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Seis novelistas en busca de una ciudad

José María Martínez Cachero


[Nota preliminar: (Publicado en el volumen colectivo Oviedo en el recuerdo, Oviedo, Instituto de Estudios Asturianos, 1992, pp. 167-181).]



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Muy novelada ciudad de Oviedo

Como si se tratara de un título que añadir a los efectivos o históricos que ya posee Oviedo -Muy Noble, Muy Leal, Benemérita, Invicta, Heroica y Buena Ciudad- la llamo en esta ocasión muy novelada porque los hechos cantan, quiero decir: el crecido número de narraciones que la tienen como lugar de la acción, y no siempre para bien ya que en algunas de ellas se ofrece una imagen de la ciudad -aspecto externo y talante de sus pobladores- harto desfavorable, cuyo ejemplo máximo sería el de Leopoldo Alas en La Regenta.

Se me impone por razones de espacio una selección de dicho conjunto, de acuerdo con criterios acaso no compartibles por muy personales; estos dos: 1º) exclusión de las obras debidas a escritores todavía (por fortuna) vivos y activos -es el caso en 1992 de Dolores Medio, Antonio García Miñor y Sara Suárez Solís-; 2º) reducción a sólo seis nombres, mayores y menores estéticamente hablando, de los narradores objeto de examen. Esos nombres corresponden a autores pertenecientes al siglo XIX -dos- y al XX -los cuatro restantes-. De este modo, el orden de su aparición en escena será el siguiente: Leopoldo Alas y Armando Palacio Valdés -primer apartado-, Andrés González Blanco, Néstor Astur Fernández, Francisco García Pavón y José María Jove -segundo apartado-, cónclave que forman tres asturianos de nación, dos personas a quienes   —104→   las nacieron (por circunstancias familiares) fuera de Asturias aunque es imposible negar su vinculación a la tierra de sus mayores -aludo a Leopoldo Alas y a Andrés González Blanco, zamorano y conquense, respectivamente- y un forastero -Francisco García Pavón, manchego con familia en Oviedo que decidió en los años 40 «hacer durante el verano un viaje a Asturias para escribir una novela de ambiente»-.

Llamándola por su nombre de pila; inventando para designarla topónimos muy diversos en cuanto a justificación y cuya fortuna sería también muy diferente, o denominándola por referencia a la Historia (ciudad de don Fraile), Oviedo está presente, con desigual consideración e importancia, en cada una de ellas, las cuales en su conjunto -cualquiera sea el tiempo en que se sitúa la acción narrada- parecen confirmar las siguientes palabras de Azorín, escritas en 1905, luego de haber sido huésped ovetense de su colega y amigo Ramón Pérez de Ayala1:

«En Oviedo no ocurre nada; todo está en una calma grata y profunda. Sobre las viejas casas de la ciudad pesa una historia gloriosa y milenaria. Los muros vetustos, de negras piedras, con negros escudos, reposan en un ambiente de paz y de vaga melancolía. Una gasa imperceptible empaña el aire y esfuma el lejano paisaje verde que aparece al volver una esquina».



Vetusta y Lacia

Mediado ya el siglo XIX sucede la acción de La Regenta y El Maestrante -185..., precisa don Armando a las pocas líneas de comenzado el capítulo primero de su novela; la revolución de septiembre de 1868, la «Gloriosa», constituye un recuerdo que emociona y llena de rabia a algunos liberales de Vetusta, afligidos ahora, tiempo de la Restauración canovista, por el mandato reaccionario de los conservadores-, por lo que la fisonomía externa o física de la ciudad elegida como escenario vendrá a ser sensiblemente análoga en ambos libros. Encontraremos así un recinto no demasiado espacioso, presidido por la torre de la Catedral y en el que   —105→   destacan algunas iglesias2 y varios palacios señoriales3; fuera del mismo ha comenzado recientemente a edificarse. Dicho recinto primitivo era el núcleo prestigiado por la devoción, la Historia y la aristocracia; solamente aquí podía tener condigno asiento la Vetusta distinguida que diría un gacetillero de El Lábaro. En ese reducto, con sólo tal cual salida de sus fronteras, pasa casi toda la peripecia de las novelas que nos ocupan; las calles de Santa Lucía, Cerrajerías, Altavilla y Carpio -en Palacio Valdés-, al igual que la del Comercio y de la Rúa o la plaza del Pan -en Leopoldo Alas-, son denominaciones toponímicas que se repiten una y otra vez y que allí han de ubicarse.

