Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

Mapocho

Revista de Humanidades y Ciencias Sociales. Nº 43 Primer Semestre de 1998

  —7→  

AUTORIDADES

Ministro de Educación

Sr. José Pablo Arellano

Directora de Bibliotecas, Archivos y Museos y

Representante Legal

Sra. Marta Cruz- Coke Madrid

Director Responsable

Sr. Alfonso Calderón Squadritto

Secretarios de Redacción

Sr. Pedro Pablo Zegers Blachet

Sr. Thomas Harris Espinosa

CONSEJO EDITORIAL

Sr. Ayonso Calderón Squadritto

Sra. Sofía Correa Sutil

Sr. José Ricardo Morales Malva

Sr. Rafael Sagredo Baeza

Sr. Marcos García de la Huerta Izquierdo

Sr. Alfredo Jocelyn-Holt Letelier

Sr. Pedro Lastra Salazar

Sr. Sergio Grez Toso

Sra. Fernanda Falabella Gellona

Ediciones de la Biblioteca Nacional de Chile

Avda. Libertador Bernardo O'Higgins 651. Teléfono: (56) (2) 3605233

Fax: (56) (2) 3605233

Santiago de Chile





  —8→  

ArribaAbajoHumanidades

  —9→  

ArribaAbajoSobre poetas marginales1

Pedro Lastra S.


El concepto de marginalidad tiene una amplitud tan considerable, que debo empezar por deslindarlo para situar el tema de estas notas. Acudo a esa palabra o, más bien, la pido en préstamo a otras disciplinas, como la sociología, para llamar la atención sobre el caso de algunos poetas que han realizado su tarea al margen o en los bordes de la institución literaria, consagrada o consagratoria, a menudo por decisión propia o por una singularidad del carácter que los llevó al distanciamiento o al retiro. Por esas razones, aunque su obra haya sido apreciada por algunos lectores y estudiosos, figure incluso en antologías o sea mencionada en historias literarias, su importancia ha demorado en ser reconocida y aceptada más allá de esos círculos reducidos. En otras palabras, el pasaje desde esa frontera en la cual se situaron o fueron situados, hacia una relativa o notoria desmarginalidad, ha sido un proceso lento, cuyas oscilaciones suelen registrar los lectores devotos que han venido después.

En Hispanoamérica este fenómeno ha sido muy frecuente, y no sólo en relación con los poetas que han proyectado en su vida una «identidad velada» (esta expresión es de Juan Luis Martínez, uno de los que quiso irradiarla y sobre el cual volveré más adelante). En todos nuestros países podría hacerse la historia de estos autores marginales, que en algunos casos no decidieron serlo sino que lo padecieron. Narradores como Felisberto Hernández en Uruguay, Pablo Palacios en Ecuador, Juan Emar en Chile, Martín Adán, como autor de la novela La casa de cartón, en el Perú, son ejemplos conocidos por todos. Identidad velada, sí; pero también negada. En 1929, Carlos Vaz Ferreira le escribe a Felisberto Hernández: «Tal vez no haya en el mundo diez personas a las que les resulte interesante y yo me considero una de las diez». Once años más tarde, el mismo Felisberto Hernández empezaría sus «Noticias autobiográficas» con estas palabras: «Mi primer cartel -y casi el único, porque después que el mundo se hace una idea de una persona, le cuesta mucho hacerse una segunda o corregir la primera [...] mi primer cartel lo tuve en música». Juan Emar, cuyos libros fundadores de la década del treinta no tuvieron ningún eco, dejó su testimonio en un pasaje del extenso manuscrito de Umbral finalmente editado en 1996: «Yo me evadí [...] escondiéndome como un delincuente, con mi gran Umbral [...] ese de los mil papeles y notas en archivadores y clasificadores [...]. Nadie iba a saber nada. Mi escondite consistía en 'no publicar, no, no publicar jamás hasta que otros, que yo no conociera, me publicaran sentados en las gradas de mi sepultura'». Esto escribió Juan Emar y cuando preparaba mi nota preliminar para esa edición diferida por más de treinta años, sentí que yo era uno de esos invocados...

  —10→  

Los casos, pues, podrían multiplicarse, citando no sólo a escritores todavía semi olvidados, sino a figuras que hoy reconocemos como relevantes en nuestro proceso literario. Por ejemplo, José Antonio Ramos Sucre cuyas obras -publicadas entre 1925 y 1929- fueron recibidas por la crítica oficial con un desconcierto e incomprensión que alcanzó niveles increíbles, según observa José Ramón Medina. Desde luego, y como también suele ocurrir, Ramos Sucre tuvo algunos lectores lúcidos y, fieles entre sus coetáneos, lo que se comprueba en los artículos y notas aparecidos en 1930, por los días de su muerte y, quince años después, en el libro que le dedicó otro poeta: Las piedras mágicas, de Carlos Augusto León. Pero aun reconociendo las buenas excepciones, es posible afirmar que su trabajo empezó a influir de manera significativa en el orden y el sentido de la escritura poética en Venezuela, gracias, principalmente, al fervor de los jóvenes integrantes del grupo Sardio, y tal vez desde ahí. Dicen bien los editores de la Antología de la poesía hispanoamericana moderna, publicada por Monte Ávila en 1993: en su época, su poesía no fue ignorada ni rechazada del todo, pero tampoco apreciada en su verdadera dimensión.

Cambiando lo que hay que cambiar -lo que en algunas ocasiones es mucho- sospecho que Aurelio Arturo proyectó también en su tiempo una cierta identidad, velada. Hoy se podría decir que su ausencia en una antología de la poesía colombiana o hispanoamericana es harto más notoria que otras presencias dispensables. Y lo mismo vale, sin duda, para la obra de Jaime Sáenz en Bolivia.

Ocurrencias como las que se describen bajo la especie de la ausencia o del silenciamiento no siempre son imputables, sin embargo, a distracciones o mala voluntad de antólogos e historiadores. El fenómeno es más complejo y en los últimos años ha preocupado a estudiosos de la teoría de la recepción, como Hans Robert Jauss. Los postulados que se resumen en la distinción de lo que Jauss define como horizonte de expectativa, o código primario implicado por la obra, y horizonte de experiencia, o código secundario proporcionado por el receptor, nos ayudan a entender por qué algunos escritores -Juan Emar, Felisberto Hernández, Pablo Palacios, Ramos Sucre, José María Eguren, María Luisa Bombal, entre tantos otros- padecieron en nuestro medio, y a veces por décadas, semejante ostracismo: un determinado y rígido horizonte de experiencias estéticas, en este caso de lecturas, tiende a generar el rechazo de un código que lo excede. Cuando Juan Emar y María Luisa Bombal publicaron esas obras narrativas escritas, al decir del primero, «planeando sobre el suceder», y que eran manifestaciones cabales de lo que Bachelard llamó «estados de imaginación abierta», todavía imperaba sin contrapeso un sistema de preferencias de tipo naturalista, poco propicio a rupturas que más bien fueron vistas como amables o agresivos desvaríos. El rechazo a su vez intensifica la voluntad de auto marginación, que llegó a ser extremada en el caso de Emar. Fue más resignada y sabiamente escéptica en el de José María Eguren, ese disidente de la realidad, cuya situación inicial en el panorama de la poesía peruana describe Emilio Adolfo Westphalen en este párrafo de un ensayo imprescindible («Eguren y Vallejo: dos casos ejemplares»): «Su primer libro de poemas, Simbólicas, apareció (...) en 1911, editado por él mismo. Uno que otro poema había sido acogido en alguna revista, pero a medida que se acentuaba su originalidad, Eguren sentía aumentar las resistencias. 'Sólo hasta hace poco', confiaba en 1918 a César Vallejo,   —11→   'ningún periódico quiso publicar mis versos. Yo, desde luego, nunca me expuse a un rechazo. Pero ya sabe usted, nadie los aceptaba'».

Entre los escritores mencionados, unos pocos alcanzaron a ver las transformaciones ocurridas en el espacio que por tanto tiempo les fue hostil, indiferente o distante. Creo que eso se puede decir de Aurelio Arturo y de María Luisa Bombal; en buena medida, también de los poetas Gastón Baquero y Jaime Sáenz.

En la literatura chilena esta situación se ha producido en diversos momentos y con una suerte de continuidad casi inquietante. Desde luego, inquietó a Jorge Teillier, quien por muchos años trabajó en un proyecto sobre un grupo de escritores de la década del veinte, cuya producción se anunció como promisoria y que por las más variadas circunstancias quedó interrumpida: algunos de ellos murieron muy jóvenes y no alcanzaron a publicar sus versos sino en periódicos o revistas. De esos personajes hay dos cuyos nombres resultan familiares, pero no por los poemas que escribieron sino por las elegías que se leen en las Residencias de Pablo Neruda: «Ausencia de Joaquín», motivada por la muerte de Joaquín Cifuentes Sepúlveda (1900-1929, autor de Noches, La torre y El adolescente sensual), y «Alberto Rojas Jiménez viene volando». Como se sabe por las memorias de Neruda, Rojas Jiménez (1900-1934) fue una figura legendaria de su generación, y lo es en la historia de las letras chilenas. De él quedó un breve y notable libro de crónicas, Chilenos en París, publicado en 1930; uno de sus escasos poemas, «Carta-océano», pasa de antología en antología hasta hoy y no es raro que algunos versos suyos aparezcan de pronto en el diálogo de jóvenes lectores:


Yo era el poeta vestido de niño,
en el año triste en que los niños rompen las flores.
Ningún hombre me dijo nunca que debía cantar.
Corría la luna por detrás de las nubes.
El sol quemaba los frutos y el lomo de los cerros.
Mis manos buscaban luciérnagas
en la sombría humedad del invierno.

Aquí introduzco un paréntesis para señalar que esos versos suelen remitirme, de manera un tanto misteriosa y que tal vez no sabría razonar, a otros del poeta uruguayo Líber Falco (1906-1955), casi ignorado fuera de su país, y yo creo que con injusticia. No quiero agravarla omitiendo el nombre de un escritor cuya poesía me acompañó en mi juventud, Días y noches, como es el título de uno de sus libros, publicado en 1946. Leo que algunos críticos lo consideran un poeta menor; no lo fue para mí, recordador de versos como éstos:


Cuando de allí se vuelve
nada alcanza en la Tierra y todo es triste.
Sin embargo, con urgencias de ahogado
uno pregunta y llama, y otros nos oyen;
porque es preciso juntos, enterrar la muerte.
—12→
Y aunque llueve también sobre la Tierra
y sobre los campos y ciudades llueve,
lejos quedó lo que no tiene nombre
y alguien, con visceral memoria
se rescata y vive.

Advierto ahora que hablo de Líber Falco en una nota marginal, muy a tono con el tema de estas páginas. La biografía que nos han transmitido sus amigos más cercanos, como Mario Arregui, destaca rasgos de una personalidad solitaria, evanescente o huidiza, como en estas evocaciones: «... lleva como semidormidos los ojos celestes que no miran nada, o que miran, apenas, lo imprescindible. Durante el día generalmente anda solo; en los anocheceres y en las noches suele ir con amigos, y entonces va un poco más en la tierra y más despierto, aunque con frecuencia también se ensimisma y se pierde (...). La ciudad es íntima y suya como un recuerdo, y a la vez ajena como si ese recuerdo se refiriera a un ser querido que hubiese muerto». Después de estas palabras de Arregui, pienso que Falco no hubiera desaprobado mi ocurrencia de citarlo entre paréntesis.

Regreso entonces a las preocupaciones de Jorge Teillier, quien llegó a conocer como nadie entre nosotros cuanto era posible acerca de los poetas perdidos de Chile. Sobre Romeo Murga por ejemplo, otro de los compañeros próximos de Neruda, nacido en el mismo año que éste y muerto a los veintiuno de su edad, Teillier publicó en 1962 un buen estudio en la revista Atenea, de la Universidad de Concepción (Nº 395). Allí relacionó con pertinencia esa voz poética interrumpida con la del argentino Francisco López Merino (1904-1928) y la del uruguayo Andrés Héctor Lerena Acevedo (1898-1922), no sin llamar igualmente la atención sobre el destino del joven poeta ecuatoriano Medardo Ángel Silva (1898-1919), autor del libro El árbol del bien y del mal, publicado un año antes de su suicidio.

Coetáneo de varios escritores del círculo de Neruda fue el enigmático y solitario poeta Omar Cáceres, que más que con ellos tuvo alguna relación (hasta esa palabra puede ser excesiva en este caso, como dice el narrador de un famoso cuento de Borges) con Vicente Huidobro y sus seguidores, que lo admiraron por buenas razones. Otros dos poetas chilenos que considero también marginales son Eduardo Anguita y Juan Luis Martínez.

He leído a estos poetas con fervor y en diversos lugares he escrito sobre ellos, no tanto guiado por un designio crítico como por aquella moción invitadora del ánimo que era también -según entiendo- la que mantenía tan vivos el interés y la curiosidad de Jorge Teillier.

No podré decir más de lo que ya he dicho sobre estos poetas, al presentar libros suyos o reeditarlos en Chile: en realidad diré menos, abreviando aquí y allá las páginas que les he dedicado: el epílogo a la reedición de Defensa del ídolo, de Omar Cáceres; el prólogo a Poesía entera, de Eduardo Anguita; una lectura de Juan Luis Martínez, hecha en colaboración con Enrique Lihn. Agregaré, para ilustrar mis notas sobre estos escritores, algunos poemas que corroboren, espero, ese fervor.

«Lo veo avanzar con su elegancia de espectro», escribe Volodia Teitelboim al final de una nota sobre Omar Cáceres, autor de un único libro casi inhallable, publicado   —13→   en 1934 con un prólogo de Vicente Huidobro. Otro escritor, Andrés Sabella, cuenta ciertos encuentros con el poeta en una crónica que publicó pocos días después de su muerte, y sus palabras evocan asimismo el distanciamiento o la extrañeza: «Cáceres asistía como entre brumas, a la conversación...». «Creo haberlo entrevisto una o dos veces en Santiago», me dijo una vez Gonzalo Rojas. Miguel Serrano, que lo conoció más de cerca, describe la impresión desolada que producía: «Tenía una manera extraña de recitar, de pronunciar las palabras, saboreándolas, paladeándolas casi. Y el aura angustiosa que lo rodeaba eran tan impenetrable e irrespirable como los espacios gélidos del cosmos. Estaba envuelto en una atmósfera de muerte y de soledad total. (...) Misterio y sombra fue su existencia», dice en las intensas páginas que le dedica en Ni por mar ni por tierra (Historia de una generación), uno de los libros reveladores con que nos encontramos en 1950, en nuestros comienzos literarios. Jorge Teillier -que por cierto no lo conoció- solía recordar que Omar Cáceres había sido violinista de una orquesta de ciegos, aunque él no lo era.

Todas esas menciones aluden a la condición sigilosa o espectral de la persona de Omar Cáceres, y a la que le conviene sugestivamente lo dicho por Gonzalo Rojas: «Creo haberlo entrevisto...». Su muerte fue también misteriosa y ni siquiera se sabe con certeza en qué día ocurrió, porque el cadáver fue reconocido en el Instituto Médico Legal varios días después del homicidio nunca aclarado. Debió suceder a fines de agosto de 1943, ya que las crónicas sobre el hecho aparecieron a principios de septiembre. Un dato más: el diario que concedió mayor espacio a esas informaciones y a los comentarios de sus amigos Andrés Sabella y Antonio Acevedo Hernández se llama, emblemáticamente para el caso, Las Últimas Noticias.

De su libro habría que decir algo parecido. La circunstancia de su publicación y de su pérdida casi inmediata, en 1934, me fue relatado por Juan Loveluck, quien la conoció por un hermano del poeta, que fue su profesor de Castellano en el Liceo de Viña del Mar. Cuenta Loveluck, en la carta que me escribió a fines de 1995: «Unos pocos estudiantes éramos invitados a veces por el maestro (...) para conversar de temas literarios. (...) Un día me habló de un hermano poeta; de un libro, el único que publicó y que el profesor, entre las penas de sus salarios menguados, pagó para que el joven y extraordinario poeta Omar Cáceres no quedara en la anonimia. Recuerdo haber hojeado, en 1946 o 1947, el breve volumen, pero no recuerdo si don Raúl tenía otros ejemplares.

El poeta era un poco extraño o más bien difícil. La modesta edición no salió libre de erratas. Tal vez eran muchas para él... Furioso, hizo una fogata en el patio y ahí terminó la corta vida del poemario. Pocos han visto un ejemplar que se salvara de la quema...».

De esos ejemplares, hay dos en la Biblioteca Nacional de Santiago, y yo copié uno, página a página, en 1959, cuando aún no existían las fotocopiadoras. No hay otros en ninguna biblioteca del país, ni en los Estados Unidos. Este año he sabido de la existencia de cinco, y yo tengo ahora uno de ellos, que perteneció a Eduardo Anguita. Como el autor, Defensa del ídolo, terminó siendo también casi fantasmal.

Algunas antologías retuvieron, sin embargo, al evasivo personaje, y gracias a ella no desapareció del todo. Una que Eduardo Anguita y Volodia Teitelboim publicaron en 1935 con el título de Antología de poesía chilena nueva le dio un sitio   —14→   merecido entre los diez autores que incluía. Hoy se puede afirmar que la presencia de Cáceres en ese libro fue un acierto mayor, porque abrió la puerta a sucesivos encuentros con su poesía. Los testimonios sobre tales encuentros no son raros, aunque para no desmentir la historia central del poeta corresponden más bien a las fugacidades de la oralidad. Junto a lecturas como el justiciero prólogo de Huidobro, y las referencias de Anguita, Teitelboim, Serrano y Sabella, ese carácter poseen para mí los regresos de Omar Cáceres. Porque este ausente, que tuvo escasos aunque excepcionales lectores en su tiempo, ha tenido después recordadores fervorosos: cuando le conté a Gonzalo Rojas que acababa de copiar Defensa del ídolo, me sorprendió con su recuento memorioso de muchos versos, empezando por los del poema «Insomnio junto al alba»:



En vano imploro al sueño el frescor de sus aguas.
¡Auriga de la noche!... (¿Quién llora a los perdidos?)
Vuelca la luna sobre su piel el viento, mientras
que de la sombra emerge la claridad de un trino.

Tambalean las sombras como un carro mortuorio
que desgaja a la ruta el collar de sus piedras;
e inexplicablemente crujen todas las cosas,
flexibles, como un arco palpitante de flechas.

Amor de cien mujeres no bastará a la angustia
que destila en mi sangre su ardoroso zumbido;
y si de hallar hubiera sostén a esa esperanza,
piadosa me sería la voz de un precipicio.

Volcó la luna sobre su piel el viento. Suave
fulguración de nieve resbala en los balcones;
y al suplicarle al sueño me aniquile, los pájaros
dispersan un manojo de luz en sus acordes.

En el verano de 1995, en Nueva York, Cáceres revivió de manera parecida en un diálogo con el poeta venezolano Juan Sánchez Peláez. Él sabía de Defensa del ídolo desde sus años de residencia en Chile, entre 1939 y 1941. No había conocido al autor ni había visto nunca el libro, pero sí la Antología de poesía chilena nueva que he mencionado. Y desde ahí regresaron otra vez, en una reconstrucción concertada a dos voces, algunos poemas de Omar Cáceres, como éstos:

Azul deshabitado


Y, ahora, recordando mi antiguo ser, los lugares que yo he habitado,
y que aún ostentan mis sagrados pensamientos,
comprendo que el sentido, el ruego con que toda soledad extraña nos sorprende
no es más que la evidencia que de la tristeza humana queda.
—15→
O, también, la luz de aquél que rompe su seguridad, su consecutiv'atmósfera,
para sentir cómo, al retornar, todo su ser estalla dentro un gran número,
y saber que «aún» existe, que «aún» alienta y empobrece pasos en la tierra
pero que está ahí absorto, igual, sin dirección,
solitario como una montaña diciendo la palabra entonces:
de modo que ningún hombre puede consolar al que así sufre:
lo qu'el busca, aquéllos por quienes él ahora llora,
lo que ama, se ha ido también lejos, alcanzándose!

Palabras a un espejo



Hermano, yo, jamás llegaré a comprenderte;
veo en ti un tan profundo y extraño fatalismo,
que bien puede que fueras un ojo del Abismo,
o una lágrima muerta que llorara la Muerte.

En mis manos te adueñas del mundo sin moverte,
con el mudo estupor de un hondo paroxismo;
e impasible me dices: «conócete a ti mismo»,
¡como si alguna vez dejara de creerte!...

De hondo como el cielo, cuán dulce es tu sentido;
nadie deja de amarte, todo rostro afligido
derrama su amargura dentro tu fuente clara.

Dime, tú, que en constante desvelo permaneces:
¿se ha acercado hasta ti, cuando el cuerpo perece,
algún alma desnuda, a conocer su cara?

Resumo finalmente ciertos datos, que podríamos llamar reales, aunque no ajenos a dudas y conjeturas, sobre la persona y la poesía de Cáceres: nació en 1904 (en publicaciones de su época se lee también 1905 ó 1906) y murió en 1943. En 1934 publicó los quince poemas que constituyen toda su obra conocida, y que bastan para su memoria. Vicente Huidobro, con palabra anunciadora, prologó su libro. (Con alguna sorpresa, veo en las bibliografías que éste parece ser el único prólogo escrito por Huidobro para un poeta).

Las crónicas de sus amigos dan otras noticias más singulares: empleado municipal y «algo juez del Trabajo» (así se dice en un periódico) en el puerto de San Antonio; la preparación de un libro de cuentos y de una biografía de un crítico, Eliodoro Astorquiza, de quien fue secretario por algún tiempo. Hay acuerdo en que era un buen violinista y que sus conocimientos de teoría musical eran sólidos. Paradojas de Omar Cáceres, como la que sostuvo Teillier: un poeta vidente que fue violinista de una orquesta de ciegos...

Yo digo que su poesía ha hablado y nos seguirá hablando ella misma.

  —16→  

Podrá parecer un tanto extraña la inclusión de Eduardo Anguita entre los poetas marginales, porque más de alguien recordará que este escritor obtuvo en Chile, en 1988, el Premio Nacional de Literatura, un reconocimiento mayor y consagratorio en nuestro medio. Por otra parte, la existencia de un premio de Poesía que lleva su nombre, y que fue establecido poco después de su muerte, induciría más bien a verlo como un escritor ajeno a conflictos con la institución literaria, en la que participó de manera muy activa en sus comienzos. Vinculado al círculo de Huidobro desde la década del treinta (nació en 1914), ya en 1935 aparece en el centro de una polémica, cuando publicó junto con Volodia Teitelboim aquella Antología de poesía chilena nueva: entre los diez seleccionados se incluyeron ambos, aunque marginaron a Gabriela Mistral, cuya poesía juzgaron «animada de esencias retardatarias» un rechazo algo atenuado por el desconocimiento de los poemas de Tala, que sólo aparecieron en 1938. Y el tiempo les ha dado en gran parte la razón: Pablo de Rokha, Huidobro, Neruda, Rosamel del Valle, Omar Cáceres, que estaban entre los diez, son nombres fundamentales de nuestra poesía.

