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A don Ramón Moreno.

Sobre el estudio de la Poesía.

    «¿Y nos dejas, infiel? Y así abandonas

Tantas horas de afán? Y así al olvido

La flor darás de tus primeros días,

Que tantos lauros a tu sien prometen?

Nosotras a tu oriente presidimos.

¿Quién de fuego tu pecho, y de ternura

Llenó tu corazón? Quién de armonía

Bañó el acento de tu voz suave,

Cuando Henares, oyéndola, sus ondas

Serenaba suspenso, y de tu canto

El eco por sus márgenes sonaba?»

Así te hablaban las amables musas;

Y tú, esquivando su apacible halago,

Otra gloria, otra senda prevenías

A tu noble ambición; ellas la vieron,

Y de tu ingrata deserción lloraron.

¿Fue desprecio tal vez? ¿Pudo en tu mente

Caber también la vergonzosa idea

Con que orgullosa la ignorancia humilla

Este celeste don, y en sus furores

Le dice vano y frívolo, y riendo

Marca en oprobio el nombre de poeta?

Ella sola, entre nieblas asentada,

Puede desconocer el noble origen

Del talento que insulta, y ella sola

No respetar los sacrosantos nudos

Que con natura y la virtud le hermanan.

Cuando rompe la aurora en el oriente,

Y el rayo anuncia de la luz febea,

¿Quién entonces se niega a la alegría,

Al himno universal con que saluda

La tierra al nuevo sol? Quién, si la noche

Tiende su manto lóbrego, y el seno

De Olimpo con mil lumbres centellea,

De un horror melancólico y sublime

No se siente ocupar? ¿Cuál es el pecho

Que en férvido entusiasmo no se agita

Al mirar de su cárcel desatarse

Los aquilones, que azotando el polo,

Que agitando la mar, tremendos braman,

Y estrago y noche y tempestad lanzando,

Estremecen el orbe en sus furores?

¡Oh tú, infeliz, que en tu insensible pecho

Jamás probaste el sentimiento hermoso

Que estos cuadros magníficos inspiran!

Tú solo puedes despreciar grosero

Al genio que los pinta; y si la suerte,

Avara de tu bien, negó a tus ojos

El conocer la luz, y a tus oídos

El sublime placer de la armonía,

Calla; ¿qué harán tus importunos gritos!

Mostrar patente tu ignorancia oscura,

Y hacer odiosa tu fatal dureza.

Entra, amigo, en ti mismo, y las dos fuentes

En ti hallarás del arte encantadora

Que debes admirar: fuentes eternas

De do su gloria y su poder descienden.

Mira el espejo rutilante y puro

De tu imaginación, que en su grandeza

El mundo todo, el universo entero,

Sin contenerse en límites, abarca;

Contempla luego la inexhausta hoguera

En cuyo fuego las pasiones arden

Y el sentimiento sin cesar se ceba

Y así como en su curso van los ríos

Deslizando hacia el mar sus claras ondas,

Ondas que de él en vagarosas nubes

Salieron ya; verás la poesía

Del corazón y mente descendiendo,

Al corazón y mente arrebatarse.

En vano intentas resistir: tu oído

Su acento ganará, tu fantasía

Poblarán sus imágenes hermosas

Y al volcán de su fuego y su vehemencia

Tu corazón ardiendo, vendrá el punto

En que, vencido, arrebatado, sigas

El carro triunfador de su alta gloria.

Tal será su poder, tal siempre ha sido.

Si lo niegas, pregunta al universo;

Sus fastos lo dirán: ve la violencia

Con que el torrente de los siglos corre,

Anonadando en su fugaz camino

Hombres, naciones; los imperios crecen,

Y otros imperios que a su vez se elevan,

Crecen, y llegan, y los tragan, y huyen,

Como impelidas de los euros fríos

Huyen las nieblas, sin dejar sus alas

Huellas ningunas por el aire vago.

Pues el genio inmortal de la armonía

Venció tanto furor; la faz del mundo

Trastornada se ve, y él resonando

En medio a tanta ruina, hasta la esfera

Los ecos lleva de su noble acento;

Y el hombre absorto de placer le admira.

¿Oyes el nombre del social Orfeo

Entre aplausos aún? Oyes cuál suena

La trompa heroica del cantor de Aquiles,

Y estrellarse en su nombre las edades,

Añadiendo en su honor nuevos trofeos?

¡Vivid, padres del canto! ¡Almas sublimes,

De la tierra esplendor! ¿No sois vosotros

Los que, admirando el universo, y llenos

De inmenso fuego al contemplar las leyes

En que el orden se asienta, arrebatados

De sagrado furor en vuestra lira,

El amor, la virtud, el bien cantabais,

Y de los hombres la rudez pulisteis?

Helos cuál tigres respirando ciegos

Estrago y sangre, con fatal crueza

Entre si devorándose, y feroces,

Solos, desnudos habitar las cuevas

Que dio natura a los agrestes brutos.

¡Mísera humanidad! Padres del canto,

Venid; a vuestra plácida armonía

El hombre sorprendido alza la frente,

Y ledo mira al sol; ya en sus entrañas

Arde el amor; esposo, padre, amigo,

Hombre es ya, en fin; en sociedad se anida,

Y el cielo alegre a su ventura ríe.

¡Vivid, padres del canto! No la tierra

Tan ingrata será, que al hondo olvido

Dé la memoria de los faustos días

Que nuestras bellas fábulas recuerdan.

No la dará: si vuestros nombres mueren,

Será allá cuando el mundo hecho pedazos

En el estrago universal esconda

Los nombres que sus ámbitos llenaron.

Y este precioso don, que al arte un día

Debió la especie entera, en todos tiempo

Le goza el hombre. Dime: allá en tu infancia,

¿Quién suavizaba y de risueñas flores

De la instrucción la senda te cubría,

Sino su halago? Sus grandiosos himnos

Te elevan al Olimpo, sus canciones

Te inundan de placer en tus festines;

Y abate luego, si a abatir te atreves,

La grandeza del genio que elevado

En generoso vuelo arde, y te lleva

A ansiar, llorar, a suspirar consigo,

A amar y aborrecer; que yo entre tanto,

Al ver los mundos que a su arbitrio crea

Un numen bienhechor en él bendigo,

Y hombre, de un hombre en el grandor me elevo.

¿Serán tal vez sus formas agradables

Y la eterna beldad de que se ciñe

Las que en su oprobio a declamar te incitan?

¡Hombre feroz! en tu fatal dureza

Arranca al prado su vistosa alfombra,

Su verdura a los árboles, y nunca

Las auras templen el fogoso estío.

¡Ay! harto amargo de la vida el cáliz

Es al hombre infeliz, para que esquivo

También le niegues el escaso néctar

Que a veces baña de placer sus horas.

Y no siempre su honor la poesía

Fundó en el muelle acento y blando halago,

En los objetos frívolos que ahora

Por nuestra mengua sin cesar la emplean.

Si es que los ecos bélicos te agradan,

Si los hórridos cantos de Tirteo

Aún quieres escuchar, vuela conmigo

Al campo de Mesenia, y en él mira

A los hijos de Esparta desmayados

Volver la espalda al desigual combate.

Y escucha de repente cómo truena

El canto de la guerra, y cuál discurre

De fila en fila, mortandad nunciando,

Y ahuyentando el temor; mira encenderse,

Con sus versos enérgicos airada,

La indignación violenta, y de la patria

El amor sacrosanto, a cuyo nombre

O morir o triunfar los héroes juran.

«Pues os preciáis de descender de Alcides

Amigos, alentad; ¿qué os acobarda?

Sabed que nunca la oprobiosa fuga

Escudo fue contra el rigor del hado;

Con hombres como vos es el combate.