Extramuros de lo que «Clarín» llama la Encimada estaba naciendo otra distinta ciudad, cuando menos en su estructura material; los indianos, los enriquecidos y decididos vespucios, eran sus promotores. Cualquiera de nuestros dos novelistas guarda para estos hombres actitud y palabras de flageladora burla. Cuanto hacen y dicen don Frutos Redondo (en La Regenta) o don Santos (en El Maestrante) es ocasión de ridículo, pretexto para que se ejercite el reconocido humor de sus convecinos. El natural deseo de ascender en la escala social entrando en relación efectiva con la nobleza de sangre o con familias de pro merced a matrimonios de interés se pone en evidencia por Alas y por Palacio Valdés, quienes presentan en desigual careo, desventajoso para el osado pretendiente, a ambas partes; nada consigue don Frutos respecto de Ana Ozores y el enlace de Don Santos con Fernanda Estrada-Rosa se produce forzado por las circunstancias. Los habitantes de la nueva ciudad -la Colonia- aspiran a parecerse en todo o en casi todo a sus encopetados convecinos, modelo para ellos de finura y distinción.

Sobre Vetusta y sus alrededores, sobre Lancia y sus cercanías llueve buena parte del año con no escasa frecuencia; en ambas novelas se acusa   —106→   insistente y molesta la presencia de la lluvia. El Maestrante comienza por una bien mojada y ventosa secuencia nocturna con ruido de almadreñas como fondo musical; en un pasaje de La Regenta se dice que los vetustenses «son anfibios que se preparan a vivir debajo del agua la temporada que su destino les condena a este elemento [de octubre a abril]4».

Las condiciones climatológicas configuran en medida no despreciable el talante de la localidad en cuestión. Tanto en Lancia como en Vetusta resulta obligado pasar muchas horas bajo techo y el trato con los demás, un trato rutinario y externo, ha de efectuarse merced a las tertulias, las reuniones de confianza, los bailes en época señalada, la asistencia al teatro cuando hay compañía y también, si el tiempo no lo prohíbe, en paseos por el Bombé y el Espolón. El Casino, algunas residencias nobiliarias, ciertas casas de gente de viso o bien relacionada prestan albergue a semejantes expansiones donde se matan las horas, más bien aburridamente, jugando, danzando, murmurando. El inveterado humor de los nativos, a menudo cruel, encontraba allí acomodo propicio; la envidia, su aliada y acicate, era reina y señora. «Si a uno le tocaba la lotería, si a otro le daban un buen empleo, si el de más allá se casaba con una mujer rica o adquiría gran caudal con su industria, o se hacía famoso por su talento, la delicadeza exquisita de los habitantes de Lancia se sobresaltaba y procuraba, rebajando el dinero, el talento, la instrucción o la industria de su vecino, poner las cosas en su verdadero sitio [...]5».

Evadirse de esa grisura, mantenerse a salvo de semejante vegetar sin pena ni gloria había de ser tarea nada fácil. Muy contados son los personajes de La Regenta y de El Maestrante que se ponen a ello y bien por el peso plomizo de la circunstancia, bien por su propia y radical inseguridad acaban vencidos, anegados en la sucia y espesa ola multitudinaria. ¿Qué les acontece sino a Ana Ozores y a Fermín de Pas? Aburrimiento, necedad, estupidez son vocablos repetidos en La Regenta con significativa reiteración: sirven para matizar peyorativamente pensamientos,   —107→   sentimientos y acciones vetustenses. Fernanda Estrada-Rosa, la codiciada damisela personaje de El Maestrante, confiesa:

«¡Si viera usted cómo me aburro aquí! No puedo más; todo esto me fatiga... Qué aburrido es Lancia, ¿verdad? ¡Aquellos eternos paseos del Bombé! ¡Aquel Campo de San Francisco! ¡Aquella torre de la Catedral, tan negra y tan triste! Luego siempre las mismas caras6».



Más o menos atenidas a la realidad observada por los respectivos novelistas, Lancia y Vetusta, contrafiguras literarias del Oviedo de la segunda mitad del siglo XIX, no resultan imagen halagadora de la ciudad y de sus habitantes. Alas acomete una visión más amplia y completa, de superficie, fondo y trasfondo; a Palacio Valdés le importa sólo un caso particular (unas relaciones adúlteras y sus diversas vicisitudes) situado en localidad que conoce bien de cerca, pretexto esa ubicación para componer unas cuantas estampas marginales, a su manera reveladoras. Uno y otro, compañeros y amigos, ovetenses adoptivos, demuestran tener poca favorable idea de la «noble» y «heroica» capital del Principado.

