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Un buen equilibrista: Julio Torri1

Margo Glantz





Julio Torri fue mi maestro. Aprendí con él el uso frecuente de la conjunción copulativa arcaica e que empedraba golosamente las páginas de la vida de don Pedro el Cruel. Muchas veces don Julio, que leía con voz leve algún pasaje de esta crónica del soberano español, interrumpió el monótono compás de su lectura por la llegada impuntual e insolente de alguna niña perversa que vestida a la última moda de ese tiempo -era aún en Mascarones- mostraba todos sus encantos con la veleidad y agresión de una Circe. Don Julio se quitaba los anteojos para leer de cerca y con mano temblorosa se ponía los anteojos para ver de lejos y contemplar con delectación y ansiedad las esplendorosas formas que un suéter entallado dejaba ver. Don Pedro el Cruel perdía sus crueldades y la bella se instalaba, indolente, en alguna de las bancas traseras de la clase. El salón tenía una gran ventana que llegaba casi a nivel del suelo, casi, porque el suelo eran los escalones que llevaban al patio y a la estatua de fray Alonso de la Veracruz, instalado en el centro del inmueble con gran propiedad. Los que nos sentábamos cerca de la ventana mirábamos mientras don Julio miraba a la joven del suéter, vil imitadora de Lana Turner entonces muy a la moda. De nuevo, ya calmado, don Julio retomaba sus lentes incompletos, esos lentes partidos en dos, que dejan al aire parte de los ojos para instalarse con desgracia en la punta misma de la nariz y retomaba la conjunción copulativa y se dedicaba de nuevo con devoto interés al viejo texto. Don Pedro el Cruel reaparecía y proseguía la cansina procesión de formas arcaicas. Recuerdo algunas de las anécdotas que se contaban de don Pedro, muy pocas, pero recuerdo sobre todo, creo que he insistido demasiado en ello, esa entonación persistente y aletargada con que don Julio iba enlazando anécdota tras anécdota al punto que casi sólo queda en mi memoria el uso patético de una conjunción. Don Julio salía luego, miraba con curiosidad a sus alumnos; era una mirada perpleja y de repente penetrante, humorística, y sus labios delgados se abrían imperceptiblemente, tanto que no sé en verdad si se abrían, pero por ellos pasaba un aire burlón intermitente, a la vez que cierta torpeza, cierta falta de habilidad para comportarse en sociedad. Saludaba con amabilidad anacrónica y tenía modales de exquisita cortesía. A veces, cerca de la facultad, solíamos verlo, ataviado a la inglesa, con zapatos tenis, gorra de visera de celuloide, montado en su bicicleta, con la expresión más feliz y deportista que pueda encontrarse en un hombre tan alejado de la realidad y tan adepto a la vida retirada de la torre de marfil de una biblioteca exquisita.