Una década después de esa agitada iniciación en la vida literaria, la influyente Editorial Zig-Zag le encomendó la primera antología de Vicente Huidobro. La selección realizada por Anguita y su iluminador estudio preliminar orientaron por un buen tiempo, y no sólo en Chile, la lectura de la poesía y de la prosa huidobrianas.

Estos datos parecen contradecir la idea de marginalidad, y sin embargo yo me atrevo a afirmar que la persona y la obra de Anguita tuvieron y siguen teniendo ese signo. Desde luego, su obra poética no se difundió (ese verbo también es excesivo) sino a partir de 1971, cuando apareció su Poesía entera en la Colección «Letras de América» de la Editorial Universitaria, una serie que yo dirigía. La edición resultó muy desmedrada y sé que esto lo lastimó, porque su laconismo se acentuó en casuales encuentros posteriores. Alguna vez traté de llevar el diálogo a ese difícil terreno, pero me liberó gentilmente del esfuerzo: las erratas que había encontrado eran mínimas, y lo demás no tenía remedio.

Cuando escuché la noticia de su muerte, ocurrida el 12 de agosto de 1992, y me enteré de las causas que la precipitaron: las quemaduras que había sufrido dos días antes al caer sobre una estufa encendida. Recordé esas circunstancias editoriales y releí Poesía entera, con la sensación de que ese lejano empeño había valido la pena. Ahora comenzaban a desplegarse en la lectura los múltiples poetas que parecían circular por el libro, como rostros, o más bien figuraciones y voces distintas del escritor que fue Eduardo Anguita. Al día siguiente escribí una página, de la que tomo algunos fragmentos para situar al personaje:

«La muerte lo sorprendió en el aislamiento en que había vivido -no acudo a la palabra soledad para mencionar esa condición distanciada y hasta huraña de su existencia: para un creyente como él esa palabra tal vez no tendría el mismo sentido que para nosotros-, pero creo que no se sintió víctima de los demás. Al parecer, sus amigos fueron muy pocos, y su poesía suele registrar los nombres de esos pocos cuyo trato buscó: en primer lugar, Vicente Huidobro.

No figura, que yo sepa, en ninguna antología prestigiosa de poesía hispanoamericana del siglo XX, ni aun en las que prodigan los nombres por las   —17→   más diversas razones. Es seguro que Anguita desdeñaba toda causa de marginación que no fuera, para él, estrictamente literaria. Por eso, su ausencia de las listas consagratorias no logró distraerlo de sus preocupaciones mayores: La belleza de pensar, fue el título del libro en el que reunió sus estimables crónicas y notas».


Al releer la obra poética de Anguita -uno de cuyos rasgos centrales es su dimensión metafísica- me ha impresionado profundamente la atracción multiplicada, constante, de una imagen que sólo ahora se me revela en su magnitud vaticinadora: la presencia del fuego, de lo ígneo, que lo esperaba al final de su vida.

No fue un epígono del creacionismo huidobriano, como alguna vez se ha insinuado. Ahora, a tantos años del nacimiento y desarrollo de aquel ismo, se puede ver que la poderosa y original personalidad de Anguita empezó a diferenciarse de Huidobro desde el primer momento, tanto en su práctica poética como en la reflexión sobre la teoría o doctrina que la sustentaba. Aunque simpatizara con la idea del «pequeño dios» o del «poeta mago» (Y a menudo probó que sabía y podía jugar ese juego), su meta declarada fue llegar «a constituir la vida individual en una especie de liturgia, emanada directamente de la videncia (poesía escrita). El poeta no sólo vería de otro modo; sería de otro modo. De poeta habría pasado a sacerdote», según sus palabras. Se inclinó, pues, desde una suerte de religión del arte a un arte religioso más y más ortodoxo. Crear un mundo significaba entonces derivar de él una conducta, responder a la necesidad de una poesía práctica, abrir esa puerta «donde la poesía es capaz de dar un sentido al mundo y, con ello, un sentido a la existencia. Allí, Poesía y Religión se darán la mano», escribió en 1948.

Su voluntad diferenciadora lo llevó a escribir sonetos -en años poco propicios a eso rigores-, por oposición al exclusivismo y a los descuidos culpables del verso libre. Otra resistencia significativa pudo verse en 1948, cuando escribió su poema elegíaco como «Mester de Clerecía en memoria de Vicente Huidobro». La situación que originaba ese poema y su fe religiosa explican la opción por la rigurosa forma del «mester de clerecía» en este homenaje, pero acaso inconscientemente (ahora pienso que no tanto) Anguita tenía en cuenta que el maestro se había inclinado por la actitud del juglar en su novela Mío Cid Campeador, publicada en 1929. La nota que sigue al título de la elegía -«Por encargo de Gonzalo de Berceo»- atrae algún eco de la alacridad huidobriana, pero luego contrasta con ella, desde la primera cuaderna vía, la gravedad intensa y desolada del poema:

Mester de Clerecía en memoria de Vicente Huidobro

(Por encargo de Gonzalo de Berceo)



A muerto de los aires un fino emperador.
Escuridad est tanta que non a alrededor.
Los sones han callado ca murió el roseñor
que era entre todas aves el pájaro meior.
—18→

Alvar Yáñez e Hübner e Vargas el pinctor,
Arenas e Rodríguez e io, que soi menor,
Ioan Gris, Gerardo Diego e Lipschütz esculptor,
Ioan Larrea, que dobla eúscaro tambor.
Hi vienen su Cagliostro e su Cid Campeador,
la golonfina aúlla con tristura e pavor,
e ploran muchos ommes por pena e por error.
A todos los consuela el ángel Altazor.

Dispónense a enterralle en fossa de pastor,
mas su cuerpo non hallan en nengún rededor;
ansí facen un hueco con su forma e grossor
e fincan en sepulcro esse hueco de amor.

Vincente de Huidobro, mi hermano e mi señor,
non fagas la faz mustia por plazer mi dolor,
nin compartas lazerio con el nuestro clamor,
si en grant gozo de música te metió el Salvador.

La alondra, la calandria e el chico roseñor
en concierto de voces entonan su loor.
Unos a otros traspásanse commo fructa e olor
e nenguno se rompe nin fiere su pudor.

Non luce en todo el prado faisán de más color,
ni ángel de más frecuenzia, ni aire de más rigor.
Cada silbo amoroso vuela de alcor a alcor
llevado por la brisa del estío cantor.

Él le dize cantigas a la Virgo de amor,
sentada en una rosa como dixo Altazor;
la nieve florecida al lado del calor
se amamantan en Ella sin miedo nin rencor.

Mi Señor Jesuchristo, mi Padre e Redemptor,
io ruego que me invites al concierto maior,
fagas en la mi carne plagas de grant dolor
ca non est instrument sin roturas de amor.

Fagas en la mi carne plagas de grant dolor... Ese verso nos dice algo más a sus lectores de hoy: no sólo el lamento sino también el presagio.

Otra verdad a medias en la escasa crítica sobre Anguita ha sido su adscripción al surrealismo. También en este caso hay razones para hablar de cercanías y resistencias. Ya se sabe que el surrealismo dejó una huella significativa en Hispanoamérica, que es muy fuerte en Chile, y hasta cierto Huidobro -el de Temblor de cielo- podría ser   —19→   releído desde ese mirador (aunque sin olvidar los versos famosos: «el vigor verdadero / reside en la cabeza»); conviene sin embargo señalar los límites de tales relaciones.

Anguita fue parco para referirse a ellas. En una de las pocas entrevistas que dio, apunta con brevedad, al hablar de los surrealistas del grupo Mandrágora: «... yo pensaba distinto que los surrealistas e incluso era contrario a varios de sus postulados». Más reveladora es su respuesta sobre el papel que juega el inconsciente en el proceso creativo: «Tiene una función primordial, sobre todo en los poetas de vanguardia, sean o no surrealistas. En mi caso particular, he sostenido que mi Inconsciente es muy rico y mi Conciencia es muy hábil, porque exige explicaciones» (Juan Andrés Piña, Conversaciones con la poesía chilena).

Como expresión de autoconocimiento estas líneas son, más que suficientes, muy notables, y creo que su escritura poética lo corrobora casi siempre, porque en sus poemas la conciencia cumple, como se espera, el rol constructivo que le asigna Anguita y que con otras palabras definió -también memorablemente- Dylan Thomas al razonar en una entrevista su «profundo desacuerdo» con las pretensiones surrealistas:

«A mí no me importa de dónde salen las imágenes de mis poemas; que salgan, si usted quiere, del mar más hondo del escondido yo; pero antes de que lleguen al papel deberán atravesar todos los procesos racionales del intelecto. Los surrealistas, por otra parte, acomodan sus palabras sobre el papel, exactamente como emergen del caos; no trabajan esas palabras ni las ordenan; para ellos el caos «es» la forma y el orden. A mí, esto me parece excesivamente presuntuoso; los surrealistas imaginan que cualquier cosa que draguen de sus yo subconscientes y la plasmen en pintura o en palabras debe esencialmente ser de algún interés o valor. Yo niego eso. Una de las artes del poeta es hacer comprensible y articular lo que pueda emerger de las fuentes subconscientes; uno de los usos más importantes del intelecto es «seleccionar», de la masa amorfa de las imágenes subconscientes, aquéllas que mejor logren su propósito imaginativo, que es escribir el mejor poema que se pueda».


(Texas Quarterly, Winter 1961. Cito la trad. de Gabriel Rodríguez, Oráculo, 2. Lima, 1979)                


Es posible, igualmente, estar en desacuerdo total o parcial con tales afirmaciones, pero a condición de reconocerles la oportunidad de un llamado al orden contra los absolutismos de escuelas o tendencias: un mérito que debe concederse desde luego a la conducta poética de Eduardo Anguita.

Con la palabra «Liturgia», Anguita tituló la sección que contenía sus últimos textos. Los diversos caminos que recorrió como si él fuera al mismo tiempo diversos poetas, confluyeron allí en un tipo de poemas que él definió como católicos en su sentimiento primordial. Será necesario retener esta idea para entender cabalmente su empeño.

En efecto, la dirección final de su escritura, así enunciada, parecería invocar la mayor gravedad, distanciada de las audacias e irreverencias que caracterizaron a la vanguardia literaria, de la cual se sintió siempre parte. Pero hay que agregar que en Anguita esas actitudes no fueron un gesto sino una manera realmente asumida de   —20→   vivir y escribir. Por eso es que algunos poemas de «Liturgia» plasman contenidos religiosos muy trascendentes acudiendo a una alianza entre la ortodoxia católica y la heterodoxia vanguardista. El resultado fue, una vez más, poéticamente feliz en la producción de un escritor que no se dejó tentar por la pura exterioridad de lo que Borges llamó «Novedades ruidosas»; en otras palabras: allí donde el vanguardismo exigía un vino nuevo en odres nuevos, Anguita reclamó para su uso el vino viejo en odres nuevos. Yo creo que el poema dramático «Única razón de la pasión de N. S. J. C.» ilustra esta alianza con brillantez, ingenio e intensidad infrecuentes en nuestra poesía. Con él, Anguita demostró que podía ser también un humorista consumado si se lo proponía; pero sin duda contaba con que se entendería la seriedad profunda que subyacía a ese humor:

Única razón de la pasión de N.S.J.C.

ARLEQUÍN
Nuestro Señor Jesucristo padeció únicamente por Jenaro Medina
Nuestro Señor Jesucristo subió al calvario por la señora Hortensia
Nuestro Señor Jesucristo murió exclusivamente por el Chipo Cruz
Nuestro Señor Jesucristo -Eli Eli lama sabajtani- por Alemparte por
Gaete por los hijos de Weir Scott
Por mí y por todos los chilenos todos los uruguayos los suramericanos
los norteamericanos los ingleses los franceses los alemanes los españoles
los italianos los ruso los ciegos los gordos los sabios los egipcios
los atletas los caldeos los militares los iranios los liberales los lisboetas
los utopistas los explotados los condenados de la tierra los explotadores
los esclavos sin pan los mormones los vendedores los productores los
consumidores los suizos los músicos los gobernantes los sordos, ay
Sus llagas se hicieron por todos ellos por todos nosotros
Y todos cabemos en ellas y todos somos redimidos
Pero Jenaro Medina solo
O Yo solo
O la simple señora Hortensia
Es la causa de toda la Pasión y la Muerte de Nuestro Señor Jesucristo
CORO
Nuestro Señor Jesucristo subió al Calvario por el Chico Molina
Murió exclusivamente por la señora Hortensia
Por los caldeos por los intermediarios los soberbios
los jordanos
los Meneses los ejecutivos...
ARLEQUÍN
No sigamos nombrando por qué única creatura padeció y murió
Nuestro Señor Jesucristo
Todos saben que fue por mí solamente por mí
Totalmente por mí.
—21→
CORO HOMBRES
Míííííííííííííííííí  (cantando nota Mi) 
CORO MUJERES
Míííííííííííííííííí  (nota Mi una Octava más alta) .

Hay otro registro en los poemas de Anguita que se lee ahora en la dimensión del vaticinio o de las anticipaciones: es el que atrae las imágenes del fuego, de la llama, del incendio y la ceniza. Parecía natural que en los poemas de «Liturgia», y aun en los anteriores, esas imágenes propias del campo semántico de lo ígneo -y cuya vieja simbología religiosa es múltiple y rica- recurrieran hasta el punto de sobresalir en su escritura con el carácter de signo valorizado, en el sentido que Pierre Giraud le da a esa noción en su análisis de textos poéticos de Baudelaire. En Poesía entera se pueden señalar más de cincuenta menciones de tales imágenes, y a menudo en lugares muy centrales, estratégicos, del poema. Por su situación y su frecuencia resultan inquietantes para el relector de Anguita; pero tal vez ninguna lo sea más que éstas, en la cual otro y el mismo Arlequín de «Única razón de la pasión...» teje sus obsesiones al comienzo de «Misa breve»:



Doce palomas entran en Ti, seis de cada lado:
seis de noche, seis de día. Palomas visuales,
convergentes chispas de aires a perforar tu nido solar.
No temen:
Si algún rostro tiene el agua, aunque cambiante y lejos,
¿qué rostro tiene el fuego?
El fuego tiene rostro sólo para el que arde.
De San Juan a Navidad, de Navidad a San Juan se suceden las aves.
Seis llamas escurren a reposar en el centro radiante de agua
y seis ascuas de agua acuden al beso ígneo.

Medianoche arde en el canto de un solo gallo de oro
Llameando como un loco en el fulgor de la Venida.
El gallo se quema al instante, yace relámpago marchito
de donde brota un nuevo gallo como corona de agua viva.

Después de un recorrido -aun fragmentario y parcial- por la poesía de Anguita, sorprende que una personalidad tan rica, variada y compleja haya sido casi ignorada en el espacio crítico de su país, y del todo fuera de él. Algunos artículos apreciativos y algunas entrevistas son excepciones valiosas que ponen a prueba una regla sombría del ocultamiento y la pereza. Esta nota negativa es la que hace de él un poeta marginal en nuestra literatura.

Con los escritores no le ocurrió lo mismo. Anguita fue leído y respetado por ellos, y yo creo que eso le bastaba; como buen lector de Conrad recordaría más de una vez este párrafo sobre la disciplina del escritor, y se le reconocería en él: «Debe hacer su trabajo lo mejor posible, ser exacto y cuidar sus frases como una tripulación lava su puente; no debe aguardar otra recompensa que el silencioso respeto de sus iguales; tal es su honra».

Al comienzo de estas reflexiones mencioné a Juan Luis Martínez, a cuya expresión «identidad velada» acudí para situar la obra de algunos poetas representativos de esa conducta. El mismo Juan Luis Martínez la ilustra inmejorablemente.

  —22→  

A pesar suyo fue una figura ejemplar para los jóvenes escritores chilenos, y lo sigue siendo todavía. En un trabajo que le dedicamos con Enrique Lihn en 1987 -Señales de ruta de Juan Luis Martínez- dijimos que una de sus singularidades era ésa: hacerse presente en su desaparición. Y es oportuno hablar aquí de desaparición, porque ése fue uno de los temas principales de su poesía.

Había nacido en 1942, y casi toda su vida transcurrió en Valparaíso y en pequeños pueblos aledaños, como Villa Alemana, donde solían visitarlo a menudo poetas de distintas generaciones (yo fui uno de esos peregrinos), atraídos por sus múltiples y sorprendentes saberes y por el encanto de una personalidad al mismo tiempo discreta, cálida y cortés. Sus libros fueron tan novedosos y desconcertantes que ninguna editorial los acogió (aunque la Editorial Universitaria consideró esa posibilidad en 1971), y terminó publicándolos él mismo en ciertas Ediciones Archivo que inventó para su uso particular. Fue en ellas que aparecieron las páginas que escribimos con Enrique Lihn.

Lo desconcertante de su trabajo era en realidad el despliegue feliz de una escritura liberada de convenciones formales o genéricas, y que provenía de su energía de bricoleur, «experto -como lo señalamos con Enrique- en el arte combinatoria y en la frecuentación submarina de las escrituras consagradas2 y de las literaturas sumergidas». La extrañeza empezaba con los títulos: La nueva novela (1977 y 1985); La poesía chilena (1978), que contradicen toda definición genérica. La poesía chilena no es estudio ni antología: es un libro-objeto, precisamente una caja negra, que contiene reproducciones de los certificados de defunción de Gabriela Mistral, Pablo de Rokha, Vicente Huidobro, Pablo Neruda y Luis Guillermo Martínez Villablanca (el padre del autor), más un bolsito o sobre de plástico con tierra del mistraliano Valle Central, y pequeñas banderas chilenas de papel. Algunos crítico -no más de dos o tres, si acaso- tomaron en cuenta el momento de publicación, pero es evidente que la lectura de esa caja puede ir más allá del mensaje político implicado. Juan Luis Martínez prefería no referirse a su quehacer y no adelantó, que yo sepa, ninguna clave: esa caja sigue siendo, pues, un desafío y un estímulo.

La nueva novela es el trabajo de un bricoleur, en cuanto la gráfica y los materiales incorporados son centrales para seguir y entender el orden de sus procesos imaginarios; pero es también el libro en el que se encuentran los poemas que hacen de él un autor fundamental en la literatura chilena de este tiempo. Los críticos no suelen comprenderlo así, pero los escritores jóvenes y muchos de mi generación lo han reconocido plenamente. Y si hablo por mí, debo decir que hay poemas suyos, como «La desaparición de una familia», que cuentan entre los más intensos de esta literatura en mi experiencia de lector. He aquí el poema:

La desaparición de una familia



1 Antes que su hija de 5 años
    se extraviara entre el comedor y la cocina,
   él le había advertido: «-Esta casa no es grande ni pequeña,
   pero al menor descuido se borrarán las señales de ruta
   y de esta vida al fin, habrás perdido toda esperanza».
—23→

2 Antes que su hijo de 10 años se extraviara
   entre la sala de baño y el cuarto de los juguetes,
   él le había advertido: «-Esta, la casa en que vives,
   no es ancha ni delgada: sólo delgada como un cabello
   y ancha tal vez como la aurora,
   pero al menor descuido olvidarás las señales de ruta
   y de esta vida al fin, habrás perdido toda esperanza».

3 Antes que «Musch»y «Gurba»«los gatos de la casa,
   desaparecieran en el living
   entre unos almohadones y un Buddha de porcelana,
   él les había advertido:
   «-Esta casa que hemos compartido durante tantos años
   es bajita como el suelo y tan alta o más que el cielo,
   pero, estad vigilantes
   porque al menor descuido confundiréis las señales de ruta
   y de esta vida al fin, habréis perdido toda esperanza».

4 Antes que «Sogol», su pequeño fox-terrier, desapareciera
   en el séptimo peldaño de la escalera hacia el 2º piso,
   él le había dicho: «-Cuidado viejo camarada mío,
   por las ventanas de esta casa entra el tiempo,
   por las puertas sale el espacio;
   al menor descuido ya no escucharás las señales de ruta
   y de esta vida al fin, habrás perdido toda esperanza».

5 Ese último día, antes que él mismo se extraviara
   entre el desayuno y la hora del té,
   advirtió para sus adentros:
   «-Ahora que el tiempo se ha muerto
   y el espacio agoniza en la cama de mi mujer,
   desearía decir a los próximos que vienen,
   que en esta casa miserable
   nunca hubo ruta ni señal alguna
   y de esta vida al fin, he perdido toda esperanza».

Tan marginal fue Juan Luis Martínez que cuando publicamos con Enrique Lihn nuestras notas sobre su trabajo, algunos lectores creyeron que se trataba de una invención. Eso apareció en la página cultural del diario El Mercurio, en noviembre de 1988. Un crítico desinformado comentó que Enrique y yo habíamos logrado unos poemas luminosos que negábamos con una introducción culpable de excesiva densidad (y de alguna manera esto último era cierto). Terminaba sugiriendo que dado ese desacuerdo entre las dos partes, Juan Luis Martínez tenía «que ser de verdad» (sic).

En marzo de 1993 -mes de su muerte- se publicó en ese mismo periódico una de las poquísimas entrevistas que concedió. Hablando de marginalidad creo que vale la pena citar un pasaje de ese diálogo. Dice la periodista:

  —24→  

-En una ocasión el crítico de El Mercurio Luis Vargas Saavedra creyó que usted era un invento de Enrique Lihn y Pedro Lastra, y escribió «acaso Juan Luis Martínez ni siquiera exista». ¿Qué le parece?

Respuesta de J.L.M.: -Ese comentario me emocionó mucho. Me complace irradiar una identidad velada como poeta; esa noción de existir y no existir, de ser más literario que real. De joven leí un aforismo de Novalis: «La poesía es lo real absoluto». Si entonces me sedujo esa afirmación, hoy estoy convencido de que es así.

Pregunta: -¿Y por eso quiere borrar su huella, llegando al extremo de tachar su firma?

Respuesta: -¿Sabe? los aspectos biográficos de un autor me parecen irrelevantes a la hora de enfrentarse a un texto. De ahí que no me parezcan adecuadas las entrevistas que buscan datos nuevos, como queriendo encontrarles un doble sentido a los poemas.


Identidad velada... Pero como la de los otros escritores señalados aquí, su poesía es un bien para todos y sólo eso debería importarnos. Y es otro poema de Juan Luis Martínez el que me invita a cerrar esta ya larga exposición:

Observaciones relacionadas con la exuberante actividad de la «confabulación fonética» o «lenguaje de los pájaros» en las obras de J. P. Brisset, R. Roussel, M. Duchamp y otros.



a. A través de su canto los pájaros
comunican una comunicación
en la que dicen que no dicen nada.

b. El lenguaje de los pájaros
es un lenguaje de signos transparentes
en busca de la transparencia dispersa de algún significado.

c. Los pájaros encierran el significado de su propio canto
en la malla de un lenguaje vacío;
malla que es a un tiempo transparente e irrompible.

d. Incluso el silencio que se produce entre cada canto
es también un eslabón de esa malla, un signo, un momento
del mensaje que la naturaleza se dice a sí misma.

e. Para la naturaleza no es el canto de los pájaros
ni su equivalente, la palabra humana, sino el silencio,
el que convertido en mensaje tiene por objeto
establecer, prolongar o interrumpir la comunicación
para verificar si el circuito funciona
y si realmente los pájaros se comunican entre ellos
a través de los oídos de los hombres
y sin que éstos se den cuenta.
—25→

NOTA:
Los pájaros cantan en pajarístico,
pero los escuchamos en español.
(El español es una lengua opaca,
con un gran número de palabras fantasmas;
el pajarístico es una lengua transparente y sin palabras).



