Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente




ArribaAbajoActo II

 

Sala en casa de DON PEDRO DE SEGURA.

 

Escena I

 

DON PEDRO. MARI-GÓMEZ.

 

MARI-GÓMEZ.-  Señor, señor.

PEDRO.-   ¿Qué ocurre, Mari-Gómez?

MARI-GÓMEZ.-  Que ya vienen a visitaros.

PEDRO.-  Pronto, por Dios. ¡Apenas he abrazado a mi hija y a mi mujer, y ya me acosan visitas! Pues hoy perdonen, que quiero descansar en el seno de mi familia. Di a quien sea que mañana recibiré la bienvenida de todo Teruel.

MARI-GÓMEZ.-   ¡Y cómo que decís bien! Déjennos hoy en paz: requiescant in pace; mañana tendrán todo el día por suyo. A solis ortu usque ad ocasum. Desde que dé el sol en el huerto, hasta que se vaya de la casa. Así decía el padre vicario del convento en que estuve de novicia. Cuanto y más que el que viene a veros es allá... don Martín de Marsilla.

PEDRO.-  ¡Marsilla! Eso es distinto. Que pase adelante. Jamás me escondo yo de un enemigo.

MARI-GÓMEZ.-   ¡Ay! eso sí que no lo hubiera dicho el padre vicario.

 

(Vase.)

 


Escena II

 

DON PEDRO.

 

DON PEDRO.-  Querrá que nuestro desafío se verifique al momento. Tiene razón. El altercado fue al tiempo que partimos don Rodrigo de Azagra y yo a Monzón en servicio del joven rey contra los infantes don Sancho y don Fernando. Se difirió el duelo hasta mi regreso, y he vuelto ya. Pero don Martín ha estado enfermo, y creo que se hallaba aún convaleciente. ¡Oh! si no está bien restablecido, no cruzará su espada con la mía: bastante ventaja tengo con la que me da la razón.



Escena III

 

DON MARTÍN. DON PEDRO.

 
MARTÍN
Don Pedro Segura, seáis bien venido.
PEDRO
Noble don Martín Garcés de Marsilla,
salud os deseo: tomad esta silla,
que me habéis hallado desapercibido.

 (Cíñese la espada, que estaba sobre una mesa.) 

De vuestra dolencia nuevas he tenido. 5
¿Cómo estáis?
MARTÍN
Del todo repuesto.
PEDRO
No sé...
MARTÍN
Domingo Celada...
PEDRO
¡Fuerte hombre es a fe!
MARTÍN
Pues siempre a la barra le gano el partido.
PEDRO
Así os quiero yo. Conmigo venid:
vamos a la orilla del Guadalaviar. 10
MARTÍN
Don Pedro, yo os tengo primero que hablar.
PEDRO
Hablemos sentados. Ea pues, decid.

 (Siéntanse.) 

MARTÍN
Fue de nuestro duelo causa...
PEDRO
Permitid
que yo os la recuerde. Vuestro labio dijo
que por mi codicia llorabais un hijo. 15
De honor es la ofensa, precisa la lid.
MARTÍN
¿Me juzgáis cobarde?
PEDRO
Si creyera tal,
don Pedro Segura con vos no lidiara.
MARTÍN
Jamás al peligro he vuelto la cara.
PEDRO
Sí, nuestro combate puede ser igual. 20
MARTÍN
Será por lo mismo...
PEDRO
Sangriento, mortal.
Ha de perecer uno de los dos.
MARTÍN
La muerte me toca, la venganza a vos.
Matadme: ya espero el golpe fatal.

 (Arroja la espada, y dobla una rodilla delante de DON PEDRO.)  

