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ArribaAbajoEl barbero de Madrid


    «Pronto afar tuso
La notte e il giorno,
Sempre d'intorno
In giro stá».


Aria de Fígaro.                


¿Sabe usted, señor público, que es un compromiso demasiado fuerte el que yo me he echado encima de comunicarle semanalmente un cuadro de costumbres? ¿Sabe usted que no todos los días están mis humores en perfecto equilibrio, y que no hay sino obligarme a una cosa para luego mirarla con tibieza y hastío? -A la verdad que nada hay que acorte el ingenio y mengüe el discurso como la obligación de tenerles a tal o tal hora determinada. Y no dígolo por el mío, pues éste claro está que de suyo es apocado y exiguo, sino véolo en otros mayores y de marca imperial; de lo cual infiero y saco la consecuencia de que el genio es naturalmente indómito y repugna y rechaza los lazos que le sujetan.

Pero al fin y postre, y viniendo a mi asunto (puesto que maldita la gana tenga de ello), preciso será sentarme a escribir algo, si es que mañana le he de responder con papel en mano al cajista de la imprenta. Paciencia, hermano; sentémonos, preparemos la pluma, dispongamos papel, y... Pero entiendo que antes de empezar a escribir, bueno será pensar sobre qué... Así lo recomienda el célebre satírico francés:


«Avant donc que d'écrire, apprenez à penser».

Mas no hay por qué detenerse en ello; sino imitar a tantos escritores del día que escriben primero y piensan después. Verdad es que también piensan los jumentos.

Repasemos mis memorias a ver cuál puede hoy servir de materia al entendimiento... Esta... la otra... nada, la voluntad dice que nones; pues señores, medrados quedamos.

(Aquí el Curioso da una fuerte palmada sobre el bufete, tira violentamente la pluma, y permanece un rato con la mano en la frente haciendo como el que piensa. La mampara del estudio se abre en este momento, y el barbero se anuncia sacando al autor de su éxtasis). -Hola, maestro ¿es usted? me alegro, con eso hablará usted por mí.

Mi barbero es un mozo de veinte y dos, alegre como Fígaro, aunque con diversas inclinaciones; verdad es que aquél le retrató Beaumarchais, y a éste le pinto yo; ¡no es nada la diferencia! Pero en fin, como todo en este mundo se hace viejo, el barbero de Sevilla también; además de que ya lo han ofrecido, cantado y rezado y aun en danza, y nos lo sabemos de coro. -Vaya otro barbero no tan sabio, no tan ingenioso, pero más del día; no vestido de calzón y chupetín, sino de casaquilla y corbata; no danzarín, sino parlante como yo; no... pero, en fin, maestro, cuéntenos V. su historia, porque yo ni de hablar tengo hoy gana.

-Yo, señor, soy natural de Parla, y me llamo Pedro Correa; mi padre era sacristán del pueblo, y mi madre sacristana; yo entré de monaguillo así que supe decir amén; de manera que con el señor cura, mis padres y yo componíamos todo el cabildo. En mi casa se tenía por cosa cierta que yo había de llegar a ser fraile francisco, porque así lo había soñado mi madre, y ya me hacían ir con el hábito y me enseñaban a rezar en latín; pero por más que discurrían no podían sujetar mis travesuras. Ni en las vinajeras había vino seguro, ni las cabezas de los muchachos tampoco donde yo estaba; y cuando se me antojaba alborotar el lugar me colgaba de las cuerdas de la campana, y con pies y manos las hacía moverse, ni más ni menos que si fuesen atacadas de perlesía. En suma; tanto me querían sujetar y tanto me recomendaban la santidad de la carrera a que me destinaban, que una mañana sin decir esta boca es mía, cogí el camino por lo más ancho, y no paré hasta la carrera de San Francisco de esta heroica villa, en casa de un primo mío; y habiéndome dicho el nombre de la calle, di por realizado el ensueño de mi madre, y a mí por desquitado de mi estrella.

Mi primo era cursante de cirugía y llevaba dos años de asistencia al Colegio de San Carlos, con lo cual siempre nos andaba hablando de vísceras y tegumentos; y era tan afecto a la anatomía, que se empeñó en disecar a su mujer. Así, que yo, luego que perdí el miedo a las terribles expresiones de fisiología, higiene, terapéutica, sifilítico, obstetricia, y otras así, de que abundaban aquellos librotes que él traía entre manos, no hallé mejor salida para mi ingenio que seguir aquella misma profesión; y por el pronto aprendí a afeitar, haciendo la experiencia en un pobre de la esquina a quien siempre andaba conquistando para que se dejase afeitar de limosna.

Luego que ya me encontré suficientemente instruido en el manejo del arma, y matriculado además en el colegio, dejé a mi primo y me puse en otra barbería, donde había una muchacha con quien disertar sobre mis lecciones de Anatomía; pero el diablo (que no duerme) hubo de mezclarse en el negocio, y nos condujo a practicar no sé qué experiencias, con lo cual hicimos un embrollo que todos mis libros no supieron desatar en algunos meses. En fin, salí como pude, y de la casa también, marchando a seguir en otra mis estudios, aunque por entonces me limité a la parte teórica, dejando la práctica para mejor ocasión. Al cabo de algunos años y de otros sucesos menores, me hallé con que sabía tanto como mi maestro, y que sólo me faltaba un pedazo de papel para poder abrir tienda; pero es el caso que este pedazo de papel cuesta un examen y muy buenos maravedís, y si bien por lo primero no paso cuidado, lo segundo me aflige en extremo, por la sencilla razón de que no los tengo.

Desde entonces sigo buscando la buena ventura, ayudado de mis navajas y de tal y cual enfermo vergonzante que suele caerme; y si no mirase al día de mañana, créame V. que la vida que llevo no es para desear mudarla.

Porque yo me levanto al romper el alba, y después de afilar los instrumentos, barrer la tienda y afeitar a algún otro aguador o panadero, salgo alegrando todo el barrio, y por costumbre inveterada corro al colegio a asistir en clase de oyente, o a ver mis antiguos camaradas. Súbome muy temprano, y al pasar por las plazas nunca falta alguna aventurilla galante que seguir, algún cesto que quitar de las manos de tal linda compradora, algunos cuartos que ofrecer a tal otra, o alguna tienda de vinos que visitar. Empieza después la operación de la rasura, y en las dos horas siguientes corro todos los extremos de Madrid, convirtiendo rostros de respetables en inocentes y de buen comer; entre tanto en casa de una Marquesa me sale al paso el señorito, que está haciendo su aprendizaje en el vicio, y me encarga traerle ungüentos y brebajes; en otra casa, el señor don Cenón, que ha sido atacado del reúma, me obliga a ponerle dos docenas de sanguijuelas; en otra don Críspulo, el elegante, quiere que le corte los callos; y en la de más allá una niña me explica los síntomas de una enfermedad parecida a la que yo no pude curar en la que estudiaba conmigo.

Por todas partes ya se deja conocer que llueven sobre mí las propinas y los obsequios; pero de ninguno me resulta mayor complacencia como de los que recibo en cierta casa, prodigados por cierta fregona con quien el sol no pudiera competir. Porque ella me entretiene con su sabrosa plática entre tanto que el amo se viste y reza sus devociones; ella me auxilia vertiendo en la bacía, al tiempo que el agua, ya el robusto chorizo, ya la extendida magra, ya la suculenta costilla con una destreza admirable; y ella, en fin, entretiene mis envejecidas esperanzas, haciéndome entrever seis grandes medallas que tiene guardadas para mi examen, con la condición sine qua non de casarnos el mismo día.

Concluidas, por fin, mis operaciones matutinas, vuelvo a la tienda tan contento de mí, que no me trocaría por el mismo maestro; y con esto, y con asistir a alguna operación quirúrgica, rasurar tal o cual escotero, o rasguear mi vihuela, se me pasa insensiblemente el día. Llega la noche, y como caiga algún enfermo que cuidar, o que velar algún muerto, salgo con mi guitarra bajo el brazo, y entre caldo y caldo, o entre responso y gemido, hago mis escapatorias a colgarme de la ventana de mi Dulcinea, a quien despierto con los tiernos acentos de mi voz.

He aquí mi vida tal como pasa, y si V. conoce otra mejor, para mí santiguada, que yo no. -

Aquí calló Pedro Correa; y yo, que me sentí aliviado, me disponía a proseguir pensando en mi artículo, pero nada bueno me salía, por lo cual tuve que dejarlo hasta la noche; vino ésta y acordándome de la narración de mi barbero, asaltome la idea de que diciendo lo que él habló, tenía coordinado mi discurso, supuesto que es de costumbres, si no de las más limpias.

Hícelo, en efecto así, y me fui a acostar muy satisfecho; mas no bien cerrado los ojos cuando un ruido extraño me despertó. Pareciome oír puntear una guitarra, y así era la verdad, que la punteaban del lado la calle, mas diciendo como don Diego en el «Sí de las Niñas»: «¡Pobre gente! ¿quién sabe la importancia que darán ellos a la tal música?», volvime del otro lado con intención de dormir; pero en esto algunos pasos cercanos, y el rechinar de una imprudente puerta, me hizo conocer que el enemigo se hallaba cerca, con lo cual, y la ventana abierta, oí distintamente una voz que cantaba esta seguidilla:


    «Aunque los males curo,
De las heridas,
Amor no me permite
Curar las mías.
    »Que sus saetas
Tienen más poderío
Que mis recetas».

No me pareció del todo mal el concepto barberil, y por ver si continuaba, o yo me había equivocado, dejele echar el preludio de la segunda copla, mientras el cual la hermosa Maritornes se acercaba a la ventana a pocos pasos de donde yo me había colocado. La guitarra concluyó el preludio, y la voz volvió a cantar:


    «Abandona ya el lecho,
Querida Antonia,
Para oír los suspiros
De quien te adora.
    »Depón el miedo,
Que todo el mundo duerme
Menos tu Pedro».

