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Las parodias del melólogo: Samaniego frente a Iriarte

Juan Antonio Ríos Carratalá


Universidad de Alicante



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Tras dos décadas de lecturas dieciochescas, apenas recuerdo haber sonreído en alguna ocasión aislada. Tal vez sea culpa mía por no sintonizar con el sentido del humor de la época, casi siempre alejado de las manifestaciones cultas que nos han llegado. También es consecuencia de haber leído fundamentalmente textos teatrales, cuya comicidad está concebida para el escenario y no para el libro o la socorrida fotocopia. Hace falta algo de imaginación, y no poca información sobre el arte de aquellos cómicos, para situarse entre los espectadores dieciochescos dispuestos a soltar una carcajada al ver la representación de un sainete, por ejemplo. La risa en el teatro, como supongo que en otros géneros, es efímera y a menudo inasible. Conceptualizarla o describirla supone un reto ambicioso cuya confrontación con la realidad teatral, en los casos que sea factible, puede resultar desalentadora. Sin embargo, nos consta que los espectadores de la época se reían con bastantes obras, que la risa es un elemento fundamental para justificar el éxito de determinados autores y géneros. Nos consta, pero es difícil percibirlo con toda su fuerza.

Cuando leemos un sainete podemos intuir con relativa facilidad aquellos pasajes que provocarían la risa. No tanto a veces por el propio texto como por la invitación que supone para que los cómicos empleen sus mejores artes: vestuario, declamación, gestualidad... Igual ocurre con otros géneros menores de la misma orientación, incluso con las comedias donde tan a menudo criados y criadas protagonizan las partes cómicas según una división asentada en la tradición teatral. Pero la duda surge cuando al leer una tragedia o cualquier obra ajena teóricamente   —90→   a la risa, intuimos que entre los espectadores habría alguien dispuesto a tomarse en broma lo representado en el escenario.

Son numerosas las lamentaciones de quienes veían hasta qué punto los textos teatrales eran alterados al ser puestos en escena. La escasa preparación de los actores para afrontar determinados géneros como la tragedia o el drama se unía a la premura con que eran montadas unas obras que llegaban al espectador de forma bien distinta a la imaginada por los autores. Esas «variantes» podían modificar la recepción por parte de los espectadores, quienes en vez de interiorizar los efectos de la catarsis tal vez exteriorizaran sus carcajadas al contemplar una tragedia puesta en manos de aquellos actores. Pero también cabe imaginar otra risa o, mejor, una sonrisa, tal vez más minoritaria por estar basada en una reflexión sobre unos géneros cuyo sentido trágico tenía mucho de forzado convencionalismo. De ahí surge la posibilidad de una parodia, a menudo reducida a ese mismo convencionalismo y circunscrita a determinados aspectos caricaturizables, pero que en algunas ocasiones desbordó tan estrechos límites para poner en cuestión lo parodiado.

Al margen de un grupo selecto de obras, géneros como la tragedia o el melólogo cayeron en un convencionalismo casi inevitable. Pocos fueron los autores capaces de aportar algo peculiar a unos géneros tan codificados y muchos los que se sumaron, sin una especial predisposición creativa, a unas tendencias amparadas por el prestigio y/o el poder. Esta circunstancia se revela en lo artificioso de unos textos que, si no cuentan con la complicidad del lector o el espectador, pueden provocar efectos radicalmente contrarios a los previstos. La distancia que separa lo trágico y lo sublime de lo ridículo y lo grotesco a menudo es pequeña, una mera cuestión de grado. Un simple fallo en la representación puede dar al traste con una tragedia o un melólogo, máxime si los espectadores no tienen una predisposición favorable hacia esos géneros. Así sucedería en más de una ocasión en los teatros españoles del siglo XVIII, sin que por la naturaleza imprevisible de esta reacción quedara constancia de unas risas que supongo aliviarían la pesada carga de tanto héroe dispuesto a afrontar los más grandes sacrificios en nombre de la virtud.