Ablanedo y «La ciudad de don Fruela»

El narrador Andrés González Blanco (1886-1924) utilizó a su tierra de Asturias (aunque había nacido en Cuenca) como escenario de la acción de algunas novelas; llamaría a Oviedo con su propio nombre, unas veces, y, otras, lo designaría encubiertamente con el topónimo de su invención, Ablanedo -procedimiento que también aplicó a Gijón («Fabricia» en Julieta rediviva, 1912), Avilés («Valliniello» en Flor de Cantabria, 1920) y Luanco («Puertuco» en Regalo de Reyes, 1923 y Costareña en Las francesitas del café, 1923).

La referencia directa a Oviedo en la novela corta El americanín del automóvil (1922) muestra una ciudad en plenas fiestas de San Mateo; la víspera del día grande llega el personaje Ramón Canuedo, que se hospeda en el hotel de «La Colunguesa» y encuentra la ciudad llena de gente   —108→   pues allí están «congregadas» por mor de la ocasión «toda la ribadesellería, toda la luanquería, toda la langrería, toda la mierería, toda la infiestería». Canuedo y sus amigos, el matrimonio Donato-Palmira, pasean largamente por el Campo de San Francisco y una mañana, ella y Canuedo (que se entienden a espaldas del marido) van «de excursión» al Cristo de las Cadenas, ermita y paisaje convertidos en la más extensa mención ovetense de la novela, así como el episodio en uno de los decisivos de la peripecia; importa aquí el primero de ambos extremos y el párrafo que dice así:

«El paseo [desde Oviedo] era delicioso; se salía de la ciudad por la carretera de Buenavista y después se internaba uno por senderos de aldea, orlados de zarzamoras... En un pequeño otero, sobre peñascales bravíos, estaba la clara y linda ermita del Cristo... A lo lejos se perfilaba la ciudad irregular y tortuosa, con la torre de su catedral irguiéndose sobre las otras torres de iglesias varias: San Isidoro, el Monasterio de San Pelayo, el nuevo convento de las Salesas, la torre nueva y blanca de San Juan [mención ésta que fija la visión que se ofrece de la ciudad no antes de 1914, año en que se construye ese templo], la severa edificación de Santo Domingo; San Tirso no se veía, acurrucadito y encogido bajo las alas maternas de la Catedral...7»



Mayor poso ovetense hay en otra novela de Andrés González-Blanco, El veraneo de Luz Fanjul8, cuya acción se distribuye, casi a partes iguales, entre Ablanedo y la finca que la familia Fanjul tenía en una aldea del concejo de Siero; podemos situar cronológicamente dicha acción (aunque no se da ninguna referencia al respecto) a principios de este siglo, coincidiendo más o menos con los años en que el autor, estudiante en el Seminario9, era vecino de la ciudad. Por otra parte, el modo de vida que presenta como habitual de las gentes pequeño-burguesas, sus protagonistas,   —109→   muy fieles a determinados usos y costumbres, corresponde entre nosotros (más o menos) a la primera década del XX y, aunque conservado en algunas familias y en núcleos de población más bien reducidos hasta la Guerra Civil, estaba ya en trance de desaparición a causa de nuevas y distintas ideas. Ablanedo es, además, o así lo parece en manos del novelista, una ciudad poco poblada y, por lo mismo, silenciosa ya que en muchas de sus calles y plazas sólo de tarde en tarde pasa alguien -«por la desierta plaza apenas cruzaba nadie»-. La devoción religiosa, más abiertamente declarada en las mujeres, imprime carácter a Ablanedo que tiene mucho de levítica, pues en ella hay buen número de iglesias y conventos, diversidad de órdenes religiosas femeninas, abundancia de novenas y preside el conjunto un insistente toque de campanas, a su frente las de la Catedral.

En Ablanedo conviven casas de muy diferente apariencia y edad -«casas modernas, francas, expansivas, que parecen indicar la mutualidad de relaciones y la continua intercomunicación de la vida europea; casas que convidan a entrar a todo transeúnte [...]» y, a su lado, «las casas antiguas, estas buenas casas de provincia, amorosas, como una madre, hablan de hogar tranquilo, de familias piadosas, de vida morigerada»-; al novelista le da por pensar (y explicita su pensamiento) que las primeras suelen ser refugio de peligrosas rebeldías y de sucia inmoralidad, en tanto que sus compañeras constituyen un reducto de paz y de buenas costumbres.