¿De qué tembláis? Marchad; hermosa vida

Os dará la victoria, eterno nombre

Si en la lid perecéis el tiempo os guarda.»

Y al belísono acento enfurecida,

La muchedumbre intrépida se arroja.

Salta, acomete, y el horror, y el fuego,

Y la muerte espantosa, que silvando,

Del dardo y lanza en el acero vuela,

Nada son a su ardor; lucha, porfía,

A sus pies los soberbios baluartes

Húndense, y el laurel de la victoria

Ciñe la patria a su robusta frente.

¡Ay! los sagrados venerables días

No son aún en que se torne al canto

Su generoso y sacrosanto empleo.

Pero ellos brillarán yo, caro amigo,

Ya entonces no seré nunca mi acento,

Hirviendo de entusiasmo, en grandes himnos

Se podrá dilatar, que grata escuche

Mi patria, y que en la pompa de sus fiestas

El coro de los jóvenes los cante,

El coro de las vírgenes responda,

Y el eco lleve mi dichoso nombre,

Y todo un pueblo con furor le aplauda.

¡Oh tú, cualquiera que en mejores días,

Por don del cielo, de mi patria seas

El solemne cantor! ¡Tú, a quien guardada

Tan alta gloria está! Yo te saludo

¡Oh afortunado espíritu! y te adoro

Vuelve, te ruego, la dichosa vista

Al fango vil de que a salir en vano

Aspira mi ambición. No, sus esfuerzos,

Sus débiles esfuerzos no podrían

Durar, llegar a ti. ¿Qué serán ellos

Si con tu excelsa elevación se miden?

Escucha, empero, los aplausos míos,

Que vuelan a mezclarse a la alabanza

Con que tu siglo ensalzará tu nombre;

Y recibe estas lágrimas ardientes

De despecho y de envidia, que mis ojos

Al contemplar en ti vierten ahora.

En tanto pues que afortunado llega

Este tiempo, nosotros, dulce amigo,

Demos nuestro desprecio a la insolencia

Del poderoso, que, en su pompa hinchado,

Vincula en ella sus virtudes todas;

Démosle al vil que ante sus pies se abate,

Y aquella frente que le dio el destino

Para mirar al sol hunde en el polvo;

Más no suframos que los bellos dones,

Tesoros del espíritu, se vean

Escarnecidos nunca. Abandonemos

Tan delirante empeño a la ignorancia

O a la mediocridad, que insulta y muerde

El bronce de la fama, en cuyos ecos

Jamás el mundo escuchará su nombre.


(1798.)

En la muerte de un amigo.

    En este melancólico retiro

Do la indulgente soledad me abriga,

Y con su sombra amiga

Templa el horror en que infeliz respiro,

¿Qué fúnebres clamores

En confuso tropel hieren el viento

Y vienen a mezclarse a mis dolores?

Callad, nuncios de muerte; ya mi pecho,

De palpitar deshecho,

No es bastante al raudal de la amargura,

Y el cáliz del dolor hasta las heces

Mi moribunda juventud apura.

¡Mísero! ¡Cuántas veces

Presente a algún festín, cuando rodaban

Por la mesa las copas de Lieo,

Y en risa y en placer nos inundaban,

Mi espíritu asaltado

De un súbito temor se estremecía,

«¡Si alguno de nosotros pereciera!»

En mi interior decía,

Y una indiscreta lágrima corría

Que atajaba el deleite en su carrera.

¡Presagio de dolor, ya estás cumplido!

Tendió la muerte sus horrendas alas;

Como buitre voraz cayó en mi amigo,

Y en él sus garras con furor clavando,

A la honda huesa le arrastró consigo.

En vano, ¡ay Dios! en vano

El bello sol, iluminando el día,

Derramará en el mundo

Su benéfica lumbre y su alegría;

De su seno frugífero y fecundo

En vano los tesoros

Ostentará la tierra

¿Qué importa? A otros darán la dulce vida,

No al ser helado que la tumba encierra.

¡Con que será ya en vano

Clamar yo en el dolor: «¡Álzate, amigo;

Ven como en otro tiempo a mí venías,

Cuando las ansias mías

Templar lograban su amargor contigo;

Levántate a valerme!» Que insensible

Me negará su oído,

Inmóvil a mi voz como esas rocas

Que rechazan mi lúgubre gemido.

Sí; que a nadie se atiende y se responde

En ese seno misterioso donde

Lejos del mundo el infelice vaga.

Pero el mundo me oirá, y enternecido

Dará que satisfaga

Mi luto y mi deber... ¡Oh lira mía!

Ven en mi afán a acompañarme, y demos

A mi infeliz amigo

El canto de alabanza; que se vea

Su alma bella en mis versos retratada,

Y eterna al mundo su memoria sea.

¿Qué sirve, empero, recordar ahora

De su hermosa virtud la alta esperanza?

Cuando el viento fatal de mediodía

De las arenas líbicas se lanza,

Y el seno de la Bética azotando

Con ala abrasadora,

La floreciente mies tala y devora,

¿Acaso la abundancia que esperaba

Podrá aliviar al labrador que llora?

¡Ah! ¡Son tan pocos los felices pechos

En que se anida la virtud! ¡Tan pocos

Aquéllos en que enciende

Entusiasmo y valor!... ¡Un día, un hora,

Un momento infeliz hunde en el polvo

La esperanza y delicias de los buenos!

¡Y los perversos viven y se ríen,

De todo miedo y sobresalto ajenos!

Huye pues, lira, de mi débil mano,

Ya que aliviarme en mi aflicción no alcanzas

Dolor manda la muerte, y no alabanzas,

Dolor y luto y lágrimas. ¡Oh amigos!

Venid, cercadme; y sosteniendo todos

Mi vacilante paso,

Hasta la tumba lúgubre lleguemos.

En ella plantaremos

Un fúnebre ciprés; mi amargo lloro

Le regará, mi diligente mano

Le hará crecer, y su enlutada sombra

Cubrirá la inscripción, que en letras de oro

Diga: «Al hombre sensible, al fiel amigo,

Al exaltado patriota... «Un día

Vendrá que el pasajero,

Cuando este triste monumento mire,

Sobre él contemple a la virtud llorando,

Y de respeto y lástima suspire.

¡Ay! ¿Qué resta a mi vida, amigos míos,

Sino hiel y dolor? Tal vez la parca,

Que en él se probó a herirnos, inflexible

Ya la segunda víctima señala.

¿Quién de nosotros?... ¿Y será posible

Que destinado a contemplar me vea

De unos y otros el fin, llorar a todos,

Y verme en todos acabar? ¡Oh muerte!

Ven a mí de una vez: tu horrenda saña

Descargue al punto la fatal guadaña,

Y no me guarde a tan acerba suerte.


A don Nicasio Cienfuegos,

convidándole a gozar del campo.

    Tú, a quien el cielo con benignos ojos

Miró desde el nacer; tú, en cuyo pecho

Imprimió la virtud, y en larga mano

El don divino de pintarla diera,

Nicasio respetable, ¿por qué tardas,

Y a la amistad que ansiosa te desea

No te abandonas? De enlazados ramos

Espacioso dosel ora me ampara

Del crudo ardor del polvoroso estío,

Y los inquietos céfiros, vagando

En dulce fresco, en movimiento y vida,

Los senos bañan del jardín. Mi mente

Desalada entre tanto hacia ti vuela;

Vuela hacia ti, que a tu pesar sumido

En ese abismo pestilente y ciego,

Los campos y las selvas solitarias

Buscas, y aún dudas, y a gozar te niegas

Placer tan puro y celestial conmigo.

