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«377A, madera de héroe»: guerra, ética y heroísmo en la novelística de Miguel Delibes

Janet Pérez





En el otoño del 1987, salió 377A, madera de héroe1, la número diecisiete entre las novelas de Delibes, quien lleva una treintena larga de libros publicados. Con 440 páginas, esta novela reciente figura entre las obras más largas del escritor, cuyas narraciones por lo general no son demasiado extensas. Pero lo que realmente distingue esta obra entre toda la novelística delibeana2 es que se trata de su primer asalto directo a la guerra civil española. No toda la novela se dedica a la guerra en sí, pues como tantas otras narraciones del autor, ésta comienza con las experiencias más significativas en la formación de un protagonista infantil, siguiéndole a través de la niñez y adolescencia. Sin embargo, lo que se podría llamar el preludio de la guerra -insinuación de la presencia velada del conflicto potencial- ya se hace sentir en las tensiones y conflictos del ambiente familiar y civil que vive el joven Gervasio3. Un poco menos de la mitad de la novela presenta sus años formativos y el trasfondo de la comunidad y familia; aproximadamente un sesenta por ciento de la obra se dedica al período 1936-39 cuando la guerra pone fin a los estudios del protagonista y los de sus compañeros de generación.

La novela contiene un apreciable fondo autobiográfico, puesto que el protagonista tiene la misma edad que tenía el novelista en la época en cuestión, viene de la misma región, y del mismo ambiente social y familiar. Vive en una ciudad del norte de Castilla que bien pudiera llamarse Valladolid, aunque también podría ser cualquier capital de provincias castellana, bien nutrida de curas y de militares. Si Delibes evita nombrar la ciudad, es porque su función es doble: no sólo es escenario de los años mozos de Gervasio, sino que también es emblemático de una región mucho más extensa, de buena parte de España y acaso el país entero. Sin dejar de tener presente el hecho de que la guerra civil fue un fenómeno distinto en diferentes partes del país, Delibes quiere evocar unos hechos válidos para la generalización, un período y unas circunstancias que afectaron a toda España, sin limitarse a un lugar concreto. Presenta una experiencia generacional, no exclusiva, a pesar de enfocarla desde la perspectiva de su propia autobiografía.

Delibes, nacido en 1920, tenía sólo dieciséis años cuando estalló la guerra civil, y fue poco el servicio activo que vio. Sirvió en la marina de guerra, a bordo del crucero Canarias, que tampoco vio mucho de la guerra. La guerra civil española fue sobre todo una guerra terrestre y aérea, y los combates marinos pocos y de poca importancia estratégica. La experiencia bélica más inolvidable de Delibes fue cuando los tripulantes del crucero encontraron los restos de un transatlántico al que había torpedeado un submarino alemán, dejando el océano sembrado de cuerpos de pasajeros y de equipajes. Los españoles recogieron a los pocos sobrevivientes, y Delibes quedó convertido en un pacifista ya de toda la vida.

Hasta esta novela reciente, había escrito más bien poco sobre la guerra, casi siempre de forma indirecta, simbólica o alegórica. Aparece directamente, pero muy en segundo plano en Mi idolatrado hijo Sisí (1953), donde casi se conviene en mecanismo al servicio de la tesis antimalthusiana del novelista. Lo que se ve, sobre todo, es la ironía del destino que se vale de la guerra como instrumento. El día siguiente al traslado de Sisí, hijo, desde el frente a un puesto más seguro que su padre ha conseguido, el muchacho cae víctima de una bala perdida. La guerra no aparece directamente en el cuento titular de la colección, La partida, aunque se ve su sombra reflejada en la causa del viaje y la iniciación marinera del protagonista. Dicha conexión se puede establecer porque la guerra produjo la única experiencia de Delibes con el mar, lo cual permite relacionar este cuento temáticamente con 377A en la medida que ambas obras presentan el primer viaje de un joven marinero de tierra adentro, y en ambos casos, la experiencia vivida contrasta vivamente con la proyección fantástica vivida en la imaginación del protagonista antes del hecho. El segundo cuento de la misma colección, «El refugio», también bastante irónico, refuta la idea de que el peligro crea lazos de solidaridad entre los que lo pasan juntos. Mediante los recuerdos de un adolescente, se retrata el egoísmo, el rencor y la falta de caridad, exteriorizados en discusiones intrascendentes y comentarios hirientes intercambiados en un sótano que servía de refugio durante los bombardeos. Hasta aquí, pues, hay ecos de la guerra en la experiencia de personajes que no llegan a ser combatientes.