La tragedia y el melólogo invitan a la parodia, aunque sea la más vulgar y sencilla, es decir, la basada en la simple exageración caricaturesca de los rasgos más tópicos. Los ejemplos son relativamente numerosos y ya han sido catalogados, entre otros, por Salvador Crespo Matellán1. Pero más que describir las técnicas utilizadas por los autores de estas parodias cabe ahora plantearse el sentido último   —91→   de las mismas vinculándolo con la risa. Ésta casi siempre fue intrascendente como resultado de una simple exageración de aquello que, en última instancia, no se cuestionaba. Se buscaba la risa cómplice de unos espectadores que veían la caricatura de unos géneros cuyo sentido se perdía en lo caprichoso o gratuito de la perspectiva dislocadora desde la que eran tratados. No obstante, en algunas ocasiones la parodia implica un trabajo de reflexión que permite ir más allá al plantear la pertinencia de unos géneros tras los cuales, en cierta medida, había un pensamiento cercano a la línea más oficial.

A veces la parodia acaba consolidando lo parodiado, otorgándole un papel como referente indiscutible del cual sólo cabe la burla mediante la exageración de determinados rasgos. Ir más allá no sólo es complejo por lo que supone de reflexión, sino que requiere un marco de cierta libertad de expresión y crítica. En la siempre constreñida España de finales del siglo XVIII se podía plantear la parodia de géneros como la tragedia y el melólogo. En el caso de este último se contaba con la opinión de quienes lo veían como un engendro, como un híbrido contrario al buen gusto y sin amparo en la tradición. En cuanto a la tan amparada tragedia, se contaba con la escasa aceptación que tenía entre los espectadores. En ese marco no planteaba ninguna dificultad la risa basada en unos procedimientos tan sencillos como asentados en la tradición de la parodia. Otra cosa muy distinta era la reflexión crítica sobre el género parodiado y la utilización de la risa para poner en cuestión las bases del mismo. Era un salto cualitativo difícil de dar y de arriesgadas consecuencias.

Nos vamos a circunscribir a las parodias del melólogo, un género de una relativamente efímera presencia en España ya analizada en el clásico estudio de José Subirá2. La combinación de música con el texto de un monólogo era, casi por definición, una invitación a la parodia. Una parte considerable de las obras se decantaron por unos personajes históricos y unas situaciones extremas que invitaban al exceso. Los actores vieron también una oportunidad de lucirse en la soledad del escenario. Al ya suficiente subrayado de la música y el texto, añadieron una gestualidad y un tono que, en algunas ocasiones, desbordaban los límites de lo patético para caer en lo ridículo. No obstante, la clave estaba en la recepción por parte de los espectadores. Faltan testimonios autorizados al respecto, pero es lógico suponer que fueron bastantes los que como Félix María Samaniego acabaron riéndose en vez de compartir el patetismo de lo representado en el escenario. El humor del fabulista, tantas veces puesto de manifiesto en sus obras,   —92→   era incompatible con un género que requería la complicidad de un espectador dispuesto a aceptar unos recursos teatrales con una artificiosidad tal vez demasiado obvia.

Pero antes de comentar la parodia escrita por Samaniego en 1792, es necesario recordar que otros autores emprendieron la misma tarea con irregular fortuna y muy esporádica presencia en los escenarios. Por regla general, son textos con un escaso alcance crítico que se centran en los aspectos más llamativos de un género que, como tal, es denostado sin apenas argumentación, aunque sea paródica. Hay alguna alusión aislada a los «mono-tragi-sabios-preceptistas», pero no suelen entrar en un debate teórico. Se limitan a decir que los melólogos «repugnan el buen gusto» y son rechazados por «las gentes que se dicen de seso» (El poeta escribiendo un monólogo)3 sin añadir las razones que amparan este juicio. Incluso es bastante probable que alguno de los autores, como el ecléctico y prolífico Vicente Rodríguez de Arellano, no sintiera una especial animadversión hacia el género, limitándose a escribir un texto divertido y muy adecuado para un buen actor cómico en la línea de lo sainetesco, El domingo4, que siendo una parodia en ningún momento pone en cuestión las bases del género.

