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Apéndice. Suplemento a la biografía del excelentísimo señor Duque de Rivas

     En el tomo III de estas obras se insertó la Biografía del Excmo. Sr. Duque de Rivas, escrita por el Excelentísimo Sr. D. Nicomedes Pastor Díaz en 1842.

     Publicose también en Apéndice a la misma la que del ilustre Duque escribió el Sr. D. Benito Vicens Gil de Tejada, que comprende los últimos años de la vida del Prócer Poeta, desde 1854 hasta el 22 de junio de 1865 en que falleció.

     Hízolo así acertadamente este escritor, porque otro biógrafo, el Sr. M. había descrito la época comprendida en el período intermedio, publicándola a continuación de la del Sr. Pastor Díaz en el tomo I de las obras completas del Sr. Duque, que lo fueron en Madrid en 1854; cuyas noticias omitimos nosotros inadvertidamente. Y deseosos de llenar esta involuntaria laguna en la historia de una vida que tanto interesa a las letras, nos complacemos en hacerlo, publicando a continuación aquel trozo.

     Dice así:

     «El Sr. Pastor Díaz escribió y publicó las noticias biográficas que anteceden, el año de 1842. Y como desde entonces acá D. Ángel de Saavedra, Duque de Rivas, ha adquirido nuevos, y acaso más brillantes títulos al aprecio general, como hombre político, como poeta, como historiador, y como artista, vamos a continuar con brevedad, y sin presunción alguna de escritores, la relación de su vida, desde el punto en que la dejó el ilustre biógrafo, con cuyo sabroso estilo y juiciosa crítica no nos es dado competir.

     Permaneció el Duque en Sevilla el año de 1842 y parte del 43. Y continuando sus tareas literarias y artísticas, escribió la comedia titulada El Parador de Bailén, juguete cómico de poca importancia, y el drama fantástico El desengaño en un sueño, obra de altísimo mérito, rebosando elevadísima poesía y hondo interés filosófico, y donde acaso se encuentran los más sublimes pensamientos y la versificación más abundante y atrevida del autor. Dificultades materiales de nuestra atrasada escena han imposibilitado hasta ahora su representación. También pintó entonces cuatro cuadros no despreciables, para el coro de la catedral de Sevilla, y algunos retratos.

     A mediados del año 1843, intereses particulares le obligaron a dejar la Andalucía, y se trasladó a Madrid, cuando oscurecido de nuevo el horizonte político amenazaba nuevas borrascas. Sabidos son los sucesos que turbaron muy luego la tranquilidad pública, y el estado lastimoso en que se vio la capital de la Monarquía. El Duque, durante aquellas angustiosas circunstancias, como leal y buen caballero, se consagró al servicio personal de la Reina niña, y se estableció en Palacio con otros Grandes, que no querían perder de vista a S. M., y por lo que no dejaron de padecer grandes amarguras en aquellos días de tribulación y de incertidumbre.

     Pasaron felizmente, y concluida de hecho la regencia del Duque de la Victoria, el Gobierno provisional creyó conveniente rehacer de Real orden el Ayuntamiento de Madrid, y nombró decano de él al Duque de Rivas. Resistiose a ocupar un puesto que debía obtenerse por elección popular; pero en atención a lo grave de las circunstancias, lo aceptó, y desempeñó además el cargo de Alcalde quinto que quedó vacante.

     Disueltas las Cortes y el Senado en su totalidad, fue en las nuevas elecciones propuesto para el cargo de Senador por varias provincias, y el Gobierno le nombró por la de Córdoba, y al mismo tiempo primer Vicepresidente del Senado, en el que sostuvo con un buen discurso la ley declarando la mayoría de la Reina.

