Sobre el estudio de la Poesía.
«¿Y nos dejas, infiel? Y así
abandonas
Tantas horas de afán? Y así
al olvido
La flor darás de tus primeros días,
Que tantos lauros a tu sien prometen?
Nosotras a tu oriente
presidimos.
¿Quién de fuego tu pecho, y de ternura
Llenó tu corazón? Quién de armonía
Bañó el acento de tu voz suave,
Cuando Henares,
oyéndola, sus ondas
Serenaba suspenso, y de tu canto
El eco por sus márgenes sonaba?»
Así
te hablaban las amables musas;
Y tú, esquivando su
apacible halago,
Otra gloria, otra senda prevenías
A tu noble ambición; ellas la vieron,
Y de tu ingrata
deserción lloraron.
¿Fue desprecio tal vez? ¿Pudo
en tu mente
Caber también la vergonzosa idea
Con
que orgullosa la ignorancia humilla
Este celeste don, y
en sus furores
Le dice vano y frívolo, y riendo
Marca en oprobio el nombre de poeta?
Ella
sola, entre nieblas asentada,
Puede desconocer el noble
origen
Del talento que insulta, y ella sola
No respetar
los sacrosantos nudos
Que con natura y la virtud le hermanan.
Cuando rompe la aurora en el oriente,
Y el rayo anuncia de la luz febea,
¿Quién entonces
se niega a la alegría,
Al himno universal con que
saluda
La tierra al nuevo sol? Quién, si la noche
Tiende su manto lóbrego, y el seno
De Olimpo con
mil lumbres centellea,
De un horror melancólico y
sublime
No se siente ocupar? ¿Cuál es el pecho
Que
en férvido entusiasmo no se agita
Al mirar de su
cárcel desatarse
Los aquilones, que azotando el polo,
Que agitando la mar, tremendos braman,
Y estrago y noche
y tempestad lanzando,
Estremecen el orbe en sus furores?
¡Oh tú, infeliz, que en tu insensible
pecho
Jamás probaste el sentimiento hermoso
Que
estos cuadros magníficos inspiran!
Tú solo
puedes despreciar grosero
Al genio que los pinta; y si la
suerte,
Avara de tu bien, negó a tus ojos
El conocer
la luz, y a tus oídos
El sublime placer de la armonía,
Calla; ¿qué harán tus importunos gritos!
Mostrar patente tu ignorancia oscura,
Y hacer odiosa tu
fatal dureza.
Entra, amigo, en ti mismo, y las dos fuentes
En ti hallarás del arte encantadora
Que debes admirar:
fuentes eternas
De do su gloria y su poder descienden.
Mira el espejo rutilante y puro
De tu imaginación,
que en su grandeza
El mundo todo, el universo entero,
Sin
contenerse en límites, abarca;
Contempla luego la
inexhausta hoguera
En cuyo fuego las pasiones arden
Y el
sentimiento sin cesar se ceba
Y así como en su curso
van los ríos
Deslizando hacia el mar sus claras ondas,
Ondas que de él en vagarosas nubes
Salieron ya;
verás la poesía
Del corazón y mente
descendiendo,
Al corazón y mente arrebatarse.
En
vano intentas resistir: tu oído
Su acento ganará,
tu fantasía
Poblarán sus imágenes hermosas
Y al volcán de su fuego y su vehemencia
Tu corazón
ardiendo, vendrá el punto
En que, vencido, arrebatado,
sigas
El carro triunfador de su alta gloria.
Tal
será su poder, tal siempre ha sido.
Si lo niegas,
pregunta al universo;
Sus fastos lo dirán: ve la
violencia
Con que el torrente de los siglos corre,
Anonadando
en su fugaz camino
Hombres, naciones; los imperios crecen,
Y otros imperios que a su vez se elevan,
Crecen, y llegan,
y los tragan, y huyen,
Como impelidas de los euros fríos
Huyen las nieblas, sin dejar sus alas
Huellas ningunas
por el aire vago.
Pues el genio inmortal de la armonía
Venció tanto furor; la faz del mundo
Trastornada
se ve, y él resonando
En medio a tanta ruina, hasta
la esfera
Los ecos lleva de su noble acento;
Y el hombre
absorto de placer le admira.
¿Oyes el nombre del social
Orfeo
Entre aplausos aún? Oyes cuál suena
La trompa heroica del cantor de Aquiles,
Y estrellarse
en su nombre las edades,
Añadiendo en su honor nuevos
trofeos?
¡Vivid, padres del canto! ¡Almas
sublimes,
De la tierra esplendor! ¿No sois vosotros
Los
que, admirando el universo, y llenos
De inmenso fuego al
contemplar las leyes
En que el orden se asienta, arrebatados
De sagrado furor en vuestra lira,
El amor, la virtud, el
bien cantabais,
Y de los hombres la rudez pulisteis?
Helos
cuál tigres respirando ciegos
Estrago y sangre, con
fatal crueza
Entre si devorándose, y feroces,
Solos,
desnudos habitar las cuevas
Que dio natura a los agrestes
brutos.
¡Mísera humanidad! Padres del canto,
Venid;
a vuestra plácida armonía
El hombre sorprendido
alza la frente,
Y ledo mira al sol; ya en sus entrañas
Arde el amor; esposo, padre, amigo,
Hombre es ya, en fin;
en sociedad se anida,
Y el cielo alegre a su ventura ríe.
¡Vivid, padres del canto! No la tierra
Tan ingrata será,
que al hondo olvido
Dé la memoria de los faustos
días
Que nuestras bellas fábulas recuerdan.
No la dará: si vuestros nombres mueren,
Será
allá cuando el mundo hecho pedazos
En el estrago
universal esconda
Los nombres que sus ámbitos llenaron.
Y este precioso don, que al arte un día
Debió la especie entera, en todos tiempo
Le goza
el hombre. Dime: allá en tu infancia,
¿Quién
suavizaba y de risueñas flores
De la instrucción
la senda te cubría,
Sino su halago? Sus grandiosos
himnos
Te elevan al Olimpo, sus canciones
Te inundan de
placer en tus festines;
Y abate luego, si a abatir te atreves,
La grandeza del genio que elevado
En generoso vuelo arde,
y te lleva
A ansiar, llorar, a suspirar consigo,
A amar
y aborrecer; que yo entre tanto,
Al ver los mundos que a
su arbitrio crea
Un numen bienhechor en él bendigo,
Y hombre, de un hombre en el grandor me elevo.
¿Serán
tal vez sus formas agradables
Y la eterna beldad de que
se ciñe
Las que en su oprobio a declamar te incitan?
¡Hombre feroz! en tu fatal dureza
Arranca al prado su vistosa
alfombra,
Su verdura a los árboles, y nunca
Las
auras templen el fogoso estío.
¡Ay! harto amargo
de la vida el cáliz
Es al hombre infeliz, para que
esquivo
También le niegues el escaso néctar
Que a veces baña de placer sus horas.
Y
no siempre su honor la poesía
Fundó en el
muelle acento y blando halago,
En los objetos frívolos
que ahora
Por nuestra mengua sin cesar la emplean.
Si es
que los ecos bélicos te agradan,
Si los hórridos
cantos de Tirteo
Aún quieres escuchar, vuela conmigo
Al campo de Mesenia, y en él mira
A los hijos de
Esparta desmayados
Volver la espalda al desigual combate.
Y escucha de repente cómo truena
El canto de la
guerra, y cuál discurre
De fila en fila, mortandad
nunciando,
Y ahuyentando el temor; mira encenderse,
Con
sus versos enérgicos airada,
La indignación
violenta, y de la patria
El amor sacrosanto, a cuyo nombre
O morir o triunfar los héroes juran.
«Pues os preciáis
de descender de Alcides
Amigos, alentad; ¿qué os
acobarda?
Sabed que nunca la oprobiosa fuga
Escudo fue
contra el rigor del hado;
Con hombres como vos es el combate.