-Y yo tampoco duermo, señor rapista, porque las voces de usted no me lo permiten (dije con voz gutural asomándome a la ventana). ¿Parécele a V. que aquí somos de piedra como el guardacantón de la esquina? ¿o qué horas son estas para venir a alborotar el barrio? Por mi fe, señor Monaguillo Parlanchín, que así vuelva usted a tomar mi barba como ahora llueven lechugas, y que la Maritornes que está a mi espalda no le tornará a colar más chorizos en la bacía. -

Y diciendo esto cerré estrepitosamente la ventana, y me fui a acostar. Pero a la mañana siguiente se me presentó el compungido galán; luego la trasnochada dama, y jugándola ambos de personajes de comedia, se pusieron a mis pies pidiéndome licencia por matrimoniar. ¡Qué había yo de hacer! Soy tierno, y el paso era no sé si diga clásico u romántico: alcelos con gravedad, y después de un corto y mal dirigido sermón, les dispensé mi venia; ítem más, me ofrecí al padrinazgo y aun a completar lo que faltaba para los gastos del título. De tal modo les pagué el haberme proporcionado materia para este artículo.

(Setiembre de 1832)




ArribaAbajoLas ferias


   «Ferias me pide por Mayo,
Y para pedirlas Menga,
Cada día es San Miguel
Y todo el año son ferias».


ESQUILACHE.                


«Este mundo es una gran feria, en que todos traficamos, aunque con materias diferentes y de un valor convencional. Hay quien da su mesa a cambio de cortesías; quien paga su amor a precio de cuatro suspiros; dos ergos y unos buenos pulmones suelen comprar un grado de doctor; la importunidad adquiere empleos; la desdicha suele a veces comprar el talento, o cambiarse éste por desdicha; el vestido vale generalmente tanto como la educación, y la figura corre en ocasiones a más subido precio que las cualidades del alma. Cada cual, en fin, valiéndose de las circunstancias de que puede disponer, pretende adquirir con ellas las que le faltan; pero sin necesidad de tanto trabajo hay una materia positiva con la cual puede obtenerse todo, y esta materia es el dinero; con ella se logran las comodidades, los placeres, el amor... el inestimable amor... la sabiduría, los honores, y hasta la hermosura física.

-Alto ahí, señor Provinciano, que ya estoy cansado de tanta filosofía, y aun no sé si diga de tanta sutileza. ¡Hombre de Barrabás! ¿adónde va V. a parar con ese discursote, que no parece sino arrancado de algún manuscrito árabe del Escorial? Ya sabemos lo que sucede en el mundo en los tiempos ordinarios; pero aquí sólo hablamos de lo que pasa en tiempo de feria; ¿qué tiene que ver lo uno para lo otro?

-Quiere decir, me replicó el Provinciano, que si una circunstancia cualquiera pone en más rápida acción todos los ejes de la gran máquina social, esta época será sin duda un panorama que nos presentará a un solo golpe de vista los esfuerzos de los hombres para engañarnos unos a otros.

-Vaya, déjese V. de ejes y panoramas, y supuesto que ha llegado a Madrid en la temporada de feria, sepa, ante todas cosas, que la de esta villa, que empieza el día de San Mateo, 21 de setiembre, fue concedida por privilegio del rey D. Juan el II en 8 de abril de 1447, y que esta feria, que llega hasta el día de San Miguel, y otra que empezaba en el mismo y duraba quince días, se han reunido en una que concluye en 4 de octubre; y he aquí sin duda la razón de que aun hoy se diga en Madrid las ferias en plural, como que realmente eran dos.

-Mil gracias, señor Madrileño, por el trozo de erudición histórica; aunque si va a decir verdad, no le encuentro más oportuno que mi exordio filosófico.

-Tiene V. razón, señor Provinciano; pero por algo habíamos de empezar a hablar».

Aquí callamos los dos, y proseguimos largo rato nuestro camino, hasta que, pasando por la calle de Atocha.

-Venga V. acá -dije al Provinciano-, que me parece que en este puesto hemos de hallar algo bueno; y en efecto era así, porque una multitud de muebles y vestidos del mejor gusto dejaban ver, aunque en modesta prendería, su reciente fecha. Preguntamos los precios de varios, y como a todo nos contestase la mujer que los vendía: -«Esto se da en tanto, y ha costado cuanto hace seis meses», -entramos en curiosidad de saber qué desgracia repentina había obligado a su dueño a desprenderse de ellos; a lo cual nos satisfizo la prendera diciéndonos que pertenecían a una cantatriz italiana que había concluido su contrata; estando en esto vimos llegar a una joven, acompañada de un caballero, que los puso todos en precio; y al ver su resolución, sus modales, y más que todo, la condescendencia del caballero, no pudimos menos de conocer que aquélla empezaba entonces su contrata, aunque de distinto género.

Más allá, en otro gran depósito, observamos una colección de catres de todos los gustos, desde Felipe II acá, los cuales recordé haber visto ya cuando iba a la escuela, sin que en las distintas exposiciones que desde entonces han mediado hayan mejorado de suerte. Mas por cuanto y no en aquel momento mi Provinciano hubo de prendarse de uno, y determinó llevarlo a su pueblo para regalárselo a cierta sobrina casadera; y he aquí que este olvidado mueble, mudo testigo de la fidelidad conyugal de seis generaciones, lo será aún de la sétima.

En un portal inmediato campeaban multitud de vestidos, de los que en otros tiempos figuraron en los bailes serios, y ahora lucen en los de máscara; ¡cielos, qué profanación! en el bolsillo de una casaca muy bordada de sedas encontré un sobre antiguo que decía: «Al Excelentísimo señor Marqués de la Ensenada, Ministro de S. M. Fernando VI...» ¡y yo la compré para llevarla a los bailes de Carnaval!...

Pero nada nos entretenía tanto como el mirar algunos puestos tan desmantelados, que parecían la verdadera efigie del retablo de Maese Pedro después de la descomunal batalla sostenida por el héroe manchego; v. gr.: uno que dejamos a la derecha en la calle de la Magdalena, consistía, ni más ni menos, en los siguientes efectos: media tinaja, un espejo sin azogue, dos puertas rotas, una escopeta cubierta de orín, seis alcarrazas sin suelo, y sobre una mesa de dos pies y medio arrimada a la pared, hasta unos seis o siete clavos romanos sin cabeza, dos cabezas sin clavo, una campanilla sin badajo, y una rodela vieja; y aun nos estábamos riendo de contemplar todo aquel aparato, cuando llegó a colmar nuestro asombro un hombre que, después de haberlo considerado todo detenidamente, lo puso en ajuste, y lo compró por tres pesetas.

No pude contenerme, y sin más preámbulos me determiné a preguntarle para qué podría servirle todo aquello, a lo que el pobre con la mejor voluntad me contestó: -«Señor, soy maestro de obras, y hace diez años que formé el proyecto de hacer una casa en mi barrio del Ave María; desde entonces voy aprovechando para ello todo, cuanto ladrillo y cascote puedo de las obras que manejo, y ya tengo suficientes materiales para empezar, Dios mediante, el verano que viene. Así que vi este puesto, consideré que la media tinaja podía servirme para el fogón; el espejo, para la claraboya de la escalera; las puertas rotas, para ventanas; la escopeta, para el cañón de la chimenea; las alcarrazas, para bajadas de agua; los clavos, para los adornos, menos uno que servirá de badajo a la campanilla; y la rodela agujereada, para tronera de la cueva. Conque ya VV. ven que todo puede servir en este mundo». -

Pasmados nos dejó el buen maestro, y hablando de ello largo rato, hasta que vino a distraernos un gran puesto cubierto de cuadros que llamaba la atención de los inteligentes. Allí era el verlos considerar las pinturas largo rato y a todas luces, arquear las cejas, adivinar el autor (después de haber leído la firma que estaba al pie), hablar de frescura y de matices, de claro-oscuro y encarnaciones, con toda la demás retahíla de voces científicas. El hombre que los vendía no estaba tan al corriente como ellos; así que para él era el mejor el que tenía mejor marco, con lo cual mis aficionados le fueron llevando los buenos por poco dinero, y dejándole una colección de brillantes mamarrachos.

Parado estaba yo delante de un retrato, muy parecido de cierta señora bien conocida por su belleza, y no pude menos de escandalizarme de que, viviendo todavía, y aun durante su buena época, se la hiciesen ya los honores de la feria. El mismo asombro causaba en todos los que la veían, hasta que habiéndolo verificado un joven que acertó a pasar, manifestó con tales veras su descontento, que no pudimos menos de sospechar que fuese uno de sus adoradores; y tomando un aire de reto, preguntó quién vendía aquel cuadro; contestósele que el pintor, como propiedad suya, por no habérsele pagado después de mandárselo hacer; a lo cual mi galán, algo abochornado, lo rescató sin reparar en el precio, y sólo exclamó:


«¡Oh dulces prendas por mí mal halladas!»,

con lo demás que se sigue, mientras nosotros quedamos riendo del epigrama del pintor.

Mas en ninguna parte bullía tanta multitud ni se reproducían más escenas que alrededor de los puestos de libros, y no hay necesidad de decir que el Provinciano y yo, como aficionados, tardamos poco en engolfarnos en ellos. Y mientras cogíamos éste, abríamos aquí, hojeábamos el otro o tirábamos el de más allá, no podían menos de distraer nuestra atención algunos de los episodios que pasaban a nuestro lado; por ejemplo: llegó un pedantón de éstos que hablan poco y gesticulan mucho; de éstos que todo lo desprecian y que nada hacen; de éstos, en fin, que se suponen superiores al mundo entero, porque el mundo entero no se ha querido tomar el trabajo de desmentirles; caló sus anteojos, apartó a todo el mundo, pidió un libro en griego y otro en alemán; pero mientras lo contemplábamos con gran respeto, no pudimos menos de observar que estaba muy entretenido en mirar las láminas, sin hacer la menor señal de entender el texto. Otros estaban con la nariz en el suelo rebuscando en el montón de Artes de Cocina, Formularios, Gulas atrasadas, Bertoldos, Soledades y Secretos raros, que se daban a cuatro reales chico con grande; y todos alargaban la mano a un tomo del Diccionario de M... porque tenía un forro muy bonito, y luego, en leyendo la portada soltábanle, ni más ni menos que si se hubieran quemado los dedos. ¡Oh, y cuántas producciones clásicas de nuestros días, cuyos recientes anuncios ablandan aún las esquinas de la capital, yacían en aquel osario, heridas de prematura y no sospechosa muerte! Allí las novísimas Historias y Compendios abreviados; allí los Retratos y Discursos; allí las sensibles parejas Fulano y Zutana; los Amantes desgraciados y los dichosos; los Castillos góticos; los Espectros y Fantasmas en galería; las Artes para todo, que de nada sirven; los Tratados breves; las Memorias y Folletos; las Enciclopedias que pueden ir en carta; las traducciones, las imitaciones, las refundiciones, las visiones y las aberraciones ¿Quién al mirar tal destrozo no había de temblar por sí? Yo al menos hice mis Mementos, y por si también me alcanzaba el castigo, exclamé con fervor: «Domine, peccavi; miserere mei!».

