Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente



  —212→  

ArribaAbajoSomos hispanoamericanos

La lengua inglesa dispone de un adjetivo que, a pesar de estar tomado del latín, no tiene exacta equivalencia en español. De una obra que suscita reflexiones, ecos y repercusiones en el lector y lo estimula a lanzarse a búsquedas y consideraciones opuestas o complementarias se dice que es provocative. De este tipo resulta inevitablemente, para el lector hispanoamericano, el rico y concentrado artículo que Octavio Paz publicó hace algún tiempo, en el Suplemento Literario del Times de Londres, bajo el significativo título de «Una literatura sin crítica» y en el que pasa en rápida y penetrante revista al mundo de la América Latina, su situación y su literatura.

Octavio Paz no sólo es uno de los mayores poetas vivientes de lengua castellana sino que también, y acaso de un modo complementario e inevitable, ha sido llevado por su sentimiento dramático y universal de la cultura y por su variada erudición histórica y literaria, a convertirse en un penetrante analista de los más oscuros fenómenos del arte y la conciencia colectiva de nuestra época.

Paz reconoce que la literatura latinoamericana forma parte de la literatura occidental, aunque de una manera peculiar y hasta marginal e incompleta. En los dos extremos del espacio literario occidental han surgido las literaturas eslavas y americanas. Estas últimas divididas en inglesa, portuguesa y española. La rusa y la americana se hicieron universales. La americana de lengua española, después de ser apenas una débil rama de la literatura española hasta el siglo XIX (débil rama de una literatura que ya era débil dentro del contexto de la expresión literaria occidental) nace finalmente, al final de ese siglo, con el modernismo engendrado por el simbolismo francés y, en la segunda mitad del actual, alcanza un reconocimiento universal gracias a la obra de sus poetas y novelistas.

Nadie niega su existencia hoy, pero con ciertas características peculiares. Es rica y original en poesía y en prosa narrativa pero desproporcionadamente pobre en teatro y en obras críticas de carácter literario, filosófico o moral.

  —213→  

Esta falta de un pensamiento crítico importante, lleva a Paz a preguntarse con angustia si la actual literatura hispanoamericana, a pesar de su originalidad «real o aparente», es «realmente moderna». El fondo de su pensamiento se aclara cuando afirma, como un postulado, que sin pensamiento crítico no hay literatura moderna.

Al llegar a este punto el concepto de Paz sobrepasa abiertamente el campo de la literatura. Ya no se refiere específicamente a la crítica literaria, que reconoce que ha existido y que existe de un modo digno de mención en nuestras letras, por lo menos desde Bello hasta Rodó y desde Henríquez Ureña hasta Alfonso Reyes. No se puede negar la existencia de una rica y variada crítica literaria en la América Latina. El crítico francés Albert Thibaudet pensaba que la crítica literaria, tal como la conocemos hoy, es en realidad un producto del siglo XIX. Antes pudo haber críticos pero no había crítica. Todos los movimientos y tendencias críticas de Europa han repercutido entre nosotros desde la histórica y temática, hasta la marxista, la estructural y la semiológica. Barthes y su radical pelotón han invadido las escuelas de letras de las universidades latinoamericanas. Lo que Paz señala, más allá de la crítica literaria es la ausencia de un pensamiento crítico comprensivo nuevo y penetrante que pueda constituir la base o la justificación de un «movimiento intelectual original». Nada equivalente a lo que representaron los Schlegel en Alemania al comienzo del romanticismo o el grupo de Coleridge en Inglaterra o Mallarmé y sus seguidores en el gran momento de cambiar el lenguaje de la poesía.

El concepto de Paz se amplía y se aclara al extender su panorama hacia los antecedentes de la cultura española. Piensa que no ha habido pensamiento crítico en nuestra lengua. No hemos tenido un movimiento intelectual propio y original. No tuvimos siglo XVIII. Por eso mismo constituimos «una porción excéntrica de Occidente». No tuvimos Ilustración, tampoco tuvimos revolución burguesa, ni industrial, ni Romanticismo. «Bailamos fuera de compás.»

Buscando las causas de la diferencia de la América Latina con el modelo europeo Octavio Paz señala la época de la Independencia como la de nuestro acceso a la Edad Moderna y observa un hecho cierto, que caracteriza a aquel proceso como una ruptura brusca. «Nuestro comienzo fue negación, ruptura, desintegración.» «Nuestra revolución fue un acto de autoengaño, tanto como de autodestrucción.» Paz se refiere a la falta de raíz y al fracaso de las instituciones republicanas que de una manera adventicia los hombres de 1810 impusieron por fe ideológica sobre una realidad histórica que las negaba. Evidentemente, ni entonces ni ahora podíamos comportarnos como los anglosajones del Norte de América ante las instituciones anglosajonas que poco tenían que ver con nuestra realidad y nuestra tradición. A la hora de la Independencia no había ninguna institución propia que pudiera ser mantenida en la América Latina. Todo el mecanismo político y administrativo del Imperio Español se manejaba desde fuera y no reposaba sobre ningún mecanismo   —214→   interior de representación, de renovación o de consulta. Era el caso exactamente contrario al de los Estados Unidos. Lo que hicieron los próceres de la Independencia fue proceder a la española. De una manera quijotesca y casi mágica dejaron de lado la realidad para crear de la nada las más perfectas instituciones políticas que había imaginado la ideología racionalista. No hubo ninguna coherencia entre instituciones y realidad cultural y social. El resultado fue el fracaso de las Repúblicas de la primera hora y el surgimiento de la única institución autóctona que la América Latina ha producido en su agitada historia: «el caudillismo rural». Era una actitud semejante y correspondiente a la de los españoles afrancesados del tiempo de la Ilustración y su caso podría definirse con las mismas palabras que Américo Castro dedica a aquellas minorías casi iluminadas, casi místicas, casi mágicas. «Lo utópico y a la vez trágico del afán de aquellos hombres consistía en querer prescindir de lo que España realmente era para en aquel vacío fraguar otro país con otros supuestos, con distinta sensibilidad. Querer ser lo que no se es, como no se es.» Ese «intento de desvivir la propia historia» es el fondo del trágico equívoco de la historia política de la América Latina.

Esta visión del mundo hispánico no es nueva. La han sostenido y repetido muchos observadores y estudiosos, particularmente alemanes, franceses e ingleses. Se ha hablado repetidas veces de España como la tierra sin Renacimiento y también sin siglo XVIII. Cada vez que se hace una de estas afirmaciones se lleva, implícitamente, un modelo en mente.

Cuando se dice que España no tuvo Renacimiento la afirmación es el resultado de una comparación tácita con un modelo de otra región. Podría decirse, y es evidente, que España no tuvo Renacimiento a la italiana o a la inglesa. La Edad Media duró en ella más y se transformó más lentamente. No hubo crisis de conciencia, religiosa, moral o racional, como en los países del Norte. La penetración de Erasmo fue grande, como lo ha demostrado Marcel Bataillon, pero fue contrarrestada y detenida. La semilla de donde salieron Vives y los Valdés no logró cuajar. En cambio, en la gran empresa renacentista de renovar la visión del mundo y crear una nueva dimensión del paisaje humano, el papel de los españoles fue fundamental. La creación, o la invención del Nuevo Mundo, que va a transformar toda la mentalidad europea y a iniciar la Edad Moderna es una empresa hispánica.

Tampoco tuvo España siglo XVIII a la francesa, o a la inglesa. No es que se ignorara la Ilustración. Abundantemente penetraron sus modelos con el advenimiento de los Borbones, pero siempre se sintió como cosa ajena y hasta extraña. La misma palabra «afrancesamiento», con que se la designó, revela este sentimiento de alteridad.

Lo que habría que preguntarse es por qué en España no logra arraigar el movimiento de ideas que con tanto tesón representaron Feijoo, Moratín, Luzán o Jovellanos. Hubo siempre una resistencia natural hacia el racionalismo, un nunca vencido motín de Esquilache que se resistía a la conversión.

  —215→  

Hay un hecho curioso que merecería más estudio y reflexión porque es profundamente revelador. El concepto que sirve de base y de inspiración al pensamiento revolucionario en Occidente es el que deriva de la visión del buen salvaje y que halla su expresión formal en la Utopía de Tomás Moro. El mito utópico, que va a desatar todo el inmenso y no acabado proceso de la revolución en Occidente, nace de una imagen del descubrimiento de América. Es la carta de Colón de 1493, que se difunde rápidamente, y luego las publicaciones de los italianos venidos a España: Vespucci y Pedro Mártir de Anglería, los que crean la visión de un estado natural de felicidad en los salvajes americanos. El mito del buen salvaje está en la base de las visiones críticas y utópicas de la sociedad europea, que van desde Moro, Erasmo, Montaigne y Bacon hasta Rousseau y los enciclopedistas franceses, los autores de la declaración de los derechos del hombre y la revolución igualitaria de los socialistas, a partir de Saint-Simon y de Marx. Este pensamiento no penetra en España sino tardíamente y por influencia francesa e inglesa. Esta reveladora peculiaridad debe estar influida por el hecho singular de que eran precisamente los españoles los que tenían más directamente conocimiento del indio americano y que sobre él poseían una experiencia real que no podía ser sustituida por imágenes literarias. Después de la carta de Colón el testimonio de los conquistadores españoles fue profundamente negativo sobre el indio americano. Llegaron hasta dudar de que fueran seres racionales y se requirió la Bula de Paulo III para afirmar que se trataba de hombres. El cronista Oviedo refleja esta imagen que nada tiene en común con la del «buen salvaje» de los franceses. Para combatir esta idea arraigada y repetida de la «bestialidad» de los indios y de su incapacidad para asimilarse a la cultura española, con todas las consecuencias de maltratos e injusticia que tenía que ocasionar, se alzó precisamente la voz de Las Casas y de Vitoria.

La visión del «buen salvaje» fue extranjera, en el más literal sentido para España, y sólo llegó en el bagaje de las nociones de la Ilustración. Toda una experiencia existencial la negaba. Esto llega hasta el significativo extremo de que el obispo Zumárraga de México y el fraile Vasco de Quiroga, lectores convencidos de la Utopía de Moro, cuando se proponen llevar a la práctica las ideas del libro, lo ensayan como la realización de un modelo intelectual elaborado por un europeo y no como la preservación y mantenimiento de una sociedad real hallada en tierra americana. El caso de las «reducciones» de los jesuitas en el Paraguay fue similar. No se trató nunca de aislar y de conservar una sociedad existente entre los nativos, sino de crear, por medio de la coerción y la disciplina impuestas desde arriba, una sociedad ideal tomada de una ideología europea.