  —27→  

ArribaAbajoBárbara: la memoria es un cadáver que se incendia

Mario Milanca Guzmán



«Oh Señor, da a cada uno su propia muerte, el
morir que surja verdaderamente de esta vida,
donde encontró amor, sentido y desamparo».


Rainer María Rilke                


Un vuelo de la empresa Aero-Perú que despegó de ciudad de México y cuyo destino era Santiago de Chile, hizo una escala técnica en Lima -aeropuerto Jorge Chávez- al emprender el vuelo hacia la capital chilena, las computadoras del avión «se volvieron locas», dijo el piloto, y la nave cayó al mar frente a las costas del Callao. En ese vuelo iba la poetisa chilena Bárbara Délano, que con 34 años de edad allí se perdió.

Aquí se le responde el envío de un ejemplar de su libro El rumor de la niebla (1987) que su autora -Bárbara Délano- envió a su compatriota M. M. G. Éste una década después se detuvo en ese libro que ayer sólo hojeó, pero que hoy después de ese vuelo que naufragó. No en las estrellas, sino en las playas, en las aguas del mar océano, leyó M. M. G. el libro de Bárbara y descubre que, como toda lectura, esta es polisémica. Así él va leyendo la inmolación tal cual la describió Bárbara una década antes en El rumor de la niebla. Y de esa lectura y saludo se concluye que Bárbara quiso morir «yo» es decir, el «yo» que quiere morir buscando inmortalidad.

Año -día- viejo... y recuerdo a una amiga que no conocí, pero que me envió uno de sus libros, en cuya dedicatoria escribió -mientras trazaba esos grafos era la sangre, sus humores, sus lágrimas, sus deseos, sus pasiones, sus recuerdos o sus dolores los que circulaban en esa mano que trazó estos signos: «A, es un grafo enorme, como ola, y este dato no es anodino. No; como ola, la que la llevaría años después -o segundos, todo es relativo- de este mundo. Escribió: A, como en esas montañas de aguas que usan los surfistas para navegar sobre una idea o una pasión. Decía: A Mario Milanca, estos rumores [los que somos de mar, de aguas, sabernos que el «mar» no es más que un continuus de rumores] paralelos... Bárbara Délano. M; sí, una M de México alta, como la más alta ola que cerraría sus ojos, su memoria. Y fue firmado en julio, un julio donde ese sueño se hundió para siempre. Trazo con un marcador azul -el azul, acaso, el azul del cielo que quiso ver o el azul de esa noche llena de estrellas fugaces- un círculo alrededor de su nombre. Sí, es la misma Bárbara Délano que se perdió una noche del mes de julio de 1987 en mis sueños, y que nueve años después se hundiría en los sueños de ese mar océano que fatigaron bucaneros, negreros y todas sus naos con oro y plata y sangre hurtadas a estas tierras... y Bárbara observándolo todo.

¿Quién dijo que los poetas no eran visionarios? Algunos lo dudan, pero Bárbara desde las aguas ha disuelto y estremecido a esos incrédulos. Hay que creer en la   —28→   letra y el espíritu de la palabra. Ella ayer no más dijo esto: este es el baile de los muertos/ el inmenso territorio yerto de la muerte [digo: es el océano ese inmenso territorio de la muerte]/ Círculo salvaje donde esperamos el sacrificio [digo o pregunto: ¿no es acaso el líquido amniótico donde uno puede naufragar antes de nacer y ver las primeras estrellas?]; /Aquí estamos tú y yo./ Solos/ Mirando al vacío [pregunto ¿cuál es ese vacío sino el mar, el océano y esos rumores? Ella tituló su libro en francés: le rumeur, donde la aliteración es incisiva y preclara]/ He dicho que esto ciega, /Atrás el mar es un espejo de dioses/ olor de patio abandonados// El horror con que me miras no tiene límites [observo: quién mira? el padre, sus amigos, sus admiradores, sus envidiadoras del ayer: todos miran esa muerte sin límites]/ Hoy ha llegado la maldita hora de la muerte/ mártires y verdugos/ héroes y patrañas/ escollos de una civilización perdida/ para enterrarte y desenterrarte del olvido/ [digo: aquí estamos desenterrándote de ese olvido líquido y submarino que quiso amarte demasiado cerca]. Tu cuerpo flota como un río/ donde pasó rápida la luz/ Tu cuerpo lleva mi estigma,/ el signo en que perpetúo nuestra muerte/ [glosa: su cuerpo flota como un río, imagen femenina, imagen de una poetisa como Bárbara; se ve flotando: ella es río, sobre las aguas o bajo las aguas del océano que la tragó; es una haz de luz, que algún día, siendo adolescente, soñó; se soñó como un estigma bajo las aguas]. Luego en el poema -poema de su muerte- ella -Bárbara- bajo esas aguas sigue su monólogo con su amado y hoy, después de los hechos, nos hacen estremecer esas palabras. Y dijo: «El día/ la tarde/ la noche asusta [la tarde de un día ella se subió a una nave -la nave que guiaba Caronte- ella vio la tarde, esa tarde diferente, la noche se aproximó y la asustó] / Todo asusta en este rincón enfermo/ donde se grabó para siempre el desamparo del tiempo [inaudito, estaba pensando en la muerte de Atahualpa, los jeroglíficos que hay en esas latitudes, donde esos signos -graznidos para siempre- del desamparo del tiempo hablan o murmuran viajes también naufragados. Cómo, me preguntó, un tal Borges -que se movía entre laberintos y sueños- no leyó esos jeroglíficos, allá en las alturas del altiplano; y sin embargo, Bárbara los leyó desde sus sueños]; dijo: «Cezanne» yo digo: «(Bárbara) mira tristemente desde/ el otro lado del mundo». Ella se sigue mirando, allá se ve flotando en esas frías aguas donde un día fondearon las naos que llevarían toda la muerte del mundo. Se mira, se ve y dice: «Allí estás tú (Bárbara)/ magia estática que congeló los cuerpos./ Este es el baile de los muertos [observo: acaso cuando la nave cayó de las estrellas todos esos cuerpos no se disolvieron en un baile; baile, como ella soñó, de los muertos?] Y finaliza. «Aquí estamos tú y yo. Solos. Mirando al vacío».

Hoy primero de enero de mil novecientos noventa y siete sigo leyendo a Bárbara, su libro que ayer, cuando me lo envió desde México, no tuve el cuidado de descifrar. No entendí los mensajes subyacentes. Anoche hubo fiestas ¿qué se celebraba? ¿Los días idos, los días por venir? Nosotros observábamos casi impávidos esos festejos. En nuestra soledad nos mirábamos en las estrellas que escasas dejaban ver unas espesas nubes nocturnas. Luego vino la bruma; la bruma de la noche, bruma de una neblina espesa, cayó sobre los hombres. Se bailaban los ritmos de la vida, para celebrar a la muerte, todas las muertes. Nos sorprendió la mañana espesa dialogando con la lluvia del ayer, con los árboles que verdes y terribles se erguían   —29→   frente a nuestra ventana; buena atmósfera para conversar, dialogar con nuestros queridos, venerados muertos ahí en el umbral de ese nuevo año, o evocar a los que lejanos amamos, digo mi hijo que está en la edad de la aventura y las pruebas profundas. Las voces salían del bosque próximo, de las aguas del río que ayer fue río, hoy es apenas una caricatura de sí mismo; salían voces del ayer para increparnos y decir-nos: insensatos sigan celebrando esos primeros de cada año, ya les tocará estar de este otro lado del bosque, para evocar antiguas canciones e iremos tras los ejércitos derrotados del ayer y sus tambores no convocarán muerte, sino espanto del hombre que llegó del cielo sobre una nao y dejó caer cuentas y piedras baratas, pero se cobró con la sangre y los huesos y los sueños de muchos pueblos que hoy están de este lado del bosque donde yacemos los muertos.

Nunca es tarde, Bárbara, para leerte, leer ese rumor de la niebla (éditions d'Orpfée, Québec, 1984, 65 págs.) Fíjate, fijémosnos: Orfeo, no fue gratuito el nombre de la editorial, después de la venganza de las Ménades -grupo de choque de Dionisio- la cabeza de Orfeo flotó hasta llegar al mar, pero siguió cantando; y eso es lo que hace ella ahora -flotando estará su alma- pero su hermosa cabeza sigue viéndonos y cantando, como ayer lo hizo Orfeo, bajo cuyo nombre jamás se perderá, sino que viajarán flotando unidos; unidos y cantando.

Nos detenemos en la portada. Es como entrar a un «campo santo», y leer arriba -en el arco que da acceso al otro mundo- como una especie de epígrafe a todo lo que veremos: «muerte y transfiguración». Y las palabras cargadas -como los dados- continúan: «demolición» donde «los cadáveres giran y zumban/ sobre una pila de/ desnudas calaveras». Cadáveres giran y zumban, giran y zumban... nos hace ver, oír, ese zumbido de aguas profundas donde esos cadáveres -su cadáver- quedó girando y zumbando. El texto «el tambor de los muertos» la palabra preclara es más precisa, los dados siguen cargados, el Tarot sigue mostrando la carta sonriente de la muerte, arcano XIII puro icono al cual le sobran los significantes. Versos que son para balancearse en las conjeturas: «soledad en llamas/ páramos perdidos en la profundidad», «¡Déjame caminar por el piso de vidrio/ para ver el fondo/ donde los cadáveres arden!». Ella quiso, cómo no, salir, volar, caminar sobre esas ruinas de plástico, de vidrios; quiso ver el fondo... donde los cadáveres ardían ¿por qué? No puede ver a los compañeros circunstanciales que ardían, y ya resignada se dice: «Ya no espero nada/ todo ha pasado por un caleidoscopio antiguo/ en una terrible secuencia que se desmenuza». Imágenes, imágenes -como un caleidoscopio antiguo, de su niñez, pasó todo, todo. Ella examina fotografías viejas fotografías- de familia. Y mirando acá y allá predice: «El día de los muertos no fue el primero de noviembre». ¡Y cómo iba a serlo! No; ese día sería su día en que del cielo caería para marcar el día, la noche, la mañana de las muertes, su muerte. Y en ese lugar -dice- en ese bosque jamás podrán hallarla, allí ella no tiene espejo. Remata esta fotografía II: «Aquí nadie jamás podrá hallarme./ Aquí no hay ni un solo espejo» donde el adverbio refuerza la mirada visionaria: jamás nunca, nunca jamás podrán hallarme. En fotografías III se ve ella adolescente con minifalda de los años 60, ayer todo relucía; claro, la mini remite a juventud, despreocupación, en cambio -dice al final- hoy el polvo cubrió las hojas, es decir, su pasado. Ese daguerrotipo, lo dice ella ¿quién más que un visionario? se ha puesto sepia y se ha ido borrando el tiempo. Escribió en Fotografía IV «el tiempo es un reloj antiguo».   —30→   Le faltó el segundo verso para que el dístico superara a la ficción: «perdido bajo las aguas de la mar océano y pacífico».

Iniciaremos este párrafo comentando la foto V, cuyo primer verso decía «este es el baile de los muertos». Ella emprendió un viaje, soñó ese viaje ¿y qué encontró? Fuego, nubes grises, rumores, neblina, fuego, astillas mojadas. Y ya resignada del fin de ese viaje exclama «hemos venido aquí para perdernos». El viaje ha llegado a su fin: el fuego no prende [¿y cómo iba a prender entre las aguas?] llueve y estamos desnudos./ En la orilla/ un encaje de leños se balancea [leños, pedazos de una nave, balanceo de una estructura hecha para dialogar con las estrellas, no para ir a murmurar bajo las aguas] Hacia el abismo/ sobre el monte nubes grises/ El rumor de la niebla que se expande/ [hacia el abismo, sobre montes de arenas, sólo un rumor de niebla vio, vislumbró ella, y luego] /no veo nada ¿dónde estás (n)?/ ¿dónde están los otros? [pregunta al verse sola en ese mundo acuático donde sólo el rumor y la neblina son sus compañeras; ella, la solidaria, la visionaria se pregunta por los otros, casi con angustia reitera ¿dónde están? Y al verlos a todos ya cadáveres, extiende los brazos e inicia la búsqueda de un foso para su muerte:] «con los brazos extendidos yo también/ ando buscando un foso para morirme»./ Ella -viva aún ¿cuándo mueren los poetas?- observa el final de ese viaje: «Apenas arden minuciosamente algunas/ astillas sobre la tierra mojada/ toda la extensión/ es el último camino». [Un adverbio largo, donde las consonantes se reúnen para describir mejor esas astillas, esos pedazos, esos restos de un viaje a la «tierra mojada»: Detengámonos en esta imagen, ella llamó a la «losa» del aeropuerto donde debía concluir el viaje, la llamó «tierra mojada». ¿No es sorprendente? Y agrega que esa tierra mojada =losa aeropuerto, es «el último camino». Arribó el vuelo -vuelo derribado- arribó a una tierra mojada ¿y qué ve?] «La niebla que nos cubre»/ [entre paréntesis acaso los signos son arbitrarios] dijo: «(no veo nada ¿dónde estás?/ ¿dónde están los otros?/ ¿Los ves?/ ¿puedes verlos?/ [no ve a sus compañeros de ese viaje, viaje perdido, por ello exclamará ya resignada, sabiendo que ella lo pre-dijo, pre-soñó, pre-vislumbró: «hemos venido aquí para perdemos/ para cansarnos de no ver bajo la lluvia/ [¿serán los otros solos los sacrificados, los que perecieron en la primera impresión, en el primer encuentro de una nave con esa «tierra mojada». No; ella solidaria quiere unirse a ellos, por eso les dice: ¡Déjame cargar este madero!/ Yo también soy una cruz/ buscando el sacrificio»[si hubo una explosión y con ella fuego, esta se acabó pronto por el contacto de las profundidades de esa «tierra mojada», por ello ella constata: «no hay fuego pues» donde la conjunción causal denota el «tono» final de ese viaje: «no hay fuego pues» ¿acaso ella asociaba la muerte al fuego, el espanto al calor? Su biografía lo afirma: a los doce años vio cómo ardía un símbolo republicano y allí comenzó una carnicería= la muerte. De ahí que le causa tanta extrañeza cómo todo se acaba y sin fuego] /«llueve y estamos desnudos. He aquí el paisaje/ en toda su extensión./ Hacia lo largo y ancho de las cruces./ Sobre el abismo./ Este inútil paseo de solitarios». Desnudos llegamos al mundo, desnudos nos vamos; desnudos caminamos entre las cruces de los campos, sobre esos abismos. El viaje que iba a ser un paseo de la felicidad, que significaría la reunión con seres queridos, se transforma en un -lo dice ella- inútil paseo de solitarios... desnudos cargando con sus cruces sobre esos abismos acuáticos.

  —31→  

Me detengo para hacer una observación: ese viaje partió de una losa (aeropuerto), el destino era otra losa (otro aeropuerto), pero ya sabemos, la nave se perdió; luego, ella y demás pasajeros, jamás pisaron la losa, y jamás tendrán losa, pues los cuerpos no flotaron, se perdieron en un lozadal (losa destruida por efecto del agua) no en la losa esperada y soñada con cruces y flores.

No sólo le salió a lo largo de su vida, al consultar el Tarot, la carta con tambores de muerte, sino que también le salía ¡siempre! un viaje inolvidable. Y esa visión no es apocalíptica, sino surrealista. Así, en «Los viajantes» título de otro poema, pág. 48, se pregunta «qué es la memoria» y se responde: «es un cadáver que se incendia». Fue lo último que registró esa «memoria» un cadáver -muchos cadáveres- que se incendiaba... «para siempre en la llanura»; he aquí la imagen surrealista -¿hay algo más surrealista que la muerte?- Y no podemos dejar de evocar esa imagen surrealista per se de Lautréamont, que dice algo así como: «bella como el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de disección». (Cantos de Maldoror),

odríamos decir encuentro fortuito de «un labio vaginal que palpita sobre la comisura de la boca de un bosque de plateados diamantinos». Labio vaginal perdiéndose en la «aguas infinitas», adiós al Eros que, se dice ella, nos hemos engañado tanto. El viaje a las profundidades de la memoria es inevitable y es por ello que se lleva, para siempre, sus sueños de juventud, le llegan terribles esos olores del mirto de la casa paterna, les llegan esas inconfundibles -dice- noches de Santiago. ¿Qué dejar grabado para siempre? Las noches vividas allá en Québec, en París, en México, en Moscú o esas noches -siempre inconfundibles- de la adolescencia. No hay duda: las noches de Santiago, dice resuelta.

En «Vidrio Púrpura» evoca a los feyadines que con un alfabeto de 22 letras «narraban el soplar de las velas»: Ese último viaje -lo sabemos por la prensa y la televisión- lo hizo en compañía de algunos de esos feyadines que se llamaban Abdul, Jasser, Faruk. Esos, cuyos antepasados les transmitieron las palabras partir y volver. Desde Sidón partió la nave para ir a lamer las profundidades de esos abismos y para que los otros feyadines no naufraguen ella -lo dice- levantará este pañuelo sobre las alturas del Lubnam... y evoca: «desde Sidón partieron las naves hacia el mar».

¿Qué es la esfera mágica? Respondo: un sueño o la nave que la llevó a ese viaje absurdo. Lo que sea, pero allí «entre esos cuerpos reflotados en la noche/ Allí dejé mi pelo roto/ la piel vuelta para atrás/ allí roí hasta que pude alcanzar tu eco». Pegada a ese asiento, unido a ese paracaídas por un fuerte cinturón que el piloto le insistió no desprendérselo, allí dejó su pelo roto, la piel deshecha... y allí royó, escarbó con dientes y uñas el eco de la vida. Mientras roía entendió que ya la poesía no servía, no tenía ligazón con esa nueva realidad, que eran las puertas al sueño. Y royendo y sufriendo se decía: «nunca debimos salir a ver el color que dejaba/ la estela...» La estela, las olas, el mar... la estela que dejaba la noche, jamás debió haberla salido a conocer: «nuestros cuerpos resarcidos en el dolor/ huellas persiguiendo huellas./ Eco detrás de un eco, mil voces dentro de ese espejismo en ese vacío ¿A eso aluden las huellas sobre huellas? Habló antes de «tierra mojada» ahora dice «tierra seca» donde «perdimos los ojos en la esfera mágica/ donde nos sumergimos a perseguir nuestros fantasmas». Y con mayúscula para que no quede dudas,   —32→   o como un grito desde el fondo para que flote y alguien lo encuentre a la deriva dijo: «y los cuerpos se nos llenaron de hormigas./ La esfera mágica donde nos revolcamos». La esfera se revolcó, huyó de las estrellas para despertar entre peces que como hormigas se abalanzaron sobre los cuerpos aún tibios de desesperanza. Y todo elocutado por ella -título del poema- In absentia.

En este poema hay un «eco» -hay un otro con el cual se va dialogando. Ella evoca el color de los ojos del amado; evoca los besos «que despertó la furia». Así se unen Eros y Thanatos en un abrazo ¿inmortal?; en cada beso que despertó la furia... aguardaba la muerte. Y agrega «Mientras caigo contra el aire», ese caer la hace perderse en la erótica personal, en besos y cópulas de las cuales tanto esperó, pero acusa al amante de «embotarlo» todo; no se resigna en esa caída contra el aire -cuando la vida se va- no haber tenido caídas al vacío plenas; él las embotaba, enervándola a ella y a su placer. ¿Un placer In absentia?

En esa caída las imágenes se suceden, imágenes y sonidos -recuerdos-; evoca otros sacrificios -los hornos crematorios, deslices del amante que le hizo el amor a una muchacha, cuyo nombre le ocultó; voces que gritan ¡hasta siempre!; Schubert aullando en los ojos de los niños. Y ese «-vacío donde aúllo/ donde me quemo-».

«El anfitrión» es el poema de despedida, donde una voz «maldita» dice, le susurra o le grita «te has equivocado». ¿Cuál fue el equívoco, vivir, respirar, escribir o tal vez hacer el viaje? Esta despedida -poetisa finalmente- lo hace de la mano de T. S. Eliot y su tierra baldía: así las buenas noches, las muy buenas noches, buenas noches, buenas noches se suceden. Y fue en ese mar baldío donde se despidió de todos nosotros. Y nos dijo así, sin casi rencor, buena noches a todos. Adiós. A ella no se le despidió. No; ella despide a los que se van, a los que la dejarán de ver. Y nosotros no lloraremos por ella. No; ella llorará por nosotros. Así lo dijo: «He venido aquí para llorar/ sobre este mantel blanco». ¿Qué es el «mantel blanco»?. Acaso este libro cuya portada es blanca, alba, pura como un mantel de día domingo, donde ella ha lanzado unas cuantas fotografías del viejo álbum familiar, y ha ido leyendo su propia muerte, su propio fin en los ojos de los otros. Allí vio «las cosas que pasaron». Y sobre ese mantel blanco llora esas cosas pasadas. Es espejo y reflejo de un pasado y de un porvenir; pues allí, no entre líneas, sino entre grumos, densidades del blanco y negro del sepia ya diluido por las manos del tiempo, ella vio lo que nadie, ni siquiera vislumbró: «Luzco una corona/ de flores difuntas/ aquí/ donde la memoria es un cadáver/ que se incendia para siempre.../ un espacio donde se consumen esas voces perdidas»/.

Y así fue Bárbara, el agua -como vislumbraste- fue tu espejo que te esconde del tiempo; ahora luces una corona, esa que lanzaron tus deudos allá en ese mar frente a las costas del Callao, así no habrá memoria, no habrá pasado. Sólo tú y tu corona de flores difuntas nos saludarán y dirán, se acabó la comedia: buenas noches, buenas noches.

Colofón: contraportada del libro llamado muy visionariamente El rumor de la niebla: veo un fotografía. Ella -Bárbara- no mira a la cámara, está sonriente indicando algo a alguien. Mujer joven, bonita, pelo largo, aspecto juvenil y saludable y con toda la vida a sus pies [estoy consciente de este tremendo lugar común]. En nota al pie de la foto nos informan que ella «tiene» 22 años. Inevitable aquí las   —33→   restas y las sumas. Si ella -Bárbara- tenía 21 años el año 1984, quiere decir que el año 1961, es decir, y aquí nos estremecimos, falleció a los 34 años de edad. Siguen los datos: nació en Santiago, forma parte de una familia de escritores. Poetisa muy precoz; se nos informa que ella había publicado un libro en México, no se indica el título ni el año; también se nos dice que poemas de ella aparecen en diversas antologías de jóvenes poetas chilenos en Chile, Francia, y Estados Unidos.