La espada y la vida os rindo.
PEDRO
¿Qué hacéis?
25
Mi acero no corta en quien se arrodilla.
MARTÍN
Vuestro honor la sangre pide de Marsilla:
tomadla.
PEDRO
En el campo me la venderéis.
Vos el desafío provocado habéis.
MARTÍN
Media un beneficio: caballero soy. 30
PEDRO
¡Vos de mí obligado! Sorprendido estoy.
MARTÍN
Escuchadme, y luego vos decidiréis.
Tres meses hará que en lecho de duelo
me postró la mano que todo lo guía:
del riesgo asustada la familia mía, 35
quiso en vuestra esposa buscar su consuelo.
La ciencia, o la gracia que tiene del cielo,
cada día admira toda la ciudad,
desde que, ministra de la caridad,
a la muerte roba mil vidas su celo. 40
Contra vos airado, neguéme a atender
aviso que daba piadosa inquietud.
«No quiero, decía, cobrar la salud,
si a mano enemiga la voy a deber.»
Mi tesón crecía con mi padecer; 45
la muerte se puso a mi cabecera...
Por fin, una noche... ¡Qué noche tan fiera!
Blasfemo el dolor hacíame ser;
pedía un cuchillo con furia tenaz;
reía el infierno de ver mi despecho... 50
En esto a mis puertas, y luego a mi lecho,
llegó un peregrino, cubierta la faz.
Ángel parecía de salud y paz.
Me habla, me consuela; benigno licor
a mi labio pone; me alivia el dolor, 55
y parte, y no quiere quitarse el disfraz.
La noche que tuve su postrer visita,
ya restablecido, sus pasos seguí.
Cruzó varias calles, acercóse aquí,
y entró en esa ruina de gótica ermita 60
que a vuestros jardines términos limita.
Quitóse ya el velo que inútil creyó:
yo miré; la luna su rostro alumbró...
Era vuestra esposa.
PEDRO
¡Era Margarita!
MARTÍN
La misma. Pasmado, de mi bienhechora 65
la heroica modestia allí respeté:
no me eché a sus plantas ni entonces hablé,
porque me propuse declararme ahora.
Don Pedro Segura, marcada mi hora,
vuestra esposa vino y el golpe paró: 70
mirad, siendo noble, como puedo yo
contra vos la espada sacar matadora.
PEDRO
¡Qué de bien os debo! ¡El duelo excusar
con vos, por motivo que es tan lisonjero!
Si pronto me hallasteis como caballero, 75
cuidado me daba el ir a lidiar.
Con tal compañera, ¿quién no ha de temblar
de perder la vida que lleva dichosa?
Ella me será desde hoy más preciosa,
si ya vuestro amigo queréisme llamar. 80
MARTÍN
Amigos seremos.

 (Danse las manos.) 

PEDRO
Siempre.
MARTÍN
Siempre, sí.
PEDRO
Y decid... ¿qué nuevas tenéis de don Diego?
En hora menguada me sedujo el ruego
de Azagra, y la triste palabra lo di.
Si antes vuestro hijo se dirige a mí, 85
¡cuánto ambas familias se ahorran de llanto!
No lo quiso Dios.
MARTÍN
Yo su nombre santo
bendigo, mas lloro por lo que perdí.
PEDRO
¿Pero qué...?
MARTÍN
Después de la de Maurel,
donde cayó en manos del conde Simón, 90
de nadie consigo señal ni razón,
por más que anhelante pregunto por él.
Cada día al cielo con súplica fiel
pido que me diga qué punto en la tierra
vivo le sostiene o muerto lo encierra: 95
mundo y cielo guardan silencio cruel.
PEDRO
El plazo otorgado dura todavía.
Un hora, un instante, le basta al Eterno:
y holgárame mucho si fuera mi yerno
quien a mi Isabel tan fino quería. 100
Pero si no viene, y cúmplese el día,
y llega la hora... ¿cómo...? Bien me pesa;
mas estoy sujeto con una promesa:
si fuera posible no la cumpliría.
MARTÍN
Diligencia escasa, fortuna severa 105
parece que en suerte a mi sangre cupo:
quien a la desgracia sujetar no supo,
muéstrese sufrido cuando ella le hiera.
A Dios.
PEDRO
No han de veros de aquesa manera.

 (Levanta la espada de DON MARTÍN, que aún permanece en el suelo, y le da la suya propia.) 

Vuestra espada admito; la mía tomad 110
en prenda segura de fiel amistad.
MARTÍN
Acepto: un monarca llevarla pudiera.
 

(Vase.)

 


Escena IV

 

MARGARITA. DON PEDRO.

 

MARGARITA.-  Don Pedro, don Pedro, ¿qué os quería el padre de Marsilla? ¿Ha venido ya a desafiaros?

PEDRO.-  No, sino a entregarme su espada. Esta es.

MARGARITA.-  Con que ¿estáis reconciliados?

PEDRO.-  Amigos.

MARGARITA.-  Bendita sea la bondad de Dios.