Acá y allá son mencionados algunos parajes de la ciudad-escenario: el café Español, el muy concurrido paseo de los Álamos (uno de los escasos lugares urbanos que presenta una faz alegre), la plaza de la Encarnación (léase, Escandalera), frente al Teatro Nuevo (o Teatro Campoamor), el barrio de los Estancos (Estanco del Medio y Estanco de Atrás), «la cuestuda calle de la Luna», en cuya esquina con la plaza de Santa Clara estaba situado el «caserón arrugado y recompuesto» donde vivían los Fanjul.

González-Blanco llama convento de San Francisco al que era convento de Santa Clara y lo coloca en uno de los lados de la plaza de este nombre, la cual tiene forma de rectángulo y presenta «un declive suave». San Francisco o Santa Clara, consecuencia de la desamortización y al   —110→   igual que otros conventos10 de la ciudad, pasó a manos del Estado y es ahora -lo fue durante bastante tiempo- cuartel, a cuyas ventanas «se asoman al presente quintos con un gorro desteñido», cuyo refectorio sirve ahora como cuarto de banderas -«donde antaño pachorrentos frailes leían episodios de La Leyenda Áurea, hoy tenientes de bigotes enhiestos relatan aventuras donjuanescas [...]»-; su aspecto externo es el de un caserón «destartalado y ruinoso».

Fruto de la desamortización fue también que otro convento, el de San Vicente (de San Benito, lo llama el novelista), igualmente «destartalado», «edificio inmenso, con salones vastos y cavernosos, cuyo tillado se había agrietado por efecto de la humedad y de los años», fuera convertido en local que alberga diversos organismos oficiales: el Gobierno Civil, la inspección de policía, Hacienda y la Diputación Provincial, cuyos responsables no se preocupaban ni poco ni mucho del abandono y del peligro de ruina que amenazaba: ventanas tapiadas, vestigios y restos artísticos inestimados, herrajes desgastados por la lluvia, «un jardín abandonado con dos fuentes secas, veredas cubiertas de broza y macizos polvorientos de evónimus...», como si se tratara de una tópica decoración modernista. Paredaña al supuesto San Benito por su parte trasera estaba la cerca del convento de Santa Clara (San Pelayo, en la realidad), «tras la cual asomaba el campanario alegre [...]».

Limitada a sólo una parte de la ciudad -en la que viven y transitan más a menudo los personajes de la novela-, el Ablanedo-Oviedo que presenta Andrés González-Blanco parece un pueblo tristón y atrasado, falto del encanto de un paisaje natural próximo que lo envolviera con su belleza y libertad; predominantemente levítico y militar, donde los jóvenes de ambos sexos padecen, sentimentalmente hablando, situación análoga a la de sus paisanos de La Regenta, con un periódico, Diario de Ablanedo, a lo que parece digno sucesor de El Lábaro vetustense.

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Néstor Astur Fernández, miembro correspondiente del Instituto de Estudios Asturianos, fue un ovetense doctor en Derecho y con aficiones literarias que mostró clara y diversamente -poemas, narraciones, periodismo y ensayo- en su exilio de Buenos Aires (a consecuencia de la Guerra Civil), donde falleció hace unos años. Acerca de Metal de voz, su tercer libro de versos, escribí11 que era un libro de acento predominantemente elegíaco, entonado y correcto, cuya lamentación por la tierra perdida (y por tantas otras cosas) nunca se traducía en queja o imprecación iracunda.

De los cuatro capítulos que forman La garita del diablo, novela corta escrita en 1953 y publicada en Buenos Aires en 1971, el último pasa en Argentina y los anteriores tienen como escenario una innominada ciudad a la que, sólo una vez y de soslayo, se denomina «la noble ciudad de los obispos» o «la ciudad de don Fruela»; en ella hay bastantes topónimos y espacios concretos, como: el río Nora, el Campo de San Francisco, el monte de Santo Domingo, el paseo de los Álamos, la Puerta Nueva y el cuartel de Santa Clara, la cárcel (nueva), el Naranco, el cementerio del Salvador (o nuevo) y el cementerio anterior o cementerio viejo.

También se encuentran concreciones de otro tipo, referidas a, por ejemplo: usos y costumbres -«En invierno (que allí empezaba en el otoño) después de las once de la noche, los únicos habitantes que no dormían eran cuatro viciosos del juego o de la cháchara, los que padecían insomnio y los serenos» (página 38). Los entierros, cuyo duelo se despedía en la llamada Puerta Nueva, a la altura de las casas de lenocinio, obligando a sus patronas a cerrar las ventanas (página 82)-; a personas muy conocidas -como «Silvio Ausévico» (página 44 y página 59), que «era el poeta local de más notoriedad, laureado en múltiples juegos florales y otros certámenes. Era también claustral», indicios que permiten su identificación con Benito Álvarez Buylla, catedrático de la Facultad de Ciencias, poeta y crítico de arte que se firmaba «Silvio Itálico»-. Ciudad muy parecida a Vetusta (¿también al Oviedo de Nosotros los Rivero?) porque   —112→   «[...] casi del monte en la ladera, la ciudad dormía su sueño de siglos, recostada en la piedra. Allí estaba, con su hálito de niebla y su encanto secreto, entregándose plena a quienes desde la cumbre gozaban en su contemplación [...].»