¿De qué tembláis? Marchad; hermosa vida
Os
dará la victoria, eterno nombre
Si en la lid perecéis
el tiempo os guarda.»
Y al belísono acento enfurecida,
La muchedumbre intrépida se arroja.
Salta, acomete,
y el horror, y el fuego,
Y la muerte espantosa, que silvando,
Del dardo y lanza en el acero vuela,
Nada son a su ardor;
lucha, porfía,
A sus pies los soberbios baluartes
Húndense, y el laurel de la victoria
Ciñe
la patria a su robusta frente.
¡Ay! los
sagrados venerables días
No son aún en que
se torne al canto
Su generoso y sacrosanto empleo.
Pero
ellos brillarán yo, caro amigo,
Ya entonces no seré
nunca mi acento,
Hirviendo de entusiasmo, en grandes himnos
Se podrá dilatar, que grata escuche
Mi patria, y
que en la pompa de sus fiestas
El coro de los jóvenes
los cante,
El coro de las vírgenes responda,
Y el
eco lleve mi dichoso nombre,
Y todo un pueblo con furor
le aplauda.
¡Oh tú, cualquiera
que en mejores días,
Por don del cielo, de mi patria
seas
El solemne cantor! ¡Tú, a quien guardada
Tan
alta gloria está! Yo te saludo
¡Oh afortunado espíritu!
y te adoro
Vuelve, te ruego, la dichosa vista
Al fango
vil de que a salir en vano
Aspira mi ambición. No,
sus esfuerzos,
Sus débiles esfuerzos no podrían
Durar, llegar a ti. ¿Qué serán ellos
Si con
tu excelsa elevación se miden?
Escucha, empero, los
aplausos míos,
Que vuelan a mezclarse a la alabanza
Con que tu siglo ensalzará tu nombre;
Y recibe estas
lágrimas ardientes
De despecho y de envidia, que
mis ojos
Al contemplar en ti vierten ahora.
En
tanto pues que afortunado llega
Este tiempo, nosotros, dulce
amigo,
Demos nuestro desprecio a la insolencia
Del poderoso,
que, en su pompa hinchado,
Vincula en ella sus virtudes
todas;
Démosle al vil que ante sus pies se abate,
Y aquella frente que le dio el destino
Para mirar al sol
hunde en el polvo;
Más no suframos que los bellos
dones,
Tesoros del espíritu, se vean
Escarnecidos
nunca. Abandonemos
Tan delirante empeño a la ignorancia
O a la mediocridad, que insulta y muerde
El bronce de la
fama, en cuyos ecos
Jamás el mundo escuchará
su nombre.
(1798.)
En este melancólico retiro
Do la indulgente soledad me abriga,
Y con su sombra amiga
Templa el horror en que infeliz respiro,
¿Qué fúnebres
clamores
En confuso tropel hieren el viento
Y vienen a
mezclarse a mis dolores?
Callad, nuncios de muerte; ya mi
pecho,
De palpitar deshecho,
No es bastante al raudal de
la amargura,
Y el cáliz del dolor hasta las heces
Mi moribunda juventud apura.
¡Mísero!
¡Cuántas veces
Presente a algún festín,
cuando rodaban
Por la mesa las copas de Lieo,
Y en risa
y en placer nos inundaban,
Mi espíritu asaltado
De un súbito temor se estremecía,
«¡Si alguno
de nosotros pereciera!»
En mi interior decía,
Y
una indiscreta lágrima corría
Que atajaba
el deleite en su carrera.
¡Presagio de dolor, ya estás
cumplido!
Tendió la muerte sus horrendas alas;
Como
buitre voraz cayó en mi amigo,
Y en él sus
garras con furor clavando,
A la honda huesa le arrastró
consigo.
En vano, ¡ay Dios! en vano
El
bello sol, iluminando el día,
Derramará en
el mundo
Su benéfica lumbre y su alegría;
De su seno frugífero y fecundo
En vano los tesoros
Ostentará la tierra
¿Qué importa? A otros
darán la dulce vida,
No al ser helado que la tumba
encierra.
¡Con que será ya en vano
Clamar yo en el dolor: «¡Álzate, amigo;
Ven como
en otro tiempo a mí venías,
Cuando las ansias
mías
Templar lograban su amargor contigo;
Levántate
a valerme!» Que insensible
Me negará su oído,
Inmóvil a mi voz como esas rocas
Que rechazan mi
lúgubre gemido.
Sí; que
a nadie se atiende y se responde
En ese seno misterioso
donde
Lejos del mundo el infelice vaga.
Pero el mundo me
oirá, y enternecido
Dará que satisfaga
Mi
luto y mi deber... ¡Oh lira mía!
Ven en mi afán
a acompañarme, y demos
A mi infeliz amigo
El canto
de alabanza; que se vea
Su alma bella en mis versos retratada,
Y eterna al mundo su memoria sea.
¿Qué
sirve, empero, recordar ahora
De su hermosa virtud la alta
esperanza?
Cuando el viento fatal de mediodía
De
las arenas líbicas se lanza,
Y el seno de la Bética
azotando
Con ala abrasadora,
La floreciente mies tala y
devora,
¿Acaso la abundancia que esperaba
Podrá
aliviar al labrador que llora?
¡Ah! ¡Son tan pocos los felices
pechos
En que se anida la virtud! ¡Tan pocos
Aquéllos
en que enciende
Entusiasmo y valor!... ¡Un día, un
hora,
Un momento infeliz hunde en el polvo
La esperanza
y delicias de los buenos!
¡Y los perversos viven y se ríen,
De todo miedo y sobresalto ajenos!
Huye
pues, lira, de mi débil mano,
Ya que aliviarme en
mi aflicción no alcanzas
Dolor manda la muerte, y
no alabanzas,
Dolor y luto y lágrimas. ¡Oh amigos!
Venid, cercadme; y sosteniendo todos
Mi vacilante paso,
Hasta la tumba lúgubre lleguemos.
En ella plantaremos
Un fúnebre ciprés; mi amargo lloro
Le regará,
mi diligente mano
Le hará crecer, y su enlutada sombra
Cubrirá la inscripción, que en letras de oro
Diga: «Al hombre sensible, al fiel amigo,
Al exaltado patriota...
«Un día
Vendrá que el pasajero,
Cuando este
triste monumento mire,
Sobre él contemple a la virtud
llorando,
Y de respeto y lástima suspire.
¡Ay!
¿Qué resta a mi vida, amigos míos,
Sino hiel
y dolor? Tal vez la parca,
Que en él se probó
a herirnos, inflexible
Ya la segunda víctima señala.
¿Quién de nosotros?... ¿Y será posible
Que
destinado a contemplar me vea
De unos y otros el fin, llorar
a todos,
Y verme en todos acabar? ¡Oh muerte!
Ven a mí
de una vez: tu horrenda saña
Descargue al punto la
fatal guadaña,
Y no me guarde a tan acerba suerte.
convidándole a gozar del campo.
Tú, a quien el cielo con benignos
ojos
Miró desde el nacer; tú, en cuyo
pecho
Imprimió la virtud, y en larga mano
El don
divino de pintarla diera,
Nicasio respetable, ¿por qué
tardas,
Y a la amistad que ansiosa te desea
No te abandonas?
De enlazados ramos
Espacioso dosel ora me ampara
Del crudo
ardor del polvoroso estío,
Y los inquietos céfiros,
vagando
En dulce fresco, en movimiento y vida,
Los senos
bañan del jardín. Mi mente
Desalada entre
tanto hacia ti vuela;
Vuela hacia ti, que a tu pesar sumido
En ese abismo pestilente y ciego,
Los campos y las selvas
solitarias
Buscas, y aún dudas, y a gozar te niegas
Placer tan puro y celestial conmigo.
¡Oh!
