Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajo¡Prisión preventiva!


- I -

¡Cuántas veces y cuán inútilmente hemos escrito sobre este desdichado asunto! Hoy volvemos a tratar de él, después de haber leído en un periódico lo siguiente:

«Un paseo en la sierra Guadarrama y la reforma penitenciaria.

»El 8 de Julio, viernes, tomó un billete de ida y vuelta para El Escorial, pensando huir del calor sofocante de la capital a la montaña, y volver la misma noche. Mas el hombre propone y la Guardia civil dispone. Había pasado por el pueblo de Guadarrama y subido a lo alto de la sierra, donde se dividen las provincias de Madrid y de Segovia; desde allí divisé en el valle un pequeño caserío, es decir, una iglesia y cuatro o cinco casas, llamado San Rafael, donde me propuse tomar un vaso de vino, y luego regresar a Villalba; pero apenas había llegado, cuando un guardia civil me ordenó que le siguiera al puesto de guardias, donde fui preguntado por mis documentos. ¡Cielos!

»Había dejado en casa mi vieja cédula de vecindad, y la nueva aún no se me había traído. Les mostré mi billete de ida y vuelta, retratos de mi familia que llevaba conmigo, papeles y libritos extranjeros que había leído por el camino. La contestación era siempre la misma: «No puede usted volver; le hemos de conducir hasta Segovia.»

»Cuando, por fin, alarmado les dije que ellos eran responsables de los perjuicios que se me ocasionaran a mí y a mi familia, se incomodaron... -«Aquí no manda nadie más que nosotros. -Pero, señores... -Si habla usted una palabra más, verá usted. -Pero, señores, tengan ustedes en cuenta que mi familia me espera. Permítanme ustedes ir.» Pero apenas me acerqué a la puerta, cuando me cogieron y me pusieron esposas en las manos. Quedéme estupefacto, convenciéndome de que allí no mandaba más que la fuerza brutal; y acompañado de dos guardias fui llevado al pueblo de Espinar, una legua más allá.

»Uno de los guardias, en su precipitada furia, me había puesto tan mal las esposas, que sin dificultad me las quitó en el camino y las entregué al cabo, diciendo: ¿Cómo cree usted que puedo escapar cuando ustedes tienen armas y son dos? Así lo comprendió, y me dejó sin ellas; mas ante el teniente de alcalde del Espinar refirió que yo debía ser un criminal muy adiestrado cuando sabía quitarme las esposas con tanta facilidad. Y cuando me llevaron a la cárcel, me valió aquella acción un anillo de hierro, con que el carcelero sujetó mi pie.

»Por mi mala fortuna, no estaba en el pueblo el alcalde, que es administrador del Marqués de Perales, y, según dicen, persona inteligente; y cuando pregunté al carcelero cuál era mi destino, me dijo que hasta el martes habría de esperar en la cárcel, porque antes no había conducción para Segovia. El martes me llevarían a otro pueblo, donde permanecería encarcelado otros dos días, y el viernes sería presentado al Gobernador de Segovia. Ocho días, por lo tanto, en el camino, por haberme atrevido a dar un paseo sin cédula personal.

»Pero no fue esto lo peor; el carcelero, después de haberme registrado ante el guardia civil y habiéndose hecho depositario de mi dinero, que no llegaba a tres duros, me puso, con el anillo en el pie, dentro de la cárcel. Era un calabozo obscuro, sin ventana alguna: tan sólo en la puerta había una rejilla; no había más claridad que la que despedía una triste lámpara, cuyo aceite habían de pagar los presos. El suelo era de piedra; por la cama, que consistía en un pequeño saco con escasa paja, había que pagar dos reales; en un rincón se encontraba una vasija de hierro para el uso que se puede imaginar. Conmigo estaban allí cinco presos, uno moribundo, tísico, que estuvo postrado en su pobre lecho todo el tiempo. Allí debía pasar la noche.

»No tardó en presentarse el alcaide, mandándome salir; uno de los presos, condenado a diez años de presidio, había cuchicheado a su oído que era imposible que un caballero llevase tan poco dinero, y me mandó registrar por este mismo perillán.

