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ArribaAbajoLa «ominosa década» en los Episodios Nacionales

Javier Herrero


Al estudiar la estructura de los Episodios Nacionales la crítica ha señalado, varios de los recursos significativos empleados por Galdós para llevar a cabo esa larga investigación del espíritu nacional. Las relaciones familiares entre los personajes, los lugares geográficos, los nombres mismos de los caracteres, tienen un valor simbólico que ha sido frecuentemente examinado. Yo quisiera señalar en estas páginas un recurso estético que ha recibido hasta ahora escasísima atención. Casalduero, con su habitual agudeza, distingue, entre otros varios medios técnicos empleados por Galdós, «el estudio del medio», y «el sentido convencional de objetos, calidades, facultades y figuras» como formando lo que podríamos llamar su técnica descriptiva, es decir, aquel aspecto de su obra que se ocupa, no de los caracteres, acción, diálogo (del mundo espiritual), sino del conjunto de objetos (paisajes, moradas, ciudades, utensilios) que se incluyen en su obra (mundo material).186 Lo que Casalduero llama «sentido convencional» de ese contenido material podría llamarse también «sentido metafórico», y consiste en el especial tratamiento literario que Galdós da a ese mundo de objetos que ocupa un lugar tan importante en el arte realista del siglo XIX.

La novela realista se caracteriza esencialmente por tener por objeto la sociedad y los movimientos de las fuerzas sociales. Como nos dice Balzac en la «Introducción» a La comedia humana, así como los distintos medios producen las formas de los diversos animales, así también los medios materiales en que los hombres se desenvuelven (una oficina, un cuartel) producen los distintos tipos humanos (el empleado, el soldado). El conjunto de objetos que los integra: papeles, tinta, expedientes, legajos; o bien, cañones, trompetas, etc., lejos de ser puras realidades materiales, son vehículos de un cierto espíritu, medios de incorporar al alma individual fragmentos del alma colectiva, del peculiar modo de ser impreso por esas formas comunes del vivir que llamamos instituciones. Al describir un convento, por ejemplo, o una cárcel, el novelista realista no amontona una serie de objetos, sino que penetra en un ambiente material que es vehículo y causa de una calidad psicológica: la del fraile o la del preso.

Galdós, por supuesto, usa habitualmente esta forma de penetración psicológica esencial en la novela realista. Pero como ha visto muy bien Casalduero, con frecuencia la complementa utilizando esas descripciones materiales con un sentido «convencional» o poético, es decir, como imágenes del mundo espiritual en el que intenta penetrar. Creo que la mejor manera de comprender esta técnica galdosiana, y su profundidad estética, será ir directamente al tema de este ensayo, y una vez hayamos estudiado los casos concretos que nos interesan en los Episodios Nacionales que voy a analizar, podremos sacar las conclusiones oportunas.

Tres episodios: El terror de 1824, Un voluntario realista y Los apostólicos187 se ocupan del período de nuestra historia decimonónica conocido bajo el nombre de la «ominosa década», es decir, el período del triunfo pleno del absolutismo, de la máxima expansión de ese furor reaccionario que ocupa un lugar tan importante en la creación novelesca del Galdós joven. Estos episodios se escriben entre 1877   —108→   y 1879, al mismo tiempo que Doña Perfecta, Gloria y La familia de León Roch; como es bien sabido, Galdós ha analizado en esas novelas los componentes reaccionarios del alma española, aquellas actitudes espirituales que, dotándonos de un feroz e intransigente espíritu autoritario, nos impiden adquirir la capacidad racional y ética que nos permitiría acceder al diálogo parlamentario y a la convivencia política. Es evidente que el período de 1823 a 1833 constituye históricamente un arquetipo perfecto de esa furia reaccionaria y, consiguientemente, en su exposición literaria podremos encontrar un tratamiento concentrado de los temas esenciales del primer Galdós.