Luego viene una apreciación crítica de su poesía. Leemos: «Sa poésie est l'impression d'une jeunesse pour laquelle la vie se présente avec des caractères durs et difficiles, à l'imagen de la jeunesse chilienne. Ses poémes traduisent ces inquiétudes et ces anxiétes». ¡Y cómo no! Si tenía tiernos 12 años cuando supo de Estado de Sitio, de Guerra Interna, de Campos de Concentración y de Dictadura.

Para saber algo más de ella, abrimos una antología de jóvenes poetas chilenos, publicada el año 1983; y allí es ella -Bárbara- quien nos habla directamente en prosa; nos cuenta de sus sueños y frustraciones. Nos dice que por aquella época -1980- ella vivía en Santiago. Ya para aquél tiempo reconoce haber viajado -algunas veces- a México donde, escribió, he encontrado una especie de «desabotonamiento» a mi incipiente concepto de la realidad. Sueños: ingresar -ese año- a la universidad, estudiar idiomas, montar un pequeño laboratorio fotográfico; pero el sueño mayor: la independencia. Pasiones declaradas a los 19 años: seguir escribiendo; pasión por Vallejo, Eliot, César Moro; pasión por el invierno en Santiago y sus muros que se descascaran... y por supuesto, dice, por los sueños que siempre han despertado en mí una extraña obsesión.

Y no podemos sino decir que ella murió aferrada con sus pasiones: escritura, allí vislumbró y estableció su corona; Vallejo, sí, pasión por Vallejo, y murió ¡Oh hados! en la «tierra mojada» del autor de los Heraldos negros. Y los sueños, declara tener obsesión por ese estado, y su muerte fue como un sueño excesivo, es decir, una pesadilla.

Bárbara aquí respondo tu carta firmada y fechada en Ciudad de México, julio 1987 Veo -releo- unos enormes trazos, nuevamente esa M... «m» de mar, «m» de muerte. Así decía: «Estimado Mario:/ Agradezco enormemente el envío de tu libro que, por cierto, he disfrutado mucho. Te envío, a su vez, este librito que seguramente no conoces. Me gustaría que me contestaras acusando recibo y, que si conoces a alguien más por esos rumbos que podría leerlo y comentarlo, me hicieras llegar su dirección./ Otra vez, gracias./ Espero que algún día nos conozcamos. A fin de año parto a Chile donde podrás escribirme. Abrazos Bárbara Délano».

Pegué en el vértice superior izquierdo de su misiva [esto denota que tenía plena certeza de mi respuesta], un trozo del remitente, y leo: «Bárbara Délano/ Mazatlán 5, T-7 C. P. 06140-D. F. México».

Querida Bárbara, una década después -¡nunca es tarde!- respondo tu carta; y tu deseo no se cumplió: no nos conocimos, no nos vimos; pero sí nos conocimos: en nuestra palabra recíproca. Es por ello que antes que todo se desvanezca ¡el tiempo, y tú lo sabes! este primer día del año noventa y siete, no sólo he querido releerte, sino que algo más, responder tu carta para dialogar contigo. Te cuento, anoche una neblina espesa cubrió este edificio donde habito y, fue inevitable no evocar ese rumor que me llegaba desde las páginas -tú escribiste «mantel blanco»- de tu libro   —34→   que lamento no haber leído con cierto cuidado en julio del año 87, cuando tuviste la gentileza de mandármelo desde México. Y jamás nos encontramos en la patria: tú me escribiste desde México, yo -hoy- te respondo desde Venezuela. Al parecer esa espesa neblina que te cubrió no permite que nos encontremos, pero este rumor de la neblina ha permitido el mejor de los encuentros... una década después.

El discurso anterior siguió una línea: muerte inesperada, no buscada, no soñada; creo que fue Carson Mac Culler quien dijo que la muerte siempre es la misma, pero que cada hombre o mujer muere a su modo. Luego, en los párrafos siguientes examinaremos el envés del discurso anterior. Es decir, esa muerte no fue fortuita, sino que habría sido estructurada -como un poema o una vasija de cobre- pacientemente por Bárbara. Luego, ella habría muerto a su modo. Y ese modo lo habría vislumbrado en medio de la neblina; allí los rumores de muerte le habrían llegado precisos, y ese «sueño» lo volcó en sus poemas. Allí proyectó y dibujó su fin, sin nostalgia, sin pena, sin autocompasión, sino con pura lucidez.

De la voz -de la mano- de Maurice Blanchot busquemos las razones de los «clarividentes», los que, sin ser suicidas, van en busca de una muerte justa. Se quiere morir -escribió Blanchot-, pero a su manera. No se quiere morir de una muerte cualquiera. No se busca la muerte anónima; se huye del «se muere». En definitiva, se quiere morir, esto es noble, pero no fallecer.

Todo artista -¿exageraría si afirmara que todos los artistas somos suicidas?- va en busca de una «obra», pero no sólo sus trabajos llámense esculturas, pinturas, poemas, etc., son obras, sino que en esa búsqueda va más allá -en definitiva buscando llegar al «más allá»- y así hace de su muerte una obra de arte. Y ennoblecer la muerte no es esperar que el tiempo acabe con esta estructura de carne y huesos y humores. No; ennoblecerla es pensarla, meditarla, tratarla de tú a tú, sin necesidad de llegar a ser decrépito. No; eso es fácil, sencillo. Lo visionario es hacerlo cuando se respira en ese terrible lugar común: toda la vida por delante. Hacer de ese hecho inevitable, predecible una «elección». Así es la muerte no es prestada ni casual.

Blanchot explica esa búsqueda de la muerte a través del examen del pronombre personal de primera persona «yo». Nadie puede morir de «yo»... el yo que quiere morir «yo» es decir, ese «yo» no busca la muerte sino la «inmortalidad». Que mi muerte -sigue Blanchot- sea el momento de mi mayor autenticidad hacia lo que «yo» me lanzo como hacia la posibilidad que me es absolutamente propia, que sólo es apropiada para mí y que me mantiene en la dura soledad de ese «yo» puro.

Hacer de la muerte mi muerte, ya no es entonces mantenerme «yo» hasta en la muerte, es ampliar ese «yo» hasta la muerte, exponerme a ella, no excluirla, sino incluirla, mirarla como la mía, leerla como mi verdad secreta, lo espantoso donde, reconozco lo que soy cuando soy más grande que «yo», absolutamente «yo» mismo o lo absolutamente grande.

Bárbara jamás huyó de esa verdad. No; la buscó, intentó dialogar con ella, pues bien sabía que si negamos la muerte, es como -señala Blanchot- si negáramos los aspectos graves y difíciles de la vida, como si sólo tratásemos de acoger las partes mínimas de la vida; entonces, nuestros placeres también serán los mínimos. Sí, lo mínimo en la vida conduce a la muerte. Es por ello que la poetisa -la hembra- constató que en sus momentos eróticos, en los cuales cerraba los ojos para encontrarse   —35→   por un instante con la pequeña muerte, esa se le negaba, lo cual le causaba hilaridad. No; ella deseaba en esa caída oler esa muerte, ese placer último.

¿Cuál fue el error Bárbara? ¿Acaso el error fue errar? No. El errante -sigue Blanchot- no tiene su patria en la verdad sino en el exilio, es decir en la obra, en el poema. Y allí nos extraviamos, allí nos escapamos, pero también nos reencontramos. Sí, nos encontramos errando de país en país, de noche en noche en búsqueda de qué Bárbara ¿de qué? Porque, por último, qué importa dónde queden nuestros huesos. Lo importante fue el haber respirado nuestra verdad en nosotros mismos. Y tú diste la lección: la residencia es la patria grande, las estrellas y aguas oceánicas que murmurando te recibieron y cobijaron.



  —37→  

ArribaAbajoUna lectura bien hecha3

George Steiner


La mochila del soldado de infantería no tiene mucho espacio. Un jabón, unas hojas de afeitar, unos calcetines de repuesto. Pero hay lugar para un libro: El mundo como voluntad y representación (Die Welt als Wille und Vorstellung), de Schopenhauer. Sólo ese libro. El soldado en cuestión es mensajero de las vanguardias en las trincheras, tarea peligrosa si las hubo. Hombre de valor excepcional, será promovido a cabo y recibirá tres heridas graves antes de noviembre de 1918. Habrá leído una y otra vez el texto de Schopenhauer, que ya no lo dejará a lo largo de una existencia agitada.

Su lectura se dirigirá ante todo hacia la doctrina schopenhaueriana del Wille, de la voluntad. El mundo es en primer lugar y a fin de cuentas voluntad. Todo movimiento orgánico, todo pensamiento, no son sino pulsiones fenoménicas surgidas de la voluntad. Impulso de ser, del que el mundo y la dinámica ontológica que llamamos «vida» sólo son una manifestación siempre parcial, siempre naciendo y desapareciendo, la voluntad, der Wille, es simplemente el ser como lo dice el verbo «ser». No puede haber límite para esta voluntad, ya que semejante límite sería él mismo la expresión de otra voluntad, incluso contraria, como la de la antimateria, a la vez simétrica y destructiva, en la física nuclear moderna. Punto capital -que nuestro lector, bajo los huracanes de fuego de los años 14-18, habrá anotado cuidadosamente-, el Wille trasciende, al englobarlo, a su objeto. En ese voluntarismo cósmico, el objeto no es sino un momento en la eterna pulsión de la voluntad, no es sino un grano de arena arrojado por el maremoto o el calmado sismo del ser. De ahí que las nociones éticas aplicadas a los objetos del acto voluntario sean triviales, comparadas con el acto mismo. De ahí también que, en una perspectiva como predarwiniana, el individuo sólo sea una pompa efímera, una parte casi insignificante de la espuma que surge y se apaga en la superficie existencial del diluvio creador del Wille. Consciente de la nulidad de su estado y de los sufrimientos e ilusiones que le proporciona esa nulidad, el individuo que reflexiona buscará la extinción, el retorno a la noche informe de lo universal. Aniquilar es devolver a la vida la lógica y la dignidad del trans, es decir, de lo inhumano.

Otro tema sin duda habrá llamado la atención del soldado-lector de Schopenhauer, una paradoja in extremis (que ya había marcado profundamente a Wagner). Aunque ya no hubiera universo, afirma Schopenhauer, subsistiría la música. La voluntad quiso, en el pleno sentido del término, al cosmos. Cansada de esta niñería, muy probablemente deseará su extinción (como la que presenciamos cada día, en las galaxias o las especies animales). Quedará, precisamente el Wille ipso facto. Pero esa voluntad devoradora de sus objetos, al volver eternamente sobre sí misma   —38→   (este es el origen de la gran metáfora nietzscheana), tiene una forma estrictamente indecible. El querer tiene un «sonido». Es, para Schopenhauer, después de Kierkegaard, el de la música. La cosmología actual dice haber descubierto los ecos del big-bang, las radiaciones de fondo que se propagan hacia el infinito desde el instante de la creación de nuestro universo. Y Schopenhauer anticipa exactamente esa constatación: después de que este universo se apague, la música seguirá produciendo el «ruido del ser».

Un poco antes de 1914, Die Welt als Wille und Vorstellung encuentra otro lector atento. Gran burgués, escritor de genio, ese lector escapará a los sufrimientos de la guerra. Pero resiente su horror absurdo. Medita sobre Schopenhauer a la luz de las doctrinas del budismo indio, a las que el mismo Schopenhauer apela expresamente. La vida, todo lo que nuestra representación (la Vorstellun) es capaz de percibir y de sufrir de ella es sólo el «velo de Maya», ilusorio y pasajero. No hay que exaltar ni deplorar la presión inhumana de la voluntad. Hay que intentar huir de su imperio. El sabio se retira todo el tiempo de su breve paso sobre esta tierra llena de estupidez y de sufrimiento. No entrega ningún rehén al deseo, a la ambición, a la mundanidad -en el sentido pascaliano de la palabras-. Se abstiene y desiste con el fin de alcanzar, aún antes de su muerte biológica, el nirvana, la beatitud y la ascesis del alma. Para este lector, la filosofía de Schopenhauer es la del Oriente. Traduce una sabiduría infinitamente superior a las del voluntarismo, las filosofías de la acción, el dominio sobre el mundo, tal como las practicamos desde Aristóteles hasta Descartes, desde Descartes hasta Hegel. Y cuyos frutos inevitables son la guerra mundial y la contaminación del planeta. A su vez, Schopenhauer, con su comprensión casi abismal del cansancio del ser -tema crucial en nuestro segundo lector-, se habrá adelantado a Freud. «La pulsión de muerte», la búsqueda del thanatos en la última etapa del pensamiento freudiano, sería una recuperación del «budismo» de Shopenhauer. Es en cuanto aceptación razonada de la muerte, concebida como despertar de la pesadilla y de la obsesión demoníaca de la vida, como la metafísica y el arte -la música antes que nada- constituyen para el sabio entrenamiento para la negación, para ese aniquilamiento que, él sólo, le permite corregirse al gran error del ser.

De estas dos lecturas, ¿cuál es la mejor? ¿La del cabo Hitler, ebrio de voluntad, que recibe como suyos el implícito «más allá del bien y del mal» en la totalización del Wille en Schopenhauer y sus consecuencias relativas al aniquilamiento de lo individual? ¿O bien la de Thomas Mann, obsesionado con el llamado como gravitatorio (pensemos en Muerte en Venecia) de la disolución del ser, del adormecimiento de la voluntad y del largo murmullo del mar que refluye bajo el gran mediodía de un silencio final? ¿Quién, de nuestros dos lectores, supo leer mejor El mundo como voluntad y representación?

No hay ninguna respuesta objetiva o adecuada a semejante pregunta. Toda lectura es selectiva. Sigue siendo parcial y partidaria. Es encuentro en movimiento entre un texto y la neurofisiología de las estructuras de la conciencia receptiva, ahí donde la «neurofisiología» es sólo una clasificación pretenciosamente vaga para intentar aproximarse a los componentes estrictamente inconmensurables (formalmente y sustantivamente inconmensurables) del conjunto de las estructuras de la   —39→   conciencia humana. Toda lectura es el resultado de presupuestos personales, de contextos culturales, de circunstancias históricas y sociales, de instantáneos huidizos, de casualidades determinadas y determinantes, cuya interacción es de una pluralidad, de una complicación fenomenológica que resiste a todo análisis que no fuera él mismo una lectura. No hay momento o elemento inconsciente en la vida de un Hitler, desde el mundo de las trincheras hasta lo informe, tal vez alucinante, de sus ambiciones, que no se refieran a su elección de Schopenhauer como compañero de viaje en 14-18 y al diálogo que inicia y que desde entonces mantendrá con Die Welt als Wille und Vorstellung. Igualmente, no hay nada en el estatuto social, en los reflejos culturales, en el modo de vida patricio, en el teclado de neurosis sobre el que toca un maestro de la gran fatiga en Occidente, que no sea pertinente para la interpretación de Schopenhauer por Thomas Mann. Dos lecturas, entonces, verdaderas y falsas. Como lo es el libro leído, que, por su parte, no logra reconciliar (pero ¿ambicionaba tal reconciliación?) la concepción de la voluntad ciega y cósmica con la de lo ilusorio en la creación y de la fuga fuera del ser.

Lo que importa -volveré a ello- es lo «consecuencial» (palabra poco elegante) en esos dos actos de lectura, es la entrada en materia vital y existencial de los dos lectores. Hitler intentará encamar la voluntad desnuda y rehacer el mundo bajo la luz negra de representaciones raciales. Enviará al descanso de la nada a millones de individuos. Thomas Mann compondrá una obra sutilmente nocturna, impregnada del pesimismo altanero de la filosofía de la renuncia en Schopenhauer (al que dedicará por cierto un ensayo importante). En varias ocasiones, asumirá el orientalismo del maestro. Él y Hitler situarán en la música (y no solamente la de Wagner, el schopenhaueriano) el hogar de otro modo inaccesible del misterio del ser y del destino. Uno de nuestros dos lectores escribirá libros que el otro quemará. Libresca es la lectura de un eminente texto filosófico, que sirve de fundamento a esos dos actos aparentemente contradictorios. Una ironía, si se quiere; pero ironía de lo serio.

La imposibilidad de legislar sobre estas dos lecturas, de declarar verídica a la una y falsa a la otra, ¿significa que toda lectura es igualmente buena o mala, que sólo hay «falsas lecturas» (Paul de Man), que toda interpretación es una ficción semántica, un juego de textualidades internas puesto que no hay extratextualidad?

De modo muy somero, pues, y con conocimiento de causa -causa perdida por el momento-, ¿cuál sería una «lectura bien hecha»? (la frase es de Péguy, lector eminentísimo). ¿Cuáles son las modalidades, humildemente prácticas, del compromiso entre el «yo» -concepto, lo sé, puesto él mismo en duda desde que Rimbaud nos hizo saber que es «otro»- y esa combinatoria de signos semánticos, siempre polivalentes, siempre subversivos de todo sentido posible que llamamos, en el umbral de la era electrónica y en el fin de la edad de Gutenberg, «un libro» o, para emplear la jerga actual, «un texto», un «acontecimiento de textualidad»?

En la lógica y la lingüística moderna prevalece el axioma de Frege, según el cual no es la palabra sino la frase (der Satz) la unidad de sentido. Esto podría efectivamente definir las estructuras elementales del discurso cuyo primer eje es el del razonamiento, el del argumento, el de la transferencia informática. Pero este principio no se aplica a la poética. En el texto literario, en el poema muy particularmente,   —40→   la palabra es ya una forma compuesta y compleja. La letra es la fuente primera. Por su configuración visual, por el juego de sonoridad y de asociaciones nominales que esta configuración -manuscrita, impresa, iluminada, en grabado o en inscripción litográfica, sobre el pergamino o el momento- hace surgir. En las santas escrituras -matriz de toda teoría y práctica del entendimiento en Occidente-, es la consonante, sujeta a una verdadera polisemia de vocalizaciones diferentes, la que inicia y circunscribe el campo semántico (el Sprachfeld). La magia de la letra es vivida por los poetas desde los calígrafos de la Antigüedad y del Islam hasta el surrealismo y el letrismo del siglo XX. La poética de las vocales tal como la expresa Rimbaud es conocida por Píndaro y Virgilio, por los poetas floridos y los prosistas como Flaubert. Ya la sílaba, como todo el abanico de sus aperturas y de sus clausuras, de sus acentuadas y de sus menudas, es, en la música del sentido, un conjunto tan rico que escapa a todo análisis que quisiera ser exhaustivo. En el poema, la sílaba es a la vez recepción y resistencia a la soberanía demasiado perentoria de la palabra.

Una lectura bien hecha empieza por el léxico. Ahí reside y siempre vuelve a él. Un Littré total, en la biblioteca del sueño borgesiano, contendría toda la literatura y la aún por venir. Lo histórico de la palabra es la materia prima de su empleo. La alquimia del verbo practicada por el poeta invoca, turba, transmuta esta diacronía de la palabra. Por la vía del léxico, el escritor establece un diálogo y una rivalidad con sus predecesores. Al despertar esos temibles fantasmas, quisiera manifestar su muerte. Pero surgida del Littré, del Grimm, del Oxford English Dictionary, cada palabra, por innovadora, por esotérica que sea en su nuevo uso, lleva en sí una temporalidad casi arqueológica, el palimpsesto de cada empleo precedente. Este aporte es a la vez enriquecimiento infinito y amenaza. En el poema mediocre o rutinario, el peso del tiempo en el interior de la palabra puede aplastar. En algunos escritores, el léxico es el Ángel de Jacob. Rabelais, Flaubert, Joyce, Céline luchan cuerpo a cuero con su Littré y Larousse universal. Son capaces de hacer que se despliegue en la palabra la suma dinámica de su historia y de imponerle su sello. La palabra vuelve al léxico -precisamente después de esa lucha con el Ángel- marcada, renombrada. En adelante, gozará de su aura flaubertiana o joyceana. La palabra «sombra» ennegreció después de Hugo; la palabra «cosa» irradia obstinadamente desde Ponge. Amar la literatura es ser amante de léxicos.

Y de gramáticas. La sintaxis es la nervadura del sentido. Es lo que le da al pensamiento y a la intuición su canto. Nadie podría conocer «la gramática del poema», es decir su estructura significante, sin conocer «la poesía de la gramática» (Roman Jakobson). Es absurdo querer hacer música sin aprender sus reglas, sin saber lo que es una escala o un acorde. Absurdo equivalente a querer hacer una buena lectura sin informarse sobre las estructuras sintácticas que le son orgánicas. No escuchar la coreografía -un paso de danza se escucha- del ablativo4 absoluto en el verso de Horacio, del gerundio en Virgilio o La Fontaine, no querer saber en qué los pasados simples, los pasados compuestos o los pluscuamperfectos agencian la perfección, la inteligibilidad del mundo (el Weltsinn husserliano) en Flaubert o en Proust, que los analiza en su ensayo sobre Flaubert, es renunciar a la alegría de una lectura seria.

Sobre nuestra mesa de lectura, junto a una buena gramática histórica, otras herramientas de escucha. Un tratado, así sea rudimentario, de métrica. Explícitamente   —41→   en toda poesía, implícitamente en toda prosa de calidad, es la medida, la cadencia, el ritmo, las breves y las largas, la puntuación: lo que «da sentido». El alejandrino incorpora una visión psicológica, social, política, tal como el verso llamado «libre». La imitación, la lucha contra el hexámetro clásico, determinará la evolución de nuestra poesía vernácula. Hay en Valéry como una puesta en música de una metafísica por el octosílabo. «Siento en mi alma el genio de esa sonata de Mozart, el soplo divino de esa balada de Chopin. No quiero saber lo que es una clave de sol, una cadencia, una medida en música». Singular y triste arrogancia, pero que practicamos cotidianamente en contra de la literatura. Al alcance de la mano, también, alguna instrucción a la retórica, a esa mecánica viviente de la elocuencia, a esa óptica del visionario, si se me permite la expresión, que de Platón y Cicerón a Hugo o Michelet construye códigos de las letras como en el de la política o el derecho. ¡Qué manual de las retóricas de la persuasión, de los adornos de la rabia, es el Viaje al fin de la noche! El aficionado a la danza intenta captar su coreografía, aunque sea en un nivel muy preliminar. El aficionado a la lectura intentará captar los instrumentos del decir, una vez más en un nivel que puede ser elemental.

Estas no son sino evidencias, trivialidades. Pero nuestra desherencia actual es tal que a veces parecen salir de una lengua muerta, de una condición del espíritu (moto spirituale) cuyos vestigios mismos invitan al ridículo.

El «buen lector» habrá probado estos medios de acceso. Habrá hecho o cantado sus escalas.