PEDRO.-  ¿No sospechas a quién deberemos tan feliz mudanza?

MARGARITA.-  Al autor de todo bien.

PEDRO.-  A él primero, después a ti.

MARGARITA.-  ¡A mí!

PEDRO.-  El doctor peregrino se descubrió en las ruinas antes de tiempo, y le vieron el rostro.

MARGARITA.-  ¿Me vio Marsilla? ¿Si creería que fue un artificio...? Crea lo que quiera: nada importa si he librado de un peligro a mi esposo.

PEDRO.-  Ven a mis brazos, mi bien, mi orgullo, mi ángel tutelar. Contigo, ¿qué necesito yo? Sólo que me ames, que me honres siempre como ahora. Si algún día cesare este afecto puro y tranquilo que hoy hace mi felicidad, ocúltame tu indiferencia, fascíname, para excusarme que desee la muerte.

MARGARITA.-  ¡Oh! no, esposo, no; yo no soy digna de tanto amor: besaré el polvo de tus plantas. (Se arrodilla.)  

PEDRO.-  ¿Qué haces? Levanta, que vienen.

 

(MARGARITA al alzarse besa la mano a su esposo.)

 


Escena V

 

ISABEL, con un canastillo de ropa. Dichos.

 

ISABEL.-  Un escudero de don Rodrigo de Azagra os quiere dar un recado de su amo.

PEDRO.-  ¡Ah! Sí: deseará veros a hija y madre. Al cabo de un año de ausencia, es muy natural... No me ha hablado sino de ti  (A ISABEL.)  desde que salimos de Monzón; y a no haberle detenido sus amigos, aquí se hubiera apeado antes de llegar a su casa. Voy a responderle.

 

(Vase.)

 


Escena VI

 

MARGARITA. ISABEL.

 
ISABEL
Señora madre, aquí está
la ropa ya aderezada.
MARGARITA
Ponedla allí: la criada 115
el lecho acomodará.
 

(ISABEL lleva el canastillo a la alcoba.)

 
ISABEL
¿Daisme labor?
MARGARITA
Vuestro aliño
debe ocuparos: sabéis
la visita que tendréis.
ISABEL

 (Aparte.) 

¡Dios mío!
MARGARITA
Bien el cariño
120
de don Rodrigo merece
de vos un honesto aseo.
ISABEL
Obedeceré.
MARGARITA
Yo creo
que su vuelta os entristece.
ISABEL
Ella la quietud escasa 125
me arrebata que tenía.
MARGARITA
Ya de lo justo, hija mía,
despego tan fuerte pasa.
Si quiere la Providencia
que seáis de don Rodrigo... 130
ISABEL
Muestre su piedad conmigo,
venciendo mi resistencia.
MARGARITA
A vos sujetar os toca
del odio la injusta furia,
pues a un caballero injuria 135
que os hace merced no poca.
Noble sois a la verdad;
es quien su amor os consagra
es don Rodrigo de Azagra,
que goza más calidad. 140
Joven, galán, cortesano,
con valor y con riqueza,
¿qué desdeñosa belleza
le rehusara su mano?
Siempre el honor es su norte, 145
su ingenio todo lo abarca,
le quiere el joven monarca,
le envidia toda la corte;
y habéis de ver cómo al fin,
del rey al potente arrimo, 150
se alza al poder de su primo
el señor de Albarracín.
ISABEL
Ese retrato es hermoso,
pero poco parecido.
MARGARITA
Vuestro padre le ha creído 155
digno de ser vuestro esposo.
Prendarse de quien le cuadre
no es lícito a una doncella,
pues entonces atropella
los derechos de su padre. 160
A él le toca la elección
de esposo para su hija,
y a ella a quien su padre elija
darle mano y corazón.
Hoy día, Isabel, así 165
se conciertan nuestras bodas;
así nos casan a todas,
y así me han casado a mí.
ISABEL
¿Y podréis sin inquietud
sacrificarme a un abuso, 170
lazo pérfido que puso
el infierno a la virtud?
¿Qué ventaja viene a ser
casarme con don Rodrigo?
Lo que en hacienda consigo, 175
se me desquita en placer.
¿Qué espero de una afición
que de un capricho nacida,
por la vanidad nutrida,
maduró la obstinación? 180
¿Imagináis que él me ama?
Pues abrigáis un error:
lo que él dice que es amor,
envidia, orgullo se llama.
A este hombre darme pensáis. 185
MARGARITA
Yo no dispongo de vos.
ISABEL
Pero decidme por Dios,
¿de parte de quién estáis?
¿Aprobáis mi boda o no?
MARGARITA
¿Qué vale mi parecer? 190
Yo tengo que obedecer
a quien manda más que yo.
ISABEL
¡Ah! si hallan los males míos
en vos consuelo...
MARGARITA
No más:
no me recordéis jamás 195
vuestros locos amoríos.
Yo por delirios no abogo.
Idos.
ISABEL
En vano esperé.

