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ArribaAbajo Recuerdos de niñez y de mocedad. Unamuno y «el alma de la niñez»

Miguel Ángel Lozano Marco


Universidad de Alicante

La más noble aspiración de un espíritu es la de escudriñar en sí mismo su propia niñez.


MIGUEL DE UNAMUNO                


La madurez del hombre consiste en volver a encontrar la seriedad que tenía cuando jugaba de niño.


FRIEDRICH NIETZSCHE                


En uno de los artículos recogidos en el libro Andanzas y visiones españolas(1922), el titulado «De vuelta de la cumbre», confesaba el escritor, haciendo una de esas breves digresiones que en él son tan frecuentes: «No sé como puede vivir quien no lleve a flor del alma los recuerdos de su niñez. Trece volúmenes llevo ya publicados, pero de todos ellos no pienso volver a leer sino uno, el de mis Recuerdos de niñez y de mocedad, donde en días de serenidad ya algo lejana, traté de fijar no mi alma de niño, sino el alma de la niñez» (O.C. I, pp. 352-353)83. Sabemos que Unamuno sintió toda su vida predilección por ese libro, y que esta declaración no viene a expresar el sentimiento propio del momento por el que   —152→   atraviesa: el artículo fue escrito en agosto 1911 y publicado entonces en la prensa, pero mantiene vigencia en todos sus extremos al ser incorporado al libro once años después. Y es que en la tercera década del siglo reitera los mismos criterios: en 1920 se dirige al traductor de Recuerdosal italiano refiriéndose a la «íntima relación» que el librito guarda con obras de tanta trascendencia comoVida de don Quijote y Sancho y Del sentimiento trágico de la vida, estimando que vienen a ser «tres actos de la misma tragedia íntima». En 1926 conserva intacta la intensidad de su sentimiento cuando, dirigiéndose a Jean Cassou, escribe: «ese libro que parece tan lijero es el de mi más intenso drama»84.

Con un título que viene a ser la traducción del de un conocido libro de Renán85, Recuerdos de niñez y de mocedad fue publicado en 1908, y la fría acogida que tuvo entristeció a su autor («mi pobre y más desventurado libro», lo llama). El volumen tiene una curiosa organización: una «Primera parte», dividida en quince capítulos, dedicada a la infancia -los años en la escuela-; una «Segunda parte», dividida en siete capítulos, que comienza con su ingreso en el Instituto de Segunda Enseñanza y termina al concluir su Bachillerato, resume los años de su mocedad; una «Moraleja» viene a extraer con densidad poética el sentido global de esas dos etapas, pero no cierra el libro: a esta especie de capítulo epilogal sigue una nueva parte, denominada «Estrambote», formada por seis capítulos, con recuerdos de los años de adolescencia en Bilbao, y fundamentalmente referidos a su trato con el pintor Lecuona, que tenía su estudio en la última planta del que fue domicilio familiar; estudio donde conoció al escritor Antonio de Trueba. Estos últimos son capítulos importantes para conocer su sentimiento hacia la cultura y el arte vascongados, y su amor por la ciudad natal.