Si uno lee las críticas que sobre este autor se han escrito advierte que los ensayistas, intimidados por la concisión y brevedad de los textos de Torri, se ven obligados a su vez a escribir textos cortos, casi imitativos, para poder explicar lo que fue el escritor, y muchas veces, como el mismo Torri, intercalan en su exposición largos fragmentos del autor reseñado, largos, si se toma en cuenta que todos los textos de Torri son brevísimos, con lo que cualquier cita parece gigantesca en proporción. Los ensayistas a que me refiero suelen decir que el estilo de Torri es riguroso, ceñido, económico, pero suelen decir además que es un estilo castigado, y aquí no puedo evitar ser maliciosa. ¿Por qué habría tenido Torri que castigar su estilo como si flagelara su cuerpo o lo pusiera a dieta rigurosa?, pues en verdad el estilo de Torri es como su propio cuerpo, un cuerpo anguloso, delgado, rígidamente detenido en los huesos, en el esqueleto, en aquello que le permite estar en pie, aquello que le proporciona un armazón, la capacidad de ser de cierta manera un cuerpo erguido, sin nada que sobre y quizá, eso sí, con ciertas carencias. Su estilo y su cuerpo son enjutos, flagelados, y en esa flagelación silenciosa hay una práctica diaria; la suficiente para que lo que está de más se aniquile, una práctica no por silenciosa menos violenta que algunas declamatorias y escandalosas. Creo que el ser preferido por don Julio era la bicicleta, ese objeto con dos ruedas, objeto que lo acercaba mucho más al equilibrio y a la armonía que cualquier mujer o cualquier ser humano. En la bicicleta «uno va suspendido en el aire», pero el estar suspendido no lo aleja a uno de la tierra como podría hacerlo el avión porque «quien vuela en aeroplano -insiste Torri- se desliga del mundo». Torri quiere estar en equilibrio pero en la tierra: «El que se desliza por su superficie sostenido en dos puntos de contacto no rompe amarras con el planeta». El ejercicio diario de la escritura es entonces idéntico al ejercicio diario del ciclismo. Para caminar un ser humano necesita apenas sus dos piernas y el aprendizaje cotidiano de la primera infancia; para deslizarse sobre dos ruedas, que no sobre dos pies, hay que ejercer varios deportes, unirlos en uno solo: «Raro deporte que se ejercita sentado como el remar», remar y torear son artes difíciles; en uno se lucha contra el agua, en otro contra el toro, pues ¿qué otra cosa es el ciclista si no un hábil torero?: «Desde que se han multiplicado los automóviles por nuestras calles, he perdido la admiración con que veía antes a los toreros y la he reservado para los aficionados a la bicicleta». Y si se está uno defendiendo, sólo defendiendo, porque Torri no quiere ser nunca el agresor, aparentemente el ciclismo es casi un suicidio: «Entre los peligros que lo amenazan los menores no son para desestimarse: los perros, enemigos encarnizados de quien anda aprisa y al desgaire; y los guardias que sin gran cortesía recuerdan disposiciones municipales quebrantadas involuntariamente».

El quebranto que puede aplicarse tanto a los huesos como a unas leyes amorfas y equívocas alude a una situación cotidiana, la atmósfera característica de una ciudad en la que hay que vivir, irremediablemente, en medio de la sociedad, a la que apenas se toca, a la que apenas se ve, esa sociedad cuidadosamente evitada sobre todo cuando uno se pasa la vida entre libros, en el diálogo ritual e incesante con ellos. Diálogo que exige una dedicación y un egoísmo: el ciclismo «es un deporte que para practicarlo no necesita uno de compañeros. Propio para misántropos, para orgullosos, para insociables de toda laya». Torri va por la vida de la misma manera en que se va montado a caballo sobre la bicicleta apartando una pierna de la otra por la barra divisoria que escinde el cuerpo del ciclista y que igualmente le permite estar en equilibrio: sus salidas cotidianas, las que lo ponen en contacto con otro mundo distinto al de sus alumnos o al de sus amigos, los de carne y hueso (como Alfonso Reyes, Vasconcelos, etcétera) y los libros, son las que realiza en la bicicleta, objeto de una magia singular, a caballo asimismo sobre la realidad y la irrealidad, sobre la sociedad y sin ella, pues aunque vaya por la calle, esquivando perros y policías, mirando muchachas hermosas que aún no tienen condición de animales, siempre va solo, observa la vida desde su equilibrio rodante: «Lo exclusivo de su disfrute lo hace apreciable a los egoístas», y con esta frase suelta que muy bien pudiera servir como epigrama enlaza con prudencia (a través del espacio salvador de un punto y aparte) otro pensamiento leve, ligero, que sería banal si no estuviese sustentado como la bicicleta sobre un equilibrio vital: «Llegamos a profesarle sentimientos verdaderamente afectuosos. Adivinamos sus pequeños contratiempos, sus bajas necesidades de aire y aceite. Un leve chirrido en la biela o en el buje ilustra suficientemente nuestra solícita atención de hombres sensibles, comedidos, bien educados».

Torri aceita cariñosamente a su bicicleta, la acaricia, la trata como un caballero trata a una dama, especialmente si es doncella, porque Torri está a su servicio platónicamente, con delicadeza, con sensibilidad, con elegancia, con educación; por ello, ni Torri ni los unicornios caben en el arca de Noé donde conviven los animales sucios y groseros con los hombres y mujeres que se les parecen.