 (Sollozando al retirarse.) 

MARGARITA
¡Qué! ¿Lloráis?
ISABEL
Aún no me fue
vedado este desahogo. 200
MARGARITA
Isabel, si no os escucho,
no me acuséis de rigor:
yo temo vuestro dolor,
porque os compadezco mucho.
No dio a mi cuerpo aspereza 205
la túnica penitente,
resuena en él fuertemente
la voz de naturaleza.
Al Señor con fe sencilla
vuestro llanto consagrad. 210
Infinita es su piedad.
Aún puede volver Marsilla.
ISABEL

 (Arrebatada.) 

¡Ah! vos le nombráis.
MARGARITA
Me asombro
de vos, Isabel, me espanto.
¿Debéis agitaros tanto 215
sólo porque yo le nombro?
Puede volver, es verdad;
mas siendo cosa indecisa,
conviene esperar sumisa
la divina voluntad, 220
y no con mano imprudente
profundizar una llaga,
cuyo dolor, aunque halaga,
mata por fin al paciente.
ISABEL
¡Símiles a quien delira! 225
MARGARITA
Deliráis... porque queréis.
ISABEL
¡Ah qué injusticia me hacéis!
¡Ojalá fuese mentira!
Bien, señora, se me alcanza
lo que exige la obediencia, 230
mi estado, mi conveniencia,
y, en fin, mi poca esperanza.
Muerto es mi adorado ya:
cuatro años ha que no escribe.
Mas ¿qué digo?, vive, vive, 235
¡pero cómo vivirá!
Quizá suspira en Sión
al compás de las cadenas,
quizá gime en las arenas
de la líbica región. 240
Con aviso tan funesto
no habrá querido afligirme.
Yo trato de persuadirme,
y sin cesar pienso en esto.
Hasta llegué a pretender 245
olvidarle, imaginando
que infiel estaba gozando
caricias de otra mujer.
Hasta he juzgado posible
estimar a su rival, 250
ser a mi amor desleal,
y ser al suyo sensible.
Interesada la gloria
de Dios que invoqué en mi ayuda,
no tuve siquiera duda 255
de conseguir la victoria.
Pero cuando más ufana
estaba de mi firmeza,
cansábase de grandeza
la debilidad humana, 260
y ante el recuerdo sencillo
de una mirada, un halago,
hundíase con estrago
de la virtud el castillo,
y en sus ruinas vencedor, 265
con risa maligna y fiera,
tremolaba su bandera
a mis ojos el amor.
Yo entonces al heroísmo
nombre daba de falsía, 270
rabioso llanto vertía,
y antes de bajar al abismo
juraba en mi frenesí,
que unirme al hombre fatal
que lanzó el genio del mal 275
del infierno contra mí.
MARGARITA
Por Dios, por Dios, Isabel,
moderad ese delirio:
vos no sabéis el martirio
que me hacéis pasar con él. 280
ISABEL
¡Qué! ¿mi audacia os maravilla?
Pero estando ya tan lleno
el corazón de veneno,
¿no ha de salir a la orilla?
No a vos, a la piedra inerte 285
de esa muralla desnuda,
a esa bóveda que muda
oyó mi queja de muerte,
a este suelo donde mella
pudo hacer el llanto mío, 290
a no ser tan duro y frío
como alguno que lo huella,
a estos objetos invoco
para confiar mi afán,
que si alivio no me dan, 295
no me afligirán tampoco.
MARGARITA
¿Quién con ánimo sereno
la oyera? El dolor mitiga;
de una madre, de una amiga,
ven al cariñoso seno. 300
Conóceme, y no te ahuyente
la faz severa que ves;
ella una máscara es
que el pesar puso a mi frente;
pero tras ella te espera, 305
para templar tu dolor,
el tierno, indulgente amor
de una madre verdadera.
ISABEL
¡Madre mía!
 