Uniendo, pues, las dos direcciones aquí señaladas, el tema y la técnica literaria, voy a intentar penetrar en esa pintura del espíritu apostólico mediante un análisis de las imágenes objetivas utilizadas en estos tres episodios. El terror de 1824 (es decir, el «episodio» de ese título) está construido alrededor de una imagen central: el barro. Ya en el primer párrafo nos dice Galdós que el río Manzanares, «hinchándose como la madera cuando se moja, extendía su saliva fangosa por gran parte del cauce que le permiten los inviernos» (5). Tal descripción no es accidental: el agua clara, que en otra parte es señalada como fuente de gozo y fecundidad, se transforma aquí en saliva y fango, términos cuyo sentido estético y moral no necesita, de momento, comentario. Pero la vileza del esputo y del barro reaccionarios pueden provenir de muchas fuentes. ¿Cuál de ellas es la principal? Galdós la señala enseguida: al explicar Sarmiento el hundimiento del trienio liberal, que acaba de consumarse, nos dice «Todo cayó, todo se desvaneció en tinieblas, como lumbre extinguida por la corriente de las aguas. La oleada de fango frailesco ha venido arrasándolo todo. ¿Quién la detendrá volviéndola a su inmundo cauce? ¡Estamos perdidos! La patria muere ahogada en lodazal repugnante y fétido» (9); como la exclamación de Sarmiento sigue de cerca a la descripción del Manzanares fangoso, el sentido poético de esa imagen de un río de barro que amenaza inundar Madrid es evidente.

La descripción a que pertenecen los fragmentos citados tiene por fin presentarnos la entrada de unos grupos absolutistas en Madrid; grupos que regresan de Andalucía y traen prisioneros a varios liberales, entre los que se encuentra el general Riego. Soldados y populacho los reciben en las afueras de Madrid, en ese mundo de fango a que acabamos de referirnos, con gritos de «¡Vivan las caenas! ¡Viva el Rey absoluto y muera la Nación!» -elaborando la imagen del barro Galdós nos describe así al populacho: «Los que custodiaban el convoy y los paisanos que le seguían por entusiasmo absolutista estaban manchados de fango hasta los ojos; muchos, con el desgreñado cabello al aire, roncos, mojados de pies a cabeza, frenéticos, tocados de una borrachera singular, que no se sabe si era de vino o de venganza, brincaban sobre los baches, agitando un girón con letras, una bota escuálida o un guitarrillo sin cuerdas. Era una horrenda mezcla de bacanal, entierro y marcha de triunfo» (16). El populacho, pues, nos aparece cubierto de barro, participando, o más bien, constituyendo ese río simbólico que va a anegar la vida española. Y la forma de avanzar de ese río es en una danza salvaje de odio y venganza.

La imagen de embriaguez, por supuesto, señala el desbordamiento de la pasión del odio, que, liberada de todo control racional o ético, agita a los que posee con un frenesí febril. Las ideas de «entierro» y «marcha de triunfo», ligadas a la de bacanal, apuntan, por supuesto, a las fatales consecuencias del odio que se desencadena en España: su triunfo será la destrucción de la vida española. En otra   —109→   imagen, que describe la entrada del carro en que llega Riego prisionero, nos encontramos con una elaboración más detenida y explícita de esos elementos: «Hasta aquí las mortificaciones fueron de palabra. Pero un grupo de hombres, que habían salido al encuentro de los carros, una gavilla, mitad armada, mitad desnuda, desarrapada, borracha, tan llena de rabia y cieno que parecía creación espantosa del lodo de los caminos, de la hez de las tinajas y de nauseabunda atmósfera de los presidios...» (18-19) pide que le entreguen al preso; en la confusión, un cuero de vino se rompe, y, sobre el barro, el populacho parece ahora cubierto de un rojo sanguinolento: «Un cuero de vino, roto por los golpes y patadas que recibiera, dejaba salir el rojo líquido, y el suelo de la venta parecía inundado de sangre... Poco después veíanse hombres que parecían degollados con vida, carniceros o verdugos que se hubieran bañado en la sangre de sus víctimas. El vino, mezclado al barro, y tiñendo las ropas que ya no tenían color, acababa de dar al cuadro, en cada una de sus figuras, un tono crudo de matadero, horriblemente repulsivo a la vista... Como no había cesado de llover, el piso inundado era como un turbio espejo de lodo y basura, en cuyo cristal se reflejaban los hombres rojos, las rojas teas, las bayonetas bruñidas...» (19-20); a la imagen de una danza de salvaje embriaguez se añade aquí, combinando los mismos elementos, la de un grupo de brutales carniceros cubiertos de la sangre de sus víctimas: al mostrarnos al populacho salvaje reflejado en el río de lodo, Galdós refuerza la identificación entre ambos, haciendo del río mismo una masa espeluznante de hombres rojos con teas encendidas (sin duda alguna, demonios) y armados de sangrientas bayonetas.

