Un buen
número de poemas de Rosalía provocan una
emoción que no procede del acierto en el uso de artificios
retóricos, sino de una especial actitud del poeta ante unos
hechos. Dejando aparte el tono como elemento subjetivo que merece
capítulo aparte, analizaré ahora aquellos poemas en
los que se nos da una visión del mundo que no responde a los
datos de nuestra experiencia. Son poemas cuyas afirmaciones
aceptamos poéticamente, pero que producen un primer efecto
de sorpresa, de encontrarnos ante algo que es creación de la
poeta, que no responde a las leyes de nuestro mundo real. La
actitud de la poeta para contar esos hechos que a nosotros nos
parecen extraordinarios hay que calificarla de naturalidad. Un
grupo bastante numeroso de estos poemas se refieren a la vida de
ultratumba. En ellos, con la mayor naturalidad, Rosalía se
refiere a personas y sucesos, a experiencias que para nosotros
resultan extraordinarias. Algunas de sus afirmaciones nos resultan
más familiares que otras por estar apoyadas en una
tradición de tipo romántico; así sucede cuando
afirma que, si se muere en el invierno, sentirá con gusto
rodar sobre su tumba las hojas de los —457→
árboles (O.
S. 391). Así también, cuando afirma que aun
después de muerta seguirá llamando a los aires de su
tierra para que la lleven a ella:
...inda dimpóis de
mortiña,
airiños da
miña terra,
heivos de berrar:
¡Airiños,
airiños,
leváime a ela!
(C.
G. 77)
Sin llegar
todavía al terreno de lo extraordinario, Rosalía
demuestra una gran familiaridad con los muertos. La muerte no
constituye una barrera infranqueable que separa a los seres que se
aman. Hay quizá mucho de sentimentalismo en sus idas al
cementerio para hablar con «sus muertos» en Adina. Es
el mismo sentimiento que empuja a tantas personas hacia el lugar
donde definitivamente reposan los seres queridos. No importa que
otras veces la muerte se vea como un total acabamiento, como el
final de todo; muchas veces -siempre movida a golpes de
sentimiento- Rosalía busca y cree en una comunicación
con el más allá. Por eso pide silencio para no turbar
el reposo de los muertos:
Ceboleiras que is
e vindes
de Adina polos
camiños,
á beira do
camposanto
pasá leve e
paseniño.
Que anque din que
os morios n'oien,
cando ós
meus lle vou falar,
penso que anque
estén calados
ben oien o meu
penar.
(F. N. 240)
La familiaridad de
Rosalía con el mundo de ultratumba se revela a veces en
detalles fugaces, pero deslumbradores, porque nos hacen asomarnos a
un mundo desconocido donde —458→
los muertos siguen estando entre los vivos, siguen
participando en la vida cotidiana. Por eso Rosalía, que ama
las campanas -esas campanas que tan frecuentemente se oyen en los
pueblos galaicos-, que se da cuenta de su importancia en la vida de
las aldeas, puede decir:
Si por siempre
enmudecieran,
¡qué tristeza en el
aire y en el cielo!
¡Qué silencio en las
iglesias!
¡Qué
extrañeza entre los muertos!
(O. S. 387)
Ese único
verso -«¡Qué
extrañeza entre los muertos!»- es más
revelador de la relación de Rosalía con el más
allá que cualquier razonamiento. Demuestra su
identificación con ellos, su capacidad para seguir
sintiéndolos vivos. Los muertos no son algo que se recuerda
alguna vez, un hueco, un vacío; son una presencia constante
que naturalmente es evocada cuando ocurre algo extraordinario. Si
las campanas dejaran de tocar, el aire y el cielo, las iglesias y
los muertos, los seres que cada día participan de ese
sonido, notarían el cambio. Y los muertos sienten
extrañeza.