(Abrázanse.)

 
MARGARITA
Mi ternura
te oculté con harta pena; 310
pero mi Dios me condena
a nutrirme de amargura.
Yo hubiera en tu amor filial
gozado, y gozar no debo.
ISABEL
¿Vos? ¡Ah!
MARGARITA
Por mis culpas llevo
315
el cilicio y el sayal.
Con mi halago recelé
dar a tu amor incentivo,
y sólo por correctivo
dureza te aparenté; 320
mas oyéndote gemir
cada noche desde el lecho,
oyendo que en tu despecho
me llegaste a maldecir,
yo al Señor, de silencioso 325
materno llanto hecha un mar,
ofrecí mil veces dar
mi vida por tu reposo.
ISABEL
¡Cielos! ¡Qué revelación
tan grata! ¡Qué injusta he sido! 330
¡Que tanto me habéis querido!
¡Madre de mi corazón!
Perdonadme... ¡Qué alborozo
siento, aunque llorar me veis!
Seis años ha, más de seis, 335
que tanta dicha no gozo.
Cuánto padezco mirad,
pues ya como dicha cuento
que mis penas un momento
suspendan su intensidad. 340
Pero este rayo de vida
que me deslumbra fugaz,
¿será una madre capaz
de escondérmele en seguida?
Madre, madre a quien adoro, 345
el labio os pongo en el pie:
mi aliento aquí exhalaré
si no cedéis a mi lloro.

 (Póstrase.) 

MARGARITA
Levanta, Isabel, enjuga
tus ojos; confía: sí, 350
cuanto dependa de mí...
ISABEL
Ya veis que en rápida fuga
el tiempo desaparece.
Si pasan tres días, ¡tres!,
todo me sobra después, 355
toda esperanza fallece.
Incapaz de consultar
mi padre con mis enojos,
pondrá a su fe por despojos
mi albedrío en el altar. 360
Vuestras palabras imprimen
en su alma la persuasión.
En mí toda reflexión
fuera desacato, crimen.
Sepa de vos que sin duda 365
peligro corre mi honor,
si contra un perseguidor
su defensa no me escuda.
Que algo se debe a la prenda
que vuestro amor estrechó, 370
ya que el cielo os otorgó
sangre pura y rica hacienda.
Que no se sujete al yugo
de ese qué-dirán tirano;
más vale ser padre humano, 375
que padre hacerse verdugo:
y yo, señora, lo veo,
podrá llevarme a casar,
pero en vez de preparar
las galas del himeneo, 380
que a tenerme se limite
una cruz y una mortaja,
que esta gala y esta alhaja
será lo que necesite.
MARGARITA
Mis esfuerzos te consagro; 385
pero aunque yo los aumente,
grande es el inconveniente,
vencerle será milagro.
El carácter se te oculta
de la edad en que naciste; 390
tú en otra vivir debiste
más inocente o más culta.
En este siglo de acero,
en que al salir a la tierra
saluda al noble la guerra, 395
la servidumbre el pechero,
y por gracia a la mujer
se la considera en suma
cual ave de hermosa pluma
destinada a entretener, 400
amistad, sangre y amor,
todo humano sentimiento
se sacrifica al sangriento
ídolo llamado honor.
Según su alcorán decreta, 405
mengua es enmendar lo errado,
es vil el escarmentado
que imposibles no acometa,
y se admira a quien del dicho
a la ejecución pasó 410
en empresas que dictó
la imprevisión o el capricho.
Yo al corazón de mi esposo
debo arrancar la corteza
que le puso de dureza 415
ese código horroroso,
y el afecto natural
restablecer primitivo,
veinte años ha fugitivo,
al estrépito marcial. 420
Si con el habla se aprende,
si el honor es religión,
¿no ha de temer con razón
quien luchar con él pretende?
ISABEL
¡Y qué! De vuestra virtud, 425
¿nada servirá el influjo?
¿Qué milagros no produjo
ya vuestra solicitud?
Por eso adoran en vos
mi padre y toda Teruel. 430
¡Ah! Si vos le rogáis, él
pensará que le habla Dios.
Quien tan solícito anda
buscando vuestro placer,
¿os ha de desatender 435
a la primera demanda?
Sí, madre, haceos justicia,
y emplead al punto, ahora,
esa magia seductora
que la voluntad desquicia. 440
Mirad que vais a abogar
por mi eterna salvación:
mis bodas de maldición
crímenes van a engendrar.
Si soy de Azagra y no muero, 445
no traigas, o Providencia,
no pongas en mi presencia
al que sabes cuánto quiero,
o en tu justo tribunal
no me acrimines si al cabo, 450
en las entrañas me clavo
desesperada un puñal.
MARGARITA
No, no, Isabel; cesa, cesa;
yo mi palabra te empeño,
no será Azagra tu dueño, 455
yo anularé la promesa.
Me oirá tu padre, y tamaños
horrores evitará.
Hoy madre tuya será
quien no lo fue tantos años. 460


