presentaban en la llanura argentina, la tierra y la propiedad rural eran para Sarmiento una maldición histórica. «Error fatal de la colonización española en la América del Sur, llaga profunda que ha condenado a las generaciones actuales a la inmovilidad y al atraso», la distribución de la tierra es concomitante con el modo de ser de la sociedad bárbara: grandes extensiones vacías de sociabilidad. La declinación de la calidad humana en la vida campestre revela en el presente el origen del mal. «Ocupar, poseer sin poblar», fue el principio no escrito de la colonización en el sur que dejó como legado una precaria civilización en la periferia. «Vivimos a merced del viento y de la marea -escribió Sarmiento en el Buenos Aires de 1857-. Sucede peor del lado de tierra». Era el fatal destino del interior pampeano. A medida que el viajero se internaba en ese terreno perdía de vista la densidad urbana de la costa, no encontraba otra cosa que la reemplazara -salvo «ciudades ficticias», desperdigadas en la inmensidad- y muy pronto lo invadía la soledad. Quizá sin saberlo atravesaba un «ducado de la Pampa», donde el señor «no reside en sus posesiones, acaso no las conoce, por lo que ni castillo, ni palacio, ni simple casa se encuentra en tan vasta extensión, ni parques, ni bosques para su solaz, ni caseríos, ni aldea para sus vasallos». Quedaban, eso sí, los animales y con ellos la estancia ganadera, propiedad dominante en la región austral. Al cabo de tres siglos, objeto de posesión y no de trabajo, la tierra no era para el hombre: «la propiedad, pues, fue el ganado, la tierra inculta un elemento de prosperidad»81.

Condenada a la extensión, por ser ganadera, esa estancia, indivisible aun sin mayorazgo, generaba una riqueza de señores ociosos y cerraba la posibilidad de una frontera abierta, como aquella que inspiró a Jefferson para revertir el argumento clásico del despotismo. A mayor infortunio, cuando tuvo su oportunidad, la primera república de Rivadavia, mediante la ley de enfiteusis, favoreció con un título inestable al inquilino rural en lugar de promover al propietario agrícola. Todo ello formaba un agregado social naturalmente disponible para la dominación despótica: «...como la riqueza es mobiliaria o semoviente, en un día, en una hora puede ser arruinado, despojado, anulado el poseedor. El despotismo, el terror, pues, se funda en esta peculiaridad de la industria pastora»82.

Esa naturaleza es lo que el punto de partida prometía cambiar y no había otra manera de hacerlo que a través de la agricultura. Ella, arraigada exclusivamente en la propiedad privada, era necesaria para la república no tanto por la riqueza que produciría -mucha, sin duda- cuanto por la reserva de virtud que albergaría un propietario independiente, dueño de casa, suelo e instrumentos de labranza. En suma, afirmaba Sarmiento, los «países que poseen tierras, y piden hombres» reclaman una ley de colonización. Con esta sabia disposición legislativa, el inmenso depósito de tierras fiscales debía pasar al gobierno federal a quien competía proveer una justa distribución que no cerrase «la puerta a la adquisición de pequeñas fortunas». Así debía formarse una civilización agrícola de labriegos blancos. El pueblo indígena («tarde o temprano -profetizaba en 1844- ha de desaparecer de la tierra»), debía resignarse al infortunio de los indios del hemisferio norte, a su aniquilamiento físico. En nombre de una nueva tolerancia, Sarmiento condenaba a la vieja intolerancia española que, sin embargo, protegía y se mezclaba con la «plebe de color»83.

La reforma tenía límites. Desde el sueño de Argirópolis..., que prohibía la cría de ganado en Entre Ríos para entregarse sin estorbo «al cultivo esmerado de pedazo de tierra tan lujosamente dotado», hasta el destino que debía darse a los bienes rurales confiscados a Rosas, en forma de «pequeños lotes» destinados a «inmigrantes y pobladores», las especulaciones de Sarmiento concluían siempre con un elogio a la propiedad privada. En la sociedad bárbara, la propiedad de la tierra que excluía el trabajo individual, aun siendo privada, era una evidente negación de lo que ese principio garantizaba a quien poseía y ocupaba el suelo. Había pues que reinstalar en la pampa el sentido humano de la propiedad, la seguridad jurídica y el perfeccionamiento que ella prometía. Una convergencia de dos trayectos. La tradición de la libertad espontánea, que respetaba el orden natural para producir riqueza, debía encontrarse, en algún punto de esa civilización dividida en parcelas agrícolas, con una escuela y un maestro:

«Tenemos derecho para hablar así de los intereses materiales de que hemos sido y somos constantes promotores, pero sin descuido de los morales. La política es la política, y las patatas no son la política, lo que no estorba que, combatiendo las ideas erradas o los intereses egoístas, prediquemos por el cultivo de las patatas. No es sembrando patatas el gobierno en persona que haría florecer la agricultura. Son las buenas leyes de la tierra las que dan patatas en abundancia. Las escuelas darán orden y patatas. Los intereses materiales como bandera darán explotaciones y tiranías»84.



Sarmiento había encontrado en la agricultura un medio eficaz para frenar a la pampa salvaje. Una frontera ocupada por labriegos independientes, que rodease a la ciudad, era la mejor defensa frente al peligro todavía cierto de la invasión rural. Entonces la ciudad podría por lo menos vivir en paz. El momento parecía propicio para completar el tríptico de la virtud. A la educación y la democracia agraria se sumaba la reconstrucción de la ciudad. En la república moderna, que venía después de Caseros, la ciudad debía restañar sus heridas y albergar nuevamente la libertad política.