     Por aquel tiempo reconoció el Rey de las Dos Sicilias la legitimidad de Doña Isabel II, enviando a Madrid un Ministro plenipotenciario. Y S. M. la Reina, siendo Presidente del Consejo el Sr. González Brabo, se dignó conferir al Duque la legación de Nápoles, condecorándolo con la gran cruz de San Juan de Jerusalén. Aprestose en Cádiz la fragata de guerra Cristina para conducirle a su destino. Pero las ocurrencias de Alicante obligaron al Gobierno a echar mano de aquel buque, y tuvo el nuevo Plenipotenciario que hacer su viaje en un vapor inglés que, tocando en Malta, le proporcionó el gusto de volver a aquel país hospitalario, en donde tan bien acogido se había visto en tiempos de persecución y de infortunios, y de abrazar a sus antiguos y constantes amigos, que le recibieron con los mayores obsequios.

     Llegó a Nápoles el 4 de marzo, y presentó sus credenciales el 11 del mismo. Desde el primer momento fue el Duque bien acogido por aquel Soberano, por el Cuerpo diplomático, y por la aristocracia del país. Y aunque empezó su carrera diplomática teniendo que contrariar y eludir una alta pretensión de aquella Corte, lo hizo con tanto tino y habilidad, que se granjeó el aprecio general. Hasta los diplomáticos de Gobiernos que aun no habían reconocido a nuestra Reina, dejando a un lado la etiqueta, le visitaron y festejaron con extraordinaria cordialidad.

     Pronto se hizo amigo de los sabios y de los artistas del país, de los poetas Campagna y Duque de Ventignano; de los eruditos Carlo Troya, Blanch y Volpicella; de los pintores Morani y Smargiazzi, y del escultor Angelini; y casi todas las sociedades literarias y Academias de Italia se apresuraron a enviarle sus diplomas; siendo además su palacio uno de los centros más agradables de la buena sociedad napolitana,

     En tan hermoso país, y con pocos negocios que exigieran trabajo material y continuo, se dedicó el Duque con más ardor que nunca a sus tareas artísticas y literarias. Pintó varios retratos, y estudió algunos lindos cuadros, de los que hemos visto muestras muy apreciables en las Exposiciones de la Academia de San Fernando; y escribió varias poesías líricas, en nuestro concepto lo mejor que ha producido su fecunda musa.

     Pero la obra que marca más esta época de la vida de nuestro protagonista, es la Historia de la sublevación de Nápoles, capitaneada por Masaniello. Hasta entonces nunca había llamado la atención el Duque como prosista; pues algunos artículos, o de política, o de costumbres, o de crítica, perdidos en efímeros periódicos, no habían bastado para formar su reputación: ni aun tampoco el prólogo de los Romances históricos, bien que perfectamente pensado y excelentemente escrito. Mas la Historia de la sublevación de Masaniello vino a manifestar que era tan buen historiador como poeta, y que escribía con la misma perfección, la prosa que los versos. En ella se ve al pensador filósofo, al investigador diligente, al severo crítico y al escritor fácil, elegante, caloroso y correcto.

     Verificado el Real matrimonio, creyó el Duque que debía venir a España a felicitar a S. M.; y obtenida licencia se puso en camino el lº. de noviembre de 1846 y se detuvo un mes en Roma, donde tuvo la honra de ser afablemente recibido por el Padre Santo, Pío IX, recién ascendido al Pontificado. Llegó a Madrid en el momento de la caída del Ministerio Istúriz, combatido por la fracción puritana. Y fueron ofrecidas al Duque la presidencia del nuevo Gabinete y la cartera de Estado, con grande empeño de que las aceptara. Pero el Duque las rehusó con resolución, y dio tan buenas razones para apoyarla, que eludió el compromiso. Y pasando a Sevilla a ver a su familia y trasladarla a Madrid, regresó antes de cumplida la Real licencia de que disfrutaba, a su Legación de Nápoles.

     Dedicose de nuevo en aquella tranquila y hermosa capital a sus tareas favoritas, concluyó la Historia de la revolución de Nápoles, y escribió varias poesías, entre ellas la preciosa leyenda titulada La Azucena milagrosa.

     Pero el horizonte de Italia se iba obscureciendo, y presagiaba inmediatos trastornos.