La imagen del barro se mantiene a lo largo de El terror de 1824. Aquí la hemos visto aplicada a las masas absolutistas. En las descripciones que Galdós hace de algunos de sus cabecillas encontramos al lodo formando parte de la conciencia individual. Así, al famoso guerrillero El trapense lo describe como «La más estrambótica figura que puede ofrecerse a humanos ojos en esos días de revueltas políticas, en que todo se transfigura, y sale a la superficie, ensuciando la clara linfa el légamo social» (52); el Trapense, pues, pertenece al «légamo», al barro, a las basuras sociales cuya morada serían las alcantarillas, o las prisiones; pero ese barro, en la convulsión absolutista, sube a la superficie, y ensucia la que debería ser agua clara de la vida pública. Al describirnos a Romo, el peor de los villanos que aparecen en la obra, Galdós repite alguno de los elementos antes estudiados para señalar su pertenencia e identificación con ese fango avasallador: «Fijaba poco la vista, y rara vez miraba directamente, como no fuera al suelo. Creeríase que el suelo era un espejo, donde aquellos ojos se recreaban viendo su polvorosa imagen... Sus palabras veladas y huecas parecían salir de una mazmorra» (114): no sólo, pues, el populacho, sino sus líderes mismos forman parte de ese barro invasor; es más, el régimen político entero, como sabemos, consiste en una transformación de las aguas vitales, y en la marcha «hacia arriba», hacia el poder, el gobierno, la corte, de esa suciedad y vileza que debería yacer arrinconada en los basureros o encerrada en las cárceles. El Presidente mismo de la Comisión Militar de Madrid, ese Chaperón histórico cuya figura tanto interesó a Galdós, es descrito psicológicamente mediante esta omnipresente imagen: «Había en el fondo, muy en el fondo de su alma, perdido entre el légamo de abominables sentimientos, un poco de equidad o rectitud... y a veces se la veía extenderse tratando de luchar en las tinieblas con el cieno que la oprimía» (214); en Chaperón, como vemos, los «abominables sentimientos» se identifican con el barro y con las tinieblas. En general, cuando pasamos de los elementos populares   —110→   a los líderes, a los altos eclesiásticos, militares o aristócratas que dirigen y manipulan la reacción, aunque persista aún la imagen del «lodo», del «barro», tiende a sustituirse por la de las tinieblas, unas tinieblas sangrientas de donde brotará un furor demoníaco y destructor.