Apartámonos de aquel sitio y llegamos a la plazuela de la Cebada, teatro un tiempo de las ferias de Madrid, y hoy destinado a más terribles escenas. Intentando atravesarla, fuimos detenidos por una multitud de curiosos apiñados en rededor de una máquina óptica, dirigida por un ciego con un tamborcillo, que enseñaba por dos cuartos tutti li mondi. Y al pasar por su lado, hirieron mis oídos estas voces, interrumpidas por el tamborcillo: -«Tan, tan... Ahora van VV. a ver la gran calle de Alcalá en tiempo de ferias».

Pareme un poco, y consultando con el amigo, convinimos en que si habíamos de atravesar todo Madrid para verla, era más cómodo mirarla pintada, por dos cuartos; pagámoslos, aplicamos la vista al cristalejo, y el ciego empezó a decir:

«Aquí verán VV. qué grande y qué hermosa es esta calle de Alcalá, y la multitud de puestos y almacenes ambulantes que la adornan: tan tan...

Van VV. a ver la famosa feria de Madrid... Avellanas y nueces, dominguillos y cortejos: tan tan...

Miren VV. cuántos muebles, chicos y grandes, malos y buenos, nuevos y viejos; pues todos sirven, aunque no sea más que de estorbo: tan tan...

¡Cuántos muñecos parados y cuántos que andan, y qué tiernos y qué delicados!... tan tan...

¡Cuántas muchachas, figuritas de barro, y cuántas de carne y hueso! ¡Ay! ¡y qué pintaditas y qué compuestitas!... tan tan...

¡Cuántos platos y pucheros y qué poco que comer; cuántos servicios y qué pocos méritos; cuántos libros y qué pocos que lean! tan tan...

Miren VV. qué apretones, y qué confusiones, y qué resbalones, y qué te... entones... tan tan...

Observen VV. ahí a la derecha, conforme vamos, qué pareja tan acaramelada, seguida por un criado; pues ese que va detrás no es el criado, que es el marido... tan tan...

Vean VV. qué elegante va esa niña, y cuántas blondas y cuánto raso; pues su trabajo le ha costado el ganarlo, que a su padre no... tan tan...

¡Atención! miren VV. esos lechuguinos que siguen esas niñas; ¡ay, que se paran delante de las mesas a ver los muñecos, y ellos también se paran en frente! -¿Qué queréis, hijas mías? -¡Ay, mamá, férienos V. un muñequito!... tan tan...

A esotro lado vean VV. un militar buen mozo, que se estira los bigotes; y cómo lo gustan los de ese pimpollo que va delante, y la llega al oído y la dice: -«Mi alma, ¿quiere V. que la ferie?», y ella dice: -«¿Y por qué no?». Y la compra avellanas, y azofaifas, y acerolas, y nueces, y... ¡ay, pobrecito, mira no te ferie ella a ti!... tan tan...

Vean VV. esotro elegante que hace parar un coche y les alarga a los niños que van dentro tantos juguetes... pues no es por ellos, que es por la mamá, que no hay como adorar al santo por la peana... tan tan...

Vamos, señores, que se va haciendo tarde; ¿he dicho algo? pues a mí queda lo mejor; pero otro día será; esto se acabó, y la feria también; hagan VV. cuenta que llegamos al día de San Francisco... tan tan...».

Y tapó el cristalejo, y nos dejó a buenas noches.

(Octubre de 1832)






ArribaAbajoGrandeza y miseria


    «No son todas las leyes generales,
Que muchas excepciones hay en ellas
Ni las cosas del mundo son iguales».


L. DE ARGENSOLA.                


Hallándome en Zaragoza durante mi primera juventud, contraje amistad íntima con el hijo del Marqués de..., joven amable, franco y bullicioso, como yo lo era también entonces, y como me pesa no serlo ahora; nuestras relaciones no eran de esas superficiales que las circunstancias o la casualidad suelen combinar; antes bien tenían el carácter de una verdadera amistad; así que, viviendo juntos, y no separándonos ni en aquellos ratos que dedicábamos al estudio (que eran los menos), ni en los que dábamos a la distracción y los placeres (que eran los más), llegamos a ser citados en la ciudad como modelo de amistosa fidelidad.

Ricardo (que así se llamaba el hijo del Marqués) unía a una bella figura la elegancia en el vestir, la destreza en la esgrima y en la danza, y la bizarría para dominar un alazán, con lo cual era tenido por el primer caballero de la ciudad; pero al mismo tiempo (preciso es confesarlo) los estudios de Ricardo se habían limitado a esto solo, y los maestros de filosofía, de ciencias y de idiomas no tenían los motivos de alabanza que los de equitación y de baile. En vano procuraba yo hacerle sentir lo equivocado de su conducta; la obligación en que su elevada cuna le ponía de adquirir una instrucción poco común; hablábale de la necesidad de corresponder a su noble apellido; los graves cargos y responsabilidades que algún día pesarían tal vez sobre sus hombros, y le ponía delante la consideración de que tanto mayor es el yerro cuanto mayor es el que yerra. Todo esto lo escuchaba con la bondad natural de su carácter; pero la adulación llegaba muy pronto a destruir mi obra, y no faltaban labios fementidos que le hacían creer que el estudio no era ocupación digna de un caballero, y si sólo de aquellos que lo necesitan para elevarse; que supuesto que él era ya marqués y poderoso, de nada más necesitaba; que se dejase de cálculos y de vigilias, y sólo se ejercitase en aquellos juegos propios del valoró de la destreza, que tan bien sientan en las personas bien nacidas; con lo cual y la aprobación de unos ojos negros, seducían al pobre Marqués en términos, que hube de dejar a que el tiempo obrase lo que yo no podía.

Desde entonces su casa fue la mansión de la disipación y de los placeres; los festines, las músicas, las partidas de caza se reproducían sin cesar; las damas más bellas de Zaragoza se disputaban los favores del señorito; los jóvenes imitaban sus modales y vestido; las modas de París y de Londres, los coches de Bruselas, los caballos normandos, todo le era presentado por diestros corredores, que hallaban el secreto de cuadruplicar su valor; y sin haber salido de Zaragoza, afectaba ya los usos de un fashionable de Londres, y hablaba mal de nuestras cosas, con lo cual, y fiándose de mercaderes extranjeros, muy pronto se vio asaltado de acreedores y chalanes.

La suerte me separó por entonces de mi amigo, y durante mi larga ausencia recibí algunas cartas suyas en que manifestaba sus ahogos y compromisos, que llegaron al extremo; pero la muerte de su padre vino a poner término a ellos, y el nuevo Marqués, al noticiámela, al mismo tiempo que su casamiento con una señora de su misma clase, me manifestaba que había variado de vida, arreglado sus negocios y establecido un plan conveniente para lo sucesivo. Poco después me escribió su marcha a la a la corte, adonde le llamaban sus deseos hacía muchos años, y desde entonces nada volví a saber de él hasta que habiendo yo venido a Madrid, le visité como un amigo antiguo; pero ya no encontré aquel Ricardo compañero de mis primeros años, sino al Marqués de..., uno de los hombres más visibles de la corte, y cuyo tren y magnificencia oía ponderar por todas partes. Recibiome con atención, pero sin cordialidad; me enseñó con una distracción afectada su palacio, sus elegantes adornos, su jardín, sus caballos y carrozas, y aun me presentó a la Marquesa como un amigo de su niñez; pero en todos sus modales noté una reserva, una pretensión que me obligó a mantenerme a cierta distancia, sin que ni él ni yo pareciéramos acordarnos de nuestra antigua familiaridad.

Sentilo ciertamente, aunque no tanto como si le hubiera necesitado; pero me propuse no volver a visitarle, y en este estado se corrieron algunos años, hasta que días pasados, atravesando la calle de Alcalá, me oí llamar desde un coche y conocí al Marqués, mi antiguo camarada; no dejó de sorprenderme esta demostración, pero aún más me sorprendieron sus instancias para que al siguiente día le acompañase a almorzar, por tener, según dijo que consultar conmigo cosas y del mayor interés; y sin dejarme acción para producir mis excusas, me hizo darle palabra terminante.

Llegado el momento, me encaminé a la casa del Marqués, preparando de antemano mi amor propio contra todo evento. Entré en el portalón, y a fuer del precepto de «Nadie pase sin hablar al portero», escrito en enormes caracteres sobre la pequeña casilla de éste, me dirigí a él para darle mi nombre; pero fue en vano, porque el buen inválido prosiguió en su ocupación, que era enseñar el ejercicio a un perro de aguas; bien es la verdad que con la mano me enseñó gravemente la escalera. Pero el diablo y mi poca memoria hizo que entrase por la primera puerta que encontré, donde vi tres hombres alrededor de una mesa, que jugaban a los naipes, y sin alzar los ojos a mí ni informarse a quién buscaba, tiraron de una cuerda desde su asiento y abrieron una mampara que daba entrada a un salón cubierto de dobles filas de bufetes, todos ocupados por varios caballeros.