Cuando en su heroica y tenaz lucha por la justicia Fray Bartolomé de las Casas propone a la corona suprimir la institución de la Encomienda, que no era sino una forma del reconocimiento de que el indio no podía manejarse por sí solo, entre quienes se oponen aparecen no sólo conquistadores y hombres de presa sino seres tan venerables y justicieros   —216→   como el fraile Motolinía, el «fray pobreza» de los indios, y el propio Vasco de Quiroga. Los hospitales-pueblos, inspirados en la Utopía de Moro, no consistían en devolver su libertad al indio para que restableciera sus formas sociales precolombinas sino en la creación de un orden estricto y artificial que debía corresponder a un modelo ideal de justicia. Podríase, con alguna simplificación pero sin gran desacato a la verdad, decir que la concepción utópica, de la que nace el pensamiento revolucionario moderno y que es una consecuencia de la visión del «buen salvaje», no surge en España sino que llega tardíamente como afrancesamiento, porque los españoles tenían del indio una experiencia secular que no les daba base para una concepción utópica y literaria.

La peculiaridad de la situación española dentro de Occidente se revela en esta reiterada divergencia de España con los modelos de la Europa del Norte. Es lo que Américo Castro llama «la manera española de existir» y que, según él, «fue el resultado del entrelace de los cristianos, los moros y los judíos en la Península Ibérica desde el siglo VIII hasta fines del XV». Añade más aún el gran investigador y revelador de las peculiaridades de la cultura hispánica cuando afirma que «el orgullo, los prejuicios y un confuso sentido de los valores impiden reconocer que los españoles no fueron un pueblo completamente occidental».

No es sólo el racionalismo y el criticismo del pensamiento del Norte el que llega a España tardío y foráneo, como llegan sus correlatos y consecuencias, el capitalismo financiero y la revolución industrial.

Tampoco el romanticismo español corresponde al de Alemania, Inglaterra o Francia. Careció, por circunstancias propias, del aspecto de revuelta contra el rígido modelo neoclásico que había predominado desde el siglo XVII. Cuando los románticos alemanes se lanzan a luchar contra los modelos y la preceptiva neoclásica encuentran, precisamente, en la comedia española del Siglo de Oro una fuente inagotable de inspiración. Calderón, Lope y Tirso se convierten en grandes precursores del romanticismo europeo. El héroe romántico por excelencia, don Juan, está tomado de la literatura española. La vieja comedia española, apasionada, violenta, popular y sin respeto por las unidades neoclásicas, nunca había desaparecido de España. Moratín y los afrancesados del siglo XVIII llegaron a juzgar necesario que se las prohibiera por disposición del Gobierno. No tenían los españoles neoclasicismo contra el cual lanzarse en la violenta rebelión de sus contemporáneos alemanes o ingleses. Tampoco tenían un pasado muerto que revivir. El romanticismo español careció de estos fundamentales aspectos y fue tan sólo una tardía y superficial imitación de modelos extranjeros traídos por los emigrados políticos de principios del siglo XIX.

Esta situación no podía, ser diferente en la América Latina, tan estrechamente vinculada con la metrópoli. Andrés Bello recordaba que en su adolescencia, en la Caracas de 1800, compraba en ediciones baratas las comedias del Siglo de Oro español.

  —217→  

La realidad es que la América Latina es culturalmente, como lo dice Paz, un «polo de Occidente», evidentemente «excéntrico» en el sentido en que no corresponde exactamente con el movimiento y las características de un centro o modelo determinado.

La peculiaridad española dentro de Occidente se mantiene y complica en la América Latina por otros y poderosos ingredientes históricos y geográficos. Estamos más lejos, habitamos otro espacio y muy posiblemente otro tiempo histórico y somos, y lo hemos sido por mucho tiempo, uno de los escenarios más activos en el planeta del encuentro de culturas y de mestizaje cultural. En este sentido podemos ostentar una marcada peculiaridad con respecto al Occidente europeo. Para encontrar el equivalente de un hombre como el Inca Garcilaso o como Rubén Darío, grandes mestizos culturales, tendríamos que remontarnos en Europa a los comienzos de la Edad Media, como también para hallar el equivalente de la arquitectura barroca americana.

En este sentido de peculiaridad el mundo hispánico coincide, en muchos aspectos, con el mundo eslavo, igualmente excéntrico por referencia a los modelos ingleses o franceses.

No es Rusia tampoco un país genuinamente occidental, sino un escenario de mezcla y de encuentro. Tampoco tuvo Renacimiento a la italiana o a la inglesa, ni siglo XVIII a la francesa. Las cosas ocurrieron allí a la rusa, y es ésa su riqueza. Podría también decirse de ellos que no tuvieron un gran pensamiento crítico original ni crearon un movimiento intelectual propio. El gran proceso creador de la literatura rusa, el que pasa por Puschkin, Gogol, Tolstoi, Dostoievski y Chejov, no corresponde a nada europeo, ni al romanticismo alemán, ni al realismo francés. Habría que recordar la impresión de extrañeza y hasta de barbarie que hizo la literatura rusa cuando comenzó a ser traducida, en la segunda mitad del siglo XIX, en Occidente. El traductor francés de Vogue se creyó obligado a suprimir y dulcificar muchas partes de aquellos extraños libros que podían repugnar u ofender al gusto francés.

Tampoco hubo, junto a esa poderosa y original literatura, un movimiento crítico importante u original. Bastaría recordar que, tan tarde como en 1825, Puschkin deploraba que Rusia no tuviera un solo libro de crítica. La visión mística y apocalíptica del mundo siguió siendo poderosa y el arraigo hacia el eslavismo oponía resistencias y deformaciones a la occidentalización. Hasta las doctrinas científicas traídas de Occidente revistieron otro significado y carácter. Berdiáiev habla de lo que llama el aspecto religioso de las teorías científicas en Rusia.

Esa peculiaridad rusa, que es el reflejo del rico y contrastado encuentro de lo occidental, con lo eslavo, con lo bizantino y con lo asiático, no se expresó en ningún nuevo sistema de pensamiento sino en la originalidad extraordinaria de la literatura rusa que sorprendió a Europa. Fue por medio de su creación literaria que el mundo ruso halló su expresión propia, la de su peculiaridad inconfundible.

  —218→  

El caso de la América Latina no difiere mucho. También somos una zona de encuentro de culturas y de tiempos históricos. La tan caracterizada y peculiar manera de la cultura occidental que se desarrolló en España durante la Edad Media fue la que llegó al nuevo continente para entrar en estrecho, nuevo y poderoso contacto con las civilizaciones indígenas, con el testimonio viviente de las culturas negras llevadas por los esclavos africanos y para crear un hecho cultural y social nuevo dentro de aquella extremidad de Occidente. Esa originalidad de situación es la que se ha revelado, igualmente, en la presencia de la literatura hispanoamericana, como un fenómeno nuevo y diferente, en el ámbito de las grandes lenguas occidentales.

Cierto es que la América Latina no ha creado una filosofía o un pensamiento original. La creación de pensamiento original ha sido por lo demás escasa en el mundo. Con la herencia de Aristóteles y de los griegos vivió Occidente por mil quinientos años. Santo Tomás es uno de sus hijos más tardíos. Hay que esperar a Descartes y a Spinoza para tener una nueva concepción que, a su vez, va a durar en sus derivaciones directas hasta el siglo XVIII. Es en el siglo XIX cuando se producen las grandes rupturas y éstas brotan muy localizadamente en reducidos invernaderos especializados de los grandes centros de cultura de algunas universidades alemanas, francesas e inglesas. Eran el producto de una convergencia, decantación y concentración de pensamiento en laboratorios de especulación muy sensibles. Sin embargo, en todo el tiempo que va desde Hegel hasta nosotros apenas ha producido Occidente tres o cuatro nuevas vías filosóficas. La rebelión vital de Kierkegaard, la herejía de Marx, la ruptura de Nietzsche, y la fenomenología de Husserl. Valdría la pena preguntarse si la actitud mental, las condiciones y las facilidades para producir esas nuevas concepciones llegaron a estar circunscritas a esos recintos de pensamiento supersaturados que se dieron en unas determinadas disciplinas, en unos determinados lugares y en alguna determinada lengua, cuya estructura y sentido semántico la hacía particularmente apta para expresar la oscuridad metafísica y ontológica.

Todo ese pensamiento, en una u otra forma, llega a la América Latina. Mejor dicho llega en una forma peculiar, determinada por las características del hecho hispanoamericano. Llega adaptado y trasladado a otro tiempo histórico, a otra circunstancia humana y también a otro lenguaje. Adquiere lo que, utilizando la frase de Berdiáiev, podríamos llamar «el aspecto hispanoamericano de las doctrinas científicas». En esto también el poderoso fenómeno del mestizaje influye. El racionalismo que penetra en la América Latina no es el mismo que se propaga en Francia e Inglaterra en el siglo XVIII. Cambia de tono, de significación y hasta de contenido. Habría que estudiar más a fondo este significativo hecho de la modificación del pensamiento al cambiar de medio cultural. El racionalismo que toman los hispanoamericanos se mezcla y se tiñe con los rezagos de la escolástica, que ha quedado de una tradición   —219→   de tres siglos, y se mezcla con el sentimiento romántico, que llega casi junto con él. Valdría la pena estudiar la suerte del concepto de razón en el mundo de «la gana». Ese racionalismo a la hispanoamericana se convierte en una actitud crítica y agresiva contra el viejo orden. Va a constituir el fermento de donde brotarán las ideas de la época de la Independencia. Esa mezcla es visible en un hombre tan local como Fernández de Lizardi y aparece igualmente en la expresión de hombres de visión más universal como Bolívar y Bello.