En los siguientes episodios nacionales dedicados a la «ominosa década», Un voluntario realista y Los apostólicos nos encontramos con unos usos de ese «sentido convencional», de esa «imagen» significativa que, en mi opinión, completa y desarrolla la labor expresiva de la imagen del fango que acabamos de analizar. En Un voluntario realista la acción se centra en el pueblecito de Solsona, antigua fortaleza catalana cuyo escudo se compone de una cruz, un castillo y un cardo, con lo cual, y desde la primera página, Galdós nos introduce, con cierta ironía, en un ambiente de catolicismo agresivo y áspero. Dentro de Solsona, el centro espiritual de la acción es realmente el convento de las monjas dominicas, donde se reciben mensajes apostólicos y se conspira por la santa causa de la Fe. Nos encontramos, pues, no entre el fango populachero, sino entre las fuerzas directivas de la reacción apostólica (Galdós insiste en el tono aristocrático de las profesas de Solsona). En un determinado momento las madres reciben a una conspiradora realista en el locutorio, y Galdós describe así la sala y la reunión: «Era una sala grande y no muy clara a pesar de la blancura de las paredes... Un tríptico de relevante mérito y dos o tres cuadros oscuros y muy borrosos, en que apenas se distinguían el cordero de San Juan, o el caballo de San Martín, o el hábito de San Bernardo, por ser trozos pintados en blanco, compendiaban el interés iconográfico de la sala. En ella reinaba mortecina y difusa claridad roja producida por la transparencia de dos cortinillas encarnadas que cubrían las ventanas. Media docena de sillones y un gran banco que parecían las obras más ingeniosas de la Inquisición, por lo duros, incómodos y rígidos, servían para martirio de los huesos... La claridad roja daba al rostro de D. a Josefina (la conspiradora) el aspecto de una llamarada en figura humana, con lo cual se avenía perfectamente el inextinguible ardor de sus palabras. Las tres monjas, encendidas también, y asemejadas en cierto modo a espectros sanguinosos, ocupaban sus puestos en correcta simetría, haciendo honor a los sillones de nogal por la tiesura con que se sentaba en ellos» (37-38). Aunque, para la mejor comprensión de esta imagen, la vamos a relacionar enseguida con otro centro de conspiración apostólica localizado en Madrid, señalemos desde ahora sus elementos esenciales: una sala blanca, pero que sin embargo da una sensación de oscuridad, oscuridad que parece tener su fuente en los cuadros religiosos que adornan sus paredes. En esa oscuridad que, podríamos decir, brota literalmente de los santos, unos muebles que nos recuerdan, por su rigidez y dureza, los instrumentos de tortura de la Inquisición; las monjas mismas participan de esa rigidez al colocarse en «correcta simetría» y pareciendo, por su tiesura, encajar en la dureza de los sillones; el color rojizo que se mezcla al ambiente tétrico de la sala las hace parecer «espectros sanguinosos», «llamaradas humanas» encendidas en el fuego del odio político y el furor reaccionario. Antes de intentar analizar esta escena la compararemos, como antes indicamos, con otra escena de conspiración que encontramos en el episodio siguiente Los apostólicos. Se trata en este caso de la sala de D. Felicísimo Carnicero, administrador de rentas eclesiásticas, uno de los prohombres de la reacción apostólica y también uno de los más brillantes tipos creados por Galdós en esta segunda serie. En su casa se reúnen, no ya unas aristocráticas monjas provincianas, sino los jefes mismos del extremismo político: el