¡Oh! No tardes, no tardes: bien tus pasos

Lleves al bosque oculto, bien la vista

Tiendas alegre en la abundosa vega

O la dulce corriente te embelese

Del río encantador; todo te llama

Con delicioso afán, todo convida

Tu enérgico pincel. No aquí ambiciosa

Natura ansiara desplegar su inmenso

Poder, y ornada en majestad sublime,

Nuestra vista asombrar: guardó el espanto,

Guardó el terrible horror allá do esconde

Su frente el Apenino entre las nubes.

Cúbrenle en torno las eternas nieves

Que en vano bate el sol: si el viento suena,

Es proceloso el austro, en cuyas alas

Retumba el trueno; entonces los torrentes

Bajan furiosos a asolar los valles.

¿Qué es allí el hombre? Estremecido y solo

Atónito se para, y no cabiendo

Impresión tan soberbia en sus sentidos,

Al mudo pasmo y confusión se entrega.

Graciosa, empero, aquí, dulce, apacible,

Sus dones todos liberal reparte

Naturaleza, y con placer se ríe.

Tal la beldad en su primer oriente,

De gracias solo y suavidad bañada,

Suele más tierna embelesar los ojos,

Y el corazón herir. Nicasio, el mío

Más amó siempre que admiró. Do quiera

Ternura aquí y amor. ¡Oh cuántas veces,

Cuántas, mirando las sociales vides

Enlazarse a los olmos, y lozanas

Entre los ramos de su verde apoyo

Sus hojas ostentar y alegre fruto,

En dulce llanto se bañó mi pecho!

¡Cuántas pavesas del incendio antiguo

Plácidas se avivaron! Los suspiros,

Las ansias tiernas, la inquietud dichosa

Las delicias inmensas que algún día

Me inundaron, ¡ay Dios! y acaso huyeron

Para nunca volver; todas volaron,

Todas a un tiempo con igual ternura

Me asaltaron allí: si desparece

Y huye el amor, a la memoria acuden

Padre, hermanos y amigos, y en un punto

Afectos mil que a penetrar mi seno

Aquel boscaje solitario inspira,

Y absorto y melancólico me llevan.

Lejos allá su placentero ruido

La brillante cascada precipita

Por el senoso peñascal, adonde

Su curso rompe murmurando el río.

Corro y le miro ¡oh qué placer! furioso

Del dique opuesto a su violencia en vano

Clamoroso agitarse, alzar la espalda,

Luchar, vencer, hervir, y en alba espuma

Deshecho y raudo arrebatarse al llano.

Vaga la vista entre los dulces juegos

Que mil y mil con variedad graciosa

Mágica el agua a su mirar presenta.

Bañan en ella sus sedientas alas

Los apacibles céfiros, y llenos

De su grato frescor, ea vuelo alegre

Van a esparcirla a la tendida vega;

Mientras en dulce gratitud riendo,

La dócil caña el intratable espino

Y el álamo gentil en la ribera

Sus ramos tienden a besar las ondas:

Ondas preciosas que el colono activo

Supo en raudales dividir, y en ellos

Llevar la vida y la abundancia al campo.

Siquiera el cielo en su rigor se obstine

En negar el vivífico rocío,

Don de las nubes, los endebles diques

Rompe seguro el rústico, y al punto

Vieras la tierra que inundada embebe

El cristalino humor; y fuerzas nuevas

Con él cobrando, engalanar su frente

Un fruto y otro fruto, y cien tras ellos.

Así la vista por do quier se baña

En verdura eternal; así Pomona

Tiende su manto, y pródiga derrama

Del almo cuerno el celestial tesoro.

¿Qué mucho si su templo delicioso

Le plugo aquí sentar, y aquí adorada

Del hombre ser? Todo la acata. El río.

En dos partido, con ardor la ciñe,

Y ella en sus brazos y en su amor se goza.

Yo allí, mientras los árboles se mecen

Al son del viento, en tanto que a sus hombros

Sube contento las opimas cargas

El hortelano, y las zagalas ríen

En trises alegre y bullicioso juego,

Llego al altar de la deidad que en medio

Reina ostentando su silvestre pompa,

Y a reverencia y religión me inclina.

¡Arboles prodigiosos! ¡Cuál la mente

Que así os quiso agrupar? Cuál fue la mano

Que así os plantó? De majestad vestido

El añoso nogal, su cima alzando,

Hasta la cumbre del Olimpo alcanza;

Sube, y en su ambición tiende los brazos

Lejos de sí, cual si ocupar con ellos

De la esfera los ámbitos quisiera;

Y eternos a par de él, y a par sublimes,

Seis lúgubres cipreses los lujosos

Ramos le cercan, y en su faz sombría

La luz quebrantan del ardor febeo.

¡Oh delicias! ¡Oh magia! ¡Oh cómo hundida

Bajo esta hermosa bóveda se lleva

La mente a meditar! ¡Cuál se engrandecen

Sus pensamientos! Y a la par mirados,

¡Cuán breve el hombre, y su poder, su gloria,

Toda su pompa! ¡Oh qué de veces vieron

De su opulento dueño aquestos troncos

La afanosa inquietud! ¡Cuántas en vano

Con su grato silencio le brindaban

Al reposo, a la paz; y él orgulloso

En pos del mando y la ambición corría!

¡Qué de delitos no abortó el insano

Para saciar su ardor! Bañóse en sangre,

Domó la tierra, y ¿qué logró? Estas plantas

Le vieron perecer, y ellas quedaron:

Quedaron a esparcir sus ramos bellos

Sobre mí, que inclinado y reverente

Canto su gloria; y vivirán: testigos

Serán ¡ay! de mi fin cuando a su ocaso

Llegue el aliento de mi endeble vida.

Todo al tiempo sucumbe: ellas un día,

Ellas también... ¡Ah bárbaro! repara

La inclemente segur; muévante al menos

Su sacro horror, su venerable sombra,

Su augusta ancianidad. Pudo hasta entonces

Respetarlas el tiempo, ¿y tú atrevido

Su hojosa copa abatirás? Detente,

Detente, y no en un punto así destruyas

La gloria del verjel. Nogal frondoso,

Altos y melancólicos cipreses,

Para siempre vivid, y que el ingrato

Cuya mano sacrílega se atreva

Vuestros troncos a herir, jamás encuentre

Sombra refrigerante en el estío

Cuando le hostigue el sol; nunca reposo,

Nunca halle paz, y de su injusto pecho

Huya por siempre la inocencia amable

Que en el campo y los árboles se abriga.

Lejos, empero, de la frente mía

Tan lúgubre pensar. Adiós, cipreses,

Pomona, adiós: los álamos del bosque

Ya con su dulce amenidad me llaman.

Salve, repuesto valle; el sol ardiente

Me hirió al venir, y fatigado el pecho

Late anhelante, y con dolor respira.

Acógeme en tu seno; que tu yerba

Verde, abundosa, a mis cansados miembros

Sirva de alfombra; que el murmullo blando

Del grato arroyo en agradable sueño

Me envuelva y me regale, y que sacuda

Favonio en tanto el delicioso néctar

De su frescura, y mi sudor enjugue.

¡Ah! que ni aquí del velador cuidado

El tósigo alcanzó, ni las espinas

Del miedo agitador su punta emplean.

Todo es sosiego: al despertar, las aves

Con su armónico acento en mis oídos

Los ecos llevan del placer; las auras,

Árboles, cielo y arroyuelo y prado,

Todo me halaga y a mi vista ríe.

Mientras la fuente retirada y pura

Me ofrece el cáliz de sus ondas frías

A mitigar mi sed; y yo, embebido

Con himnos mil, en mi delirio ciego

A sus graciosas náyades imploro.