A mero título de ejemplo de esta condición peculiar de mestizaje podríamos citar el caso revelador de Fray Servando Teresa de Mier. El inquieto fraile mexicano va a recibir con entusiasmo las ideas de la Ilustración, pero las va a mezclar con la más extraordinaria combinación de factores históricos y míticos. Va a sostener que el cristianismo llegó a América traído por el apóstol Santo Tomás y que el recuerdo prodigioso de esa milagrosa visita se transformó en el mito de Quetzalcóatl, la serpiente emplumada. Semejante mezcla de tiempos y de creencias no se daba en la mente de un monje medieval sino en la de un inquieto buscador de verdades que se creía un hijo de la Ilustración.

El caso no fue diferente, más tarde, con la tardía llegada del positivismo. El positivismo a la hispanoamericana, que tanta influencia iba a tener en la segunda mitad del siglo XIX en todo el continente, tiene poco que ver con la concepción de Comte, de Taine o de Spencer. En Hispanoamérica se convierte en un arma de lucha contra los liberales.

El caso posterior del marxismo es parecido. El marxismo, con su inherente necesidad de convertirse en política activa, se mestiza, se hace religioso y llega a adquirir formas irreconocibles. El edificio que levantó Marx en la Europa protoindustrial del siglo XIX, que Lenin y Stalin rusificaron, sufre alteraciones, añadidos y adaptaciones tan grandes como las que la arquitectura europea experimentó al trasladarse a las altas mesetas y a las muchedumbres mestizas de los Andes y de México.

Si no ha habido la creación en escala universal de una corriente original de pensamiento, que no hubiera podido ocurrir sino de un modo antihistórico y casi milagroso, ha existido, en cambio, la continua y activa presencia de una mentalidad crítica y reformista. La rebelión y el rechazo son actitudes constantes hispanoamericanas.

No sólo ha habido una larga tradición muy apreciable de crítica literaria desde el siglo XIX hasta nuestros días, el propio Octavio Paz es un destacado representante de ella, sino que, además, casi todo el pensamiento latinoamericano ha sido cuestionante, crítico y reformista en todas sus manifestaciones. El filósofo español José Gaos señalaba como su característica mayor que era un «pensamiento de educadores de sus pueblos». La novela hispanoamericana, desde José Mármol hasta García Márquez, sin olvidar los grandes ciclos indigenistas y de la Revolución Mexicana, es una novela de protesta y de lucha contra el orden recibido. La actitud del pensamiento es similar. Desde Bello y Sarmiento se prosigue la larga y brillante lista que incluye a Hostos, a Martí, a Justo   —220→   Sierra, a Ingenieros, a Montalvo, a Rodó, a Mariátegui. Es una continua y generalizada actitud de insurgencia. Se quiere, en alguna forma efectiva e inmediata, cambiar o reformar el presente. Para ello se invocan principios o doctrinas, recientes o viejas, venidas de fuera, pero se las mezcla con la mitología local y la realidad existencial.

Casi podría decirse, y es revelador, que más que un pensamiento crítico al estilo de Europa es una predicación misionera. La actitud de llevar una verdad de salvación que hay que propagar. Verdad que también sufre tantas alteraciones y adaptaciones como la sufrió la evangelización cristiana que practicaron los primeros misioneros españoles en la tierra americana. Hay también un mestizaje de la ideología, que no se diferencia del que se manifestó coetáneamente en la literatura y, además, casi por los mismos hombres. La distinción entre el hombre de pensamiento y el hombre de acción se hizo tenue. La mayor parte de los pensadores de la América Latina fueron, en una u otra forma, insurgentes. Más que en el libro su prédica se hizo en el periódico y en el panfleto, como guías o como sostenedores de la insurrección y el cambio contra el orden establecido. La dualidad es visible en los casos más insignes. En Bolívar es indistinguible el pensamiento de la acción. El mensaje de Angostura es el programa de su lucha militar y política. El caso es dramáticamente conmovedor en Martí, aquel ser de ideas, convicciones morales e intelectuales y poesía, que pasa, casi sin transición, de la prédica a la lucha armada. No puede entenderse a Sarmiento sino a la luz de esa condición tan característica. No es un Fichte que escribe discursos a la nación argentina. No es tampoco un divulgador fiel de ideas europeas. Es un hombre que conoce a fondo la condición argentina de su tiempo y que se siente inconteniblemente movido a cambiarla. Es en el mejor sentido y avant la lettre un militante y un escritor engagé. Si quisiéramos proseguirla y traerla hasta nuestros días la lista sería tan larga como la de los escritores hispanoamericanos. En grado variable, pero siempre presente esa condición de pensamiento para la acción está en todos: poetas, novelistas y ensayistas. Cuando García Moreno cae, Montalvo exclama con sincero y romántico alarde: «Lo mató mi pluma». En Bello es evidente la presencia de un programa de transformación social y cultural que aparece en sus grandes odas americanas. El caso de Neruda es demasiado reciente para tener que recordarlo.

No se creó una ideología nueva o una escuela de pensamiento en la América Latina, pero ha habido una calidad, un matiz y una manera hispanoamericana de tomar y adaptar las grandes corrientes del pensamiento de Occidente, no como cosa extraña y hasta exótica, sino como parte de la herencia histórica y para incorporarla dándole un color y hasta un contenido criollos. El liberalismo hispanoamericano está lejos de ser una mera reproducción del liberalismo europeo. Estanislao Rondón, uno de los agitadores liberales de la Venezuela del siglo XIX podía lanzar este grito que hubiera sido inconcebible en la boca de un europeo liberal del 30 o del 48: «La Federación es santa, celestial, divina».

  —221→  

Es tal vez necesario no sólo que hagamos con criterio histórico y social el estudio del destino y caracterización de las ideologías o del mestizaje ideológico en la América Latina, sino también que estudiemos la peculiaridad que reviste el movimiento del pensamiento entre nosotros. No podríamos tener, y sería totalmente antihistórico que la esperáramos, la posibilidad de una creación kantiana, hegeliana o marxista entre nosotros, pero en cambio ha habido y merece ser mejor conocida y comprendida la peculiaridad latinoamericana del pensamiento de Occidente que se ha manifestado, como lo hizo entre los rusos, más original y poderosamente en la literatura de creación, en la novela o en la poesía, que en la elucubración filosófica o crítica.

Es en este sentido revelador el estudio del movimiento modernista que agita y transforma las letras de la América Latina entre 1880 y 1914. Hasta dónde en la poesía de Rubén Darío hay presencia y mezcla de elementos del simbolismo francés, del romanticismo español, de la poesía popular tradicional de Nicaragua, de ecos rítmicos de Edgar Poe y del romancero español. Sería un verdadero rompecabezas para un profesor de literatura europeo colocar dentro de sus clasificaciones usuales a ese extraño pájaro tropical que era Darío.

No puede entenderse y no tiene otra significación más verdadera la literatura hispanoamericana que la de ser la más valedera y profunda manifestación de la crisis de conciencia que caracteriza al hispanoamericano. Situado en una de las fronteras espirituales, culturales y geográficas de Occidente, en presencia de un nuevo escenario, de una nueva relación del hombre con el espacio y casi con el tiempo, distintas de las que la literatura y el pensamiento europeos han expresado a lo largo de los siglos, en la confluencia pugnaz y creadora de tres culturas y de varios tiempos históricos, el hispanoamericano, en grado variable y con matices que distinguen al hombre de las mesetas altas, del de las Antillas o del de estuario del Plata, al heredero de la colonización española al de la portuguesa, ha sido y es, básicamente, un hombre en no resuelta crisis de identidad.

La historia del pensamiento hispanoamericano es la historia de esa búsqueda. Pedro Henríquez Ureña hablaba de la «busca de nuestra expresión». Es cierto pero incompleto. No buscaríamos una expresión si no tuviéramos que partir de la convicción o de la intuición de que no somos ni podemos ser exactamente europeos. Lo que nos caracteriza es la mezcla de culturas y de pasados y nuestro esfuerzo inconsciente se ha propuesto no sólo buscar un equilibrio difícil entre ellos sino averiguar finalmente lo que somos. Al Quijote y a la Celestina no podremos nunca sentirlos nuestros en la forma en que los siente un castellano, porque simultáneamente el drama del Inca Garcilaso y el folklore negro también son nuestros, en una forma en que no los puede sentir un castellano, pero que tampoco es la del africano o la del indio precolombino. Nuestra manera de leer a Bernal Díaz no puede ser nunca la de un español.

  —222→  

La cuestión verdadera no consiste en preguntarse si la literatura de la América Latina es o no moderna, lo cual implica una comparación con un modelo más o menos arbitrario y ajeno, constituido generalmente por la última literatura que hacen en Londres, en París o en Nueva York, sino la de preguntarnos si es o no hispanoamericana, si expresa o no la peculiar y única circunstancia del hombre hispanoamericano y su situación histórica y cultural.

Si la narrativa hispanoamericana ha alcanzado en los años recientes tanto aplauso en el mundo occidental se debe, precisamente, no a que sea moderna en el sentido del nouveau roman francés o de cualquiera otra experiencia de los grandes centros, sino a que presenta la poderosa originalidad de una situación que no se puede equiparar a ninguna otra.

Somos y no podemos ser otra cosa que hispanoamericanos. Aun en los momentos en que nuestros grandes artistas han pretendido o creído ser otra cosa, como en el momento del «modernismo» o en el de la novela social, lo que hizo su valor propio y les dio individualidad y carácter fue lo que tenían de hispanoamericanos. La distancia que va de Rubén Darío a Verlaine o de Pablo Neruda a Aragón no es sino la distancia de esta diferencia de condición y de situación.

Somos hispanoamericanos y es esto y no otra cosa lo que nos da dignidad, valor y presencia ante el mundo.

Fantasmas de dos mundos. Ed. cit., pp. 235-254.



  —223→  

ArribaAbajoEl petróleo en Venezuela5

Cuando hayan desaparecido las generaciones presentes y otras remotas y distintas las hayan sucedido en el modificado escenario de este país, es posible que, al contemplar en su conjunto el panorama de nuestra historia, lleguen a considerar que uno de los hechos más importantes y decisivos de ella, si no acaso el más importante y decisivo, es el hecho geológico de que en su subsuelo se había formado petróleo en inmensas cantidades.

El petróleo durmió ignorado en el seno de la tierra venezolana por millares de años de edades geológicas y por varias centurias de historia.