No tardes, no tardes: bien tus pasos
Lleves al bosque oculto,
bien la vista
Tiendas alegre en la abundosa vega
O la dulce
corriente te embelese
Del río encantador; todo te
llama
Con delicioso afán, todo convida
Tu enérgico
pincel. No aquí ambiciosa
Natura ansiara desplegar
su inmenso
Poder, y ornada en majestad sublime,
Nuestra
vista asombrar: guardó el espanto,
Guardó
el terrible horror allá do esconde
Su frente el Apenino
entre las nubes.
Cúbrenle en torno las eternas nieves
Que en vano bate el sol: si el viento suena,
Es proceloso
el austro, en cuyas alas
Retumba el trueno; entonces los
torrentes
Bajan furiosos a asolar los valles.
¿Qué
es allí el hombre? Estremecido y solo
Atónito
se para, y no cabiendo
Impresión tan soberbia en
sus sentidos,
Al mudo pasmo y confusión se entrega.
Graciosa, empero, aquí, dulce,
apacible,
Sus dones todos liberal reparte
Naturaleza, y
con placer se ríe.
Tal la beldad en su primer oriente,
De gracias solo y suavidad bañada,
Suele más
tierna embelesar los ojos,
Y el corazón herir. Nicasio,
el mío
Más amó siempre que admiró.
Do quiera
Ternura aquí y amor. ¡Oh cuántas
veces,
Cuántas, mirando las sociales vides
Enlazarse
a los olmos, y lozanas
Entre los ramos de su verde apoyo
Sus hojas ostentar y alegre fruto,
En dulce llanto se bañó
mi pecho!
¡Cuántas pavesas del incendio antiguo
Plácidas se avivaron! Los suspiros,
Las ansias tiernas,
la inquietud dichosa
Las delicias inmensas que algún
día
Me inundaron, ¡ay Dios! y acaso huyeron
Para
nunca volver; todas volaron,
Todas a un tiempo con igual
ternura
Me asaltaron allí: si desparece
Y huye el
amor, a la memoria acuden
Padre, hermanos y amigos, y en
un punto
Afectos mil que a penetrar mi seno
Aquel boscaje
solitario inspira,
Y absorto y melancólico me llevan.
Lejos allá su placentero ruido
La brillante cascada precipita
Por el senoso peñascal,
adonde
Su curso rompe murmurando el río.
Corro y
le miro ¡oh qué placer! furioso
Del dique opuesto
a su violencia en vano
Clamoroso agitarse, alzar la espalda,
Luchar, vencer, hervir, y en alba espuma
Deshecho y raudo
arrebatarse al llano.
Vaga la vista entre los dulces juegos
Que mil y mil con variedad graciosa
Mágica el agua
a su mirar presenta.
Bañan en ella sus sedientas
alas
Los apacibles céfiros, y llenos
De su grato
frescor, ea vuelo alegre
Van a esparcirla a la tendida vega;
Mientras en dulce gratitud riendo,
La dócil caña
el intratable espino
Y el álamo gentil en la ribera
Sus ramos tienden a besar las ondas:
Ondas
preciosas que el colono activo
Supo en raudales dividir,
y en ellos
Llevar la vida y la abundancia al campo.
Siquiera
el cielo en su rigor se obstine
En negar el vivífico
rocío,
Don de las nubes, los endebles diques
Rompe
seguro el rústico, y al punto
Vieras la tierra que
inundada embebe
El cristalino humor; y fuerzas nuevas
Con
él cobrando, engalanar su frente
Un fruto y otro
fruto, y cien tras ellos.
Así la
vista por do quier se baña
En verdura eternal; así
Pomona
Tiende su manto, y pródiga derrama
Del almo
cuerno el celestial tesoro.
¿Qué mucho si su templo
delicioso
Le plugo aquí sentar, y aquí adorada
Del hombre ser? Todo la acata. El río.
En dos partido,
con ardor la ciñe,
Y ella en sus brazos y en su amor
se goza.
Yo allí, mientras los árboles se
mecen
Al son del viento, en tanto que a sus hombros
Sube
contento las opimas cargas
El hortelano, y las zagalas ríen
En trises alegre y bullicioso juego,
Llego al altar de
la deidad que en medio
Reina ostentando su silvestre pompa,
Y a reverencia y religión me inclina.
¡Arboles prodigiosos!
¡Cuál la mente
Que así os quiso agrupar? Cuál
fue la mano
Que así os plantó? De majestad
vestido
El añoso nogal, su cima alzando,
Hasta la
cumbre del Olimpo alcanza;
Sube, y en su ambición
tiende los brazos
Lejos de sí, cual si ocupar con
ellos
De la esfera los ámbitos quisiera;
Y eternos
a par de él, y a par sublimes,
Seis lúgubres
cipreses los lujosos
Ramos le cercan, y en su faz sombría
La luz quebrantan del ardor febeo.
¡Oh
delicias! ¡Oh magia! ¡Oh cómo hundida
Bajo esta hermosa
bóveda se lleva
La mente a meditar! ¡Cuál
se engrandecen
Sus pensamientos! Y a la par mirados,
¡Cuán
breve el hombre, y su poder, su gloria,
Toda su pompa! ¡Oh
qué de veces vieron
De su opulento dueño aquestos
troncos
La afanosa inquietud! ¡Cuántas en vano
Con
su grato silencio le brindaban
Al reposo, a la paz; y él
orgulloso
En pos del mando y la ambición corría!
¡Qué de delitos no abortó el insano
Para
saciar su ardor! Bañóse en sangre,
Domó
la tierra, y ¿qué logró? Estas plantas
Le
vieron perecer, y ellas quedaron:
Quedaron a esparcir sus
ramos bellos
Sobre mí, que inclinado y reverente
Canto su gloria; y vivirán: testigos
Serán
¡ay! de mi fin cuando a su ocaso
Llegue el aliento de mi
endeble vida.
Todo al tiempo sucumbe: ellas un día,
Ellas también... ¡Ah bárbaro! repara
La inclemente
segur; muévante al menos
Su sacro horror, su venerable
sombra,
Su augusta ancianidad. Pudo hasta entonces
Respetarlas
el tiempo, ¿y tú atrevido
Su hojosa copa abatirás?
Detente,
Detente, y no en un punto así destruyas
La gloria del verjel. Nogal frondoso,
Altos y melancólicos
cipreses,
Para siempre vivid, y que el ingrato
Cuya mano
sacrílega se atreva
Vuestros troncos a herir, jamás
encuentre
Sombra refrigerante en el estío
Cuando
le hostigue el sol; nunca reposo,
Nunca halle paz, y de
su injusto pecho
Huya por siempre la inocencia amable
Que
en el campo y los árboles se abriga.
Lejos,
empero, de la frente mía
Tan lúgubre pensar.
Adiós, cipreses,
Pomona, adiós: los álamos
del bosque
Ya con su dulce amenidad me llaman.
Salve, repuesto
valle; el sol ardiente
Me hirió al venir, y fatigado
el pecho
Late anhelante, y con dolor respira.
Acógeme
en tu seno; que tu yerba
Verde, abundosa, a mis cansados
miembros
Sirva de alfombra; que el murmullo blando
Del
grato arroyo en agradable sueño
Me envuelva y me
regale, y que sacuda
Favonio en tanto el delicioso néctar
De su frescura, y mi sudor enjugue.
¡Ah! que ni aquí
del velador cuidado
El tósigo alcanzó, ni
las espinas
Del miedo agitador su punta emplean.
Todo es
sosiego: al despertar, las aves
Con su armónico acento
en mis oídos
Los ecos llevan del placer; las auras,
Árboles, cielo y arroyuelo y prado,
Todo me halaga
y a mi vista ríe.
Mientras la fuente retirada y pura
Me ofrece el cáliz de sus ondas frías
A mitigar
mi sed; y yo, embebido
Con himnos mil, en mi delirio ciego
A sus graciosas náyades imploro.
