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«Ángel Guerra» de Benito Pérez Galdós ante la crítica de su tiempo

M.ª Luisa Sotelo Vázquez






El proyecto narrativo de Ángel Guerra. Primeras noticias

Promediaba el 1891 cuando yo escribía las últimas páginas de Ángel Guerra1.



Con estas escuetas palabras evocaba Galdós en Memorias de un desmemoriado el final de un largo y complejo proyecto narrativo que le había tenido ocupado desde los primeros meses de 1890 hasta mayo de 1891 en que se publica el tercer y último tomo de la novela.

También son esas palabras del novelista punto de partida de este análisis, pues desde mayo de 1891 los ecos y noticias sobre Ángel Guerra se suceden en la prensa periódica. Ya el 12 de Enero, cuando aún no estaba publicada toda la obra, había aparecido el primer artículo en la prensa madrileña de la pluma de Federico Urrecha2, y una vez terminada, desde el mes de julio en que Ortega Munilla3 le dedica un artículo en sus habituales columnas de El Imparcial hasta el 2 de Enero de 1893 en que localizamos la última referencia, un tanto imprecisa, también en El Imparcial en un artículo misceláneo de Federico Urrecha4, van a ocuparse de la novela los críticos literarios más prestigiosos de la época: Leopoldo Alas, Clarín5, Emilia Pardo Bazán6, José Yxart7, Ramón D. Perés8 un crítico más ocasional y, por entonces, autor novel, Ramón del Valle Inclán9, así como otros de menor relevancia, aunque habituales en la prensa diaria, Rodrigo Soriano10 en La Época, Sansón Carrasco11 en Blanco y Negro y más de una gacetilla anónima en las habituales secciones bibliográficas de las más prestigiosas publicaciones y revistas. A todas estas valoraciones hay que añadir los comentarios emitidos de forma privada en Epistolarios. Y, por último, una referencia que, aunque algo distanciada cronológicamente, reviste una singular importancia dado el prestigio intelectual de quien la emite, Don Marcelino Menéndez Pelayo, quien en el discurso12 de recepción de Galdós en la Real Academia de la Lengua Española, tras una valoración global de la hasta entonces ya extensísima producción galdosiana, dedica un comentario específicamente a Ángel Guerra. Y aunque el autor de La historia de los heterodoxos españoles señale al comienzo del discurso que:

«Es grave error creer que los contemporáneos puedan ser los mejores jueces de un autor. Por lo mismo que sienten más la impresión inmediata, son los menos abonados para formar un juicio definitivo»13.



Apelando, en consecuencia, a la necesidad de dejar que sea en último término el tiempo «gran maestro de todos, sabios e ignorantes»14, quien corrija y ponga en su justo lugar a las obras literarias, sin embargo, no es menos cierto, también, que, desde la perspectiva actual, todas estas críticas posibilitan la reconstrucción de la impronta que la por entonces última novela galdosiana produjo en los círculos literarios y entre el público lector. Máxime teniendo en cuenta que hablar de las novelas de Galdós es reconstruir casi treinta años de novela en España.

Es 1891 un año fértil para la novela española, pues, cuando todavía el ambiente literario vive agitado por la polémica desencadenada por Pequeñeces15, el 8 de mayo aparece en la prestigiosa colección dirigida por Yxart de la editorial Cortezo de Barcelona Al primer vuelo de Pereda; Leopoldo Alas publica también en ese mismo año Su único hijo; Jacinto Octavio Picón, Dulce y sabrosa y Emilia Pardo Bazán dos novelas que deben ser consideradas como primera y segunda parte de un mismo proyecto narrativo: Una Cristiana y La Prueba, traduce Los hermanos Zegnanno de Edmond Goncourt y en un intento de crítica ecléctica empieza a editar El Nuevo Teatro Crítico, revista unipersonal, de periodicidad mensual, dedicada a la creación y a la crítica literaria, donde aparecerán las primeras noticias sobre la novela galdosiana, tal como atestigua la «Crónica Literaria» correspondiente al mes de marzo, donde la escritora gallega da noticia puntual del estado de la novela:

«Nuestro gran novelista Galdós, publicado el primer tomo de Ángel Guerra se encuentra encenagado (textuales palabras16) en las cuartillas del segundo y tercer volumen de la obra, que por lo importante del asunto le obligará a concentrar todas sus facultades. Para estudiar el medio ambiente, se ha trasladado de Santander [...] a Toledo, donde se desarrollarán las páginas de continuación de Ángel Guerra. La sugestión de Toledo puede obrar maravillas en la fantasía del creador de Orbajosa»17.



De estas palabras se desprende con toda claridad que la publicación de Ángel Guerra fue en varias entregas18 a medida que su autor iba dando fin a los tres extensos tomos de la novela. «Cada tomo de 400 páginas que en total hace ¡mil doscientas!, en letra metidita y sin que se escape hueco o agujero en blanco»19, en palabras de Rodrigo Soriano. También señala Dña. Emilia como Galdós, acorde con el método de trabajo, basado en la observación directa de la realidad, propuesto por la escuela naturalista, había tenido que trasladarse a Toledo20, escenario del segundo y tercer tomo de la novela.

A partir de esta breve referencia bibliográfica las noticias sobre Ángel Guerra se suceden en la prensa diaria y en los números siguientes de El Nuevo Crítico con un marcado interés por parte de Dña. Emilia en mantener la expectación del lector ante el nuevo proyecto galdosiano.