En unas líneas preliminares del «Estrambote» nos informa el escritor sobre la historia del texto precedente; esas páginas «no son sino un rehacimiento de escritos que hace unos quince años publiqué en cierta hoja literaria de El Nervión, diario de Bilbao. Según, después de publicadas, iba haciendo memoria de nuevos particulares de mis recuerdos de niñez y mocedad, iba marginando con estos las hojas de El Nervión guardadas con cariño» (O.C. VIII, p. 157). Han de pasar muchos años hasta que un investigador se acerque a las páginas del diario bilbaíno en busca de esa primera redacción de los Recuerdos. Ha sido Carlos Serrano quien, en el año del cincuentenario de la muerte de don Miguel, publica su trabajo   —153→   «Unamuno y El Nervión de Bilbao (1893-1895)» (Serrano, 1986), dando puntual noticia de lo que allí encontró; pero, curiosamente, siete años antes, el profesor Carlos Serrano publicó, en las actas de un Coloquio Internacional dedicado a la autobiografía en el mundo hispánico, una ponencia sobre Recuerdosen la que se refiere al periódico, confirma el hallazgo, pero no aporta datos, y desarrolla su estudio centrándose en las páginas del «Estrambote», precisamente el grupo de capítulos que no pertenece a la primitiva versión (Serrano 1979). Más recientemente, Laureano Robles (1998) ha realizado una tarea de cotejo entre las dos versiones y ha señalado las variantes más significativas. Por fin, los artículos que formaban aquella primera versión han sido reproducidos por José Antonio Ereño Altuna (1999), siguiendo la organización de las series tal y como fueron apareciendo en el periódico, y precedidos por una breve y documentada noticia. En esta recuperación podemos ver cómo se han ido configurando estos recuerdos: las dos partes más la «Moraleja» del libro son en el periódico dos series tituladas «Tiempos Antiguos» y «Tiempos Medios», más un «Epílogo»86. Leyendo estas páginas recuperadas podemos comprobar cómo el escritor fue ampliando sus propósitos a medida que iba escribiendo: parece que en un principio pretendía expresar recuerdos de la infancia en los cinco artículos de la primera serie, «Tiempos Antiguos»; pero, una vez concluida, inicia casi dos meses después la redacción de sus «Tiempos Medios», serie más extensa (los mismos siete capítulos que figuran en el libro), alentado por las cartas de «amigos y aun de desconocidos» que le mueven a publicar esa segunda serie, intentando dar más amplitud a sus recuerdos, pues, como escribe, los lectores «se me quejan de lo parco que anduve al evocar los míos» (Unamuno 1999, p. 255).

Son, pues, los «Tiempos Antiguos» los que requieren ampliación, ya que fueron escritos respondiendo a un estímulo inicial, cuando aún no había sido concebido un plan de mayor entidad: los cinco artículos se convierten en los quince de 1908; pero a lo largo de todo el libro, las modificaciones, ampliaciones, y también las breves supresiones, no alteran sustancialmente el sentido del texto, aunque matizan o expresan con más precisión y amplitud los criterios, las intuiciones y las emociones que son el sustrato de toda la obra. El artículo que cerraba las series resumiendo el significado profundo de sus recuerdos, el «Epílogo» de 1892, es el texto menos retocado al reproducirse con el nombre de «Moraleja» en 1908.

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Los recuerdos que han de adquirir una definitiva forma lingüística en el seno de un libro se van redactando en dos momentos significativos de la vida de Miguel de Unamuno. El año de 1891 es verdaderamente decisivo para el joven Unamuno: en enero contrae matrimonio con Concepción Lizárraga; en la primavera gana las oposiciones a cátedra de lengua griega en la Universidad de Salamanca, y en el otoño se traslada a vivir en la ciudad castellana con la que se sintió identificado, sin menoscabo de su amor por la ciudad natal, convertida en espacio íntimo. En ese octubre de 1891 (cuando acaba de cumplir veintisiete años), en sus nuevas circunstancias, siente la necesidad de «evocar recuerdos por sugestión» (Unamuno 1999, p. 254), prescindiendo de lo anecdótico, reduciendo al mínimo el relato de acontecimientos y escenas, para centrarse en la sustancia sentimental. El libro, en su forma definitiva, aparece en 1908, el año del fallecimiento de su madre, cuando el escritor cumple cuarenta y cuatro años y, desde esa edad madura, vuelve de nuevo los ojos a su ayer de niño, que no es sino adentrarse en su alma en busca de su centro.