Hay en esta narración un tiempo actual o propio de la acción narrada -estamos quizá en 1930, pues se alude a la Dictadura de Miguel Primo de Rivera; «desafortunado régimen recién desmoronado»- al que, en ocasiones, se añade un tiempo evocado, a cargo del profesor universitario don Fromestano Gastañaga, que hace las evocaciones de Oviedo 1865 -huracán que abatió el famoso Negrillo del Campo- y Oviedo 1863 -devastadora tala efectuada en el Monte de Santo Domingo-; el evocador se basa en noticias y textos sacados de El Faro Asturiano, diario ovetense. Uno y otro tiempo son dominados por el tiempo presente del autor y su particular situación de persona fuera y lejos de Oviedo pues los ingredientes de que se sirve, «a mis ojos, apacentados en la lejanía y en la ausencia -que son coordenadas de la nostalgia- parécenle situados en un plano temporal de pretérito remotísimo. Tengo la impresión de hablar de otro mundo» (página 56).

Sólo en el capítulo III -tras los titulados El Negrillo (capítulo I), presentación introductoria a lo que pudiera llamarse el espíritu de la ciudad, y La Lúcula (capítulo II), que protagoniza un grupo de estudiantes universitarios- aparece la garita que da título a la novela; es una de las cuatro que tiene el edificio de la cárcel nueva, concretamente la del Este y en ella tiene lugar el suceso, lleno de extrañas casualidades que parecen reclamar una intervención diabólica: el centinela que hacía guardia en ella da muerte al oficial encargado de la ronda nocturna. Creo que -como Luis Santullano y «Adriano Flórez» (seudónimo de Carlos Álvarez Herrero)- Néstor Astur está, como narrador, en la órbita de Pérez de Ayala y muestra de ello pudieran ser: el personaje de don Fromestano, profesor «suplente» universitario, que recuerda al profesor auxiliar del cuento ayalino así titulado; las alusiones culturalistas, abundantes y pedantescas, como pedante me parece la expresión utilizada incluso para decir las cosas más comunes -página 30: «el reloj de la Universidad escandió el verso de las doce»-, muy por debajo de la gracia y habilidad del modelo.

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De la lectura de La garita... deducimos que el escenario de las peripecias contadas es una ciudad pequeña y más bien familiar, en la que los estudiantes de la Universidad son un estamento grato y bien visto, como prueba la acogida que reciben (capítulo II) en el restaurante «La Lúcula» con motivo de la ya tradicional cena de Santa Catalina.

Paladinamente, Oviedo

Los seis meses como alférez de la Milicia Universitaria en el cuartel del Milán, temporada que se prolongó algún tiempo más, dieron pie a Francisco García Pavón, natural de Tomelloso (provincia de Ciudad Real), reciente licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad Central y joven con aficiones literarias, para escribir, entre Oviedo y Tomelloso (a lo largo de 1945), la que sería su primera novela, Cerca de Oviedo; presentada ese mismo año a la segunda convocatoria del premio «Nadal» quedó finalista, a continuación de la novela ganadora, La luna ha entrado en casa, obra de José Félix Tapia. Nuestro autor la publicó a su costa y el libro, en general bien acogido, produjo en Oviedo reacciones muy negativas, como de personas que se sintieran directamente ofendidas12 y que enseguida encontraron explicación (o explicaciones) para la actitud del novelista, resentido sin duda como «un corazón que no puede con las calabazas» que alguna muchacha de la ciudad le habría dado13; todo esto sorprendió a García Pavón, quien sólo había querido divertirse y divertir con su fabulación -años más tarde declaraba el interesado-:

«La reacción fue fatal entre las gentes de mentalidad poco ágil o demasiado pegadas a los prejuicios locales, que imponía la época. Las gentes inteligentes comprendieron que era una novela de humor, un divertimento no hecho con mala intención, aunque caricaturizase cosas y hechos que los mismos ovetenses caricaturizaban, y lo pasaron bien.»