¡Oh Gesner! ¿dónde estás? Tú, a quien desnuda

Y llena de gracia y de inmortal belleza

Natura se mostró; tú, que inspirado

Fuiste de la virtud; tú, que en las selvas

La paz y la inocencia y los amores

Tan dulcemente resonar hacías,

¡Divino Gesner! ven; lleva mis pasos

Y enséñame a gozar. Contempla el suelo

Cuál nuestra planta engaña, y cuán hermoso

Se hunde aquí, se alza allá, forma ora un llano,

Después un seno; a la alameda vuelve

La vista embelesada, y mira en ella

Las gracias revolar; ve la ternura

Con que al abrigo del robusto padre

Del recio invierno y rigoroso estío

Los pequeñuelos árboles se amparan.

Pregunta al blando céfiro, que vuela

En sus copas dulcísimas moviendo

Los sones del amor, cuántas zagalas

Asaltó aquí festivo, y cuántas veces,

De su recato virginal burlando,

Besó su frente y se empapó en su seno.

Pídele los tiernísimos suspiros

Que, llevados en él, por esta selva

Andan vagando, y las querellas tristes

Que el eco sordamente repetía.

Dímelo, ¡oh dulce fuente! Así tu curso

Siempre abundante y puro, coronado

Eternamente de verdor se vea,

Las veces di que el amador inquieto

Sus ansias vino a consultar contigo.

Aquí, en tus verdes márgenes sentado,

Tal vez se vio de la beldad que ansiaba

Gratamente acogido, y tal vez ella,

Tímida, tierna, de rubor teñida,

Le declaró su amor, y de sus ojos

Se escapó alguna lágrima que en vano

Luchó por contener; allá más lejos,

Dentro de aquella gruta solitaria

Que guarda el olmo en cavidad sombría,

¡Quién sabe si el placer!... ¡Oh ameno valle!

No tenías, no, que a revelar se atreva

Mi lengua tus misterios silenciosos;

Basta la envidia en que encender me siento,

Basta el encanto en que tu amor me inunda.

¿Y tú tardas, Nicasio? ¿Y con tan puros,

Tan mágicos placeres te convida

El campo, y tú le esquivas? Corre, vuela

Antes que el año en su incansable curso

Lleve al verano y al verdor consigo.

Cuidadoso el jardín te guarda flores;

Ven a gozarlas: si se agosta alguna,

Yo con los ojos del dolor la sigo,

Y pienso en ti, que su esperanza engañas

Huye con pie veloz esos lugares,

Digna morada de los tigres fieros

Que los habitan, do respiran sólo

El negro horror que en sus entrañas ceban

De donde huyó el sosiego, huyó por siempre

La dulce confianza; el pensamiento,

De la opresión sacrílega amagado,

No se atreve a romper el claustro oscuro

En que le hundió el temor; y las palabras,

Cuando son de virtud, sordas, temblando,

Do quier hallar con la maldad recelan.

¡Oh pechos sin virtud! Jamás preciaron

Los campos y las selvas que enmudecen

Cuando sus plantas con desdén las huellan.

Sí, que el sublime y celestial lenguaje

De natura entender sólo fue dado

A la inocente sencillez, y en ellos

Los vicios viles y execrables moran

De esclavos a tiranos. Dulce amigo,

Húyelos, y rendido a mis plegarias

Ven a acogerte a mi apacible asilo:

Los árboles no venden, los arroyos

No aprenden a mentir; sereno el aire,

Sereno el cielo, a respirar te brindan

En grata libertad: aquí segura

Podrá tu mente en sus grandiosas alas

El vuelo descoger; ora en los valles

Perderáste embebido, ora sonando

Tu lira de oro, invocarás las musas,

Y las musas vendrán; ellas amigas

Del campo siempre y soledad han sido.

Y en tanto que suspensa, embelesada,

La esfera atienda a tu sublime canto,

Yo, templando la cítara a tu ejemplo,

Mi humilde acento ensayaré contigo.


(1797)

Para un convite de amigos.

CORO.
¡Compañeros, silencio! El aura inquieta
Agita ya las cuerdas de la lira
Que anhela por sonar: cante el poeta,
Y que obedezca al numen que le inspira.
POETA.
Cantar, yo cantaré; mas ¿por ventura
Queréis también que a interrumpir me atreva
Su curso hermoso a tan sereno día?
¿Queréis que la voz mía
En sus robustos tonos,
como ya lo acostumbra, airada y fiera,
Rayos despida a los soberbios tronos?
¡Vano tesón! Los hombres olvidados,
Como se llevan a la mar los ríos,
A la vil servidumbre así se llevan,
Y con sus hombros la injusticia elevan.
Allá se avengan; a los pies se humillen
De la siempre insolente tiranía,
En tanto que nosotros consagramos
Las horas al placer y a la alegría.
Bebamos pues; nuestro apacible acento,
Fuerzas cobrando en el licor divino,
Salga más grande a penetrar el viento,
Suba mas dulce a celebrar el vino.
CORO.
Bebamos pues; nuestro apacible acento,
Fuerzas cobrando en el licor divino,
Salga mas grande o penetrar el viento,
Suba mas dulce a celebrar el vino.
POETA.
Cuando inspirado el lírico latino,
Glorias de Baco en su laúd cantaba,
El oriente a su carro encadenaba,
Que de tigres fierísimos uncía.
¿Quién al dios de la risa y la alegría
En tan terrible pompa conociera?
¿Quién sin dolor contemplara a Lieo,
Ya llenando de horror los horizontes
Cuando apedaza bárbaro a Penteo,
Ya hinchendo en frenesí madres y esposas,
Y al grito de las Ménades furiosas
Las cavernas bramar, y arder los montes?
¡Triste alabanza! ¡Cántico inhumano!
Odiar, matar, despedazar furioso
Son dones propios de cualquier tirano.
Más le quiero yo ver la sien ceñida
De pámpanos pacíficos, riendo,
En brazos de su Ariadna reclinado,
Besando a veces su turgente seno,
y a su presencia amiga
Desterrando el mortífero veneno
Del esquivo cuidado y la fatiga.
¿Quién basta ¡Oh Baco! a celebrar tus dones?
Tú, cuando braman las pasiones ciegas
A modo de huracán dentro del pecho,
Eres iris de paz que las sosiegas.
Tu aliento al afligido
Las dolorosas lágrimas enjuga,
Y a la desconfianza sospechosa
La encapotada frente desarruga.
¿Qué más? Hasta el esclavo
Vilmente atado a la servil cadena,
Cuando el ardor de tu licor le llena,
Sacudiendo su pena, alegre canta,
Y a su señor insulta,
Y al Olimpo la frente audaz levanta.
¡Prodigio sin igual! ¡Digna victoria
Del rubio dios que del oriente vino!
Bebamos en su honor, suya es la gloria.
-¡Gloria sin fin al inventor del vino!
CORO.
¡Prodigio sin igual! ¡Digna victoria
Del rubio dios que del oriente vino!
Bebamos en su honor, suya es la gloria.
-¡Gloria sin fin al inventor del vino!
POETA.
Mas ya no basta a contener mi acento
Este breve horizonte, ya ambicioso
Otros más anchos ámbitos desea.
¡Oh, si el eco de paz yo dar al viento
Pudiese, y que a mi voz quedase ocioso
El hierro que aterrando centellea!
Dame tu aliento, ¡oh Baco! dame el vuelo
De los bóreas alígeros, y al punto
Arrebátame allá donde irritado,
Con sangre hinchado y la corriente aun roja,
Al mar helado el Vístula se arroja.
Tres déspotas allí mandan la muerte
¡Sacrílegos! Al tiempo
Que hace el genio del mal paz con el mundo,
Que todo vive y por vivir anhela,
Ellos matan: ¡qué horror! -Ved al oriente
La primavera hermosa
Mostrar festiva su purpúrea frente.
La copa de los árboles pomposa
Grata sombra nos da, nido a las aves,
Y dulce juego al céfiro lascivo.
Brillante el sol, desde su excelsa cumbre
Inunda al universo
En torrentes de lumbre;
Mientras la flor brotando el prado esmalta,
Y en la torcida madre que le encierra
Por guijas de oro el arroyuelo salta.
¿Dónde el Vístula fue? ¿Dónde la guerra?
Cual cometa a mi vista aparecieron,
Como prestos relámpagos huyeron.
¡Oh! no vuelvan jamás: perdí el camino;
Le cobraré bebiendo; y que mi canto,
En vez de daros belicoso espanto,
Os dé el encanto que respira el vino.
CORO.
¡Oh! no vuelvan jamás: perdió el camino,
Que le cobre bebiendo; y que su canto,
En vez de darnos belicoso espanto,
Nos dé el encanto que respira el vino.
POETA.
Brindemos; ¿y por quién? Por la hermosura.
¿No veis al rebullir del fresco viento
Y a la vivaz fragancia de las flores
Despertar en enjambres los amores?
Que cada cual al punto por su amiga
Beba, que cada cual la encuentre siempre
Más fresca y más hermosa
Que por abril la rosa;
Siempre brillante y pura
Como es brillante el sol, puros los cielos.
Nunca sospecha o ponzoñosos celos
Osen romper tan amorosos lazos;
Que a sus abrazos cedan los abrazos
Del álamo y la vid, y que a sus besos
Cedan también en fuego y en dulzura
Las deliciosas chispas centellantes
Que ora en este licor mi labio apura.
Bebamos: acordémonos que un día
Dijo riendo Venus a Lieo:
«Tu ardor va a par con la belleza mía;
Tú igualas el poder con el deseo.»
CORO.
Bebamos: acordémonos que un día
Dijo riendo Venus a Lieo:
«Tu ardor va a par con la belleza mía;
Tú igualas el poder con el deseo.»
POETA.
Mas dejemos a amor: amor se agrada
En el silencio, y delicado y niño,
Hasta el aire le ofende, y goza solo.
La amistad es social: próvido el cielo,
Dio a la dulce amistad ser el consuelo,
Ser el encanto de la humana vida...
¡Ay! ¿por qué, amigos míos,
Por qué esta amarga lágrima vertida
Mi inflamada mejilla baña ahora?
¿En dónde están los pérfidos que un día
Con horrenda traición mi amor pagaron,
Y a modo de asesinos?... ¡Ah infelices!
Jamás su alma alevosa
Tendrá ya este placer, esta alegría
Que ora tan pura en mi interior rebosa.
Volvedme el vaso a henchir, brindad conmigo
Y otra vez le apurad. Por este cielo,
Por este sol que nos alumbra y mira,
Por este puro céfiro que espira
Y en mi frente el sudor volando orea,
Por el vivo placer que nos recrea,
Tocad las copas, y juremos todos
Que tan dulce amistad eterna sea.
No importa al juramento estar beodos;
No importa, no; jurad, bebed sin tino;
Vuelva el aplauso, la algazara vuelva,
Hierva en los vasos rebosando el vino,
Y a voces torne a retumbar la selva.
CORO.
Vuelva el aplauso, la algazara vuelva,
Hierva en los vasos rebosando el vino,
a voces torne a retumbar la selva.

