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Antonio Buero Vallejo en perspectiva

Virtudes Serrano


Escuela Superior de Arte Dramático de Murcia



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Resulta inevitable en situación como la presente dejarse llevar por la nostalgia del recuerdo, al comenzar a hablar de Antonio Buero Vallejo, el artista, el amigo. A partir de 1972, fecha en que conocí personalmente a quien admiraba como autor dramático y hombre comprometido, la admiración se convirtió en afecto y éste en cariño y amistad sinceros, a lo largo de casi treinta años. Quizá estos sentimientos, que por otra parte me consta que se alojan en más de una de las personas participantes en este curso, priven mi intervención de la objetividad expositiva y del rigor científico que deberían gobernarla. Pido por ello disculpas anticipadas; pero tales emociones no son ajenas a lo que pretendemos comunicar aquí, ya que el conocimiento de la persona me ayudó a profundizar en el de la obra, me abrió nuevas perspectivas mediante las que pude relacionar aspectos que ahora, cuando él ya no está entre nosotros, aparecen con mayor nitidez.

El día nueve de octubre de 1999 asistíamos al estreno de su última obra, Misión al pueblo desierto, en el mismo Teatro Español en el que se había presentado, cincuenta años antes, el texto teatral que lo dio a conocer. Hace muy poco conmemorábamos en Guadalajara la fecha de su nacimiento. Paradójicamente la tristeza y la alegría nos embargan a un tiempo: porque Buero ya no está con nosotros, soportamos la tristeza; porque un deseo por él siempre   —260→   expresado de permanencia en su obra se ha cumplido, hemos de estar contentos1.

Si, como el lector implicado por el relato azoriniano «Las nubes», nos acercamos y miramos por el catalejo que nos desplaza en el tiempo, no podremos por menos que observar cómo Buero, desde su primera a su última obra, las ha dotado de un profundo carácter de permanencia. Independientemente de la rotunda contemporaneidad que sus textos poseían en el momento de la escritura o de los reflejos autobiográficos que, sin duda alguna, personajes y situaciones poseen y que han sido destacados no pocas veces por la crítica. El corpus dramático compuesto por Buero contiene valores universales, atemporales e imperecederos que una mirada en perspectiva nos puede desvelar con mayor claridad. Tales valores son los que explican la «huella» que su quehacer teatral ha ido dejando en la dramaturgia española posterior, que se configura tal y como es gracias a la existencia del teatro bueriano2.

El efecto de seguimiento se ha producido, como se produce a partir de la obra de todos los grandes creadores, sin que por parte del dramaturgo haya habido voluntad de marcar o acotar un camino; al contrario, su labor consistió en ir abriendo sendas por las que los más jóvenes han podido transitar en libertad. Aunque, eso sí, allí estaba el maestro que pedía compromiso y renovación. Allí estaba el autor que había congregado a los que no tienen prestigio ni nombre en la historia oficial para que desde la escena cuenten cómo transcurre la vida en su escalera o cómo se puede ganar el espacio abierto de la azotea o vivir de una forma auténtica en un café cantante, instalado en el interior de un sótano. Allí estaba el autor que marcó el sentido especular del mito, del cuento infantil y de la historia. Allí estaba el autor que defendía el arte como la pulsión positiva de lo humano. Allí estaba el autor que sumergía a los espectadores en el universo interior de sus personajes, que les   —261→   hacía padecer sus carencias físicas o sus temores íntimos y recorrer con ellos el camino hacia la verdad; el autor que reinstauró la tragedia porque no quiso tener «cuidado con la amargura»3.

De todos estos elementos se nutre la dramaturgia posterior de los autores y autoras de España que han podido elegir estética, fórmula constructiva y de expresión sin ser organizados a priori por reglas aprendidas, pero influidos por esa visión del mundo que, desde 1949, pedía que en los escenarios españoles se iluminara el presente y a ellos saltara la vida. Guiados nada más (y nada menos) que por el ejemplo de quien, artista y creador, estuvo siempre ensayando caminos; de quien, como hombre de una época, quiso reflejar lo que componía en cada momento su entorno cotidiano; de aquel artista que, como su admirado Velázquez, pintó la luz en medio de las tinieblas de un siglo; y que, como Goya, (también su Goya) expresó la violencia a través de las monstruosas visiones de las almas atormentadas de sus personajes.