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Cerca de Oviedo-que no «cerco», como aparecía en algunas noticias de prensa14- ¿se titulaba así debido a que parte de la acción sucedía en Villafierro, finca de la familia de Covichi en las cercanías de la ciudad?, o ¿acaso porque ofrecía en otra parte de sus páginas el fruto de un acercamiento a la entraña de la ciudad? De este modo deslindamos en la novela dos líneas de fuerza argumentales -la historia de una familia, el talante de una ciudad- que alternan o se entrecruzan diversamente a lo largo de los capítulos; tiene razón su autor cuando en noviembre de 1970, transcurrido ya un plazo prudencial para que se contara con alguna perspectiva, explicaba que Cerca... «es novela de imaginación con unos intercalados satírico-burlescos-simbólicos y fantásticos, referidos a Oviedo» (página 12). Separaríamos ambos componentes argumentales diciendo que ni el libro segundo (titulado «La trágica familia de Covichi»), ni el tercero y último («Muerte y transfiguración «) tienen gran cosa que ver con Oviedo, presente sólo en el libro primero («Personas y visiones del Principado»).

La técnica visionaria o, en otras palabras, la apelación del novelista a sueños y pesadillas se reitera con alguna frecuencia: «la noche fue una continua pesadilla» (se lee al comienzo del capítulo La calle de Uria) que, recordada en parte a la mañana siguiente, sirve para que con esos trozos se construya una imagen predominantemente irónica del Oviedo que García Pavón conoció a mediados de la década de los 40; otro tanto sucede -quiero decir, otra visión suprarreal: «aquella noche tuve uno de los sueños más memorables de toda mi vida febril»- en el capítulo La competición de Villabona, que se presenta como una supuesta alucinación en cuyo transcurso el personaje, contemplador y contador a un tiempo, no pierde sin embargo el contacto con la realidad inmediata. Por lo demás, «las pesadillas y los delirios volvían a mi debilitado cerebro [...] tantas y tantas noches» (página 61).

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Como explicación de semejante uso se me ocurre pensar que el autor, anticipándose al posible rechazo por ciertos lectores de su imagen de Oviedo, quiere descargarse de responsabilidad presentándola como resultado de unas situaciones fuera de la normalidad cotidiana. La materia surreal o suprarreal que esas situaciones deparaban, podía ofrecerse a la manera de los Sueños de Quevedo, autor -me consta por mis conversaciones de entonces con García Pavón- muy leído y bien asimilado, muy querido también de nuestro novelista.

En el conjunto ovetense ofrecido en la novela hay lugares concretos con su nombre de pila, como: la calle Uría -«principalísima y elegantemente húmeda» e, igualmente, «difuminada por la niebla, húmeda, recta, con sus filas de esbeltos faroles, flanqueada por los altos edificios ennegrecidos por la humedad»-; el café Cervantes (en la novela llamado «Quevedo») -«que es el bar de los descamisados y los 'chateros'»-, cuyo populismo contrasta con el elitismo del Peñalba, algo así como una reverenciada institución con la que la ciudad se honraba; junto a ambos, el Paredes. Añádanse otros lugares mencionados: el cine «Aramo», de muy reciente inauguración, el mejor de la ciudad por entonces, a cuya entrada podía verse un portero «vestido de almirante de la Marina»; y el paseo de los Álamos, a ciertas horas dominado por algunas mamás jóvenes con el cochecito de sus niños pues, en Oviedo, «las chicas cuando se casan, además de subir un escalón en la vida social, suben el que desnivela el paseo de los Álamos de la calle Uría propiamente dicha».

Pavón saca asimismo a personas de la ciudad cuya mención resulta evidente para quienes las conocieron: aquel «catedrático con gafas», cliente de Peñalba, que «se bebió en un santiamén veinte o treinta 'compuestas'» no era otro que don Ramón de Izaguirre Porset, de la Facultad de Ciencias Químicas, como el canónigo «que medía diez canonjías de ancho por cinco de alto y al que no harían obispo hasta que hubiese cuatro cátedras vacías a la vez» era el penitenciario don Antonio Lombardía Alonso, tan docto como gordo.

Finalmente, daría traslado Pavón a episodios si regocijantes, reveladores de una mentalidad que debe situarse en un específico momento: así el protagonizado por unas damas ovetenses que acuden en procesión de   —116→   protesta ante las autoridades, alarmadas porque se habla de abrir en la ciudad una piscina que ellas consideran «fétido foco que ha de llevar a la perdición a toda la [...] juventud [...]» (página 63); denegado el permiso para tal construcción, aparece un hombre de negocios que solicita comprar el terreno para instalar en el mismo una fábrica de somieres. (Este episodio, referido en el capítulo Ánades y suplicantes, se produjo efectivamente y remite a la creación en la acera izquierda de la calle General Elorza, desde la plaza de Primo de Rivera, de la fábrica de somieres «Vetusta»).

