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Los italianos en Etiopía

Juan Ramón Masoliver

«Es convicción mía, y de antiguo, que Italia goza de una posición geográfica inmejorable que le permitiría dominar el comercio de las costas mediterráneas de Asia. Egipto y Berbería, en cuanto el suelo y la industria le suministrasen en cantidad los tipos de objetos manufacturados y los productos agrícolas que más aprecian los orientales». Con estas palabras comenzaba «Assab y sus críticos», un corto libro tan precioso como olvidado que en 1879 publicó el padre Sapeto, interesante figura de misionero y de explorador que tras tres lustros de andanzas por Abisinia y por el Mar Rojo propuso al gobierno italiano, para iniciar un sueño imperialista, la compra de una rada en el territorio de los dáncalos -en tierra que no pertenecía de hecho a la Puerta ni a Egipto- cerca del estrecho de Bab-el-Mandeb, y que, a decir del sacerdote genovés, «si no en lo presente, podía en un mañana próximo ser el emporio principal de Abisinia y del Yemen».

Accedió el Gobierno; y se encargó al almirante Acton que acompañase al Padre, que debía comprar el fondeadero en nombre de una compañía de navegación, aunque no se le ocultaba al genovés la verdadera finalidad de la empresa, cuando se nos dice que «estaba convencido de no ser más que un testaferro del Gobierno, pues no me parecía razonable que por dar gusto al director de una compañía mercantil mandasen conmigo a un almirante». Y por algunos millares de táleros compró el padre genovés el triángulo de Assab -de seis kilómetros de base por otros tantos de altura-, amén de la cercana isla Omm-el-Bajar, constituyendo con ello el primer núcleo colonial italiano.

Tras breve abandono, Italia no sólo ocupó sin intermediarios su posesión en Assab, sino que se extendió por la costa hacia Massauah, el mejor puerto del Mar Rojo, y de allí hacia el interior, en detrimento de uno de los Estados más antiguos del mundo: el imperio salomónico de los etíopes. Y los que durante dos milenios habían mantenido su independencia, no iban ahora a perderla por aventuras de la nueva Italia; y bien se apercibió ésta al sufrir la derrota de Dógali, en 1887.

Cambió Italia de Gobierno y con él de sistema, instaurándose el de Crispi, primer gobernante que sintió la atracción de una Italia imperialista. Había muerto en Abisinia el Negus, y Crispi favoreció al pretendiente Menelik, que de esta suerte llegó al trono imperial. Menelik, que veneraba a los italianos, y en especial al rey, con quien tenía un carteo regular, no dudó en firmar con tal nación el tratado de Uccialli, que favorecía grandemente el ambicioso y recatado plan de Crispi de limitar por un lado la ocupación material del territorio para asumir en cambio el protectorado etiópico; programa que contrarrestaba la penetración francesa hacia el Nilo y la inglesa a lo largo del mismo río. Pero el texto italiano del tratado iba en un punto -en lo de la representación diplomática de Abisinia- más allá que el texto en lengua arámica, y grande fue al saberlo -muchos meses después- la ira de Menelik, acentuada con las graves disensiones surgidas al tratar de fijar el confín entre Eritrea y Abisinia. Mientras los diplomáticos daban largas, las tropas iban avanzando, y era de prever una solución violenta. El aumento territorial de la colonia había, por otra parte, aumentado considerablemente los gastos de ocupación, con gran disgusto del Parlamento italiano y pena de Crispi, que trataba de no perder el terreno y las ventajas ganadas sin aumentar el presupuesto militar; y así se fue, entre bravuras y desfallecimientos, a la funesta campaña que culminó, en marzo de 1896, con la rota de Adua.

Un fatal error topográfico del esquema distribuído a los jefes en vísperas de la batalla, dio con una columna en el campamento del enemigo, que la redujo a añicos, cayendo luego sobre el incompleto frente italiano; y la última columna fue a parar a un desfiladero donde, a su vez, fue destruida, no sin dar buena cuenta de un ejército muchas veces mayor y enardecido. Sea de ello lo que fuere, cierto es que los abisinios no aprovecharon su victoria y que no había de terminar el año de la batalla que hoy recordamos, sin que se firmase la paz.

La penetración económica en Abisinia, que ya en el segundo tercio del siglo pasado soñara el padre Sapeto y que a la larga había llevado a la dura lección de Adua, no podía menos de ser intentada nuevamente y por la vía de facilidades de orden comercial -ya que no por la anexión paulatina de tierras salomónicas- a raíz de la delimitación de la frontera abisinioeritrea que devolvía a Menelik la región del Tigré. Las tentativas por vía oficial llegaron hasta estipular un tratado en 1908 que reservaba a Italia la construcción de un transabisinio que, dejando a oriente Addis Abeba (para no dañar los intereses de la actual línea férrea que de ésta lleva a Jibuti), uniese la colonia Eritrea con la porción italiana de Somalia. Pero el tratado no fue jamás ratificado por parte del gobierno africano (aunque, dicho sea entre paréntesis, a Italia más que la construcción del ferrocarril -que requeriría sumas ingentes- le interesaba asegurarse un derecho), y tampoco tuvieron mejor fortuna los acuerdos sucesivos de ambos gobiernos, pues no veía Abisinia con buenos ojos las nacientes veleidades africanas de Italia. Mediaba, además, el tratado tripartito de 1906, en que Inglaterra, Francia e Italia se comprometían a actuar en Abisinia únicamente de común acuerdo, tratado que no podía menos de causar molestias a Etiopía. A causa del tratado, toda aproximación italo abisinia hacía a Inglaterra suspicaz y más aun a Francia; y por la misma razón, la declaración angloitaliana de 1925 sobre sus intereses respectivos en Abisinia y los recientes acuerdos francoitalianos han traído consigo, de rechazo, la tirantez entre Italia y el imperio salomónico.