¡Oh
Gesner! ¿dónde estás? Tú, a quien desnuda
Y llena de gracia y de inmortal belleza
Natura se mostró;
tú, que inspirado
Fuiste de la virtud; tú,
que en las selvas
La paz y la inocencia y los amores
Tan
dulcemente resonar hacías,
¡Divino Gesner! ven; lleva
mis pasos
Y enséñame a gozar. Contempla el
suelo
Cuál nuestra planta engaña, y cuán
hermoso
Se hunde aquí, se alza allá, forma
ora un llano,
Después un seno; a la alameda vuelve
La vista embelesada, y mira en ella
Las gracias revolar;
ve la ternura
Con que al abrigo del robusto padre
Del recio
invierno y rigoroso estío
Los pequeñuelos
árboles se amparan.
Pregunta al blando céfiro,
que vuela
En sus copas dulcísimas moviendo
Los sones
del amor, cuántas zagalas
Asaltó aquí
festivo, y cuántas veces,
De su recato virginal burlando,
Besó su frente y se empapó en su seno.
Pídele
los tiernísimos suspiros
Que, llevados en él,
por esta selva
Andan vagando, y las querellas tristes
Que
el eco sordamente repetía.
Dímelo,
¡oh dulce fuente! Así tu curso
Siempre abundante
y puro, coronado
Eternamente de verdor se vea,
Las veces
di que el amador inquieto
Sus ansias vino a consultar contigo.
Aquí, en tus verdes márgenes sentado,
Tal
vez se vio de la beldad que ansiaba
Gratamente acogido,
y tal vez ella,
Tímida, tierna, de rubor teñida,
Le declaró su amor, y de sus ojos
Se escapó
alguna lágrima que en vano
Luchó por contener;
allá más lejos,
Dentro de aquella gruta solitaria
Que guarda el olmo en cavidad sombría,
¡Quién
sabe si el placer!... ¡Oh ameno valle!
No tenías,
no, que a revelar se atreva
Mi lengua tus misterios silenciosos;
Basta la envidia en que encender me siento,
Basta el encanto
en que tu amor me inunda.
¿Y tú
tardas, Nicasio? ¿Y con tan puros,
Tan mágicos placeres
te convida
El campo, y tú le esquivas? Corre, vuela
Antes que el año en su incansable curso
Lleve al
verano y al verdor consigo.
Cuidadoso el jardín te
guarda flores;
Ven a gozarlas: si se agosta alguna,
Yo
con los ojos del dolor la sigo,
Y pienso en ti, que su esperanza
engañas
Huye con pie veloz esos lugares,
Digna morada
de los tigres fieros
Que los habitan, do respiran sólo
El negro horror que en sus entrañas ceban
De donde
huyó el sosiego, huyó por siempre
La dulce
confianza; el pensamiento,
De la opresión sacrílega
amagado,
No se atreve a romper el claustro oscuro
En que
le hundió el temor; y las palabras,
Cuando son de
virtud, sordas, temblando,
Do quier hallar con la maldad
recelan.
¡Oh pechos sin virtud! Jamás
preciaron
Los campos y las selvas que enmudecen
Cuando
sus plantas con desdén las huellan.
Sí, que
el sublime y celestial lenguaje
De natura entender sólo
fue dado
A la inocente sencillez, y en ellos
Los vicios
viles y execrables moran
De esclavos a tiranos. Dulce amigo,
Húyelos, y rendido a mis plegarias
Ven a acogerte
a mi apacible asilo:
Los árboles no venden, los arroyos
No aprenden a mentir; sereno el aire,
Sereno el cielo,
a respirar te brindan
En grata libertad: aquí segura
Podrá tu mente en sus grandiosas alas
El vuelo descoger;
ora en los valles
Perderáste embebido, ora sonando
Tu lira de oro, invocarás las musas,
Y las musas
vendrán; ellas amigas
Del campo siempre y soledad
han sido.
Y en tanto que suspensa, embelesada,
La esfera
atienda a tu sublime canto,
Yo, templando la cítara
a tu ejemplo,
Mi humilde acento ensayaré contigo.
(1797)
CORO.
¡Compañeros, silencio! El aura inquieta
Agita ya las cuerdas de la lira
Que anhela por sonar: cante
el poeta,
Y que obedezca al numen que le inspira.
POETA.
Cantar, yo cantaré; mas ¿por ventura
Queréis
también que a interrumpir me atreva
Su curso hermoso
a tan sereno día?
¿Queréis que la voz mía
En sus robustos tonos,
como ya lo acostumbra, airada y
fiera,
Rayos despida a los soberbios tronos?
¡Vano tesón!
Los hombres olvidados,
Como se llevan a la mar los ríos,
A la vil servidumbre así se llevan,
Y con sus hombros
la injusticia elevan.
Allá se avengan; a los pies
se humillen
De la siempre insolente tiranía,
En
tanto que nosotros consagramos
Las horas al placer y a la
alegría.
Bebamos pues; nuestro apacible acento,
Fuerzas cobrando en el licor divino,
Salga más grande
a penetrar el viento,
Suba mas dulce a celebrar el vino.
CORO.
Bebamos pues; nuestro apacible acento,
Fuerzas cobrando
en el licor divino,
Salga mas grande o penetrar el viento,
Suba mas dulce a celebrar el vino.
POETA.
Cuando inspirado
el lírico latino,
Glorias de Baco en su laúd
cantaba,
El oriente a su carro encadenaba,
Que de tigres
fierísimos uncía.
¿Quién al dios de
la risa y la alegría
En tan terrible pompa conociera?
¿Quién sin dolor contemplara a Lieo,
Ya llenando
de horror los horizontes
Cuando apedaza bárbaro a
Penteo,
Ya hinchendo en frenesí madres y esposas,
Y al grito de las Ménades furiosas
Las cavernas
bramar, y arder los montes?
¡Triste alabanza! ¡Cántico
inhumano!
Odiar, matar, despedazar furioso
Son dones propios
de cualquier tirano.
Más le quiero yo ver la sien
ceñida
De pámpanos pacíficos, riendo,
En brazos de su Ariadna reclinado,
Besando a veces su turgente
seno,
y a su presencia amiga
Desterrando el mortífero
veneno
Del esquivo cuidado y la fatiga.
¿Quién basta
¡Oh Baco! a celebrar tus dones?
Tú, cuando braman
las pasiones ciegas
A modo de huracán dentro del
pecho,
Eres iris de paz que las sosiegas.
Tu aliento al
afligido
Las dolorosas lágrimas enjuga,
Y a la desconfianza
sospechosa
La encapotada frente desarruga.
¿Qué
más? Hasta el esclavo
Vilmente atado a la servil
cadena,
Cuando el ardor de tu licor le llena,
Sacudiendo
su pena, alegre canta,
Y a su señor insulta,
Y al
Olimpo la frente audaz levanta.
¡Prodigio sin igual! ¡Digna
victoria
Del rubio dios que del oriente vino!
Bebamos en
su honor, suya es la gloria.
-¡Gloria sin fin al inventor
del vino!
CORO.
¡Prodigio sin igual! ¡Digna victoria
Del
rubio dios que del oriente vino!
Bebamos en su honor, suya
es la gloria.
-¡Gloria sin fin al inventor del vino!
POETA.
Mas ya no basta a contener mi acento
Este breve horizonte,
ya ambicioso
Otros más anchos ámbitos desea.
¡Oh, si el eco de paz yo dar al viento
Pudiese, y que a
mi voz quedase ocioso
El hierro que aterrando centellea!
Dame tu aliento, ¡oh Baco! dame el vuelo
De los bóreas
alígeros, y al punto
Arrebátame allá
donde irritado,
Con sangre hinchado y la corriente aun roja,
Al mar helado el Vístula se arroja.