Cuando pocos días después de su muerte se resolvía la adjudicación de los Premio Max, aquellos que señalan la mejor obra, el mejor autor, lo mejor, en definitiva, de un año teatral, sorprendió a algunos (a quien les habla, desde luego) que no hubiesen sido los de autor y obra para Buero y su Fundación. Es esta una pieza que, aunque perteneciese a alguien desconocido, merece pasar a las antologías de los mejores textos teatrales de esta segunda mitad de un siglo que se escapa, como se ha escapado el dramaturgo que la escribió. El premio lo obtuvo, no obstante, un bello e intelectualizado ejercicio de intertextualidades titulado El lector por horas. Pero es que estaba compitiendo con La Fundación.

Buero unió en La Fundación la más genuina tradición clásica española cervantino-calderoniana4 con la más cruda actualidad del momento de su escritura y con las atormentadoras vivencias   —262→   de su encarcelamiento y condena. Tomás, el protagonista de la peripecia dramática, como don Quijote, genera una realidad propia porque no soporta la de los que lo rodean. Como Segismundo, no sabrá si sueña o vive hasta que le llegue, al igual que al príncipe polaco, el momento de la decisión política y humana. Los gritos de «gracias Buero» que el día de su estreno, en 1974, volaron desde el paraíso del teatro, donde estaban los más jóvenes, fueron suficientemente elocuentes, como lo fueron, en 1999, los largos, largos aplausos que recibió en su vuelta a los escenarios cuando, gracias a la perspectiva que el tiempo favorece, se percibió sin género de dudas que a La Fundación -y en general al teatro bueriano- le ocurre lo que al resto de las obras clásicas: que se comunican con el ser humano, independientemente de su tiempo; que permite a cada receptor, en cada momento, enfocar sobre aquello que le hable de sus temas, de sus temores, de sus deseos o de sus preocupaciones. Por eso, cuando Asel afirma que en cualquier lugar que se halle se encuentra en la cárcel, pudo advertirse entonces la opresión en la que vivía la sociedad franquista y ahora, en las postrimerías del siglo XX, descubre la que padecen sin advertirlo los felices habitantes de este primer mundo, encerrado en una alucinación de bienestar gracias a un paisaje pintado e inmóvil5. La Fundación conculca el tiempo, y lo hace permeable, transitable, en tanto que sus criaturas escénicas son capaces de hablar a los espectadores de cualquier época de la condición humana, del verdugo que todos llevamos dentro, y del inexorable relevo de poder propiciador de violencias y abusos.

En La Fundación, con ser tan capitales los elementos temáticos, Buero ofreció una muestra cumplida de lo que es un artista en las lides de la elaboración de una propuesta espectacular arriesgada. Aquel ensayo participativo que fue el apagón de En la ardiente oscuridad se convierte en elemento sustentador de la construcción   —263→   dramatúrgica de la pieza, al quedar sumergido el receptor en el universo culpable y alucinado de la mente de Tomás, sin otra salida que la progresiva toma de conciencia y asunción de la realidad del personaje. No es fácil eludir un influjo tan positivo y potente y así se advierte, por seguir con el ejemplo del que partíamos, en muchos aspectos de la pieza ganadora del Max del año 2000.

Antes nos hemos referido a un artículo del año 1950 en el que precisaba ya Buero, entonces joven autor, lo que había de ser el teatro del futuro y reivindicaba el género trágico como remedio para una dramaturgia y un país enfermos de temor y cobardía:

Frente al neurótico, el doctor no pretende evitar la amargura por la ocultación de las causas personales que la producen; trata, por el contrario, de disolverla enfrentando al enfermo con ellas. Yo no soy ni siquiera doctor; tan sólo un emborronacuartillas. Mas esas voces de precaución contra lo amargo se me antojan muy bien intencionadas, muy sensibles y escrupulosas, pero muy enfermas6.



Cerrado el ciclo de su vida y su obra, estamos en condiciones de afirmar tajantemente que Buero, dramaturgo y artista comprometido, sentó las bases para una renovación de los géneros dramáticos en la España de nuestros días al incorporar de manera consciente y sistemática la tragedia a los escenarios españoles, en la nueva concepción occidental del género, que no se fundamenta ya en el enfrentamiento de los titanes, sino en la no menos titánica lucha por la vida, por la búsqueda de la verdad que, con el modelo edípico, el dramaturgo actual hace llevar al hombre de hoy en su entorno.

Visto desde la perspectiva de este momento es sorprendente el hecho de que un autor recién iniciado en el mundo de la dramaturgia (hacía sólo un año del estreno de Historia de una escalera) poseyera tal claridad de concepto y percibiese con la nitidez que él lo hizo la necesidad de volver a los orígenes del mejor teatro, de volver a hacer posible la tragedia en el teatro español de su tiempo. Si no perdemos la perspectiva, observaremos la magnitud de   —264→   la empresa, iniciada en época de represión y censura y conservada aún en estos felices días postreros del milenio:

Quisiera invitarles a meditar sobre el hecho sorprendente de que la mayoría de las obras maestras del teatro hayan sido tragedias. Y sobre el hecho, aún más sorprendente, de que la mayor parte de las obras teatrales que escriben los jóvenes, con la ilusión de un brillante porvenir escénico, son también tragedias.