(Abril de 1807.)

A la invención de la imprenta.

    ¿Será que siempre la ambición sangrienta

O del solio el poder pronuncie solo,

Cuando la trompa de la fama alienta

Vuestro divino labio, hijos de Apolo?

¿No os da rubor? El don de la alabanza,

La hermosa luz de la brillante gloria,

¿Serán tal vez del nombre a quien daría

Eterno oprobio o maldición la historia?

¡Oh! despertad: el humillado acento

Con majestad no usada

Suba a las nubes penetrando el viento

Y si queréis que el universo os crea

Dignos del lauro en que ceñís la frente,

Que vuestro canto enérgico y valiente

Digno también del universo sea.

No los aromas del loor se vieron

Vilmente degradados

Así en la antigüedad; siempre las aras

De la invención sublime.

Del genio bienhechor los recibieron.

Nace Saturno, y de la madre tierra

El seno abriendo con el fuerte arado,

El precioso tesoro

De vivífica mies descubre al suelo,

Y grato el canto le remonta al cielo,

Y Dios le nombra de los siglos de oro.

¿Dios no fuiste también tú, que allá un día

Cuerpo a la voz y al pensamiento diste,

Y trazándola en letras, detuviste

La palabra veloz que antes huía?

Sin ti se devoraban

Los siglos a los siglos, y a la tumba

De un olvido eternal yertos bajaban.

Tú fuiste: el pensamiento

Miró ensanchar la limitada esfera

Que en su infancia fatal le contenía.

Tendió las alas, y arribó a la altura

De do escuchar la edad que antes viviera,

Y hablar ya pudo con la edad futura.

¡Oh gloriosa ventura!

Goza, genio inmortal, goza tú solo

Del himno de alabanza y los honores

Que a tu invención magnífica se deben:

Contémplala brillar; y cual si sola

A ostentar su poder ella bastara,

Por tanto tiempo reposar natura

De igual prodigio al universo avara.

Pero al fin sacudiéndose, otra prueba

La plugo, hacer de sí, y el Rin helado

Nacer vio a Guttemberg. «¿Con que es en vano

Que el hombre al pensamiento

Alcanzase escribiéndole a dar vida,

Si desnudo de curso y movimiento,

En letargosa oscuridad se olvida?

No basta un vaso a contener las olas

Del férvido Océano,

Ni en sólo un libro dilatarse pueden

Los grandes dones del ingenio humano:

¿Qué les falta? ¿Volar? Pues si a natura

Un tipo basta a producir sin cuento

Seres iguales, mi invención la siga:

Que en ecos mil y mil sienta doblarse

Una misma verdad, y que consiga

Las alas de la luz al desplegarse.»

Dijo, y la imprenta fue; y en un momento

Vieras la Europa atónita, agitada

Con el estruendo sordo y formidable

Que hace sañudo el viento

Soplando el fuego asolador que encierra

En sus cavernas lóbregas la tierra.

¡Ay del alcázar que al error fundaron

La estúpida ignorancia y tiranía!

El volcán reventó, y a su porfía

Los soberbios cimientos vacilaron.

¿Qué es del monstruo, decid, inmundo y feo

Que abortó el dios del mal, y que insolente

Sobre el despedazado Capitolio

A devorar el mundo impunemente

Osó fundar su abominable solio?

Dura, sí; más su inmenso poderío

Desplomándose va; pero su ruina

Mostrará largamente sus estragos.

Así torre fortísima domina

La altiva cima de fragosa sierra

Su albergue en ella y su defensa hicieron

Los hijos de la guerra,

Y en ella su pujanza arrebatada

Rugiendo los ejércitos rompieron.

Después abandonada,

Y del silencio y soledad sitiada,

Conserva, aunque ruinosa, todavía

La aterradora faz que antes tenía.

Mas llega el tiempo, y la estremece, y cae;

Cae, los campos gimen

Con los rotos escombros, y entre tanto

Es escarnio y baldón de la comarca

La que antes fue su escándalo y espanto.

Tal fue el lauro primero que las sienes

Ornó de la razón, mientras osada,

Sedienta de saber la inteligencia,

Abarca el universo en su gran vuelo.