Otro testimonio, esta vez procedente del Archivo de Galdós, viene a confirmar los datos anteriores, se trata de una carta de José Ortega Munilla fechada en Córdoba el 5 de Abril de 1891, en la que dice:

«He leído -(no, no es leer devorar páginas y páginas, cuando se invente el verbo le aplicaré)- Ángel Guerra que me encanta. Adivino una larga estancia de usted en Toledo y hubiese querido pasar con usted unos días en aquel emporio perdido para gozar en común impresiones y efectos de lo antiguo. El libro es hasta ahora maravilloso»21



Por estas mismas fechas José Yxart, en carta a Galdós, acusa recibo, a través de Sánchez Ortiz22, de los dos primeros tomos de la novela, y, a la vez, le comunica la petición de Lázaro Galdeano, Director de La España Moderna23, para que colabore en su revista:

«El Sr. Lázaro me arrancó la promesa de escribir algo en La España Moderna acerca de las últimas novelas españolas publicadas en el corriente año y tendré especialísimo gusto en encabezar el artículo o artículos con lo que me sugiera la de Vd., expuesto llana, sincera, ingenuamente como podría en esta carta si fuese aquí oportuno. Pocas cosas me han causado, del algún tiempo acá, tan excelente rato, fruición de belleza tan grandes, como los primeros capítulos del segundo tomo, la estancia en Toledo de Ángel Guerra»24.



La respuesta de Galdós no se hace esperar y, escasamente un mes después, contesta a Yxart indicándole que si le urge «escribir esos artículos para La España Moderna» pronto le enviará el tercer tomo que juzga indispensable

«para formar juicio de esta endiablada, compleja y laberíntica obra»25.



Parece que la última parte de la novela, calificada sintomáticamente por su autor como endiablada, compleja y laberíntica, aún se demoraría algún tiempo a juzgar por las palabras de Dña. Emilia en el número de Junio26 de su revista.

Mediado el mes de Junio, Leopoldo Alas escribe a Galdós acusando recibo del último tomo de Ángel Guerra y prometiéndole hablar de ella muy pronto en El Imparcial:

«pues Ortega27 me ha escrito haciendo las paces y pidiéndome un artículo al mes sobre libros españoles importantes. Mi primer artículo, si llegamos a convenir en el precio, será para Ángel Guerra y el segundo para Al primer vuelo que tampoco he leído todavía»28.



Y ya en el número correspondiente al mes de Julio de El Nuevo Teatro Crítico, en un artículo de corte costumbrista y con notas de crónica de viajes, Dña. Emilia vuelve, como de pasada, a recordar al lector la inminente publicación del tercer tomo de la novela de Galdós, cuando evoca la primera impresión de su visita a Toledo29, para en la «Crónica Literaria» de ese mismo número añadir otro dato más sobre la entonces ya reciente publicación del último tomo, que, sin embargo, dice no podrá reseñar debidamente hasta el mes de Agosto30, a la vez que añade dos datos más con claros fines publicitarios:

«Por hoy, sólo diré que La Vanguardia de Barcelona y El Correo de Madrid han publicado un capítulo de Ángel Guerra con buenas ilustraciones de Pellicer»31,



Lo prometido llegó finalmente en el número correspondiente al mes de Agosto y, en cierta medida, por partida doble, ya que la autora de La cuestión palpitante dedica un artículo al novelista titulado «El estudio de Galdós en Madrid», donde traza una semblanza32 de la personalidad, gustos y aficiones del autor de Fortunata y Jacinta a modo de despedida, pues éste había anunciado su deseo de trasladarse a vivir habitualmente a Santander. Y a continuación una larga reseña -probablemente el mejor artículo sobre la novela, tal como reconocería el propio Clarín33, y del que en una gacetilla anónima del Boletín Bibliográfico de la Revista Contemporánea, correspondiente al mes de Agosto, se afirma que Emilia Pardo Bazán en su último número de El Nuevo Teatro Crítico había publicado:

«un detenido estudio excesivamente laudatorio de Ángel Guerra, pero muy bien escrito y con atinadas consideraciones preliminares»34.



El mismo mes de Agosto, Clarín, de veraneo en Avilés y ya leída la novela, escribe de nuevo a Galdós y le avanza en síntesis su juicio, aludiendo a como en Ángel Guerra convivían espiritualismo y positivismo sin acabar de entenderse:

«Es claro que la novela resulta lo que yo esperaba, todo un monumento nuevo de la imaginación de Vd. Tiene mucha más miga de la que parece penetrar el buen Urrecha, y hasta me temo que yo mismo (modestia aparte) he de dejar algo sin comprender del todo. Me asusta Vd. metido en honduras cristianas con ese positivismo singular del talante de Vd. No sé, en definitiva, que piensa Vd. del cristianismo y aún del espiritualismo... Pero en fin, ya hablaremos. El final, que era dificilísimo es magnífico; de un naturalismo de primera. Cosi va il mondo efectivamente»35



Sin duda, Clarín se refería aquí a la técnica naturalista dominante en la novela, sobre todo, en la construcción de los personajes y a la influencia determinista del medio, pero, a la vez, se percataba de que el autor intentaba hacer compatible dicha técnica con sus aspiraciones espiritualistas de esta época. Lógicamente el interés de Clarín por la novela tenía que ver con su particular visión del naturalismo, ya que desde su formación idealista había intentado siempre conciliar los aspectos fisiológicos de la escuela francesa con un profundo sondaje de las motivaciones morales y espirituales de los personajes.