»Me desnudaron, examinaron mis botas, mis medias, por si allí se escondían algunas monedas, y al ver el carcelero un pequeño cortaplumas, lo tomó diciendo: «Esta navaja es mía.»

Hasta entonces no había hablado; pero indignado de tanta desvergüenza, le dije: «¿Sabe usted cómo se llama el tomar una cosa que no nos pertenece?» En seguida se tiró a mí el carcelero: «Usted me llama ladrón. Ya verá usted»; y me dio una tremenda bofetada; y, no satisfecho aún, me cargó al anillo una cadena de hierro de catorce arrobas de peso, y con ella me encerró en el calabozo.

»Refiero la verdad llana y sencillamente, afirmando que a nadie he provocado, ni a los guardias ni al carcelero, a no ser la expresión dirigida al carcelero, porque el segundo registro me parecía infame. ¿De dónde tanto furor en los. guardias? Para mí, sólo hay una solución: querían hacerme ver que ellos eran los reyes (fueron sus textuales palabras); además, les había preguntado sus nombres: Jorge Siguera se llamaba uno, Gregorio Maestro el otro; pero el más brutal se negó a dar su nombre, y creo que la apuntación de sus nombres, haciéndoles comprender que se habían propasado y podían ser acusados por su brutalidal, les aumentó la mala voluntad contra mí. En cuanto al carcelero, no necesito otra explicación que la que recibí al día siguiente, cuando vi cómo todo el día golpeaba a sus hijas, que hace poco habían perdido a la madre.

»No voy a describir la noche entre los presos en aquel malsano y sucio calabozo, el cual me obligaron a barrer; si he de decir la verdad, por mí no sentía ninguna pena. Porque pensaba que, aunque no mi débil voz, a lo menos los hechos expuestos podrían reforzar los gritos que se han levantado ya en el pueblo español contra la manera con que los presos son conducidos de una cárcel a otra por toda España. Los pilluelos son los únicos que sacarán provecho en esta clase de conducción, que les da ocasión de robar durante el camino, como a mí me robaron el pañuelo y los cigarros; pero ¿y los enfermos? ¿los que sufren? ¿Acaso los presos no son hombres también? ¿Por qué entregarles en poder de estos carceleros, que sólo piensan en sacarles el dinero, haciendo un tráfico con el pan, bacalao y arroz, y vendiendo sus favores generalmente muy caros? Y luego, si no acceden a sus deseos, los denuncian a la Guardia civil.

»Estoy muy lejos de suponer, porque después de diez años, en que he encontrado cortesía y considaración en todas partes de España, haya caído en poder de algunos mentecatos, que esto prueba algo contra el carácter general de la Guardia civil. Pero ¿no es justo suponer que si puede ser maltratado impunemente un hombre honrado, pueden suceder, y sucederán, cosas más inicuas con los presos? Cuando en la noche del sábado llegaron conducidos trece presos, entre ellos cuatro condenados a cadena perpetua, uno de ellos contestó a los insultos del carcelero con palabras fuertes; éste quiso cargarle una cadena, pero no atreviéndose a entrar solo, llamó a los guardias. Yo oí que lo dijo uno de los guardias: «Haz lo que quieras, que ya sabes que son presos.»

»En nombre, pues, de estos presos quiero levantar mi débil voz: castíguese como es justo a los criminales, pero es una barbarie -no hay otro nombre- el conducirlos, como yo los he visto, con los pies horriblemente destrozados sufriendo fiebre y enfermedades de pecho, de calabozo en calabozo, donde son abandonados a merced de gente bárbara, que tiene la costumbre de tratarlos como si fueran brutos u otra cosa peor. ¿Y qué diré de las mujeres, con las cuales no se guarda más género de consideración que con los hombres? Vale más callar.