Pero Delibes preferentemente presenta la guerra a través de la psicología de sus personajes, cuyo amor propio, falta de altruismo, interés y resentimiento perpetúan la guerra en sus relaciones familiares a lo largo de muchísimos años. Convertida simbólicamente en guerra de los sexos, la guerra civil es interpretada en Cinco horas con Mario a través de los recuerdos de la viuda, Carmen, como profundo y sordo desacuerdo entre individuos y familias, intereses e ideologías que ha dejado un cisma inabarcable todavía al cuarto de siglo. De manera comparable, aparece como inconfesado conflicto de familia que a veces aflora a la superficie en El príncipe destronado (llevado al cine con el título de La guerra de Papá, que indica más claramente que el título original la presencia de este núcleo argumental). Utilizando la perspectiva infantil, el novelista sigue los rastros de la guerra en las comidas familiares, donde un mal llevado matrimonio, ideológicamente escindido de acuerdo con el esquema de divisiones ideológicas de la nación en guerra, sigue las hostilidades a la hora de comer. En ambos casos, Delibes presenta matrimonios entre cónyuges cuyas familias pertenecían a lados contrarios en el conflicto nacional. Tales matrimonios pueden considerarse simbólicos de la unión forzosa de los lados contrincantes al final de la guerra: abarcan por parte iguales la separación ideológica que precede, motiva y sobrevive los episodios bélicos, y la lucha sorda de los mal reconciliados adversarios durante la postguerra4. Las disputas familiares, atrapando a los niños en una tierra de nadie donde a veces son utilizados como armas por un padre contra otro, marcan a los hijos nacidos a tal matrimonio conflictivo con el hierro candente del conflicto y del odio reprimidos, de la misma manera que la guerra civil marcó a aquellos españoles que la vivieron de niños. Demasiado patente es la huella de la guerra en la obra de novelistas como Matute y Goytisolo, por ejemplo, como para necesitar comentario a estas alturas. Bastante se ha estudiado ya el empleo simbólico de los mitos de Caín y Abel y del paraíso perdido. Lo curioso es cuan tardía es, por comparación y contraste, la aparición de la guerra como tal en la obra de novelistas un poco mayores, como Delibes y Cela, que vieron algo de servicio militar5.

Delibes utiliza otra vez el esquema de la familia como el soporte estructural del tema bélico en Las guerras de nuestros antepasados, cuyo protagonista, Pacífico Pérez, entrañable antihéroe, encarna un rechazo visceral de la guerra que coincide con la postura personal de Delibes. En esta novela, injustamente marginada por la crítica, aparece el patrón de la dinastía, varias generaciones de una familia en que cada generación -cada varón- ha tenido «su» guerra. Dentro de la miseria e ignorancia extremas de un pueblo olvidado, atrasado y medio abandonado, siguen adorando al dios bélico hasta extremos del absurdo y grotesco. Se trata en momentos de personajes y escenario casi esperpénticos, reflejos del militarismo tradicionalista proyectados por el espejo cóncavo. Difícilmente pueden caracterizarse como otra cosa que esperpentos las ceremonias cotidianas en que el bisabuelo tullido, veterano de las guerras carlistas, se vestía el uniforme harapiento, y tocando la corneta, llamaba a sus descendientes a celebrar otra vez el rito militar. Pero las guerras aparecen solamente en los recuerdos del padre, del abuelo, y del bisabuelo, ya que el protagonista no llega a ser soldado. Su naturaleza sencilla y pacífica sufre por la exaltación diaria de lo bélico entre familia, y el conflicto psicológico provocado llega a estropear su carácter, su salud mental, y su vida. El aspecto subversivo, desmitificador del mito fascista y falangista de las glorias militares, Las guerras de nuestros antepasados es el antecedente más directo de 377A, madera de héroe, que contrapone la realidad humana y natural del miedo al prototipo mítico del varón militarista para quien la batalla es un aliciente glorioso.

En un plano más abstracto y alegórico todavía, Parábola del náufrago se inspira por lo menos en parte en un suceso guerrero -la invasión de Praga en la primavera de 1968 por los tanques soviéticos- pero la guerra como tal no aparece. Mediante la presentación de la existencia deshumanizada de los ciudadanos de una sociedad totalitaria en un futuro próximo, se ve el militarismo, la regimentación de la vida entera, la pérdida de la libertad. Pero la preocupación principal del novelista no es la guerra como tal, y menos todavía la guerra civil española, aunque sea lícito afirmar que sí lo sean las consecuencias para los derechos del individuo. En las demás obras del novelista vallisoletano, apenas se asoma el conflicto civil español como elemento de los recuerdos de algún personaje. Las cuatro primeras novelas de Delibes escritas después del franquismo -El disputado voto del señor Cayo, Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso, Los santos inocentes, El tesoro- tampoco versan sobre la guerra, aunque la guerra puede mencionarse muy de paso cuando asoma a la conversación o los recuerdos.