Levántase Copérnico hasta el cielo,

Que un velo impenetrable antes cubría,

Y allí contempla el eternal reposo

Del astro luminoso

Que da a torrentes su esplendor al día.

Siente bajo su planta Galileo

Nuestro globo rodar, la Italia ciega

Le da por premio un calabozo impío,

Y el globo en tanto sin cesar navega

Por el piélago inmenso del vacío.

Y navegan con él impetuoso,

A modo de relámpagos huyendo,

Los astros rutilantes; más lanzado

Veloz el genio de Newton tras ellos,

Los sigue, los alcanza,

Y a regular se atreve

El grande impulso que sus orbes mueve.

«¡Ah! ¿qué te sirve conquistar los cielos,

Hallar la ley en que sin fin se agitan

La atmósfera y el mar, partir los rayos

De la impalpable luz, y hasta en la tierra

Cavar y hundirte, y sorprender la cuna

Del oro y del cristal? Mente ambiciosa,

Vuélvete al hombre.» Ella volvió, y furiosa

Lanzó su indignación en sus clamores.

«¡Con que el mundo moral todo es horrores!

¡Con que la atroz cadena

Que forjó en su furor la tiranía,

De polo a polo inexorable suena,

Y los hombres condena

De la vil servidumbre a la agonía!

¡Oh! no sea tal. «Los déspotas lo oyeron,

Y el cuchillo y el fuego a la defensa

En su diestra nefaria apercibieron.

¡Oh insensatos! ¿qué hacéis? Esas hogueras,

Que a devorarme horribles se presentan

Y en arrancarme a la verdad porfían,

Fanales son que a su esplendor me guían

Antorchas son que su victoria ostentan.

En su amor anhelante

Mi corazón extático la adora,

Mi espíritu la ve, mis pies la siguen.

No: ni el hierro ni el fuego amenazante

Posible es ya que a vacilar me obliguen.

¿Soy dueño por ventura

De volver el pie atrás? Nunca las ondas

Tornan del Tajo a su primera fuente

Si una vez hacia el mar se arrebataron

Las sierras, los peñascos su camino

Se cruzan a atajar; pero es en vano;

Que el vencedor destino

Las impele bramando al Océano.

Llegó pues el gran día

En que un mortal divino, sacudiendo

De entre la mengua universal la frente,

Con voz omnipotente

Dijo a la faz del mundo: «El hombre es libre.»

Y esta sagrada aclamación saliendo,

No en los estrechos límites hundida

Se vio de una región; el eco grande

Que inventó Guttemberg la alza en sus alas;

Y en ellas conducida,

Se mira en un momento

Salvar los montes, recorrer los mares,

Ocupar la extensión del vago viento,

Y sin que el trono o su furor la asombre,

Por todas partes el valiente grito

Sonar de la razón. « Libre es el hombre.»

Libre, sí, libre: ¡oh dulce voz! Mi pecho

Se dilata escuchándote, y palpita,

Y el numen que me agita,

De tu sagrada inspiración henchido,

A la región olímpica se eleva,

Y en sus alas flamígeras me lleva.

¿Dónde quedáis, mortales

Que mi canto escucháis? Desde esta cima

Miro al destino las ferradas puertas

De su alcázar abrir, el denso velo

De los siglos romperse, y descubrirse

Cuanto será. ¡Oh placer! No es ya la tierra

Ese planeta mísero en que ardieron

La implacable ambición, la horrible guerra.

Ambas gimiendo para siempre huyeron

Como la peste y las borrascas huyen

De la afligida zona, que destruyen,

Si los vientos del polo aparecieron.

Los hombres todos su igualdad sintieron,

Y a recobrarla las valientes manos

Al fin con fuerza indómita movieron.

No hay ya ¡qué gloria! esclavos ni tiranos;

Que amor y paz el universo llenan,

Amor y paz por donde quier respiran,

Amor y paz sus ámbitos resuenan.

Y el Dios del bien sobre su trono de oro

El cetro eterno por los aires tiende;

Y la serenidad y la alegría

Al orbe que defiende

En raudales benéficos envía.

¿No la veis? ¿No la veis? ¿La gran columna

El magnífico y bello monumento

Que a mi atónita vista centellea?

No son, no, las pirámides que al viento

Levanta la miseria en la fortuna

Del que renombre entre opresión granjea.

Ante él por siempre humea

El perdurable incienso

Que grato el orbe a Guttemberg tributa:

Breve homenaje a su favor inmenso.

¡Gloria a aquel que la estúpida violencia

De la fuerza aterró, sobre ella alzando

A la alma inteligencia!

Gloria al que, en triunfo la verdad llevando,

Su influjo eternizó libre y fecundo:

¡Himnos sin fin al bienhechor del mundo!


(Julio de 1800)

A la duquesa de Alba.

Presentándole una obra de escultura consagrada a su beneficencia.

    Fiel la amistad, a tu presencia ofrece

Este precioso monumento, en donde

La reverente gratitud te adora;

Él tu dulce atención humilde implora,

Y una mirada de favor merece,

Pues llega a ti como al Olimpo sube,

Por manos inocentes enviada,

De grato incienso vagarosa nube.

Pudo el cincel representar la gloria

De tu belleza, el poderoso halago

De tus ojos por siempre abrasadores,

Y tu triunfo ostentar y tus victorias

De las gracias en medio y los amores;

Mas era la amistad quien le guiaba:

Ella dijo al artista: « De tu mano

Un monumento singular espero,

Donde el genio del bien sólo respire;

Que de Alba la deidad en él se mire,

Y que por él eternizada sea

La bondad celestial, inagotable,

Que su apacible corazón recrea.

Y agradóse el cincel en su tarea

Que al fin en ella a consagrar no aspira

Aquellos hijos del poder que triste

La tierra siempre y con terror admira.

Ellos del arte a profanar se atreven

El genio creador cuando en su gloria

Mandan tallar los mármoles y bronces

Para eterno blasón de su memoria.

Óyelo el arte esclavizado, y gime,

Y obedece. ¿Qué importa? El humo negro,

Que sus atroces crímenes exhalan,

Allí fétido vaga; allí se escuchan

Los ayes tristes que lanzar hicieron

Aquel honor que sin pudor violaron,

Aquella fe que sin cesar mintieron;

La maldición del mundo, que oprimía

Su insolente ambición... ¡Ah! vanamente

Los esconde la tumba: ellos quisieron

Su fama eternizar; su fama vive,

Mas es de eterna execración cargada

Y si la tierra a su pesar los nombra,

O bien de oprobio y de baldón los cubre,

O bien gimiendo y con dolor se asombra.

¡Oh, cuán diversa suerte, amable amiga,

El cielo a ti te preparó! Tu cuna

La humanidad y la amistad mecieron,

Y en ti encontraron sempiterno abrigo.

Creciste: tu poder y alta fortuna,

Cual raudales de bien, siempre se vieron

Llevar el gozo y la piedad consigo.

¿Cómo o de dónde tan sublimes dones

De tu nombre a la pompa se hermanaron?

La pompa, siempre de soberbia henchida,

Sólo a temor y humillación convida;

Tú a agradecer y a amar. Dígalo el eco

De ansiedad y dolor con que tu nombre

De labio en labio sin cesar volaba

En estos tristes dolorosos días

Que la dolencia por tu ser vagaba,

Cuando, como serpiente ponzoñosa

Por tus entrañas débiles corriendo,

El mal las devoraba, y tú gemías.

Las noches sucedían a los días,

Los días a las noches; y el esquivo

Dolor triunfaba de tu endeble vida,

En su violencia atroz siempre más vivo.