Ahora, nuestro lector está en posibilidad de emprender la lata aventura del «entender». Ahora, en el cruce de conocimientos adecuados, aunque siempre preliminares, y de una disponibilidad de percepción y de escucha siempre creciente, el lector compromete a la esfera semántica, es decir el universo del sentido. La lectura palabra por palabra, la lectura entre líneas, preparan el análisis gramatical, el de métrica y de la prosodia, el de las figuras retóricas, el de los tropos. A su vez, este análisis estilístico -sabemos en qué grado un estilo es una metafísica, una lectura del ser- prepara aquello que espera resultar, en el sentido propio del término, una explicación del texto.

Sólo después de esos ejercicios previos, pero ejercicios, lo repito, que ejercen una fascinación y tienen una capacidad de recompensa propia de ellos, sólo después de cierta adquisición de ese «alegre ser», se puede invocar a la hermenéutica y la eventualidad del sentido.

La afirmación de que no hay extratextualidad es un grafito infantil sobre los muros del sentido común. Sin embargo, por absurda que sea, esta idea borrosa es importante. Es sintomática de la trivialización, del nihilismo bizantino que quisieran reaccionar a la barbarie de nuestro siglo. Ironía iluminada: la afirmación de la autonomía, del autismo absoluto del texto, de su clausura sobre sí mismo, de su autorreferencia intratextual (afirmación que se remonta a la doctrina de la ausencia, de lo cancelado en Mallarmé) está ella misma sólidamente imbricada en el contexto -es decir la extratextual- política, social, epistemológicamente actual. Negación de la referencia, ella misma ultrarreferencial.

El simple sentido común del buen lector le dice en qué grado los datos históricos sociales, materiales en el seno de los cuales el texto en cuestión fue producido   —42→   forman parte integrante de la recepción de todo sistema de signos, de toda comunicación verbal o escrita. Pero tomadas todas las precauciones frente a los abusos de lo biográfico, de lo circunstancial, sigue siendo cierto que la vida de un autor, que las premisas temporales, socioeconómicas, ideológicas de su obra son instrumentales para su interpretación. El lenguaje mismo, la posibilidad ontológica del discurso ya son extratextuales, cargados de historia, de conciencia y de inconsciencia ideológica, de localidad. Como nos lo dice Shakespeare, la palabra, la frase, le dan a nuestra experiencia del mundo (así fuera intuición pura e inmanente) «su morada» (habitación) local y su nombre. A su vez, el mundo del otro, la negociación del sentido con el otro (la intersubjetividad) hacen posible la trama de comprensión y de equivocación, el proceso de «traducción» recíproca del acto de lenguaje (el speech-act) y de toda hermenéutica. Como lo enseña Wittgenstein, entender una palabra es hacer que el otro la entienda, es lograr un consenso con él -siempre provisional, siempre sujeto a revisión- sobre sus modos de empleo. Demostración analítica a la que se añade en un Levinas toda una ética de la partición del sentido.

Una lectura seria dará provecho al contexto, a las condiciones generadoras de la obra, con todas las precauciones y todas las sospechas que impone el estatuto incierto del documento histórico, incluso del testimonio del autor. Hay un sentido, y no trivial, en el cual un párrafo, una frase, incluso una palabra en, digamos, Madame Bovary suponen, requieren para ser bien leídos, cierto conocimiento de la historia de la lengua y de la sintaxis francesa, del estado de esta lengua y de esta sintaxis en la época de Flaubert; cierto conocimiento de la sociedad, de los conflictos ideológicos, de la política rural de ese medio punto del siglo XIX; y, si ha de creerse el furor de comprensión, la manía por la lectura (que no siempre es la correcta) en Sartre, cierto conocimiento de los resortes más íntimos del psiquismo flaubertino. En todo texto que solicita una relectura -con lo que yo quisiera definir lo que pertenece a la literatura-, un pasaje y que nos «informa», la totalidad del mundo histórico y fenoménico. De ahí la estricta imposibilidad en literatura de una lectura formalmente y sustantivamente completa, exhaustiva, final. Sólo a la hora mesiánica, que tendrá también sus tristezas, el poema se entenderá totalmente, ya no habrá nada más que decir, el texto se cancelará en la claridad final de su interpretación.

Hasta ahí, toda lectura bien hecha sigue siendo provisional y tangencial. En ese cálculo diferencial del «leer bien», nos acercamos cada vez más a las vidas del sentido del texto sin cercarlas por completo, sin poder sustituirlas nunca con la explicación de la paráfrasis, de lo preciso, de lo analítico. Esta aproximación, retomada con cada lectura o relectura, como nueva con cada intento por el simple hecho de los cambios en la vida, en la sensibilidad, en las condiciones materiales y psicológicas del lector, viene precisamente del mundo extratextual y hacia ese mundo se dirige ese texto si quiere comunicar, si quiere ser otra cosa que enigma o sinsentido. Vuelvo al tema husserliano: Welt y Sinn son inseparables. Se reúnen en la síntesis del historial del cual la historia misma del sentido (el proceso de la hermenéutica y la historia de este proceso) forma parte integrante. Me parece que estas son perogrulladas. Pero las acrobacias lúdicas de la desconstrucción y del pretendido «postmodernismo», así como el eclipse del pensamiento marxista sobre las funciones de la historia, de la ideología y de las condiciones de producción en la evolución   —43→   de la literatura y de las artes, han acabado por volverlas sospechosas. Sentido y sentido común; el sentido común del sentido. Fundamentos obvios de toda buena lectura. Conceptos como destruidos en este fin de siglo en el país de Descartes y de Molière.

Una objeción: el esbozo que acabo de trazar del «buen lector» es puro cuento. ¿Quién tendría hoy el tiempo, la educación altamente privilegiada y los medios técnicos para hacer semejante lectura? ¿Quién dispondría de la indispensable reserva de silencio (el silencio se ha vuelto lo más costoso de nuestras ciudades gritonas, en el caos de los medios masivos electrónicos)? Antes que todo, ¿quién, salvo un talmudista de lo profano, un erudito o sabio de profesión, un bibliófilo o filólogo de una sensibilidad «anticuaria», tendría ganas de entregarse a semejante disciplina de la lectura y de la interpretación?

Primera respuesta: no exageremos. Los conocimientos lingüísticos, gramaticales, históricos que presume mi modelo del que lee no eran, hasta 1914 e incluso más tarde, ni elitistas ni esotéricos. Una sólida iniciación al latín, un contacto, aunque más escaso, con el griego; el análisis gramatical y métrico, una familiaridad con el trasfondo histórico, formaban parte natural del ciclo secundario en los liceos, los Gymnasia, las public schools de nuestra Europa. Lo más importante: aprender de memoria era, para el alumno, un ejercicio evidente y perenne. Este ejercicio implica toda una teoría de la historia, toda una filosofía de la cultura. Aprender un texto o parte de un texto de memoria es vivirlo en lo inmediato, es darle en nuestra existencia derecho de residencia y de presencia, siempre renovada, en la «casa de nuestro ser». Amar intensamente un poema es querer sabérselo de memoria, es querer abrigarlo contra toda censura, contra toda destrucción, sea política o material o sea la del olvido, más destructiva todavía (los poemas de Mandelstam, de Ajmátova, de Tsvetaieva sobrevivieron en la memoria). La posibilidad misma de una buena lectura se vincula con la de la memorización. Si todas esas prácticas y artes del entendimiento se apagaron en gran medida, si hoy resultan el atributo de una minoría siempre decreciente, este estado de cosas es sólo muy reciente. La amnesia programada de nuestra educación secundaria actual sólo se remonta a la catástrofe de las dos guerras mundiales y al imperio de la experiencia americana sobre la Europa agotada. Dejar a un niño en la ignorancia, robarle la gloria difícil de su lengua y de su herencia, no es una ley de la naturaleza.

Segunda respuesta: el orden de lectura tal como lo he evocado ha dado prueba de sus aptitudes. Tenemos varios testimonios. Sólo tengo que citar la exégesis del hallazgo hugoliano de la palabra Jerimadeth en la lectura que hace Péguy del Booz dormido. Exégesis fonética, gramatical, métrica y trascendental en el sentido kantiano de la palabra, que pasa a la evidencia al ir más allá de ella. Lectura en bajo continuo sobre la cual se elabora y se aclara la génesis significante del poema, vuelto a sí mismo, a su misterio que resiste finalmente gracias a la penetración de Péguy. O bien los «leyendo a Balzac» «leyendo a Stendhal», y ante todo, los ejercicios de lectura de Valéry propuestos por Alain. Diálogos casi sobre un pie de igualdad entre el texto y aquel cuya lectura es, como diría Bergson, dato (yo diría «don») inmediato de la conciencia instruida. O también esa obra maestra tan poco leída, Para un Malherbe de Ponge. Acto formidablemente lúcido, erudito y alegre a la vez,   —44→   de reconocimiento, de conocimiento siempre en movimiento y que renace de un maestro hacia otro. Y si dejo el ámbito francés, la demostración hermenéutica tal vez más probatoria en nuestro siglo, la de la lectura de las parábolas de Kafka en la correspondencia de Walter Benjamín, con Gershom Scholem, lectura -con lo que todo está dicho- en el nivel de los textos leídos, y que desemboca, como es debido, en un poema notable (poema de la poética) de Scholem. Habría que citar muchos otros ejemplos de lecturas eminentemente bien hechas y que, si me atrevo a creerlo, le cantarán al alma falta de aire cuando queden olvidados la humillante jerga y los delirios de grandeza de «pretextualidad» que dominan en este momento.

«Me gustan los alfabetos, las declinaciones, los modos y los tiempos verbales, las sintaxis, los aspectos, todas las combinaciones con las cuales los hombres, en cualquier lugar de la tierra, se las ingenian para romper su soledad y tomar posesión del mundo». Así escribía Brice Parain. Intenté señalar en qué ese gusto engendra toda lectura bien hecha y en qué le da al espíritu la libertad primera que es la del sentido -el «sentido común»-, término a la vez inconmensurablemente rico y problemático.

Ahora, después de la larga «temporada en el infierno», de este siglo, esta profesión de fe en el lenguaje, en la realidad (siempre de modo provisional) inteligible de la intencionalidad y del sentido, sufre un asalto a la vez brutal y seductor. ¿De dónde surgió esta rebeldía contra el logos, este cuestionamiento fundamental del ideal, de la utopía concreta -porque es realizable, como acabamos de verlo-, de una hermenéutica de la razón, de un desciframiento, por tentativo, por vulnerable que sea (hay que mantener abiertas, dice Kierkegaard, las heridas de la posibilidad) de las relaciones entre la palabra y el mundo? ¿Cuáles fueron las raíces de la desconstrucción? Vasto tema del que no quisiera tocar sino, apenas y de paso, dos elementos.

La desconstrucción tiene como matrices a la historia, al contexto, a la extratextualidad seminal del judaísmo moderno, no sólo en la persona de su jefe de fila, sino también en los Estados Unidos, esfera superior de su brillo más evidente. La desconstrucción es la rebeldía edipiana de ese judaísmo contra casi tres milenios de autoridad (auctoritas) casi sagrada, casi totémica (Freud está en el juego, por supuesto) de la palabra y del verbo. Autoridad siempre imperiosa y reimpuesta por el comentario y el comentario del comentario. Esa eterna lectura que relee, esas interpretaciones de la interpretación fueron la patria del judío, su único e inalienable terruño en el exilio. Repudiar la presencia real del sentido en el mensaje, su inteligibilidad última -y así fuera, como dije, la del horizonte mesiánico-, repudiar la posibilidad de lecturas acumuladas y que concuerdan finalmente, de esas letras y sílabas de fuego que arden en cada escrito, es rechazar, en un acto de rebeldía principesca, la esencia histórica y pragmática del judaísmo, de esa religión y de esa identidad librescas entre todas. Como a su manera el psicoanálisis, la desconstrucción es un intento de asesinato desmistificador del patriarcado finalmente teológico u ontoteológico del texto y del contrato mosaico -la tautología fundadora de la zarza ardiente- en la base del judaísmo. Intento que, lógicamente, surge de ese mismo judaísmo.

Pero no es la lógica lo que está esencialmente en cuestión. Son las angustias que suscita el horror del destino judío en Europa. «El Holocausto, acontecimiento absoluto de la historia, fechado históricamente, esa quemadura entera en que toda la historia se abrasó, en que el movimiento del Sentido se abismó (...) En la intensidad   —45→   mortal, el silencio huidizo del grito innumerable». «Silencio», «grito», el «Sentido» que se abisma, que desaparece en el abismo. Esta definición del Holocausto, de la Shoah por Maurice Blanchot, me parece que define también la desconstrucción y lo que hay de negación del sentido en el postmodernismo. La insensatez de los campos de la muerte, el sinsentido del destino judío en Europa y en Europa Oriental, lo estrictamente indecible (transgresión de decirlo todo) de ese «acontecimiento absoluto», pero sin absolución posible, han quebrado el «movimiento del Sentido» como Occidente lo había vivido desde los presocráticos y el pacto con el Verbo en el Antiguo Testamento. Al proclamar esta ruina del sentido, la desconstrucción es una constatación profundamente judaica, en un contexto concretamente histórico, mucho más que un método sistemático. Es, después de la «quemadura entera» de esta tragedia humana, un juego satírico, él mismo tan triste, tan suicida.

Si el «movimiento del Sentido se abismó» de manera irreparable, entonces la evacuación de la memoria, la nivelación de toda pedagogía y de toda escolaridad clásica, la desconstrucción de la hermenéutica fundada, en un postulado de lo inteligible se habrán salido con la suya. Estaremos en la era del «desastre» (M. Blanchot) o de lo que quisiera llamar la del «contrasentido» y de la cual la desconstrucción y ciertos aspectos del postmodernismo son el carneval pasablemente siniestro (en donde «carneval» quiere decir efectivamente el «adiós a la encarnación»). Entonces, una lectura bien hecha ya no tendrá sentido alguno, en la connotación a la vez epistemológica y psicológica del término. Pero, hacia y en contra de todo lo que vivimos en este siglo de medianoche, y que el encadenamiento de las masacres y las inhumanidades de un capitalismo tardío nos hace vivir todavía, ¿es seguro este apocalipsis?

La intuición de lo inteligible y la sed de entender están inscritas en el ser humano. Es finalmente absurda la hipótesis de la producción de un acto semiótico -el texto, el cuadro, el fragmento de música- que no quisiera ser entendido, que no quisiera comunicar, aunque le costara mucho trabajo, aunque fuera a través del tiempo y de las mutaciones de conciencia. Hay textos que juegan con una ambigüedad total, que quieren ser huidizos o carecer de sentido para siempre. Son muy escasos y pertenecen a los márgenes de lo esotérico o, precisamente, del juego. Por cierto, como los niños que juegan a las escondidas, semejantes virtuosismos o malabarismos se enmascaran con la esperanza de ser descubiertos y puestos a la luz (piénsese de Mallarmé, en Lewis Carroll o en el lenguaje órfico de un futurista como Khlebnikov). La noción de que todo es juego de palabras y remolino autista en torno a un vacío, a una ineluctable insignificancia, va en contra no sólo de toda experiencia histórica sino de las estructuras primordiales del psiquismo humano en cuanto individualidad e intersubjetividad comunicante. Justamente cuando busca fingirse loco, Hamlet quisiera hacerle creer a Polonio que lo que está leyendo no son sino «palabras, palabras, palabras». Pero aún ahí, el soberano sentido común de Shakespeare ironiza: en la obra resultará más adelante que no son sino palabras, ciertamente, ¡pero de Montaigne!

La afirmación de que el sentido tiene un sentido, de que el texto o la obra de arte quieren ser inteligibles, de que hay ciertos límites -es el punto clave- a la diversidad de las interpretaciones recibibles, de que los desacuerdos y subjetividades inevitables en una lectura tienden hacia la posibilidad de un consenso, de un textus   —46→   receptus como dicen los «amantes del Verbo» que son los filólogos, esa afirmación siempre ha sido y siempre será una apuesta. Una especie de apuesta pascaliana frente a lo que en definitiva -ahí es donde la desconstrucción es formalmente irrefutable- no se puede probar. Es posible, en efecto, que el demonio imaginado por Descartes sea dueño de un universo perfectamente absurdo, in-sensato, mentiroso. De un universo en que toda lectura (y percepción) no puede ser sino falsa lectura ya que no puede haber correspondencia, por polivalente, por momentáneamente opaca que fuera, entre las palabras y las cosas. Esta posibilidad subsiste como subsiste el mundo del alucinado, del esquizofrénico. Tiene el atractivo de un último vértigo. También tiene su irresponsabilidad política básica y las veleidades de lo inhumano. Por añadidura, no hay nada más apagado, más aburrido para el zoon phonoun, «el animal que habla», el hombre, que un mundo con el sentido desconstruido. Es la pasión por lo inteligible -homo sapiens- lo que hace más o menos soportable nuestra condición biológica, que es la de la mortalidad y que constituye lo que nos queda de dignidad. Querer entender, hacer una buena lectura, ¿no es querer ser libre?

Sin embargo, repito que esta afirmación «constructiva» sólo es una apuesta, un salto «a lo pleno». Hacer esta apuesta, y en este momento de nuestra historia europea, me parece absolutamente necesario. Sólo gracias a una «apuesta sobre el sentido», a una resurrección de las artes de la memoria, a una tensión constante hacia el entendimiento, sólo gracias a la escucha del decir de libertad humana que murmura o proclama, que susurra o canta todo poema válido, sabríamos retirar del abismo, de la cenizas vivas de la quemadura entera, el sentido que queda en nuestra condición. Lo que está en juego, sin duda siempre epistemológica y técnicamente, es, en último análisis, la posibilidad de una ética. Las presiones y las aperturas sobre el ser que implica el frente a frente con el otro son igualmente las que implica el encuentro con el texto, la acogida, el alojamiento en nosotros que intentamos darle. Ahí donde acabaría semejante encuentro, se instalaría -¿acaso no está en camino de hacerlo?- esa barbarie particular que es la de la trivialidad.



  —47→  

ArribaAbajoMagia y estilo en la narrativa de Manuel Mujica Laínez

Manuel Peña Muñoz


Una nota de prensa aparecida en el periódico madrileño El País en el mes de mayo de 1997 llama poderosamente nuestra atención. La noticia nos informa que en diversas ciudades españolas, se están realizando seminarios y congresos para estudiar y redescubrir la narrativa hispanoamericana al cumplirse 30 años de lo que José Donoso llamó el boom de la literatura latinoamericana.

Efectivamente, hace 30 años, a fines de los años 60, los novelistas de América Latina que usualmente publicaban en sus respectivos países y que no se conocían entre sí, comenzaron a publicar sus libros en España y a trascender las fronteras. Comenzó en Barcelona un auge editorial increíble en editoriales como Seix Barral y Plaza Janés que se interesaron súbitamente en publicar para el mundo hispánico las novelas de Mario Vargas Llosa, de Carlos Fuentes, de Juan Carlos Onetti, de Guillermo Lezama Lima y de Gabriel García Márquez en altos tirajes.

Era una completa pléyade de escritores poco divulgados hasta entonces que crecieron notoriamente en prestigio al ser publicados en las editoriales catalanas y alcanzar altas ventas con sus novelas en las cuales se reflejaba el alma del ser latinoamericano.

Entre ellos estaba también José Donoso que se relacionó con estos escritores y publicó las novelas Coronación y El obsceno pájaro de la noche en España, a las que seguirían muchas otras en las que el autor plasma su cosmovisión y su estética de la decadencia. El detalle de todo este movimiento literario lo da el mismo José Donoso en su interesante libro Historia personal del boom.

También Julio Cortázar revolucionaba la literatura de habla castellana con unos cuentos sobresalientes en los que manejaba nuevas estructuras y proponía nuevos tratamientos del género. Todos los fuegos, el fuego, La casa tomada, Final de juego y tantos otros eran los libros que leyeron toda una generación de jóvenes universitarios de esos años, aunque en Europa no gustaron tanto. Encontraban que Rayuela era un libro demasiado intelectual, demasiado europeo y en este sentido, consideraban que ellos lo habían hecho mejor. Preferían temas y ambientes más criollos, más nuestros, por eso, el escritor de mayor auge fue Gabriel García Márquez con su realismo mágico y su universo maravilloso tan apegado a la raíz de nuestro continente.

Recuerdo en 1969 un gran Encuentro de Escritores Latinoamericanos que tuvo lugar en Valparaíso organizado por la Universidad Católica del puerto en donde yo estudiaba literatura. Al evento (aún no se usaba esta palabra) vinieron Mario Vargas Llosa; Leopoldo Marechall, el autor de Adán Buenosayres, un hombre alto, de pelo canoso; el mexicano Juan Rulfo, el autor de Pedro Páramo, muy bajito, risueño, de rostro español y muy tímido; y muchos otros con quienes los jóvenes estudiantes departíamos familiarmente y hablábamos de sus novelas.

  —48→  

Curiosamente no había mujeres en ese boom de los años sesenta, quizás la mexicana Rosario Castellanos (que murió en un hotel de Tel Aviv electrocutada con una plancha), pero sin la relevancia internacional de las escritoras actuales. Hoy, treinta años más tarde, la situación se ha revertido completamente y son las escritoras de México, Cuba y Chile -Elena Poniatowska, Laura Esquivel, Ángeles Mastreta, Zoé Valdés e Isabel Allende- quienes suscitan el interés de los lectores de habla hispana, a tal punto que los libros de estas autoras se publican en muchos idiomas y están en los escaparates de las principales librerías internacionales.

Entre todos esos libros que circulaban en ese tiempo, hace treinta años, puedo recordar algunos títulos: Cien años de soledad de Gabriel García Márquez; La ciudad y los perros y La casa Verde de Mario Vargas Llosa; La muerte de Artemio Cruz del mexicano Carlos Fuentes; Boquitas pintadas y La traición de Rita Hayworth del argentino Manuel Puig. De todos ellos, había uno que me atraía especialmente. Era Bomarzo y pertenecía a uno de los autores de aquel boom latinoamericano.

Su autor se llamaba Manuel Mujica Laínez y era quizás el escritor menos nombrado y divulgado, a pesar del prestigio y la admiración que suscitaba en ciertos grupos de escritores, profesores universitarios y personas de letras que conocían muy bien la literatura de Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges.

Bomarzo era un nombre que conmovía y llamaba a la lectura del libro. Desde luego, al empezar a leerlo, el lector se ponía una meta muy alta, porque era una novela de largo aliento, con más de setecientas apretadas páginas, de frases muy complejas. Enseguida, su lectura desconcertaba porque a diferencia de las otras novelas que planteaban problemas sociales en América Latina y rasgos propios de nuestra idiosincrasia -como los libros del uruguayo Mario Benedetti- este libro, aunque era de un autor latinoamericano, se ambientaba en Europa, más precisamente en Italia, durante el majestuoso período del Renacimiento, con sus bailes, sus fiestas, sus anillos con pócimas de veneno y sus traiciones.