Desde la madurez, en Andanzas y visiones españolas, y en otros lugares, el escritor define de manera precisa el sentido del que llama su «libro íntimo»: en sus recuerdos, en la memoria, está «el alma de la niñez»; y, como él reitera, esto es lo que constituye la médula de su espíritu, su núcleo, el «lecho del alma»: desde ese núcleo -escribe- «me afloran al alma reminiscencias gustosas de aquellos días». Pero también se retira a su interior, a evocar y referir las experiencias que lleva metidas «más dentro del alma». Todo nos conduce hacia el «Sancta Sanctorum» de su espíritu, hacia sus «galerías del alma», para utilizar una feliz formulación machadiana, coetánea del escritor. Estos recuerdos son un preciado tesoro sentimental; la más profunda indagación en el fondo de su personalidad; y, de este modo, la memoria funciona como un itinerario de conocimiento esencial, como exploración en sí mismo y como manifestación de sentimientos vivos. Todo recuerdo, todo acto de rememoración, es siempre un presente, como es obvio: no apunta a un pasado distante, entendido y sentido como algo ausente y clausurado, sino a un vivo sentimiento actual. Sus recuerdos no son reconstrucciones de sucesos, circunstancias y personajes de un tiempo pretérito, sino expresiones de un sentimiento perdurable, engendrado por lo que encuentra vivo en su memoria. De este modo, nos hallamos, no ante una literatura referencial, sino expresiva, lírica, poética; esto es: creativa. Leyendo las páginas de este libro, Unamuno es fundamentalmente ese pasado que vive en su presente, y en ese presente siempre actual de su prosa, de sus párrafos: en la materia de su escritura.

Recuerdos de niñez y de mocedad viene a ser una especie de bildungsroman(del mismo modo que sus novelas, desde Paz en la guerra hastaLa novela de don Sandalio vienen a ser «autobiografías» de su espíritu, como supo ver con acierto   —155→   Ricardo Gullón); una «novela de formación» que en buena medida es también un künstlerroman, puesto que en el libro adquiere relieve y protagonismo todo lo referente al proceso de la formación de un artista, un escritor, aspecto sustancial en estos Recuerdos. No hay más que reparar en ese párrafo en el que, refiriéndose a su maestro de primeras letras, anuncia lo que ha de venir: «Él me enseñó las primeras lágrimas del arte; bajo su mano rompió mi mano a trazar aquellos palotes de que vienen estas letras» (O.C. VIII, p. 101). Es el inicio de la escritura y el primer impacto del arte, entendido desde sus orígenes como una experiencia emotiva, conmovedora y triste.

Todos los capítulos del libro están traspasados por una línea fundamental: la atracción que el escritor siente, desde sus primeros recuerdos, hacia el arte y hacia la naturaleza; incluso entre estos dos elementos establece una clara prioridad: «El arte se nos revelaba antes aún que la naturaleza» (O.C. VIII, p. 114), y en esta experiencia de lo artístico, las artes visuales preceden a las literarias. En 1908 Unamuno añadió algo no apuntado en 1891, y lo hace resaltando con solemnidad un dato relevante: «Lo que llevamos metido más dentro del alma son aquellos grabados en cuya contemplación aprendimos a ver» (O.C. VIII, p. 117). Para el niño, las ilustraciones son las primeras formas artísticas de conocimiento y de disfrute estético, e incluso entiende el texto como leyenda de grabado. Las primeras ilustraciones vienen a ser las semillas del sentimiento artístico, que le acompañan siempre. Es muy significativo un pasaje que es más que anécdota: es casi una parábola y una lección de estética que, como sucede con los grandes temas unamunianos, vamos a ir encontrando a lo largo de su dilatada obra. Entre los libros que hojeaba en su infancia figuran dos volúmenes de una España Pintoresca con abundantes grabados; entre esas ilustraciones se encuentran las dedicadas a los armuñeses. Cuando en 1891 se instala en la ciudad del Tormes, y se entera de que la Armuña comienza en sus cercanías, quiere ver armuñeses vivos, de carne y hueso; pero la vista de esa realidad le produce un penoso desencanto. Al igual que la protagonista de La venda, tuvo que cerrar los ojos para que su memoria revistiera de poesía lo que la vista le ofrecía como desilusión; porque sus armuñeses, los suyos, no estaban en la realidad terrena y material, sino «en la región sublime de las formas puras» (O.C. VIII, p. 117), son una «idea platónica», pues así gozan de belleza y verdad estética. Es una prueba más de su arraigado platonismo, presente desde sus primeros escritos.