Ángel Guerra: extensión y densidad

Cuando en mayo de 1891 aparece en las librerías madrileñas el tercer y último tomo de Ángel Guerra la acogida que la crítica más solvente le dispensa es en general muy positiva, aunque a menudo matizada por la reprobación a la extensión excesiva de la obra. Así, de manera especialmente acre, Rodrigo Soriano desde La Época escribía:

«La novela de Galdós es larguísima y, no obstante sus méritos, la verdad es que se hace pesadita, muy pesadita. En tres tomos, Galdós no ha llegado a sacar la punta que Tolstoi a su epítome»36



Ramón Orts Ramos, que firmaba con el cervantino seudónimo de Sansón Carrasco, desde Blanco y Negro, sin duda, más mal intencionado que el crítico de La Época, únicamente verá afanes crematísticos en la extensión de las últimas publicaciones de Galdós:

«Desde que sus amigos (los amigos de don Benito) -escribe- le dieron aquel banquete37 famoso, se hizo algo comerciante, vendió más caros sus libros, y estiró demasiado algunos asuntos al objeto de extender en dos o tres tomos lo que cabía perfectamente en uno»38.



Muy distinto fue, sin embargo, el criterio de Emilia Pardo Bazán y Leopoldo Alas, quienes al juzgar la novela pusieron especial énfasis más que en la extensión en la prolijidad y densidad de la misma, que en frase muy gráfica de la ilustre escritora gallega se resumía así: «lo que ocurre con Ángel Guerra es que sobra novela»39, para a continuación, no sin cierta ironía, añadir que el público español de novelas

«constituye una minoría social insignificante, y por la misma razón descontentizada, suspicaz y con elevadísimas aspiraciones. Digo elevadísimas, porque el español que se determina a sacar tres pesetas del bolsillo, quiere ser divertido, enseñado, respetado en el pudor de sus "hijas y esposas", no lastimado cuando le entra soñarrera, y a más a más dueño, siempre por virtud de las tres pesetas, de un capolavoro que enriquezca su biblioteca... futura»40



Y no sólo el público tenía prevenciones sino también ciertos sectores de la crítica ya que para Dña. Emilia desde que el autor publicó

«la admirable epopeya de Maximiliano Rubín, los juicios sobre Galdós no son apreciaciones literarias, son medidas y cálculos de longitud»41



Y aunque la novela de Galdós ajuicio de Dña. Emilia no se ajustaba al menos en el sentido externo al nuevo canon de Prevost42, es decir a la llamada novela novelesca, la autora se ve obligada a precisar que

«Ángel Guerra, por dentro, es de lo más novelesco que cabe imaginar: adolece tal vez de exceso de novela, como veremos a su hora. Lo malo es que el público este, el de las precauciones, no se ha convencido aún de que si el elemento novelesco burdo está en la epidermis de la novela, el fino puede estar en los tejidos profundos, en las túnicas del corazón en las sinuosidades del meollo»43.



Con razón apela Dña. Emilia un doble nivel de lectura en Ángel Guerra, y apunta a la necesidad de un verdadero análisis que vaya más allá de las descripciones epidérmicas para profundizar en los entresijos del alma de los personajes. Opinión en buena medida compartida por Leopoldo Alas, Clarín, quien tras una larga reflexión sobre la función de la novela («debería haber menos novelas» -dice Clarín con criterio selectivo-) y la naturaleza y cualidades del novelista, escribe:

«Acaso nuestra literatura, y la novela particularmente, ganaran hoy algo con una huelga de fabricantes de papel»44



Con toda seguridad estas irónicas palabras de Clarín estaban todavía influenciadas por las críticas45 recibidas a La Regenta, que el autor tuvo muy en cuenta al escribir Su único hijo (novela entonces recientemente publicada) no obstante, la opinión del crítico más prestigioso de su tiempo es, como casi siempre que se refiere a novelas de Galdós, matizada y ecuánime:

«El mayor defecto de Ángel Guerra es la prolijidad» -escribe-46.



Resaltando a continuación el valor de la novela como documento autobiográfico para el análisis y la comprensión de la personalidad47 de su autor y llamar la atención sobre la dificultad de que la gran masa del público penetrase en las honduras espirituales de obra tan densa. No obstante, Clarín salvaba la coherencia de la novela en función de la trayectoria del protagonista.