conde de Negri, Maroto, Zumalacárregui, los que serán grandes figuras   —111→   del carlismo. La sala en que se reúnen es descrita así: «La estancia era como una gran sala de capítulo conventual; pero estaba blanqueada, sin más adorno que un gran cuadro del Purgatorio, donde ardían hasta diez docenas de ánimas... y por las cuatro paredes se enfilaban en batería tres docenas de sillas de caoba, el respaldo tieso y el asiento durísimo» (150); la sala de nuevo es blanca, con muebles rígidos y duros, y está dominada por un cuadro del que esta vez no brota oscuridad, sino que contiene la imagen de almas atormentadas por el fuego (que también encontramos en la descripción anterior). D. Felicísimo ilumina su sala con una lámpara moderna de las llamadas «quinquet», y la lámpara, que no funciona muy bien, se apaga y enciende, inundando a los conspiradores de simbólicas tinieblas.188 He aquí la descripción: «La luz decrecía tanto que los cuatro personajes principiaron a dejar de verse con claridad. Las sombras crecían en torno suyo. Los empingorotados respaldos de los sillones parecían extenderse por las paredes en correcta formación, simulando un cabildo de fantasmas congregados para deliberar sobre el destino que debería darse a las ánimas... La lámpara se debilitaba y se movía, derramando con esfuerzos su última claridad por las paredes blancas y por el techo blanco también... Las cuatro caras aparecían ora encendidas, ora macilentas, y la sombra jugaba en las paredes y subía al techo, invadiendo a ratos todo el aposento...» (166-167); apagada la luz, la encienden de nuevo y la descripción prosigue así: «Pronto se oyó el chasquido del eslabón contra el pedernal. Las súbitas chispas sacaban momentáneamente la estancia de la oscuridad. Se veían como luz de relámpago las cuatro caras apostólicas, la fúnebre fila de sillas de caoba y el cuadro de las ánimas... Por fin prendió la mecha, y aplicada a ella la pajuela de azufre, ardió rechinando como un condenado cuyas carnes se fríen en las ollas de Pedro Botero. A la luz sulfúrea de la pajuela reaparecieron las cuatro caras, bañadas de un tinte lívido, y la estancia parecía más grande, más fría, más blanca, más sepulcral...» (167-168). Como vemos ambas imágenes tienen una extraordinaria similitud: la gran sala blanca, fría y tenebrosa es realmente una imagen del sepulcro, de la muerte espiritual que envuelve a los conspiradores, a los cortesanos y eclesiásticos que dirigen la reacción; pero ese vacío sepulcral de su espíritu se transforma en una violencia representada por los utensilios que lo habitan, que en el convento de Solsona se comparan a instrumentos de tortura inquisitorial, y aquí se describen con metáforas bélicas: las duras sillas «se enfilaban en batería» es decir, se organizaban como soldados atacando, sus respaldos «parecían extenderse por las paredes en correcta formación»; los conspiradores son aquí también llamas, almas ardiendo, pasiones desbordadas metafóricamente señaladas por las «almas en pena» del cuadro, y por la referencia a los condenados que se queman en «las ollas de Pedro Botero», es decir, los espíritus poseídos del pecado y atormentados por el demonio. Ni que decir tiene que esas almas que habitan las tinieblas del sepulcro y arden en el fuego sangriento del odio son idénticas a aquel populacho enfangado y al que el vino transformaba también en espectros sangrientos; es más, no son ya sus semejantes, sino sus inspiradores y directores: ellos constituyen el lodo social que penetra y ensucia la cima misma de ese mundo corrompido.