Escena VII

 

MARI-GÓMEZ. DICHAS.

 

MARI-GÓMEZ.-  Don Rodrigo, don Rodrigo, señoras.

MARGARITA.-  ¡Don Rodrigo!

ISABEL.-  ¡En qué estado nos sorprende!

MARI-GÓMEZ.-  Pues, sin vestir, sin peinar... Por más que me he estado matando... Vamos corriendo al camarín.

MARGARITA.-  Sí; retiraos, vestíos, y procurad calmar vuestra agitación.

ISABEL.-  Madre mía, no os olvidéis de mí.  (Vase.) 

MARGARITA.-  Que venga.

MARI-GÓMEZ.-   Voy.  (Hace que se va y vuelve.)  Mirad que he de plantar a Isabel el vestido que yo guste. Las vírgenes discretas se pusieron la saya dominguera y encendieron las lámparas cuando vino el esposo.

MARGARITA.-  Pero id, Mari-Gómez...

MARI-GÓMEZ.-  Así lo dijo el Señor en la parábola... en la parábola de las novias.

 

(Vase.)

 


Escena VIII

 

DON RODRIGO. MARGARITA.

 
 

MARI-GÓMEZ, que vuelve con DON RODRIGO, se retira luego que ha dado sillas.

 

MARGARITA.-  Señor don Rodrigo.

RODRIGO.-  Señora, al fin nos vemos.

MARGARITA.-  Hacedme merced de tomar silla. Descansad en esta casa, ya que la prisa de favorecernos no os ha dejado sosegar en la vuestra.

RODRIGO.-  Aprovechemos estos instantes en que nos hallamos solos. Antes de ver a Isabel quisiera oír de vos qué pensáis del estado de su corazón, del de mis esperanzas. ¡Cabe tanto en un año de ausencia!

MARGARITA.-  Poco es lo que yo os podré decir. Como el respeto no permite a una hija franquearse con su madre en términos de...

RODRIGO.-  Pero una madre sagaz observa y descubre.

MARGARITA.-  Isabel ha gozado este año poquísima salud. Su semblante os lo dirá a primera vista. Esta puede ser la causa principal de su melancolía, de su tristeza, pero...

RODRIGO.-  Es decir que en su rostro podré hallar mudanza, pero no en su desamor.

MARGARITA.-  Vos interpretáis mis expresiones...

RODRIGO.-  En su verdadero sentido: ¿a qué negarlo? Si vos no habéis hecho observaciones durante mi ausencia, yo sí las he hecho, y según ellas hablo. Yo os he dirigido repetidos pliegos para Isabel; a ninguno ha contestado. Yo la he enviado lienzos, brocados, joyas: sé que jamás las ha empleado en su ornato. Aún no ha oprimido el lomo del brioso alazán que la trajeron últimamente, ni sus manos han tendido la preciosa ballesta que acompañaba al traje de caza.

MARGARITA.-  Ya sabéis que la caza no la ofrece diversión.

RODRIGO.-  Ha echado a volar los azores, ha regalado la jauría, ha dado las telas a los templos, las joyas a los pobres... No me desagradan estos rasgos de beneficencia; los aplaudo y admiro; pero ¿qué prueban estos hechos unidos a otros? Una verdad bien triste, de que estoy convencido seis años hace. Que Isabel no me ama.

MARGARITA.-  Si estáis en esa creencia, ¿me permitiréis, don Rodrigo, que os haga una amonestación amistosa? Bien sé que mi sexo está privado de voto fuera de la hilaza y de la costura; pero como dama y como madre, me creo con derechos a la indulgencia de un caballero.