Clarín subraya la diferencia entre la extensión que se justificaría por el desarrollo más amplio del conflicto que la novela plantea y el conseguirlo a expensas de entrar a saco en la descripción indiscriminada de personajes y ambientes de la ciudad de Toledo, sumándose así a las objeciones que dos meses antes formulara Dña. Emilia en el mencionado artículo del Nuevo Teatro Crítico. Decía allí la autora de Insolación, refiriéndose a la exuberancia de personajes secundarios, que, aunque divierten, alargan en exceso la novela y distraen del conflicto principal y, en consecuencia, recomendaba una poda de figuras secundarias para remediar esa plétora de humanidad que es la novela galdosiana en contraposición por ejemplo a otras novelas de Pereda48. Para concluir con un inteligente juicio que preludia y, en líneas generales, coincide con la afirmación de Clarín sobre la prolijidad galdosiana, y en el que late una enorme admiración hacia lo que considera, a pesar de la densidad o de otros defectos menores, un derroche de talento y una enorme capacidad de observación de la realidad acompañados del poder de creación en plenitud:

«El inconveniente (escribe con verdadero entusiasmo Dña. Emilia) procede de la misma riqueza de las excepcionales facultades de Galdós; lozanean demasiado, y puede decirse de ellas lo que de la planta frondosa: "que tiene vicio". Ve Galdós tan bien el significado de los objetos, de los lugares, de las personas; siente con tal viveza y frescura las impresiones de lo real (tomando la palabra real en el amplio sentido que le daban los viejos escolásticos, los cerrados adversarios del nominalismo), que no resiste al deseo de trasladar esa impresión, bella si se considera aislada, pero que, dentro del conjunto de la obra de arte, unas veces es oportuna y otras no tanto. Galdós es el hombre que al pasar por la calle (su gran campo de observación) súbitamente se para, encantado del aspecto de un tienducho, de una cacharrería, de los juegos de los chiquillos en el arroyo. El objeto más ínfimo, más vulgar no sólo le atrae, sino que se reviste a sus ojos de misteriosa poesía»49.



Espléndida definición del arte novelesco de Galdós en su momento de plenitud, cuando superadas ya la ortodoxia naturalista y bajo la influencia de los novelistas rusos y de Cervantes, el autor da comienzo a una etapa espiritualista que si se había iniciado tenuemente en Fortunata y Jacinta se manifiesta ya de manera plena en Ángel Guerra.




El conflicto existencial de Ángel Guerra: Del radicalismo revolucionario al misticismo religioso

De las consideraciones sobre la extensión y densidad de la novela que en los mejores críticos se convierten en un análisis en profundidad de la esencia del arte de Galdós, toda la crítica fijó su atención en el conflicto que la obra planteaba, lo que necesariamente iba emparejado al análisis de la psicología de los personajes protagonistas: Ángel Guerra y Leré/Sor Lorenza...

Para Ortega Munilla, director de Los Lunes de El Imparcial, Ángel Guerra era el análisis de un

«caso moral, de un temperamento que por su vivacidad estuvo sujeto a todas las exageraciones, desde las del radicalismo revolucionario a las del misticismo teresiano»50.



La óptica ideológica-estética del director de El Imparcial tan próxima al naturalismo, desde 1883/4 en que se significara en la polémica sobre La Cuestión palpitante, se patentiza aquí en el fondo y en la terminología del pasaje transcrito.

En cuanto al conflicto que la novela plantea, Ortega Munilla fue el primer crítico en mencionar que se trataba de una «novela en clave» adivinando detrás de las crisis del protagonista las crisis y evoluciones de su autor; pero más allá del comentario sobre la trama argumental y la apoyatura de sucesos históricos como encubridores de la realidad subjetiva, al director de Los Lunes de El Imparcial le interesa resaltar:

«La lucha entre dos personajes de distinta condición social, animado el uno por el amor a los antiguos principios, religioso hasta el misticismo, creyente hasta rayar en fanático; impulsado el otro por el ansia de reforma de los nuevos espíritus, impío hasta la blasfemia y anticatólico hasta ser iconoclasta, vienen a chocar, y el choque es admirablemente estudiado por Pérez Galdós»51



Lucha entre dos caracteres paradigmáticos; Leré y Ángel Guerra, cuya trayectoria psicológica el crítico va a ir estudiando al hilo del argumento para terminar señalando la importancia decisiva de Leré en la evolución ideológica y religiosa de Ángel Guerra. Porque para el Director de El Imparcial:

«Pérez Galdós presenta en Ángel Guerra la obra absorbente y trascendental operada por un espíritu místico sobre un espíritu radical en materias filosóficas y políticas»52.



La atención del crítico a partir de este momento se centra en la responsable de aquella obra absorbente y trascendental, en el carácter de Leré/Sor Lorenza, a la que define como:

«una mujer que ha nacido para el claustro; prescinde de su familia, de sus intereses, de sus aficiones; siéntese tocada de aquella pasión a lo divino que inflamó el corazón de Santa Teresa, y fuera de las prácticas molestas y penosísimas del convento no concibe la perfección humana»53.



Del carácter de la protagonista que es el personaje de la novela que más se acerca al misticismo, aunque sea a un misticismo pragmático, y desde el determinismo patológico que conforma su temperamento de un fanatismo religioso exacerbado, pues parece ajena por completo al amor humano, Ortega fue el único en señalar un componente neurótico en la psicología de Leré, cuando advierte que

«ya parece un ser superior de grandeza moral admirable, ya una gran histérica de esas que el doctor Charcot54 cura en su instituto de Salpêtrière y que hoy dan tanto que pensar a los filósofos, psicólogos y penalistas»55.