Pero lo que nos
hace sentir de forma definitiva la especial relación con el
mundo de la muerte es sus referencias a las sombras. No voy a
ocuparme ahora de la especial naturaleza de estos seres, de su
categoría especial entre los muertos (ni seres gloriosos, ni
condenados); esto ya ha sido estudiado en su correspondiente
capítulo. Ahora nos fijaremos en la forma en que
Rosalía se refiere a ellas. Lo sorprendente es la
naturalidad con que lo hace. Falta por completo un ambiente de
misterio o un tono de cosa extraordinaria. Lo característico
es que Rosalía hable de las sombras de pasada, como algo que
no es necesario explicar, aclarar o comentar; como si hablara de un
árbol, o del mar. No hay —459→
poemas dedicados íntegramente a las sombras;
éstas aparecen de vez en cuando, y siempre de modo
accidental y sin ninguna connotación de misterio. Hablando
de la lluvia, viendo el paisaje familiar: Laiño, A Ponte,
Caldas, Adina... Rosalía se fija en una nube y se imagina
que así es la sombra de su madre:
Tal maxino a
sombra triste
de mi maa, soia
vagando
nas esferas onde
esiste;
que ir á
groria se resiste,
polos que quixo
agardando.
(C.
G. 140)
Y después
sigue con la descripción del paisaje. El lector se encuentra
en la postura de aquel a quien se habla de algo muy conocido,
dándose por supuesto que él también lo conoce.
Sorpresa, desconcierto... ¿qué esferas son esas en
las cuales espera a los que amó? Nada en el resto del poema
viene a sacarle de dudas. Se trata sólo de una referencia a
una realidad en la que se da por supuesto que él participa.
Y, precisamente, esto tiende a hacerle participar. Es decir,
estamos predispuestos a dar por cierto aquello que se supone que
debemos conocer. Deponemos nuestro sentido crítico porque la
sorpresa nos hace advertir sobre todo nuestra ignorancia. Nos
sentimos privados de un conocimiento que empieza a parecemos
envidiable y anhelamos llegar a la categoría de iniciados,
de aquellos que no experimentan perplejidad ni asombro al
oír hablar de las sombras, sino que aceptan la referencia
como algo que forma parte de la existencia cotidiana. Tras la
sorpresa y el desconcierto inicial sólo caben, pues, dos
posturas: la vuelta a una posición de crítica por la
cual sometemos la afirmación del poema a la
confrontación con los datos de nuestra propia experiencia y
llegamos a la conclusión de que la poeta es una loca o una
—460→
soñadora; o bien hacemos un acto de fe y creemos en
las sombras que nosotros no vemos, pero de las cuales el poeta nos
da testimonio sencillo y sincero. Para esta aceptación es
decisiva la forma en que Rosalía se refiere a esa realidad:
su falta de retórica, el aspecto como accidental de las
referencias, la naturalidad que hace superfluas e innecesarias las
explicaciones. Ella lo presenta como algo cotidiano y normal, algo
de lo que todos podemos participar. De esta manera nos parece
natural que, al rechazar a un amante, la mujer, que ha visto a sus
sombras espiándola, les diga para tranquilizar su
indignación:
Sosegávos, ñas sombras
airadas,
que estóu
morta para os vivos.
(F. N. 282)
Y de igual manera
comprendemos que la descripción de un paisaje acabe
naturalmente con estas palabras:
siempre
allí, cuando evoco mis sombras
o las llamo, respóndenme y
vienen.
(O. S. 335)
Vamos a analizar
ahora algunos poemas en los que aparecen afirmaciones sorprendentes
cuyo alcance no comprendemos inmediatamente porque nos faltan
puntos de referencia con el mundo real, o con nuestra propia
experiencia. Algunas veces el desarrollo posterior del poema aclara
el sentido de una frase en principio incomprensible, pero otras
veces no hace sino insistir en una idea que seguimos sintiendo
extraña. Vamos a ir viendo ejemplos.
El poema
«San Lourenzo» (F. N. 275) tiene un
comienzo desconcertante:
Ó mirar cál de novo nos
campos
iban a
abróchalas rosas,
—461→
dixen:
«¡En ónde. Dios mío,
iréi a
esconderme agora!»
E penséi de
San Lourenzo
na robreda
silenciosa.
La primera
impresión es de sorpresa, de desconcierto. Sin que medien
explicaciones nos encontramos ante una persona que al ver que van a
brotar las rosas se pregunta: «¿A dónde iré a
esconderme?». Parece la actitud de un loco. No
comprendemos por qué huye y, sobre todo, no comprendemos que
se pueda decir algo tan anómalo sin una explicación
previa; es decir, más que el hecho de horrorizarse y querer
huir de la visión de la primavera, lo que nos sorprende es
la naturalidad con que se habla de ese hecho. El desarrollo del
poema aclara la actitud del poeta. El retiro de San Lorenzo es un
lugar silencioso, la más clara imagen del olvido, lugar que
«a las almas tristes les hablaba
solamente de cosas tristes» y «a los corazones oprimidos les infundía
resignación». Comprendemos que el poeta huye de la
visión de la primavera porque la alegría de
ésta contrasta dolorosamente con su estado de ánimo.