De esta forma se expresaba el autor en 19527 pero sus palabras podrían definir la situación actual: ¿Qué son sino tragedias cotidianas las que viven los seres sometidos por el caprichoso azar en las obras de Carmen Resino, los habitantes de las ciudades en su lucha por ser ellos mismos de Paloma Pedrero, los inmigrantes soñadores de Ignacio del Moral, los jóvenes desorientados compuestos en tantas obras de los autores y autoras de los noventa? ¿No es un teatro histórico de reflexión sobre el presente e iluminación para nuestros días el que habla de los inventores de la bomba atómica o el que saca a escena a los líderes que han manejado el destino de nuestro siglo, como lo han hecho Antonio Álamo o Juan Mayorga? Si enfocamos bien, observaremos cómo Buero realizó su obra y sentó sus bases teóricas con perspectiva de futuro y el tiempo se ha encargado de darle la razón.

En cuanto a los temas, nuestro autor se ha instalado también en el ámbito de los inmortales. Desde En la ardiente oscuridad e Historia de una escalera hasta Misión al pueblo desierto sus personajes principales están ocupados en una agónica búsqueda de la verdad o en la lucha por dar a conocer la que ya se ha descubierto, contra los que poseen la torcida intención de ocultarla. Quedan entre estos títulos de principio y fin, los trabajos de Penélope y de Amalia; de Pablo frente a Marina; de Silverio, Pilar y Daniela; de la infanta María Teresa; de Mario con Vicente; de Goya ante su propia mentira; de Verónica; de Asel y Tomás; de Aurora; de Juan   —265→   Luis frente a sus jueces nocturnos; de Germán; de Dani; y... de Buero, quien en su obra postrera se coloca él, autor y persona, individuo extraliterario, en los personajes que defienden la verdad y denuncia desde su texto las deficiencias de una opción política a la que él perteneció pero que es capaz de enjuiciar y valorar con los ojos abiertos.

La perspectiva de más de cincuenta años de trabajo y esfuerzo, cerrados el 29 de abril del año 2000, nos ofrece la figura de Antonio Buero Vallejo como la del hombre que ha cumplido su propósito; como uno de los más notables autores del teatro contemporáneo. El teatro bueriano no se produce aislado del resto de los teatros occidentales ni desligado de los que antes que él, en España, quisieron abordar las difíciles empresas de restaurar la tragedia y de captar al gran público para un teatro de calidad; el autor no niega tales antecedentes y él mismo establece, en su valioso corpus teórico, sus relaciones con los innovadores que le precedieron.

Durante los años que siguen a la segunda guerra mundial el general ambiente de insatisfacción humana y social favorece la presencia en la literatura del existencialismo y del realismo crítico. Los autores reconocidos por el canon general como grandes dramaturgos occidentales desarrollaban, como nuestro autor, esas tendencias en sus obras. Buero siempre los valoró y los hizo objeto de su admiración. A propósito de O'Neill indicaba en una encuesta del año 1951: «O'Neill es ya viejo, pero sus obras más importantes me siguen pareciendo las mejores obras del joven teatro»; de Sartre precisó: «Una figura todo lo discutible que se quiera como filósofo, pero enorme a mi juicio como trágico»; y sigue: «¿Quién más? Anouilh, Priestley Thorton Wilder... y en España García Lorca»8.

Cuando se conocen en nuestro país los primeros dramas y las opiniones sobre el teatro del otro gigante de nuestro siglo Arthur Miller, Buero escribe:

Mi satisfacción fue grande cuando, hace poco, tuve ocasión de leer un comentario escrito por   —266→   Arthur Miller para su tragedia La muerte de un viajante, en el que afirmaba, frente a los que tildan a la tragedia teatral de pesimista -en todas partes cuecen habas-, que este género implica, más que ningún otro, la fe y el optimismo indestructible del hombre.9



Desde sus primeras manifestaciones públicas Buero había defendido su actitud trágica, como «lo contrario del pesimismo a secas». En múltiples lugares, el autor de Misión al pueblo desierto valoró positivamente a los autores nacionales y extranjeros, sin intentar en ningún momento desmerecer a ninguno, ni siquiera a aquellos con los que no compartía ideario o estética. Al ser interrogado en 1951 sobre Benavente afirmó: «Siempre serán suyas La malquerida, Señora ama y Los intereses creados, por ejemplo. Lo cual ya es demasiado para cualquier autor»10.