El fin esencial de estas imágenes es estructural, literario. Es decir, por ellas Galdós se propone afectar, mediante recursos poéticos, la fantasía del lector, y moldeando, agitando su sensibilidad, crear el clima emocional adecuado para su absorción del tema novelesco. Nos encontramos pues en presencia de un recurso estético muy eficaz y que Galdós utiliza en sus obras con una frecuencia poco usual en   —112→   los grandes maestros del realismo. Pero, como cualesquiera otras imágenes poéticas, podemos analizarlas a la luz de los temas fundamentales que se proponen iluminar, y profundizar, mediante este análisis, nuestra comprensión de esas obras. En este caso Galdós está exponiendo la violencia que se desencadena en España durante la reacción absolutista que se conoce en la historia con el nombre de la «ominosa década», investiga las raíces de esa violencia, y sus efectos en la vida nacional. Quizás el mejor medio de completar nuestra investigación sea el de analizar, a la luz de las imágenes antes expuestas, el episodio más dramático y significativo de la serie, la ejecución de D. Patricio Sarmiento, encarnación del idealismo liberal, al final de El terror de 1824. La escena se desarrolla en su mayor parte en la Capilla donde los presos pasan su último día, antes de ser ejecutados. Significativamente la capilla forma parte de la cárcel; Galdós la describe envuelta en esa tenebrosa oscuridad que ya conocemos: las luces «llegaban tan debilitadas que apenas permitían distinguir las personas, de aquí que en los días de capilla se alumbrara ésta con la fúnebre claridad de las velas amarillas encendidas en el altar» (248), y, unas páginas más adelante, al narrar la última cena de Sarmiento, describe el efecto de esas luces sobre los sicarios que lo rodean: «todo esto presidido por el Crucifijo y la Dolorosa, e iluminado por la claridad de las velas de funeral que daban cadavérico aspecto a hombres y cosas, y allá en la sala inmediata, una sombra odiosa, una figura horripilante que esperaba: el verdugo» (261). En esta siniestra atmósfera de oscuridad funeral la grotesca brutalidad de militares y clérigos, que se burlan groseramente de la noble dignidad de Sarmiento, adquiere dimensiones esperpénticas: Galdós recrea una atmósfera digna del mejor Goya. Sarmiento es, sin duda, la encarnación del verdadero espíritu cristiano, aquél en que la razón, la moral y la libertad se unen. Conscientemente, él mismo se compara a Cristo. Cuando sus confesores le acusan de ser insensible ante la muerte, él replica: «El que era Hijo de Dios sudó sangre...; yo que soy hombre, ¿no he de sudar siquiera agua?», e, inmediatamente, oyendo ruido de tropas, se vuelve a sus carceleros, diciendo: «He aquí las tropas de Pilatos»; y poco después, oyendo a las campanas que, anunciando su ejecución, tocan a muerto, para ensalzar el valor redentor de su martirio, exclama: «-Tocan a muerto-»... yo mandaría repicar y alzar arcos de triunfo, como en el día más grande de todos los días: ¡Ya veo tus torres, oh patria inmortal, Jerusalén amada! ¡Bendito el que llega a ti!» (283). No sólo cubre Galdós a Sarmiento con la imagen de Cristo, sino que las declaraciones de éste en sus últimas horas lo proclaman cristiano-liberal por su abnegación personal, que le lleva a dar su vida por los otros, y por la noble exaltación de su idealismo: al criticarle Solita su desprecio de la muerte, acusándole de no ser buen cristiano, replica Sarmiento: «Adorada hija... si es propio de un filósofo, lo será de un cristiano, porque el filósofo y el cristiano se juntan, se compendian y amalgaman en mí maravillosamente...» (266); pero un poco más adelante califica su cristianismo: «Las cosas terrestres también me ocupan... La dicha del Cielo no sería completa si desde él no contempláramos la constante labor de este pobre género humano, sin cesar trabajando en mejorarse» (269). Es precisamente el amor a los otros, y el entusiasmo por el progreso, lo que mueve a Sarmiento a dar su vida por la causa liberal, y le dota de la dignidad sublime con que asciende impasible a la horca, haciendo resaltar con su nobleza la villanía de sus verdugos. Junto a él, en sus últimas horas, encontramos una serie de figuras que representan el espíritu absoluto y el catolicismo oficial; lo que las caracteriza es precisamente aquella corrupción última en que reside la causa original del mal brutal que anega a España:   —113→   el divorcio total entre los principios rígidamente mantenidos, y la conducta y la vida. Le visitan los Hermanos de la Paz y Caridad, «caballeros muy cumplidos y religiosos, que se dedican a servir y acompañar a los reos de muerte. Eran tres y venían de frac, muy pulcros y atildados y los Hermanos le exhortan «a que cerrase el entendimiento a las vanidades del mundo». Su verdugo mismo, el infame Chaperón, que lo condena a muerte sabiéndolo inocente, acude a la capilla: «enfrente la tremebunda figura de D. Francisco Chaperón, el abastecedor de la horca, el terror de los reos y de los ajusticiados, sonriendo con malicia y dudando si poner cara afligida o regocijada». Sus confesores, frailes oportunistas que tuvieron sus escarceos volterianos en el pasado, y que ahora se cubren del manto absolutista con viles esperanzas de medro, le predican un desinterés por los bienes materiales que su propia conducta desmiente. Y es que, a través de toda esta larga y siniestra escena, de esta penosa crucifixión del liberalismo, el catolicismo oficial aparece como el espíritu intransigente que, no solo crucifica al inocente, sino que reduce el amor cristiano a una retórica vacía que, frente a la monstruosidad de los males que produce, se convierte en una burla grotesca.

