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ArribaUn episodio del «Lazarillo» y el «Asno de oro» de Apuleyo

Antonio Vilanova


Como parte integrante de un estudio más amplio, que intenta desentrañar las posibles fuentes literarias de nuestra primera novela picaresca, el propósito fundamental del presente trabajo, que me honro en someter a la consideración de todos ustedes, estriba en comprobar, mediante un minucioso análisis y cotejo de textos, si los evidentes paralelismos existentes entre el Asno de oro y el Lazarillo de Tormes, se limitan a unos cuantos rasgos estructurales y constructivos, o existen otros puntos de coincidencia que permitan considerar la obra de Apuleyo como fuente directa de inspiración de nuestra primera novela picaresca.

Aunque, por la extremada brevedad del tiempo de que dispongo, este análisis y cotejo de textos deberá limitarse a la mera consideración de un solo episodio, las investigaciones realizadas hasta ahora me permiten asegurar, con casi absoluta certeza, que el Asno de oro de Apuleyo ha sido, para el anónimo autor del Lazarillo, algo más que un simple modelo estructural que le ha dado la pauta para engarzar, en la sucesión lineal y episódica del relato en primera persona, los materiales folklóricos y literarios en que se inspira. Según se deduce claramente de la consideración y análisis del prólogo y de los tres primeros tratados de la obra, el Asno de oro de Apuleyo ha sido también para el autor del Lazarillo -junto al influjo simultáneo de muchas otras lecturas- una riquísima cantera temática, de la que no sólo ha extraído una gran parte de su inspiración, en lo que respecta a personajes, escenas y situaciones, sino la nueva técnica narrativa, detallista, morosa y retardataria, que utiliza en los tres primeros capítulos de la obra416.

Desde el punto de vista temático y argumental, uno de los episodios más reveladores de que el Asno de oro de Apuleyo, en la traducción clásica del Arcediano Diego López de Cortegana, publicada por vez primera en Sevilla, 1513, y varias veces reimpresa antes de la primera edición conocida del Lazarillo417, ha sido fuente directa de inspiración de nuestra primera novela picaresca, se encuentra en el   —190→   Tratado Segundo de ésta, Cómo Lázaro se assentó con un clérigo y de las cosas que con él passó, en el que se describe la extremada y sórdida avaricia del clérigo de Maqueda418.

Como reconoció en su día el maestro Marcel Bataillon, se trata de un episodio «al que no se le han hallado aún fuentes folklóricas»419, y que, en consecuencia, resulta especialmente apto para percibir el rastro que puede haber dejado en las páginas del Lazarillo, una fuente clásica, literaria y libresca, como el Asno de oro de Apuleyo. En el mejor análisis de conjunto que se ha escrito hasta ahora sobre la estructura y sentido de nuestra primera novela picaresca, el admirable trabajo que lleva por título, «Construcción y sentido del Lazarillo de Tormes»420, mi querido amigo y colega Fernando Lázaro, puso ya de relieve la intrínseca originalidad de este episodio como punto de arranque de la sustitución de la construcción en sarta, por un nuevo tipo de narración trabada, gradual y evolutiva: «Los comentaristas del Lazarillo en general -escribía en 1969 Fernando Lázaro- han prestado menos atención a este tratado que a los dos vecinos. Carece, en efecto, de la brillantez y variedad del primero, y las relaciones entre amo y criado ni de lejos poseen la complejidad y riqueza con que deslumbrará el tercero. Paga, quizá, una servidumbre aneja a la ley de tres: el personaje intermedio parece agotarse en su ancilar función. Y, sin embargo, es ésta, probablemente, la parte de la obra en que el autor realizó mayor esfuerzo de invención. Por lo pronto, el sistema de articular episodios distintos ha sido abandonado. Lázaro, de criado itinerante, de viajero por caminos y aldeas, se ha convertido en servidor doméstico: cuatro paredes por ambiente, y un arca como real antagonista. Tan drástica limitación de posibilidades constituye un "tour de force", que obliga a un cambio radical en la creación y en la disposición de los materiales»421.