»Entiéndase bien que no escribo para que se castigue a los que me han maltratado; alguna vez habían de tropezar en su camino con una persona que tiene el valor de denunciar en alta voz sus abusos. Por bien empleadas doy las dos noches pasadas en la cárcel, porque me han hecho ver en su desnuda realidad lo que de ningún otro modo me hubiera sido posible conocer: he podido apreciar de cerca y sentir en mi corazón los sufrimientos de mis hermanos presos, y quedarían satisfechos mis deseos si algo pudiese contribuir para que se vigile mejor a los guardias y el uso que hacen de su poder absoluto, y, sobre todo, si uniéndola a la de otras personas más autorizadas, que tantas veces han levantado el grito contra tamaños abusos, se pusiera fin a esta clase de conducción de presos, que necesariamente ha de engendrar tales abusos y atropellos.

»El sábado por la mañana, con el poco dinero que me quedaba, mandé un propio con una carta al Sr. Conde de Solms, en La Granja, distante de allí unas ocho leguas. El domingo, a las once de la mañana, llegó orden del Sr. Gobernador de ponerme inmediatamente en libertad, si no estaba preso por otra cosa que por indocumentado, una prueba más de que no ha cometido ni el más leve desacato contra la autoridad, y si alguna vez encuentro a este señor, lo he de agradecer con un apretón de manos el que me haya proporcionado uno de los más gratos momentos de mi vida. Porque nadie siente lo que es la libprtad como el que ha estado encerrado en la cárcel. Apresuradamente recorrí las cinco leguas que me separaban de Villalba, y gracias a la amabilidad del señor jefe de estación y del conductor del tren, pude llegar a Madrid sin dinero, en un tren de coches vacíos, y reunirme, ya a medio día, felizmente con mi familia. -Federico Fliedner.»

Para completar esta relación, debemos añadir que D. Federico Fliedner, con cuya amistad nos honramos, es una de las personas mejores que hemos conocido. Fe ardiente, esperanza a prueba de desengaños, caridad verdadera que no se cansa, ni piensa mal, ni busca lucro, ni se mueve a ira; carácter dulce, palabra reposada, fisonomía mímica, aspecto apacible y en que se refleja la serenidad de su alma y la pureza de su vida; tal es el hombre que, sospechoso de ser un gran criminal, ha sido preso, encadenado y abofeteado por la fuerza pública en nombre de la ley.

¡Cuánto absurdo, cuánta injusticia y cuánta vergüenza! Sí, vergüenza grande; la mano rapaz del miserable carcelero de Espinar parece que la sentimos en la mejilla y que la escalda, con rubor de nuestra frente y pena de nuestro corazón, porque en la persona de un hombre virtuoso ha abofeteado la justicia y manchado la honra de España. ¿Qué dirá de ella ese extranjero cuando vuelva a su patria? ¿Qué dirá la santa mujer que cuida a nuestros pobres, que por asistirlos adquiere sus enfermedades contagiosas, y recibe, en cambio, las angustias de la tardanza del esposo ausente, y la pena del feroz atropello de que fue víctima? ¿Qué dirán? ¡Ah! No dirán nada, nada que pueda menoscabar nuestro buen nombre, seguros estamos de ello: citarán los hechos que nos honran, callarán los que nos afrentan; pronunciarán los nombres de los buenos, guardarán silencio respecto a los malos: así son ellos. ¿Y nosotros? ¡Salvajes de Guadarrama, no podíais haber ultrajado y afligido a criaturas más dignas de amor y de respeto; si impunemente lo hacéis, no tendremos que replicar cuando nos digan que el África empieza en los Pirineos!

Pero lo acontecido al Sr. Fliedner es inaudito, incomprensible; y el carcelero de Espinar único en España, y los guardias civiles de venta de San Rafael no tienen semejante en el Cuerpo? Desgraciadamente no sucede así, y lo más grave del hecho está en que no es extraordinario, sino común y lógico, y que se explica fácilmente: ¡así se encontrara el remedio como la explicación! Reflexionemos.

El Sr. Fliedner, en vez de ser encadenado ha podido ser muerto por la Guardia civil, sin responsabilidad para sus matadores. Cuando sintiendo en su corazón las angustias de su atribulada esposa al ver que llegaba la noche y no iba, por un movimiento instintivo se dirigió a la puerta; en lugar de ponerle las esposas, pudieron haberle pegado un tiro, y con decir que había querido escaparse, cumplían.