La crucifixión del espíritu liberal, verdadero espíritu cristiano, por el catolicismo oficial, me parece que constituye un acontecimiento esencial en los episodios que nos ocupan, y de primerísima importancia para nuestra comprensión de las imágenes que analizamos. Es evidente que el análisis del catolicismo español, en relación con la vida y la constitución social y política de España, es una preocupación central del Galdós de estos años, como lo confirman las novelas que está escribiendo simultáneamente, Doña Perfecta, Gloria y La familia de León Roch. El interés de los episodios de la «ominosa década» reside precisamente en que la historia de esos años ofrece los males del absolutismo en lo que podríamos llamar una pureza ideal, y consiguientemente proporciona al escritor excepcionales condiciones para su análisis. Nosotros hemos estudiado aquí solamente uno de los medios de que Galdós se sirve para hacerlo, el de las imágenes poéticas que usa en ciertas situaciones especialmente significativas; tras la exposición que de ellas hemos hecho, completada con la descripción del martirio de Sarmiento, nos encontramos ahora en condiciones de sacar ciertas conclusiones.

La imagen central del río de barro que invade la corte es un símbolo de la transformación de España por un fango moral que agitando a una zona entera de la vida nacional, la lanza hacia una orgía de destrucción. El odio y la venganza son las realidades espirituales que se esconden bajo las fórmulas político-religiosas del absolutismo. Las principales escenas de conspiración que Galdós describe tienen lugar en el convento de Solsona, o en la casa de un agente de asuntos eclesiásticos, es decir corresponden a dos aspectos de la vida religiosa, el aislamiento conventual, o la participación en la vida social, y en este caso bajo la forma más concreta y material: el dinero. Pero en uno y otro aspecto vimos que las imágenes usadas por Galdós son las mismas (correspondiendo así, sin duda, a una misma realidad espiritual): una amplia sala blanca, que es una imagen del sepulcro. En la sala reina una oscuridad iluminada solamente por un resplandor rojizo, emblemas de la ignorancia y el odio, y ambas se relacionan con los cuadros religiosos que adornan las paredes, encontrando su raíz, así, en la larga tradición religiosa de nuestro pueblo. Los utensilios de las salas encajan en esa atmósfera tenebrosa, su dureza y rigidez se asocia con las ideas de tortura (inquisición) o de guerra, y representan la encarnación material de ese espíritu de violenta ignorancia. Los seres humanos que habitan esas salas participan de esa misma rigidez, y, oscurecidos por la ignorancia, y encendidos por el odio, proyectan su espíritu   —114→   en conspiraciones políticas que tienen por fin la transformación de la vida política española. Efectivamente, el pueblo, al apropiarse de ese espíritu, se cubre de barro y vino, y se transforma en un río de fango que inunda a España. En el alma individual la acción del barro consiste en oscurecer y apagar la luz de la conciencia; en la vida pública en la crucifixión del espíritu liberal representada por la ejecución de Sarmiento. Como los críticos que se han ocupado de la segunda serie han señalado, Galdós la ha dedicado al estudio de la formación de las dos Españas. La «ominosa década», sin duda, sirve de ejemplar arquetipo de la España reaccionaria, y en su cruel deformación del espíritu cristiano Galdós encuentra una de las raíces del alma hispánica; pero no olvidemos que en el quijotesco Sarmiento, uno de los más nobles antepasados de Ángel Guerra y de Nazarín, encontramos también otra vertiente de nuestro espíritu, la del cristianismo liberal, de cuyo desarrollo esperaba Galdós una de las posibles vías de regeneración patria. Por las características especiales de este período, ese espíritu liberal sólo aparece aquí como víctima.