Ahora bien, sin menoscabar en un ápice la originalidad creadora del autor del Lazarillo, lo que el cotejo del episodio del clérigo de Maqueda con el Asno de oro pretende aclarar, es cómo y por qué se produce este cambio y de qué modo, a falta de inmediatos antecedentes folklóricos, el inventor de nuestra primera novela picaresca ha encontrado en las Metamorfosis de Apuleyo, junto a la sugestión de determinados motivos temáticos (como pueden ser los temas de la avaricia y del hambre), y el ejemplo de nuevos métodos narrativos, el modelo inmediato de determinados personajes y ambientes, escenas y situaciones que han servido de estímulo a su inspiración.

En este sentido, y ciñéndonos exclusivamente al Tratado Segundo, es casi seguro que la figura codiciosa- mezquina y avarienta del clérigo de Maqueda, está inspirada en la figura equivalente del avaro Milón, bien harto de dineros e muy gran rico, pero muy mayor avariento e de baza condición (Lib. I, III, 9 b.), que aparece en la primera parte del Asno de oro de Apuleyo como una auténtica personificación de la avaricia. Según todos los indicios, de la estampa irónica y caricaturesca de este rico usurero de la ciudad de Hipata, para el que Lucio, el protagonista, lleva unas cartas de recomendación, y en cuya casa se alojará hasta verse transformado en asno, surge la idea de que el segundo amo de Lázaro sea un personaje aún más mezquino y avariento que el ciego malvado, astuto y cruel.

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En efecto, el avaro Milón, que vive solo en una miserable casucha en las afueras de la ciudad, en compañía de su mujer, compañera de su tristeza y avaricia, sin más servicio que una joven criada, es, en realidad, un infame usurero, siempre atento al polvo del dinero, y que no tiene otro oficio sino continuo dar a usura sobre buenas prendas de oro e de plata (Lib. I, III, 9 b.). Aunque por su posición económica y por su clase y condición social es uno de los principales de la ciudad, es tal su avaricia y mezquindad que, a pesar de sus cuantiosas riquezas, anda vestido como un mendigo de los que piden limosna por las calles: que aun tanto es de avariento, que anda vestido como un pobre que pide por Dios (Lib. I, III, 9 b.). Por su parte, y al igual que el avaro Milón, que a pesar de sus inmensas riquezas en oro y plata, vive miserablemente como un pobre pordiosero, el clérigo de Maqueda, encarnación de la avaricia codiciosa e hipócrita, vive igualmente en la más extremada miseria y estrechez, no por falta de recursos (con ser mucho más modestos), ni tampoco porque quiera observar la pobreza y humildad evangélicas, propias de su condición de clérigo, sino a causa de su exagerada mezquindad y tacañería, muy superiores a las del ciego astuto y avariento: Porque era el ciego para con éste un Alexandre Magno, con ser la mesma avaricia, como he contado. No digo más, sino que toda la lazeria del mundo estava encerrada en éste. No sé si de su cosecha era, o lo avía anexado con el ábito de clerezía (II, págs. 126-127).

En el caso del avaro Milón, los tres rasgos más reveladores de su extremada y sórdida avaricia, son los que corresponden al marco ambiental en que se desarrolla este episodio, en el cual Apuleyo nos ofrece el espléndido cuadro descriptivo de un interior familiar y doméstico. El primero de esos tres rasgos, es la pintura de la casa vacía y desierta del rico usurero, una casa pequeña y angosta, con las paredes desnudas y los aposentos sin muebles ni adornos de ningún género, salvo una mesa pequeña y una silla que utiliza su dueño, y que, además, carece de baño y de comodidad alguna, como las respectivas casas del clérigo de Maqueda y del escudero de Toledo.