Por el contrario, busca el silencio del monasterio porque
allí su espíritu puede identificarse plenamente con
el paisaje exterior. Es decir, el desarrollo del poema hace que
comprendamos las palabras iniciales incorporándolas a un
sistema de referencias de nuestro mundo real. No se trata de un
loco, sino de una persona cuyos motivos son asimilables por nuestra
experiencia. Pero otras veces no sucede así, sino que la
poeta se coloca en una postura cuyos motivos siguen
pareciéndonos irreductibles a los datos de la experiencia.
Veamos todavía un caso intermedio:
Nada me importa,
blancas o negras mariposas,
que, dichas anunciándome o
malhadadas nuevas,
—462→
en torno de mi lámpara o de
mi frente en torno,
os agitéis inquietas.
(O. S. 349)
¿Cómo entender esta indiferencia ante el futuro? De
nuevo nos preguntamos: ¿es la poeta una loca, una
insensata?; ¿quién puede decir con autenticidad que
no le importe el anuncio de dichas o pesares? El resto del poema
ofrece una justificación de esa actitud:
La venturosa copa
del placer, para siempre
rota a mis pies está,
y en la del dolor llena...,
¡llena hasta desbordarse!,
ni penas ni amarguras pueden caber
ya más.
(O. S. 349)
Esta
justificación la aceptamos en cuanto es manifestación
individual de un estado de ánimo. Es decir, pensamos que un
gran dolor o muchos dolores sucesivos pueden provocar un estado de
ánimo en el cual esas palabras sean sinceras. Sin embargo no
las aceptamos si no partimos de ese estado emocional, ya que nadie
fríamente puede creer que la medida del dolor está
colmada. Aceptamos el poema en cuanto es un signo de una
situación límite y en cuanto es una
manifestación emocional.
Precisamente la
distancia entre lo que nosotros consideramos objetivo (que el dolor
puede ser aún mayor; que hay olvido y por tanto posibilidad
de nuevos placeres o dolores) y la afirmación subjetiva del
poema (que ya no existe posibilidad de placer, que se ha llegado al
límite del dolor), esta distancia, repetimos, entre lo
objetivo y lo subjetivo nos da la magnitud de la emoción. El
poema se nos aparece entonces reductible a los datos de
experiencia, pero no de una experiencia mayoritaria, es decir,
común a muchas personas, sino minoritaria. El poema
será aceptado plenamente —463→
sólo por aquellas personas cuya experiencia les
permita comprender que un dolor completo puede llevar a un estado
emocional de indiferencia ante el dolor o placer futuro; estado
depresivo en el cual se siente que no hay posibilidad de dicha y
que se ha llegado al límite del dolor. La aceptación
de estos poemas viene condicionada por el grado de rareza de la
vivencia que expresa. Veamos más ejemplos:
Mas aun sin
alas cree o sueña que cruza el aire, los
espacios
y aun entre el lodo se ve
limpio, cual de la nieve el copo blanco.
(O. S. 353)
mas yo prosigo
soñando, pobre, incurable sonámbula,
con la eterna primavera de la
vida que se apaga
y la perenne frescura de
los campos y las almas,
aunque los unos se agostan
y aunque las otras se abrasan.
(O. S. 370)
Sólo en la
medida en que admitamos que la necesidad de algo puede sobreponerse
a la evidencia que muestran los sentidos, aceptaremos que alguien
que está entre el lodo se vea limpio y que alguien
sueñe con eternas primaveras ante la vida que se apaga y que
se agota, y sólo lo admitiremos en la medida en que nuestra
experiencia nos haya suministrado puntos de apoyo para ello. La
vivencia que expresan los dos ejemplos es la de una no
aceptación de la evidencia. Creo que por ser menos
común que las vivencias depresivas, los poemas que las
contienen son también menos comprensibles, más
minoritarios que los anteriores.