Con inflamado gesto de conquistador, boletinero del Ejército Grande, en el verano de 1852 Sarmiento entró en San Benito de Palermo. Muy pronto, frustrado su entendimiento con Urquiza, regresó a Chile; pero no tardaría en volver cuando ya era irreversible la ruptura con Paraná. Pudo contemplar, en aquella ocasión, el panorama de una ciudad ignorada. Temprano, en 1842, Sarmiento había presentido en el origen plebeyo de Buenos Aires -«donde nunca hubo condes, ni marqueses, ni mayorazgos, ni bordados...»- el «instinto de libertad» que agitaba a la ciudad y la igualdad de sus habitantes. Quince años más tarde, cuando describió su extenso contorno, el «desparramo» de casas y barrios confortables que contrastaban con las «apariencias nauseabundas» de Santiago de Chile, o comentó con algún detenimiento la condición de esa sociedad urbana, Sarmiento no supo contener el asombro frente a un curioso fenómeno. Esa ciudad, que el odiado tirano había subyugado hasta colocarla en un nivel lindante con la pasión animal del miedo, desplegaba confiada en 1855 una exultante prosperidad. De la igualdad, proveniente de una «común riqueza», participaban criollos y extranjeros, compartiendo usos y sentimientos similares a los que el viajero había comprobado, guiado por el consejo de Tocqueville, en las ciudades norteamericanas:

«Mezclándome en la muchedumbre que acuden a los fuegos en estos días y llenan completamente la plaza de la Victoria -le escribe a Sarratea- no he encontrado pueblo, chusma, plebe, rotos. El lugar de los "rotos" de Chile lo ocupan millares de vascos, italianos, españoles, franceses, etc. El traje es el mismo para todas las clases, o más propiamente hablando no hay clases. El gaucho abandona el poncho, y la campaña es invadida por la ciudad como ésta por la Europa. En estos veinte días que he estado aquí han llegado trescientos vascos, cuatrocientos italianos, y están anunciados 600 franceses, 200 canarios, y otros tantos vascos y españoles. El salario no baja, y apenas llegan estos millares de hombres son absorbidos por la vorágine del trabajo»85.



¿Qué había pasado? No solo la que fuera ciudad de la mazorca rebosaba de extranjeros y progreso, sino que allí también la educación había echado raíces sólidas. Casi la mitad de la población de ambos sexos sabía leer y escribir. ¿Dónde encontrar la explicación para ese «estado de cultura» que no conocía «pueblo alguno de habla española»? ¿Acaso en la ilustración de las matronas porteñas que, mientras el tirano se apoderaba de la calle, hicieron crecer en silencio la «buena semilla» de Rivadavia y educaron a sus hijos en la piedad del hogar? ¿O bien, más allá de las fabulaciones de ocasión, era necesario aceptar el hecho para inculcar en él sentimientos de ciudadanía? Parecía cierto que la ciudad de Rosas, pronto transformada por Caseros, había otorgado al extranjero seguridad civil al precio de su libertad política. También -aunque Sarmiento no podía reconocerlo- esas garantías habían permitido que crecieran escuelas y con ellas la instrucción. ¿Por qué no avanzar entonces un paso más y recrear en esa ciudad una comunidad política mediante la «amalgama íntima entre los descendientes de los colonos antiguos y los nuevos arribantes»?86

La argamasa que debía unir a criollos e inmigrantes era la libertad política. Presente en el punto de partida, esa intuición de la ciudadanía -mezcla, según las épocas, de esperanza y padecimiento- acompañará a Sarmiento hasta su tumba. No era suficiente, en efecto, ser agricultor y habitante instruido. Por encima estaba la república, patria de todos, ámbito público de los que participaban para elegir a los gobernantes y armarse en su defensa. El deber cívico, el voto y las armas -creía Sarmiento- hacen un ciudadano. Y esos principios eran exigibles al nativo y al extranjero. No había escisión entre habitantes y ciudadanos. «El nuevo arribante -escribió en 1853 cuando el ejército de Urquiza sitiaba Buenos Aires- forma, pues, hoy parte de la ciudad, con todos sus derechos sostenidos por el primero de todos: armarse voluntariamente, y con el asentimiento de las autoridades, en su propia defensa». Una vez más, Sarmiento anunciaba en el Río de la Plata el renacimiento de un humanismo cívico del linaje «de las ciudades italianas de la edad media con sus Senados, de las comunas francesas del tiempo de las cruzadas que conquistaban su libertad...»87 Con esta pintura se cerraba provisoriamente el tríptico. Veremos cómo esta idea, con el paso de los años, se irá desgajando de las justificaciones de circunstancia. Ciudadano era el que vivía y moría por la república.

El punto de partida en el sur se confunde, pues, con el destino de las dos libertades. Ruptura, drama y reconstrucción, así vieron Alberdi y Sarmiento el tránsito hacia la república. De allí derivó una doble esperanza: la creación de una nueva sociedad gracias a la libertad civil; la redención del habitante a través de la virtud. Tales fueron los fines. Los medios proponían otro tránsito no menos azaroso porque la respuesta al interrogante sobre el bien que prometía la civilización del porvenir entraba de lleno en el problema del poder. ¿Quién, qué cosa sino el orden político podía traducir en acto las primeras conjeturas?





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