Mientras sobre la superficie del suelo pasaban las migraciones indígenas, mientras los conquistadores se lanzaban a la desesperada empresa de hallar El Dorado, mientras se fundaban pueblos, se introducían cultivos, se leían libros, se discutían ideas, se encendían guerras y revueltas, se gritaban «vivas» y «mueras», nacían y morían hombres, surgían y caían caudillos, se hablaba de progreso y de atraso, el petróleo estaba dormido en el seno de la tierra como una promesa o como una amenaza. Se conocían algunos rezumaderos naturales que lo hacían aflorar a la superficie en ciertos lugares. Los indios del Lago de Maracaibo lo llamaban «mene» y lo usaban las tripulaciones de los viejos veleros para calafatear sus cascos antes de lanzarse a la aventura del mar.

Aquel aceite negro y mal oliente no parecía servir para mucho, fuera de su utilidad para las embarcaciones y para alimentar por la noche la luz de alguna solitaria lámpara.

Pero en la segunda mitad del siglo XIX ocurren grandes transformaciones técnicas y económicas en el mundo. El petróleo halla, en rápida sucesión de hallazgos, otros empleos distintos del de combustible para lámparas. Se inventan los motores de explosión. La tracción de sangre desaparece. Los trenes y los barcos empiezan a moverse con máquinas   —224→   Diesel. Viene la Primera Guerra Mundial que, según la frase de un político inglés, se ganó «sobre una ola de petróleo». Las vías aéreas ofrecen al hombre un mundo más asequible y más a la medida de su tamaño y de su tiempo. La Segunda Guerra Mundial se lucha con petróleo en el aire, en el mar y en la tierra. En un proceso de cien años el petróleo se ha convertido, acaso, en la materia prima más importante para el hombre.

Esta gran transformación, que es una de las más profundas y determinantes del largo período de crisis de crecimiento y de reajuste por el que ha venido atravesando la humanidad desde hace medio siglo, tiene su dramático reflejo en Venezuela. El petróleo que dormía ignorado en la tierra de aquel país atrasado, dividido y pintoresco, poblado de gentes anacrónicas, que vivía de espaldas a las grandes transformaciones del mundo, entregado a una economía de hacienda y mano esclava y a una política de guerrilleros y de rábulas, va a revelar de pronto su desproporcionada presencia.

La circunstancial y limitada explotación y refinación que a partir de 1878 hizo, en tierras de Rubio, la Compañía Petrolera del Táchira, es un valiente y pintoresco episodio, pero que no puede citarse como un antecedente válido del desarrollo del petróleo venezolano.

Desde 1904, bajo las previsiones de las antiguas leyes mineras, se había comenzado a otorgar concesiones para la extracción de aquella especie de brea. Los conocimientos geológicos, y hasta los geográficos, eran escasos. No había siquiera un mapa fidedigno de la región del Lago de Maracaibo. Eran soledades anegadizas, cubiertas de áspera vegetación, donde el paludismo endémico diezmaba a los contados pobladores.

El primer pozo exploratorio comenzó a producir en 1914. En 1917 se hizo la primera exportación. En 1922 en el campo de La Rosa, en la parte oriental del lago, el pozo «Los Barrosos N-° 2», de la Venezuela Oil Concesions Ltd. saltó violentamente en un inmenso chorro de aceite negro que estuvo fluyendo incontrolado a razón de cien mil barriles diarios.

Este espectacular suceso anunció a Venezuela y al mundo la presencia de la riqueza petrolera. Más alto que las torres y por encima de los árboles, el poderoso chorro estaba de pie como un gigante, sacudido de acometiva fuerza, dispuesto a comenzar su camino en la historia. La Venezuela de 1922 no se dio cuenta de la completa significación de aquel suceso. Los periódicos del 22 de diciembre lo comentaron de una manera superficial. Más importancia parecía tener la noticia de que un agitador italiano, jefe de un grupo de camisas negras, había tomado el poder después de una simbólica marcha sobre Roma. En los cinco días siguientes no se dijo nada más. Había muy pocos venezolanos que tuvieran un verdadero conocimiento de lo que el petróleo significaba en el mundo, y nada se sabía de cierto sobre la naturaleza de nuestro subsuelo.

Vale la pena lanzar una mirada al país en que brota el famoso chorro de La Rosa. Su población sobrepasaba escasamente las 2.800.000 almas.   —225→   Una sola ciudad, Caracas, tenía más de cien mil habitantes. Fuera de la navegación por costas y ríos, que era ocasional y lenta, no existía, prácticamente, comunicación entre las distintas regiones. Había unos setecientos kilómetros de ferrocarril, y un millar de kilómetros de carreteras de tierra, estrechas y mal trazadas. En la ciudad de Caracas sólo había un mediano hotel digno de ese nombre y dos salas de cine. De Caracas a Barquisimeto, a Higuerote o a Maracaibo se iba por mar. El presupuesto de gastos fue de 72 millones de bolívares. El total de lo asignado para Obras Públicas de Bs. 8.290.000; y el total de lo previsto para Instrucción Primaria de Bs. 2.518.000. Para Inmigración y Colonización había cien mil bolívares. El total del Situado Constitucional apenas sobrepasaba los cinco millones. El valor de las importaciones alcanzó a 125 millones. Por año y por habitante el presupuesto representaba 26 bolívares y las importaciones 44.

A partir del año de 1922 el progreso de la industria petrolera en Venezuela fue rápido. El desarrollo comenzó en las zonas del Lago de Maracaibo y de Falcón. Más tarde, para 1928, se hicieron exploraciones, con resultados positivos, en la región oriental del país y se establecieron los primeros campos de la llamada zona del Orinoco, que cubre los estados Anzoátegui, Monagas y el Territorio Delta Amacuro. Una tercera zona, con muchas posibilidades, se descubrió más tarde en la llamada zona del Apure.

El aumento del volumen del petróleo producido fue espectacular. En 1921 se había producido poco menos de 5.000 barriles por día. Diez años más tarde, en 1931, la producción alcanzaba a 321.000 barriles diarios. Veinte años más tarde, en 1941, llegaba a 625.000. En 1951, o sea treinta años después, la producción llegó a la cifra de 1.700.000 barriles por día. O sea 340 veces la producción de 1921.

Dentro de ese desarrollo los expertos distinguen varios períodos, a saber: el período inicial que llega hasta 1922; el primer desarrollo en gran escala desde 1923 hasta 1929; de 1930 a 1932 la depresión mundial se refleja en una actividad disminuida; de 1933 a 1942 hay recuperación y nuevo progreso; en 1943 la Segunda Guerra Mundial ocasiona una nueva paralización. A partir de 1944, realizada la reforma de la situación jurídica de la industria por la ley del año anterior, comienza, con ligeras fluctuaciones, el desarrollo culminante que llega hasta hoy.

Durante ese tiempo la industria petrolera de Venezuela se convierte en una de las más grandes del mundo. Poderosas empresas dirigen su desarrollo y crean grandes centros de trabajo y costosas y complicadas instalaciones. En apartados lugares se alzan las torres de perforación, se tienden los tubos de los oleoductos, se tejen los hilos de las centrales eléctricas y surgen campamentos de calles asfaltadas y blancas casas.

La industria del petróleo es una de las más tecnificadas del mundo. Científicos y profesionales de las más variadas especialidades intervienen en ella. Desde el mecánico hasta el ingeniero electricista, desde el experto en caracoles fósiles hasta el ingeniero hidráulico. Sus problemas   —226→   de perforación, de transporte, de refinación están entre los que necesitan utilizar los más adelantados conocimientos de la tecnología.

Al desarrollarse en Venezuela, esta industria adquiere ciertas características peculiares. De las distintas fases sucesivas, que constituyen su integración normal, sólo las de exploración y producción forman entre nosotros la principal actividad, porque los mayores centros de consumo no están en el país, sino que son los grandes mercados extranjeros. Esto le da, desde el comienzo, un carácter internacional a esa industria. Sólo la producción tiene su asiento entre nosotros, el consumo es extranjero en una proporción que nunca ha sido inferior al 95 por ciento.

Esto ha determinado que fueran extranjeras las principales empresas que acometieron el desarrollo del petróleo venezolano. Eran en realidad filiales de los más vastos consorcios petroleros del mundo, los que por su capacidad técnica y económica y su vinculación con los grandes mercados, estaban en posición privilegiada para descubrir y explotar el petróleo venezolano.

Este hecho estableció el tipo de organización que hubo de prevalecer: el capital, la técnica y la gerencia vinieron de fuera. La materia prima y el trabajo fueron venezolanos. Esta estructura, aun cuando con algunas modificaciones, es la que ha predominado hasta hoy.

Surgida la industria petrolera en esta forma súbita, sin que el país estuviera preparado para conocerla, aprovecharla y encauzarla, el problema del petróleo pareció reducirse por mucho tiempo para nosotros al de obtener para el fisco los mejores beneficios monetarios.

En medio de la general ignorancia un hecho casi providencial vino a servir los intereses de Venezuela. En nuestra legislación se había conservado de un modo tradicional y casi como una reliquia de los tiempos coloniales, el derecho regaliano del Estado sobre las minas, con la misma amplitud y casi en los mismos términos con que lo definió Solórzano en su Política indiana en el siglo XVII. O sea que los metales

i las minas o mineros de donde se sacan se tengan por de lo que se llaman Regalías, que es como dezir por bienes pertenecientes a los Reyes y Supremos Señores de las Provincias donde se hallan, i por propios i incorporados por derecho, i costumbre en su patrimonio, i Corona Real, ora se hallen y descubran en lugares públicos, ora en tierras, i posesiones de personas particulares. En tanto grado, que aunque éstas aleguen, i prueben, que poseen las tales tierras, i sus términos por particular merced, i concession de los mesmos Príncipes, por muy generales que ayan sido las palabras con que se les hizo, no les valdrá ni aprovechará ésto, para adquirir, i ganar para sí las minas, que en ellas se descubrieren.



El sistema regaliano, que conservaba para el Estado la propiedad del subsuelo, y permitía conceder a las personas de derecho privado el privilegio de explotar las minas, bajo los términos y condiciones estipulados por la ley, es el que ha estado en vigencia durante toda la historia de nuestro petróleo.