Era la crónica novelada de un príncipe jorobado que construye un extraordinario jardín poblado de unas extrañas estatuas de piedra. Su estilo, histórico, poético y detallista podría asimilarse -hoy- al de Antonio Gala, el escritor español, cordobés, que en su libro El manuscrito carmesí recrea el ambiente de Granada en el siglo XV cuando es expulsado el último sultán por los Reyes Católicos y en su huida, evoca y rememora -también a través de un manuscrito personal- el esplendor de un imperio desaparecido.

La complejidad del léxico de Manuel Mujica Laínez, el rebuscamiento barroco de la escritura y las brillantes imágenes que sugería la lectura me deslumbraron. Sólo que no sabía bien quién era este escritor que con el tiempo fui descubriendo.

AMBIENTE COSMOPOLITA DE BUENOS AIRES

Así supe que era argentino y que había nacido a comienzos de este siglo, más exactamente en Buenos Aires en 1910 y que pertenecía a una distinguida familia de la clase alta porteña. Al publicar pues, Bomarzo, en 1962, su autor tenía 52 años.

Sus antepasados provenían de España. Por el lado de los Mujica procedían del País Vasco de donde salieron para llegar al Río de la Plata en el siglo XVIII. Y por el lado de los Laínez procedían de Andalucía.

  —49→  

De esta rama materna hereda el autor una cierta disposición artística, el carácter burlón que le acompañó siempre, el gusto por la gracia y la alegría del idioma, y una manera extravagante en el vestir, en el hablar y en el actuar. Es la época cuando los escritores son conocidas figuras públicas y se muestran socialmente con un vestuario distintivo de carácter teatral, como en Chile se presentaba Augusto D'Halmar en los salones literarios, luciendo una amplia capa.

Manuel Mujica Laínez fue en este sentido -con su estampa, sus bastones y sus trajes impecables- un completo caballero español trasplantado a tierras sudamericanas, más completamente a Buenos Aires, lo que resultaba por lo demás una figura natural en una ciudad en donde lo español y específicamente lo madrileño, aparece de manera tan presente en las costumbres, en el vestuario y hasta en la arquitectura.

«Comencé a escribir siendo un niño» declaró en una entrevista «y tengo la suerte de proceder, por el lado materno, de una familia en la cual brillaron los hombres de pensamiento».

Efectivamente, en uno de sus primeros libros traza la biografía de uno sus antepasados: el escritor argentino Miguel Cané (1851-1905), el autor de Juvenilia, una hermosa obra de la literatura argentina en la que el autor registra sus memorias de infancia y juventud ambientadas en Buenos Aires durante el siglo pasado.

Muy pronto Manuel Mujica Laínez empieza a frecuentar los ámbitos artísticos e intelectuales de Buenos Aires en una época en que la ciudad vive mirando hacia Europa, principalmente hacia París que encandilaba a los argentinos con más fulgor quizás que a otras ciudades latinoamericanas.

El porteño de las primeras décadas asiste elegantemente vestido a los estrenos del Teatro Colón como si se tratara de la Ópera de París. Va a aplaudir a las grandes compañías líricas italianas que vienen de la Scala de Milán. Acude a las suntuosas confiterías de lujo en una época en que reunían lo más selecto de la sociedad porteña: Café de la Victoria, Confitería Ideal, Las Violetas, llenas de espejos, columnas de jade, puertas giratorias y con vitrales Art Nouveau... verdaderos templos para practicar el perdido arte de la conversación.

Las modas llegan también de la Ciudad Luz. Mientras en Europa estalla la Primera Guerra Mundial, Buenos Aires conserva aquella Europa lujosa y mundana que se va. La conserva intacta, en estilo Belle Époque, sin siquiera ser tocada por los bombardeos, con sus grandes boulevares y sus hoteles de lujo, enriquecidos por el auge súbito de la ganadería.

Aún más, Buenos Aires es una ciudad que quiere ser más europea que Europa. Las construcciones, el mobiliario, los abrigos de pieles, los adornos de las casas son europeos, en un momento en que además, la inmigración que procede de Europa es muy fuerte. Hasta el lenguaje es afrancesado en Buenos Aires, particularmente en la clase alta.

También Manuel Mujica Laínez es un joven distinguido que en los locos años veinte de Buenos Aires desliza en sus conversaciones palabras en francés, como es de tono. Ya lo había registrado Alberto Blest Gana en su novela Martín Rivas cuando el personaje Agustín habla con galicismos en el criollo Santiago del siglo pasado.

Es tal el culto por este idioma que en la alta sociedad porteña se leen novelas en francés, como en nuestro país, en las haciendas, se leía también en este idioma. En   —50→   la hacienda El Huique, al interior de Santa Cruz -una de las casas patronales más bellas de Chile- se conserva intacta la biblioteca familiar repleta de viejos libros en francés, lo que era común en ese tiempo.

Inclusive en Buenos Aires muchas damas de la sociedad porteña -subscritas a la revista parisina L'Illustration- prefieren leer a los clásicos castellanos en sus traducciones al francés en vez de leerlos en el idioma original en español. Tal es así que muchos autores porteños escriben incluso sus libros en francés, a tal punto que por recomendación del filósofo español Ortega y Gasset, la escritora Victoria Ocampo, la directora de la revista Sur y gran animadora cultural de Buenos Aires, decide escribir sus libros directamente en castellano.

En este ambiente snob de la ciudad, especialmente durante la década de los años 20 -el tiempo del charleston- se extiende al inglés el hábito de leer en lenguas extranjeras en detrimento de la propia. El italiano a consecuencia del teatro, la ópera, los viajes a Florencia y la fuerte inmigración era también una lengua familiar en las clases altas de Buenos Aires.

Todo esto incide desde luego en la formación cosmopolita del autor y en el conocimiento directo de la literatura europea que lee en sus lenguas originales. Esto influye notoriamente en su obra literaria, tanto en la riqueza cultural de los temas como en el tratamiento poco latinoamericano y más europeizante de sus argumentos.

Como todo buen porteño de esos años, Mujica Laínez domina a la perfección los idiomas, moviéndose con soltura en el francés y el inglés, ya que entre los 13 y los 16 años estudió en París y en Londres respectivamente. Ello le permitió traducir posteriormente los Sonetos de Shakespeare y las obras teatrales de Molière a quien admiraba por su capacidad de crítica y su aguda mordacidad para retratar costumbres, personajes y caracteres, lo que aplicó también a su propia novelística.

LA ÉPOCA DE LAS GRANDES CONFITERÍAS

Manuel Mujica Laínez fue un autor cuya obra literaria tiende un puente entre la cultura latinoamericana y la europea, como lo hizo también Jorge Luis Borges, un autor diez años mayor que él, a quien admiraba profundamente y con quien se tenían un aprecio y un respeto recíprocos. En este sentido, estos autores encarnan una postura menos comprometida y más universal de la literatura que se escribe en Hispanoamérica.

Como Borges, Manuel Mujica Laínez fue un hombre multifacético aunque cultivó fundamentalmente la prosa. Escribió novelas, cuentos, poesía, ensayos históricos, biografías y artículos periodísticos en los que fue maestro, escribiendo -durante más de treinta años- páginas punzantes en el diario La Nación de Buenos Aires, como en nuestro país lo hizo Joaquín Edwards Bello que también escribió crónicas muy amenas y agudas semanalmente en las que retrataba nuestros mitos y costumbres. En este sentido, son escritores de intereses afines, verdaderas almas gemelas en la literatura.

De regreso a Buenos Aires, después de diversos viajes por Europa, y siendo aún muy joven, frecuenta a las familias elegantes -como lo hizo Marcel Proust en París- con el fin de extraer de allí material literario para sus novelas.

  —51→  

Se le veía deambular por los salones literarios, vestido siempre como un dandy, muy alto y arrogante. Asistía a los cocteles importantes, a las reuniones sociales de las embajadas, a las exposiciones de tono y a los grandes estrenos del Teatro Colón, siempre con atuendos extravagantes, con bufandas de seda, guantes, bastón y sombrero, hablando en voz alta y saludando a todo el mundo. Así como Jacinto Benavente estudió a la alta burguesía madrileña en sus «comedias rosas» de salón, así también Mujica Laínez se complacía en estudiar a la sociedad porteña.

Su figura, por lo demás, era característica ya que siempre se le veía rodeado de las grandes personalidades de la ópera, del teatro y de la política, diciendo frases mordaces y dialogando con las grandes familias del gran mundo porteño, especialmente con señoras aristocráticas. Esta imagen le significó también que tuviera muchos detractores. Así como la burguesía culta e intelectual lo admiraba, hubo muchos críticos escépticos que no le perdonaron nunca su porte elegante y su falta de compromiso con la causa social.

Él mismo confiesa que era muy frívolo:

«De una frivolidad increíble. Era la época de ir a los bailes, la época mundana de un Buenos Aires tan distinto. En ese momento había en Buenos Aires tres o cuatro señoras viejas, disparatadamente ricas y disparatadamente finas que eran disparatadamente viudas y sin hijos, pero con sobrinas a quienes tenían que casar. Entonces daban esos bailes monstruosos en noviembre y diciembre. Yo iba a esos bailes y todos me han acusado de perder el tiempo en vez de escribir novelas. Sin embargo, allí aprendí muchísimo y no hubiera escrito libros como La casa si no hubiera ido a esos lugares».



Era la época de los grandes salones de té en Buenos Aires. Como en Europa, en la avenida de Mayo, en Florida y en Corrientes, las confiterías de prestigio reúnen a los intelectuales y a los escritores para el intercambio de ideas y también para leer y escribir libros y cartas en el agradable murmullo de un café. Es la época cuando Alfonsina Storni declama sus versos en las peñas literarias de las confiterías:


No tienes tú la culpa
si en tus manos
mi amor se deshojó como una rosa.

Mientras en Montevideo, Juana de Ibarbourou recita:


    ¡Qué es esto! ¡milagro! ¡prodigio!
¡mis dedos florecen!
rosas, rosas, rosas
en mis dedos crecen.

Este es el Buenos Aires a donde llegó Pablo Neruda y María Luisa Bombal a comienzos de los años 30. Un Buenos Aires cosmopolita y elegante lleno de teatros,   —52→   librerías abiertas toda la noche y confiterías para escribir versos en el Café Tortoni o en la Confitería del Molino frente al Congreso.

En estos cafés, escuchando una orquesta de señoritas, como se usaba entonces, tomaron un café y conversaron de literatura Federico García Lorca y Manuel Mujica Laínez, cuando el poeta español visitó Argentina en 1934 para estrenar Bodas de Sangre.

Es el tiempo cuando la bohemia porteña se puebla de celebridades literarias que vienen de Europa. A los cafés acuden Jacinto Benavente, Luigi Pirandello que revoluciona el teatro, el músico Arthur Rubinstein, el dramaturgo Alejandro Casona y las declamadoras Berta Singerman y Emma Gramática que popularizan la poesía recitada en espectáculos de gran calidad y éxito.

La clase alta incluso apoya la cultura porque estaba de moda el ser culto. No era una clase alta vacía o pragmática sino interesada en el arte, en la poesía, en la filosofía, en la música, en el teatro y en la literatura. Por eso se fomentan las bibliotecas y surgen los espectáculos de teatro y de música culta en una ciudad que, por tradición, ha valorado siempre las expresiones del espíritu.

INFLUENCIAS LITERARIAS

Mujica Laínez tiene ya fama de hombre de mundo y cultiva una personalidad internacional a través de la vida social, lo que le vale -siendo muy joven- una serie de invitaciones para viajar a diversos países con el propósito de divulgar sus impresiones a través de la prensa. Su contacto con el mundo de la cultura y el refinamiento europeo enriquece su obra literaria al visitar y entrevistar a personajes literarios.

Es en esta época cuando regresa otra vez a Europa en visitas oficiales de interés cultural. Estando en Alemania, viaja en el dirigible Graf Zeppelin, ocasión que aprovechará para enviar artículos de prensa a La Nación de Buenos Aires retratando a las personalidades que viajaban allí.

Luego regresa a Buenos Aires y continúa escribiendo y viajando.

«He vivido alternadamente en Buenos Aires, en Córdoba y también en Europa, pero nunca he pertenecido a ninguna capilla literaria. He conservado siempre una postura independiente y he amado el arte por sobre todas las cosas. He leído mucho y en mis novelas se traslucen mis gustos literarios. Me dicen que me parezco al cubano Lezama Lima, pero me gustaría más que se me relacionara con Marcel Proust, con Henry James, con Virginia Woolf y también con Valle Inclán y Gabriel Miró por mi amor al idioma».



Aquí vemos ya, esbozadas, las influencias del autor. De Marcel Proust toma el constante y obstinado amor por recobrar el tiempo perdido. Un tiempo que en su obra se toma obsesivo ya que constantemente hay referencias a la historia pasada tanto de Buenos Aires, como de las familias aristócratas que provienen de Europa y se afincan en la ciudad en mansiones con historia. De Henry James toma también la elegancia estilística, la cuidada ambientación de los relatos y una marcada preferencia   —53→   por las atmósferas cosmopolitas y refinadas. De Ortega y Gasset -que era un autor muy en boga en las clases cultas de Buenos Aires- toma cierta chispa madrileña para escribir sus crónicas ensayísticas.

Ha leído desde luego las Crónicas Matritenses de Mesonero Romanos y los artículos de Mariano de Larra de los que toma la precisión para captar usos y costumbres en una rápida crónica periodística. De los costumbristas españoles precisamente toma la agudeza del análisis y la capacidad para expresarse con holgura en un rico castellano.

Manucho, como le decían en los ámbitos familiares y literarios, se inicia con el pasado escribiendo su primer libro en 1936 titulado Glosas castellanas en el que rinde tributo estilístico al gran prosista y maestro del idioma escrito que fue Azorín. Aquí encontramos la recreación de la historia española a través de la crónica novelada de un bufón durante el reinado de Carlos V que es ya una visión satírica de la monarquía española de entonces. En este primer libro ya se esboza lo que va a ser su obra posterior: una combinación sabia entre la recreación histórica del pasado y el humor fino a través de un cuidado castellano.

Estos rasgos aparecerán también en forma constante en sus libros posteriores: Don Galaz de Buenos Aires, de 1938, en que registra un episodio de la época colonial; Vida de Aniceto el Gallo, de 1943, y Vida de Anastasio el Pollo, de 1948, llenas de imaginación poética. Son obras de iniciación, «ejercicios estilísticos» como los llama su autor, pero donde se ven ya sus coordenadas literarias y su interés por recobrar el tiempo perdido con una óptica proustiana.

Luego viene Canto a Buenos Aires, de 1943, en el que rastrea los viejos y nobles edificios de la capital argentina que se han mantenido a través del tiempo, siempre con un sentido de recreación poética y nostálgica del pasado histórico.

SU RELACIÓN CON GABRIELA MISTRAL

La Nación lo envía otra vez a Europa. Esta vez, viaja en grandes trasatlánticos y toma nota de los pasajeros de primera clase. Terminada la Segunda Guerra Mundial recorrerá Japón, Gran Bretaña, Francia, Alemania, Suecia y Finlandia, lo que trae como resultado la escritura de un libro llamado Placeres y fatigas de los viajes, en dos tomos.

Es el año 1945 cuando, en ese periplo viajero, se encuentra en Estocolmo, en Suecia. Tiene 35 años y presencia la entrega del Premio Nobel a Gabriela Mistral. En una nota de prensa enviada al diario La Nación, escribe con su lenguaje elegante: «Desde la atalaya de un frac alquilado, he asistido en la tarde y en el comienzo de la noche de hoy a los ritos de entrega del Premio Nobel». Más adelante dice: «¡Con qué señorío calmo bajó los escalones ella, a quien yo había visto poco antes tan inquieta! ¡Qué apropiada justeza hubo en su leve inclinación delante del rey y en el lento movimiento de la mano con que agradeció la ovación del público».

Más adelante, agrega: «Vi que sus ojos brillaban de lágrimas detenidas y, con el sólo título, en este caso sobrado de ser un argentino que la conoció hace años y que volvía a encontrarla por gracia de la casualidad en este país hospitalario, pero   —54→   tan distinto, tan remoto de todo lo nuestro, la abracé y le dije: Señora, considere usted que es el abrazo de nuestra América».

LA HISTORIA POETIZADA O LA MADUREZ DE UN SOÑADOR

Al regresar a Argentina publica el libro de cuentos Aquí vivieron o Crónica de una quinta que relata las historias de las personas que vivieron en una histórica quinta señorial de San Isidro. Los sucesivos relatos -o «episodios históricos» como los que escribía Benito Pérez Galdós- marcan la consagración definitiva del autor y se publican en 1949.

Estos cuentos representan una visión mágico realista del pasado e inician un ciclo de seis libros ambientados en espacios cerrados de Buenos Aires, principalmente casas, palacios y viejas estancias en los que se recapitulan episodios de viejos tiempos coloniales o del siglo diecinueve.

A este libro le siguió Misteriosa Buenos Aires publicado en 1950, uno de los más importantes, en el que traza la historia de su ciudad a través de diversos relatos ambientados en diferentes épocas, desde el siglo XVI hasta el siglo XIX.

El primer cuento se titula «El Hambre» y corresponde a un episodio porteño ocurrido en el año 1536. Se inicia con esta frase: «Alrededor de la empalizada desigual que corona la meseta frente al río, las hogueras de los indios chisporrotean día y noche». El último de los relatos corresponde al año 1904 y se titula «El salón dorado»: «Hace cinco días que la niña Matildita dejó de existir y el salón dorado en el cual tan poco lugar ocupaba, trémula con su bordado eterno en el rincón de las vitrinas, parece aún más enorme, como si la ausencia frágil acentuara la soledad de los objetos allí reunidos, allí convocados misteriosamente por ese congreso de la fealdad lujosa que se realiza en las grandes salas viejas».

En una entrevista, señaló el autor:

«Lo que quise hacer cuando escribí Misteriosa Buenos Aires es darle a esta ciudad mía, mitos que la comunicaran con las grandes ciudades del mundo, que la vincularan a las grandes civilizaciones, porque, no nos engañemos, era una aldea perdida en el extremo de América. Entonces fui inventando ciertos cuentos, como el de ese ingeniero francés que ha sido traído por Rivadavia y que, al final, se da cuenta de que es un descendiente de Luis XIV».



Este libro tuvo grandes dificultades para publicarse porque los editores lo tildaban de inmoral. Cuando finalmente se publicó, el libro fue rápidamente un éxito de ventas y varios de los cuentos incluidos ingresaron a las antologías y se convirtieron en textos escolares, como «El Hombrecito del Azulejo» que es un cuento magistral y una verdadera joya de la que puede enorgullecerse la literatura escrita en lengua castellana.

¡Qué belleza de estilo! ¡Qué finura y perfección en el lenguaje! ¡Qué maestría en el relato! Aquí, el autor nos brinda la historia de un azulejo que nació en Francia   —55→   y llegó a Buenos Aires por equivocación en el año 1875. Sus manufactureros no lo destinaban allí, pero lo incluyeron por error dentro de uno de los cajones rotulados para la capital argentina e hizo el viaje, embalado prolijamente, el único distinto de los azulejos del lote.

Los demás son azules también, con dibujos geométricos, pero él representa:

«un hombrecito azul, barbudo, con calzas antiguas, gorro de duende y un bastón en la mano derecha. Cuando el obrero que ornamentaba el zaguán porteño topó con él, lo dejó aparte, porque su presencia intrusa interrumpía el friso; mas luego le hizo falta un azulejo para completar y lo colocó en un extremo, junto a la historiada cancela que separa zaguán y patio, pensando que nadie lo descubriría. Y el tiempo transcurrió sin que ninguno notara que entre los baldosines había uno, disimulado por la penumbra de la galería, tan diverso. Entraban los lecheros, los pescadores, los vendedores de escobas y plumeros hechos por los indios de las pampas; depositaban en el suelo sus hondos canastos y no se percataban del menudo extranjero del zócalo. Otras veces eran las señoronas de visita las que atravesaban el zaguán y tampoco lo veían; ni lo veían las chinas crinudas que pelaban la pava a la puerta aprovechando la hora en que el ama rezaba el rosario en la Iglesia de San Miguel. Hasta que un día la casa se vendió y entre sus nuevos habitantes hubo un niño, quien lo halló de inmediato».



Manuel Mujica Laínez nos cuenta la historia de ese niño y de la relación que sostiene con el hombrecillo del azulejo. Cuando el niño enferma y está moribundo, el hombrecillo debe enfrentarse con la muerte, cara a cara, para que no se lleve al niño de la hacienda que es su querido compañero de juegos.

Cuenta el autor que este azulejo existe en la realidad y que se encuentra adosado en la pared en «El Paraíso», la hacienda que poseía en la sierra de Córdoba, a setecientos quilómetros de Buenos Aires, en la localidad de Cruz Chica, en donde vivió y escribió sus libros.

Contemplando este azulejo distinto imaginó esta hermosa narración e hilvanó otras dotando de vida a otros objetos diversos que coleccionaba, entre ellos el caballo de un viejo carrusel. Tal vez atesoraba estas reliquias de la infancia como una manera de rescatar la niñez o quizás le daba siempre un lugar muy importante al niño que guardaba dentro.

PERSONAJES DE UN MUNDO ENRARECIDO

Los ídolos es su siguiente novela publicada en 1953. En este libro ya están fraguándose de manera más definitiva sus obsesiones: los palacios porteños y sus familias aristocráticas.

Como Borges, Mujica Laínez toma el tópico libresco y escribe un libro... basado en un libro. Se parece en este sentido a Los papeles de Aspern de Henry James, el autor norteamericano a quien Mujica Laínez tanto admiraba. En Los Papeles de Aspern,   —56→   un escritor viaja a Venecia a buscar el manuscrito de un escritor y entra a un viejo palacio a conocer a unos singulares personajes. Es la literatura dentro de la literatura.

En Los ídolos se describe la historia de un libro titulado Los ídolos. En 1937, una anciana rica y decrépita se lo regala a su sobrino nieto Gustavo, sin sospechar siquiera en las consecuencias, porque el joven lector de esos versos no se detendrá ni un solo segundo hasta conocer el paradero y la existencia del autor de ese libro enigmático que acaba de leer.

La primera parte de la novela se convierte así en la desesperada búsqueda por encontrar al autor de ese libro. Presumiblemente hay culpabilidad en ese misterioso poeta que se firmaba como Lucio Sansilvestre, porque al parecer, los versos no eran suyos, sino de un joven amigo prematuramente muerto. De este modo, la vida de Gustavo se ve marcada por la sospecha y por una extraña relación con su presunto autor predilecto.

La segunda parte del libro es la historia de Duma, un personaje recurrente en la obra del autor. Es la vieja tía que vive en otra época, en una gran casona, rodeada de recuerdos. Ella fue quien le regaló a Gustavo el libro Los ídolos sin pensar que iba a ser su obsesión durante toda su vida.

Y es que ella conoce el secreto del libro, quién lo escribió y de dónde sacó los versos. El espacio mágico de la casona, sus escaleras interminables, sus rincones atiborrados de muebles y los personajes enfermizos que moran en ella, conforman una atmósfera enrarecida donde es posible el nacimiento de una particular amistad en torno a un libro precioso.