Disputaban a la sazón fuertemente sobre si eran ocho o nueve mil duros, si se contaban desde tal o tal mes, y otras condiciones, con lo cual no dudé que se trataba de algún arrendamiento de las posesiones del Marqués; pero el nombre de una artista italiana que pronunciaron me hizo caer en la cuenta de que su conversación era cosa de interés público. No la interrumpieron por mi llegada, antes bien me hicieron participe de ella, hasta que habiéndose enterado de mi deseo de ver a S. E., y de la equivocación que me había hecho entrar en las oficinas, uno de ellos tuvo la bondad de acompañarme para ir a buscar otra escalera, lo cual hicimos atravesando unas. cuantas salas, todas igualmente ocupadas que la anterior, y sobre cuyas puertas había varios rótulos, como Secretaría, Contaduría, Archivo, Tesorería, etc., etc.

Las ocupaciones de aquellos señores eran varias; cuál se adiestraba en hacer rúbricas y letras góticas; cuál leía la Gaceta con los codos sobre el bufete y meneando los labios; quién tomaba el sol cerca de la ventana; quién dormía en un sillón con las manos metidas en los bolsillos del pantalón; y luego entraron los porteros y traían sendas botellas y vasos acompañados de panecillos, con lo cual todos se apresuraron a tornar las once para cobrar nuevas fuerzas con que servir a S. E.

Compadecime del Marqués, a quien una antigua preocupación obligaba a mantener aquella cohorte, y subí a la habitación principal. No había nadie en ella; atravesé la segunda sala en la misma soledad; pero a la tercera me encontré con un grupo de lacayos que hiciéronme aguardar hasta que llegase el portero de estrados; pareció éste al cabo de un buen rato, con toda la autoridad de un conserje, y dudando de pasar a tal hora recado a S. E., díjele que era llamado; y entonces, sin dejar de mirarme de arriba abajo con una curiosidad desconfiada, envió a llamar a un ayuda de cámara, el cual me dirigió a otro, y éste a otro, que me hizo dar con el secretario particular, quien ya tenía antecedentes de mi visita.

Abriose, por fin, la mampara que ocultaba a S. E., y entrando en el gabinete, me encontré al Marqués, que acababa de dejar el lecho y se había recostado en el sofá por precaución para no fatigarse, mientras se entretenía en formar varias figuras con pedacitos de marfil pintados.

No bien me vio, tiró todas las fichas y corrió a abrazarme, en lo cual y en su expresión amable y sincera volví a reconocer a mi amigo Ricardo; los criados dispusieron el almuerzo, y al concluir de él, cogiome el Marqués del brazo y descendimos al jardín, donde empezó la conversación de esta manera:

-«Sin duda, amigo mío, que mi proceder te habrá parecido extraño, ya por la pasada indiferencia, ya por la cordialidad presente, y no dejo de confesar que en efecto lo es.

-Ni yo debo ocultarte que me ha sorprendido tu llamada más que tu indiferencia, pues conozco muy bien que el ambiente de la grandeza no sienta bien con la franqueza de la amistad.

-Sin embargo, yo no debí olvidar la nuestra; mas por desgracia no es el remordimiento que debía inspirarme mi proceder contigo lo que me hace recurrir a tu amistad; es más bien un sentimiento de egoísmo.

-¿Cómo?

-Sí, amigo mío, necesito de ti.

-¿De mí? ¿y en qué puedo yo servir al poderoso Marqués de...

-¡Poderoso!... ¡ay!... no lo soy; pero aunque lo fuera, siempre me serían oportunos los consejos de un amigo verdadero: juzga tú cuánto más necesarios me serán en la desgracia.

-Habla, mi querido Marqués; si mi amistad puede aliviarte en algo, desahógate con tu mejor amigo.

Un momento de silencio y un estrecho abrazo del Marqués interrumpieron por algunos instantes nuestro diálogo.

-Ya te acordarás (continuó) de que a poco tiempo de tu salida de Zaragoza heredé por muerte de mi padre los títulos y rentas de mi casa, con lo cual y mi casamiento traté de mudar enteramente la conducta que hasta allí había seguido. Empecé, pues, por arreglar mis negocios, y yo mismo me asombré de los inmensos sacrificios que mi pasada disipación me ocasionaba; pero dueño de una fortuna cuya renta anual se eleva a dos millones de reales, me costó poco trabajo el cubrir aquéllos, y aún me lisonjeé de comprar con ellos mi escarmiento. Mas mi venida a Madrid, con objeto de entrar en Palacio, llegó a reproducir mis ideas favoritas de ostentación y a lanzarme de nuevo en el gran mundo: mis rentas al principio bastaban a todo, y aún me parecía imposible que el capricho me hiciera inventar medios bastantes a consumirlas; pero ¡ay de mí! ¡cómo me engañé!... ¿Querrás creerlo, mi buen amigo? Tú ves mi casa, mi tren y mis criados; oyes, sin duda, hablar de mis funciones y mis festines; considérasme el mortal más feliz de la tierra; crees que la abundancia reina en torno de mí: sí, amigo mío, reina, pero es para los que me rodean; el más miserable de mis colonos es más feliz y más poderoso que yo.

-Creo haberlo adivinado.

-¿Ves esa legión de criados que pueblan mi casa y mis dependencias? pues de nada me sirven, mientras que mis rentas les sirven a ellos para gozar una vida regalada. ¿Miras ese secretario que me manifiesta tanto interés y afección? Pues ese publica mis debilidades, desacredita mi conducta, y me impide con sus consejos caminar al arreglo de mi casa. ¿Ese mayordomo tan fiel, tan desinteresado, que a una ligera insinuación mía corro a buscarme fondos con que satisfacer mis invencibles caprichos? Pues ése me presta a un interés enorme los productos de mis posesiones. ¿Esos administradores avaros, que hacen que los tristes colonos maldigan mi nombre, bajo el cual se ven acosados sin piedad? Pues ésos son otros tantos señores, con quienes yo mismo tengo que transigir para cobrar lo que quieren pagarme. ¿Esos ayudas de cámara que se inclinan a mi paso con el más profundo respeto? Pues míralos un momento después, veraslos vestidos con mis ropas, parodiando mis acciones, exagerando mis vicios y haciéndome el juguete de sus malas lenguas: por último, mis haciendas, mis rentas, mis casas, mis salones, mis graneros, mi cocina, mis cuadras, todo es presa de esas plantas parásitas, que se alimentan de lo que es mío, sin que pueda yo evitarlo, por no chocar con la costumbre y aun con las ideas que recibí en la educación.

-Pero al menos (le repliqué yo) tienes el consuelo de que tu casa sea citada como el modelo de la buena sociedad, y que todo el mundo te envidie y ensalce tu ostentación.

-¿Y qué me sirve este concepto equivocado? Esa turba de aduladores y de egoístas que me aplauden, ¿me ofrece acaso un amigo sincero y desinteresado con quien desahogar mi corazón? Mi esposa misma y mis hijos, alejados de mí por la etiqueta y el buen tono, ¿me brindan, por ventura, las caricias y la afección que encuentra en los suyos hasta el más infeliz artesano? Mis enormes rentas ¿me permiten disponer a cualquier hora de una cantidad, por mínima que sea? ¿No he vendido ya mis fincas libres, gravando enormemente las vinculadas, acudido a los usureros, que primero me prestaban sobre mi palabra, luego sobre mi firma, después sobre alhajas y posesiones, y a falta de éstas han llegado a no prestarme por nada? Los criados me piden sus sueldos; mi mujer, su dote; mis hijos, su fortuna, y la memoria de mis abuelos, el lustre de su nombre. ¡Qué hacer, mi querido amigo, en tal ahogo, ni cómo remediar tamaños males!

-Con la filosofía y la virtud, mi querido Marqués. Tú hubieras evitado tal abismo si, siguiendo mis consejos, hubieras cultivado tu buen carácter en la educación, y dado a tus inclinaciones el giro conveniente: el ocio, causa de todos tus desastres, te hubiera parecido insoportable, y para evitarle hubieras buscado mil recursos, que tu fortuna te permitía: los viajes útiles, las empresas nobles, el deseo de verdadera gloria, que en otros países, y en nuestra misma España, ostentan varios de tu ilustre clase, no desdeñándose de proteger la industria, cultivar las artes y las letras, o brillar en el campo del honor. Pero quisiste más bien formarte para la holganza, y te rodeaste de holgazanes; quisiste servirte de ellos, y ellos se han servido de ti; pensaste no necesitar de nadie y no reflexionabas que un hombre inútil necesita de todo el mundo.

Pero, en fin, mi querido Ricardo, todavía estás a tiempo; por fortuna tu corazón ha sufrido sin dañarse tamaño combate; pero tu debilidad no te permite permanecer en el puesto para sufrir nuevas asechanzas. Huye, pues, de este centro de corrupción y de placeres; huye, y en tu apacible quinta de len orillas del Ebro, lejos de la disipación y del bullicio, encontrarás la paz del alma, que sólo puede proporcionar una conciencia tranquila. Tus rentas, bien administradas, sirvan, después de satisfacer tus empeños, a proteger al genio y al trabajo; tu casa, purgada de bajos aduladores, sea el asilo de la franqueza y de la honradez; tus hijos, educados bajo otros principios que tú, aprendan de tu boca las desgracias que el ocio proporciona; tu esposa, compañera de tu prosperidad, ayúdete a remediar tu desgracia, y tus súbditos, mirándote de cerca, lleguen a reconocerte y amarte... Huye, mi querido Ricardo; muéstrate hombre una vez».

Un nuevo abrazo, interrumpido por los sollozos del Marqués, puso fin a esta vehemente conversación...

Quince días después he recibido una carta de mi amigo, fecha en su quinta cerca de Zaragoza, y su contenido me proporciona el placer de pensar que no han sido inútiles mis consejos.

(Octubre de 1832)




ArribaAbajoEl campo santo6


    «No se engañe nadie, no,
Pensando que ha de durar
Lo que espera,
Más que duró lo que vio,
Porque todo ha de pasar
Por tal manera».


JORGE MANRIQUE.                