En idéntica
situación se encuentran aquellos poemas en los cuales el
poeta se presenta a sí mismo o a otras personas como seres
excepcionales. A este tipo pertenecen el poema «Los
tristes» (O. S.
327) y el que a continuación reproducirnos:
—464→
¡Qué
prácidamente brilan
o río, a
fonte i o sol!
Cánto
brilan..., mais non brilan
para min,
non.
¡Cál
medran herbas e arbustos,
cál brota
na árbor a frol!
Mais non medran
nin frorecen
para min,
non.
¡Cál
cantan os paxariños
enamoradas
canciós!
Mais anque cantan,
non cantan
para min,
non.
Sí..., para
todos un pouco
de aire, de luz,
de calor...
Mais si para todos
hai,
para
min, non.
¡E ben...!,
xa que aquí n'atopo
aire, luz, terra
nin sol,
¿para min
n'habrá unha tomba?
Para min,
non.
(F. N. 194)
Estos poemas nos
presentan la figura de un ser predestinado a la desgracia, para el
que no existe sino el dolor y el fracaso, al que se le niega la
participación que todo ser humano tiene en la naturaleza
circundante; ser irreal a fuerza de acumular sobre él
privaciones: ni sol, ni luz, ni agua, ni tumba...
¿Cuál es nuestra postura ante estos poemas? Creo que
hay dos. Por una parte, los aceptamos por analogía: las
afirmaciones nos parecen hiperbólicas, pero creemos que
están hechas sobre una base real: existen seres que, en
efecto, se dirían predestinados al dolor, a los que parece
haber tocado en suerte una desigual proporción en el reparto
—465→
de alegrías y penas en la vida. Esas figuras de los
poemas serían un reflejo deformado, exagerado, de unas
figuras reales. Por otra parte, considero que determinadas
circunstancias pueden llevar a una persona a sentir como reales las
situaciones reflejadas en el poema. Por ejemplo, una serie de
desgracias sucesivas pueden desencadenar un delirio persecutorio en
el que una persona se siente perseguida por sus semejantes y por
las fuerzas naturales.
Han sido ya varias
las ocasiones en las que para intentar una explicación de
las afirmaciones contenidas en un poema hemos recurrido o aludido a
la locura. Hay una nota común a los poemas que venimos
examinando, y es la de que, a primera vista, pudieran muy bien ser
las palabras de un loco. Una persona que demuestra tal familiaridad
con el mundo de ultratumba que se permite opinar sobre los
sentimientos de los muertos, que habla de sus sombras, que huye
porque brotan las flores, que manifiesta ser indiferente al placer
o dolor futuros, que se niega a aceptar la evidencia, que se siente
perseguida y rechazada por hombres, animales y naturaleza, muy bien
pudiera estar loca. Pero, por otra parte, esta persona, por uno u
otro camino, consigue convencernos de que no lo está, de
que, de alguna manera, ella tiene razón. Unas razones que no
son las de la lógica, pero tan convincentes como
éstas.
La obra maestra de
Rosalía en este género de poemas a caballo entre la
locura y la cordura es el poema «Dicen que no hablan las
plantas», que pasamos a analizar detenidamente porque nos
puede dar la clave interpretativa de los anteriores:
Dicen que no
hablan las plantas, ni las fuentes, ni los pájaros,
ni el onda con sus rumores, ni con
su brillo los astros.
Lo dicen; pero no es cierto, pues
siempre, cuando yo paso,
de mí murmuran y
exclaman:
—466→
-Ahí va la
loca, soñando
con la eterna primavera de la vida
y de los campos,
y ya bien pronto, bien pronto,
tendrá los cabellos canos,
y ve temblando, aterida, que cubre
la escarcha el prado.
-Hay canas en mi cabeza; hay en los
prados escarcha;
mas yo prosigo soñando,
pobre, incurable sonámbula,
con la eterna primavera de la vida
que se apaga
y la perenne frescura de los campos
y las almas,
aunque los unos se agostan y aunque
las otras se abrasan.
¡Astros y fuentes y flores!,
no murmuréis de mis sueños;
sin ellos, ¿cómo
admiraros ni cómo vivir sin ellos?