La técnica utilizada en la mayoría de estas obras es sencilla. Se parte de una situación parecida a la de los melólogos, pero que en vez de ser protagonizada por personajes nobles, héroes históricos o de elevada condición moral lo es por los tipos habituales en un sainete: el currutaco, el abate, el cochero, el pillo... La condición vulgar o ridícula de los mismos contrasta con el supuesto patetismo de la situación. De ahí surge un comportamiento absurdo que puede provocar la risa hasta que, al final, los protagonistas escarmientan y se arrepienten, incluyendo a veces la promesa de no volver a protagonizar un monólogo.

El currutaco Don Líquido creado por Juan Jacinto Rodríguez Calderón5 deja de ser tal porque, al agacharse, se le ha roto el pantalón y ya no puede acudir a la cita con su amada.


¿Ahora que vestido con esmero
te hallabas, y citado de una dama
a quien sirves de dómine o cortejo,
padeciste desastre tan terrible?


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Poco importa que haya madrugado para llevar a cabo la compleja tarea de su acicalamiento, propia de un «individuo de la escuela currutática» que sigue los usos de «la insigne moda» y piensa que «por parecer guapo, todo es poco», incluso soportar los calificativos de «medios hombres, maricones y muñecos». Se autocalifica así buscando el asentimiento de un público que había visto la caricatura de este tipo en géneros muy alejados del melólogo. Al final, y tras el imprevisto accidente, se transforma con una rapidez que desde nuestra perspectiva acaba siendo lo más risible de la obra:


Yo de buen español, incautamente
pasé a ser con vosotros un muñeco.
Pusilánime, torpe y afeminado
me hiciste parecer, cuando el esfuerzo
que es común en mi edad hacer pudiera
conocer a la patria mi ardimiento.
Mas aunque tarde y perezosamente
de tan viles adornos me arrepiento,
procuraré enmendándome dar pruebas
de que los desestimo y aun detesto.


El abate, otro tipo sobre el que se cebó el teatro cómico de la época, recibe una lección que le hará cambiar su comportamiento en el futuro. El poeta que quería escribir un melólogo protagonizado por Don Gaiferos al final promete a los espectadores que volverá a dedicarse a las tonadillas. Su anónimo autor deja así sentada la superioridad de un género tan tradicional sobre otro que es una especie de locura pasajera, que llega a afectar incluso a quienes lo cultivan protagonizando situaciones que, en manos de un buen actor cómico, podrían ser risibles.

En esta serie de obras de escaso fuste en cuanto a su calidad y procedimientos cómicos hay excepciones. Un ejemplo es el citado monólogo de Domingo, el cochero borracho que, encerrado por su tiránico amo en «una oscura estancia» sin vino, protagoniza una «escena ridículo-uni-cocheril». Ante la desesperación causada por la ausencia del bien amado -se equipara la bota con el hijo perdido o la mujer-, decide suicidarse de acuerdo con los cánones del género:


Amable bota, prenda de mi vida,
objeto sin igual de mi cariño:
dulce consoladora de mis males,
¿tu vacía, mi bien, y yo respiro?


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Llora y se desespera como todos los protagonistas de los melólogos, pero sin renunciar a una caracterización que nos recuerda el origen sainetesco del tipo:


Llorad ojos, llorad con abundancia,
que ahora es cuando el llanto necesito;
pues siendo cuanto lloran los cocheros
mucho más que pura agua puro vino,
llenaré con mis lágrimas la bota,
y encontraré remedio en tal conflicto.