El segundo rasgo, que se desprende de la descripción inicial de la vieja tabernera y de la amarga experiencia de Lucio, la noche misma de su llegada a casa del avaro Milón422, es el de ser una casa en cuya cocina jamás se enciende fuego, ni hay el menor rastro de humo ni de olor a comida, y en la que no se encuentra prácticamente nada que llevarse a la boca. Una casa con la despensa vacía, cuyo dueño lleva su avariciosa frugalidad hasta el extremo de sentarse a la mesa para no comer prácticamente nada; cuya mezquindad y tacañería obliga a su invitado Lucio a ir al mercado a comprarse su propia cena y a pagar el heno y la cebada de su caballo, y que al regresar su huésped del baño, sin cena y sin dinero, le invita a compartir su mesa vacía, dando por supuesto que el pobre Lucio ya ha cenado, como él ha hecho durante su ausencia.

El tercero y último rasgo de la avaricia de Milón, es su exagerado miedo a los ladrones, a primera vista totalmente injustificado, que le induce a tener a todas horas cerrada con llave la puerta de su casa y que se explica posteriormente al descubrir que guarda sus cuantiosas riquezas en un almacén o depósito secreto, cerrado con fuertes cerrojos y candados en lo más escondido de la casa: Entonces llegaron a un almazén que estava en medio de la casa, bien cerrado con fuertes   —192→   candados, lleno de todas las riquezas de Milón, y con fuertes hachas quebraron las puertas (Lib. III, V, 26 a).

Este secreto almacén, verdadera cámara de seguridad, cerrada con fuertes candados, en la que el avariento usurero guarda todas sus riquezas, parece ser el directo antecedente del fardel de lienzo del ciego del Lazarillo y del viejo arcaz del clérigo de Maqueda. En efecto, así como el avaro Milón guarda todas sus riquezas en un almazén que estava en medio de la casa, bien cerrado con fuertes candados (Lib. III, V, 26 a), el ciego malicioso y astuto, traŷa el pan y todas las otras cosas en un fardel de lienzo, que por la boca se cerrava con una argolla de hierro y su candado y su llave (I, 95), y el clérigo de Maqueda, más desconfiado y avaricioso si cabe, tenía un arcaz viejo y cerrado con su llave, la cual traŷa atada con una agujeta del paletoque. Y en viniendo el bodigo de la yglesia, por su mano era luego allí lançado y tornada a cerrar el arca (II, 127). Se trata, como puede verse, de dos variantes de un mismo motivo temático, el del tesoro oculto y celosamente guardado bajo llaves, cerrojos y candados, que al entrar en contacto con el tópico tradicional del ayuno y del hambre, ha dado origen a la transformación de las prendas de oro y plata que integraban el tesoro del avaro Milón, en los pedazos de pan, torreznos y longanizas del ciego mendigo y en los bodigos del clérigo de Maqueda.

Por otra parte, las exageradas precauciones con que el viejo usurero, receloso y avariento, guarda bien cerradas, bajo fuertes candados, sus cuantiosas riquezas, en el secreto almacén que posee en el lugar más seguro y retirado de la casa, han sido objeto, igualmente, de una versión paródica y burlesca en la descripción de la cámara prohibida, cuidadosamente cerrada con llave, existente en lo más alto de la casa vacía y desahabitada del clérigo de Maqueda. En efecto, según nos refiere el propio Lázaro: Solamente havía una horca de cebollas y tras la llave de una cámara en lo alto de la casa. Déstas tenía yo de ración una para cada quatro días, y quando le pedía la llave para yr por ella, si alguno estava presente, echava mano al falsopecto y con gran continencia la desatava y me la dava, diziendo: «Toma y buélvela luego y no hagays sino golosinar.» Como si debaxo della estuvieran todas las conservas de Valencia, con no aver en la dicha cámara, como dixe, maldita la otra cosa que las cebollas colgadas de un clavo. Las quales él tenía también por cuenta, que, si por malos de mis peccados me desmandara a más de mi tasa, me costara caro (II, 128-129).

Si se compara esta descripción de la cámara vacía y desierta, que hace las veces de despensa en lo más alto de la casa, y en la que Lázaro no puede entrar sin pedir la llave, con el secreto almacén o cámara del tesoro del viejo usurero, repleto de valiosas prendas de oro y plata, es fácil darse cuenta de que el autor del Lazarillo, llevado por su clara intención satírica, ha querido darnos en la figura del clérigo de Maqueda, un ejemplo de avaricia y mezquindad muy superior al del avaro Milón. Pues si éste cierra siempre con llave las puertas de su casa, y asegura su almacén con fuertes cerrojos y candados, es porque guarda en su interior auténticas riquezas, mientras que todos los bienes que el clérigo miserable y avariento guarda bajo llave en lo alto de la casa se reducen a una ristra de cebollas.