(O. S. 370)
El poema empieza
con una expresión lingüística gramaticalizada:
dicen que. Esta frase, igual que se dice, es
fórmula introductoria de algo que pertenece como hecho
posible al dominio común de la masa, sujeto vago e
indeterminado, pero de gran fuerza, que impone sus probables o
dudosas afirmaciones con el peso del plural masivo y desconocido:
«dicen que hay cambio de gobierno», «dicen que se
llegará a Marte en la próxima década»...
Verdadero o falso, el dicen que introduce algo que se
siente como posible dentro de una colectividad y se refiere a
hechos que, de una u otra manera, forman parte del vivir cotidiano.
Pero en el poema no sucede así. Encontramos un dicen
que y a continuación dos versos desconcertantes:
«que no hablan las plantas, ni las
fuentes, ni los pájaros»... Eso no se
dice; no hace falta decirlo, como tampoco se dice que el agua
es incolora o que los árboles crecen hacia arriba; es algo
que se da por sabido. ¿Quién diría que no
hablan las plantas? Sólo alguien que estuviese hablando con
un loco o un niño. En el ámbito colectivo y habitual
del dicen que esas afirmaciones no tienen cabida.
¿O es que, acaso, se refiere a un lenguaje espiritual?,
¿a esa especie de comunicación —467→
con la naturaleza que toda persona sensible debe sentir?
Después del sobresalto inicial viene un suspiro de alivio;
todo vuelve a sus cauces; ¡claro que dicen que no hablan las
plantas, etc., etc.! Lo dicen
esas gentes groseras, burdas, entre las cuales, naturalmente, no
nos contamos. Habíamos tenido la impresión de que
alguien como un loco o un niño quería empezar a
hablarnos. Afortunadamente el poeta y nosotros estamos totalmente
de acuerdo: hay un lenguaje exquisito entre la naturaleza, los
animalillos del Señor y nuestro propio espíritu
refinado y sensible.
Pero la poeta -el
loco, el niño- sigue hablando, y ahora no hay lugar a dudas:
«lo dicen; pero no es cierto, pues
siempre, cuando yo paso, / de mí murmuran y exclaman:
ahí va la loca soñando...» No se trata,
pues, de un hablar metafórico, de una comunicación
sentimental con pájaros, olas o estrellas. Lo que el primer
verso sugería se confirma ahora: estamos en presencia de
alguien que realmente oye hablar a esos seres.
Los dos primeros
versos son equívocos; el contraste entre el dicen
que y los contenidos siguientes es un índice de locura.
Pero el verso segundo, al hablar de los rumores de las olas y del
brillo de los astros, inclina la balanza a favor de una.
interpretación metafórica. En efecto, cualquier
comunicación que lográramos con aquellos seres
-panteísta, sentimental- podría considerarse un
lenguaje. Sin embargo, el poeta deshace pronto el equívoco:
no se trata de comunión espiritual con ellos. Son seres que
hablan, que murmuran y exclaman. Como vecinas chismosas o
campesinos ignorantes, las plantas, las fuentes, los pájaros
hablan del poeta, comentan su locura. La murmuración es tema
repetido en la obra de Rosalía y constante obsesión
de su vida; en su obra queda constancia de su sentirse
señalada con el dedo. Recelo del poeta o realidad, la
murmuración, como la burla, —468→
como la persecución, son temas que se repiten a lo
largo de sus libros. Estas plantas y fuentes de su última
obra nos recuerdan a los campesinos de la primera novela, La
hija del mar -toda una vida entre ambas-, que llamaban
también «la loca» a Teresa, la protagonista de
claros rasgos autobiográficos.
Los cuatro
primeros versos, tomados ya en conjunto, nos dan una imagen de la
persona que habla: es una loca. Una loca pacífica, que habla
en tono suave, sin exaltación. La seguridad de sus
afirmaciones («Lo dicen; pero no es
cierto»), la lógica de su argumentación,
que toma como prueba, precisamente, lo que es objeto de
discusión («pues siempre, cuando
yo paso, de mí murmuran»), refleja con acierto los
razonamientos de los paranoicos. El personaje presenta como prueba
objetiva de su afirmación lo que es puramente subjetivo, lo
que ella oye. Como Sábato en el «Informe sobre
ciegos» de Sobre héroes y tumbas, partiendo
de unos presupuestos que se dan como ciertos, el autor crea un
mundo donde los hechos están relacionados con una
lógica implacable, pero que no tiene nada que ver con el
mundo real, porque el punto de partida es el de un
esquizofrénico. La diferencia fundamental, aparte de la
condensación expresiva que exige el poema, es que
Sábato se mantiene en el plano de la locura, y
Rosalía pasa continuamente de éste al de la
razón.