En dicho contexto, viene casi de sorpresa 377A, madera de héroe, una novela indiscutiblemente autobiográfica, que aborda la guerra directamente, sin rodeos ni simbolismos, y pone en tela de juicio el difícil tema de la relatividad del heroísmo -la mitificación de los vencedores que convierte a los vencidos en criminales y a los victoriosos en salvadores oficiales del país. Es en este aspecto de la enorme relatividad del heroísmo que se nota más la importancia de Las guerras de nuestros antepasados como antecedente. En el curso de escaparse de la prisión y los intentos de evadir la captura, Pacífico pasa por duras pruebas físicas y mentales que en situación de guerra hubieran bastado para convenirlo en héroe indiscutido, pero que en el caso del reo de justicia, no tienen ningún valar positivo. Se sugiere, entonces, que no es el acto en sí que es heroico, sino la circunstancia propicia. En el caso de 377A, se indica que no basta que el acto se lleve a cabo en tiempo de guerra, sino que es necesario además que el héroe pertenezca al equipo victorioso. La diferencia entre un patriota y un traidor resulta algo muy relativo, casi independiente del valor individual. En ambas novelas, también, las esperanzas puestas por algunos miembros de la familia en las hazañas heroicas del protagonista resultan defraudadas por cierta incapacidad psicológica o espiritual en el joven protagonista.

Gervasio, hijo y nieto de familiar conservadora y burguesa por el lado materno, se siente desde pequeño atraído por la música militar, y sus raptos de éxtasis ante una marcha marcial inducen al abuelo a identificarlo como héroe futuro, señalado por el dedo divino para llevar a cabo grandes hazañas. El abuelo, veterano de la última guerra carlista, ya entrado en senectud, encarna por partes iguales el conservadurismo, el extremo tradicionalismo, y la exaltación de lo militar. Su único nieto varón se cría en un ambiente de mimos familiares, un ambiente de lujo material en donde los trabajos domésticos los comparten el chófer, la lavandera, el jardinero, las criadas del servicio. Desde pequeño, Gervasio es visto como un ser excepcional, llamado a la gloria, si bien es cierto que junto con su primera expresión de interés en el heroísmo se percibe un sano interés en seguir viviendo: «una vez que el pequeño irrumpió como un huracán en el gabinete de su abuelo materno don León de La Lastra... te preguntó a bocajarro: "Papá León, ¿puedo ser héroe sin morirme?"» (11). El viejo le contesta afirmativamente, aunque observa que «"es más fácil serlo con cuatro tiros en la barriga". La cuitada sonrisa del pequeño ya demostraba sus preferencias por el heroísmo de supervivencia, pero todavía quiso garantizar más su integridad: "y ¿sin quedar cojo, ni nada?"» (13).

La preocupación del novelista por la escurridiza naturaleza del heroísmo es tan evidente como la obsesión del niño por la cuestión. Se convierte en tema preferido de las conversaciones con amigos, que extreman los juegos guerreros ya por la adolescencia bien entrada. A comienzos de la guerra, la ciudad queda en control de los falangistas y el padre de Gervasio, médico liberal sospechado de ateísmo, permanece encarcelado. El muchacho interroga a su tío derechista, Felipe Neri, si sería una acción heroica liberar a su padre, obteniendo una respuesta afirmativa y la observación que «después de Dios, nada tiene tanta importancia como los lazos de la sangre» (251). Sin embargo, al preguntar por el hipotético heroísmo de liberar a un desconocido, le contesta el tío que «Liberar a un enemigo de una causa noble, comprometiendo esa misma causa, podría incluso ser un delito» (252). La protesta del muchacho respecto a la hermandad de todos induce al tío a escribir en su diario:

Mi sobrino insiste en determinar la razón última del heroísmo, esto es, si el heroísmo responde o no a un incentivo ético... La cuestión es compleja. Hay casos evidentes que no se prestan a duda, pero existen otros de ardua definición, lo que me lleva a reducir el heroísmo a un problema de buena fe. Creo que difícilmente se puede ir más allá. El que se inmola a sabiendas, con recta intención y mirada limpia, es un héroe. Poco más podemos añadir.


(252)                


Tal conclusión parece concordar con la del novelista, puesto que el resto de la novela se dedica en cierta medida a demostrar la verdad de tal aseveración. Mientras tanto, Gervasio sueña con actos heroicos, y su obsesión con el heroísmo influye en toda la relación con su primera novia: «una vez que se separaron, pensó que ya tenía una persona a la que referir su heroísmo, y sobre todo (objetivo soñado en todas sus lucubraciones) "una bella muchacha que temblara por él"» (254).