De aquellas lejanas impresiones procede el entendimiento de conceptos complejos y el modo en que ha de entenderlos toda la vida87. Unamuno se representa   —156→   lo sublime acudiendo a una experiencia real: el sentimiento que en él suscitó un breve pasaje de Balmes, entendido «sólo a medias, cual cumple a lo sublime». La frase «pasando bajo las banderas de Luzbel ¡oh vicio nefando!» (O.C. VIII, p. 118) le hizo vislumbrar una escena infernal, inmensa e insondable. Lo que oscuramente vislumbraba en ese pasaje (el efecto que le causó), es lo que a lo largo de su vida aflora en su conciencia cuando se alude a dicho concepto estético. Permanece, pues, un sentimiento, que recupera a costa de hacer abstracción tanto de las concretas circunstancias pasadas como de las de cada presente, y es este ejemplo una de las claras manifestaciones del recuerdo como experiencia actual y actualizable.

Pero posiblemente es la presencia y el sentimiento del espacio el aspecto -o tema- más destacado en este libro. Con mucho acierto (aunque no desarrolla la idea), Manuel García Blanco apuntaba en su Introducción al volumen correspondiente de las Obras completas que Recuerdos de niñez y de mocedad es «un libro, en cierto modo, de paisajes, y de paisajes del alma»; y verdaderamente el alma adquiere en Unamuno sentido y forma espacial, para librarse de la pura inmaterialidad. Es lo que expresa en un capítulo central de Andanzas y visiones españolas (al que luego tenemos que volver), titulado «Paisaje teresiano. El campo es una metáfora», donde figura una de las frases definitorias del sentido unamuniano del espacio: «El universo visible es una metáfora del invisible, del alma, aunque nos parezca al revés» (O.C. I, p. 496). En el libro de 1908 da mayor énfasis a un pasaje que ya estaba en su primera versión (1892), y que viene a mostrar, más que lo arraigado del criterio, la coherencia de su mundo y la persistencia de lo que en el «Epílogo» (1892), o «Moraleja» (1908), llama sus «ideas madres». El texto del pasaje se ha de tener presente, pues ilumina como pocos el sentimiento unamuniano del espacio:

Cuando leí que Newton consideraba al espacio como la inmensidad de Dios, esta hermosa metáfora -¡benditas sean ellas!- pareció dilatarme el pecho del alma haciéndome respirar el aire que llena la inmensidad divina y contemplar el cielo que la refleja.


(O.C. VIII, p. 145)                


De diversas maneras alude Unamuno a este sentimiento del espacio, o de los sucesivos espacios en cuyo seno vive. Y va dejando constancia poética de la relación -o identificación- que hay entre las realidades físicas y su alma.   —157→   Podemos apreciar distintas modulaciones de este magno tema; y la primera sería la del mero disfrute, la experiencia gozosa del contacto inmediato con la naturaleza más cercana. En sus años de bachillerato, por ciertos achaques de salud, el médico le prescribió dar largos paseos a diario. Esos paseos fueron un disfrute para su espíritu, que se esparcía por el campo, se refrescaba a la vista de los follajes y se identificaba con lo fugitivo, para llegar a condensar todo aquello en una primera experiencia estética y metafísica: el muchacho «sueña lo que ve» (O.C.VIII, pp. 136-137). Esta formulación unamuniana, que responde a uno de los temas centrales de su extensa obra, no estaba en la redacción primitiva de 1892; pero la encontramos con el mismo sentido en uno de sus artículos recogidos en Paisajes (1902), el titulado «Brianzuelo de la Sierra» (1900), donde escribe que los habitantes de aquel lugar «sueñan... lo que tienen delante de sus ojos [...] Su alma es lo que tienen delante» (O.C. I, p. 71). En 1933 encontramos reformuladas estas ideas aplicándolas a la actividad del artista, cuya tarea principia en «imaginar lo que ve» (O.C. I, p. 705).