Desde esta inteligente y novedosa observación en la conducta de la protagonista que ponía la novela en contacto con las modernas teorías de Lombroso56 sobre la patología del genio, Ortega pasa al análisis de las peculiares relaciones de Leré con el Ángel Guerra, comentando como la conversión de éste, desde su radicalismo político a fundador de la orden religiosa del «Domus domini», es un cambio aparente y falso, no motivado por verdaderas ansias de perfeccionamiento moral y espiritual sino por el amor que siente hacia Leré y el deseo, no confesado del todo hasta el final de la novela, de no separarse de ella:

«El amor a Leré, su deseo de agradarla, toman en el alma de Ángel Guerra el aspecto de devaneo místico. Sin la presencia de Leré [...] sin sus consejos, sin el recuerdo de su rostro, no concebiría Ángel Guerra la vida espiritual ni se le importaría un comino el paraíso»57.



Juicio que será compartido absolutamente por Dña. Emilia Pardo Bazán y Clarín, quienes dedican en gran parte sus artículos respectivos al análisis del conflicto entre Ángel y Leré y a demostrar la influencia crucial y decisiva de ésta sobre aquél. Ambos críticos insisten, en que la novela plantea lo que Pérez Gutiérrez ha venido a llamar la inautenticidad de la vocación religiosa58 del protagonista, que se desvela gradualmente a medida que avanza la trama y contemplamos a Ángel sometido a la presión determinista de los diferentes medios familiar, social, político y religioso en que vive y evoluciona psicológicamente.

Es justo reconocer una vez más que cronológicamente fue también Dña. Emilia la primera en realizar un seguimiento minucioso de la evolución psicológica de Ángel Guerra, analizando sus motivaciones y causas más profundas59. Pues a su juicio:

«El novelista no lo dice expresamente. El héroe mismo no se da cuenta del sordo estímulo de conciencia que le trabaja. Ángel es hombre de vehemente condición, de honda sensibilidad, de prontos arrebatados, lo que pudiéramos llamar un impulsivo; la excitación, de cualquier lado que venga, encuentra en él pólvora seca, materia dispuesta a inflamarse. Puede afirmarse de él que no conoce la indiferencia. Sus impresiones, al par que súbitas y ardientes, son duraderas y tenaces»60



Es esta, sin duda, la mejor y más completa definición de la psicología del protagonista desde una terminología ya clásica en los naturalistas. Guerra es un impulsivo, es un temperamento, tal como ha observado Dña. Emilia, y por tanto, su conducta obedecerá a las leyes ciegas del instinto y a los estímulos del medio, nunca a la reflexión ni a la razón. Además, Dña. Emilia fijará su atención en los dos sucesos sangrientos que marcan la vida del protagonista y que son trasunto de dos sucesos autobiográficos61. Sucesos que actúan como estímulo en la conciencia del protagonista, pero que en último término, salvando las fabulaciones argumentales imprescindibles, están referidos abiertamente al autor, puesto que Dña. Emilia considera a Ángel Guerra paradigma de muchos españoles de la generación que oscila entre 40 y 50 años, que era precisamente la edad de Galdós62.

Y acorde con la mejor praxis naturalista Dña. Emilia analiza la infancia del protagonista, la influencia de sus antecedentes familiares, el peso aplastante del autoritarismo de su madre, Dña. Sales, exponente del más rancio «ritualismo católico» que tanto detestaba Galdós63; la relación de Ángel con Dulcenombre -amante escuálida y escasamente atractiva pero dócil y sumisa- para detenerse en la influencia ejercida por Leré, a quien responsabiliza del cambio que se opera en la psicología de Ángel desde el radicalismo revolucionario, iconoclasta, impío hasta el fanatismo religioso y pseudomístico:

«La gradual influencia que va adquiriendo la santa sobre el demagogo, está muy bien estudiada, por matices, por pinceladas finas de artista flamenco, que no pierde detalle. No todo es místico en tal influencia, pues Ángel nota que las formas del cuerpo de Leré contrastan por su atractivo desarrollo, con las de Dulce»64



Pues, en efecto, Dña. Emilia, como después también Clarín y como antes Ortega Munilla, vio con gran agudeza la falsedad de la conversión religiosa de Ángel, quien en el fondo sentía hacia Leré una inclinación erótico-amorosa con apariencia religioso-mística, tal como demuestra la escritora gallega desde un rastreo minucioso de los principales lances arguméntales para acabar sentenciando:

«Lo que impulsa a Guerra es un amor humano disfrazado de platónico idealismo»65,



juicio, que sin duda Clarín66 tuvo en cuenta cuando, algunos meses después, desde las páginas de El Imparcial sostenía que:

«Ángel Guerra es un espiritualista que vive fuera de sí, su ideal no está en él sino en Leré»67.



Para señalar que Galdós «más observador que psicólogo»68 había estudiado la conducta del protagonista, su psicología, no en sí mismo, sino a través del medio ambiente y de los personajes que le rodeaban, coincidiendo con la autora de Los Pazos en que las digresiones eran importantes pero excesivas, pues:

«El núcleo de la novela es el amor de Guerra por Leré y lo que Leré siente por Guerra; y de esto se habla poco, relativamente, y a saltos, interrumpiendo lo principal con lástimas y arquitectura. Se comprende que el lector se fatigue, o mejor dicho se impaciente; pero no podía ser de otra manera si había que respetar la verdad, particularmente la lógica»69.