Así se han matado muchos impunemente; así murió el mísero náufrago de Alicante y el pobre niño de Almería. ¿Y saben nuestros lectores por qué se impuso una leve pena a su matador? Pues no fue por haber sacrificado al inocente fugitivo, sino porque, estando allí el sargento, no esperó la orden para matar. La forma no fue correcta, pero, en la esencia, la cosa estuvo bien. ¡Qué horror!

El carcelero de Espinar es ciertamente un buen ejemplar de la especie; pero hay muchos como él y los tribunales de justicia se ocupan con frecuencia de otros peores.

La cárcel es como otras, y la horrible crueldad con que se trata a los presos enfermos no tiene nada de excepcional. Los lectores de La Voz de la Caridad saben que en una ciudad de cerca de Madrid se han administrado los sacramentos a una presa tendida en el suelo.

El alcalde, según dice el Sr. Fliedner, es una buena persona, y aunque no estaba en el pueblo, no se explica, por su ausencia, el estado de la cárcel, ni las condiciones de moralidad y carácter del carcelero.

El pueblo de la sierra es como los del valle y los del llano; no le importa que los inocentes sean tratados como criminales y los criminales como fieras.

Bien decimos que lo grave del caso referido por el Sr. Fliedner es que no es raro, es la regla; lo vergonzoso y lo horrible es que los indignos del Espinar son los representantes de España, sí, por ellos está ignominiosa y fielmente representada con su abuso de la fuerza, su desconocimiento de la justicia y su dureza para el dolor. Nosotros, que hemos visto cómo trata a los pobres soldados enfermos y heridos, a los que derraman su sangre y dan su vida por ella, no extrañamos lo que hace con los delincuentes, o que supone que lo son, y que en sus cárceles haya escenas de mazmorra. Tal proceder causa rubor, no extrañeza; aflige, pero no sorprende; es horrible, pero es lógico. ¿Y será irremediable? No queremos creerlo; no lo será, no es posible que esa podredumbre ensangrentada que se llama cárcel y presidio español manche eternamente esta tierra, donde hay hombres y mujeres honrados, donde alientan criaturas caritativas y mueren héroes. Semejante ignominia tendrá término. ¿Cuando? ¡Quién sabe! Las causas que la producen son muchas y profundas; nos haremos cargo de las principales en otro artículo, porque la primera condición para desarraigarlas es saber cuáles son y dónde están.




- II -

Al tratar de las causas cuyo resultado son los abusos y crueldades en la conducción de presos y permanencia en las cárceles, poco más haremos que resumir lo dicho anteriormente, por si el poder de la repetición tiene eficacia.

A falta de novedad procuraremos tener claridad, y por lo que pueda contribuir a ella, dividiremos convenientemente el asunto.

La Guardia civil.

No tenemos ningún entusiasmo por este Cuerpo, como no nos le inspira el de Carabineros, el docente, la Magistratura, la Administración militar, ni la Administración en general. En esta y en todas las demás colectividades hay individuos que saben, quieren y cumplen con su deber; pero el Cuerpo a que pertenecen está muy lejos de llenar debidamente su misión, ni de aproximarse al ideal en su esfera. En un país en que los funcionarios públicos dejan, por lo común, mucho que desear, la Guardia civil, aislándose de la atmósfera moral e intelectual en que vive, ¿cumplirá siempre en todo y ella sola como debe? Sería entonces, además de centinela permanente, como por una desdichada ficción se la supone, milagro permanente, como no creemos que a nadie se le ocurra suponer.

Las instituciones de un pueblo no se aislan; todas influyen y son influidas; todas viven en la atmósfera común, y según es, se sanean o se contaminan en ella; y en un país en que todo está muy mal organizado y es muy imperfecto, no puede haber colectividad numerosa que no participe de la imperfección general: la Guardia civil confirma esta regla, y es absurdo pensar que, rodeada de malos ejemplos, pueda ser un modelo. En lo que a ella se refiere, el problema ha de plantearse, a nuestro parecer, de este modo: hallar el medio de que sea lo menos imperfecta posible, dada la atmósfera en que vive.

Por la índole de los servicios que presta, importa mucho, muchísimo, resolver bien el problema. Esta fuerza, por su organización y objeto, tiene elementos perturbadores del verdadero orden y que es preciso reconocer si se han de combatir.