Por lo demás, esa técnica de intensificación paródica de los rasgos del modelo en que se inspira, al que añade detalles nuevos e imprevistos, que eclipsan por completo la fuente que le ha servido de estímulo para lograr una creación absolutamente original, es muy frecuente en el autor del Lazarillo. Es evidente, por ejemplo, que en la descripción de la casa del clérigo de Maqueda, el detalle concreto de que en toda la casa no avía ninguna cosa de comer, como suele estar en otras (II, 127), procede de la descripción que hace Apuleyo de la casa del avaro Milón,   —193→   el cual, al llegar Lucio, se dispone a cenar, y en la mesa avía poco o quasi nada que comer (Lib. I, III, 9 b), y como no invita a su huésped a acompañarle, éste, para no acostarse en ayunas y poder saciar el hambre, decide acercarse al mercado y comprar algo para la cena: yendo yo al baño, acordé primero de proveer de alguna cosa para comer (Lib. I, III, 10 a).

En cambio, la alusión posterior a los manjares que suele haber en otras casas mejor provistas: algún tozino colgado al humero, algún queso puesto en alguna tabla o en el armario, algún canastillo con algunos pedazos de pan, que de la mesa sobran (II, 127-128), parece inspirada en otro episodio posterior del mismo Asno de oro, en el que se describe como Lucio, ya transformado en asno, saciaba el hambre en la cueva de los ladrones: Y comoquier que otras vezes huviesse comido cevada, taraçándola con pena, por ser para mí manjar dañoso y desabrido, pero entonces miré a un rincón, donde avían puesto los pedazos del pan que avían sobrado de aquellos ladrones y comencé a exercitar mis quijadas, que tenían telarañas de luenga hambre [...] Pero ni todo esto, ni aun el sueño que bien me era menester, pudo impedir el tragar y comer que yo hazía; y comoquier que quando era Lucio, con uno o dos panes me hartava y levantava de la mesa, mas entonces, contentando a un vientre de asno tan ancho y profundo, ya entrava rumiando por el tercero canastillo de pan, quando estando atónito en esta obra me tomó el día claro (Lib. IV, IV, 32 b-33 a).

Como puede verse, era tal la escasez y miseria del clérigo de Maqueda, que en su casa no había nada de comer que no estuviese encerrado bajo llave, ni siquiera algún canastillo con algunos pedaços de pan, que de la mesa sobran, que tanto echaba de menos el pobre Lázaro, y que corresponden exactamente a los pedaços de pan que avían sobrado de aquellos ladrones, de que habla el Asno de oro de Apuleyo. Pedazos de pan que aquellos ladrones, no tan avarientos y mezquinos como el segundo amo de Lázaro de Tormes, habían dejado en un rincón de la cueva al alcance de Lucio el asno, en tal abundancia, que éste pudo comer hasta hartarse, no algún canastillo con algunos pedaços de pan, con que se hubiera contentado el pobre Lázaro, sino dos canastos enteros, de modo que al clarear el día, según dice, ya entrava rumiando por el tercero canastillo de pan.

En contraste con la abundancia y regalo con que Lucio logra saciar el hambre con los pedazos de pan que han sobrado a una partida de ladrones, la sórdida avaricia del clérigo mezquino e hipócrita tiene sometido a Lázaro a una severa dieta -prácticamente un régimen de ayuno forzoso-, que ha reducido su ración diaria a un plato de caldo, un poco de pan, una cebolla para cuatro días y los sábados los huesos roídos de una cabeza de carnero. Y como el clérigo de Maqueda tiene los bodigos o panes encerrados bajo llave en el arca y lleva la cuenta de las cebollas, cuidadosamente racionadas, que le da a su criado, al pobre Lázaro no le queda la posibilidad de saciar el hambre a espaldas de su amo, como hacía Lucio en la cueva de los ladrones, y como hace posteriormente en casa del cocinero y del panadero, siervos ambos de un señor muy rico, cuyas ausencias aprovecha el asno para comer a su placer.