Tres déspotas
allí mandan la muerte
¡Sacrílegos! Al tiempo
Que hace el genio del mal paz con el mundo,
Que todo vive
y por vivir anhela,
Ellos matan: ¡qué horror! -Ved
al oriente
La primavera hermosa
Mostrar festiva su purpúrea
frente.
La copa de los árboles pomposa
Grata sombra
nos da, nido a las aves,
Y dulce juego al céfiro
lascivo.
Brillante el sol, desde su excelsa cumbre
Inunda
al universo
En torrentes de lumbre;
Mientras la flor brotando
el prado esmalta,
Y en la torcida madre que le encierra
Por guijas de oro el arroyuelo salta.
¿Dónde el
Vístula fue? ¿Dónde la guerra?
Cual cometa
a mi vista aparecieron,
Como prestos relámpagos huyeron.
¡Oh! no vuelvan jamás: perdí el camino;
Le
cobraré bebiendo; y que mi canto,
En vez de daros
belicoso espanto,
Os dé el encanto que respira el
vino.
CORO.
¡Oh! no vuelvan jamás: perdió el
camino,
Que le cobre bebiendo; y que su canto,
En vez de
darnos belicoso espanto,
Nos dé el encanto que respira
el vino.
POETA.
Brindemos; ¿y por quién? Por la hermosura.
¿No veis al rebullir del fresco viento
Y a la vivaz fragancia
de las flores
Despertar en enjambres los amores?
Que cada
cual al punto por su amiga
Beba, que cada cual la encuentre
siempre
Más fresca y más hermosa
Que por
abril la rosa;
Siempre brillante y pura
Como es brillante
el sol, puros los cielos.
Nunca sospecha o ponzoñosos
celos
Osen romper tan amorosos lazos;
Que a sus abrazos
cedan los abrazos
Del álamo y la vid, y que a sus
besos
Cedan también en fuego y en dulzura
Las deliciosas
chispas centellantes
Que ora en este licor mi labio apura.
Bebamos: acordémonos que un día
Dijo riendo
Venus a Lieo:
«Tu ardor va a par con la belleza mía;
Tú igualas el poder con el deseo.»
CORO.
Bebamos:
acordémonos que un día
Dijo riendo Venus a
Lieo:
«Tu ardor va a par con la belleza mía;
Tú
igualas el poder con el deseo.»
POETA.
Mas dejemos a amor:
amor se agrada
En el silencio, y delicado y niño,
Hasta el aire le ofende, y goza solo.
La amistad es social:
próvido el cielo,
Dio a la dulce amistad ser el consuelo,
Ser el encanto de la humana vida...
¡Ay! ¿por qué,
amigos míos,
Por qué esta amarga lágrima
vertida
Mi inflamada mejilla baña ahora?
¿En dónde
están los pérfidos que un día
Con horrenda
traición mi amor pagaron,
Y a modo de asesinos?...
¡Ah infelices!
Jamás su alma alevosa
Tendrá
ya este placer, esta alegría
Que ora tan pura en
mi interior rebosa.
Volvedme el vaso a henchir, brindad
conmigo
Y otra vez le apurad. Por este cielo,
Por este
sol que nos alumbra y mira,
Por este puro céfiro
que espira
Y en mi frente el sudor volando orea,
Por el
vivo placer que nos recrea,
Tocad las copas, y juremos todos
Que tan dulce amistad eterna sea.
No importa al juramento
estar beodos;
No importa, no; jurad, bebed sin tino;
Vuelva
el aplauso, la algazara vuelva,
Hierva en los vasos rebosando
el vino,
Y a voces torne a retumbar la selva.
CORO.
Vuelva
el aplauso, la algazara vuelva,
Hierva en los vasos rebosando
el vino,
a voces torne a retumbar la selva.
(Abril de 1807.)
¿Será que siempre la ambición
sangrienta
O del solio el poder pronuncie solo,
Cuando
la trompa de la fama alienta
Vuestro divino labio, hijos
de Apolo?
¿No os da rubor? El don de la alabanza,
La hermosa
luz de la brillante gloria,
¿Serán tal vez del nombre
a quien daría
Eterno oprobio o maldición la
historia?
¡Oh! despertad: el humillado acento
Con majestad
no usada
Suba a las nubes penetrando el viento
Y si queréis
que el universo os crea
Dignos del lauro en que ceñís
la frente,
Que vuestro canto enérgico y valiente
Digno también del universo sea.
No
los aromas del loor se vieron
Vilmente degradados
Así
en la antigüedad; siempre las aras
De la invención
sublime.
Del genio bienhechor los recibieron.
Nace Saturno,
y de la madre tierra
El seno abriendo con el fuerte arado,
El precioso tesoro
De vivífica mies descubre al
suelo,
Y grato el canto le remonta al cielo,
Y Dios le
nombra de los siglos de oro.
¿Dios no fuiste también
tú, que allá un día
Cuerpo a la voz
y al pensamiento diste,
Y trazándola en letras, detuviste
La palabra veloz que antes huía?
Sin
ti se devoraban
Los siglos a los siglos, y a la tumba
De
un olvido eternal yertos bajaban.
Tú fuiste: el pensamiento
Miró ensanchar la limitada esfera
Que en su infancia
fatal le contenía.
Tendió las alas, y arribó
a la altura
De do escuchar la edad que antes viviera,
Y
hablar ya pudo con la edad futura.
¡Oh gloriosa ventura!
Goza, genio inmortal, goza tú solo
Del himno de
alabanza y los honores
Que a tu invención magnífica
se deben:
Contémplala brillar; y cual si sola
A
ostentar su poder ella bastara,
Por tanto tiempo reposar
natura
De igual prodigio al universo avara.
Pero
al fin sacudiéndose, otra prueba
La plugo, hacer
de sí, y el Rin helado
Nacer vio a Guttemberg. «¿Con
que es en vano
Que el hombre al pensamiento
Alcanzase escribiéndole
a dar vida,
Si desnudo de curso y movimiento,
En letargosa
oscuridad se olvida?
No basta un vaso a contener las olas
Del férvido Océano,
Ni en sólo un
libro dilatarse pueden
Los grandes dones del ingenio humano:
¿Qué les falta? ¿Volar? Pues si a natura
Un tipo
basta a producir sin cuento
Seres iguales, mi invención
la siga:
Que en ecos mil y mil sienta doblarse
Una misma
verdad, y que consiga
Las alas de la luz al desplegarse.»
Dijo, y la imprenta fue; y en un momento
Vieras la Europa atónita, agitada
Con el estruendo
sordo y formidable
Que hace sañudo el viento
Soplando
el fuego asolador que encierra
En sus cavernas lóbregas
la tierra.
¡Ay del alcázar que al error fundaron
La estúpida ignorancia y tiranía!
El volcán
reventó, y a su porfía
Los soberbios cimientos
vacilaron.
¿Qué es del monstruo, decid, inmundo y
feo
Que abortó el dios del mal, y que insolente
Sobre el despedazado Capitolio
A devorar el mundo impunemente
Osó fundar su abominable solio?
Dura,
sí; más su inmenso poderío
Desplomándose
va; pero su ruina
Mostrará largamente sus estragos.
Así torre fortísima domina
La altiva cima
de fragosa sierra
Su albergue en ella y su defensa hicieron
Los hijos de la guerra,
Y en ella su pujanza arrebatada
Rugiendo los ejércitos rompieron.
Después
abandonada,
Y del silencio y soledad sitiada,
Conserva,
aunque ruinosa, todavía
La aterradora faz que antes
tenía.
Mas llega el tiempo, y la estremece, y cae;
Cae, los campos gimen
Con los rotos escombros, y entre
tanto
Es escarnio y baldón de la comarca
La que
antes fue su escándalo y espanto.
Tal
fue el lauro primero que las sienes
Ornó de la razón,
mientras osada,
Sedienta de saber la inteligencia,
Abarca
el universo en su gran vuelo.