Huye ¡oh muerte cruel! De aquí destierra

Tu faz odiosa y tu inclemente saña;

Hiera al perverso la fatal guadaña,

Vengando de él a la ultraja tierra,

Y perdona a su encanto... Oyólo el cielo.

Y el arte, que solícito empleaba

A par de ti su infatigable anhelo,

Calmar pudo al dolor; la parca airada,

Que feroz amagándote ya estuvo,

Cedió, y la mano en tu exterminio alzada

A su voz imperiosa se detuvo.

Vives en fin, y conservada fuiste

Al amoroso llanto y los suspiros

De la amistad, a los fervientes votos

Del agradecimiento. ¡Ah! si a la suerte

Plugo en tal riesgo separar la hora

Que a tu hermoso vivir última sea.

Arrójela bien lejos; y que entonces,

Sereno, sin dolor, sin agonía.

Se parezca el momento de tu sueño

Al dulce oscurecer de un bello día.

Morir es ley universal; no hay nadie

Que su sentencia redimir consiga;

Pero ¿morimos, adorable amiga?

No; nuestro cuerpo, que la tierra esconde,

Vive y da vida; nuestra mente vive,

La del sabio en sus libros, la del bueno

De sus acciones en el grande ejemplo;

La virtud recordándolas se eleva;

Gloria es su nombre, su memoria un templo.

Así vivirás tú; cuando trocada

La suerte de los pueblos, que ahora deben

A tu amoroso esmero su ventura,

Sientan soberbia a la opresión su azote

Sobre ellos extender, ¡oh cuántas veces

De ti se acordarán! ¡Cuántas, postrados

Ante este grupo, adorarán tu imagen,

Y dirán: «¿Dónde estás? ¿Cuál fue 1a mano

Que de tu amparo nos privó?» Y gimiendo,

Y en llanto triste el pedestal regando,

Exclamarán: «¡Oh Dios! si ella viviera,

Cesara nuestra mísera amargura;

Lloráramos tal vez, y el llanto fuera

De dulce gratitud y de ternura.»


El panteón del Escorial.