En este punto, es del todo evidente que el autor del Lazarillo ha recordado este famoso episodio del Asno de oro, en el cual, la insaciable voracidad de Lucio, que devora a escondidas los ricos platos y manjares, sobrantes de los espléndidos banquetes que preparan sus nuevos amos para el señor a quien sirven, provoca, al ser descubierta, el regocijo y la hilaridad de los dos hermanos: Estos dos hermanos moravan ambos en una casa, y conpráronme para traer platos y escudillas y lo que era menester para su oficio, de manera que yo fui llamado como un tercero compañero entre aquellos dos hermanos para andar por las aldeas de aquel cavallero y   —194→   traer todo lo que era menester para su cocina. Y ciertamente -añade Lucio-, en ningún tiempo yo experimenté tan benívola mi fortuna; porque a la noche, después de aquellas abundantes cenas y sus esplendidísimos aparatos, mis amos acostumbravan traer a su casilla muchas partes de quellos manjares. El cozinero traýa grandes pedaços de puerco, de pollos y de pescado y otras maneras de comer; el panadero traýa pan y pedazos de pasteles y muchas frutas de sartén, assí como juncadas y prestiños, anzuelos y otras frutas de miel, lo qual todo dexavan encerrado en su cámara para comer y se iban a lavar al baño (Lib. X, 111, 86 a).

Todos estos manjares, sobras de los opulentos banquetes de su señor, que el cocinero y el panadero llevan luego a su casa para comer y dejan encerrados en su cámara, son los que Lázaro echa de menos en casa del clérigo de Maqueda, y los que, sin tanta abundancia, suele haber, según él, en todas las casas: algún tozino colgado al humero, por ejemplo, equivalente a los grandes pedaços de puerco, que llevaba a casa el cocinero; algún canastillo con algunos pedaços de pan, equivalente al pan y pedazos de pasteles que solía llevar el panadero.

Gracias a esos hurtos y rapiñas que los dos hermanos llevaban a su casa, y que, según se deduce claramente, no encerraban bajo llave, sino en la misma cámara donde se encontraba Lucio el asno, éste, cuando sus amos se iban a los baños: en tanto -dice-, yo comía y tragava a mi plazer de aquellos manjares que Dios me dava, porque tampoco era yo tan loco ni tan verdadero asno que, dexados aquellos tan dulces y sabrosos manjares, cenasse heno áspero y duro. Esta manera y artificio de comer a hurto, me duró algunos días, porque comía poco y a miedo, y como de muchos manjares comía lo menos, no sospechavan ellos engaño ninguno en el asno: pero después que yo tomé mayor atrevimiento en el comer, tragava lo más principal de lo que allí estava, y como ya escogía lo mejor y más dulce, no pequeña sospecha entró en los coraçones de los hermanos, los quales, aunque de mí no creyesen tal cosa, pero, con el daño cotidiano, con mucha diligencia procuravan de saber quién lo hazía. Finalmente, que ellos, el uno al otro, se acusavan de aquella rapiña y fealdad, y dende adelante pusieron cuydado diligente y mayor guarda, contando los pedaços y partes que dexavan (Lib. X, 111, 86 a).