Entre los extravagantes personajes hay una prima soltera que pinta miniaturas en esmalte sobre porcelana. Son los medallones del árbol genealógico de la familia. Conocedor del ambiente porteño de clase alta, el autor retrata a aquellos personajes, tan comunes en Latinoamérica, que siguen la pista de sus raíces heráldicas. Hay otras dos tías solteronas que dedican su vida a bordar interminablemente una copia exacta de una famosa tapicería francesa que vieron una vez en un viaje. Y hay también un escritor solitario que se documenta en viejos libros para escribir una novela histórica sobre la vida de Juana de Arco.

La sensibilidad es muy española. Recuerdan estos personajes extravagantes a los que describía Valle Inclán en su teatro. Y a los que Eduardo Mendicutti, un escritor andaluz contemporáneo, describe en sus libros, principalmente en El Palomo Cojo en donde también un muchacho asiste al desfile ceremonial de personajes crepusculares en una casona de provincias, en Cádiz, similares también a los que retrata José Donoso en esta clave esperpéntica y española.

UNA VIEJA MANSIÓN DE BUENOS AIRES

La Casa es el siguiente libro de la serie porteña y la novela favorita de Manuel Mujica Laínez porque en ella describe muy de cerca la vida de la clase alta de su ciudad a lo largo de poco más de medio siglo. Se publica en 1954 y relata la historia de una vieja mansión de Buenos Aires que es la que cuenta su historia desde sus inicios, cuando la construyen, hasta su decadencia, cuando la demuelen.

  —57→  

Desde las primeras líneas, la novela nos atrapa:

«Soy vieja, revieja. Tengo 68 años. Pronto voy a morir. Me estoy muriendo ya. Me están matando día a día. Ahora mismo me arrancan los escalones de mármol, la gloria de los escalones de mármol, pulidos, que antes, al darle encima el sol de los cristales de la claraboya, se iluminaban como una boca joven que sonriera... ¡He cambiado tanto, tanto, Dios mío!... Sesenta y ocho años... En Europa sería joven. En Europa hay que tener doscientos o trescientos o quinientos años para que a una la consideren vieja. Y entonces acarrean gentes en ómnibus especiales (lo he oído mencionar montones de veces) para mostrarles la casa antigua, y les explican que la casa es ojival o que en ella vivió un dramaturgo o un santo o un pirata o la favorita de un rey, Y hasta escriben un folleto contando su historia...».

La casa vive y observa. Es la única que conoce los sueños de sus moradores que va revelando uno a uno. Y en su lento memorial, va reconstruyendo la vida de la primera familia que llegó a habitarla. La casa recuerda las grandes recepciones en sus salones bajo las arañas de cristal, las cenas en el comedor de gala con candelabros a la mesa y presididas por un senador terrateniente.

Junto con describirlos, la casa conoce un terrible secreto. Fue Paco quien dio muerte a Fabián, su hermano menor, el más joven y el más hermoso, empujándolo desde un balcón en plena fiesta de carnaval. Nadie lo sabe porque se pensó en que fue un accidente, pero la casa fue testigo del crimen y del remordimiento del hermano encerrado en su cuarto. También la casa conoce las vidas de las criadas Rosa y Zulema, y por supuesto, sabe quiénes una noche entraron a robar.

Todo lo sabe la casa. Luego nos cuenta cómo la familia se fue arruinando. Cómo llegaron a vivir personas de más baja condición social, cómo arrendaron las habitaciones, una a una, a familias, a comerciantes. Varias personas de clase media baja viven en ella y son esas empleadas de tienda quienes rodean la gran estatua de una egipcia descubriendo a Moisés que está al pie de la escalinata. Arriba, en el techo, hay una gran pintura que desde el cielo esmaltado contempla la vida de los nuevos moradores y lamenta la decrepitud que ha envuelto a cuartos y salones.

La casa ve desfilar a estos personajes y los compara con los antiguos dueños. Luego recuerda y cuenta cómo atesora entre sus paredes a los fantasmas de quienes murieron en sus aposentos. No está sola la casa. Puede conversar con los espíritus que la pueblan.

Dicen que el palacio está embrujado. Que penan. Y es verdad porque el adolescente Tristán no se ha ido nunca de la casa y vive en ella en forma transparente, vigilando la vida de su madre enferma que no ha querido moverse más de su habitación.

De esta manera, la materia de la novela está constituida por personajes que surgen de la imaginación y de la fantasía de un autor. Manuel Mujica Laínez sabe penetrar en el secreto de lo invisible, en este caso, de la casa, de sus decorados, de sus muebles y de sus fantasmas. Sin embargo, aunque constituyan personajes fantásticos o irreales, describen muy bien la realidad de un ambiente concreto de Buenos Aires y su historia.

  —58→  

Las figuras y los objetos también tienen alma, parece decirnos el autor interesado en contarnos la vida de casas y de cosas. No todos lo saben. Una estatuilla, un libro querido, un pequeño estuche, un azulejo, una pintura, sienten y mucho más una casa. Esto lo saben muy bien los niños y según parece, ciertos poetas.

LA VIDA SECRETA DE LOS OBJETOS

Manuel Mujica Laínez es, en este sentido, un descubridor de la vida de los objetos, un poeta que sabe leer lo que dicen las vetas de la caoba en un mueble o lo que expresan los fulgores de una cubertería de plata en una mesa. Por eso, en sus memorias, de tono proustiano, confiesa:

«Quise el brillo de los grandes anillos de mi madre: es ese, quizás, el recuerdo más remoto que tengo de mi vida. De esta vida que comenzó en la esquina de Tagle y Libertador y donde más adelante, ustedes van a tener que colocar una placa. Allí, mi abuela Laínez tenía un chalet, casi una quinta. De esa época sólo recuerdo dos cosas: la luz fila de las glicinas que llegaban hasta el primer piso y los grandes anillos de mi madre, esos relámpagos que brillaban alrededor de mí con toda su belleza... Esos objetos han sido lo primero que amé. Siempre he querido mucho a los objetos, He creído más en ellos que en las personas... Desde chico, los objetos fueron mis amores. Recuerdo la primera vez que estuve tentado de comprar algo, pero ya con la mirada del coleccionista; fue en Europa, cuando tenía trece años: era un viejo plato francés, un plato de esos del sur de Francia, con un gallito en el medio».

Desde entonces, Manuel Mujica Laínez ha reunido las más extravagantes colecciones en su enorme casa museo de «El Paraíso», como en nuestro país lo hizo el poeta Pablo Neruda a quien Mujica Laínez confesaba gran admiración. También nuestro poeta sabía de la vida secreta de mascarones de proa, veleros encerrados en botellas, pergaminos, caracolas de mar, juguetes a cuerda y libros viejos. Ciertamente Neruda amó sus colecciones de objetos extravagantes y supo descubrir en ellos una historia. También él amó sus casas que eran refugio y santuario: la casa de Isla Negra, La Chascona, la Sebastiana en Valparaíso.

Tanto los objetos como las casas han tenido también especial significación en la vida y obra de Mujica Laínez y no sería nada difícil realizar un detallado estudio sobre esa relación íntima comenzando por sus primeras novelas y terminando por sus últimos trabajos. Casas y lugares con magia que en el universo de Manuel Mujica Laínez sirven como pretextos para evocar su propia vida y la vida de su entomo más inmediato: Buenos Aires.

Esta vinculación secreta del autor con los objetos de arte es una constante en su obra. Se asemeja en este aspecto también a Hans Christian Andersen cuyos cuentos para niños están poblados de objetos. Hablan los juguetes, los dedales, las tijeras, los soldaditos de plomo, las cajitas de música y las casas de muñecas. Inclusive en   —59→   uno de sus relatos toma de protagonista al cuello de una camisa que cuenta su vida. Andersen supo darle vida a los objetos y se extasiaba imaginando una historia ante cada objeto doméstico de la vida cotidiana.

Del mismo modo, Mujica Laínez siente una predilección por los pisapapeles, los jarrones, los retratos de viejo abolengo, los relojes de péndulo, los escudos de armas que decoran los pórticos de ciertos palacios y en general las curiosidades con historia que adornan las casas con tradición. En todos estos muebles, cuadros y adornos se esconde un secreto y una historia que merece ser contada. Tanta es la atracción por los objetos que ellos mismos hablan en uno de los cuentos de Misteriosa Buenos Aires:

«Nunca entenderé la actitud de los hombres frente a nosotros, los objetos. Proceden como si creyeran que la circunstancia de habernos dado vida les autorizara a tratarnos como a esclavos mudos. Jamás nos escuchan. Supongo que lo hacen por vanidad, por estúpido prejuicio de clase, pues consideran que un hombre es demasiada cosa para detenerse a departir con una alacena, o con una jofaina, o con un tintero. Eso menoscabaría su dignidad. ¡Qué tontos! No se dan cuenta de que quienes más aprovecharían del diálogo serían ellos, pues la condición de testigos inmóviles, sin cesar vigilantes, enriquece nuestra experiencia con garantías valiosas. Desde esa posición prescindente, que es un signo de flaqueza, los hombres se aíslan del mundo inmediato y se privan de las mejores amistades. Han decidido quedarse solos y que nosotros quedemos solos entre ellos. Es incomprensible. Y no hay manera de hacerles entrar en razón. Fingen continuamente no captar nuestros mensajes. O quizás la costra de orgullo empecinado haya endurecido su sensibilidad en tal forma, que ya no los captan. Lo compruebo día a día. Una puerta se esfuerza por transmitir a su amo cualquier idea: la idea de que no debe entrar en una sala, por ejemplo. Llama para ello su atención girando con leve chirrido, y el muy testarudo prefiere atribuir ese movimiento a una corriente de aire, y se mete en el cuarto con las desagradables consecuencias que ello implicaba. Parece imposible que el hombre sostenga con sinceridad que la tierra está poblada de corrientes de aire y que ellas son las únicas responsables de cuanto acontece en torno suyo. Y ¡qué decir de los nocturnos crujidos de los muebles! ¡qué decir del tableteo fugaz de las persianas; del rezongo de las chimeneas; del gemido de los viejos escalones; de la vocecita de la pluma sobre el papel, que va murmurando «no escribas eso, no escribas eso!». ¡Qué decir de esa cortina trémula que de repente se echa a volar aleteando como un fantasma! Nada: todo son corrientes de aire, o ratas, o que si el calor produce esto y el frío produce aquello. Los hombres viven inventando leyes y coartadas para explicar lo más sencillo, lo que no ha menester de números ni axiomas: que estamos aquí, a su lado, que somos sus amigos, que ansiamos comunicarnos con ellos».



Tan grande es esta fascinación por las cosas y adornos artísticos que muchas veces los mismos objetos son protagonistas, como en la novela El escarabajo en que   —60→   el narrador es un escarabajo de lapislázuli que ha pertenecido a la reina Nefertiti en tiempos de Ramsés II y que pasa de generación en generación a través de los tiempos hasta llegar a nuestros días. El impresionante acopio de datos históricos fascina al lector y no podemos detener la lectura siguiendo los avatares de esta joya de destino versátil que nos cuenta su propia historia a través de los siglos.

Otro ejemplo es un cuento de Misteriosa Buenos Aires titulado «Memorias de Pablo y Virginia» cuyo personaje principal es un ejemplar del libro Pablo y Virginia que cuenta su paso, de mano en mano, desde 1816, fecha de la proclamación de la independencia argentina, hasta 1852, fecha de la caída de Rosas con la batalla de Caseros. Al final, el libro, completamente ajado, se siente al borde de convertirse en polvo en un estante, sin que nadie lo haya leído en mucho tiempo. Con tristeza, el libro reflexiona:

«Los años en el curso de los cuales me he alojado en la biblioteca de don Pietro no pueden, ciertamente, calificarse de monótonos. En ellos he analizado muy de cerca la miseria humana. He atestiguado el desarrollo de la ambición reptando como una víbora. He tenido por espectáculo a la ingratitud y al temor que hacen mudar al hombre de piel. Nadie me leyó en el andar de tres lustros. ¿Se detendrán los presuntos dueños del globo terráqueo a reflexionar sobre este aspecto de la fatalidad libresca? Nos leen (cuando nos leen) en dos, tres, cinco días. Luego nos comprimen los unos contra los otros, sin que a menudo nada nos relacione con nuestros camaradas inmediatos. Y nos olvidan. ¿Qué representa esa veloz y excitante semana de comunicación, de intercambio, si se la compara con los meses, con los años, con los decenios de rígida expectativa, de esperanza y desencanto?».

Los títulos de estos relatos hablan por sí mismos y nos sugieren el tema basado en un objeto con historia: «La pulsera de cascabeles», «Los pelícanos de plata» o «La escalinata de mármol» en que la escalinata de un palacio de Buenos Aires cuenta la historia de quienes subieron y bajaron por ella.

Una escalinata de mármol, un azulejo, un caballo de carrusel, un espejo mágico, un brazalete, un escarabajo de lapislázuli, una pulsera de cascabeles, un libro viejo...

Junto a los objetos protagonistas figuran también los animales, como en la novela Cecil, uno de sus últimos trabajos, de 1972, en que el narrador es un perro apocado, un whippet, un pequeño galgo, que vive en la quinta cordobesa del novelista y desde su puesto de observación, describe a su amo. Es quizás el libro más decididamente autobiográfico del autor, pero su vida aparece contada desde el punto de vista de su perro.

El recurso, ciertamente no es nuevo. Ya lo había utilizado Anatole France en Riquet, un libro de 1902, y en los últimos años, la escritora mexicana María Luisa Puga en su novela Las razones del lago. En este libro, las vidas de los habitantes de un pequeño pueblo lacustre en México, aparecen relatadas por dos perros vagos que deambulan por las calles, una perra y un perro llamados Novela y Relato. La visión canina permite en todos estos casos, una mirada distanciada e irónica de la realidad.   —61→   En el caso de Cecil de Manuel Mujica Laínez, el perro observa a su amo y a sus visitantes, reflexionando en lo absurdo e incomprensibles que les resultan los seres humanos.

VIEJAS ESTANCIAS CON HISTORIA

Los viajeros es la siguiente novela de la saga porteña. Se publica en 1955 y narra la historia de un muchacho invitado a pasar las vacaciones a una estancia en las afueras de Buenos Aires. Allí conoce a los extraños habitantes de la casona, un poco estrafalarios, viviendo en otro mundo y añorando Europa entre mapas, globos terráqueos y libros viejos. Europa continúa siendo la obsesión del novelista, una Europa encantada, lejana, misteriosa e inaccesible. Así, a través de apretadas páginas, va retratando con un tono permanentemente melancólico y añorante, los ensueños y delirios de grandeza de unos personajes que sólo son viajeros en su imaginación.

Le sigue a este libro Invitados en el Paraíso de 1957 en el que se dan cita personajes de la bohemia porteña a quienes Mujica Laínez conoce muy bien. Todos estos personajes sabiamente estudiados están vinculados con familias de sociedad y frecuentan el ballet, la ópera y las confiterías de moda. Siempre con sarcasmo y una permanente ironía, Mujica Laínez los observa y retrata, como si estuviera haciendo un boceto o registrándolos en una fotografía. Así describe a un personaje de la bohemia porteña de los años 50 en una de las páginas:

«María Lola estaba loca. Ahí no había vuelta. Loca, loca. ¿Cómo se explicaba sino, su comportamiento? Pertenecía a una familia destacada, tradicional, de gran posición en la sociedad porteña y desde niña se había señalado por su preocupación por que la conceptuaran de original. No era bonita -más aún: era fea-, ni era muy inteligente. Abrumada de complejos, resolvió ser «personal» y responder así a uno de los aspectos que distinguían a su clan numeroso. Se dedicó al baile, a escribir versos, a la decoración. Se alejó de sus tres hermanas, hermosas como reinas, a quienes envidiaba, detestaba y adoraba. Como carecía de talento, se estrelló una y otra vez. Le quedó una amargura que podía parecerse al ingenio y una inmensa necesidad de que la quisieran, de que la apreciaran. Vestida como una artista, con negros corbatones, fumando, fumando, hablando ligerito, contestando cosas que no correspondían a las preguntas que le formulaban y que pasaban por genialidades, se la vio en los bares donde escritores, actores y pintores jóvenes, provincianos, desesperados de gloria, barbudos, anteojudos, se roían las uñas y se burlaban de todo. Los halagó tenerla entre ellos, porque los seducía la importancia de su nombre, de sus parentescos, de sus vínculos y, aunque de repente soltaba una tontería, de repente, también, por el mero hecho de mencionar naturalmente una persona cualquiera -para ellos todavía inaccesible- era como si los elevara a otro plano, como si sobre su mediocridad proyectara un aura de resplandor. En ese medio María Lola proyectó su autoridad».

  —62→  

Estas novelas de personajes recurrentes que aparecen siempre en esta saga porteña constituyen un friso irónico de la alta clase social de Buenos Aires a la que pertenecía el novelista.

Puede decirse que estas obras de ficción están impregnadas de la filosofía del libro La poética del espacio de Gastón Bachelard en el sentido de que el autor confiere gran importancia a la atmósfera de las casas que describe y a la repercusión que tienen los ambientes y sus objetos sobre sus habitantes.

BOMARZO: CRÓNICA DE UN PRÍNCIPE RENACENTISTA

Más tarde, cuando concluyó la saga porteña, Manuel Mujica Laínez dejó la temática argentina y la recreación del tiempo perdido en Buenos Aires para incursionar otros espacios y otros tiempos aún más remotos.

Tardó cinco años en preparar Bomarzo publicada en 1962, la primera novela de una trilogía histórica que también incluye El unicornio de 1965 y El laberinto de 1974.

Bomarzo sin lugar a dudas, es quizás su obra maestra o al menos, la gran obra con que todos recuerdan y asocian a Manuel Mujica Laínez. Su repercusión en las letras latinoamericanas de la década del sesenta fue enorme y se la asoció a Rayuela de Julio Cortázar que por esos años también estaba circulando, a tal punto que ambas novelas compartieron en 1964 el premio John Fitzgerald Kennedy.

Julio Cortázar, al enterarse del premio, escribió una carta a Manuel Mujica Laínez, proponiéndole que realizaran una edición conjunta de las dos voluminosas novelas, unas setecientas páginas cada una aproximadamente, a la que podría titularse indistintamente Ramarzo o Boyuela.

Bomarzo recibió también el Premio Nacional de Literatura Argentino por el bienio 1960-1962 y varias distinciones honoríficas del gobierno de la República de Italia que se sentía agradecido por el interés que un escritor argentino había depositado en el olvidado duque de Bomarzo.

Y es que Mujica Laínez, gran viajero por Europa y consciente de la influencia que Italia ha ejercido en Argentina, se sintió profundamente tocado cuando visitó brevemente, el 13 de julio de 1958, el bosque sagrado de Bomarzo que se encuentra muy cerca de Viterbo, a unos cuantos kilómetros de Roma.

Allí, el escritor viajero quedó sorprendido con lo que vio: un extraño conjunto escultórico construido en la segunda mitad del siglo XVI, rodeado de una naturaleza especialmente abandonada. No iba solo, sino acompañado de dos artistas amigos que se beneficiaron posteriormente con la dedicatoria del libro: el pintor Miguel Ocampo y el poeta Guillermo Whitelow.

Manuel Mujica Laínez pasea por el parque que perteneció al duque Pier Francesco Orsini, señor de Bomarzo, y observa las inquietantes figuras cubiertas por la maleza. Allá, un combate de gigantes, más allá, un dragón que lucha con unos perros, un elefante que asfixia con su trompa arrollada a un gladiador romano. Todo está pervertido en este jardín encantado, hasta la naturaleza misma. Leemos en las inscripciones que pueden descifrarse, que se quiso crear un bosque sagrado que no se pareciera a ningún otro, que no se pareciera más que a sí mismo.

  —63→  

Y de inmediato, la imaginación de Manuel Mujica Laínez comienza a fraguar la reconstrucción histórica de aquellos monstruos de piedra del Sacro Bosque de Bomarzo, a la manera de los grandes cineastas italianos, como Luchino Visconti, que recreaba artísticamente, con un gran esplendor visual, las épocas pasadas. Así también este autor conjura a ese maravilloso tiempo perdido que fue el Renacimiento italiano para resucitar, gracias al milagro de su pluma, aquel universo histórico.

De esta forma, la novela reconstruye la vida y la época del duque Pier Francisco Orsini basándose para ello en una gran cantidad de material documental sobre aquella época, recopilado por el autor. No es nuevo, desde luego, su recurso. Ya Flaubert había reconstruido Cartago en su novela Salambó. Pero aquí se trata de un latinoamericano que reconstruye novelísticamente un trozo de la historia de Europa con riquísima imaginación, fantasía y sugestivo poder de evocación.

Hay, desde luego, un refinamiento de técnica muy renacentista. Mujica Laínez ha elegido el periodo más prodigioso, más interesante, más deslumbrante y más refinado del mundo Occidental. Un periodo que nos dio a Shakespeare, a Leonardo da Vinci, a Miguel Ángel, a Cervantes y a Santa Teresa. Y de todo este periodo, escoge Italia en la que sitúa el mejor de los teatros por donde deambulan personajes fascinantes. ¡Qué cuadros, qué trajes, qué estatuas, qué palacios, qué danzas! De todo ello habla Mujica Laínez y ante esos terciopelos y decorados recorta también el drama y la tragedia: los envenenamientos y las cuchilladas.

Todo ese derroche de belleza y gracia se despliega al mismo tiempo y gira alrededor de un príncipe jorobado, de un contrahecho semiinválido, excluido de las justas y de las fiestas por un capricho de la suerte que, por un lado le dio todo, y por el otro le impedía acercar los labios a la copa. Aborrecido por su padre, víctima de las crueles bromas de sus hermanos, si no hubiera tenido el amor de su abuela, Diana de Orsini, probablemente hubiera sucumbido. Pero ella lo protegió. Además, como se señala en el libro: «los monstruos no mueren».

Y fue el príncipe deforme quien ciñó la corona ducal y fue dueño del castillo, señor de muchos vasallos, pudiendo dedicar sus ocios a organizar un museo de sus colecciones, embellecer el parque poblándolo de caprichosas estatuas, templetes y laberintos para deslumbramiento de visitantes y maravilla de las futuras generaciones. Porque el afrentado duque esperaba inmortalizarse y vengar así los insultos de la suerte.

En una de sus brillantes páginas, el príncipe al escribir sus memorias, explica el origen del jardín de estatuas y el significado de cada una de esas extrañas figuras:

«La peña más alta se transmutó en un Neptuno desmesurado, que apoyaba el desnudo torso en un muro ciclópeo. Era, con sus barbazas y su cabellera derramadas sobre los hombros y el pecho, la alegoría pujante del mar, del infinito oceánico, de la eternidad, de la inmortalidad, del gran sueño que nació cuando abrí los ojos a la vida».