     Celebrose en Nápoles por la primera vez la reunión del Congreso de sabios, que cada año se reunía en una capital italiana. El Duque asistió a ella, y conoció desde luego que era un medio revolucionario, como lo avisó con oportunas reflexiones al Gobierno en un discreto y largo despacho, que desearíamos poder publicar, como muestra brillantísima de su capacidad diplomática. Y no se engañó en sus conjeturas: la revolución no tardó en aparecer, y en tronar en los confines del reino de las Dos Sicilias. Conocidos son aquellos sucesos: no es de este lugar el trazar su historia, pero sí debemos decir que nuestro Duque mereció repetidas veces la aprobación del Gobierno, por el modo con que se manejó en tan difíciles circunstancias. Su conducta, en fin, fue tal, y supo adquirir tal influencia, que la Reina le envió, para que mejor la ejerciese, el nombramiento de Embajador extraordinario, de que presentó las credenciales el día l.º de marzo de 1848, con gran contentamiento del Rey, y con gran aplauso de toda Nápoles.

     Las circunstancias se hacían cada momento más críticas; la revolución se embravecía, y la ocurrida en Francia vino a darle nueva fuerza, extraviándola de su verdadero objeto. Sicilia seguía disidente y en completa rebelión. Las escuadras francesa e inglesa la acaloraban, y su separación de la corona de Nápoles se veía inminente. Obligación del Embajador español era impedirla. Y para cumplir con esta obligación, tuvo mucho que trabajar, mucho que pensar y mucho que padecer, no contando con más medios de acción que su sagacidad y su activa. energía. El funesto 15 de mayo, día de sangre y de horror para la hermosa Nápoles, el Duque, a la cabeza del Cuerpo diplomático, fue, no sin peligro, a Palacio, y lo pasó al lado de la familia Real consternada y abatida. Y en cuanto a las diez de la noche se decidió la victoria por las tropas Reales, le pidió al Rey, apoyado por todos sus colegas, que su clemencia fuera más grande que el triunfo. Palabras que resonaron por todas partes, y que dieron al Duque gran popularidad. Empezó muy luego la reacción en aquel país, y a poco complicose la situación con la fuga del Papa y con su llegada a Gaeta; fue el Duque inmediatamente a esta plaza a visitarle. Y volvió a Nápoles, donde alojó en su casa a su antiguo amigo, al Embajador de S. M. Católica en Roma, D. Francisco Martínez de la Rosa.

     Después llegó a Italia la expedición española, en cuyo envío tuvo mucha parte el Duque. Y desembarcada en Gaeta, pasó a aquella plaza y revistó en nombre de S. M. las tropas españolas en la tarde del 30 de mayo de 1849. Abiertas las conferencias de Gaeta, aunque no tomó parte oficial en ellas el Duque, contribuyó mucho a sus resoluciones influyendo con unos y con otros.

     Por aquel tiempo la brillante expedición española al mando del entendido y bizarro General Córdoba, amigo particular del Duque, empezó sus operaciones en el Estado romano. Y el digno General Filangieri, Príncipe de Santriano, emprendió la reconquista de Sicilia. Tomó a Messina, venció en Taormina, y entró por fin en Palermo a los pocos días; y aquel en que llegó el parte de tanta victoria, el Rey de Nápoles condecoró al Duque con la primer orden de su reino, con la Gran Cruz de San Fernando y del Mérito, en testimonio de que le había ayudado eficazmente en tan importantes sucesos.

     Cerca de un año tuvo el gusto de albergar en su casa a Martínez de la Rosa, hasta el regreso del Padre Santo, a su capital. Pasadas aquellas tempestades, volvió el Duque a sus tareas favoritas, cuando se vio sorprendido, por un negocio inesperado.