Levántase Copérnico
hasta el cielo,
Que un velo impenetrable antes cubría,
Y allí contempla el eternal reposo
Del astro luminoso
Que da a torrentes su esplendor al día.
Siente bajo
su planta Galileo
Nuestro globo rodar, la Italia ciega
Le da por premio un calabozo impío,
Y el globo en
tanto sin cesar navega
Por el piélago inmenso del
vacío.
Y navegan con él impetuoso,
A modo
de relámpagos huyendo,
Los astros rutilantes; más
lanzado
Veloz el genio de Newton tras ellos,
Los sigue,
los alcanza,
Y a regular se atreve
El grande impulso que
sus orbes mueve.
«¡Ah! ¿qué te
sirve conquistar los cielos,
Hallar la ley en que sin fin
se agitan
La atmósfera y el mar, partir los rayos
De la impalpable luz, y hasta en la tierra
Cavar y hundirte,
y sorprender la cuna
Del oro y del cristal? Mente ambiciosa,
Vuélvete al hombre.» Ella volvió, y furiosa
Lanzó su indignación en sus clamores.
«¡Con
que el mundo moral todo es horrores!
¡Con que la atroz cadena
Que forjó en su furor la tiranía,
De polo
a polo inexorable suena,
Y los hombres condena
De la vil
servidumbre a la agonía!
¡Oh! no sea tal. «Los déspotas
lo oyeron,
Y el cuchillo y el fuego a la defensa
En su
diestra nefaria apercibieron.
¡Oh insensatos!
¿qué hacéis? Esas hogueras,
Que a devorarme
horribles se presentan
Y en arrancarme a la verdad porfían,
Fanales son que a su esplendor me guían
Antorchas
son que su victoria ostentan.
En su amor anhelante
Mi corazón
extático la adora,
Mi espíritu la ve, mis
pies la siguen.
No: ni el hierro ni el fuego amenazante
Posible es ya que a vacilar me obliguen.
¿Soy dueño
por ventura
De volver el pie atrás? Nunca las ondas
Tornan del Tajo a su primera fuente
Si una vez hacia el
mar se arrebataron
Las sierras, los peñascos su camino
Se cruzan a atajar; pero es en vano;
Que el vencedor destino
Las impele bramando al Océano.
Llegó
pues el gran día
En que un mortal divino, sacudiendo
De entre la mengua universal la frente,
Con voz omnipotente
Dijo a la faz del mundo: «El hombre es libre.»
Y esta sagrada
aclamación saliendo,
No en los estrechos límites
hundida
Se vio de una región; el eco grande
Que
inventó Guttemberg la alza en sus alas;
Y en ellas
conducida,
Se mira en un momento
Salvar los montes, recorrer
los mares,
Ocupar la extensión del vago viento,
Y sin que el trono o su furor la asombre,
Por todas partes
el valiente grito
Sonar de la razón. « Libre es el
hombre.»
Libre, sí, libre: ¡oh
dulce voz! Mi pecho
Se dilata escuchándote, y palpita,
Y el numen que me agita,
De tu sagrada inspiración
henchido,
A la región olímpica se eleva,
Y en sus alas flamígeras me lleva.
¿Dónde
quedáis, mortales
Que mi canto escucháis?
Desde esta cima
Miro al destino las ferradas puertas
De
su alcázar abrir, el denso velo
De los siglos romperse,
y descubrirse
Cuanto será. ¡Oh placer! No es ya la
tierra
Ese planeta mísero en que ardieron
La implacable
ambición, la horrible guerra.
Ambas
gimiendo para siempre huyeron
Como la peste y las borrascas
huyen
De la afligida zona, que destruyen,
Si los vientos
del polo aparecieron.
Los hombres todos su igualdad sintieron,
Y a recobrarla las valientes manos
Al fin con fuerza indómita
movieron.
No hay ya ¡qué gloria! esclavos ni tiranos;
Que amor y paz el universo llenan,
Amor y paz por donde
quier respiran,
Amor y paz sus ámbitos resuenan.
Y el Dios del bien sobre su trono de oro
El cetro eterno
por los aires tiende;
Y la serenidad y la alegría
Al orbe que defiende
En raudales benéficos envía.
¿No la veis? ¿No la veis? ¿La gran columna
El magnífico y bello monumento
Que a mi atónita
vista centellea?
No son, no, las pirámides que al
viento
Levanta la miseria en la fortuna
Del que renombre
entre opresión granjea.
Ante él por siempre
humea
El perdurable incienso
Que grato el orbe a Guttemberg
tributa:
Breve homenaje a su favor inmenso.
¡Gloria a aquel
que la estúpida violencia
De la fuerza aterró,
sobre ella alzando
A la alma inteligencia!
Gloria al que,
en triunfo la verdad llevando,
Su influjo eternizó
libre y fecundo:
¡Himnos sin fin al bienhechor del mundo!
(Julio de 1800)
Presentándole una obra de escultura consagrada a su beneficencia.
Fiel la amistad, a tu presencia ofrece
Este precioso monumento, en donde
La reverente gratitud
te adora;
Él tu dulce atención humilde implora,
Y una mirada de favor merece,
Pues llega a ti como al Olimpo
sube,
Por manos inocentes enviada,
De grato incienso vagarosa
nube.
Pudo el cincel representar la gloria
De tu belleza, el poderoso halago
De tus ojos por siempre
abrasadores,
Y tu triunfo ostentar y tus victorias
De las
gracias en medio y los amores;
Mas era la amistad quien
le guiaba:
Ella dijo al artista: « De tu mano
Un monumento
singular espero,
Donde el genio del bien sólo respire;
Que de Alba la deidad en él se mire,
Y que por él
eternizada sea
La bondad celestial, inagotable,
Que su
apacible corazón recrea.
Y agradóse
el cincel en su tarea
Que al fin en ella a consagrar no
aspira
Aquellos hijos del poder que triste
La tierra siempre
y con terror admira.
Ellos del arte a profanar se atreven
El genio creador cuando en su gloria
Mandan tallar los
mármoles y bronces
Para eterno blasón de su
memoria.
Óyelo el arte esclavizado, y gime,
Y obedece.
¿Qué importa? El humo negro,
Que sus atroces crímenes
exhalan,
Allí fétido vaga; allí se
escuchan
Los ayes tristes que lanzar hicieron
Aquel honor
que sin pudor violaron,
Aquella fe que sin cesar mintieron;
La maldición del mundo, que oprimía
Su insolente
ambición... ¡Ah! vanamente
Los esconde la tumba:
ellos quisieron
Su fama eternizar; su fama vive,
Mas es
de eterna execración cargada
Y si la tierra a su
pesar los nombra,
O bien de oprobio y de baldón los
cubre,
O bien gimiendo y con dolor se asombra.
¡Oh,
cuán diversa suerte, amable amiga,
El cielo a ti
te preparó! Tu cuna
La humanidad y la amistad mecieron,
Y en ti encontraron sempiterno abrigo.
Creciste: tu poder
y alta fortuna,
Cual raudales de bien, siempre se vieron
Llevar el gozo y la piedad consigo.
¿Cómo o de dónde
tan sublimes dones
De tu nombre a la pompa se hermanaron?
La pompa, siempre de soberbia henchida,
Sólo a temor
y humillación convida;
Tú a agradecer y a
amar. Dígalo el eco
De ansiedad y dolor con que tu
nombre
De labio en labio sin cesar volaba
En estos tristes
dolorosos días
Que la dolencia por tu ser vagaba,
Cuando, como serpiente ponzoñosa
Por tus entrañas
débiles corriendo,
El mal las devoraba, y tú
gemías.
Las noches sucedían a los días,
Los días a las noches; y el esquivo
Dolor triunfaba
de tu endeble vida,
En su violencia atroz siempre más
vivo.