Cualquier lector atento del Lazarillo puede darse cuenta de que, en este pasaje del Asno de oro, en el que Lucio nos cuenta cómo devoraba a escondidas los manjares que sus amos se llevaban secretamente a su casa, se contienen ya algunos de los rasgos esenciales del episodio del clérigo de Maqueda. En efecto, a diferencia de Lucio, que tiene fácil acceso a los ricos manjares que sus amos han podido sisar o hurtar, y que encierran en su propio cuarto junto con el asno, para evitar, sin duda que éste pueda emprender la fuga, el desdichado Lázaro, en cuya casa no hay nada que comer que no esté encerrado bajo llave, tiene que recurrir a la ayuda del angélico calderero para procurarse una llave que le permita abrir el arca donde el clérigo de Maqueda guarda los bodigos que le ofrendan sus feligreses. Una vez conseguido esto -rasgo plenamente original, que no aparece en la novela de Apuleyo-, las diversas etapas del proceso que se desarrolla a continuación, a partir del momento en que Lázaro empieza a sustraer los panes del arcaz, son análogas, en sus líneas esenciales, a las diferentes fases por que atraviesa Lucio desde que empieza a comer a escondidas las provisiones de sus amos.

En uno y otro caso, esta oportunidad de saciar el hambre es considerada un hecho providencial, en el que se manifiesta la voluntad de Dios, pues Lucio nos dice que tragava a mi plazer de aquellos manjares que Dios me dava, mientras que Lázaro de Tormes cree firmemente que el angélico calderero fue ángel enviado a mí por la mano de Dios en aquel hábito. Al principio, en un primer momento, uno y otro apenas si se atreven a aprovechar la ocasión que se les brinda, para no   —195→   despertar sospechas. Esta manera y artificio de comer a hurto -escribe Lucio-, me duró algunos días, porque comía poco y a miedo, y como de muchos manjares comía lo menos, no sospechavan ellos engaño ninguno en el asno. Lázaro, por su parte, extrema aún más sus precauciones y el primer día no se atreve siquiera a comer nada: Mas no toqué nada por el presente, porque no fuese la falta sentida y aun porque me vi de tanto bien señor, parescióme que la hambre no se me osava allegar (II, 142). Muy pronto, sin embargo, ambos pierden el miedo y se dejan vencer por la tentación de comer sin tasa, para saciar el hambre atrasada en el caso del pobre Lázaro, y en el de Lucio el asno por pura gula y voracidad. Según confiesa el propio Lucio, después que yo tomé mayor atrevimiento en el comer, tragava lo más principal que allí estava (Lib. X, III, 86 a). Lázaro, por su parte, aunque con menos regalo, hace lo mismo con el contenido del arca y el primer día se come un pan entero: Y otro día, en saliendo de casa, abro mi parayso panal y tomo entre las manos y dientes un bodigo y en dos credos le hize invisible, no se me olvidando el arca abierta (II, 142).

Aunque no es posible comparar la abundancia y calidad de los manjares que el cocinero y el panadero de Apuleyo se llevan a su casa, y la espartana frugalidad de los panes que guarda en el arca el clérigo de Maqueda, en uno y otro caso, las consecuencias inmediatas de tan desigual asalto a la propiedad ajena son exactamente las mismas. En efecto, tanto la insaciable y golosa voracidad de Lucio, que no logra acostumbrarse al heno y la cebada, como la apremiante necesidad de Lázaro, que se muere literalmente de hambre, producen dos efectos inmediatos absolutamente coincidentes: el hurto es descubierto muy pronto por los respectivos dueños, que echan de menos los manjares sustraídos. Y aunque en ninguno de los dos casos las sospechas recaen sobre ellos, tanto los amos de Lucio como el segundo amo de Lázaro, deciden tomar las medidas necesarias para descubrir al ladrón y el alcance de lo robado, lo cual les lleva, en uno y otro caso, a contar la cantidad de comida o el número de panes que poseen, para detectar de inmediato si han sido objeto de un nuevo robo y calcular lo que les falta. Ambos efectos aparecen en este episodio del Asno de oro, y, como veremos en seguida, tienen su equivalente exacto en el tratado segundo del Lazarillo.