Muy pocos serán (hablo sólo de aquellos seres dotados de sensibilidad y reflexión) los que no hayan experimentado la verdad del dicho de que la tristeza tiene su voluptuosidad. Con efecto ¿quién no conoce aquella dulce melancolía, aquella abnegación de uno mismo que nos inclina en ocasiones a hacernos saborear nuestras mismas penas, midiendo grado por grado toda su extensión, y como deteniéndonos en cada uno para mejor contemplar su inmensidad? ¡Cuán extraño es en aquel momento el hombre a todo lo que le rodea! ¡cuál busca en su imaginación la sola compañía que necesita! ¡y cuál, en fin, elevando al cielo su alma, encuentra en él el único consuelo a sus desventuras! Huyendo entonces el bullicio del mundo, quiere los campos, y su triste soledad le halaga más que la agitación y la alegría.

Tal era el estado de mi espíritu una mañana en que tristes pensamientos me habían obligado a dejar el lecho. Acompañado de mi sola imaginación, me dirigí fuera de la villa, adonde más libremente pudiese entregar al viento mis suspiros; una doble fila de árboles que seguí corto rato desde la puerta de los Pozos me condujo al sitio en que se divide el camino en varias direcciones, y habiendo herido mi vista la modesta cúpula de la capilla que preside al recinto de la muerte, torcí maquinalmente el paso por la vereda que conduce a aquél.

A medida que me alejaba del camino real iba dejando de oír el confuso ruido de los carros y caminantes que hasta allí habían interrumpido mis reflexiones, y un profundo silencio sucedía a aquella animación. Sin embargo, un impulso irresistible me hacía continuar el camino, deteniéndome sólo un instante para saludar a la cruz que vi delante de la puerta; pero ésta se hallaba cerrada, y nadie parecía alrededor; fuertes eran mis deseos de llamar; mas ¿cómo osar llamar en la morada de los muertos?...

Desistía ya de mi proyecto, apoyado sobre la puerta, cuando una pequeña inclinación de ésta me dio a conocer que no estaba cerrada; continué entonces el impulso, y girando sobre sus goznes me dejó ver el Campo Santo.

Entré, no sin pavor, en aquella terrible morada: atravesé el primer patio, y me dirigí a la iglesia que veía en frente, mirando a todas partes por si descubría alguno de los encargados del cementerio; pero a nadie vi, y mientras hice mi breve oración tuve lugar para cerciorarme de que nadie sino yo respiraba en aquel sitio. Volví a salir de la iglesia a uno de los seis grandes patios de que consta el cementerio, y siguiendo a lo largo de sus paredes, iba leyendo las lápidas e inscripciones colocadas sobre los nichos, al mismo tiempo que mis pies pisaban la arena que cubre las sepulturas de la multitud.

Esta consideración, la soledad absoluta del lugar, y el ruido de mis suspiros, que repetía el eco en los otros patios, me llenaban de pavor, que subía de todo punto cuando leía entre los epitafios el nombre de alguno de mis amigos, o de aquellas personas a quienes vi brillar en el mundo.

-¡Y qué! -decía yo-; ¿será posible que aquí, donde al parecer estoy solo, me encuentre rodeado de un pueblo numeroso, de magnates distinguidos, de hombres virtuosos, de criminales y desgraciados, de las gracias de la juventud, de los encantos de la belleza y la gloria de saber?

Aquí yace el excelentísimo señor Duque de...». ¿Será verdad?


    «Al que de un pueblo ante sus pies rendido
Vi aclamado, en la casa de la muerte
Le hallo ya entre sus siervos confundido».

¿Pero qué miro? ¿Tú también, bella Matilde, robada a la sociedad a los quince años, cuando formabas sus mayores esperanzas? ¿Y tú, desgraciado Anselmo, a quien el mundo pagó tan mal tus nobles trabajos y fatigas por su bienestar?... ¿Mas de qué sirven todos esos títulos y honores que ostenta esa lápida, para quien ya es un montón de tierra?... ¡Adulación, adulación por todas partes!... «Aquí yace don... arrebatado por una enfermedad a los 87 años...». ¡Lisonjeros! escuchad a Montaigne, y él os dirá que a cierta edad no se muere más que de la muerte... Pero allí, sobre una lápida, un genio apagando una antorcha; sin duda uno de nuestros hombres grandes... ¡Insensato! un hombre oscuro; ¿ni cómo podía ser otra cosa? El cementerio es moderno, y en el día escasean mucho los hombres verdaderamente ilustres, o no se entierran en su patria... Y si no ¿dónde se hallan Isla, Cienfuegos, Meléndez, Moratín?... Si acaso nos queda alguno, busquémosle en el suelo, en las sepulturas de la multitud.

Pero entremos a otro patio, por ver si se encuentra alguien... Nadie... La misma soledad, la misma monotonía; ni un solo árbol que sombree los sepulcros, ni un solo epitafio que exprese un concepto profundo; el nombre, la patria, la edad y el día de la muerte, y nada más... y de este otro lado aún no está lleno... Multitud de nichos abiertos que parecen amenazar a la generosidad actual... ¡Cielos! acaso yo... en este... pero ¿qué miro? ¿aquel bulto que diviso en el ángulo del patio no es un hombre que iguala la tierra con su azada?... Sí, corro a hablarle.

-Buenos días, amigo.

-«Buenos días» -me contestó el mozo como sorprendido de ver allí a un viviente-. «¿Qué quería usted?» -añadió con el aire de un hombre acostumbrado a no hacer tal pregunta.

-Nada, buen amigo; quería visitar el cementerio.

-Si no es más que eso, véalo V.; pero algo más será.

-No, nada más: ¿acaso tiene algo de particular esta visita?

-Y tanto como tiene. ¡Ay señor! nuestros difuntos no pueden quejarse de que el llanto de sus parientes venga a turbar su reposo.

Esta expresión natural, salida de la boca de un sepulturero, me hizo reflexionar seriamente sobre esta indiferencia que tanto choca en nuestras costumbres.

-¡Qué quiere V.! -contesté al sepulturero-, todavía no se ha desterrado la preocupación general contra los cementerios.

-A la verdad que es sin razón, pues ya conoce usted, caballero, cuánto mejor están aquí los cuerpos que en las iglesias; esta ventilación, esta limpieza, este orden... Recorra V. todos los patrios, no encontrará ni una mala yerba, pues Francisco y yo tenemos cuidado de arrancarlas, no verá una lápida ni letrero que no esté muy cuidado; ni en fin, nada que pueda repugnar a la vista; mas por lo que hace a las gentes, esto no lo ven sino una vez al año, y es en el primer día de noviembre; pero entonces, como dice el señor cura, valía más que no lo vieran, pues la mayor parte vienen más por paseo que por devoción, y más preparados a los banquetes y algazara de aquel día, que a implorar al cielo por el alma de los suyos.

Admirado estaba yo del lenguaje del buen José, que así se llamaba el sepulturero; y así fue que le rogué me enseñase lo que hubiese de curioso en el cementerio; seguimos, pues, por todos los patios, haciendo alto de tiempo en tiempo para contemplar tal o cual nicho más notable; después llegamos a un sitio donde había varias zanjas abiertas, y en una de ellas...

-«¡Qué lástima! -me dijo José-: yo nunca reparo en los que vienen; hoy he sepultado seis, y apenas podré decir si eran mujeres u hombres; pero esta pobrecita..., ¡qué buena moza!...»; y hurgando con su azada me dejó ver una mujer como de veinte años, joven, hermosa, y atravesado el pecho con un puñal por su bárbaro amante... Volví horrorizado la vista, y mientras tanto José repetía:

-«¡Ay Dios mío! ¡líbreme Dios de un mal pensamiento!».

Esta exclamación enérgica me hizo reparar en mis cadenas y reloj, y por primera vez temblé por mí al encontrarme en aquel sitio y soledad, al borde de una zanja y un sepulturero al lado con el azadón sobre el hombro.

Sin embargo, la probidad de José estaba a prueba de tentaciones, y asegurado por ella, me atreví a declararle un deseo que me instaba fuertemente desde que entré en el cementerio: este deseo era el encontrar la sepultura de mi padre...

-¿Cómo se llamaba?

-Don...

-¿En qué año murió?

-En 1820.

-¿Ha pagado V. renuevo?

-No; ni nadie me lo ha pedido.

-Pues entonces es de temer que haya sido sacado del nicho para pasar al depósito general.

-¿Cómo?

-Sí señor, porque no pagando el renuevo del nicho cada cuatro años, se saca el cuerpo.

-¿Y por qué no se me ha informado de ello?

-Sin embargo, no se lleva con gran rigor, y acaso puede que..., pero entremos en la capilla y veremos los registros.

En efecto, así lo hicimos, pasamos a la pieza de sacristía, sacó el libro de entradas del cementerio, abrió al año de 20 y leyó: «Día 5 de enero; don... número 261».

Un temblor involuntario me sobrecogió en este momento; salimos precipitados con el libro en la mano, buscamos el número del nicho... ¡Oh Dios! ¡oh padre mío! Ya no estabas allí... otro cuerpo había sustituido el tuyo; ¡y tu hijo, a quien tú legaste tus bienes y tu buen nombre, se veía privado, por una ignorancia reprensible, del consuelo de derramar sus lágrimas sobre tu tumba!...

Entonces José, llevándome a otro patio bajo de cuyo suelo está el osario o depósito general, puso el pie sobre la piedra que le cubre diciendo: «aquí está»; a cuya voz caí sobre mis rodillas como herido de un rayo.

Largo tiempo permanecí en este estado de abatimiento y de estupor, hasta que levantándome José y marchando delante de mí, seguile con paso trémulo y entramos por una puertecilla a la escalera que conduce sobre el cubierto de la capilla; luego que hubimos llegado arriba hizo alto, y tendiendo su azada con aire satisfecho: -Vea usted desde aquí -me dijo-, todo el cementerio... ¡qué hermoso, qué aseado, y bien dispuesto!... -y parecía complacerse en mirarle...- Yo tendí la vista por los seis uniformes patios, y después sobre otro recinto adjunto, en medio del cual vi un elegante mausoleo que la piedad filial ha elevado al defensor de Madrid no lejos del sitio en que inmortalizó su valor7. Después, salvando las murallas, fijé los ojos en la populosa corte, cuyo lejano rumor y agitación llegaba hasta mí... -¡Qué de pasiones encontradas, qué de intrigas, qué movimiento! y todo ¿para qué?... para venir a hundirse en este sitio...