  —227→  

A medida que el país y sus clases dirigentes fueron adquiriendo conciencia de la verdadera importancia de la riqueza petrolera, el régimen legal fue sufriendo modificaciones cuyo propósito consistió siempre en asegurar a la nación una participación más justa en la riqueza producida. Este proceso tuvo su culminación en la memorable Ley de Hidrocarburos de 1943, que vino a uniformar y a establecer sobre bases más equitativas las relaciones del Estado y de las empresas petroleras. Esta Ley acabó con la heterogeneidad que reinaba en materia de condiciones, con los chocantes privilegios que los más antiguos concesionarios tenían sobre los más recientes, en perjuicio del interés nacional: sometió toda la industria al imperio del sistema impositivo general; le dio al Estado la posibilidad de intervenir en la orientación general de la industria y en su desarrollo, y estableció las bases para obtener la participación que se considere más justa en los beneficios.

Este largo proceso es el que pudiéramos llamar el de las relaciones técnicas, jurídicas y fiscales del Estado con las empresas petroleras, que es sin duda de la más grande importancia. Pero, desde otro punto de vista, más amplio y también más verdadero, esto no representa sino un aspecto de la cuestión más general e importante que constituye la presencia de una industria como la del petróleo en un país como Venezuela, es decir, las inmensas consecuencias sociales, económicas y políticas que, en la historia y el destino de un país como la Venezuela de 1922, ha producido y puede producir el desarrollo vertiginoso de una industria que lo ha convertido en el primer exportador de petróleo del mundo.

Durante esos treinta años Venezuela ha experimentado los cambios de mayor monta que haya conocido en su historia. Vale la pena asomarse, aunque sea brevemente, a contemplar la magnitud sobrecogedora de esas transformaciones.

El espectacular desarrollo de la producción petrolera se ha reflejado de un modo directo en la economía venezolana, como lo comprueban los siguientes datos:

El ingreso nacional, es decir, la suma total estimada en moneda de todo lo que recibieron los habitantes del país, durante un año, por su trabajo o por su capital, que en 1936 se estimó en 1.500 millones de bolívares, alcanzó el nivel de 7.000 millones en 1949, y para 1954 se calcula en 10.000 millones anuales; lo que equivale a decir que, en ese lapso, el promedio de ingreso anual por habitante que era de 450 bolívares subió a cerca de 2.000, que es uno de los más altos del continente americano.

El Presupuesto Nacional ha seguido el mismo rápido desarrollo. Desde la Independencia había ido subiendo lentamente, reflejando en sus fluctuaciones la inestabilidad, el atraso y las agitaciones del país. En el año económico 1830-31 los gastos públicos sumaron poco más de cinco millones de bolívares. El primer año de la Administración de Monagas (1847-48) tuvo como Presupuesto de Gastos 12 millones... Para   —228→   1864-65 el Gobierno de la Federación gastó 23 millones. Los gastos del último año fiscal del Septenio de Guzmán Blanco escasamente rebasaron los 24 millones. Para 1889-90 los gastos del Gobierno del Dr. Rojas Paúl llegaron a 45 millones de bolívares. En una sola anualidad, del quinquenio de Crespo, llegó excepcionalmente a alcanzar el nivel de 50 millones de egresos.

En la primera década del siglo XX el promedio anual de gastos públicos es de 49 millones. Entre 1911 y 1920 el promedio es de 59. Es a partir de entonces cuando el crecimiento del presupuesto refleja poderosamente la transformación ocasionada por el petróleo. El promedio anual de gastos en la década 1921-1930 llega a 146 millones. En 1936-37 se alcanza la cifra de 215 millones de egresos. En 1938-39 la de 335. En 1944-45 la de 487, en 1953-54 la de 2.433 millones de bolívares de egresos en un año. Lo que significa que la capacidad anual de gastos del Fisco Nacional hoy, en moneda, es mayor que la suma de todo lo que la Administración Pública erogó desde la separación de la Gran Colombia hasta el fin de la Primera Guerra Mundial.

La circulación monetaria experimenta igualmente un desarrollo notable. El circulante en manos del público que era de 288 millones en 1938, pasa a 345 en 1941, llega a 536 en 1943, para subir a 2.086 millones en 1953. Es decir, que aumentó más de siete veces en el transcurso de quince años.

Junto a estos índices de la moneda, del ingreso y del presupuesto, debemos considerar los que representan el volumen de los bienes producidos o importados, el movimiento de los pagos internacionales, los precios y el costo de la vida.

Los productos agrícolas de exportación permanecen estacionarios o revelan descensos de volumen. Esto es particularmente cierto del café y del cacao que fueron los dos soportes tradicionales del comercio exterior venezolano. En cambio, en la producción destinada al consumo interno ha habido un aumento general, que pone de manifiesto el hecho importante de que todo lo que depende del mercado nacional ha sentido el estímulo de la expansión de la industria petrolera.

Ese aumento de la producción destinada al consumo interno, se manifiesta tanto en la industria como en la agricultura, y es la consecuencia directa del constante crecimiento del poder adquisitivo de la población venezolana, que se expresa en las cifras del ingreso nacional. Aumentos notables en el volumen de producción se han presentado, desde 1938, 1943 y 1945 en las más diversas ramas. Citaremos al azar y en cifras globales algunos de esos desarrollos. Para 1951 había aumentado desde un tercio hasta menos del doble la producción de carne, leche, arroz y cigarrillos; había llegado al doble la del azúcar; era cinco veces mayor la de pescado en todas sus formas; seis veces la de energía eléctrica, galletas y bebidas gaseosas; ocho veces la de maderas; diez veces la de cauchos y cerveza; once veces la cíe telas y pastas alimenticias; dieciocho   —229→   veces la de cemento, y cincuenta y tres veces la de alimentos concentrados para animales.

En el quinquenio comprendido entre 1948 y 1952, según datos del Banco Central de Venezuela, la industria de materiales de la construcción aumentó al triple; las industrias de la alimentación y de artículos no durables creció en un 55%; la producción textil en un 42%; la industria del cuero casi cuadruplicó; la inversión en construcciones públicas y privadas pasó de 597 millones a 1.281 millones de bolívares. El índice general de toda la producción manufacturera (excluyendo la refinación de petróleo) aumentó en un 81% desde 1948 a 1952.

Pero donde más espectacularmente se refleja el aumento del poder adquisitivo de la población venezolana es en las importaciones. En un centenar de millones de bolívares se cifraba el nivel máximo de lo que el país podía comprarle al exterior en un año. En el año de 1913 el valor total de todo lo importado fue de 93 millones de bolívares. Esa cifra va a crecer con una rapidez impresionante. En 1936 llega a 211 millones; en 1945 a 804; en 1952 a 2.420 millones de bolívares. Es decir, que durante ese lapso, en que la población había doblado su volumen, la importación había aumentado 26 veces. Mientras que en 1913 cada habitante de Venezuela compró, en promedio, por valor de 37 bolívares de cosas importadas; en 1952 ese mismo habitante invirtió en productos importados 484 bolívares.

En algunos renglones ese incremento de la importación es más impresionante. Venezuela importó productos alimenticios en 1938 por valor de 34 millones de bolívares, para 1952 la suma correspondiente había ascendido a 390 millones, o sea más de once veces la anterior, como si por cada boca hubiera habido once, o como si los que estaban reducidos a una miserable dieta de subsistencia hubieran tenido la oportunidad de multiplicar su ración con alimentos importados. En el solo renglón de leches conservadas se pasó de una importación de 144 mil bolívares en 1922 a 82 millones en 1952, o sea una multiplicación de 570 veces en treinta años.

El aumento no es menos señalado en maquinarias, en metales, en textiles, en vehículos, en productos químicos. Es como si el país hubiera estado durante siglos sometido a la escasez y a la pobreza y comenzara por primera vez a tener los medios para comer a su hambre y para proveerse en forma creciente de todo cuanto desea, necesario y superfluo.

En cambio, si hacemos abstracción del petróleo y sus derivados, las exportaciones no han experimentado, ni remotamente, un incremento que guarde proporción con el de las importaciones. En efecto, las exportaciones tradicionales de Venezuela, es decir aquellas que tenía antes del petróleo y de las que dependía su capacidad exterior de pago, han permanecido estacionarias o han señalado pequeños aumentos. En volumen, las exportaciones de café y cacao, nunca llegaron a sobrepasar después del auge petrolero, las cifras más altas alcanzadas anteriormente, aun cuando en valor, debido a fluctuaciones de los precios mundiales,   —230→   haya habido un aumento apreciable en los últimos años. El valor total de la exportación venezolana (sin petróleo) que, en 1922, era de 137 millones de bolívares no pasaba en 1951 de 161 millones.

El contraste entre importación y exportación se hace mucho más dramático si nos vamos a las cifras relativas, que damos en seguida. En 1952, mientras cada habitante de Venezuela, en promedio, compró productos importados por un valor de 484 bolívares, sus ventas al extranjero, excluidos el petróleo y el hierro, no llegaron sino a 38 bolívares.

Es la explotación petrolera la que ha financiado ese aparente desequilibrio. El dinero proveniente del petróleo ha ampliado el mercado interno y de esa ampliación se han beneficiado las importaciones y en segundo término la producción no petrolera.

Nuestra capacidad de importar ha dependido de nuestra capacidad de hacer pagos al exterior, y a su vez, nuestra capacidad de hacer pagos al exterior ha dependido, en grado casi absoluto, de las divisas petroleras. En 1934, hace apenas veinte años, el doctor Vicente Lecuna, estimaba el lado activo de la balanza de pagos de Venezuela en 198 millones de bolívares. Así de bajo era el nivel de nuestra capacidad de pagos al extranjero. En 1948, según estimación del Banco Central de Venezuela, el activo de nuestra balanza de pagos había llegado a la suma de 759 millones de dólares. Ese activo tan rápidamente aumentado se compone casi en su totalidad de divisas petroleras. En 1952, por ejemplo, el ingreso de divisas del Banco Central fue de 718 millones de dólares, de los cuales 707 provenían de la actividad petrolera. Es decir, que el 98,46 por ciento de las divisas controladas para nuestros pagos al exterior provenían directamente del petróleo, y tan sólo el 1,54 por ciento restante, del café, el cacao y las demás fuentes de divisas de que dispone el país.