Si el contraste
entre el dicen que y los dos versos siguientes nos hizo
dudar de la cordura del hablante, ahora la forma en que afirma que
plantas, fuentes y pájaros le llaman loca nos hace dudar de
su locura. Lo dice sin irritación, como algo perfectamente
justificable y que ella admite -cosa inconcebible en un paranoico-.
Rosalía se reconoce en esa persona que va «soñando con la eterna primavera de la vida y
de los campos» y admite -no se extraña, no
—469→
se irrita- que la consideren loca. Pero un loco que admite
su locura es una contradictio in terminis. Nueva duda:
¿será que no está loca? Sin embargo, sus actos
parecen demostrar que sí lo está: sueña con
una eterna primavera cuando en sí misma puede experimentar
la temporalidad -«bien pronto
tendrá los cabellos canos»-, cuando en el mundo
que la rodea ve y siente -temblando, aterida- que no hay primavera,
que la escarcha cubre los prados. Es una loca cuyos sueños
le impiden ver una realidad que, sin embargo, padece, como todo ser
humano: es vieja, tiembla, tiene frío.
Y de nuevo un
cambio del plano de la locura al de la cordura: «Hay canas en mi cabeza; hay en los prados
escarcha». Luego no sólo padece sino que es
consciente de su padecer, ve la realidad que todos vemos,
comprende, no está loca. «Mas yo
prosigo soñando [...] con la eterna primavera de la vida que
se apaga». Y la locura irrumpe de nuevo. Esta mujer ve la
realidad. Los presentes de indicativo no dejan lugar a dudas: ve
que los campos se agostan, ve que la vida se apaga, pero no le
importa; ante esa realidad presente que se impone con la fuerza de
lo evidente, ella enfrenta sus sueños, donde nada muere.
En la segunda
parte del poema (la que lleva rima a-o) hay un deseo
evidente por parte del poeta de dejar clara su postura: ve los
hechos que todos vemos, pero no los acepta. Ante lo que a nosotros
puede parecemos única y posible realidad: la muerte, el
dolor, la vida que se apaga, la naturaleza que se agosta, ella crea
una realidad distinta, donde nada muere, donde todo conserva
eternamente el frescor de la primavera. Hechos objetivos son: hay
canas, hay escarcha, la vida se apaga, los campos se agostan, las
almas se abrasan. Contrastando con ellos, un hecho subjetivo
más fuerte que todos: «yo
prosigo soñando». Y sueña ante la
mismísima —470→
evidencia de «la vida que se apaga» (así,
en presente de indicativo) y sueña «aunque [...] y aunque», con una
reduplicación enfática, indicadora de la postura de
la poeta, del carácter irreductible de sus sueños.
Igual que las ideas delirantes del esquizofrénico son
irreductibles a la argumentación lógica, los
sueños del poeta son irreductibles a la propia experiencia
personal. Parece que definitivamente nos encontramos en un plano de
irracionalidad, de locura; pero hay quizá demasiado
voluntarismo en ese «yo prosigo
soñando» -¿un loco que quiere ser loco?- y
demasiado irónica conmiseración de sí misma en
el verse como pobre, incurable sonámbula. De nuevo la
conciencia de la propia rareza, pena y burla de sí misma;
desdoblamiento de una personalidad que sueña y se ve
soñar. Sueño y conciencia del sueño, locura y
cordura entrelazando sus hilos en la vida de este ser
extraño y desconcertante.
El verso
penúltimo aparece situado plenamente, nos parece, en el
ámbito de la irrealidad: el poeta contesta a las plantas, a
las fuentes; se dirige a ellos para pedirles que no murmuren de sus
sueños, y se justifica: «sin
ellos, ¿cómo admiraros ni cómo vivir sin
ellos?». Y repentinamente advertimos la profunda verdad
de esas palabras. ¿Cómo, en efecto, se podría
admirar algo caduco, imagen del dolor y del absurdo de la vida, si
no fuera por los sueños, si no fuera por esa fuerza capaz de
saltar por encima de su desoladora realidad? ¿Y cómo
vivir en un mundo donde los hombres envejecen, donde la vida se
apaga sin que nada lo justifique?