Sin embargo, mientras las relaciones y la penetración económica oficiales han sido tan irregulares de cuarenta años a esta parte, los ciudadanos italianos -técnicos, agricultores, capitalistas- se han establecido paulatinamente en Abisinia y no pocos de ellos figuran hoy a la cabeza de la actividad industrial o agrícola del imperio. Existen indudables intereses ingleses en la región del lago Tsana, del que dependen los regadíos del Sudán, y en mayor escala, tal vez, los intereses japoneses. Y digo tal vez, porque en lo de la invasión amarilla se ha exagerado, con evidentes fines políticos, un tantico. Se ha repetido hasta la saciedad la existencia de vastas concesiones de terreno para que los japoneses estableciesen en ellas cultivos de algodón e industrias, mas el gobierno de Addis Abeba ha desmentido categóricamente tales noticias, añadiendo que los productos japoneses son naturalmente preferidos porque, sobre ser buenos, son los más baratos. Téngase además en cuenta que, según estadísticas publicadas por el Diario oficial de la costa francesa de los somalíes, las importaciones japonesas, que antaño suponían el 60 por ciento de las compras globales de Etiopía, han subido apenas, en la actualidad, a ser el 70 o el 75 por ciento; la enorme mayoría de las ventas japonesas está constituída por tejidos burdos de algodón que constituyen, a su vez, un monopolio japonés en la totalidad de las colonias asiáticas y africanas. No deja de ser curioso, a este respecto, que la noticia de la boda concertada entre el heredero de Etiopía y una dama japonesa, que en su día fue difundida por todas las agencias periodísticas, no fue sino un «ballon d’essai» lanzado por una cancillería que deseaba saber hasta qué punto pudiese haber un acuerdo secreto entre el Negus y el Mikado; y el mal disimulado disgusto con que fue desmentida -con excesiva prontitud- la noticia por un diplomático japonés fue más que suficiente para tranquilizar a dicha cancillería y permitirle disponer sin sobresaltos su programa etiópico. En resumidas cuentas, el tópico de la «palanca abisinia» para lanzarse sobre los mercados mediterráneos no parece preocupar al Japón, que a estas horas está pendiente de la resolución de la cuestión de Filipinas, el archipiélago que parece destinado fatalmente a gravitar en la órbita del Mikado.

Decíase más arriba que los italianos ocupan un lugar importante en la riqueza actual de Abisinia, y no a humo de pajas: basta echar una ojeada al estudio sobre la economía abisinia publicado en el órgano ministerial «L'Azione Coloniale», poco sospechoso en este asunto. Por lo que a la agricultura etiópica se refiere, en las regiones fertilísimas que dan dos cosechas anuales abundan los agricultores italianos, uno de los cuales obtiene regularmente hasta tres cosechas explotando racionalmente el valle del Herrer que, en pocos años, ha librado de la malaria; otra rama en que sobresalen los italianos es la de las explotaciones forestales (notable entre ellas la de los misioneros de la «Consolata» de Turín, que se extiende por una superficie de 70 kilómetros, cerca del Sudán) y la consiguiente industria aserradora, en la que figura incluso un antiguo capitán del ejército italiano. En el campo de la minería llevan también los italianos la dirección de lo poco que hasta ahora se ha hecho sistemáticamente: así, por ejemplo, en el lavado de tierras de aluvión que contienen platino y oro; en los vastos yacimientos de sales de potasa de la Dancalia -monopolizados por una sociedad italiana-; en la extracción de mica, etc. Ingenieros italianos han montado el único telégrafo existente en el imperio y han construido y regentan la estación radiotelegráfica de Addis Abeba y, para concluir, no faltan italianos dedicados a la industria hotelera, especialmente en las contadas estaciones terminales. Pero la mayor parte de la riqueza abisinia está aún por explotar: oro, hierro, carbón, cinabrio, cobre y -en proporción notable, según parece- petróleo; cuya explotación daría vida a los tráficos eritreos y primeras materias a Italia. Existe además el proyecto de abrir un canal que uniese el Mar Rojo con las depresiones (hasta 300 metros bajo el nivel del mar) de la Dancalia, con lo que se aceleraría considerablemente el tráfico, enriqueciendo también de paso Eritrea. La enorme cantidad de agua embalsada en la meseta podría convertirse en fuerza eléctrica y obtener grandes extensiones de nuevos regadíos. Mas para todo ello se requiere una colaboración europea en grande scala, colaboración que Italia quiere dispensar a toda costa.

A cuarenta años de la campaña abisinia de Italia, en el mismo mes y por los mismos días de la rota de Adua, Italia ha desplegado gran aparato bélico en los confines del Tigré, movida, como entonces, por intereses económicos de súbditos italianos, como hemos visto, afincados en Etiopía que responden de la conducta mesurada del gobierno italiano en esta ocasión.