Huye ¡oh muerte cruel! De aquí destierra
Tu
faz odiosa y tu inclemente saña;
Hiera al perverso
la fatal guadaña,
Vengando de él a la ultraja
tierra,
Y perdona a su encanto... Oyólo el cielo.
Y el arte, que solícito empleaba
A par de ti su
infatigable anhelo,
Calmar pudo al dolor; la parca airada,
Que feroz amagándote ya estuvo,
Cedió, y
la mano en tu exterminio alzada
A su voz imperiosa se detuvo.
Vives en fin, y conservada fuiste
Al
amoroso llanto y los suspiros
De la amistad, a los fervientes
votos
Del agradecimiento. ¡Ah! si a la suerte
Plugo en
tal riesgo separar la hora
Que a tu hermoso vivir última
sea.
Arrójela bien lejos; y que entonces,
Sereno,
sin dolor, sin agonía.
Se parezca el momento de tu
sueño
Al dulce oscurecer de un bello día.
Morir es ley universal; no hay nadie
Que su sentencia redimir
consiga;
Pero ¿morimos, adorable amiga?
No; nuestro cuerpo,
que la tierra esconde,
Vive y da vida; nuestra mente vive,
La del sabio en sus libros, la del bueno
De sus acciones
en el grande ejemplo;
La virtud recordándolas se
eleva;
Gloria es su nombre, su memoria un templo.
Así
vivirás tú; cuando trocada
La suerte de los
pueblos, que ahora deben
A tu amoroso esmero su ventura,
Sientan soberbia a la opresión su azote
Sobre ellos
extender, ¡oh cuántas veces
De ti se acordarán!
¡Cuántas, postrados
Ante este grupo, adorarán
tu imagen,
Y dirán: «¿Dónde estás?
¿Cuál fue 1a mano
Que de tu amparo nos privó?»
Y gimiendo,
Y en llanto triste el pedestal regando,
Exclamarán:
«¡Oh Dios! si ella viviera,
Cesara nuestra mísera
amargura;
Lloráramos tal vez, y el llanto fuera
De dulce gratitud y de ternura.»
En los amargos días
Que
serán luto eterno en la memoria,
Y a los siglos remotos
indignada
Con hiel y llanto pintará la historia;
Cuando después de reluchar en vano
Con la dura opresión
en que gemía
La tierra, sin aliento al yugo indigno
El cuello pusilánime tendía;
Al tiempo que
el destino,
Las espantosas puertas desquiciando
Del imperio
del mal, sus plagas todas
Sobre España lanzaba,
Y ella míseramente agonizaba:
Yo entonces afligido,
«Pide, dije a mi espíritu, sus alas
A la paloma
tímida, inocente;
Tómalas, vuela, y huye a
los desiertos,
Y vive allí de la injusticia ausente.»
Al punto presurosas
Mis plantas se alejaron
A las sierras nevadas y fragosas,
Lindes eternos de las
dos Castillas.
Ya sus cimas hermosas
Mi pensamiento alzaban
Del fango en que tú ¡oh corte! nos humillas
Cuando
mis ojos la mansión descubren
Que en destinos contrarios
Es palacio magnífico a los reyes
Y albergue penitente
a solitarios.
En vano el genio imitador su gloria
Quiso
allí desplegar, negando el pecho
A la orgullosa admiración
que inspira;
«¡Artes brillantes, exclamé con ira,
Será que siempre esclavas
Os vendáis al poder
y a la mentira!
¿Qué vale ¡oh Escorial! que al mundo
asombres
Con la pompa y beldad que en ti se encierra,
Si
al fin eres padrón sobre la tierra
De la infamia
del arte y de los hombres?
¡Mas no es
tumba también!...» Y en esta idea
Embebecido el pensamiento
mío,
Quise al recinto penetrar, en donde
Bajo eterno
silencio y mármol frío
La muerte a nuestros
príncipes esconde.
¡Salud, célebres urnas!
En el oro,
En las pomposas letras que os coronan,
Decidme,
¿qué anunciáis? ¿Tal vez memorias,
Memorias,
¡ay! en que la mente opresa
Con el dolor presente
Pueda
aliviarse al contemplar las glorias
Que un tiempo ornaban
la española gente?
¡Sepulcros, responded!... Y de
repente
Vuélvense de la bóveda las puertas
Sobre el sonante quicio estremecido,
La antorcha muere
que mis plantas guía,
Y embargado el sentido,
Mil
terribles imágenes se ofrecen
A mi atemorizada fantasía.
Tú que ciñendo de laurel
la frente,
Con austero semblante
Y en perdurable verso
Presentas la verdad al universo,
Sin que el halago pérfido
te vicie
Ni el ceño de los déspotas te espante:
¡Oh Musa del saber! mi voz te implora;
Ven, desata mi labio,
en digno acento
Dame que pueda revelar ahora
Lo que vi,
lo que oí, cuánto escondido,
Sin que los hombres
a entenderlo aspiren,
Yace allí entre las sombras
y el olvido.
Un alarido agudo, lastimero,
El silencio rompió que hondo reinaba,
Mientras las
urnas lánguidas alumbraban
Pálida luz de fósforo
ligero.
Levanto al grito la aterrada frente,
Y en medio
de la estancia pavorosa
Un joven se presenta augusto y bello.
En su lívido cuello
Del nudo atroz que le arrancó
la vida
Aún mostraba la huella sanguinosa;
Y una
dama a par de él también se vía,
Que,
a fuer de astro benigno, entre esplendores
Con su hermosura
celestial sería
Del mundo todo adoración y
amores.
¿Quién sois? iba a decir, cuando a otra parte
Alzarse vi una sombra, cuyo aspecto
De odio a un tiempo
y horror me estremecía.
El insaciable y velador cuidado,
La sospecha alevosa, el negro encono,
De aquella frente
pálida y odiosa
Hicieron siempre abominable trono.
La aleve hipocresía,
En sed de sangre y de dominio
ardiendo,
En sus ojos de víbora lucía;
El
rostro enjuto y míseras facciones
De su carácter
vil eran señales,
Y blanca y pobre barba las cubría
Cual yerba ponzoñosa entre arenales.
Los
dos al verle con dolor gimieron:
Paráronse, y el
joven indignado,
«¿Qué te hicimos? ¡oh bárbaro!
exclamaba;
¿Conoces a tus víctimas?» «Respeta,
Dijo
el espectro, a quien el ser debiste
por el bien del Estado
al fin moriste.
Resígnate.»
EL PRÍNCIPE CARLOS.
¡Oh hipócrita! La sombra
De la muerte te oculta,
¿y aún pretendes
Fascinar, engañar? Cuando
asolados
Por tu superstición reinos enteros,
Yo
los osé compadecer, tú entonces
Criminal me
juzgaste, y al sepulcro
Me hiciste descender. Mas si en
el pecho
De un hijo del fanático Felipe
No pudo
sin delito haber clemencia,
¿Cuál fue, responde,
la secreta culpa
De esta infeliz para morir conmigo?
Ni
su sangre real, ni el ser tu esposa,
Ni su noble candor,
ni su hermosura,
De ti pudieron guarecerla.»-
Un
hondo
Gemido entonces penetró los aires,
Que al
desplegar sus labios dio la triste.
ISABEL DE VALOIS O DE
LA PAZ.
«¡Ay, prorumpió, de la que
nace hermosa!
¿Qué la valdrá que en su virtud
confíe
Si la envidia en su daño no reposa,
Y la calumnia hiriéndola se ríe?
Yo di al
mundo la paz, Paz me nombraron.
Quise al cruel que se llamó
mi esposo
Un horror impedir, y éste es mi crimen.
Pedí por ti con lágrimas; mis ruegos,
Cual
si de un torpe amor fuesen nacidos
Irritaron su mente ponzoñosa.
La vil sospecha aceleró el castigo,
Y sin salvarte,
perecí contigo:
¡Ay infeliz de la que nace hermosa!»