Ni siquiera cuando fue reconocido como el primer dramaturgo español, olvidaba a sus contemporáneos, ni temía perder su posición si proclamaba la verdad:

Si la vida teatral española se hubiese desenvuelto en estos años en circunstancias normales, la promoción de autores que hoy cuenta de treinta a cuarenta años [el texto es de 1963] habría logrado colocar en las carteleras con profesional continuidad a los seis o siete más valiosos, y entre ellos estaría Muñiz. Llamo circunstancias normales a las que entrañan, por un lado, libertad expresiva para el desarrollo y difusión creadora y, por el otro, la existencia de un público educado, y educándose, en esa libertad y apto por ello para estimular a buen ritmo la evolución de nuestra producción dramática»11.



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Observados en perspectiva tales juicios hablan de un gran autor y de un ser humano excepcional.

En el ámbito de las influencias directamente reconocidas de autores del primer tercio del siglo XX, nuestro autor ha citado siempre el influjo que poseía del sentimiento trágico unamuniano, y de cómo su ansia de renovación lo llevaba al ejemplo de Valle-Inclán y García Lorca. Ecos de ambos autores pueden percibirse en algunas de sus obras pero lo que más palpablemente los hermana es el intento de renovación de nuestra escena, empresa que Valle abandonó, haciendo una mueca a un teatro y un público que no lo reconocían, que Lorca inició y mantuvo a lo largo de toda su producción dramática terriblemente truncada, y que Buero lleva a cabo, como se sabe, rescatando al espectador para un teatro que armoniza la hondura significativa con la continua indagación estética y constructiva.

En perspectiva se advierte que Antonio Buero Vallejo tuvo una posición crítica permanente en la posguerra y también en la sociedad democrática. Y siempre desde la escena, espacio elegido cuando decidió qué era lo que quería hacer. Como muy bien ha detectado la crítica, los textos de Buero han unido planos significativos éticos, sociales, políticos y metafísicos, estructurados de modo muy diverso, gracias a una mantenida preocupación formal, y por ello proyecta la influencia en el teatro posterior que hemos comentado.

Algunos, pocos, es cierto, han pretendido desorientar a los jóvenes contándoles que Buero era un autor «anclado en el franquismo» y que su importancia, si la tuvo, ya no existía. Pocos días después de su entierro, en el que para su desdoro apenas había autores menores de cuarenta años, revisaba yo los artículos de la prensa dedicados al desaparecido dramaturgo, cuando tropecé con uno titulado «Memoria del error» y comprendí emocionada que el tiempo da perspectiva y es capaz de ayudar a comprender.   —268→   Ignacio García May, dramaturgo que se puede colocar entre los que surgen en el periodo de los ochenta a los noventa, confesaba:

A mis veinte años era un ignorante. Ignorante como sólo se puede ser a esa edad. Pensaba, y lo decía, que el teatro de Buero era obsoleto, estaba demasiado anclado en el franquismo, y, por tanto, carecía de interés pasada la dictadura.

Para algunos de los que empezábamos a escribir teatro en los ochenta [...], Buero era el modelo de dramaturgo que no queríamos ser. [...] A pesar de todo, yo recordaba que el primer texto teatral que me había impactado era El concierto de San Ovidio [...], pero obstinadamente me negaba a reconocer a su autor.

Afortunadamente, a veces encuentra uno en la vida a gente que le enseña lo que no sabe. Yo tuve esa suerte [...] y me dolió la injusticia que había cometido con un autor que tanto había dado a nuestro teatro.12



En el teatro de Antonio Buero Vallejo temas y personajes trascienden el ámbito de lo referencial y adquieren esas cualidades genéricas a las que venimos aludiendo. Una mirada atenta nos descubre en su obra, ya completada, esa tragedia contemporánea que él inaugura al filo de los cincuenta y que ha sabido ir amoldando a los tiempos, a las circunstancias sociopolíticas y a las estructuras de cada momento. Ha sabido provocar desde el escenario el horror ante las consecuencias de los errores que llevan a sus criaturas a la destrucción, proyectando hacia el público una forma de catarsis propia de su tragedia de construcción abierta. Antonio Buero Vallejo deseó que, tras su desaparición, Buero fuese su obra y su deseo se ve de sobra cumplido ya que, como del padre del poeta Manrique, se puede decir de él que ha dejado tras de una vida temporal perecedera otra vida de la fama gloriosa, mientras un lector se acerque a sus textos o un actor los ofrezca desde la escena.





 
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