La aparición de Bomarzo en 1962 significó en Buenos Aires y en Latinoamérica un gran acontecimiento literario. En Buenos Aires, en una comida de agasajo, Borges le agradeció a Mujica Laínez el bien que su libro hacía al género novelesco.

  —64→  

En Chile, el crítico Alone lo recibió en forma entusiasta en las páginas de El Mercurio, diciendo que el autor era uno de los más importantes de Hispanoamérica:

«No creemos que haya actualmente en América Latina, otro autor capaz de emprender y llevar a término una empresa como la realizada por Mujica Laínez en este libro. Tal vez, Alejo Carpentier, si se lo propusiera... Pero es dudoso. La sola masa de erudición histórica y arqueológica que exige, entre sus condiciones, supone, desde luego, un entusiasmo por el estudio y una capacidad de resistencia y de persistencia en la información que casi excluyen otras actividades literarias o extraliterarias».

Las traducciones no se hicieron esperar, especialmente en lengua italiana, puesto que los italianos deseaban ver cómo un latinoamericano evocaba y reconstituía una figura histórica del Renacimiento italiano desde Buenos Aires.

Enseguida se hizo una curiosa adaptación al cómic que circuló en diversos países latinoamericanos. Los artistas plásticos se sintieron tocados por esta obra literaria, a tal punto que existe una iconografía de los personajes de la novela debida a dos artistas: Norberto Villarreal, autor de veintidós dibujos surrealistas inspirados en la novela y el pintor sevillano Justo Girón, autor de los retratos de Maerbale Osini y de Pier Luigi Farnese, personajes del libro.

En nuestro país, incluso, el artista chileno Ernesto Barreda, que pinta jardines encantados, ha confesado recientemente su indiscutida admiración por Manuel Mujica Laínez a tal punto que algunos de sus cuadros se han inspirado en el libro Bomarzo precisamente por su fantasía exuberante de inspiración italiana.

Una vez más se ve cómo una obra literaria inspira a su vez a otros artistas, como en el siglo pasado, las grandes novelas inspiraban importantes suites sinfónicas. Rinisky Korsakoff, Moussorsky y Tchaykowsky, entre otros, compusieron música para el ballet y la ópera inspirada en las obras de los grandes novelistas rusos, en tanto que en Francia, Ravel y Debussy escribieron partituras basadas en la cuentística popular europea y asiática: Contes de ma mére l'oie de Ravel y Sherezade de Ravel, entre otras.

También Bomarzo inspira a los músicos. El compositor argentino Alberto Ginastera creó la cantata Bomarzo utilizando textos del libro y otros redactados especialmente por Manuel Mujica Laínez para ser interpretados en Washington en un Festival de Música de Cámara realizado en 1964. Posteriormente se completó la ópera en dos actos y quince cuadros, Bomarzo, con música del mismo Ginastera y libreto de Mujica Laínez, casi toda en verso. La ópera se estrenó en Washington en 1967

Con motivo de ese estreno, el general Onganía, en ese entonces Presidente de la República de Argentina, firmó un decreto por el que se designaba a Manuel Mujica Laínez y a Alberto Ginastera ministros plenipotenciarios, debido a la importancia que revestía la ópera como difusión de la cultura argentina.

Mas, pese a los honores diplomáticos de entonces y a la triunfal presentación en el Lincoln Center de Nueva York, en 1968, otro decreto oficial prohibió simultáneamente su representación en el Teatro Colón de Buenos Aires considerándola una obra inmoral. Manuel Mujica Laínez estaba indignado y -siempre con sus   —65→   frases cáusticas y lapidarías- declaró que seguramente lo que los censores argentinos habían considerado inmoral había sido, sin duda, la música...

Una verdadera tormenta se desató en Buenos Aires contra la censura oficial. Las protestas de las Academias, instituciones culturales y personalidades del mundo intelectual se multiplicaron, aunque hubo también voces que aplaudieron la medida. Y Bomarzo tuvo que esperar la caída del general Onganía para poder ser estrenada en el Teatro Colón de Buenos Aires el 29 de abril de 1972, con el mismo elenco que la interpretó en Estados Unidos y bajo la dirección de Antonio Tauriello.

Como pequeño desquite a los años de persecución, los autores de la ópera asistieron al estreno sentados en el palco oficial. Con posterioridad, la ópera Bomarzo se representó sucesivamente en Alemania y Suiza. Existe una grabación completa realizada por la Casa Columbia y es la primera ópera hispanoamericana que ha sido grabada íntegramente.

EL MANUSCRITO DEL HADA MELUSINA

Con posterioridad a Bomarzo, Mujica Laínez publica El unicornio en 1965 en que continúa la saga histórica de tiempos pasados. Si Bomarzo representó el Renacimiento, El unicornio representa la Edad Media, sólo que aquí, el autor reafirma un recurso que venía apareciendo en las últimas novelas y que es el anacronismo, es decir, en forma intencionada aparecen mezclas en el tiempo de la narración.

Pareciera que el autor se divirtiera mientras escribe, sabiendo que sostiene un diálogo cómplice con el lector. Si en otras ocasiones había escogido narradores insólitos como un libro, una casa o un broche de lapislázuli en forma de escarabajo, esta vez, el escritor se encarna nada menos que en un hada, el hada Melusina, una de sus creaciones más ingeniosas y ocurrentes.

A la manera modernista, esta Hada que parece extraída de la novela Peter Pan y Wendy de James Mathew Barrie -un autor al que Mujica Laínez admiraba- está inspirada en el arte o en la literatura. Es inmortal, pero muy humana. Se enamora de un lejano descendiente, le sigue al país de los trovadores y luego a Tierra Santa. Es convertida en hombre, lo cual permite al autor jugar con la ambigüedad sexual, un aspecto recurrente en su obra. Finalmente regresa, muerto su adorado Aiol, a su torre de Lusignan, convertida otra vez en hada. A través de esta narradora algo privilegiada y curiosa -un hada de los tiempos actuales que escribe su manuscrito, recordando su pasado- el novelista puede jugar con los anacronismos y demostrar su visión de que el ser humano es el mismo en todas las épocas.

Junto con el anacronismo, aparece en forma relevante en este libro mágico el marcado sentido del humor ya que el hada escribe en serio, pero no podemos dejar de divertimos con un estilo permanentemente irónico. Examinemos un párrafo de este diario de vida de un hada escrito con el delicioso sentido del humor de Manuel Mujica Laínez:

«Es la historia de un hada, la vida de un hada; que quien no crea en las hadas, cierre este libro y lo arroje a un canasto o lo reduzca al papel suntuario   —66→   de relleno de su biblioteca, lamentando el precio seguramente substancioso que habrá pagado por su estructura. Lo siento de antemano por él: hay distintos modos de ser un pobre de espíritu; hay distintos modos de andar por la tierra tildándola de insípida, aburriéndose, dejándose morir de monotonía y de tedio; y uno de ellos -tal vez el más tonto- consiste en negarse a probar la sal y la pimienta ocultas que la sazonan de magia.

En cuanto a la idea de rechazar la existencia de las hadas, hadas malas y hadas buenas... es menester ser ciego para no verlas, para no reconocerlas, pues su enjambre pulula doquier. Por obvias razones, me unen a cada una de ellas lazos de afecto y aversión. Las hay ricas, extravagantes, que derrochan en Venecia, en Montecarlo. Son esas fabulosas, inmemoriales mujeres, cuyas edades, rentas y procedencias se ignoran, que les imponen a las ruletas malabarismos estupendos, como la sospechosa complacencia de reincidir en el mismo número más vueltas de lo previsible, mientras lo siguen cargando de fichas con ademanes indolentes y expelen el humo de sus largas boquillas. O esas otras que, de la noche a la mañana, decoran sus departamentos de París y Nueva York con tapices góticos desconocidos, soberbios, que ellas conservan de su propia belle époque medieval, en subterráneos arcones de abandonados castillos y abadías. O las que, fieles a su vocación primordial, se dedican a sacudir las mesas del espiritismo y a organizar el trajín de las casas embrujadas. O aquellas, caritativas, que ayudan a la gente, pero de una manera fantástica, a menudo arbitraria o completamente errónea. Y las zalameras que no renuncian a sus características de sempiternas enamoradas sensuales y siguen dándose maña, a pesar de su ancianidad evidente, para raptar jovencitos que ansían progresar económicamente, quienes luego desfilan de su brazo, bien vestidos y enjoyados, por los halls de los hoteles internacionales. O aquellas, más aplicadas, más respetables, que zumban y soplan sobre las cabezas fatigadas de los inventores y les sugieren ideas pasmosas, pero que ahora se van quedando atrás, sumergidas por el alud de las cifras, de las fórmulas y de las máquinas electrónicas, y miran multiplicarse en torno las expresiones que no entienden y que convulsionan a un mundo que se les desliza entre las manos aéreas y que no les pertenece ya. Y así sucesivamente. Hay hadas y hadas y hadas. Cuchichean, ronronean, como insectos impalpables, por los caminos de la Tierra estúpida. Yo soy una de ellas. Hay ángeles también. Que el sensible lector se convenza: hay, como en la Edad Media, hadas y ángeles, que eso fue la Edad Media: el Hada y el Ángel. Y el Demonio. Pero no me extenderé por el momento sobre el ángel. Aunque es justo que, al pensar fugazmente en ellos, copie aquí la frase que he murmurado en ocasiones innúmeras: ¡todo ha cambiado tanto!».



En otro párrafo, escribe el Hada: «Yo, temblorosa de celos, con un breve golpe de alas, ascendí sobre sus cabezas y flotaba allí, como una gran lámpara colgada de las vigas por impalpables hilos, o más bien como un insecto gigantesco que se sostuviera en el aire».

  —67→  

El tema de las hadas aparece en forma recurrente en varios de sus libros, especialmente en la novela Invitados en El Paraíso. Aquí, uno de los personajes cuenta que ha visto la fotografía de un hada en un libro abierto en el escaparate de una librería...

En El Unicornio, la historia y la magia, la minuciosa reconstrucción de ambientes remotísimos, el humor y una original fantasía que anima todas y cada de sus páginas, se conjugan en un relato inolvidable que constituye una de las obras maestras de Manuel Mujica Laínez.

DE LA CRÓNICA HISTÓRICA A LA DESBORDANTE FANTASÍA

El gusto por el anacronismo y la mezcla irónica de los planos temporales obsesiona al autor, de tal modo que su siguiente obra, titulada El laberinto, publicada en 1974, registra nada menos que la autobiografía novelada y ficticia, escrita en el siglo XX, de Ginés de Silva, que es el niño de la antorcha en la conocida pintura del Greco «El entierro del Conde de Orgaz», lo cual es ya es un anacronismo de sobra.

Incluso, en uno de sus últimos libros Un novelista en el Museo del Prado, el autor se da el trabajo de relacionar los personajes de los cuadros en una sala del famoso museo madrileño. Como en los cuentos de Hans Christian Andersen, en que a las doce de la noche salen a bailar los juguetes y cobran vida, aquí, a medianoche, bajan de los cuadros las figuras y conversan entre ellas, aunque no exista ninguna relación temporal. Así, conversan las Meninas con los reyes de otro cuadro y unos príncipes de un cuadro de Velázquez se van a conversar con la Maja de Goya. El resultado, desde luego, es de una exquisita y deslumbradora fantasía.

Es una nueva etapa para Manuel Mujica Laínez, quien ha derivado su literatura hacia la ficción histórica con matices fantásticos. Tal es así que uno de los libros escritos en esta época De milagros y melancolías, publicado en 1968, registra un imaginario fresco histórico de una república latinoamericana desde la época indígena hasta el año 3.000 ó 4.000. Como en Crónicas reales su obra inmediatamente anterior, Manuel Mujica Laínez nos brinda aquí, en todo su brillo, una de las facetas más características de su ingenio múltiple: la de la ironía aguda, sumada a la imaginación original.

El estilo es satírico y alegórico, llegando al esperpento burlesco. Los nombres de los personajes insinúan el tono del relato: Su Ilustrísima Don Árido Tristeseco de los Postines, Doña Estanislada Bergamota, General Azuceno Labestia del Campo, el doctor Aldebarán Piña de Toro, doña Misiamís Brabaverga, Don Oportuno Goliat Regodeo y Tinieblas, el Conde de la Buena Coca, Don Tarquino LitIle Mongo... Todos estos curiosos personajes se debaten en una continua lucha entre «rubios y morochos» en el extraño país de San Francisco Apricotina del Milagro donde «el Partido Rubio Azafranado, o sea la línea democrática, había adoptado los principios más antidemocráticos».

El voluminoso libro de más de 500 páginas se cierra con una completa bibliografía de cada una de las épocas de que trata la novela alegórica. Pero, muy en el estilo del autor, esta aparente erudita bibliografía oculta una completa burla al lector   —68→   porque si nos ponemos a revisar los títulos consultados nos llevaremos más de una sorpresa, ya que así como Borges solía inventar ficciones librescas y aludía siempre a libros inventados, así también Manuel Mujica Laínez nos sorprende con su Bibliografía selecta:

«Instituto Apricotino de Estudios Históricos: «Correspondencia del Gobernador don Máximo Cochón con sor Casilda del Hambre, la Monja de la Pierna de Palo»; Lázaro de Tinieblas y Bracamonte: «Las personas de la Trinidad son cuatro»; Octaviano Panida, Sistro: «Oda al Liberador», con música de María de la Contribución Moncil de Panida Sistro, Leona de la Independencia; Simón Nocturno de la Universidad de Plocoploco: «Vínculos entre el dialecto Jipi y el inglés del Sussex»; Martín Bartolomé Lindo Bambino de la Universidad de Plocoploco: «Sobre las estrellas Moncilia, Cagliostra y Piñatoruna»; Atanasio Setira y Cepeda: La tragedia «La Pobre Pava» y su influencia en la literatura universal; Su Ilustrísima Fabián del Cepo y Bergamota. Obispo de San Francisco: «Pastoral sobre la Incorporación de la Cieguita de Sape Sape a la Iglesia Catedral de Nuestra Señora de las Cenizas»; Octaviano Panisa Sistro: «Saludo rimado a la señora Vizcondesa Casta Folía dos Assombros»...



La lista es larga. Manuel Mujica Laínez convierte en parodia el recurso de los textos imaginados con un sentido del humor delirante.

En sus últimos libros esta técnica de la aguda mordacidad se hace más evidente. Podemos decir que hay una evolución en el estilo y en la temática del autor, desde los primeros libros rigurosamente históricos dominados por un cierto realismo mágico y un suave humor sutil, escritos con una prosa poética, hasta las novelas de fantasía esperpéntica, en que el lenguaje se torna mucho más trabajado y el humor mucho más sarcástico y punzante.

EL DELIRANTE VIAJE DE LOS DEMONIOS

El viaje de los siete demonios, publicado en 1974, se basa en la idea de que en el infierno, el Diablo Mayor está cansado de la burocracia que existe en los antros infernales y desea un poco más de vida. Hay que poner fin a la demoníaca holganza y para ello, encarga a sus súbditos principales, que son los siete pecados capitales, que se animen un poco y vayan a perturbar, con tareas muy concretas, a la sociedad de los humanos. Así, los pecados, lujosamente ataviados, viajan por el mundo en busca de almas que tentar.

La idea sirve al autor para presentamos a los siete demonios: Lucifer, la soberbia; Mammón, la avaricia; Leviatán, la envidia; Belcebú, la gula; Satanás, la ira; Asmoideo, la lujuria; y Belfevor, la pereza. Lo más difícil es movilizar a este último, que no está dispuesto a moverse ni siquiera para tentar a nadie. Pero al final, parten.

Las hazañas demoníacas ocurren en diferentes épocas y lugares: el castillo medieval de Gilles de Rais, Barba Azul; Pompeya antes de la erupción del Vesubio,   —69→   Siberia comunista del año 225, la corte Imperial de China; Tortuga, la Isla de los Bucaneros, Bolivia en tiempos de Melgarejo, etc. Todo en medio de los comentarios deliciosamente cínicos de los pecados, mezclando, como siempre, la ironía con la historia.

CARACTERÍSTICAS DE SU ESTILO

Hacia el final de su vida, Manuel Mujica Laínez recibió numerosos premios y condecoraciones por su profusa obra. Entre sus numerosas distinciones recibió la francesa Legión de Honor, la Medalla de Oro de la Institución Cultural Española, el Primer Premio Nacional de Literatura en 1963, por Bomarzo, la Medalla de oro del Instituto Bonaerense de Numismática y Antigüedades, los Premios Kennedy, Forti Glori y Lorenzotti y muchos otros.

Fue además miembro de la Academia Argentina de Letras y miembro de la Melville Society de Estados Unidos. Sus libros -Los cisnes, El gran teatro, Sergio y tantos otros- siguen estando en las principales librerías argentinas, especialmente en El Ateneo de Buenos Aires. En todos ellos pueden verse las características claves de su obra y que vienen a ser sus verdaderas constantes y obsesiones, a saber, un periodo histórico determinado, muy preciso y descrito con mucho detalle, cuidando mucho la ambientación de vestuario, mobiliario, usos y costumbres, tal si se tratara de una verdadera puesta en escena. Otro rasgo común es el énfasis que pone en la vida de los objetos especialmente antiguos y de carácter artístico.

También es relevante el sentido del humor presente en toda su obra, especialmente cuando escribe textos que tienen una apariencia grandilocuente, pero que encierran un punto de vista irónico. Este humor va desde los matices más suaves y sutiles hasta la parodia. Sus frases a menudo son cáusticas y brillantes y recuerdan mucho al humor punzante que ejercía Oscar Wilde en sus conversaciones y en sus cuentos. De hecho, ambos autores comparten características comunes al deambular con vestimentas llamativas en escenarios burgueses y en saber retratar ese mundo al que pertenecían con una pluma fina manejada como un estilete.

Otra característica común es el consciente anacronismo presente especialmente en sus últimas novelas en las que hace alternar a personajes contemporáneos en vidas pasadas, jugando con el non sense o humor absurdo. Y finalmente, el uso clásico de un castellano impecable de tono permanentemente poético y elegante, por todo lo cual se le tildó de exquisito, decadente y rebuscado en su retórica. En este sentido, hay que decir que Manuel Mujica Laínez fue una personalidad controvertida en el Buenos Aires de mediados de siglo hasta principios de los años ochenta y que a menudo, su personalidad social, como en Oscar Wilde, opacó su obra literaria, paulatinamente revalorizándose.

En conjunto, y analizando su estilo, su obra se caracteriza por un lenguaje cuidadosamente trabajado, empleando para ello una gran riqueza de vocabulario y una sintaxis probablemente sin igual en la literatura argentina contemporánea.

Los párrafos son largos, a menudo con muchas frases subordinadas, lo que cansa muchas veces la lectura, si no se está iniciado en la literatura mayor. La adjetivación   —70→   es selecta y sabe nombrar los objetos con una precisión que incluye el pormenor técnico y erudito, especialmente cuando se refiere a obras de arte.

Algunos libros incurren en una excesiva saturación estilística. Resultan demasiado trabajados y ello hace que la lectura sea dificultosa por el exagerado barroquismo de las frases. El virtuosismo verbal resulta un escollo para el común de los lectores que abandonan muchas veces los libros por pesados. No obstante, cuando se ha tomado el hilo narrativo, se disfruta plenamente la lectura, saboreando el idioma, el humor, la historia y apreciando la atmósfera artística de que están rodeadas las situaciones que plantea.

ÚLTIMOS DÍAS DEL AUTOR EN «EL PARAÍSO»

Como se ve, la obra de Manuel Mujica Laínez es extensísima. En la década de los ochenta, el autor aún firmaba sus libros en la famosa Feria del Libro de Buenos Aires. Me tocó verlo en tal circunstancia en abril de 1982, rodeado de damas de edad de la alta sociedad porteña a quienes firmaba sus libros, en especial Vida y gloria del teatro Colón, un libro de lujo, de gran formato, con impresionantes fotografías en el que el autor traza con su amenísima pluma la historia y la intrahistoria del gran teatro de la ópera porteño. Era ciertamente un autor mítico...

El 28 de marzo de 1984, en un acto que contó con la presencia de altas autoridades y de elevado número de representantes del quehacer cultural argentino, Manuel Mujica Laínez era declarado «ciudadano ilustre» de Buenos Aires. Cansado a los 73 años, pero sin perder su altivez, acudió a la ceremonia, sin saber que le quedaban pocos días de vida. Antes de un mes lo sorprendió la muerte de manera repentina en su quinta serrana de «El Paraíso» dando pie a los numerosos artículos en los que se ponía en evidencia la importancia de un autor injustamente postergado.

Sus funerales en un cementerio en las afueras de Córdoba fueron muy sobrios, como él lo deseó y sólo acudieron familiares y amigos cercanos. Sobre su escritorio, quedaron novelas inconclusas, porque hasta el último día estuvo escribiendo. Entre las obras sin terminar figuran los bocetos sobre una biografía novelada de Juana la Loca y su amor por Felipe el Hermoso. También proyectaba un libro sobre el emperador Heliogábalo y el rey Carlos II el Hechizado.

Al regreso del funeral, en la hacienda «El Paraíso» quedaba un vacío en medio de aquellos recuerdos, antigüedades, curiosidades y objetos que el autor atesoró a lo largo de su vida. Sobre el escritorio, esos grandes álbumes que el autor tenía para pegar fotografías dedicadas... Quizás, como en sus novelas, merodeaba también su fantasma.

Su hijo, Diego Mujica, declaró: «Mi padre fue una persona muy criolla, muy argentina, a pesar de su apariencia refinada. Sus estudios en Argentina que luego continuó en Francia e Inglaterra le dieron una comprensión universal de la cultura mucho más acabada que la de sus contemporáneos».

Ese mismo año se publicó póstumamente un volumen de Cartas de Manuel Mujica Laínez en Editorial Sudamericana que muestran la personalidad multifacética del   —71→   autor y su descripción de cómo trabajaba cada una de sus novelas, con un sentido de la búsqueda del material literario muy parecido al de Thomas Mann.

También muestra la relación con personajes conspicuos de la vida cultural y literaria de Buenos Aires, como lo son Jorge Luis Borges, Victoria Ocampo y muchos otros.

De todo ese mundo, me ha quedado el gusto por su literatura y el deseo compulsivo de coleccionar uno a uno sus libros. Entre ellos, hay uno particularmente especial que tiene una dedicatoria del autor. No sé cómo llegó a mis manos. Es De milagros y melancolías y en la primera página leemos de puño y letra del autor, «A Bemardo, escritor, con el cariño y la admiración de Manucho. El Paraíso. 1971». ¿Quién habrá sido este «Bernardo, escritor»? Parece un enigma literario propuesto por el autor para que hilvanemos una historia imaginándolo en la gran estancia, regalando su libro a un joven escritor desconocido de provincias...

Treinta años después de aparecer las novelas de Manuel Mujica Laínez nos queda intacta la frescura del idioma, la gracia de inventiva y la riqueza de la imaginación. Leer o releer sus libros es fuente innegable de placer a la vez que una permanente lección de fantasía y estilo.



IndiceSiguiente