Bajamos silenciosamente la escalera; atravesamos los patios; yo me despedí de José, agradeciéndole y pagándole su bondad, y al estrechar en mi mano aquella que tal vez ha de cubrirme con la tierra,


    «Mihi frigidus horror
Membra quatit gelidusque coit formidine sanguis».

Abrimos la puerta a tiempo que el compañero Francisco, guiando a cuatro mozos que traían un ataúd, nos saludó con extrañeza, como admirado de que un mortal se atreviese a salir de allí. Preguntele de quién era el cadáver que conducía, y me dijo que de un poderoso a quien yo conocí servido y obsequiado de toda la corte... ¡Infeliz! ¡y no había un amigo que le acompañase a su última morada!...

Seguí lentamente la vereda que me conducía a las puertas de la villa, y al atravesar sus calles, al mirar la animación del pueblo parecíame ver una tropa que había hecho allí un ligero alto para ir a pasar la noche a la posada que yo por una combinación extraña acababa de dejar.

(Noviembre de 1832)




ArribaAbajoPretender por alto


    «II n'est guère moins necesaire
De voir ce qu'il faut éviter
Que de savoir ce qu'il faut faire».


MME. DESHOULIERS.                


«Tan útil es saber lo que debemos evitar como lo que debemos hacer».

En un pueblo como Madrid, donde las propiedades adquieren un valor enorme, reduciendo a un corto número la clase de propietarios; donde la consideración de esta clase desaparece casi del todo ante el brillo seductor de los honores y del poder; pueblo que por su posición no ofrece al comerciante empresas grandes; cuya industria tiene que ser limitada a cubrir las necesidades del mismo, por la escasez de primeras materias y el subido precio de los jornales; pueblo, en fin, donde el orgullo cortesano hace necesario el lujo, al paso que limita los medios de producción; ¿cómo extrañar que una gran parte de sus habitantes se vea acometida de aquella enfermedad endémica conocida con el nombre de empleomanía?

Sobre tales consideraciones giraba mi imaginación una mañana que me hallaba sentado entre la inmensa multitud de postulantes en un rincón de cierta antesala, adonde me había conducido, no la ambición propia, sino la exigencia ajena; esto es, aquella obligación tácita que, a juicio de los amigos de provincia, contraemos los habitantes de Madrid de tener siempre nuestro tiempo y nuestras relaciones a disposición suya; y era por entonces el que me lanzaba en el campo de los solicitantes cierto pariente de un pariente mío, que espontáneamente me había encargado de una pretensión suya fulminada desde las orillas del Segura.

No es por ahora mi ánimo el bosquejar un cuadro crítico-filosófico de aquella antesala, ni menos hacer reír a mis lectores a costa de las distintas caricaturas que conmigo la poblaban. No hablaré de la pretensión y el entonamiento de los unos, del rendimiento y humildad de los otros; huiré de presentar grupos de entrantes y salientes, porteros y lacayos, damas y caballeros, como igualmente de explayar las reflexiones, si bien graves, si bien burlescas, que retozaban en mi cabeza; todo ello podrá tener lugar en otro discurso, si algún día me vinieren deseos de hacerle; mas lo que es por hoy bastará, para inteligencia de mi narración, el manifestar que al cabo de catorce semanas de periódica asistencia a la susodicha antesala, después de ponerme al corriente de las innumerables fisonomías demandantes de la capital, y después, en fin, de hallarme medianamente versado en el lenguaje de oficio, pude conseguir en obsequio de mi protegido un decreto de N., esto es, «Negado»; con lo cual conocí que no era la voluntad de Dios el que yo le sirviera, y escribí al amigo que buscara otro conducto para sus pretensiones.

El transcurso de dos meses me había ya hecho olvidar de ellas, persuadiéndome de que al interesado le hubiese sucedido lo mismo, y que un primer revés le habría curado de su enfermedad; pero hube de desengañarme del todo cuando una mañana me le encontré en mi habitación, y me explicó su designio de continuar personalmente sus pretensiones en la corte.

Este personalmente, repetido con cierto énfasis y mirándose a un espejo, me dio a conocer a primera vista la sobrada confianza que le merecía su persona, así como también la explicación de su plan me hubo de convencer de que desaprobaba el mío; en vano le di a entender que yo no conocía otros caminos que los marcados por las leyes, pues los otros más bien los creía derrumbaderos; él se rió de mi pobreza de espíritu, y me declaró solemnemente que su intención era pretender por alto: tal fue su expresión.

Confieso, a la verdad, que se me pasaron ganas de entrar en contestaciones con él sobre el sentido de esta frase; pero no me dejó lugar, pues todo se le fue en hablarme de sus méritos encarecer sus conocimientos y ponderar sus modales, en términos que quedé firmemente persuadido de que tenía que adquirir en Madrid méritos, conocimientos y modales. Por último, para prueba de su buena estrella de aquel no sé qué, que, según él, le acompañaban, me contó la notable adquisición que había hecho la tarde anterior, a saber, la amistad íntima contraída con un D. Solícito Ganzúa, que por casualidad se había hallado presente en la posada a la hora en que él llegó.

Este personaje, hasta ahora incógnito, prendado sin duda del buen talle de mi pretendiente, y acaso también de su equipaje nada modesto, entró en conversación con él; le habló largamente de sus relaciones en la corte; escuchó con atención la benévola confesión del recién venido, y aconsejándole con el mayor desinterés la más completa desconfianza de todo el que intentase seducirle, se dignó tomar los negocios del provinciano bajo su poderosa protección, sin mediar (por ahora) otro interés que el de la simpatía con que habían simpatizado. -Esto, unido a una prolija explicación de los ardides de que podría ser víctima en la corte (excepto el de los protectores aparecidos), dejó a mi buen hombre tan encaprichado en la idea de que algún espíritu benévolo se encargaba de su prosperidad, que no me pareció oportuno pensar en desengañarle por entonces. Aconsejele, si, que midiese los pasos, que desconfiase de todos, empezando por su misma persona, y que tuviese presente que la ciencia de la corte no se aprende sino en la corte misma, con lo cual no pondría reparo en matricularse como estudiante en ella. Todo lo escuchó con atención, y aun prometió observarlo; pero lo hizo de una manera que consideré que sólo el escarmiento podía curarle; así que me limité a vigilar sus pasos (lo que pude hacer con más comodidad por haberse venido a vivir conmigo), y afecté una completa indiferencia, dejándole tanta cuerda cuanta consideré que necesitaba para acercarse al precipicio sin perecer en él.

Don Solícito desde entonces se hizo gran amigo de la casa; entraba y salía en ella, cuándo con una lista de vacantes, cuándo con otra de mudanzas en pronóstico; ya con borradores, de memoriales, ya con esquelas recomendatorias; y luego, para diferenciar, le proporcionaba a mi pariente permisos para ver palacios y museos, y billetes de bailes y festines; cuyos obsequios y actividad le hacía a él hallarse más complacido y a mí más celoso.

Yo guardaba el dinero de mi amigo, y esto me tenía seguro de que sin mi noticia pudiesen engañarle; y aunque observé que sus gastos iban en aumento más que regular, nada le dije, considerando que acaso su buen porte podría contribuir al logro de sus pretensiones, pues bien se me alcanzaba que en la corte el que pretende en coche tiene ya medio lograda su solicitud; y Confirmábame en ello cuando le veía acompañado de personas de gran tono, o ya sentado en un palco entre seda y plumas, o tuteándose con un duque en una partida de écarté. En fin, su seguridad y satisfacción eran tales, que me hacían dudar a mí mismo.

Una mañana en que mi huésped no estaba en casa vino Ganzúa, y en su semblante y preguntas creí notar cierta agitación, no disimulando lo que le contrariaba el no encontrar en casa al otro, y si a mí; preguntome si sabía por casualidad si mi amigo había ido a casa de doña Melchora Tragacanto; díjele que no lo sabía, tanto más, cuanto que era la primera vez que dicho nombre llegaba a mis oídos; alta con lo cual y una escrutadora mirada que le dirigí, no pudo disimular su turbación ni reparar que había cometido.

Aumentáronse mis sospechas con la llegada de un agente de cambios, que venía a entregar el producto de una letra de dos mil pesos que mi pariente, sin noticia mía, había girado contra su casa y aquél había negociado. Recogí el dinero, y sólo pensé ya en buscar el hilo de aquel nudo en que se intentaba al parecer envolver a mi amigo; pero no lo hubiera conseguido fácilmente, si la suerte no me hubiera ayudado, y he aquí el cómo.

Un coche que paró a la puerta a corto rato me hizo sospechar si acaso la dama vendría en persona a visitarnos; pero sólo se presentó un caballero bien portado, a quien por la ventana de la escalera vi ponerse en el ojal de la casaca una cinta de honor; esta evolución no me gustó gran cosa; pero ¡cuál fue mi sorpresa cuando saliendo a su encuentro, reconocí en él a Perico, mi antiguo amanuense, cuyas repetidas travesuras me habían causado en otro tiempo bastantes disgustos!

No pude contenerme; hablele con la mayor extrañez pidiéndole explicaciones de aquella farsa, y aprovechando el desconcierto en que le había constituido mi inesperada aparición, le pregunté con resolución quiénes eran doña Melchora Tragacanto y D. Solícito Ganzúa, amenazándole con mis procedimientos si no me decía la verdad, y ofreciéndole una buena recompensa en caso contrario.