Lo primero basta indicarlo; se comprende la mayor importancia de las funciones que tienen por objeto inmediato y directo las personas, que aquellas que se refieren a las cosas. Malo es que el carabinero cierre los ojos o abra la mano para que pase un bulto sin satisfacer derechos; pero ¿qué comparación tiene el daño que hace, con el de un guardia civil que no persigue al ladrón, al asesino, que sacrifica al inocente, que maltrata al preso, que no le compadece si está enfermo, ni le respeta si es mujer? No hay necesidad de insistir sobre esto.

Tal vez parezcan más dudosos los elementos perturbadores del verdadero orden que hay en la institución de la Guardia civil, pero no son menos ciertos.

Una fuerza diseminada por todo el territorio, y en que la jerarquía y la disciplina militar existen en principio, pero con pocas aplicaciones, porque los soldados tienen necesariamente autonomía, disponen, mandan más que obececen, y son verdaderas autoridades en veredas, montes, caminos y aldeas.

El trato con gente moralmente inferior, como son los delincuentes, que rebaja la moralidad y hace subir la soberbia en personas de sentimientos poco elevados.

El caciquismo, que influye malamente en la Guardia civil, expuesta a las influencias del pandillaje y de todas las miserables rencillas y pasiones de lugar.

La política, que disfrazada de ley, o sin disfraz, manda prender o soltar electores, exigiendo obediencia, que, por legal, no deja de ser depravadora.

La ignorancia de su alta misión y de los medios verdaderamente eficaces para realizarla.

El error respecto a lo que se puede y se debe.

La falta de instrucción apropiada, de cultura general en jefes y oficiales, de respeto al derecho y el desconocer que el hombre preso lo tiene, aunque se halle privado de libertad.

La idolatría de la fuerza.

La ley, que no es regla equitativa, sino privilegio irritante y salvoconducto con que se pueda burlar la justicia y atropellarla.

La opinión depravadora, que va más allá de la ley, y, en su egoísmo ignorante y brutal, aplaude todo el daño que se hace a los que teme.

Tales son, en resumen, las malas influencias que obran sobre la Guardia civil, y a fin de combatirlas, creemos que deberían tomarse las medidas siguientes:

1.ª Formar de la Guardia civil un Cuerpo facultativo, y cuyos oficiales tuviesen una instrucción diferente, pero no menos sólida que les ingenieros militares, con cultura general y sólido conocimiento del derecho.

2.ª La disciplina militar civilizada, que fuese eficaz, activa, vigilante para combatir y neutralizar las influencias locales en los pueblos de corto vecindario, y sustraer la fuerza pública a los intereses privados y miserables intrigas del caciquismo.

3.ª En lugar de diminuta cartilla, dar a los guardias un Manual en que se consignasen con claridad y la suficiente extensión sus deberes y sus derechos, y que sin examinarse de estos conocimientos no pudieran entrar en funciones.

4.ª Explicar bien que las armas son para defenderse o defender a los injustamente atacados, no para emplearlas contra los inermes que no atacan. Que la fuga no es un delito capital, y, por consiguiente, aun en países donde no se ha abolido la pena de muerte, no hay derecho para hacer fuego sobre el fugitivo. Que los malhechores no se exterminan ni se disminuyen cazándolos a tiros, sino aislándolos de los que los protegen; no con arbitraria crueldad, sino con justicia; no haciéndose odiosa la fuerza pública y antipática por sus demasías, sino respetable y querida por su justo proceder. La fuerza de la Guardia civil no está en su fusil, sino en la opinión pública, que le da por auxiliar al ciudadano en la ciudad, al lugareño en la aldea, al arriero en el camino, al pastor en el monte. La justicia no puede defenderse por medios injustos, y el bandido muerto injustamente contamina la atmósfera moral donde vive el bandolerismo.