En segundo lugar, encontramos el espacio como ámbito relacionado con la emoción de la lectura. Hay un momento en sus recuerdos de mocedad en el que se refiere a sus estudios de retórica. La disciplina le era agradable por los ejemplos, que leía con entusiasmo; lo demás le parecía una «colección de palabrotas feas»: los motes que se aplican a cada «triquiñuela». Unamuno recrea una deliciosa escena: es a finales de octubre, por la tarde, en la huerta de la casita de campo en Deusto, donde pasaba los veranos. Allí, en la dulzura de la tarde, leía, repetía y recitaba los versos de Zorrilla que figuraban como ejemplo en el libro de retórica (y que leemos nosotros al ser evocados), mientras estaba entre los árboles, viendo caer las hojas, escuchando las aves y participando de los matices de una luz que se desvanece. El ambiente era parte del espíritu de quien leía ensimismado, y así queda para siempre. Al recordar la poesía, recuerda la escena, porque aquel espacio concertaba con la belleza del poema, unidos en la experiencia integradora que se mantiene viva en la memoria.

En tercer lugar, debemos diferenciar el origen biográfico de otra experiencia estética de alcance: la belleza y el misterio que adquieren los lugares cantados, o aquellos que han tenido el privilegio de figurar en una obra literaria. En aquellos veraneos de la mocedad, en Deusto, leyó «la candorosa novela de Trueba Mari Santa», que le causó un profundo efecto, puesto que en aquel libro se hablaba de lugares que podía ver desde su casa, o que estaban en los alrededores. Con aquella lectura comenzó «a sentir lo que es vivir en un lugar consagrado por el arte, aunque el arte fuera tan candoroso como el de esa novela» (O.C. VIII, p. 137). La literatura confiere un nuevo valor sentimental, una personalidad estética, a los lugares   —158→   que han sido cantados. A este asunto dedica Unamuno el primer ensayo de su libro Paisajes(1902), dedicado al «deleitoso paraje de La Flecha», que cantara Fray Luis de León, y se lamenta de que tales sitios no sean lugares de peregrinación88.

En cuarto lugar, diferenciamos otra modalidad de sentimiento del espacio: el que se hace indesligable del propio fluir del pensamiento. En su huida de toda abstracción y su rechazo de lo que carece de «forma» (recordemos el pavor que le produce la idea de llegar a ser un espíritu puro, y su propensión a «encarnar» las ideas con ejemplos, parábolas, etc.) encontramos, no la presencia de una escena, sino una participación del mundo que le rodea en su propia fluencia vital e intelectual. No es baladí, ni anecdótico, aquel pasaje en que don Miguel deja constancia de que en el momento en que está escribiendo aquello que leemos le llega al oído el grito de un vendedor ambulante, «y no es posible -dice- que este grito no se cuele, de un modo u otro, en lo que voy escribiendo» (O.C. I, p. 355). El integralismo unamuniano (Morón Arroyo 1977) se muestra en este mínimo detalle, pues nada de lo que le rodea es irrelevante. El pensamiento no se produce aislado del entorno, sino que de algún modo lo incluye, necesariamente. De esa manera en sus Recuerdosrecrea una escena conmovedora: la del «ensimismamiento» en sus primeros ensueños -más que cavilaciones- metafísicos, en el seno acogedor de la Plaza Nueva de Bilbao, que actúa como el cálido y acogedor seno materno. En ese su ensimismamiento queda incluido el espacio, que propicia sus pensamientos adolescentes:

¡Oh, esa Plaza Nueva, pobre, geométrica, escueta, qué de ensueños míos no ha recibido! En primavera las magnolias que se alzaban en derredor del estanque en que estaban las ranas de metal vomitando chorros de agua, daban sus grandes y perfumadas flores marfileñas, embalsamaban la plaza toda y bandadas de pajarillos gorjeaban embriagándose en aquel perfume. Y yo, dando vueltas a sus soportales, gorjeaba mis metafísicas embriagado con el perfume del misterio.