En los amargos días
Que serán luto eterno en la memoria,
Y a los siglos remotos indignada
Con hiel y llanto pintará la historia;
Cuando después de reluchar en vano
Con la dura opresión en que gemía
La tierra, sin aliento al yugo indigno
El cuello pusilánime tendía;
Al tiempo que el destino,
Las espantosas puertas desquiciando
Del imperio del mal, sus plagas todas
Sobre España lanzaba,
Y ella míseramente agonizaba:
Yo entonces afligido,
«Pide, dije a mi espíritu, sus alas
A la paloma tímida, inocente;
Tómalas, vuela, y huye a los desiertos,
Y vive allí de la injusticia ausente.»
Al punto presurosas
Mis plantas se alejaron
A las sierras nevadas y fragosas,
Lindes eternos de las dos Castillas.
Ya sus cimas hermosas
Mi pensamiento alzaban
Del fango en que tú ¡oh corte! nos humillas
Cuando mis ojos la mansión descubren
Que en destinos contrarios
Es palacio magnífico a los reyes
Y albergue penitente a solitarios.
En vano el genio imitador su gloria
Quiso allí desplegar, negando el pecho
A la orgullosa admiración que inspira;
«¡Artes brillantes, exclamé con ira,
Será que siempre esclavas
Os vendáis al poder y a la mentira!
¿Qué vale ¡oh Escorial! que al mundo asombres
Con la pompa y beldad que en ti se encierra,
Si al fin eres padrón sobre la tierra
De la infamia del arte y de los hombres?
¡Mas no es tumba también!...» Y en esta idea
Embebecido el pensamiento mío,
Quise al recinto penetrar, en donde
Bajo eterno silencio y mármol frío
La muerte a nuestros príncipes esconde.
¡Salud, célebres urnas! En el oro,
En las pomposas letras que os coronan,
Decidme, ¿qué anunciáis? ¿Tal vez memorias,
Memorias, ¡ay! en que la mente opresa
Con el dolor presente
Pueda aliviarse al contemplar las glorias
Que un tiempo ornaban la española gente?
¡Sepulcros, responded!... Y de repente
Vuélvense de la bóveda las puertas
Sobre el sonante quicio estremecido,
La antorcha muere que mis plantas guía,
Y embargado el sentido,
Mil terribles imágenes se ofrecen
A mi atemorizada fantasía.
Tú que ciñendo de laurel la frente,
Con austero semblante
Y en perdurable verso
Presentas la verdad al universo,
Sin que el halago pérfido te vicie
Ni el ceño de los déspotas te espante:
¡Oh Musa del saber! mi voz te implora;
Ven, desata mi labio, en digno acento
Dame que pueda revelar ahora
Lo que vi, lo que oí, cuánto escondido,
Sin que los hombres a entenderlo aspiren,
Yace allí entre las sombras y el olvido.
Un alarido agudo, lastimero,
El silencio rompió que hondo reinaba,
Mientras las urnas lánguidas alumbraban
Pálida luz de fósforo ligero.
Levanto al grito la aterrada frente,
Y en medio de la estancia pavorosa
Un joven se presenta augusto y bello.
En su lívido cuello
Del nudo atroz que le arrancó la vida
Aún mostraba la huella sanguinosa;
Y una dama a par de él también se vía,
Que, a fuer de astro benigno, entre esplendores
Con su hermosura celestial sería
Del mundo todo adoración y amores.
¿Quién sois? iba a decir, cuando a otra parte
Alzarse vi una sombra, cuyo aspecto
De odio a un tiempo y horror me estremecía.
El insaciable y velador cuidado,
La sospecha alevosa, el negro encono,
De aquella frente pálida y odiosa
Hicieron siempre abominable trono.
La aleve hipocresía,
En sed de sangre y de dominio ardiendo,
En sus ojos de víbora lucía;
El rostro enjuto y míseras facciones
De su carácter vil eran señales,
Y blanca y pobre barba las cubría
Cual yerba ponzoñosa entre arenales.
Los dos al verle con dolor gimieron:
Paráronse, y el joven indignado,
«¿Qué te hicimos? ¡oh bárbaro! exclamaba;
¿Conoces a tus víctimas?» «Respeta,
Dijo el espectro, a quien el ser debiste
por el bien del Estado al fin moriste.
Resígnate.»
EL PRÍNCIPE CARLOS.
¡Oh hipócrita! La sombra
De la muerte te oculta, ¿y aún pretendes
Fascinar, engañar? Cuando asolados
Por tu superstición reinos enteros,
Yo los osé compadecer, tú entonces
Criminal me juzgaste, y al sepulcro
Me hiciste descender. Mas si en el pecho
De un hijo del fanático Felipe
No pudo sin delito haber clemencia,
¿Cuál fue, responde, la secreta culpa
De esta infeliz para morir conmigo?
Ni su sangre real, ni el ser tu esposa,
Ni su noble candor, ni su hermosura,
De ti pudieron guarecerla.»-
Un hondo
Gemido entonces penetró los aires,
Que al desplegar sus labios dio la triste.
ISABEL DE VALOIS O DE LA PAZ.
«¡Ay, prorumpió, de la que nace hermosa!
¿Qué la valdrá que en su virtud confíe
Si la envidia en su daño no reposa,
Y la calumnia hiriéndola se ríe?
Yo di al mundo la paz, Paz me nombraron.
Quise al cruel que se llamó mi esposo
Un horror impedir, y éste es mi crimen.
Pedí por ti con lágrimas; mis ruegos,
Cual si de un torpe amor fuesen nacidos
Irritaron su mente ponzoñosa.
La vil sospecha aceleró el castigo,
Y sin salvarte, perecí contigo:
¡Ay infeliz de la que nace hermosa!»
Dijo; y vertiendo lastimoso llanto,
En los hombros del joven reclinada,
Sus ojos melancólicos y bellos
Fijaba en él, y la amistad más viva,
La más noble piedad reinaba en ellos.
Entre sus manos frías
Se miraba la copa envenenada
Que terminó sus días,
Y el Príncipe en las suyas agitando
Un sangriento dogal, con faz terrible
A su bárbaro padre atormentaba.
El tirano temblaba; en sordos ecos
Desesperados ayes
Su boca despedía,
Y de sus miembros trémulos
En convulsiones hórridas
Brotaba a su despecho la agonía.
Sí, nacer para el mal, romperse el velo
De la ilusión que arrebató hacia el crimen,
Presentes ver las víctimas que gimen,
Ser odio, execración del universo,
Mirar que niega la implacable suerte
Todo retorno al bien; ¡ay! al perverso
Este infierno tal vez en vida alcanza,
Si aún le sigue a los reinos de la muerte,
¡Qué terrible, oh virtud, es tu venganza!
Sobrepujando en fin por un momento
La agitación, y vuelto hacia su hijo:
FELIPE II.
«Cesa, cruel, de atormentarme, dijo:
Tu muerte injusta fue; pero el Estado
Con ella respiró. Si tú vivieras,
Rota la paz, turbada la armonía
De un imperio hasta allí quieto y sereno,
Tú profanarás su inocente seno
Con la atroz sedición, con la herejía.»
EL PRÍNCIPE CARLOS.
«Mandar, sólo mandar, que se estremezca
La tierra a vuestro arbitrio, éste es el orden,
Ésta la ley con que regís al mundo
Tú y tus iguales, y al ahogar la vida
De las naciones míseras que os sirven
Dais el nombre de paz al desaliento
De la devastación. ¡Oh de Felipe
Hijos, nietos imbéciles, decidle
Qué resta ya de la nación que un tiempo
Al mundo dominó como señora.
Alzaos del polvo, y respondedle ahora.»
A los tremendos ecos
De la imperiosa voz, que resonando
Fue como trueno bronco por los huecos
De aquellas tumbas, de repente abiertos
Sus mármoles, tres sombras abortaron,
Que en vez de amor u horror, desprecio sólo
Y piedad injuriosa me inspiraron.
Alzaba al cielo sin cesar los ojos
Con apariencia mística el primero,
Dejando el cetro en tanto por despojos
A un mercenario vil, cuya avaricia,
Mientras más atesora, más codicia.
Enjuegos, danzas, farsas distraído,
Y al crótalo procaz dando el oído,
El segundo se entrega a los placeres,
Y el reino y el deber pone en olvido.
Trémulo el otro respiraba apenas.
¡Oh Dios! ¿Y esto era rey a tanto imperio?
Nulo igualmente a la virtud que al vicio,
indigno de alabanza o vituperio,
La estrella ingrata que su ser gobierna
Le destinó en el mundo
A impotencia oprobiosa, a infancia eterna.
Violos Felipe, y en aquel momento
Lució en su faz la majestad pasada
Violos, y dijo:
FELIPE II.
«¿Quiénes sois? ¿Qué hicisteis
Del inmenso poder que se extendía
Con pasmo universal de polo a polo?
Tal os le di muriendo. Al nombre hispano,
A su esplendor y bélica fortuna
Tembló el francés, se estremeció el britano,
Y te oyó con terror la media luna.»
FELIPE III.
«Yo nací para orar: un solo día
Quise mostrarme rey, y de sus lares
A las arenas líbicas lanzados
Un millón de mis súbditos se vieron.
Los campos todos huérfanos gimieron,
Llora la industria su viudez; ¿qué importa?
Su voz no llegó a mí.»
FELIPE IV.
«Ya el trono de oro,
Que a tanto afán alzaron mis abuelos,
Debajo de mis pies se derrocaba;
Mientras que, embebecido entre festines
Yo, olvidando mi oprobio, respiraba
El aura del deleite en los jardines.»
CARLOS II.
«Yo inútil...»
FELIPE II.
«Basta ya; ¿quién hay que al verte
Pueda ignorar la deplorable suerte
De este imperio, en tus manos moribundo?»
EL PRÍNCIPE CARLOS.
«Aún no basta; responde: ¿a quién el mundo
Te vio dejar el vacilante trono?
A quién diste el poder de Austria?»
CARLOS II.
«A la Francia.»
FELIPE II.
«¡A la Francia! A esa gente abominable,
Eterno horror de la familia mía!
¿Lo oyes, oh padre? Las legiones fieras,
Que en San Quintín triunfaron y en Pavía,
Bajo el yugo se ven de los vencidos.
¿Cómo España es tan vil, que lo consienta?
No hay duda, un astro pérfido, inclemente,
Se ha complacido en eclipsar mi nombre,
Y el mundo en vano me llamó el Prudente.»
Así en estos inútiles clamores
Su confusión frenético exhalaba,
Cuando las losas del sepulcro bendiendo
Se vio un espectro augusto y venerable,
Que a los demás en majestad vencía.
El águila imperial sobre él tendía
Para dosel sus alas esplendentes,
Y en arrogante ostentación de gloria
Entre sus garras fieras y valientes
El rayo de la guerra arder se vía,
Y el lauro tremolar de la victoria.
Un monte de armas rotas y banderas
De bélicos blasones
Ante sus pies indómitos yacía
Despojo que a su esfuerzo las naciones
Vencidas, derrotadas, le rindieron.
Las sombras a su aspecto enmudecieron,
Y él, con fiero ademán vuelto al tirano,
Dijo:
CARLOS V.
¿Por qué culpar a las estrellas
De esa mengua cruel? Por qué te olvidas
De tu ambición fanática y sedienta,
Que de prudencia el nombre sacrosanto
A usurpar se atrevió? Yo los desastres
De España comencé y el triste llanto
Cuando, espirando en Villalar Padilla,
Morir vio en él su libertad Castilla.
Tú los seguiste, y con su fiel Lanuza
Calló Aragón gimiendo. Así arrollados
Los Dobles fueros, las sagradas leyes
Que eran del pueblo fuerza y energía,
¿Quién, insensato, imaginar podría
Que, en si abrigando corazón de esclavo,
Señor gran tiempo el español sería?
¿Qué importaba después con la victoria
Dorar la esclavitud? Esos trofeos
Comprados fueron ya con sangre y luto
De la despedazada monarquía.
Mírala entre ellos maldecirme a gritos.»
Y era así; que agoviada con el peso
De tanto triunfo allí se querellaba
Doliente y bella una mujer, y en sangre
Toda la pompa militar manchaba.
El prosiguió:
CARLOS V.
«¿Las oyes? Esas voces
De maldición y escándalo sonando
De siglo en siglo irán, de gente en gente.
Yo el trono abandoné, te cedí el mando,
Te vi reinar... ¡Oh errores! ¡Oh imprudente
Temeridad! ¡Oh míseros humanos!
Si vosotros no hacéis vuestra ventura,
¿La lograréis jamás de los tiranos?»
Llegaba aquí, cuando de la alta sierra
Bramador huracán fue sacudido,
De tempestad horrísona asistido,
Para espantar y combatir la tierra.
Derramóse furioso por los senos
Del edificio; el panteón temblaba;
La esfera toda se asordaba a truenos;
A su atroz estampido
De liar en par abiertas
Fueron de la honda bóveda las puertas:
Entraron los relámpagos, su lumbre
Las sombras disipó, y enmudecido,
Y envuelto yo en pavor, cobró el sentido,
Cual si con tanta majestad quisiera
Solemnizar el cielo
La terrible lección que antes me diera.

(Abril de 1805.)