5.ª Suprimir prerrogativas injustas que hacen soberbio, injusto y odioso al que las tiene, porque, dándole idea de que puede todo lo qué quiere, hacen inevitablemente que quiera lo que no debe. Los guardias de San Rafael dijeron al Sr. Fliedner: Nosotros somos los reyes; y no reyes constitucionales, porque para gente de su clase, rey quiere decir el que hace cuanto se le antoja, sin más regla que su voluntad.

Ésta es la idea que tienen miles de hombres armados y diseminados por caminos, campos y veredas, por lugares y caseríos, donde la opinión pública no puede servir de contrapeso ni poner coto a la suya extraviada; ése tiene que ser el espíritu de un cuerpo de cuyos individuos se ha querido hacer una cosa sagrada, en términos de que las ofensas que se les hagan pueden penarse más que las hechas al Jefe del Estado; de modo que cuando decían: nosotros somos los reyes, decían bien, y aun decían poco estos ungidos del Sr. Calderón Collantes, cuya circular recomendamos al Sr. Ministro de Gracia y Justicia para que la modifique. La Guardia civil está pletórica de poder, y el poder, como la sangre, hace daño al que tiene cantidad excesiva.

6.ª Prohibir absolutamente que la Guardia civil preste auxilio a la autoridad cuando se trate de elecciones. Si el gobernador o el alcalde necesitan fuerzas y no les basta la de Orden público y municipal (que bastará, con rarísimas excepciones, si sólo de defender el derecho se trata), si este caso llega, que pidan auxilio al comandante militar; que vayan soldados, y no guardias, cuya intervención, en estos casos tiene gravísimos inconvenientes.

7.ª Dar a los guardias la perspectiva del descanso y la recompensa después de la fatiga y el merecimiento. Derecho a retiro o destino sedentario; el Estado dispone de bastantes que debieran ser premio de servicios, y no patrimonio de recomendaciones.

A las viudas y huérfanos de los que mueren en defensa del derecho, la muerte más honrada y que debiera ser la más gloriosa, darles viudedad y orfandad, como es de elemental justicia, y que no se vean, como ahora, implorando la caridad, y muchas veces implorándola en vano.




- III -

Las cárceles.

¿Qué no se ha publicado y sabe todo el mundo del estado de nuestras cárceles? Es necesario, según hemos dicho hace mucho tiempo, suprimir las de tránsito, y si alguna por excepción rara quedase, darle una organización especial y ejercer sobre ella especial vigilancia. Cúmplase la ley respecto a los ferrocarriles nuevamente construidos, y en todos establézcanse coches celulares para la conducción de presos y penados. Ya se ha repetido lo ventajoso y económico de la medida, si acaso no bastara a recomendarla su justicia. Para las carreteras empléense también coches celulares, donde sean conducidos los penados y presos sin los escándalos, crueldades, dilaciones, abusos y daños de todas clases a que dan lugar las cárceles de tránsito y el interminable e ignominioso viaje de la conducción como se verifica hoy. El gasto de los coches, no sólo sería beneficioso bajo el punto de vista de la justicia, sino que vendría a producir economía, considerando los hechos no aislados, sino en conjunto y desde arriba, como deben considerarlos el Estado y el Gobierno.

Los coches para conducción de presos y penados tienen, bajo el punto de vista económico y material, entre otras ventajas, las siguientes:

  • Dejar disponible el valor de los edificios de las cárceles de tránsito;
  • Economizar los sueldos de los carceleros;
  • Disminuir la fuerza armada para la custodia de los presos y penados conducidos;
  • Imposibilitar las fugas, a menos de un descuido, que hará incurrir en responsabilidad;

Abreviar la duración de muchas causas pendientes meses y meses porque no llega un acusado preso al otro extremo de la Península, y que ha de ser conducido por tránsitos de la Guardia civil; aunque no esté a tan larga distancia, el mucho tiempo que tardan los presos en ir adonde deben ser juzgados es una concausa permanente de la lentitud con que se sustancian las causas, contribuyendo a prolongar la permanencia en la cárcel, a aumentar los gastos que ocasiona la manutención del preso, y a la pérdida del valor de su trabajo, estando por lo común ocioso.

Las Autoridades.