     El Rey de Nápoles y la Duquesa de Berry concertaron el casamiento del Conde de Montemolin con la Princesa Carolina, y llevaron la negociación con tal recato y tenaz reserva, que ni los otros Príncipes de la Familia Real, ni los Ministros de la Corona, ni ningún diplomático extranjero pudieron ni aun sospecharlo. Pero el Duque tuvo la fortuna de saberlo inmediatamente, y puso en juego todos sus recursos para oponerse a ello con enérgico tesón, avisando a Madrid oportunamente. Se avistó con el Rey, y tuvo fuertes, aunque respetuosos altercados con S. M.; trabajó con los Ministros y con los favoritos; casi desconcertó el plan; pero el negocio estaba hecho, y la llegada del Conde de Montemolin, que se adelantó algunos días, quitó al Duque toda esperanza de impedir o dilatar un matrimonio, que no podía menos de alarmar al Gobierno español y de herir la susceptibilidad nacional. Oportunamente llegó el vapor de guerra Castilla con instrucciones de Madrid, y con la orden para el Embajador de embarcarse en último caso y de regresar a España, como tuvo a los dos días que verificarlo.

     Mucho empeño manifestó el Rey, que honraba al Duque con cordial aprecio, en que no saliera de su corte, protestando pública y privadamente que el enlace de su hermana era un asunto privado y de familia, que en nada afectaba la amistad y armonía entre arabas cortes, y que en Montemolin no reconocía más que a un Príncipe desgraciado, y de ningún modo un Pretendiente al Trono español. Pero el Duque creyó un deber indeclinable el salir de Nápoles, y lo verificó el 10 de julio de 1850 a las doce del día.

     Los Príncipes, los diplomáticos, los funcionarios públicos, todo Nápoles visitó aquella mañana al Duque: el bote en que se trasladó al vapor Castilla, iba seguido por una infinidad de lanchas llenas de gente, que subiendo a bordo le dieron el último abrazo con los ojos llenos de lágrimas. La salida del Duque de la ciudad de Nápoles fue una verdadera ovación.

     Tuvo mal tiempo, arribó a Gaeta de allí marchó en posta a Roma, y envió el vapor a Nápoles para recoger su equipaje y servidumbre.

     En Roma permaneció quince días en el palacio de España, con su amigo Martínez de la Rosa.

     Tuvo la honra de ser recibido varias veces por Su Santidad, que lo condecoró con la Gran Cruz de la Orden Piana; y vuelto el vapor de Nápoles a Civitavechia se embarcó de nuevo, y después de penosa navegación desembarcó en Barcelona y se trasladó a Madrid.

     Pronunció en el Senado un discurso en defensa de la expedición de Italia, atacada por algún senador en la discusión del discurso de la Corona, y continuó sus tareas parlamentarias, conservando siempre su embajada para volverla a ejercer cuando se reanudaran con Nápoles las interrumpidas relaciones.

     Retirose a poco el Duque de Valencia, y al sucederle el Sr. Bravo Murillo en la Presidencia del Consejo, brindó con la cartera de Estado al Duque; mas este no la admitió por razones particulares. Después el Gobierno juzgó oportuno abolir las embajadas; y aunque ofreció al Duque enviarle de nuevo a Nápoles como Ministro, no pudo aceptarlo por ser rango tan diferente, y un descenso de categoría con que no hubiera sido decente avenirse. Brindole después el Gobierno con la Vicepresidencia del Senado, que tampoco admitió. Y quedó desde entonces sin más funciones que las de Senador, ocupándose de nuevo de artes y de literatura, siendo las últimas obras que ha escrito, dos Leyendas que tendrán lugar sin duda en esta Colección. Hace dos años hizo un viaje de placer a Holanda, donde fue muy bien recibido por el Rey de aquel país; y antes y después ha seguido tomando parte en las discusiones del Senado con brillantez y aplauso.

     Hoy vive tranquilo en el seno de su familia, y rodeado de sus numerosos amigos, teniendo en su casa reuniones continuas y muy amenas de artistas y literatos. ¡Ojalá prolongue aún muchos años en tan venturosa posición una vida tan trabajada y laboriosa, con que se ha adquirido el general aprecio y la más alta y merecida reputación!

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