Pero en el último momento descubre una bota llena de vino que le hace cambiar su decisión de cometer un «cochericidio» y termina borracho. Se recrea así, una vez más, una circunstancia tópica en el tipo del cochero tan abundante en la literatura y el teatro costumbristas. Circunstancia que también se da en el final de otros melólogos paródicos donde la borrachera es la antítesis del sufrimiento lacrimoso. Domingo sigue siendo un personaje del sainete caracterizado por su comportamiento picaresco e irrespetuoso, incapaz como tal de acercarse a uno de los tópicos, el suicidio por desesperación, del melólogo. En realidad, la mayoría de estos autores nos escamotean la presencia de los verdaderos protagonistas, bajo una perspectiva paródica, del género. Recurren a otros tan diametralmente opuestos o ajenos que por el contraste generan situaciones ridículas o graciosas. Es un recurso tan sencillo como inocuo, puesto que en última instancia nos hace ver lo improcedente del melólogo para sujetos como el cochero, el currutaco, etc. Queda la sospecha de que los verdaderos protagonistas del melólogo no hacen el ridículo, no exageran y se expresan a través de un género que les es tan propio como adecuado. Se parodia así una serie de aspectos en busca de la risa fácil y cómplice, pero en última instancia no se descalifica un género poblado de personajes que, por su propia condición, suelen quedar al margen de la crítica en los textos dieciochescos españoles.

Asimismo es preciso delimitar mejor el catálogo de las parodias del melólogo, pues en él han sido incluidas obras como Don Antón el holgazán (1793), de José Concha6, que bajo ningún concepto responden a ese epígrafe. Debemos recordar que este prolífico autor escribió una «escena unipersonal para un niño de siete años» con Pedro de Guzmán, el hijo del héroe de Tomás de Iriarte, como protagonista. A pesar de que en sus obras dramáticas sea frecuente la utilización de   —95→   géneros como la tragedia que él adapta a su peculiar concepción del teatro, es dudoso que sintiera deseos de autoparodiarse. No debemos confundir el melólogo con lo que es un simple monólogo, sin acompañamiento musical y muy alejado de todo aquello que caracteriza al género, salvo la circunstancia de ser interpretado por un solo actor. Don Antón es un pillo criado en Lavapiés, hijo de un trapero y una callera, que ante la perspectiva de tener que trabajar decide que lo mejor es buscar una «buena moza» para vivir de ella como marido consentidor. Se trata de un pasatiempo jocoso que en ningún momento pretende parodiar un género que, a su manera, respetaría un José Concha cuyo melólogo dedicado a Pedro de Guzmán tuvo nada menos que cinco ediciones, dato que como en otros casos contrasta con la ausencia de referencias de posibles representaciones de las parodias que, en ningún caso, fueron reeditadas.

En este marco es significativa la aparición de un texto como el de Samaniego7, que con sus limitaciones y sin superar un tono menor, constituye una parodia en la que, además de buscar la risa y la polémica con Tomás de Iriarte, se plantea una crítica del melólogo. Ya Emilio Palacios Fernández explicó este episodio en el contexto de los enfrentamientos habidos entre ambos fabulistas8. Como tantas veces ocurrió en el siglo XVIII es difícil deslindar lo personal de lo literario, pero en este caso es evidente que Samaniego pretendía ir más allá del ataque personal al autor canario, que obtuvo un apreciable éxito con su melólogo varias veces editado y representado. Su mordaz parodia incluye la descalificación de la «monoloquimanía», de un género que consideraba, como afirma el investigador arriba citado, fácil para los «poetastros» y sin interés. Así lo explica el propio autor:

La pereza de nuestros ingenios encontrará un recurso cómodo para lucirlo en el teatro, sin el trabajo de pelear con las dificultades que ofrece el diálogo. Cualquier poetastro elegirá un hecho histórico, o un pasaje fabuloso, o inventará un argumento, extenderá su razonamiento, lo sembrará de contrastes, declamaciones, apóstrofes y sentencias, hará hablar a su héroe con el cielo o con la tierra, con las paredes o con los muebles de su cuarto; procurará hacernos soportable tal delirio con la distracción de allegro, adagio, largo, presto, con   —96→   sordinas o sin ellas; y se saldrá nuestro hombre con ser autor de un soliloquio, monólogo o escena trágico-cómica-lírica-unipersonal.