Lógica que, para Clarín, respondía a la constatación de que Galdós no había estudiado la psicología de Guerra intrínsecamente, como un proceso gradual que se construye desde dentro del propio personaje, desde su conciencia -algo que el Clarín novelista había hecho muy bien en La Regenta-, sino en las consecuencias que se derivan de los actos que ejecuta. Y esto, además, precisa Clarín, se convierte en una exigencia de la trama argumental porque:

«Ángel Guerra es un hombre de acción, casi casi mecánica; sí, mecánica, en cuanto, lo mas de su virtud, y acaso toda su fe, son obra de la herencia»70



La agudeza con que Clarín señala como característica fundamental de Ángel Guerra, el ser hombre de acción, va más allá de la mera definición de la conducta del protagonista de la novela y, en coherencia con su tesis de que Ángel Guerra era un documento valiosísimo para conocer a su autor, apunta elípticamente a Galdós, de quien dos años antes, en 1889, había dicho:

«Acaso, acaso, ante la Revolución y la indiferencia del público por las cosas del arte, Galdós soñó en ser hombre de acción [...] Hay que también un modo de ser hombre de acción en el arte, y las novelas de Galdós revelan el artista de este género; Galdós generalmente no profundiza en el sueño, en la vaga idealidad, sino en la vida social y en la moral, pareciéndose en esto último a muchos escritores ingleses, que por cierto él estima grandemente»71



Abundando en la misma idea, Clarín observa que en el perfil de Ángel Guerra -que no es hombre de muchas psicologías- abundan los elementos autobiográficos:

«Galdós pertenece con toda su alma a la tendencia realista moderna, que parece enseñoreada del mundo, hasta el de las más latas inteligencias; cuando es pensador lo es a la inglesa; no le gusta la especulación por la especulación, y así lo ha declarado en sus libros varias veces. Pues Guerra es lo mismo; sin dejar de ser soñador, amigo de la abstracción melancólica, como lo es también Galdós, el revolucionario arrepentido necesita para alimento de sus ensueños lo relativo, casi diría lo tangible»72.



En absoluta y total coherencia con una de sus advertencias críticas Mezclilla cuando escribía: «la vanidad menos antipática es la del hombre que cree haber sido en este mundo un poco poeta por dentro»73, afirma Clarín:

«Ángel Guerra, sin ser vulgar, siendo en cierto modo hasta hombre superior (lo es en la relación moral, en idea y en parte en conducta), no es hombre de muchas psicologías tampoco. Tiene algo de poeta, de filosofo, de sociólogo, pero en nada de esto es lírico-, tiene el carácter y las tendencias que también predominan en Galdós, que es lo menos lírico que puede ser un gran artista»74



Para, en total sintonía con las ideas expuestas por Dña. Emilia, desenmascarar la falsa conversión de Guerra:

«Así su conversión a la fe, hasta donde se puede llamar conversión, se debe a una ocasión accidental, y tiene su apoyo en un amor humano y en rigor nada místico»75.



Porque Galdós no es Renan76 -prosigue Clarín- y por tanto su personaje no ha llegado a la fe tras duras luchas consigo mismo, con su conciencia y con su razón, sino a través, en primer término, de la sugestión que sobre él ejerce una mujer fanática y hermosa y, en segundo lugar -como también observaría Dña. Emilia-, por la sugestión de la arquitectura y la liturgia toledana. De aquí que todos sus proyectos tengan el sello de lo práctico y utilitario, pero les falte profundidad y verdadera trascendencia y haciendo de nuevo significativamente hincapié en la lógica implacable que rige desde el principio la conducta del personaje escribe:

«El revolucionario del 19 de septiembre, el que quiere ante todo actos, aun en el momento menos propicio, tiene que ser el converso también activo y práctico, y hasta pudiera decirse político. Es de la madera de los reformadores, todo lo contrario de los dilettanti; ve lo que ve, y no ve más; pero quiere que los demás lo vean, y sobre todo, que lo hagan; la sociedad es para ellos en vez de un terrible misterio que por lo complejo asusta, lo que el infeliz conejo para el fisiólogo: experimentan en sí mismos y experimentan en el prójimo. Ángel Guerra, al devolverse al catolicismo, quiere llegar a la más práctica consecuencia y se dispone para entrar en el sacerdocio. Esto por lo que toca a su propia reforma; en lo que mira a sus relaciones nuevas con el prójimo, también va a lo práctico, a la caridad, y más que a ella misma, a sus obras, a sus resultados. Todos aquellos capítulos, tan hermosos por cierto, de los Cigarrales, de los interiores humildes de Toledo, tienen por unidad y explicación esta nota del carácter de Guerra»77



Resulta evidente el rechazo de la ortodoxia naturalista, basada en la fisiología, el determinismo, el utilitarismo, el mecanicismo, que destilan las palabras de Clarín a la altura de 189178.