En efecto, según refiere el propio Lucio, como yo escogía lo mejor y más dulce, no pequeña sospecha entró en los coraçones de los hermanos, los quales, aunque de mi no creyesen tal cosa, pero con el daño cotidiano, con mucha diligencia procuravan de saber quién lo hazía [...], y dende adelante pusieron cuydado diligente y mayor guarda, contando los pedaços y partes que dexavan (Lib. X, III, 86 a). En el caso de Lázaro, aunque tampoco despierta las sospechas del clérigo de Maqueda, que tiene encerrados los bodigos bajo llave, éste no tarda en descubrir que faltan panes en el arca y decide llevar la cuenta del número de panes y aun de los pedazos que le quedan: Y fue que veo a deshora al que me matava de hambre sobre el arcaz, bolviendo y rebolviendo, contando y tornando a contar los panes [...]. Después que estuvo un gran rato echando la cuenta, por días y dedos contando, dixo: «Si no tuviera a tan buen recaudo esta arca, yo dixera que me avían tomado della panes; pero de oy más, sólo por cerrar la puerta a la sospecha, quiero tener buena cuenta con ellos. Nueve quedan y un pedaço» (II, 143-144).

La absoluta coincidencia de este detalle de contar el número exacto de panes enteros e incluso de pedazos de pan que quedan en el arca, con el de los dueños de Lucio, cuando deciden contar los pedazos y partes de los diversos platos y manjares que guardan en su cámara, demuestra de manera inequívoca que este rasgo del Lazarillo tiene en el Asno de oro su fuente casi segura de inspiración. Se trata,   —196→   evidentemente, de un detalle que quedó profundamente grabado en la memoria del anónimo autor, el cual lo utilizó por dos veces en el mismo episodio para ridiculizar la avaricia del clérigo de Maqueda, pues no cabe olvidar que, ya en la descripción inicial de ese personaje, el propio Lázaro nos dice que hasta llevaba la cuenta de las cebollas que guardaba encerradas bajo llave en lo más alto de la casa. Detalle, por cierto, que guarda una curiosa semejanza con la extremada vigilancia del ciego desconfiado y avariento423, el cual, según refiere el pobre Lázaro, llevaba la más estrecha cuenta de los pedazos de pan, torreznos y longaniza que encerraba su fardel de lienzo: y al meter de todas las cosas y sacallas, era con tan gran vigilancia y tanto por contadero, que no bastara hombre en todo el mundo hazerle menos una migaja (I, 95).

A esta larga serie de coincidencias hay que añadir un último rasgo, evidentemente inspirado en el mismo episodio del Asno de oro, y que es el de atribuir erróneamente a los ratones los cotidianos destrozos que la habilidad y la astucia de Lázaro hacen todas las noches en los panes del arca. En efecto, según refiere la versión castellana del Arcediano Diego López de Cortegana, el cocinero y el panadero, dueños de Lucio, después de jurarse el uno al otro no ser autores del hurto de los ricos platos y manjares que desaparecen todos los días, acuerdan solemnemente: que devían por todas vías y artes que pudiessen, buscar el ladrón que aquel común daño les hazía, porque no era de creer que el asno que allí solamente estava se avía de aficionar a comer tales manjares, pero que cada día faltavan los principales y más preciados manjares; demás desto, en su cámara no avía muy grandes ratones ni moscas (Lib. X, III, 86 b).

Según claramente se advierte, esta alusión final a que en el cuarto de los dos hermanos no había ratones -alusión que no existe en el original latino de las Metamorfosis de Apuleyo, que sólo alude a las moscas, y que es un detalle añadido por el traductor-, llamó poderosamente la atención del autor del Lazarillo, por parecerle, sin duda, impropia de un lugar donde se almacenaban provisiones en tanta abundancia, y mucho más adecuada, en cambio, para una casa vacía y desierta como la del clérigo de Maqueda. A ello se debe, probablemente, el irónico comentario con que incorpora ese rasgo a la minuciosa descripción de las diversas tretas de que se vale Lázaro de Tormes para sustraer los panes del viejo arcaz, simulando que el daño es obra de los ratones: Otro día fue por el señor mi amo visto el daño, assí del pan como del agujero, que yo avía hecho, y començó a dar al diablo los ratones y a dezir: «¿Qué diremos a esto? ¡Nunca aver sentido ratones en esta casa, sino agora!» Y sin dubda devía de dezir verdad. Porque, si casa avía de aver en el reyno justamente de ellos privilegiada, aquella de razón avía de ser, porque no suelen morar donde no ay qué comer (II, 152).