Esa afluencia de divisas, que se ha reflejado en una tendencia del cambio a la baja, es decir en la oferta de dólares baratos, ha constituido una prima para las importaciones y una barrera para las exportaciones no-petroleras. Para contrarrestarla en sus peores efectos el Gobierno Nacional ha tenido que recurrir con frecuencia, en los últimos veinte años, al pago de subsidios, primas y cambios diferenciales a los productos venezolanos de exportación.

Junto con los dólares baratos, la afluencia de divisas ha traído el aumento de la circulación monetaria. Este aumento de la circulación ha sido uno de los factores que ha influido en el alza de precios por mayor y en el costo de la vida. El índice general de precios al por mayor pasa del nivel de 98,27 en 1940, a 134,12 en 1944; 173,50 en 1948; para llegar a 176,42 en 1952. El índice del costo de la vida en Caracas pasó de 100 en 1945, a 126 en 1948 y a 150 en 1952. Más que el efecto de una típica inflación monetaria, estos índices reflejan el aumento del ingreso exterior.

A estos movimientos ha correspondido un alza de salarios. De los estudios del Banco Central sobre los salarios en Caracas en los últimos siete años, resulta que, el salario nominal medio por día, pasó del índice   —231→   100 en el primer semestre de 1946, a 239,4 en el segundo semestre de 1952. Este aumento no sólo es nominal, es decir en moneda, sino que también es real, es decir, en poder adquisitivo. El índice del salario real, que es el que resulta de la comparación del salario en moneda con el costo de la vida señala que del índice 100 en el segundo semestre de 1946, el nivel del salario real subió a 163,3 en el segundo semestre de 1952.

Estos dólares baratos que facilitan las importaciones y obstaculizan las exportaciones; estos salarios altos que aumentan el poder adquisitivo del mercado interno pero que también hacen subir el nivel de los costos de producción venezolana por encima de los que pudiera considerarse como el nivel de los mercados mundiales, haciendo difícil a nuestra producción no sólo llegar a ellos sino hasta competir con la importación, el efecto inflacionista que han tenido muchas veces los gastos públicos, todas estas causas, entre otras, le han dado a nuestra economía uno de sus aspectos más singulares, como es el de su relativo aislamiento con respecto a los niveles de la economía mundial. Ha sido la nuestra una especie de economía en vaso cerrado, confinada al mercado interno, cuyo poder adquisitivo se alimenta con los proventos del petróleo y que permite que sus costos y sus precios no guarden relación directa con los correspondientes costos y precios mundiales. No es una economía aislada, en el sentido de la autarquía, sino más bien una economía de una sola vía, en la que la producción y las importaciones convergen al mercado interno, sin que para compensar ese movimiento se dirija al exterior, prácticamente, otra cosa que petróleo. Podríamos casi decir que Venezuela es como una península económica, aislada, por el cambio, los precios y los costos, del intercambio con el extranjero y unida a la economía mundial por un solo producto: el petróleo.

Esta economía en vaso cerrado o esta peninsularidad económica de Venezuela es uno de los rasgos fundamentales y más dignos de tener en cuenta de su situación actual.

El hecho de que, en grado dominante, la fuerza principal de la actividad económica venezolana sea el petróleo, ha dado a los canales de su distribución una importancia decisiva en la orientación de nuestra coyuntura económica. La riqueza petrolera entra a circular en el país por dos fuentes principales, a saber: los gastos de las compañías explotadoras en compras, inversiones y salarios; y, por otra parte, el Presupuesto Nacional.

El aumento extraordinario experimentado por el Presupuesto Nacional ha estado alimentado directamente por el petróleo. Según el análisis practicado por el Banco Central de Venezuela sobre los ingresos fiscales de 1952, resulta lo siguiente: sobre 2.395 millones de bolívares de recaudación total la renta de hidrocarburos representó el 34,33 por ciento, o sea algo más de la tercera parte. A esto es menester añadir la mayor parte del Impuesto sobre la renta, que es contribuido por compañías petroleras. En efecto, en 1952, sobre un producto total de 649 millones   —232→   de dicho impuesto, la parte pagada por las empresas petroleras sumó 524 millones, o sea el 81 por ciento de lo percibido por ese título. Esto significa que la contribución directa del petróleo al fisco sumó ese año 1.347 millones de bolívares, o sea bastante más de la mitad de los ingresos totales del Tesoro. Pero no es eso todo; en una forma indirecta otras rentas dependen de la explotación petrolera, como por ejemplo la renta aduanera, que representó el 15 por ciento de los ingresos totales de ese año.

La renta aduanera se percibe sobre las importaciones y las importaciones se pagan con las divisas de que dispone el país, las cuales en proporción de más del 98 por ciento fueron de origen petrolero en 1952. De manera que, en el presupuesto de 1952, alrededor de las cuatro quintas partes del total de ingresos dependieron directa o indirectamente de la explotación petrolera.

Esta situación fiscal ha hecho del Estado venezolano el principal centralizador y dispensador de la riqueza petrolera, y le ha dado, en consecuencia, una participación activa y creciente en todas las formas de nuestra vida económica. El Estado ha llegado a ser así gran productor, financiador y consumidor.

Se ha convertido, por ejemplo, en el mayor terrateniente. Inmensas extensiones de tierra agrícola y de pastos han pasado a su dominio. Además de las tierras baldías, desde el Caura hasta los valles de Aragua y desde el Táchira hasta la costa de Paria muchos de los mejores fundos han pasado, por diversos títulos, a ser de su propiedad. Todo el sistema de silos es del Estado y la casi totalidad del crédito agrícola, que antes del petróleo estaba en manos de particulares, depende ahora de organismos oficiales.

En materia de industrias es preponderante su participación como empresario en electricidad, azúcar, textiles, grasas, hoteles y en la industria de la construcción.

En materia de crédito se puede decir que es el principal banquero nacional. La mayor parte del crédito a largo plazo está en sus manos, especialmente el agrícola y el industrial.

En materia de transportes su actividad es preponderante. Es el solo dueño de ferrocarriles, propietario de las únicas líneas regulares de navegación internacional y de cabotaje y de dos de las tres líneas aéreas comerciales con tráfico de pasajeros que prestan servicio dentro de las fronteras nacionales. No es distinta su posición en materia de comunicaciones. Le pertenecen los telégrafos, es principal empresario de teléfonos y telecomunicaciones, y opera estaciones de radio y de televisión.

Si a esta vasta intervención como empresario añadimos la que, en virtud de las Leyes, tiene en el comercio exterior por medio de los aranceles, los cupos y los permisos de importación; en la fijación de precios, y como único propietario de todo el subsuelo minero, tendremos una imagen aproximada del verdadero y extraordinario poderío económico del Estado venezolano.

  —233→  

Muy lejos estamos, por obra del petróleo, de aquellos días de fines del siglo XIX, en que el fisco paupérrimo, iba a mendigar a las puertas de la banca privada y del comercio, algún mezquino anticipo para poder pagar los sueldos de los funcionarios públicos.

Si tratáramos de aplicar a lo que ha ocurrido, desde este punto de vista, en Venezuela en los últimos treinta años, alguno de los rótulos que ha creado la doctrina económica, ninguno sería más apropiado que el de capitalismo de Estado. Es el Estado el que, con el dinero petrolero ha actuado, directa o indirectamente, como agente, para hacer entrar la Venezuela de economía colonial, que habíamos recibido del siglo XIX, en la etapa inicial del capitalismo moderno.

Ese capitalismo de Estado, que es uno de los hechos resaltantes de la transformación que el petróleo ha causado, puede ser juzgado favorable o adversamente, según los puntos de vista doctrinarios de quienes lo consideren, pueden señalársele graves errores, pero con todo ello no constituye menos un hecho real y decisivo, cuya influencia se deja sentir profundamente en el presente y se ha de sentir en el futuro de esta nación.

La posición de gran dispensador de la riqueza petrolera, ha llevado al Estado a convertirse en empresario, en financiador, en gran productor, en gran consumidor, en gran empleador y ha concentrado en sus manos la mayor parte de lo que de la riqueza petrolera se gasta y también la mayor parte de lo que de la riqueza petrolera se ahorra y se invierte. Sería posible imaginar un proceso distinto. Un proceso por medio del cual los propietarios del suelo lo hubieran sido también del subsuelo en el que la riqueza petrolera se hubiera distribuido regionalmente y hubiera ido en primer término a manos particulares, y en el que esos particulares hubieran sido los empresarios y los creadores del capitalismo venezolano y el Estado hubiera participado en la riqueza, por medios puramente impositivos, recibiendo su participación de las personas jurídicas y naturales que hubieran sido sus propietarios. Pero no ha sido así, no ha creado el petróleo un capitalismo poderoso que a su vez haya enriquecido al Estado, sino que es el Estado directamente el que ha recibido el flujo de esa riqueza y el que a su arbitrio, y en segundo grado, lo ha hecho llegar a las personas de derecho privado.

Esa concentración de la riqueza petrolera en manos del Estado, ha traído a su vez consecuencias políticas y sociales.

Ya hemos señalado algunas, que ahora completaremos. Para 1926 la población venezolana alcanzaba, después de un lento y difícil proceso de desarrollo, la magnitud de tres millones de habitantes. La pobreza, las guerras, la insalubridad, la escasa capacidad productiva, la baja capacidad de consumo, no le habían permitido desarrollarse. El paludismo, la mortalidad infantil, las enfermedades de origen hídrico, la diezmaban... El crecimiento vegetativo por mil habitantes llegó a bajar a 10 y hasta a 6. La inmigración era nula. En vastas regiones la población descendía y algunas viejas ciudades comenzaban a ser abandonadas y a convertirse en cementerios ruinosos. La mayor parte de esa población   —234→   era campesina, y habitaba en aldeas, caseríos y diseminadas chozas. Tan sólo el 15 por ciento de la población total habitaba en centros urbanos de más de cinco mil habitantes. Estaba concentrada en las haciendas y ciudades de la zona montañosa del Norte del país, una pequeña parte languidecía en el Llano, y más de la mitad del territorio nacional, constituido por la zona guayanesa, al sur del Orinoco estaba prácticamente deshabitada.