(O.C. VIII, p. 145)89                


El campo, el huerto y la plaza son una sucesión de espacios que, en progresiva reducción, diseñan el camino hacia un ámbito interior; un itinerario de la   —159→   naturaleza a la cultura, que culmina en el espacio de sus más íntimas vivencias de niñez y de mocedad: el de la iglesia. Hay un momento en el libro en el que todo cobra una especial trascendencia, en el que la escritura se hace más solemne y la emoción más intensa: es el capítulo seis, el penúltimo de la segunda parte; el capítulo dedicado a sus vivencias líricas, ingenuas, de la religión, y su repercusión posterior. Ya en el penúltimo capítulo de la primera parte había evocado la emoción que le producían ciertas celebraciones religiosas: las procesiones de Semana Santa, a las que califica de poéticas, solemnes, misteriosas y hondas, ocupan la mayor parte del capítulo; la procesión del «Corpus» es otro momento especial: allí sintió que las rosas que llovían sobre el Santísimo, llovían también sobre su alma de niño; imagen que el escritor traslada del más conocido poema de Verlaine (tan repetido en aquellos días) al terreno de la ternura infantil. Esa fe de la mocedad es, en Unamuno, puro sentimiento tierno y melancólico; la más profunda experiencia para una existencia en agraz: «Como en los pueblos nacientes, así en las almas que se abren a la vida aparece más augusto el misterio del mundo, más vivificantes los reflejos de la aurora y más solemnes las sombras de la noche» (O.C. VIII, p. 146). De la experiencia de estos sentimientos en la edad «en que en medio de misterios, penetra al alma la serenidad de la vida» (O.C. VIII, p. 147), deriva, según Unamuno, tanto la posibilidad de acceder a «la más pura poesía humana» como la capacidad para incorporar los más profundos pensamientos.

La escena recreada en el capítulo seis es la vivida en el espacio íntimo y acogedor, el más elocuente recuerdo para conocer esa dimensión de la persona que Carlos Blanco Aguinaga mostró en su libro El Unamuno contemplativo90. Al anochecer, en la iglesia, «a la luz derretida del crepúsculo», los congregantes de San Luis Gonzaga se retiran a meditar después de escuchar una lectura piadosa. Un párrafo resume su actividad interior:

Era la imaginación, no la razón, la que meditaba; y es lo que sucede siempre. La razón discurre, no medita; la meditación es imaginativa. Y nada más hermoso que una imaginación infantil, de alas implumes, cuando medita. Al arrullo del armonio, mecida en sus sones lentos, arrastrados y graves que rebotaban por el claustro, mi pobrecita imaginación, plegadas sus implumes alas, acurrucada, no meditaba en vuelo, sino soñaba en quietud.


(O.C. VIII, p. 147)91                


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Antonio Machado, tan cercano a Miguel de Unamuno en esta actividad de buscar en su infancia, en la memoria viva de la niñez, resume en dos conocidos versos el sentido de lo que aquí leemos en prosa trémula y delicada: «De toda la memoria sólo vale/ el don preclaro de evocar los sueños». Unamuno recuerda los ensueños de su niñez y mocedad, los actualiza y con ellos se vivifica. Ninguno de los recuerdos aquí recogidos pertenece al pasado muerto de la historia, sino al presente vivo de la intrahistoria; de manera que el hombre interior, el creador, cuyo último y más escondido reducto es «el alma niña92», es también el hombre «intrahistórico». Los recuerdos de la niñez, aunque parezcan olvidados o «enterrados en la conciencia» tiñen con su luz toda la vida, y la van alumbrando «como el sol que sumergido en las aguas del Océano las ilumina por reflejo del cielo» (O.C. VIII, p. 154). De nuevo recurre Unamuno a la metáfora marina, como en el primer ensayo recogido en el libro En torno al casticismo, a cuyo contenido hemos hecho alusión.