Entonces, sin poderse contener, y mientras me pedía perdón de sus enredos, me entregó una carta abierta, dirigida a mi amigo y concebida en estos términos:

«Amiguito mío: Según lo que acordamos anoche, y a fin de cumplir con quien conviene, le envió a nuestro D. Judas, con el pagaré que V. me dejó, para que se sirva entregarle la suma consabida, de que le dará recibo, y antes de la noche tendrá V. en su poder el resultado; rompan VV. esta carta, y hasta la noche, que venga por acá a que le demos una enhorabuena. Su fiel amiga y desinteresada servidora, -Melchora Tragacanto».

Acabada que fue la lectura de la carta, Perico me refirió por menor las circunstancias de la tal señora, que eran singulares. Porque ella vivía con lujo, sosteniendo sus grandes necesidades, sin más que aparentar una protección de que absolutamente carecía, para lo cual había tomado muy bien sus medidas con los pobres pretendientes que llegaban a la corte. Entre otras, tenía varios comensales distribuidos en las puertas, posadas y casas de huéspedes, los cuales, introduciéndose con los recién venidos, les brindaban su protección, adquiriéndose su confianza; luego les presentaban en la casa, y allí se ostentaba rodeada de una comparsa, a la cual repartía los papeles que la convenían, para que el pobre forastero, seducido, cayese en el lazo y soltase prenda. -«Podría contarle a V. (continuó Perico) varios lances sucedidos en mi tiempo; pero sólo me limitaré a decirle que su pariente es el objeto del día, y que yo era el encargado de engañarle y de terminar esta farsa, cogiéndole una cantidad que él debía negociar hoy. Pero, ya que la suerte lo dispone de otro modo, ordene V. lo que yo debo hacer para complacerle y enmendar mi delito».

Grande fue mi indignación durante el discurso de Perico; pero, después de reflexionar bien, pareciome que no era tiempo de desahogarla, antes si de sacar partido de la feliz combinación que me hacía dueño del secreto de aquellos malvados; y así, dejando de tomarlo por el lado serio, combiné con el astuto Pedro una salida que pudiera castigar a la protectora y al protegido, y divertirnos al mismo tiempo.

No tardó en llegar mi huésped, al cual le dije que habiéndome entregado el agente los dos mil pesos de la letra que había hecho negociar, y presentándoseme luego, un caballero con aquella firma suya, se los había entregado; al mismo tiempo puse en sus manos un pliego que supuse que el mismo sujeto me había dejado. Abriole con precipitación, y sus ojos brillaban de alegría, entonándose y mirándome con aire satisfecho; yo afectaba la mayor indiferencia, y luego que le vi cambiar de color y conmoverse al leer el pliego, me escurrí bonitamente al gabinete inmediato; pero, no bien lo había hecho, cuando entró por la sala doña Melchora Tragacanto con el rostro encendido y vertiendo contra mi amigo las más horribles imprecaciones. Seguíanla D. Solícito y Perico, el cual se vino a reunir conmigo al gabinete. El pintar los mutuos reproches, las invectivas que se dijeron, y la bulla que armaron sin llegar a entenderse, fuera negocio largo de referir; y ¿por qué todo ello? (travesuras que me sugirió Perico). Que mi huésped había encontrado en el pliego que yo le entregué, escrito en letras enormes, el siguiente motete:


    De un pretendiente novicio
Castigando la ambición,
Le hago un notorio servicio,
Pues por corto sacrificio
Recibe buena lección.

Y doña Melchora, en el talego que yo la había remitido, se encontró hasta unos cincuenta reales en monedas de a dos cuartos, nuevas y relucientes, como recién fabricadas que eran con el cuño de Segovia, atravesada entro ellas la coplilla que aquí campa:


    De una astuta cortesana
Pago la falaz intriga
Dándola una lección sana:
Desnude a otra oveja, amiga,
Que yo vuelvo con mi lana.

Después que Perico y yo nos cansamos de reír y ellos de gritar, salí de mi escondite, y dirigiéndome a ellos: Señores míos -les dije-, ustedes habrán de disimularme la burleta que me he permitido hacerles, conociendo y apreciando, como no podrán menos, los motivos que a ello me han movido. Usted, mi señora doña Melchora, a quien hasta ahora no tuve la dicha de conocer, conserve la memoria de este suceso, tratando de buscar otros medios con que acudir a sus necesidades, sin abusar del infeliz forastero que viene a la corte, el cual, si en ella encontrara muchas como V., creería haber entrado en una cueva de vicios y de errores; mas por fortuna no es así, pues la vigilancia del Gobierno sabe descubrir las estafas y castigarlas menos festivamente que yo lo hago; y a usted, señor pretendiente por alto, o más bien por bajo medio, sírvale de escarmiento lo pasado, y si sus merecimientos y servicios son algunos, hágalos conocer por los medios que la razón y el honor aprueban, teniendo entendido que el verdadero mérito se coloca él mismo a la altura de los honores, sin elevarse a impulso de una bajeza. En cuanto a ustedes, señores subalternos de tan pérfida intriga...

Iba a continuar, pero al volver mi cabeza a uno y otro lado, eché de ver que me había quedado sin oyentes, pues todos habían desaparecido confusos y avergonzados.

(Noviembre de 1832)

NOTA.- Varios de los artículos que forman la presente obrita, aunque desnudos de interés y pobres en argumento, han dado pie a tal cual autor vergonzante de comedias para enjaretar algunas, tales como El Amante corto de vista, Los Paletos en Madrid, Los Románticos, etc.; pero en el presente artículo sucede todo lo contrario; a saber, que él es el hijo legítimo de una pieza teatral que el Curioso Parlante escribió en los primeros años de su juventud (1827), y que, gracias a la meticulosa censura de aquellos tiempos, no logró ver representada. -Titulábase, pues, dicha pieza teatral La Señora de Protección y Escuela de Pretendientes, y fue la primera y única tentativa dramática del autor de las Escenas. -Como obra de un joven inexperto y de una imaginación limitada y prosaica, adolece aquella composición de una palidez extremada, de una escasez de intriga que contrasta con lo pretencioso del argumento; a pesar de eso, el censor dramático de aquella época, don José Caballer Muñoz, en medio de su tolerancia, benignidad e ilustración, creyó descubrir en ella algunas alusiones o retratos que no convenía presentar en la escena, y llamando al autor, con una deferencia y amabilidad muy propias de su carácter procuró convencerle de la necesidad de ciertas modificaciones; pero éste tuvo el buen sentido de no convenir en ellas por el temor de dejar aún más descolorido un cuadro que ya reconocía por tal, y aun el de retirar y condenar definitivamente una obrilla que le parecía a él mismo insignificante. -Después, llegado a la edad madura y con algún mayor estudio literario, al leer aquella débil producción, no pudo menos de reconocer y agradecer el servicio que le prestó aquel ilustrado censor, no dejando correr un trabajo pueril y que hubiera en adelante avergonzado a su autor; y éste, renunciando en consecuencia al teatro, dio una prueba de prudencia y convicción de la escasez de sus medios literarios.




ArribaAbajoLa político-manía


    «Traten otros del gobierno
Del mundo y sus monarquías,
Mientras gobiernan mis días
Mantequillas y pan tierno,
Y las mañanas de invierno
Naranjada y aguardiente;
       Y ríase la gente».


GÓNGORA.                


Pero, señor, ¿todo ha de ser gravedad? ¿todo ha de ser proclamas y discursos, y notas y discusiones, y cálculos y proyectos? ¿Y no habrá de sufrirse que yo, menguado de mí, que no conozco al filósofo Ginebrino más que de oídas en un sermón, ni al presidente de Burdeos más que de vista en la comedia de La Llave falsa, intente colocar mis pobres razonamientos aunque sea al abrigo del cañón de la ciudadela de Amberes? ¿O habré de estar siempre sujeto a que mis discursos salten a cada paso de la prensa, para ceder su lugar a cualquiera disertación política que impolíticamente venga a tomarme la delantera?

-Sí, señor; preciso será que V. lo sufra; no faltaba más sino que ahora, que el aspecto guerrero de la Europa ofrece al discurso tantas combinaciones; ahora, que los periódicos (crónicas más o menos parciales del tiempo presente) deben esforzarse para tenernos al tanto de lo que ocurre desde Cádiz al Japón, nos viniese V. con tres o cuatro columnas de observaciones crítico-filosóficas sobre nuestros usos y costumbres. Eso, amigo, desengáñese usted, era muy bueno allá en los tiempos de antaño, cuando los epigramas de la Crónica o los versos de Rabadán formaban acontecimientos importantes; pero ahora es otra cosa, y no hay ya lector, por festivo que sea, que quede satisfecho si no se desayuna cada mañana con media docena dé protocolos de la conferencia de Londres.

Sin embargo, señor don Zoilo, parecíame a mí que esto de la política no es, o a lo menos no debía ser, para todas las cabezas, así como ciertos alimentos no son digeribles por todos los estómagos; y por otro lado, estaba persuadido de que el utile dulci del poeta latino y el per troppo variare del toscano, emblemas ambos tan manoseados de los autores, se dirían con algún motivo. Creía yo ¡qué no cree la ignorancia! que las altas cuestiones de la política eran tan difíciles de comprender como de tratar, y que sólo una disposición natural y un estudio profundo podrían conducir tal vez al descubrimiento de sus arcanos.

-Pues, señor mío, debe V. convencerse de lo contrario, y si no, escuche V. las conversaciones de hombres y mujeres, de viejos y niños, de grandes y pequeños; escuche V. sus reflexiones, sus discusiones y sus conclusiones, y por resultado de ellas adquirirá el convencimiento de que la política es una ciencia que se da espontáneamente en nuestras cabezas, sin más preparativos ni sementeras, y que el gusto dominante del siglo, desarrollando en nosotros aquella natural facultad, hace de cada uno un improvisador de leyes capaz de disputar con el mismo Solón Ateniense.

Así será bien que lo crea, pues que el inapelable dictamen de V. me lo afirma; sin embargo (y sin que sea visto contradecir en un punto su opinión) ¿me permitirá usted que le entretenga con un v. gr., que, o yo soy un bolo, o viene aquí de molde? -¿Sí? -Pues óigale usted.