Dijo; y vertiendo lastimoso llanto,
En
los hombros del joven reclinada,
Sus ojos melancólicos
y bellos
Fijaba en él, y la amistad más viva,
La más noble piedad reinaba en ellos.
Entre sus
manos frías
Se miraba la copa envenenada
Que terminó
sus días,
Y el Príncipe en las suyas agitando
Un sangriento dogal, con faz terrible
A su bárbaro
padre atormentaba.
El tirano temblaba; en sordos ecos
Desesperados
ayes
Su boca despedía,
Y de sus miembros trémulos
En convulsiones hórridas
Brotaba a su despecho la
agonía.
Sí, nacer para el mal, romperse el
velo
De la ilusión que arrebató hacia el crimen,
Presentes ver las víctimas que gimen,
Ser odio,
execración del universo,
Mirar que niega la implacable
suerte
Todo retorno al bien; ¡ay! al perverso
Este infierno
tal vez en vida alcanza,
Si aún le sigue a los reinos
de la muerte,
¡Qué terrible, oh virtud, es tu venganza!
Sobrepujando en fin por un momento
La
agitación, y vuelto hacia su hijo:
FELIPE II.
«Cesa,
cruel, de atormentarme, dijo:
Tu muerte injusta fue; pero
el Estado
Con ella respiró. Si tú vivieras,
Rota la paz, turbada la armonía
De un imperio hasta
allí quieto y sereno,
Tú profanarás
su inocente seno
Con la atroz sedición, con la herejía.»
EL PRÍNCIPE CARLOS.
«Mandar, sólo
mandar, que se estremezca
La tierra a vuestro arbitrio,
éste es el orden,
Ésta la ley con que regís
al mundo
Tú y tus iguales, y al ahogar la vida
De
las naciones míseras que os sirven
Dais el nombre
de paz al desaliento
De la devastación. ¡Oh de Felipe
Hijos, nietos imbéciles, decidle
Qué resta
ya de la nación que un tiempo
Al mundo dominó
como señora.
Alzaos del polvo, y respondedle ahora.»
A los tremendos ecos
De la imperiosa
voz, que resonando
Fue como trueno bronco por los huecos
De aquellas tumbas, de repente abiertos
Sus mármoles,
tres sombras abortaron,
Que en vez de amor u horror, desprecio
sólo
Y piedad injuriosa me inspiraron.
Alzaba al
cielo sin cesar los ojos
Con apariencia mística el
primero,
Dejando el cetro en tanto por despojos
A un mercenario
vil, cuya avaricia,
Mientras más atesora, más
codicia.
Enjuegos, danzas, farsas distraído,
Y al
crótalo procaz dando el oído,
El segundo se
entrega a los placeres,
Y el reino y el deber pone en olvido.
Trémulo el otro respiraba apenas.
¡Oh Dios! ¿Y esto
era rey a tanto imperio?
Nulo igualmente a la virtud que
al vicio,
indigno de alabanza o vituperio,
La estrella
ingrata que su ser gobierna
Le destinó en el mundo
A impotencia oprobiosa, a infancia eterna.
Violos
Felipe, y en aquel momento
Lució en su faz la majestad
pasada
Violos, y dijo:
FELIPE II.
«¿Quiénes
sois? ¿Qué hicisteis
Del inmenso poder que se extendía
Con pasmo universal de polo a polo?
Tal os le di muriendo.
Al nombre hispano,
A su esplendor y bélica fortuna
Tembló el francés, se estremeció el
britano,
Y te oyó con terror la media luna.»
FELIPE
III.
«Yo nací para orar: un solo
día
Quise mostrarme rey, y de sus lares
A las arenas
líbicas lanzados
Un millón de mis súbditos
se vieron.
Los campos todos huérfanos gimieron,
Llora la industria su viudez; ¿qué importa?
Su voz
no llegó a mí.»
FELIPE IV.
«Ya
el trono de oro,
Que a tanto afán alzaron mis abuelos,
Debajo de mis pies se derrocaba;
Mientras que, embebecido
entre festines
Yo, olvidando mi oprobio, respiraba
El aura
del deleite en los jardines.»
CARLOS II.
«Yo inútil...»
FELIPE II.
«Basta
ya; ¿quién hay que al verte
Pueda ignorar la deplorable
suerte
De este imperio, en tus manos moribundo?»
EL PRÍNCIPE
CARLOS.
«Aún no basta; responde: ¿a quién el
mundo
Te vio dejar el vacilante trono?
A quién diste
el poder de Austria?»
CARLOS II.
«A
la Francia.»
FELIPE II.
«¡A la Francia! A esa gente abominable,
Eterno horror de la familia mía!
¿Lo oyes, oh padre?
Las legiones fieras,
Que en San Quintín triunfaron
y en Pavía,
Bajo el yugo se ven de los vencidos.
¿Cómo España es tan vil, que lo consienta?
No hay duda, un astro pérfido, inclemente,
Se ha
complacido en eclipsar mi nombre,
Y el mundo en vano me
llamó el Prudente.»
Así
en estos inútiles clamores
Su confusión frenético
exhalaba,
Cuando las losas del sepulcro bendiendo
Se vio
un espectro augusto y venerable,
Que a los demás
en majestad vencía.
El águila imperial sobre
él tendía
Para dosel sus alas esplendentes,
Y en arrogante ostentación de gloria
Entre sus garras
fieras y valientes
El rayo de la guerra arder se vía,
Y el lauro tremolar de la victoria.
Un monte de armas rotas
y banderas
De bélicos blasones
Ante sus pies indómitos
yacía
Despojo que a su esfuerzo las naciones
Vencidas,
derrotadas, le rindieron.
Las sombras a su aspecto enmudecieron,
Y él, con fiero ademán vuelto al tirano,
Dijo:
CARLOS V.
¿Por qué culpar a las estrellas
De
esa mengua cruel? Por qué te olvidas
De tu ambición
fanática y sedienta,
Que de prudencia el nombre sacrosanto
A usurpar se atrevió? Yo los desastres
De España
comencé y el triste llanto
Cuando, espirando en Villalar
Padilla,
Morir vio en él su libertad Castilla.
Tú
los seguiste, y con su fiel Lanuza
Calló Aragón
gimiendo. Así arrollados
Los Dobles fueros, las sagradas
leyes
Que eran del pueblo fuerza y energía,
¿Quién,
insensato, imaginar podría
Que, en si abrigando corazón
de esclavo,
Señor gran tiempo el español sería?
¿Qué importaba después con la victoria
Dorar
la esclavitud? Esos trofeos
Comprados fueron ya con sangre
y luto
De la despedazada monarquía.
Mírala
entre ellos maldecirme a gritos.»
Y era
así; que agoviada con el peso
De tanto triunfo allí
se querellaba
Doliente y bella una mujer, y en sangre
Toda
la pompa militar manchaba.
El prosiguió:
CARLOS V.
«¿Las
oyes? Esas voces
De maldición y escándalo
sonando
De siglo en siglo irán, de gente en gente.
Yo el trono abandoné, te cedí el mando,
Te
vi reinar... ¡Oh errores! ¡Oh imprudente
Temeridad! ¡Oh
míseros humanos!
Si vosotros no hacéis vuestra
ventura,
¿La lograréis jamás de los tiranos?»
Llegaba aquí, cuando de la alta
sierra
Bramador huracán fue sacudido,
De tempestad
horrísona asistido,
Para espantar y combatir la tierra.
Derramóse furioso por los senos
Del edificio; el
panteón temblaba;
La esfera toda se asordaba a truenos;
A su atroz estampido
De liar en par abiertas
Fueron de
la honda bóveda las puertas:
Entraron los relámpagos,
su lumbre
Las sombras disipó, y enmudecido,
Y envuelto
yo en pavor, cobró el sentido,
Cual si con tanta
majestad quisiera
Solemnizar el cielo
La terrible lección
que antes me diera.
(Abril de 1805.)