Para el censo de 1950 esta situación había experimentado grandes cambios. La población había alcanzado el nivel de cinco millones de habitantes, habiendo casi doblado, y lo que es más importante, más de la mitad de esa población era urbana y vivía en centros de más de cinco mil habitantes. Esto significa que, en los veinticuatro años transcurridos, Venezuela había dejado de ser el país de campesinos, que había sido desde el siglo XVI.

La población aumenta movida por una dinámica nueva. El coeficiente de natalidad por mil habitantes, que en 1935 era de 27 llega a 46 en 1953; mientras en el mismo lapso el coeficiente de mortalidad descendía de 16 a 10, lo que significa que el crecimiento vegetativo de la población subió en el transcurso de esos dieciocho años de 11 a 36 por mil habitantes, que es seguramente uno de los más altos del continente. La capacidad neta de crecimiento anual de nuestra población llega así a 188.000 habitantes en 1953. Este extraordinario desarrollo refleja el resultado de una mejor higiene, de una mejor alimentación, de una mejor asistencia y sobre todo de la casi completa erradicación del paludismo, que no sólo ha eliminado una de las principales causas de mortalidad sino que ha permitido abrir grandes zonas del país a la vida y al trabajo del hombre.

Esas mismas favorables condiciones nos han permitido recibir en los años recientes un considerable flujo de inmigrantes, que han venido, indudablemente, a aumentar la productividad del país y a darle el impulso de que tanto hubieron de beneficiarse otros pueblos americanos de notable desarrollo. De un saldo neto de inmigración que raramente sobrepasó la cifra de un millar por año, hemos llegado a sobrepasar en algunos años cercanos el número de 40.000, y para 1953 la suma total de extranjeros y naturalizados alcanzaba el ya importante volumen de 297.000 personas.

La población que había permanecido acorralada en la zona montañosa del Norte, en una quinta parte del territorio, comienza a invadir la llanura y a penetrar en la Guayana; las vías de comunicación y los medios de transporte se desarrollan facilitando el intercambio; para el último Censo once entidades federales sobrepasaban los 200.000 habitantes, y la zona metropolitana de Caracas se acerca en nuestros días al millón de habitantes, reflejando el inmenso y continuado proceso de centralización que se ha venido efectuando en el país.

No sólo ha aumentado la población sino que también ha crecido con ella la mecanización y la capacidad productiva por trabajador.   —235→   Según cifras del Banco Central el índice de la producción manufacturera subió de 100 en 1948 a 181 en 1952, en el mismo lapso el índice de la capacidad de producción por trabajador empleado subió de 100 a 151; lo que significa que el aumento de la producción manufacturera se debió en un 30 por ciento a aumento de la mano de obra y en un 51 por ciento a aumento de la productividad por trabajador. Este es uno de los aspectos más auspiciosos de esa transformación porque revela que, por lo menos en una categoría de trabajadores, hay más técnica, más salud y más aptitud para sacar el mejor rendimiento de su esfuerzo.

La concentración de la renta petrolera en el fisco y el capitalismo de Estado provocado por ella, han tenido otras importantes consecuencias políticas. Ha reunido una suma de poder extraordinaria en el Ejecutivo Nacional. Los estados y los municipios dependen de los situados que el Tesoro Nacional les acuerda. Los demás poderes públicos han perdido autonomía. Este acrecentamiento continuo de poder económico y político en el Ejecutivo, le da al Estado venezolano una fisonomía peculiar, que cada vez se aparta más de las concepciones doctrinarias que han encontrado expresión en nuestras constituciones. No será posible comprender la realidad política del país, ni analizar sus instituciones, ni tratar de entender el curso previsible de su historia, sin tener fundamentalmente en cuenta este hecho, que es una consecuencia de la economía petrolera venezolana. Es como si de los pozos de petróleo hubiera brotado una fuerza transformadora que se traduce cada día en fenómenos económicos, sociales y políticos.

No podemos ya contemplar nuestras cuestiones políticas con el criterio simplista de nuestros constituyentes del siglo XIX, según el cual bastaría con copiar las instituciones de los países más adelantados para lograr una situación similar a la de ellos. Hoy se nos hace más diáfana que nunca la lección que Bolívar predicó en 1819 y que Fermín Toro, cuarenta años más tarde, trató de enseñar a la Convención de Valencia. De estas realidades debe partir la acción que, reconociéndolas y modificándolas, permita alcanzar los altos ideales humanos que por tanto tiempo hemos perseguido tan vanamente.

La transformación llega también a la vida de la cultura. El viejo país aislado heredero de los valores culturales y morales del siglo XVII español, sobre los cuales habían venido pugnazmente a injertarse las teorías políticas del siglo XVIII francés, se abre vertiginosamente al mundo de hoy, impulsado por la ola del petróleo: el cinematógrafo, el radio, la televisión, llegan a todas las clases sociales, modismos regionales o extranjeros se hacen nacionales, la música, los cantos, la tradición se mestizan de aportes nuevos; por un coche de caballos surgen cien automotores; por una tertulia veinte salas de cine; llegan toneladas de libros y revistas; más de 40.000 venezolanos salen al exterior anualmente; millares de estudiantes cursan en universidades y centros docentes del extranjero; sabios, profesores y artistas del mundo entero vienen a dictar conferencias o cátedras entre nosotros; los conciertos y las exposiciones se han   —236→   multiplicado de un modo extraordinario. Todo esto significa que el venezolano medio está hoy más en contacto con el mundo y más expuesto a las influencias universales de lo que estuvo su antepasado de ninguna otra época. También significa que los valores y conceptos tradicionales que se crearon bajo el imperio de otras circunstancias, sufren y han de sufrir notables mutilaciones y modificaciones, y que el carácter nacional, en muchos de sus rasgos recibidos, está en un proceso de activa metamorfosis.

Tamaño proceso de transformación implica grandes riesgos. Enumerarlos es tarea fácil que se presta mansamente al capricho, al devaneo, a la superficialidad y a la demagogia.

Pero en toda esa transformación que vivimos hay, a mi entender, dos aspectos principales que merecen detenida consideración por parte de todos los venezolanos. Acaso no haya temas más importantes para la reflexión de un venezolano de hoy.

El primero de esos aspectos consiste en que la transformación ocasionada por el petróleo no ha sido uniforme para toda la población venezolana. Hay una parte de ella, la que habita los grandes centros urbanos y los campos petroleros, que disfruta de un gran número de beneficios y privilegios desconocidos para el resto de los habitantes. Hay obreros venezolanos que gozan de altos salarios, prestaciones, asistencia médica, refrigeración, electricidad, transporte, casa moderna, alimentación rica y variada, deportes y diversiones y otros, en cambio, que viven en chozas semejantes a las que levantó Francisco Fajardo, y que para todo lo que se refiere a comodidades y progreso, prácticamente, no han salido del siglo XVI. Hay modernas explotaciones agrícolas con irrigación, tractores y maquinarias y hay millares de conucos donde se cultiva con los mismos primitivos métodos que el español enseñó al indio. Coexiste un sector económico de la más alta eficiencia productiva, como es el de la industria del petróleo y muy pocas otras, con otros sectores productivos, anticuados o en iniciación y por lo tanto ineficientes.

Ante nuestros ojos surge una Caracas novísima, toda en rascacielos de cristal y acero, en viaductos, en autopistas, en dispositivos de tránsito a varios niveles que, a ratos, parece la concepción urbanística de una ciudad del futuro, que ha cortado violentamente con todo lo que representaba nuestra tradición y nuestro estilo de vida, pero en los mismos cerros que la circundan cerca de 300 mil habitantes viven en chozas. Según los datos oficiales del Censo de 1941, el 60 por ciento de las viviendas existentes en el país eran ranchos; de los cuales no menos del 90 por ciento eran de techo de paja, de piso de tierra, carecían de agua corriente, arrojaban las basuras al descubierto y no tenían letrina de ninguna clase. Más de la mitad (54%) de la población venezolana vivía en estas lamentables condiciones.

No se conocen aún las cifras correspondientes del Censo de 1950, pero es evidente que a pesar de lo mucho que se ha hecho, por los   —237→   organismos oficiales y por iniciativa particular, buena parte de nuestros habitantes continúa en las mismas atrasadas condiciones.

Una población emocional y socialmente desajustada, de conuqueros, trabajadores manuales no clasificados, de millares de niños y adolescentes abandonados, se mueve o tiende hacia las ciudades y las regiones donde brilla el azariento atractivo de la riqueza petrolera, como si quisieran pasar, por una operación de magia colectiva, de las aldeas y pueblones que no han salido todavía de lo más dormido de nuestra época colonial, a la abundancia, el dinero y el lujo de las pródigas ciudades donde se concentra la riqueza nueva.

Esto representa un difícil período de transición por el cual Venezuela, por zonas, clases y actividades, va pasando de la estrechez y el atraso a la abundancia. Esto crea violentos contrastes y graves desigualdades que llevan a concebir que, mientras este proceso no se complete, van a subsistir lado a lado dos Venezuelas profundamente distintas, con muy graves recelos y diferencias entre sí: la Venezuela que no ha salido del pasado, con sus viejas casas, sus viejas tradiciones, sus primitivos sistemas económicos; y la Venezuela del petróleo, de rascacielos, lujosos automóviles, instalaciones costosas de placer, y lujo cosmopolita; la Venezuela de terratenientes patriarcales y peones, y la Venezuela de comerciantes, constructores, industriales, técnicos y creciente clase media; la vasta Venezuela que toca arpa y se divierte en las riñas de gallos, y la de las ciudades que envía 40 millones de espectadores en un año a las salas de cine; la Venezuela de alpargata, machete, sombrero de cogollo, rancho y casabe; y la Venezuela de los hoteles de gran lujo, de los automóviles más costosos del mundo, de los más famosos modistas, de los más célebres joyeros, la que importa por 12 millones de bolívares de whisky en un año y por más de 21 millones de brandy. Es decir, una Venezuela que estaría representada en su mejor personificación en la montañosa, sosegada y laboriosa ciudad agrícola de Boconó y otra, enteramente distinta, que podría mirarse en la inorgánica, inestable, agitada y bulliciosa ciudad de El Tigre.