A la luz de este irónico comentario, resulta doblemente cómica la treta de Lázaro   —197→   de desmigajar el pan, para poder comer impunemente alguno de los pedazos que su amo había contado cuidadosamente y que tenía encerrados bajo llave en el viejo arcaz: Este arquetón es viejo y grande y roto por algunas partes; aunque pequeños agujeros. Puédese pensar que ratones entrando en él hazen daño a este pan (II, 146). Treta que surte inmediatamente el efecto deseado, pues, a diferencia del cocinero y el panadero, que excluyen desde el primer momento la posibilidad de que sean los ratones quienes diariamente saquean su almacén y devoran sus provisiones, el clérigo de Maqueda -y ahí está la deliciosa comicidad de la situación- no duda en atribuir a dichos roedores, que no ha visto jamás en su casa, el daño inferido a los panes del arca: Mas él, como viniese a comer y abriesse el arca, vio el mal pesar y sin dubda creyó ser ratones los que el daño avían hecho. Porque estava muy al propio contrahecho de como ellos lo suelen hazer. Miró todo el arcaz de un cabo a otro y viole ciertos agujeros por do sospechava havían entrado. Llamóme, diziendo: «¡Lázaro!, ¡mira! ¡Mira qué persecución ha venido aquesta noche por nuestro pan!» Yo hízeme muy maravillado, preguntándole qué sería. «¡Qué ha de ser!, dixo él. Ratones, que no dexan cosa a vida!» (II, 146-147).

Sólo al final de esta primera parte del episodio del clérigo de Maqueda, cuyo posterior desarrollo y desenlace no guarda ya relación alguna con el Asno de oro de Apuleyo, aparece, a modo de inciso, el irónico comentario, antes mencionado, en el que se resume la perplejidad del avariento clérigo y la comicidad de la burla de que ha sido víctima: ¡Nunca aver sentido ratones en esta casa, sino agora! (II, 152).

Es preciso advertir, sin embargo, que si bien el posterior desenlace de este episodio, con el consiguiente descalabro del pobre Lázaro, que duerme con la llave del arca en la boca y es descubierto por el silbido que produce involuntariamente al respirar, no guarda relación alguna con la novela de Apuleyo, la prodigiosa maestría técnica con que el anónimo autor del Lazarillo permanece fiel al punto de vista del narrador y mantiene hasta el fin la verosimilitud del relato, procede, una vez más, del Asno de oro.

En efecto, como señaló mi estimado amigo y colega Francisco Rico, en su magistral estudio, La novela picaresca y el punto de vista (Barcelona, 1970), si se tiene en cuenta que, en el momento del descalabro, Lázaro estaba profundamente dormido y luego la violencia del golpe que le descarga su amo en la cabeza le deja tres días sin sentido, es absolutamente indispensable justificar el origen y la veracidad de los hechos que relata. Por ello Lázaro se siente obligado a indicar inequívocamente la fuente de sus noticias: De lo que sucedió en aquellos tres días siguientes ninguna fe daré, porque los tuve en el vientre de la vallena, mas de cómo esto que he contado oý, después que en mí torné, dezir a mi amo, el qual a quantos allí venían lo contava por extenso (II, 162). Pues bien, aunque el hecho ha pasado hasta ahora completamente inadvertido, es casi seguro que la aguda justificación de Lázaro, al indicarnos cómo esto que he contado oý, después que en mí torné, dezir a mi amo, el qual a quantos allí venían lo contava por extenso, se inspira en una aclaración idéntica de Lucio, el narrador, en el Asno de oro de Apuleyo, al finalizar la historia de la mala madrastra, enamorada de su entenado: Estas cosas en esta manera passadas supe yo, que les oý a muchos que hablavan en ello; pero quantas alteraciones huvo de una parte a otra [...], estando yo ausente, atado al pesebre, no le pude bien saber por entero, ni las demandas, ni las respuestas y otras palabras que entre ellos passaron, y por esto no os podré contar lo que no supe, pero lo que oý quise poner en este libro (Lib. X, 1, 84 a.).