(p. 219)                


Sin embargo, no sólo fueron los «poetastros» o «autorcillos» quienes cultivaron este género. El relativo éxito obtenido por Tomás de Iriarte y Antonio Robles, el actor que encarnó a Guzmán el Bueno, así como la proliferación de monólogos en los escenarios españoles de aquel entonces, principios de la década de los noventa, justifica todavía más la preocupación de un Samaniego siempre atento a la realidad teatral y contrario a géneros, también la ópera, alejados del ideal de sencillez y naturalidad: «...no hay cosa más contraria al arte y a la naturaleza que los tales monólogos» (p. 224).

Pero lo que nos interesa ahora no es tanto el debate acerca del melólogo como la utilización de la risa en una parodia que implicaba no sólo a Tomás de Iriarte, su obra y el género, sino también a un mito nacional como es Guzmán el Bueno. Ya en los escenarios del siglo XVII se estrenaron varias obras protagonizadas por este héroe medieval, pronto convertido en leyenda manipulada con libertad por diferentes autores que servían a intereses a menudo extrateatrales, tal y como analizó Francisco Sánchez Blanco en un magnífico artículo9. En el siglo XVIII se revitalizó esta tendencia adecuando la historia de Guzmán a unos planteamientos éticos por entonces reiteradamente presentes en el teatro. Autores como Nicolás Fernández de Moratín y Cándido María de Trigueros, entre otros, se ocuparon de este héroe aportándole una mayor dignidad literaria y utilizándolo para plantear un debate ético. En el mismo, y de acuerdo con los postulados de los ilustrados españoles, se tendió a marginar el espinoso asunto del sacrificio del hijo y resaltar la propia y responsable autoinmolación por el bien de la patria.

En ese contexto aparece el indeciso Guzmán de Tomás de Iriarte10, que sufre en un mar de dudas donde se incluye algún sorprendente silogismo. Por una parte están los argumentos a favor del sacrificio: defensa de la identidad religiosa y nacional, responsabilidad del cargo, aspiración al honor y el premio de la fama que le reportará la magnitud de su acción. Frente a los mismos, la fuerza de los lazos familiares y los sentimientos. Sus dudas dan pie a una situación tensa y especialmente propicia para un melólogo, hasta tal punto que la imposibilidad de llegar a una solución satisfactoria le lleva a echar el puñal y anunciar, de forma   —97→   latente, un próximo suicidio causado por el elevado precio que debe pagar su lealtad a los argumentos arriba indicados.

Burlarse de Tomás de Iriarte por su tantas veces criticada frialdad poética o por los supuestos errores cometidos en la obra era fácil. Extender la parodia a un género siempre tan predispuesto a incorporar situaciones y personajes que rozan lo tremendista también era viable. Pero hacerlo no por la vía de la utilización de un tipo sainetesco, sino por la visión burlesca de quien ya por entonces era un mito nacional supone un significativo paso adelante. Supongo que Samaniego era consciente de que su obra tendría muchas dificultades de cara a una hipotética representación. De hecho, no creo que la escribiera para llevarla a los escenarios. Su destino hay que situarlo en el marco de una de tantas polémicas siempre circunscritas a los grupos de literatos que las protagonizaban y poco más. Esta circunstancia se percibe en un texto de relativo interés dramático y problemática puesta en escena, sobre todo teniendo en cuenta el procedimiento empleado para su redacción. La muerte de Tomás de Iriarte acaecida poco después haría que la obra ni siquiera fuera publicada, lo cual es una decisión lógica en un Samaniego capaz de compaginar la parodia con el respeto a su enemigo. Pero, ¿habría sido autorizada? Es poco probable, sobre todo si pensamos en un hipotético escenario. Como otros muchos textos del Samaniego menos público, donde la risa y lo jocoso están tan presentes, su obra casi estaba condenada a ser compartida por el grupo de amigos e iniciados, más cercanos al buen humor del alavés que a la rigidez del canario.