Estas dos Venezuelas coexistentes las ha separado el petróleo, y es, precisamente, por medio de la inversión de la riqueza petrolera como deben llegar a desaparecer integradas y fundidas en un solo país solidario, donde los niveles de bienestar, de productividad y de cultura no se rompan en violentos contrastes y fallas, sino que se integren sobre una base sana y firme de prosperidad, estabilidad y progreso, accesible a todos.

En este punto, surge el otro básico aspecto negativo de la riqueza petrolera. Este es el de la peligrosa vulnerabilidad y fragilidad de la situación económica de un país que depende de un grado tan alto del mercado internacional de un solo producto, como Venezuela depende del petróleo. Un grave colapso petrolero sería casi mortal para la Venezuela de hoy. Las cifras que hemos citado a lo largo de esta exposición revelan hasta qué grado extremo la economía venezolana depende de la exportación del petróleo. La defensa contra esa amenaza consiste simplemente   —238→   en aumentar la capacidad productiva de Venezuela en otros renglones. Aprovechar la abundancia de medios financieros que el petróleo nos depara para incrementar la producción agrícola e industrial para poner en valor nuevas porciones del territorio, para iniciar nuevas explotaciones mineras.

Hace ya diecinueve años que tuve la suerte de encontrar una expresión sencilla y clara que sintetizara el objetivo más perentorio de la política económica venezolana. Esa frase, que no vale más de lo que valen todas las frases, fue la de «Sembrar el petróleo». Cuando dije «sembrar el petróleo», quise expresar rápidamente la necesidad angustiosa de invertir en fomento de nuestra capacidad económica el dinero que el petróleo le producía a esta Venezuela, por tan largo tiempo desvalida.

Desgraciadamente no es esto tan fácil de hacer, como de decir. La misma economía petrolera crea obstáculos y dificultades peculiares. El dólar bajo constituye una prima para las importaciones y un gravamen para las exportaciones. Los altos costos de nuestra producción, hacen difícil producir, en los más de los casos, en la cantidad suficiente y a los bajos precios que permitirían, con beneficio atractivo, competir con los productos importados. Dar empleo a un trabajador, según cálculos aproximados recientes necesita una inversión de Bs. 40.000 en la agricultura, de Bs. 65.000 en la industria y de Bs. 20.000 en comercio y servicios. Esto significa que el aumento de nuestra población, y el consiguiente incremento de nuestra producción para mantener sus niveles actuales, requerirán una inversión no menor de 62.000 millones de bolívares en los próximos veinticinco años, lo que exige una capacidad de ahorro y de formación de nuevos capitales superior a la que hasta ahora hemos tenido.

A la conquista del mercado interno, creado por el desarrollo de la explotación petrolera debe, en primer lugar, dirigirse nuestro esfuerzo de producción, pero sin perder de vista que todo producto que no tenga posibilidades seguras de subsistir sin protección constante, lejos de constituir la creación de una nueva riqueza, representa, sin duda, una pérdida de la riqueza existente. En esa especie de predio cerrado que es el mercado interno, creado por la participación nacional en la riqueza petrolera, debemos esforzarnos en fomentar todas las formas de producción razonables, pero sin perder de vista que deben ofrecer la garantía de poder subsistir, el día, en que nuevas circunstancias hagan necesario o deseable que la valla protectora baje o desaparezca. De lo contrario no tendremos sino una producción, dentro de un invernadero de derechos protectores y primas, que jamás podrá abandonar la estufa sin perecer.

Resolver de un modo satisfactorio y progresivo estas cuestiones es la grave responsabilidad que tenemos planteada ante nosotros los venezolanos de nuestro tiempo. Una cuestión que no es de menor monta que la más grave que haya confrontado ninguna generación del pasado. Una cuestión que no es sólo de la responsabilidad de los hombres que ejercen   —239→   el Gobierno, sino de todos y cada uno de los seres que en esta tierra vivimos esta hora, una responsabilidad que no es sólo del Magistrado sino también del empresario, del agricultor, del técnico, del periodista, del profesional, del maestro, del trabajador manual, porque de la forma en que todos y cada uno acometan su parte de tarea, empezando por el Legislador y terminando por el ama de casa que al hacer su compra en el abasto puede ayudar o no a que se siembre el petróleo, depende que este país logre consolidar su riqueza presente y hacer seguro el porvenir.

De la imagen geográfica de la península económica podemos pasar sin transición a la imagen marinera. La situación descrita crea para Venezuela dos peligros contrarios e igualmente temibles. Como la nave de Ulises, se halla en el temeroso estrecho que tiene a un lado Escila y al otro Caribdis, con sus rocas y corrientes destructoras. De un lado está la engañosa tentación de abaratar los precios y facilitar la vida por medio de la supresión de aranceles protectores y barreras a la importación, que nos convertiría en una especie de vasta Aruba, poblada de petroleros y comerciantes, donde muy pocas cosas, fuera del petróleo, podrían producirse en libre competencia con los productos más baratos y especializados en todos los países del mundo. Del otro lado está el peligro de caer en la manía autárquica de producir de todo, sin consideración alguna por los costos, creando absurdos artificios protectores, financiados con petróleo, que al final habrían de afectar los costos mismos de este producto colocándolo en una situación marginal en los principales mercados. Ambas situaciones no harían sino acentuar de un modo extremo la fragilidad de nuestra situación económica y nuestra dependencia de la explotación de los hidrocarburos.

Lo razonable parece estar en seguir un difícil, y constantemente rectificado, curso medio que nos libre de aquellos dos riesgos extremos. No vamos a ser ni el país que produce de todo a los precios más altos del mundo, detrás de una muralla china de protección fiscal, ni tampoco el país que importa de todo a los precios más bajos del planeta, entregado a la extracción de materias primas del subsuelo y al comercio de importación. Cualquiera de las dos sería una solución monstruosa y mutiladora del destino de nuestro pueblo. El fin común no puede ser otro que el de constituirnos en una nación normal, con toda la producción, el comercio y los servicios que las presentes condiciones físicas, económicas e históricas permitan desarrollar sanamente. Lo demás sería despilfarrar tiempo y recursos en crear la ilusión de una producción física que acaso, en gran parte, no podría transformarse nunca en verdadera producción económica. Producir no es otra cosa que crear riqueza, es decir, lograr un producto que represente como riqueza un valor superior al de los elementos que hubo que consumir para crearlo. Si el valor mundial de la riqueza petrolera, o de su equivalente en moneda, invertida para lograr un producto determinado resulta superior al valor mundial del mismo, se está en cierto modo en presencia de un artificio económico, que a la larga puede ser peligroso aunque el   —240→   empresario, dentro de las condiciones anormales creadas en nuestro mercado interno, logre un beneficio monetario.

Hay que repetirlo: el problema fundamental de Venezuela es de producción, es decir producir más de todo lo que podamos, a precios de costo que estén lo más cerca posible de los precios mundiales: en agricultura, en industrias, en minas, en servicios. Necesitamos liberarnos, como quien se libera de un peligro de muerte, en la forma más razonable y pronta de la peligrosa dependencia en que todavía nos hallamos con respecto al petróleo. Para ello debemos invertir, al máximo de nuestra capacidad, la riqueza que directa o indirectamente nos proporciona el petróleo, en desarrollar, en el menor plazo posible, y en la forma más sana y eficiente, otras fuentes de producción y de actividad económica, en todas las zonas adecuadas del territorio nacional. De ello y de más nada, depende que el petróleo no sea una transitoria etapa de abundancia, una corta época de vacas gordas, que va a pasar indiferente a los requerimientos del porvenir del país y ligada únicamente al destino de los hidrocarburos en el mercado mundial, como ha sido tantas veces el caso de la fugaz bonanza de las regiones mineras, Klondykes y Callaos pasajeros como febriles delirios, sino por el contrario, el punto de partida definitivo y la base fundamental de una larga era de riqueza estable, creciente y diversificada para Venezuela y para todos sus habitantes.

La voluntad creadora y la vivaz inteligencia de los venezolanos, que en tantas pruebas pasadas brillaron con esplendor heroico, en las grandes horas de la conquista, de la Independencia y de la forja de la nacionalidad, no han de estar en mengua en esta otra hora no menos grande y decisiva. La posteridad no habrá de decir de nosotros el melancólico epitafio que los últimos pobladores de Cubagua pusieron al islote yermo antes de abandonarlo, terminado en catástrofe el sueño de las perlas: «...apenas levantado, cuando del todo caído», sino que, por el contrario, habrá de reconocer, agradecida, que, con los inevitables errores y desvíos, los venezolanos del petróleo supieron utilizar aquella venturosa circunstancia para crear una nación rica, próspera y feliz a la que el mundo habrá de contemplar con respeto y admiración.

Yo no soy pesimista. No hay derecho a ser pesimista en un país tan lleno de posibilidades materiales y donde la planta hombre nunca ha dejado de florecer con vigor. Tampoco soy de los que tienden a caer en ese peligroso optimismo beato de que el azar de la riqueza habrá de resolver para nosotros todos los problemas sin esfuerzo de nuestra parte. Si así fuera no seríamos dignos ni de esa riqueza, ni del nombre de venezolanos. Es mucho lo que se ha hecho y lo que se ha avanzado, pero no será posible alcanzar plenamente los vitales objetivos de nuestro tiempo a menos que todos, a una, nos pongamos con decisión a la tarea.

No es de los humanos el privilegio de escoger el tiempo de nuestra vida. A unos les tocan los siglos serenos y apacibles de cosechar y disfrutar el trabajo de los padres, a otros, en cambio, les toca el tiempo de sembrar, de enrumbar, de fundar, de crear. No sólo son los tiempos de guerra y   —241→   de escasez los difíciles, también lo son las épocas en que la riqueza y el poderío pueden escaparse de las manos perezosas. Son esos tiempos difíciles y riesgosos los que sirven para poner a prueba la textura del alma de los hombres y de los pueblos. Las generaciones que no saben comprender las tareas de su época quedan fallidas en la historia. Somos los venezolanos del tiempo de la inmensa y compleja revolución petrolera. Sepamos serlo con inteligencia, con energía y con grandeza, y habremos ganado para ese pueblo una dura y larga batalla que la posteridad no estimará menos que Carabobo o Ayacucho.

Caracas, 1955.

Venezuela en el petróleo. Caracas: Urbina & Fuentes. Editores Asociados, 1984, pp. 33-65.



Anterior Indice Siguiente