Mientras que la psicología de Leré, «aquella señorita» que Dña. Emilia definió como de «pobre cuna y en quien desdichas de la infancia y anomalías hereditarias han creado una singular exaltación mística»79, el eminente crítico y fino psicólogo del alma femenina piensa que su santidad

«que es oro de ley, tiene esa prosa, esa frialdad, esa falta de sentimentalismo que un pedagogo italiano advierte en los catecismos de las escuelas. A Leré la psicología se la da hecha la Iglesia. Las ternuras recónditas, que son tal vez compatibles con esta bondad mecánica, de temperamento, de herencia, el autor no nos las muestra, tal vez porque su observación no tiene datos para escudriñar tales regiones»80



Al fino psicólogo y experto buceador del alma femenina -que en este mismo artículo había sostenido que «no está mal sentirse en el alma un poco hembra»81 -no se le escapa esa especie de acartonamiento, ese ritualismo frío y aséptico que impregna toda la conducta de Leré y que impide que la veamos como una mujer de carne y hueso, exceptuando dos momentos cruciales del desarrollo argumental, que fueron igualmente señalados por Pardo Bazán, aunque con una interpretación algo distinta, la despedida de Madrid para ingresar en Toledo, en una orden religiosa dedicada a la vida activa: la práctica de la caridad, y la muerte de Ángel Guerra. Ajuicio de Clarín, en ambos pasajes, el personaje deja entrever algo más que su rígido esquematismo religioso para intuir sus sentimientos:

«En esta especie de pudoroso misterio del alma de Leré, Galdós ha encontrado un toque sublime... pero dado el tipo y dado el propósito del novelista, no cabían honduras ni indiscreciones psicológicas por lo que se refiere a Lorenza»82.



Uno de los críticos más apreciados y respetados por Galdós, José Yxart, desde La Vanguardia de Barcelona (15 de Agosto de 1891) dedicaba un elogioso artículo a la novela, publicado con posterioridad en el número correspondiente al mes de septiembre del mismo año de la revista de Lázaro Galdeano, España Moderna. Desde las primeras líneas del artículo Yxart, en una crítica mucho más sintética sin dejar de ser intuitiva, va directamente a lo esencial y escribe:

«Ángel Guerra es la historia íntima de un racionalista empacatado que para en creyente y místico por obra y gracia de un amor "de la más fina idealidad"»83.



En coincidencia con lo ya apuntado por Emilia Pardo Bazán y Clarín, Yxart señala desde el principio el verdadero motivo de la conversión de Ángel para comentar en párrafos sucesivos y en base al argumento de la novela las líneas maestras del proceso existencial de Guerra que, en palabras del crítico catalán, va desde «la utopía de remediar el mal ajeno por medio de la revolución» a «la práctica de la más encendida caridad; malogrado ensayo de una nueva y también utópica, congregación religiosa»84

El mejor crítico de la Renaixença resalta más que cualquier otro el carácter utópico e incluso alucinante de las empresas de Ángel Guerra, a quien considera víctima de sucesivas crisis que moldean su personalidad y afectan directamente a su conversión y humanitarismo. En consecuencia, ese Ángel Guerra de naturaleza bifronte, tal como su emblemático nombre indica85, es para Yxart:

«antes que un carácter, antes que un pensamiento, un estado de imaginación»86.



Lo que equivalía a decir que el personaje como tal era inverosímil, pues

«Guerra es un racionalista -el racionalista de siempre en la novela de Galdós-, convertido. Pero basta observarle desde las primeras páginas para advertir que ni el pensamiento, ni el carácter, predominan en su conducta, en el fin a que se dirige, en los medios de que se vale, y que su conversión y su misticismo son obra de su imaginación acalorada, antes que de su inteligencia: son el resultado de una crisis de la fantasía soñadora, y del atribulado corazón, pero no una crisis intelectual»87.



Hay también en el fondo de las palabras de Yxart coincidencia con los juicios de Dña. Emilia y Clarín, pero sobre todo con el último, cuando señalaba que no había habido en la conversión del personaje de Galdós ni lucha de la razón ni verdadera fe sino mera sugestión. Pero mientras Clarín responsabilizaba de ello al talante y al método e incluso a los fines del autor en la novela, Yxart, que cree igualmente que todas las empresas de Guerra son fruto del apasionamiento y que sus sucesivas crisis son siempre emocionales, sentimentales, nunca del intelecto ni de la conciencia, pone, sin embargo, el énfasis en que Guerra es el resultado del clima moral, estético y espiritual de fin de siglo.

Yxart insiste a lo largo de su artículo repetidas veces en que el personaje no se plantea nunca en serio sus propias convicciones sean éstas filosóficas, políticas o religiosas y de aquí que su vocación religiosa, su misticismo resulten falsos88. Y, abundando aún más en esta impresión, señala que Galdós ha tenido un singular empeño en

«describirnos a su héroe, como un gran visionario, como un admirable iluso, que no acierta a ser ortodoxo, por más que quiera»89,



y aunque el intuitivo crítico catalán no menciona explícitamente a Cervantes en su artículo, todas estas ideas más allá de lo acordes que puedan estar, que evidentemente lo están, con la estética finisecular, elípticamente, en profundidad, apuntan y potencian la raíz esencialmente quijotesca del protagonista de la novela galdosiana, que es como el héroe cervantino un visionario utópico.

En ese predominio de la imaginación por encima del pensamiento organizado y organicista en la conducta de Ángel Guerra ve Yxart una característica constante de los personajes galdosianos que le permite -como a Dña. Emilia- establecer correspondencias con otras figuras, como León Roch o Monsalud, pero simultáneamente insiste en que en esta novela se trata además de una problemática de actualidad, porque a Ángel Guerra no se le debe considerar sólo un individuo, sino una síntesis

«que refunda y aúne las verdades fragmentarias de las opuestas escuelas que con su fragorosa batalla han llenado el siglo»90.