Hay un deber que, por regla general, muy general, descuidan las autoridades, y es el de procurar que las cárceles estén en condiciones racionales, que los presos no sean tratados como ganado sin dueño, y que los empleados cumplan con su obligación. La visita del juez es verdaderamente de cumplido; el gobernador y el alcalde no la incluyen en la lista de las suyas, ni se ocupan de la prisión, como no haya motín, navajadas o tifus. Lo generalizado del mal prueba su gravedad; pero creemos que algo podría aminorarse sacando las cárceles del Ministerio de la Gobernación y llevándolas al de Gracia y Justicia, de modo que los empleados dependiesen del juez y no del alcalde. ¿Qué dicen ahora los jueces? Dicen que mientras los abusos no pasen a delitos queden lugar a formación de causa, nada pueden hacer para corregirlos; que cuanto censurable ven en la visita tienen que hacer como si no lo viesen, y que, persuadidos de la inutilidad de sus advertencias a la autoridad gubernativa, dejan de hacerlas, y concluyen por callar; dicen que no teniendo medio de corregir las faltas y los abusos, no le tienen las más veces de castigar los delitos que no pueden probarse, donde todo está dispuesto para ocultar la verdad. Eso hemos oído a magistrados y jueces celosos, y cuyo celo se ha estrellado contra lo inveterado de los abusos y lo defectuoso de la organización. Aunque no fuera cosa natural y lógica que los que están pendientes del fallo de la ley dependan del Ministerio que tiene por objeto aplicarla, habría una razón concluyente para que todo lo que se refiere al régimen y disciplina de las cárceles dependiese de Gracia y Justicia: esta razón es evitar la competencia de autoridad, el dualismo de dos, que no se armoniza, que no puede armonizarse; resultando que, o no hay lucha, o si la hay, lleva lo peor la judicial, con gravísimo daño de la justicia. Si los alcaldes reconociesen al juez como jefe inmediato, no serían posibles las dificultades que a veces oponen a la investigación de los delitos confabulándose con los delincuentes.

Y no es que nos hagamos ilusiones creyendo que el Ministro de Gracia y Justicia la realizaría en las cárceles de una manera ideal, no; decimos de la Magistratura lo que de la Guardia civil: no puede sustraerse a la atmósfera en que vive. Sabemos que hay jueces que no aventajarían a los alcaldes; recordamos los que han sido,castigados por no cumplir con su deber; comprendemos la gran rectitud que se necesita para ir derecho donde tantos se tuercen, no sólo impunemente, sino con propia ventaja; pero así y todo, no como un bien absoluto, pero como un mal mucho menor, las cárceles debieran depender de la Autoridad judicial y no de la gubernativa.

La Autoridad, que se ocupa muy poco o nada de la situación de los presos, aumenta su número de una manera injusta y arbitraria, privando de libertad por motivos fútiles o simples sospechas de un policía que tiene, entre otras faltas, la de tino. Últimamente, después del atentado contra el Sr. Fliedner, El Día ha publicado muchas cartas de presos conducidos de un extremo a otro de la Península, vejados y maltratados por la Guardia civil, por sospechosos, por indocumentados, y, según uno asegura, él lo estaba porque le rompieron los documentos los mismos que, por no tenerlos, le redujeron a prisión. Sea de esto lo que fuere, y sin afirmarlo ni negarlo, diremos que el abuso es mucho más grave de lo que pudiera inferirse de los relatos de los que han sido víctimas de él.

No se trata de hechos aislados ni de tropelías en perjuicio de tal o cual individuo, sino de un sistema. ¿Un sistema que prende arbitraria o injustamente, que impone las vejaciones y a veces las torturas que sufre un preso en el camino y en las cárceles de tránsito, con agua, con nieve, con calor sofocante, mal abrigado, descalzo, enfermo, confundido con los criminales más endurecidos, y expuesto a que a la menor tentativa de recobrar una libertad de que le han privado injustamente, le priven de la vida? ¿Puede ser esto un sistema de parte de los funcionarios de un Gobierno establecido y en el estado normal de un pueblo? Lo es. Tales o cuales sujetos sospechosos en Barcelona, que no pueden denunciarse a los Tribunales, pero que estorban a la policía, se envían a Sevilla, de donde se supone que son naturales, aunque no lo sean y se sepa que no lo son. En Sevilla hacen lo propio con ciertos sujetos que dirigen a la Coruña, y de la capital de Galicia salen otros en igual concepto para la de Aragón; de manera que los gobernadores (que mutua y secretamente se quejan a veces unos a otros) tienen siempre en camino estos presos que hay que mantener, custodiar y, por último, soltar, después de haber ocasionado gastos, ocupado la fuerza pública que debía emplearse en perseguir a los verdaderos malhechores, ocupado un lugar y viciado el aire de la estrecha cárcel de tránsito, y desmoralizándose, porque no hay cosa más depravadora que la injusticia hecha en nombre de la ley.