El análisis de estas imágenes nos ha servido en gran parte para explorar la técnica literaria de Galdós, y para completar los hallazgos que la crítica había ya efectuado al estudiar las relaciones familiares de los personajes, sus nombres, la elección de ciertos lugares geográficos, etc. Pero, además, si examinamos el sentido espiritual de estos episodios en relación con las obras de esa primera época de Galdós, creo que el análisis de la «ominosa década» nos permite alcanzar ciertas observaciones generales, no desprovistas de interés y que, en mi opinión, pueden aclarar y modificar algunos de los juicios establecidos por aquellos críticos que se han ocupado de esta parte de la obra de Galdós. Para Antonio Regalado, «la ideología que Galdós nos revela en su interpretación política de los años 1815-1833 es una nueva adaptación del liberalismo doctrinario español, adaptación que en los años 1875-1880 equivale a la defensa indirecta del statu-quo»;189 es decir que, asustado Galdós por la anarquía en que desembocó la primera república, se acoge a la estabilidad propuesta por Cánovas como a la única posible salvación de España, y proyecta su espíritu «conservador» sobre la España del primer tercio del siglo, rechazando así las legítimas aspiraciones revolucionarias de los viejos liberales. Sorprendentemente, Heinterhäuser había llegado a unas conclusiones radicalmente distintas acerca de los episodios de esta segunda época, que según él reflejan un recrudecimiento de las simpatías revolucionarias de Galdós, y precisamente por una razón totalmente contraria a la que propone Regalado, porque Galdós teme los aspectos conservadores de la Restauración: «Parece como si ahora deseara Galdós para su pueblo precisamente aquel Robespierre y aquel Marat sobre los que tan patéticamente lo había prevenido unos años antes»,190 y porque, según Hinterhäuser, «las conquistas liberales de la Gloriosa parecían amenazadas por la Restauración». Y es que en los episodios de la segunda serie se encuentran críticas violentas de las dos formas de extremismo político, la exaltación liberal y el oscurantismo apostólico. Aunque es evidente, como ambos críticos señalan, que las preocupaciones de la Gloriosa y de la Restauración desempeñan un papel fundamental en su visión histórica, esto no significa necesariamente que Galdós esté proyectando la España de los años setenta al período fernandino, o que vea los acontecimientos de aquella época con los anteojos de la Restauración. La preocupación histórica de Galdós, como la del 98 más adelante, es la de buscar en la constitución espiritual de España (que diría Ganivet) las causas de los males presentes, es decir, investigar aquellas actitudes del espíritu español que parecen hacer imposible la existencia de un diálogo parlamentario y de un estado de derecho. En el trienio liberal y en la «ominosa década» Galdós cree encontrar períodos   —115→   políticos en los que esas actitudes, y sus causas históricas, pueden estudiarse en condiciones ideales, por hallarse en ellos el liberalismo exaltado y la reacción absolutista en estados que podríamos llamar químicamente puros. Al descubrir, en esa segunda serie, la escisión de España en dos radicalismos opuestos, y al señalar las, para él, causas profundas de esa escisión y de esas actitudes, no le da, en modo alguno, el mismo valor; al contrario, la causa final de la división de España y de los radicalismos anárquicos se encuentra en un absolutismo cuya raíz espiritual es religiosa, o, mejor dicho, pseudo-religiosa. Hinterhäuser ha señalado muy acertadamente que «...Galdós distingue durante bastante tiempo entre «pueblo» y «populacho» (o «vulgo»), viendo en el primero el realizador de impulsos históricos positivos (especialmente del patriotismo) y en el segundo «un juguete de intrigas clericales y laicas, y el causante de canallescos actos de venganza»;191 este populacho, juguete de intrigas clericales y laicas, es el río de barro que inunda la vida española durante la «ominosa década», y ese fango puede ascender, ensuciando las aguas de la vida pública, hasta los más altos niveles políticos, donde la corte y el «vulgo» se encuentran. Galdós, al señalar a la clase media como el único dique capaz de encauzar, y sedimentar, esas aguas, no está siendo especialmente conservador, ni atacando a un proletariado que aún no existe; está señalando unas causas históricas y unos remedios políticos profundos y racionales, e históricamente mucho más sanos que los que nos darán sus jóvenes adversarios del 98. Hay mucho más sentido común, mucha más racionalidad, en la exposición de la historia de España que hemos descrito en estas páginas, que en los interesantes y desequilibrados análisis de En torno al casticismo o del Idearium Español.

University of Pittsburgh