Señala también Yxart que Guerra es el resultado de un realismo ideal -terminología muy en boga desde 1887 con la difusión en España de los novelistas rusos-, y, a la vez, plantea un doble simbolismo del personaje que, por un lado, continuaba y amplía la nómina de personajes típicamente galdosianos y por otro, sintonizaba perfectamente con la atmósfera cultural de su tiempo, cuando escribe:

«Se alienta y nutre su imaginación -siempre su imaginación antes que su pensamiento, no precisado y determinado con todo relieve y seguridad- con aquellas aspiraciones nacientes a un realismo ideal en arte y filosofía, con el anhelo de hallar la solución a los conflictos sociales en la caridad evangélica, aunque ignora en qué forma; con la sentida necesidad de Guerra se ofrece como un tipo doblemente interesante y nuevo. Es el racionalista de siempre, pero influido y transformado por las últimas ideas de la generación actual, alentado por todas las aspiraciones coetáneas, empezando por la espiritualista que vuelve los ojos suplicantes a un dogma, a una creencia positiva. Es Monsalud, es León Roch... pero de la década del 90»91.



Para considerar, finalmente, a Ángel Guerra como personaje paradigmático de esa naciente sensibilidad neorromántica y simbolista finisecular que corre pareja al resurgimiento religioso:

«En lo estético: Guerra es un artista a quien se revela con nueva intensidad la belleza y los esplendores de un arte simbólico y espiritualista, real e ideal a un tiempo»92.



Pues Yxart observa con sagacidad e inteligencia que en las fruiciones artísticas del personaje en Toledo, tan bien descritas por Galdós, hay una vuelta a la sensibilidad romántica muy del gusto de la estética finisecular y que podría sintetizarse en las dos últimas partes de la obra en la frase de Amiel «el paisaje despierta en mí un estado de alma», que cuajó en múltiples manifestaciones de la novela española del último tercio de siglo XIX, dando siempre como resultado una interacción entre el hombre y el paisaje, una especie de identificación, de simbiosis emocional entre el personaje y el ambiente:

«Guerra siente el encanto de las viejas costumbres, próximas a fenecer, y de aquéllas humildes gentes en que sobrevive una raza, como si en ellas percibiera [...] lo que tenía de mejor, de más sólido y magnífico, de más conforme a la vida, y sobre todo a la vida nacional, toda aquella cultura fenecida e insepulta en una ciudad de tercer orden»93.



Desde esa sensibilidad neorromántica y en consonancia con el carácter utópico y visionario de la conducta de Ángel, concluye Yxart señalando otro aspecto novedoso, el sello anárquico que tiene el cristianismo de Ángel Guerra, puesto que si bien «es un apóstol de la caridad, del Evangelio puro»94:

«Por un lado, desconfía a estas fechas, del laicismo, de la filantropía puramente filosófica: lo hemos repetido, quiere poner su amor al prójimo al abrigo de un dogma; por otro, no halla para él molde que no le parezca estrecho. Su compasión ardorosa y viva, se extiende al mismo vicio: tiene sus raíces en una comprensión más clara y honda de las humanas imperfecciones: su indulgencia es laxa y nihilista: la institución benéfica soñada, sin orden interior, sin disciplina, es en el fondo anárquica»95.



Llegados aquí cabe preguntarse como el crítico de La Época: ¿Quién es en realidad Ángel Guerra?:

«Es un soñador, un fanático, que al principio se bate con las armas por la República, y luego se bate espiritualmente por la religión: es un Leo Taxil, masón primero, ascético y místico más tarde; es un temperamento incomprensible, ardoroso y exaltado, aventurero, Quijote de todas las causas buenas y malas, que, a no gozar de fortuna y posición, le hubieran enjaulado; sobre su tumba podría ponerse el título de un drama de Echegaray: ¡O locura o santidad!»96



Probablemente no sea fácil trazar con línea continua y nítida un perfil tan complejo, tan sintomático de la situación cultural de 1891y a la vez tan esencialmente quijotesco, tan influenciado por la atmósfera cultural de finales de siglo y a la vez tan entrañablemente galdosiano. Simbiosis del mejor naturalismo, simbolismo y misticismo, y ahí, en esa simbiosis radica la máxima originalidad de la novela que el propio autor había llamado «laberíntica» y la originalidad del personaje que tan apasionadamente definió el joven Valle Inclán con estas palabras:

«Ángel Guerra no es solamente un revolucionario arrepentido, es la encarnación del más puro amor humano, el fanático de las virtudes sociales, el Amadís de Gaula de la caridad, en una palabra: la santidad librepensadora y francmasónica. Ángel Guerra, con Tomás Orozco son los primeros apóstoles de una religión nihilista -porque ha de nacer de la ruina de las existentes- basada en el evangelio. Son dos bienaventurados heterodoxos, dos iluminados que creen conocer el verdadero sentido de la predicación del hijo de Dios»97.






Conclusión

Hasta aquí la recepción crítica de Ángel Guerra, novela de la que se cumplen cien años de su edición, y que, tal como pronosticara en su tiempo Clarín, es hoy un documento imprescindible para el conocimiento de su autor y para entender las peculiares características morales y estéticas que confluyen a finales del siglo XIX sembrando incertidumbres, resucitando emociones y sentimientos viejos pero no caducos, que ante la imposibilidad, ya entonces, de definirlos se expresaron con la consabida fórmula del mal du siècle.





 
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