RODRIGO.-  Seguramente; y yo estoy obligado a respetaros por más de un título. Hablad.

MARGARITA.-  Don Pedro os ofreció la mano de su hija; pero la delicadeza de vuestro cariño, la elevación de vuestro espíritu, vuestro mismo amor propio, ¿se satisfacen con la posesión de una mujer cuyo corazón confesáis que no es vuestro? ¿Qué seguridades de dicha os ofrece un matrimonio fundado en tan dudosos principios? Si el amor de Isabel saliera de la regla común, si fuese ya tarde para que obrase en ella el desengaño, si la vieseis consumirse lentamente, víctima de un pesar más violento cuanto más oprimido, ¿no maldeciríais entonces vuestro fatal empeño? Los celos, los remordimientos harían fuerte presa en vuestra alma: la discordia, el odio, el infierno entero rodearía vuestro tálamo.

RODRIGO.-  ¡Qué funestos anuncios, señora! Por fortuna, vuestro ejemplo mismo los está desmintiendo. También vos amasteis antes de ser de don Pedro, y sin embargo habéis sido... el modelo de las esposas.

MARGARITA.-  Esos elogios...

RODRIGO.-  Yo sé cuánto los merecéis, señora... y espero de vuestra hija... aún mayores virtudes. Pero dejando esto aparte, yo también quiero haceros mis reflexiones. Isabel es cierto que no me ama; pero ¿a quién ama ya? A un ser entredicho para ella, a un polvo insensible tal vez.

MARGARITA.-  Y ¿si Marsilla volviese aún, si antes de cumplirse el término se presentara colmado de riquezas...?

RODRIGO.-  ¿Pensáis que eso me obligaría a ceder? Os engañáis. Marsilla prometió desistir de su loca pretensión si en el término de seis años no se enriquecía; pero yo no he prometido desistir nunca. Los Azagras no saben ceder. Todo el poder de Aragón y Castilla juntos no pudo despojar a don Pedro Ruiz del señorío de Albarracín. Si Marsilla volviera a competir conmigo, la espada decidiría la competencia.

MARGARITA.-  Yo creo que debiera decidirla la voluntad de mi esposo. ¿Quién pudiera disputarle el derecho de disponer de su hija?

RODRIGO.-  Y ¿quién me impediría el deshacerme de mi rival? Pero estas son amenazas inútiles: el velo que cubre el destino de Marsilla deja traslucir harto distintamente su tumba o su miseria. Si yo estuviera penetrado de que la voluntad de Isabel era irrevocable, de que unida a mí con un lazo sagrado, su virtud no la había de excitar a cumplir lo que jurase en los altares, seguramente no daría un paso más en mi pretensión, pero las opiniones se mudan, la razón recobra su imperio, los afectos se debilitan, se borran...

MARGARITA.-  ¡Ah! ¡Don Rodrigo! El que cuenta tantos años de duración...

RODRIGO.-  Debe por lo mismo hallarse muy cerca de su término.

MARGARITA.-  ¿Con que persistís...?

RODRIGO.-  Invariable. Un corazón como el de Isabel es un prodigio, es el fénix de su época. ¿Cómo no admirarle y codiciarle?

MARGARITA.-  Mas cuando se tropieza con obstáculos invencibles...

RODRIGO.-  Para una voluntad firme no hay obstáculos. ¿Había yo de permitir que al fin de seis años quedasen burladas mis esperanzas? ¿Que un obsequio, público ya en todo el reino, finalizase tan vergonzosamente para mí? Este empeño se ha convertido ya en punto de honor, y don Rodrigo de Azagra sabrá quedar airoso en él, como en todos.

MARGARITA.-  ¿Y será justo que se sacrifique la dicha de mi hija a vuestra vanidad?

RODRIGO.-  Yo me he sacrificado hasta ahora a sus caprichos; exijo mi desquite. Nada reclamo que no me pertenezca. Isabel no puede disponer de sí, no es suya; sus padres han ofrecido su mano; promesa quita propiedad, no es vuestra; a mí me la habéis ofrecido, Isabel es mía.

MARGARITA.-  Ni lo es, ni lo será. Siento decíroslo, don Rodrigo: si seguís en un empeño tan temerario, al pie del altar oiréis un no que os afrente.