Remate de la imagen ciudadana ofrecida es el capítulo La competición de Villabona, donde Oviedo y Gijón van a dirimir deportivamente y de una vez por todas sus conocidas diferencias. Acaso sea el capítulo más logrado de la novela, el más divertido entre los que la forman; consta de dos partes: el ordenado desfile de los ovetenses por la calle Uría hacia la estación del Norte para coger los trenes que los conducirán hasta el lugar de la competición y, llegados unos y otros contendientes a Villabona, el comienzo de la misma y su pronto término pues «con las últimas luces de la tarde, [...], Oviedo y Gijón, en un maravilloso abrazo, cantaban y bailaban felices» (página 148). Es el postrer guiño burlesco del novelista, un forastero para quien carece de sentido ese litigio de competencia, «prejuicio tradicional» con el que se pretendía enfrentar a ambas localidades.

Envuelta por la niebla persistente, nostálgica de «su época gloriosa y caudillera», acunada por «las viejas leyendas de Favila y don Pelayo» que fueron «sepultadas por una leyenda más reciente de mineros revolucionarios», así está y es Oviedo en la novela del tomellosero Francisco García Pavón.

Pocos recuerdan hoy a José María Jove (Ciaño-Santa Ana, 1920-Madrid, 1979) que en su momento (digamos los años 40 y los 50) fue escritor activo y celebrado, como poeta, primero, y después y sobre todo, como novelista a quien se deben Un tal Suárez (1950) y Mientras llueve en la tierra (1953); también hizo crítica de pintura en la revista madrileña Ateneo (del Ateneo de Madrid). Se había licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de Oviedo y había sido profesor de Literatura en el   —117→   colegio «Santa Bárbara» (de la Fábrica de Armas de Trubia), pero enseguida dio el salto a Madrid en busca de más amplios horizontes.

Un tal Suárez fue presentada a la quinta convocatoria del premio «Nadal» (1948) y, entre ciento veintidós originales, quedó bien clasificada; cuando meses más tarde vio la luz, críticos como Agustín del Campo y Melchor Fernández Almagro elogiaron la novela y repararon en su poso ovetense -dijo el primero15»: «La vida de la capital, de la vetusta Oviedo, es recogida con ironía y fuerza satírica en muchos momentos, en especial algunos tipos provincianos [...]»; Almagro escribió:16«[...] nos conduce por un Oviedo que le proporciona nuevas sugestiones de ambiente y paisaje urbano»-.

Jove coloca parte de la acción actual de su novela en Oviedo, donde habita el matrimonio Rosendo Cabueñes-Diana y donde recala de sus viajes y aventuras por el ancho mundo el personaje que figura con su apellido en el título de la novela, Celso Suárez. Es el mismo Oviedo que conoció el novelista y coincide con la ciudad que fue realmente en la década de los 40 (y aún después). A la ciudad tomada como escenario se le da paladinamente su nombre, Oviedo, sin encubrirla bajo el disfraz de un topónimo inventado, a diferencia de casi todos los colegas que son y fueron (exceptuemos a García Pavón y a Dolores Medio), para los cuales, decimonónicos o contemporáneos, vale esa elusión. Tampoco la hay cuando Jove apela con su nombre ciertos parajes de esa ciudad.

Geografía urbana junto a las costumbres y el talante de los naturales y vecinos de Oviedo. En el primer aspecto, simple mención, acompañada (cuando más) de alguna referencia ilustradora; en el segundo, el comentario del autor es, de ordinario, desfavorable, teñido como está de ironía.

Comienza la novela, colocado Celso Suárez en el paseo de los Álamos -que en esos años 40 tenía el nombre oficial de José Antonio-, frente por frente de un café -el Peñalba- cuya puerta giratoria y cuyos amplios ventanales   —118→   dan a la calle Uría. Llueve, y del vecino Campo de San Francisco «venía un vago olor a rosas y tierra mojada». Por este parque gusta de pasear o de sentarse en alguno de sus bancos el protagonista y por eso aparecerán mencionados (páginas más adelante) sus lugares más conocidos y, también, más entrañables porque a ellos se ligan recuerdos de infancia: paseo del Bombé -donde «había un café construido todo de madera, con cristales rojos, morados y amarillos y rodeado por una barandilla de troncos rústicos»-, paseo de los Curas, fuente de las Ranas, fuente del Angelín -«a veces, la pelota caía dentro de la fuente y era una verdadera hazaña la que uno hacía atravesando el macizo de flores para recogerla, mientras los demás vigilaban la llegada del guardia, atentos a dar el grito de alarma»-. Y es que ese tiempo irreparablemente pasado y perdido, tanto para Suárez como también para los hombres de aquella ciudad, «había crecido dentro de aquel gran rectángulo de árboles y césped».