Torri es un unicornio en bicicleta, caballero andante de una nueva época motorizada, sensible a los encantos de la dama, un cortesano ejemplar salido de siglo y por ello también de madre. Las bicicletas siguen siendo inestimables, Torri recuerda a «quienes han extremado sus miramientos por su máquina, incurriendo en afectos que sólo suelen despertar seres humanos. Las bicicletas son también útiles, discretas, económicas».

Este acendrado amor que iguala a los unicornios, seres desaparecidos por insociables, con las bicicletas, objetos humanizados que permiten la sociabilidad relativa, protegida y distante, condiciona a Torri a amar con tranquilidad y delicadeza, sin los sobresaltos y peligros con que se ama en la vida a una mujer. Don Quijote podía amar a Rocinante, Enrique IV podía ofrecer su reino por un caballo, Don Juan prefería sin lugar a dudas a su corcel, por mucho más que a cualquiera de las damas por él seducidas; el caballo es fiel, elegante, rápido, ágil y afectuoso; una mujer es un obstáculo, un ser híbrido, cercano al animal, simbólico en su zoología, inclasificable, del cual hay que alejarse o apenas cortejarlo con versos o desarmarlo con ellos. Ahora que no hay caballos la bicicleta es perfecta: es inerte pero anda, está sin vida pero basta que un cuerpo humano la   —79→   monte para que se ponga de inmediato a su disposición permitiéndole la difícil armonía del equilibrio. Es más, una bicicleta es poética, y hasta palabras tan banales y especializadas como biela y buje se conciertan como guantes al sonido perfecto del poema.

El consenso de sus críticos también considera que la escritura de Torri es autobiográfica. Sí, su sensibilidad, semejante a la de Des Esseintes, del Huysmans de À rebours, le exigía, como a Proust, vivir en una pieza acolchada, amurallada con corcho para evitar los ruidos. Salir en bicicleta por las calles era un acto temerario, tan temerario como saltar de un tren a otro cuando ambos estuvieran en movimiento:

Un hombre va a subir al tren en marcha. Pasan los escaloncillos del primer coche y el viajero no tiene bastante resolución para arrojarse y saltar. Su capa revuelta movida por el viento. Afirma el sombrero en la cabeza. Va a pasar otro coche. De nuevo falta la osadía. Triunfan el instinto de conservación, el temor, la prudencia, el coro venerable de las virtudes antiheroicas. El tren pasa y el inepto se queda. El tren está pasando siempre delante de nosotros. El anhelar agita nuestras almas, y ¡ay de aquel a quien retiene el miedo de la muerte! Pero si nos alienta un impulso divino y la pequeña razón naufraga, sobreviene en nuestra existencia un instante decisivo. Y de él saldremos a la muerte o a una nueva vida, ¡pésele al Destino, maestro ceñudo príncipe!



Y este texto, nótese, fue escrito durante la convulsión revolucionaria. Para Torri el peligro diario de los sucesos revolucionarios es percibido con la misma lejanía con que el unicornio ve desaparecer el arca de Noé aunque detrás de él esté el diluvio. Brincar de un tren a otro, andar en bicicleta, declararse a una mujer, vivir con ella son para Torri actos más temerarios y suicidas que participar en la Revolución. Es un escritor que declina el compromiso. Ahora lo hubieran condenado quienes lo alaban en los homenajes que se le dedican. Torri le da la espalda a la política, y no sólo a la política, Torri le da la espalda al país, o por lo menos así parece. Unas cuantas estampas sobre México, los demás textos son aforismos o alegorías, poemas en prosa, en donde el conocimiento particular da paso a una sabiduría general, un paso que se logra mediante un recurso puramente literario, pero muy trabajado y discutido por los filósofos: la ironía. La ironía fue estudiada por los románticos, y especialmente por Schlegel, quien decía: «Uno no puede burlarse de la ironía. Sus efectos pueden hacerse sentir después de un tiempo increíblemente largo». Y en efecto la ironía no se presta a la burla aunque con la ironía se puede fustigar a los demás; la ironía es un recurso filosófico, más precisamente, un recurso socrático, recurso que para Torri como para todos los ateneístas era fundamental, pero para Torri en especial porque es un medio muy eficaz para desarrollarlo en aforismos, los cuales, como la bicicleta, están a caballo entre la filosofía y la literatura. Hegel criticaba a Schlegel por haber arruinado muchos conceptos filosóficos al darles forma de aforismos. Sin embargo, en la tradición romántica alemana hay una gran fascinación por una literatura o por una poesía que en parte deba su belleza a la filosofía y muchas veces a la ética. Por ello no es sorprendente oír decir a Torri que Flaubert es un gran escritor, aunque fallido, porque sus obras carecen de moral:

Una buena novela no sólo ha de tener ambiente, personajes, sucesos, acción, sino que debe contener sustancialmente elementos que nos inciten a seguir viviendo, principios vitales que pongan en movimiento nuestra voluntad, que estimulen nuestro gastado querer con voliciones coercitivas que entrañen y representen un interés nuevo por la vida y por el mundo. Con ser perfectas las novelas de Flaubert hoy están cada día más olvidadas por engendrar representaciones -acaso reales, pero depresivas e infecundas. Sólo temporalmente alcanzaron gran boga siendo hoy preteridas por la valiosa Correspondencia, verdadero breviario del hombre de letras, como el célebre Diario de los Goncourt. Hay algo en común entre las grandes novelas de Flaubert y el arte desesperado y sombrío de Odilon Redon.



La preocupación por la moral es muy viva en el escritor que cultiva la ironía, y es mediante ésta que se salta de un tren a otro, que se atraviesa la Revolución como si no existiera y se observa a los demás desde la barrera. Cualquier pensamiento sobre los otros es una reflexión interior, un combate singular entablado dentro del que observa y escribe el aforismo: «Los diálogos socráticos lo demuestran con certeza: El que sabe hacer algo nunca acierta a explicar la finalidad última de sus actividades. El que fracasa discierne en cambio perspicazmente los principios del arte».

Este difícil arte que se nutre de pensamientos elevados y filosóficos, nada populares, aristocratizantes por lo tanto, es el que separa al escritor de las banalidades diarias, aunque estas banalidades sean las revolucionarias. Para Torri no es vigente ningún estruendo, el heroísmo es callado, perfecto, imposible, es casi el heroísmo de Sísifo que sube a diario su tonel sin musitar palabra. Torri asegura:

Bajo cualquier moda se descubre al hombre de genio. No importan las condiciones de estilo y expresión que una época impone al artista creador. Si éste lo es de veras, a vueltas del triunfo pagado al culto del momento, reverenciará los verdaderos númenes, a las normas supremas del arte puro. Y los poetillas y míseros prosélitos que se adueñaron trabajosamente de las maneras y recursos superficiales de una moda pasajera se quedarán con sus inanes frutos. Lo lamentable es que también pasan y se olvidan los buenos libros. Pero este desvío e injusticia es muchas veces transitorio, en tanto aparece un erudito curioso que evoque, de entre las apretadas falanges del ayer, al ingenio que no se satisfizo plenamente con las ideas de su tiempo, y que las rebasó y superó, en ocasiones sin que lo notaran sus desaprensivos contemporáneos.



En estos textos que nos hablan de un vivir aislado, donde los acontecimientos de la vida diaria no tienen cuenta, donde sólo se percibe el acto de pensar o el de andar en bicicleta, se perfila la hábil labor cirquera de este escritor tan parco. Morir en la guerra o luchar por la patria es casi un pleonasmo: declamar un patriotismo de enchilada y de pulque o de jícara y sarape; suyo es el patriotismo de Lizardi: «el mexicanismo que por auténtico no descubren los extranjeros ni emplea el énfasis de las falsificaciones».

Tan mexicano es Torri que su genealogía es evidente: su manera de pensar y de escribir tiene una larga tradición, remonta por igual a la evidente influencia que él proclama por los humoristas ingleses del XVII, de un Sterne, de un Swift, un Defoe o de los escritores del XIX donde pueden estar Schwob, Wilde o Lamb, pero a la vez, como buen ateneísta, por su obra pasan los presocráticos y Sócrates y Platón, pero sobre todo, tan ocultas como su propia vida, por su obra pasan tradiciones en donde el diálogo de los libros o «El embuste» se asientan en la vieja costumbre colonial de escribirlos, costumbre colonial que sigue al pie de la letra el mexicano que más admira Torri: Fernández de Lizardi.





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