RODRIGO.-  Vos contáis demasiado con la eficacia de vuestras instigaciones. La boca, que sólo incitada por vos se atrevería a pronunciar ese no, es sagrada para mí. Isabel es mi ídolo; todo, hasta el desdén, me es respetable en ella; pero ¡ay del que pretenda robar este ídolo de mi templo!

MARGARITA.-  ¡Don Rodrigo!

RODRIGO.-  Vuestra repulsa me ha irritado, pero no me encuentra desprevenido. Receloso de ella, me proporcioné en Monzón cartas de favor para vos, que me figuro no dejaréis desairadas.

MARGARITA.-  ¡En Monzón! ¡Cómo! Explicaos.

RODRIGO.-  Sabéis que los caballeros de la orden del Temple estaban encargados de la custodia del rey en aquella fortaleza. Pues un caballero templario...

MARGARITA.-  ¡Un templario!

RODRIGO.-  Me concedió su amistad desde que llegué al castillo. Yo le di cuenta de mis malaventurados amores... y él...

MARGARITA.-  ¿Y él?

RODRIGO.-  Él me ocultó los suyos. Díjome sí que le había traído a la religión el arrepentimiento, el deseo de expiar un delito, cuya causa había sido el amor. Por varias expresiones que le oí después llegué a creer que había seducido...

MARGARITA.-  ¿A quién?

RODRIGO.-  A una dama de esta ciudad...

 (Aparte.)  

MARGARITA.-  Yo tiemblo.

RODRIGO.-  Mi amigo era de un carácter sombrío, melancólico, taciturno. Conocíase que le devoraba la carcoma de las pesadumbres. Ellas sin duda le habían hecho contraer un hábito tan extraño como peligroso. Ocupábamos una misma celda. Levantábase a veces en medio de la noche despavorido, recorría la estancia desatentadamente, hablaba, gemía, oraba... Llegábame a él para consolarle o distraerle, y le veía con los ojos cerrados, muda la fisonomía... ¡Estaba dormido! Asaltada su razón de un delirio espantoso, prorrumpía su lengua en mal articuladas frases, que ya excitaban la lástima, ya el horror... Desconfiado de su penitencia, se acusaba de adúltero...

MARGARITA.-  ¡Adúltero!

RODRIGO.-  Veía abierto el infierno para tragarle; se esforzaba a disculpar, a nombrar a su cómplice...

MARGARITA.-  ¿A quién? ¿A quién nombraba?

RODRIGO.-  A una mujer cuyo nombre jamás pudo entenderse.

MARGARITA.-  ¡Ah!

RODRIGO.-  Por último... salimos ambos a una comisión importante; partidarios del conde don Sancho nos acometieron con ventaja, y el infeliz Roger de Lizana...

MARGARITA.-  ¡Él es!

RODRIGO.-  Él es el que pereció. Ya lo habréis sabido.

MARGARITA.-  Sí... ya lo sé.  (Aparte.)  Yo voy a expirar.

RODRIGO.-  Y no habréis sentido su muerte: fue muy gloriosa.

MARGARITA.-  Por favor... acabad.

RODRIGO.-  Al desarmarle para dar sepultura a su cuerpo hallo sobre su corazón unas cartas...

MARGARITA.-  ¡Cartas!

RODRIGO.-  Dudo si las enterraré con el cadáver... y las conservo. Las leo; quiero aniquilarlas... y... las guardo, y hoy os las presento. Vedlas.  (Desarrolla unos pergaminos.) 

RODRIGO.-  Leed: Margarita dice aquí... Margarita aquí... Margarita en todas.

MARGARITA.-  Mías son, yo soy, yo soy la cómplice. ¡Oh! Dádmelas, destruidlas, borradlas.

RODRIGO.-  Para vos las he conservado. Yo os las entregaré... en el momento que me dé Isabel la mano.

MARGARITA.-  ¡Me las vendéis a precio de la infelicidad de mi hija!

RODRIGO.-  Feliz o infeliz conmigo, vuestra hija, menos hipócrita, será más honrada que vos; y yo, si vive mi rival, seré más vigilante que don Pedro. Si Isabel no me ama, yo me pasaré sin su amor, y esta espada me responderá de su conducta. O emplead vuestra autoridad para hacerla mía, o resignaos a ver estas cartas en manos de vuestro esposo. Meditadlo, y elegid.  (Vase.) 

MARGARITA.-  ¡Dios de misericordia!




Anterior Indice Siguiente