En definitiva, y
esto es lo terrible, "la loca" tiene razón.
¿Cómo podemos admirar algo, cómo podemos vivir
nosotros, que somos incapaces de crear, como ella hace, un mundo
distinto? ¿O es que no vemos que la vida se apaga, que se
secan los campos, que hay escarcha, que tenemos canas?
¿Cuáles son nuestros sueños para poder
soportarlo? Quizá —471→
sólo la loca ha comprendido, ha visto realmente, y
quizá nosotros no vemos, por eso no necesitamos estar locos
para seguir viviendo, o quizá lo estamos y por eso vivimos.
Como don Quijote, Rosalía en este poema nos hace sentir la
proximidad de locura y razón, nos hace dudar de quién
es el que, de verdad, está loco.
Reducidas a
esquema las impresiones sucesivas que produce el poema son:
Se trata del monólogo de un loco.
Este loco es consciente de su locura.
Esta locura no consiste en incapacidad de percibir la
realidad.
Por el contrario, es capacidad de crear una realidad opuesta y
superior a la de los datos suministrados por la experiencia.
Es capacidad de crear y creer algo opuesto a la
experiencia.
El loco justifica su locura, que, de pronto, se presenta como
la única postura coherente y consecuente: para seguir
viviendo es necesario estar loco.
En consecuencia, o todos estamos locos, pues vivimos, es decir,
seguimos soportando la vida; o somos ciegos e inconscientes, que no
vemos el horror que nos rodea.
Como en muchos de
los poemas examinados anteriormente, la poeta, partiendo de unos
puntos de vista extraños, desconcertantes, nos ha hecho
acceder a una verdad profunda. Los tristes con toda su
hiperbólica imagen nos remiten a la visión de una
injusta predestinación que sabernos real aunque nos
resistamos a admitirla; la huida ante la alegría primaveral,
la indiferencia ante el dolor o el placer, nos enfrentan a la
realidad de un dolor cuya magnitud hace saltar los moldes del
frío razonamiento objetivo; las sombras nos hacen asomarnos
desprovistos de recursos a un mundo ante el que tenemos posturas
prefijadas por nuestras creencias religiosas o nuestra
incredulidad; nos hacen asomarnos al misterio, a cuerpo limpio. La
no aceptación de la —472→
evidencia, el sentirse limpio entre el lodo, el creer que
vuela sin alas, el soñar con eternas primaveras ante seres
agostados, nos hace preguntarnos cuáles son los
sueños que a nosotros nos ayudan a soportar el lodo, la
falta de alas, el dolor y la muerte.
En relación
con el último poema examinado encontramos otro que comienza
también con una interpelación de tipo dialogante a
los elementos de la naturaleza, pero la totalidad del poema,
más que una alternancia entre impresiones de cordura y
locura, ofrece la impresión totalitaria de una escena
onírica, de algo que guarda relación con la realidad,
incluso con una realidad muy concreta, pero que se desarrolla de
acuerdo a unas leyes que no son las del mundo real. La mayor
similitud es con los acontecimientos que vivimos en los
sueños. Veamos el poema:
Sin
terra
«¡Calade, ouh ventos
nouturnos;
calá, fonte
da Serena,
que alá por
cabo das Trompas
quero oír
quén chega!»
Calaron os ventos
todos,
xurróu a
fonte máis queda,
e vin que iban a
enterrar
o corazón
dela.
Vina
despóis inda viva
por campos e por
devesas;
mais iña
para unha tomba
pedindo
terra.
Non a
atopóu, e por eso
amostra ás
vistas alleas
inda aquel
corazón morto
a súa
cangrena.
(F. N. 226-7)
—473→
El imperativo
inicial con que Rosalía se dirige a los vientos nocturnos
tiene muy distinto carácter que las interpelaciones de tipo
romántico como el «Para y
óyeme ¡oh sol!...» esproncediano, producto
sobre todo de un egotismo desmedido y de un afán un poco
infantil de no reconocer límites. En el caso de
Rosalía revela sobre todo familiaridad, costumbre de
diálogo, exactamente igual que sus palabras a las sombras o
a las fuentes y a los pájaros. Son elementos habituales en
su vida. Los vientos no llevan nombre, como corresponde a su
carácter transitorio, pero sí tiene nombre propio la
fuente: fuente de La Serena, fuente conocida por Rosalía
como el resto del paisaje que la rodea. Incluso la referencia al
lugar por donde alguien se acerca -«junto a las Trompas»- sitúa la
acción en el ámbito de lo cotidiano y
conocido69.