«¡Cuántas veces volvemos la vista a la intuición serena de los primeros años, la que a fuerza de sencillez alcanzó la mayor profundidad!» (O.C. VIII, p. 154). Es una frase central en la «Moraleja» del libro. Esa intuición es un conocimiento «contemplativo», y, por tanto, esencial y totalizador, y está relacionada con las «ideas que, en cierto modo, traíamos virtualmente al nacer» (O.C. VIII, p. 154). Estos criterios de raigambre platónica aparecen en frases que enmarcan la primera redacción de los Recuerdos. En uno de los primeros párrafos de 1891 leemos algo que no aparece en 1908: «sentíamos confusamente en el fondo del alma la trabazón de todo» (Unamuno 1999, p. 244); pero si ha desaparecido la frase, el sentido permanece incorporado en el texto para reaparecer al final, en el último párrafo, que se mantiene igual en las dos redacciones: el niño «siente el misterio total y eterno» (O.C.VIII, p. 156). Platonismo que se adensa en el importante capítulo de Andanzas y visiones españolas, «Paisaje teresiano», cuando afirma que «todo imaginar y hasta conocer -lo sabía ya Platón- es un recordar. Y todo recuerdo es una metáfora» (O.C. I, p. 497). Nos encontramos, de lleno, en el ámbito del simbolismo, donde la escritura unamuniana encuentra el contexto adecuado. Que Unamuno es simbolista ya lo advirtió Juan Ramón Jiménez, y lo afirmó, entre otros lugares, en las lecciones de su curso de 1953 sobre el modernismo: «Unamuno era ya un simbolista (no que él copiara nada de Francia, sino que él era simbolista, es decir, que él escribía con símbolos)» (Jiménez 1999, p. 82). El espíritu simbolista en Unamuno ha sido también identificado, entre otros, por Richard Cardwell cuando, a propósito de estos libros de andanzas y paisajes,   —161→   escribió: «En una fecha tan temprana como 1899 parece que Unamuno había formulado una visión platónica del mundo, base del simbolismo europeo» (Carwell 1988, p. 103), y hace radicar el origen del discurso unamuniano en el romanticismo «europeo norteño» (1988, p. 93), señaladamente en el romanticismo alemán. Ciertamente, ese romanticismo nórdico, cuyo desarrollo en el arte ha estudiado Robert Rosenblum (1993), es el más firme fundamento del simbolismo europeo finisecular -el que predomina en nuestra literatura, donde pervivió hasta bien entrado el siglo XX-, y puede ser identificado en el pensamiento orgánico de Unamuno, como concepción del mundo totalizadora y unitaria, tal como lo ha desarrollado Francisco La Rubia Prado (1996), o refiriéndonos al «integralismo» unamuniano, en el que Ciriaco Morón Arroyo (1977) hace radicar la coherencia y conexión de nuestro escritor con el simbolismo europeo93.

«El artista ve recuerdos» (O.C. I, p. 497), escribe Miguel de Unamuno resumiendo en el presente de la visión el sentimiento de lo que fue y permanece. «Todo saber es un recuerdo», escribe por los mismos años Ramón del Valle-Inclán en su ensayo de estética simbolistaLa lámpara maravillosa, acudiendo también a escenas de la niñez para contemplar, inmóvil en el tiempo, «la tarde que es como símbolo de toda mi infancia [...] La tarde azul en el huerto de rosales fue el momento de una iniciación donde todas las cosas me dijeron su eternidad mística y bella» (1995, p. 150). El pasado se libra de perecer en el movimiento del tiempo, se convierte en espacio que permanece inalterable en la memoria; espacio íntimo, recordado, que salva para siempre el momento en el que el niño Miguel de Unamuno sueña en quietud y siente -entonces, y ya para siempre- la experiencia bella y melancólica de la felicidad.


Obras citadas

BLANCO AGUINAGA, Carlos. 1975. El Unamuno contemplativo, Barcelona, Ed. Laia.

CARDWELL, Richard A. 1988. «Modernismo frente a 98: el caso de las andanzas de Unamuno», Anales de Literatura Española, núm. 6, págs. 87-107.

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