Discute frecuentemente con su amigo Peter sobre la naturaleza del heroísmo, Gervasio alegando que «en los tiempos modernos, el heroísmo no cabía fuera de la acción individual [y Peter arguyendo] que en eso precisamente estribaba el heroísmo, en la subordinación, en el anonimato, en la renuncia a destacar» (257). La visión defendida por Gervasio se parece tanto a la del héroe de leyenda que Peter observa irónicamente que «cada soldado debe ir acompañado por un trovador para que pueda cantar más tarde sus proezas» (258). Apunta la sospecha de que su amigo aspira no «a ser un héroe, sino un exhibicionista». En el transcurso de la guerra, cambiará sustancialmente el concepto que tiene Gervasio del heroísmo, como también de sí mismo. Mientras tanto, el heroísmo de Gervasio se limita a llevar la roja boina carlista heredada del abuelo y cantar himnos patrióticos a gritos en el refugio durante los bombardeos. Andando la guerra, y en vísperas de su alistamiento forzoso, Gervasio se ofrece como voluntario, no como soldado ordinario sino como marinero de la Armada que le parece más romántico. Al tío, por lo menos, y a los padres, convencidos por el tío, parece también menos arriesgado, aunque a Gervasio le atrae la Armada más que la Infantería por lo exótico y por lo que el muchacho supone es el espíritu aventurero que predomina. Las letras de despedida que escribe a su padre, todavía encarcelado, son un alarde jactancioso: «Me voy a la guerra, a salvar a España, y sólo regresaré muerto o victorioso» (285). Ingresa a principios del año 1938 en la escuela naval, y pronto empieza a ceder su ánimo frente a las incomodidades inesperadas: «La piña solidaria (fragua de héroes; todos para uno, uno para todos) con la que soñara cada vez que imaginaba el buque-escuela, se esfumó para dar paso a una idea espesa de hacinamiento y hostilidad» (291). Aumenta su decepción cuando él resulta el único a quien el cabo llama la atención en la primera salida por no remar bien. Crece el desencanto cuando no puede dormir en el reducido espacio y percibe una enorme rata que se le acerca. En días sucesivos, sufre varias humillaciones por la falta de perfección en sus andares y porte, viéndose condenado a permanecer a bordo día tras día al salir los amigos. Comienza a criar un complejo de inferioridad, especialmente porque al subir a los palos, le domina el vértigo, y pasa vergüenza y terror cuando debe soltar una mano para saludar desde lo alto. La guerra sigue más bien lejana, sin embargo, durante su entrenamiento, y únicamente llega a afectarle de verdad con el hundimiento del crucero Baleares, al cual había pedido ser destinado por encontrarse ya allí dos de sus amigos más íntimos. Por intervención del tío Felipe Neri, ya convertido en coronel, Gervasio y otros dos amigos son destinados al crucero Juan de Austria. El título de la novela alude al número del camarote de Gervasio en el crucero, una vez terminados los estudios navales, en los cuales no se distingue en absoluto si no es por su falta absoluta de aptitud.

Ya en el Juan de Austria, recibe un puesto estratégicamente importante donde tiene que transmitir las coordenadas para los cánones de defensa antiaérea, y se enorgullece de tener un cargo significativo. Con la primera marejada, pasa otra vergüenza: no puede caminar ni mantenerse en pie, y se marea. Como mecanismo de compensación, vive más y más en sus fantasías heroicas, y escribe a la novia exagerando los riesgos que tiene que correr. Le desilusionan profundamente la respuesta de la muchacha que asegura envidiarle el correr mundo. Cuando inesperadamente aparecen unos aviones enemigos, Gervasio experimenta tanto miedo que si no huye del tubo acústico, es porque no le funcionan las piernas. Se imagina el barco a punto de hundirse por las tremendas explosiones que estremecen el crucero, enterándose luego de que no hubo bombas, que aquellos dramáticos estampidos habían sido las salvas de las torres en tiro antiaéreo.