Pero este paisaje y estos elementos familiares a la poeta aparecen
como revestidos de un aire de misterio, o quizá sería
mejor decir de expectación. La poeta ha pedido silencio; es
de noche («vientos
nocturnos») y ha sentido que alguien se acerca. Su
mandato «calade, calá» indica que aquello ha
despertado vivamente su interés. Los vientos y la fuente
obedecen; se hace el silencio, sólo acompañado por el
murmullo ensordecido de la fuente. Entonces la poeta no oye, ve lo
que había despertado su interés. Ha pasado un
intervalo de tiempo marcado por el silencio, y tras ese silencio
expectante aparece la visión extraña: van a enterrar
un corazón de mujer. No se nos dice quiénes lo hacen,
ni la identidad de esa mujer, que aparece designada por el
—474→
simple pronombre ella. Y desde este momento
entramos en el campo de lo onírico: un entierro de un
corazón; una mujer viva, pero sin corazón, que va
pidiendo tierra para una tumba; un corazón muerto, que la
mujer no ha podido cubrir con tierra y que muestra, a las vistas
ajenas, su gangrena. En el fondo de todo ello algunos elementos
reales, reflejo de hechos sucedidos; pero todos ellos expresados en
forma metafórica: un corazón muerto (¿de
dolor?, ¿de amor?), una mujer a la que han arrancado el
corazón, que vive sin corazón, que intenta cubrir su
corazón muerto para que los otros, los ajenos, no sepan de
qué ha muerto. Pero, como al triste, se le niega la tierra
para una tumba y todos pueden contemplar su corazón
corroído por la gangrena. No me atrevo a hablar de
símbolo en este poema. Es más bien la
reproducción de una escena irreal, que por su semejanza con
los sueños -elementos reales, vividos, pero transformados y
a veces irreconocibles por la conciencia- calificamos de
onírica. La escena propiamente dicha (entierro, mujer viva
sin corazón, pidiendo tierra, corazón muerto que
muestra su gangrena) viene preparada e introducida por tres
elementos que predisponen a la aceptación de lo
extraordinario: el mandato a los vientos y a la fuente, la
referencia a alguien que se acerca y a quien no se ve
todavía ni se oye apenas, y el silencio expectante que se
produce antes de la aparición del entierro. La
aceptación de la primera parte (diálogo con la
naturaleza y obediencia de ésta) nos sitúa ya en un
plano al margen de la lógica, idóneo para el
desarrollo de la escena posterior. El misterio, la
indeterminación de los personajes que intervienen en ella
favorece la impresión de escena onírica; pero, por
otra parte, corresponde perfectamente a una tendencia de
Rosalía a ocultar, pudiéramos decir pudorosamente, la
identidad de las personas reales que aparecen en sus poemas y su
propia identidad —475→
cuando se refiere a daños concretos recibidos. Dada
esta característica, no podríamos afirmar, pero
tampoco negar, que en un desdoblamiento -típico de los
sueños- sea la misma poeta quien ve el entierro y quien
busca una tumba para su corazón muerto.
En todos los
poemas examinados Rosalía ha hecho uso, no sabemos hasta
qué punto de forma intencionada, de un recurso
retórico: hablar con naturalidad de hechos extraordinarios.
Esta naturalidad aumenta muchas veces el efecto de sorpresa
producido por la anomalía de los hechos relatados. Ha creado
un mundo regido por una coherencia interna, pero cuyas leyes no son
las de la lógica, ni las de la experiencia de la
mayoría de los hombres.
Son poemas en los
que se refieren experiencias que no sólo nos son ajenas,
sino que muchas veces nos parece que contradicen las posibilidades
de lo real. Sin embargo, acabamos aceptándolas en virtud del
desconcierto que provocan en nosotros y de la absoluta seguridad
con que la poeta nos las presenta como hechos verdaderos.