Yo tenía un tío llamado D. Gaspar, el cual tío era natural de Navarra, y siéndolo, podrá V. venir en conocimiento de que era navarro; quiero decir, un navarro verdadero; honrado y testarudo, generoso y determinado. Los estudios de este buen señor se habían limitado a las primeras letras y algo de contar; con lo cual y su buena suerte, tuvo la fortuna de hacer prosperar su comercio, primeramente en su provincia, y después en la corte, donde fijó al fin su residencia. Casado en ella y con una posteridad correspondiente, había llegado en paz a la cuarta decena de su vida, pronosticando seguir el resto del mismo modo; pero la revolución de 1808 vino a alterar su tranquilidad, mudando completamente su carácter.

Enemigo irreconciliable del invasor de España, y declarado desde luego acérrimo partidario de aquél no importa, que por tantas veces ha hecho triunfar a nuestra patria de sus enemigos, no hubo en él un instante de incertidumbre, tanto sobre la verdad de su opinión como sobre el indispensable triunfo de ella. Guiado por sus propias ideas, convirtió su casa en un receptáculo general de todos los noticieros de Madrid, los cuales, reunidos día y noche, se complacían en tejer fábulas análogas a sus esperanzas, que a pocos instantes de concebidas pasaban por axiomas a los ojos de los mismos que las habían formado.

Y era lo más gracioso de esta escena el oírlos glosar los papeles y baletines franceses, siempre por el lado favorable: V. gr., decían aquéllos: -«En la batalla de tal perecieron quinientos franceses»; -al instante no faltaba uno que replicaba: «Algunos más serán»; -Continuaba el Boletín diciendo: -«y diez mil de los españoles; -y todos prorrumpían exclamando: -¡Ya se ve, ellos qué han de decir!». -Asegurábase que, tal plaza había sido ocupada por los enemigos. -«Imposible». -Hombre, que lo dicen las cartas. -«Se equivocan las cartas». -Que lo dan de oficio los periódicos. -«Mienten los periódicos». -Pero al fin las semanas y los meses pasaban; la noticia se confirmaba, y entonces mi tío solía decir con aire misterioso y satisfecho: -No tengan ustedes cuidado, eso es un ardid del Lord; tanto mejor, dejarlos que se internen».

Pero, en fin, aquella época pasó, y mi tío vio realizadas sus esperanzas, si no por un efecto de sus planes y combinaciones, por resultado del heroísmo de la nación entera. Parecía, pues, natural que, restituida la calma, y restablecida en Europa la paz general, tornaría mi don Gaspar a su tranquilidad primitiva y haría prosperar su comercio con el mismo interés que en otros tiempos. Pues nada menos que eso; el demonio de la política (que debe ser un personaje principal entre los demás espíritus infernales) se había agarrado tan bien de él, que ni aun la voluntad le dejó de escaparse de sus uñas; antes bien, atormentándole con sus continuas inspiraciones, le hacía correr aquí y allí buscando alimento con que satisfacerlas. Desde aquel punto y hora no hubo lugar público ni secreto de la capital que no fuese testigo de sus eternas disputas, ni bóveda que no resonase con su agudo chillido provincial.

Levantábase al amanecer, y su primera operación era rodearse de todos los periódicos nacionales y extranjeros que podía procurarse; los primeros los leía sin entenderlos, y los segundos los entendía sin saberlos leer; quiero decir, que, como ignoraba otras lenguas que la suya, sólo podía adivinar aquellas palabras que presentaban alguna analogía, con lo cual, y con los nombres propios de los generales y de las plazas, hacía él su composición de lugar para formar luego su opinión; y salíale acontecer a veces tomar el nombre del comandante de un sitio por el de la ciudadela, o hacer maniobrar a un río, creyéndole general de división.

Pero luego que bien penetrado de estos antecedentes se creía en estado de poder fijar todas las cuestiones, salía a la calle, y sin más rodeos se dirigía a la Puerta del Sol, donde siempre tenía dos o tres tiendas en que ya se le esperaba con gran ansiedad, para oír de su boca los proyectos ulteriores del ruso o los secretos recónditos del inglés. Allí era el oírle disertar y argüir con sus contrincantes, haciendo trizas el mapa con más garbo que un sastre opera en una pieza de tela; allí el verle saltar montañas, adjudicar ríos, firmar tratados, pasar notas, expedir correos, reunir congresos, publicar manifiestos, y manejar, en fin, la política universal desde una tienda de sombrerero, teniendo por oyentes a un prestamista sobre alhajas, a un corista de la ópera, dos mozos de cuerda y tres aprendices del almacén.

Luego pasaba a los cafés, y allí, rodeado de oficiales a medio sueldo y de paisanos sin sueldo ninguno, ocupaba su conocido lugar, y su primera operación era pedir la Gaceta para volverla a repasar; después, tomando por base cualquiera de sus párrafos, empezaba la discusión, unos en pro y otros en contra, asegurando todos que los motivos en que fundaban su opinión los sabían de muy buena tinta, citando autoridades tales, que cualquiera hubiera creído que habían cenado la noche anterior con el Rey de Francia o con el Emperador de Rusia; hasta que, cansados de estragos y mortandades, se separaban en distintas direcciones, encaminándose unos al patio del Correo a ver si era cierta la salida del extraordinario; otros, al gabinete de lectura a cielo raso de la calle de la Paz, cuál a las tiendas de la calle de la Montera; cuál, en fin (y éste era mi tío), a la escalera de Palacio, a ver subir y bajar los magnates, y augurar, por las arrugas perpendiculares o trasversales de sus semblantes, lo que pasaba en lo interior del gabinete.

Verificadas todas aquellas correrías, se retiraba a comer a su casa; y ni la tierna solicitud de su esposa, ni las gracias amables de sus hijos, le conseguían sacar de aquella enajenación, de aquella cavilosidad, que constituían ya su estado favorito. Tal vez, sin embargo, entraba en su casa abatido y lánguido; su familia, sobresaltada, le preguntaba la causa de su tristeza, y no le dejaba hasta que había declarado que la motivaba el rompimiento de la guerra entre la Rusia y la Persia. Otras veces volvía lleno de alegría, y averiguada la causa, sabíamos que era nada menos que la mudanza del Ministerio dinamarqués.

Por la tarde salía rodeado de dos o tres amigos de su mismo carácter, y paseaban por sitios extraviados y solitarios, parándose a cada momento y disputando a voces sobre la navegación del Escalda o sobre las fronteras de Hungría. De allí venían a nuestro país, y hacían caer a su antojo todos los magnates, sustituyéndolos inmediatamente por otros; luego decían en confianza los proyectos de decretos de todo el año corriente, y toda esta máquina continuaba después en el café, sazonada con un bol de ponche, o en la tertulia entre jugada y jugada del ajedrez.

No hay que decir que los negocios particulares de mi tío decayeron a medida que se había ido ocupando de los negocios públicos; siendo tanto más chocante, cuanto que, a pesar de que su mujer, en vista de su debilidad, quiso sacar partido de ella excitándole a pretender algún empico, él nunca vino en ello, porque decía que no quería sujetar su opinión ni depender de ninguna influencia. Mas por de pronto, aquello que él llamaba independencia y franqueza le valió tres o cuatro delaciones, en virtud de en las cuales tuvo que saltar de un punto a otro, sin que en ninguna parte dejase de perseguirle su inconcebible manía. Por último, agotadas sus fuerzas morales y físicas con tanto discurrir y tanto sufrimiento, adquirió una enfermedad cerebral, que dio con él en el Nuncio de Toledo, adonde se entretuvo hasta su muerte en componer un periódico para uso de los demás locos, que, si he de decir verdad, podía pasar por cuerdo al lado de algunos que alcanzamos a ver hoy.

Quedé, pues, por tutor de sus hijos menores, y haciendo el inventario de los bienes, encontré una larga relación de acreedores, y un sistema completo de amortización de la Deuda pública; dos o tres papeles sobre la paz interior, y un pleito de divorcio con su mujer; tres o cuatro libros de Filosofía, y una pistola, que, según él repetía, era para cuando se hubiese cansado de vivir; un tratado general de educación pública, y cuatro muchachos que no sabían leer; un...

-Basta, basta -interrumpió vivamente D. Zoilo con el rostro encendido y la voz trémula-; basta que V. me haya bosquejado las principales escenas de mi vida; no se complazca V. en presentarme las que sucederán después de mi muerte.

-Yo, amigo, no intenté...

-Conozco la sana intención de V.; estoy convencido de que de ninguna manera fue la de retratarme; pero ¡ay, amigo mío! me ha presentado V. un espejo y me he mirado en él: ¿quiere V. más?

-Pues si ello es así, debo felicitarme por la conmoción que V. manifiesta, y que no dejará de producir su resultado.

-Sí, amigo; desde éste momento veo que mis ideas toman otro giro, y si bien no renuncio al interés que todo ser bien organizado debe sentir por la felicidad de su país y del mundo entero, trataré de apartarme de cuestiones ajenas a mi obligación y a mi capacidad, procurando aplicar los buenos principios al gobierno de mi familia, y contribuyendo de este modo al orden y la felicidad pública.

Entonces no pude contenerme, y abrazándole arrebatado, exclamé: -¡Ay, amigo mío, si todos me entendieran como V.!

(Diciembre de 1832)

NOTA. -Pálido es sin duda el artículo que antecede, como pálido y vergonzante era por aquellas calendas el vicio que pretende castigar; pero a vueltas de su palidez se descubre ya el giro que tomaban las costumbres al terminar el año de 1832, a par que la meticularidad del autor, y su disgusto por hallarse en las columnas de un periódico político (La Revista Española). Por lo demás, ¡qué diverso aspecto ofrecía una sociedad en la que este vicio naciente podía combatirse con la templanza del Curioso Parlante, y quién había de decir a éste que en el trascurso de muy pocos años había de cambiar la opinión hasta el punto de necesitar la incisiva sátira de Fígaro y la penca de Fray Gerundio, y hacerla soportables los dardos del Jorobado, del Mundo y de La Postdata, y los rayos y centellas de El Huracán y de El Guirigay!