¿Qué queda del mito nacional en la parodia del fabulista? Poco. Y, si lo examinamos desde la perspectiva de alentar unos determinados comportamientos en los espectadores, nada. Tomás de Iriarte había introducido y hasta subrayado la duda ante un dilema sin resolución positiva, pero sin rebajar un ápice su categoría de héroe. Samaniego se la quita y le convierte en «un Guzmán a su antojo», en un personaje risible que se comporta y habla en un tono pedestre y aun vulgar.

La técnica empleada -«sin más que seguir su soliloquio, y variar o quitar o añadir lo conveniente a mi objeto, hice mi parodia» (p. 219)- sólo es comprensible en el clima de enfrentamiento que se daba entre ambos fabulistas. El texto original de Tomás de Iriarte es alterado mediante un procedimiento que revela poco respeto. Las supresiones son escasas, pero Samaniego intercala numerosos versos propios donde siempre se introduce la burla más o menos oportuna y ocurrente de lo puesto en la obra original. Se sigue así un pie forzado, aparte del que ya supone la leyenda en torno al héroe, que anula bastantes posibilidades creativas. Los pensamientos nobles se convierten en realidades pedestres donde menudea lo vulgar, las dudas entre el honor y el corazón se   —98→   transforman en un juego de intereses y fama. Al final, vemos un Guzmán el Bueno cobarde que tira al moro «el estoque y pañuelo» no a la espera de ver su hijo muerto, sino de que salga «el arrogante toro». Se evita así extender la burla a la figura del hijo sacrificado. El héroe que hasta entonces parecía dispuesto a tan duro sacrificio se convierte en un espantado personaje que contempla la estampa de un toro:


¡Atroz brutazo!
¡Curiosidad funesta! ¡Ay! ¿Qué he visto?
¡Qué montaña de carne! ¡Qué fiereza!
¡Qué frente tan rizada! ¡Qué bufidos!
¡Cómo escarba la tierra! ¡Qué lomazos!
¡Qué ojos de Satanás! ¡Qué cerviguillo!
¡Qué par de horribles cuernos aguzados!
Yo los vi; sí, señores, ¿y aún respiro?


El héroe nacional había dejado de ser tal entre las sonrisas de quienes como Samaniego preferían el humor de lo tangible a las heroicidades imposibles. Esta actitud podría haber deparado resultados más interesantes en un clima de mayor libertad de expresión, más permeable ante una burla que afecta a sujetos no populares o sainetescos. Pero es obvio que, aparte de ser minoritaria, las posibilidades de hacerse pública esta actitud resultaban escasas. Era un humor, o unas simples ganas de reírse, con unos horizontes poco compatibles con los limitados por quienes detentaban el poder en sus manifestaciones culturales. De ahí que siguieran apareciendo currutacos, cocheros y otros tipos reiterativos que supuestamente resumían todas las posibilidades del humor en los escenarios españoles del siglo XVIII.

Frente a tan limitado panorama, tal vez la risa más sugerente fuera la que apenas se podía exteriorizar, la de algunos sujetos hartos de ver la comicidad reducida a una serie de situaciones tópicas protagonizadas por los tipos de siempre y que, al mismo tiempo, eran conscientes de lo absurdo que resultaba empeñarse en representar tragedias, dramas y melólogos donde por tantos motivos se podía caer en el ridículo. Era la risa privada e íntima de sujetos como Samaniego o Leandro Fernández de Moratín, la que nos revelan sus textos más personales y nos permite comprender el porqué de su negativa a escribir obras sobre Guzmanes u otros héroes tan radicalmente alejados de la cotidianidad donde ellos pretendían encontrar la felicidad. Era la risa de unos escépticos amantes de la vida con una inevitable tendencia a la parodia inteligente, aquella en la que la carcajada da paso a la reflexión crítica.





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