Salir de este recinto pero seguir en Oviedo lleva al personaje a otros puntos de la ciudad -el edificio del Banco Herrero (su «reloj luminoso»), calle Uría (donde vive Diana), calle Toreno, calle Milicias (de la que venía una «brisa fresquísima» que aliviaba a los sentados en las sillas de los Álamos), el Stadium de fútbol- o, a veces, es su mirada, dirigida hacia lo más y menos lejano, la que actúa y designa -como ocurre con la Escandalera y la estación del Norte-, entrevistas desde su miradero del paseo de los Álamos; o el monte Naranco, sobre el cual «el cielo, de un lívido color violeta, se iba tornando acuoso».

Las costumbres y el talante de los ovetenses se muestran actuantes en ciertos espacios concretos y cerrados -café Peñalba, casa del Ferreru- y, en otras ocasiones, merced a los comentarios del autor, a lo que deben añadirse algunas breves constataciones -el paseo que se forma habitualmente «a la salida de los cines», o la ocupación dominical del buen burgués ovetense (como Diana y su marido, el médico Cabueñes): levantarse tarde, misa de doce en la Catedral, aperitivo en Peñalba o, «si hacía buen tiempo», sentada en los Álamos-.

Oviedo es para Diana -que «tenía veintisiete años y deseaba tener un hijo», ya «resignada a la vida vulgar y sencilla [...]»- lugar poco grato y pequeño, con toda suerte de pequeñez pues no otra cosa suponen (habla   —119→   el autor) «sus dandys, sus solterones y desocupados cotilleando tras las vidrieras del Real Automóvil Club y sus partidas de póker en los cerrados clanes familiares»; la preocupación por el linaje, cuanto más antiguo mejor, cuando la verdad es que «se remontaba a algún indiano enriquecido el siglo anterior en la trata de negros o un carbonero llegado a la opulencia en la guerra del catorce» ¿Revive así en Diana, que también va a ser adúltera, y causa de la muerte violenta de su marido, el complejo de Ana Ozores?

Espacios fijos de reunión son los cafés, diversamente respetables en la consideración social de los ovetenses, desde el empingorotado Peñalba para abajo ¿Contrastaba en la intención del novelista, aunque sus palabras nada indiquen al respecto, la mayor libertad de casa del Ferreru, donde la sidra imperaba como dueña casi absoluta y al médico Cabueñes le brillaban los ojos de alegría, con el convencionalismo del Peñalba? Asomado desde la acera a uno de los ventanales, Suárez contempla atentamente lo que sucede en el interior, a esa hora de la merienda en que el café rebosaba y los camareros no daban abasto; si estos eran (para el contemplador) «pálidos, fofos y parecían llevar con un poco de cortedad sus smokings deslucidos, con las mangas brillantes por el uso y el lazo de la corbata torcido, lacio», los clientes de aquella «institución en la vieja ciudad» se repartían entre «los ingenieros, los magistrados, los catedráticos de la Universidad y las gentes enriquecidas con el carbón y el hierro».

Final

Han sido solamente seis los libros y autores considerados en esta ocasión -autores ya fallecidos, como advertí al comienzo del trabajo-, pero sabido es que hubo y hay -y tal vez habrá en el futuro- más autores, para cuyo examen faltaba espacio. El repaso de las obras elegidas muestra a lo que creo una imagen de Oviedo, la ciudad escenario de la acción, más bien poco favorable, desde las decimonónicas firmadas por Leopoldo Alas y Armando Palacio Valdés hasta las de la posguerra ofrecidas por Francisco García Pavón y José María Jove; pasa el tiempo, pero los ovetenses parecen no cambiar y aunque aparentemente sean otros sus   —120→   usos y costumbres, en el fondo continúan por el estilo de sus antepasados. Dejando a un lado lo que haya de cierto en ello y la personal actitud de estos narradores ante la realidad conocida y contemplada, ¿no se tratará de un tributo rendido a la obra y a la memoria de Alas, cuya Regenta pesa en El Maestrante de su amigo Palacio Valdés y, también, en la mirada irónica y satírica de García Pavón, admirador y estudioso de «Clarín», o en la de Jove, que inventa, además, una peripecia de adulterio y muerte violenta del marido burlado a la usanza regentina?





 
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