Tras el bautismo de fuego, el pánico experimentado le obliga a cuestionarse y confesarse que sus reacciones en combate no corresponden a las de un valiente. En las noches de guardia, comienzan las confidencias con el cabo Pita, hombre avezado, callado, imperturbable. Gervasio llega a intimarse con el cabo, y nota que coincide con papá Telmo en el punto clave de llamar Pronunciamiento a la Cruzada, por lo cual concluye que bien podría ser un rojo camuflado. No desaparecen sus sospechas cuando el cabo le encuentra a Gervasio dormido en el puesto de guardia y se limita a reprimirle. Gervasio inicia una vigilancia del cabo que se convierte en un espionaje sistemático, con el resultado de que lo descubre en un intercambio de mensajes secretos con la tierra. Se encuentra incapaz de denunciarlo al mando, diciendo que «Sería como si delatase a mi padre» (406). Se plantea un dilema ético en el alma de Gervasio, quien se debate entre el deber de denunciar al cabo, sabiendo que él mismo puede ser considerado traidor si no lo hace, y algo muy íntimo que le influye a defenderlo. Queda planteada también la cuestión del heroísmo del cabo, hombre recio de antecedentes más bien humildes, quien se arriesga jugando la vida en el espionaje, habiéndose ofrecido a los nacionales con el propósito de facilitar datos militares a los republicanos, no por razones ideológicos, sino para vengar el asesinato de su hermano. Descubierto y torturado, confiesa su espionaje pero se niega a reconocerse como traidor, afirmando que los traidores a la Patria son sus carceleros. En los días siguientes, Gervasio vuelve de nuevo al tema del heroísmo. «Si el heroísmo estribaba en ofrendarse entero y sin condiciones, en el crucero no había más que un héroe: el cabo Pita. Ahora bien, y ¿la causa? ¿Cabía el heroísmo al servicio de cualquier causa?... bien podía ser el soldado que moría dando la cara, desinteresadamente, el que ennoblecía la causa a la que servía» (424-25). El caso del cabo es paradigmático de la relatividad del heroísmo: los héroes tocados por el dedo de la historia vienen invariablemente de las filas victoriosas6. Si hubiera ganado la República, el cabo seria un héroe y mártir, no un traidor.

Le queda al nada heroico protagonista una humillación más, ya casi al final de la guerra, cuando la escuadra se acerca a Cartagena y sobreviene un repentino ataque. Al ver acercarse un par de torpedos, Gervasio queda paralizado por el miedo, sin poder dar la voz de alarma. Se limita al gesto infantil de meter los dedos en los oídos, y cuando una maniobra abrupta pone el crucero a salva en el último instante, «Un nudo caliente [la orina descontrolada] se derritió entre sus piernas, bajó caldeando las caras internas de los muslos» (433). Después de la batalla, se confiesa sollozando con su amigo Peter, una confesión que hasta cierto punto le redime existencialmente, pues reconoce que «su miedo no era circunstancial... sino que estaba instalado... en la frente y ahí continuaría aunque viviese mil años» (435). Al día siguiente, recibe la noticia del fusilamiento del cabo Pita, y vuelve a hablar con Peter del heroísmo. La conversación repite en líneas generales el diálogo entre Gervasio y su tío, antes de irse al buque-escuela, como también sus propias cavilaciones después del arresto del cabo. Trata casi desesperadamente de obtener el reconocimiento de Peter del heroísmo de Pita, como también del valor de familiares de ambos lados muertos en la guerra. Contra el trasfondo de euforia general que celebra el final del conflicto, Peter vacila, cavila, y termina por conceder suavemente la igualdad de todos. «"Lo mismo", dijo, al fin. "¿Por qué habían de ser distintos?'» (440).

Un lugar común de la crítica de las novelas de la guerra civil española ha sido su beligerancia, su intransigencia, la falta de objetividad y serenidad que caracterizan las grandes novelas del tema bélico, como Guerra y paz, de Tolstoy. Esta obra de Delibes encabeza lo menos partidario de los miles de títulos publicados sobre el tema de la guerra civil española hasta la fecha. Es una novela profundamente conciliadora, que intenta borrar o anular las líneas divisorias que todavía quedan entre las dos Españas. Desmitifica el prototipo del héroe nacional, pero al derribar el mito, restaura su humanidad. Al establecer la relatividad del heroísmo, el novelista apunta a la relatividad de las causas: el ser héroe o traidor puede depender de quién gana, y que la causa sea santa y buena o todo lo contrario depende también de la suerte final que corren sus defensores y de quién escribe los libros de historia. Si hay que escoger en dicha coyuntura entre la causa y el hombre, es evidente que Delibes opta a favor de este último, sugiriendo que es el soldado desinteresado con su sacrificio quien ennoblece la causa. Terminada por fin la interminable postguerra, Delibes quiere que se pongan fin también a los largos rencores que la guerra dejó. Es para que las dos Españas vuelvan a ser una que ha escrito esta novela tan ética y humana un escritor profundamente humano y pacifista a quien le sigue siempre doliendo la guerra.





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