Excusado es decir que las Autoridades gubernativas no consiguen el objeto que se proponen de limpiar la provincia de su mando, de otras reciben el equivalente de las remesas que envían, y la limpieza no se hace, porque barren con escoba sucia.

Por medios injustos no se establecerá nunca la justicia, ni el desorden moral será jamás firme asiento del orden jurídico.




- IV -

La ley.

Mientras se abuso de la prisión preventiva de la manera que hoy se hace en España; mientras legalmente se pueda llevar a la cárcel por los motivos más fútiles, la Autoridad judicial y más aún la gubernativa abusarán de su poder. Entrad en una cárcel cualquiera y veréis que la gran mayoría de los reclusos, la inmensa mayoría, contra justicia están allí. Unos deberían cumplir su condena o haber sido absueltos, si las causas no se sustanciasen con tan deplorable lentitud; otros en libertad, esperando el fallo de su causa, y los menos presos hasta que se sentenciara cuando es grave, sin lo cual no se justifica la privación de libertad, que es una gran pena antes de que se sepa si hay delito.

Suprimido el abuso en la prisión preventiva, se suprimen en gran parte los que se deploran en ella y en el horrible vía crucis de la conducción. No hay esos trasiegos, de una provincia a otra, de sospechosos e indocumentados, ni encerrar a las personas durante meses o años por sospecha de leve falta, que tantas veces resulta infundada o injustificada, ni llevar innecesariamente miles y miles de discípulos a esas escuelas normales del vicio y del crimen que se llaman cárceles españolas. Imposible parece que, sabiendo cómo están y lo que en ellas pasa, la ley y los que la aplican no limiten la prisión preventiva a lo puramente indispensable, en vez de acumular muchedumbres en esos focos de infección, que aumenta a medida de los que participan de ella y la derraman después por todo el territorio, ¿Y qué inconveniente puede haber en dejar en libertad a los encausados por delitos que no son graves o por faltas? Se escaparán, dicen, y quedarán impunes. Basta reflexionar muy poco para convencerse de que este temor no es fundado. ¿Cuáles son los presos que hoy se escapan? Los de delitos graves, porque los otros comprenden que les para gran perjuicio de que se siga su causa en rebeldía. Además, no se considera la imposibilidad de que miles de hombres burlen la acción de la justicia, máxime cuando por su categoría en la escala penal, ni tienen dinero para seducir a los encubridores, ni por el terror pueden obligar a que los oculten.

Como siempre, la injusticia es perjudicial; el egoísmo ignorante que recluye los acusados de delitos leves o de faltas es causa de que se escapen o no sean habidos los grandes criminales; de manera que la reclusión indebida de los que no son temibles, se convierte en libertad de los criminales peligrosos. Apenas pasa día sin que los periódicos anuncien la evasión de presos y penados por causas graves; aquí uno, allá tres, acullá siete. A pesar de las malísimas condiciones de las cárceles, si hubiera en ellas pocos presos, podrían estar mejor vigilados, establecerse separaciones, aislar los más peligrosos, y tomar, en fin, medidas para evitar la fuga a que da motivo o pretexto la acumulación de reclusos que basta en muchas ocasiones para dejar impune la complicidad del carcelero. Añádase que la fuerza pública, ocupada en custodiar y trasegar a los que no debían estar presos, deja de perseguir a los verdaderos criminales: éstas son las excelencias del sistema actual, si puede llamarse sistema al abuso de la fuerza que atiende la voz de un temor ciego, y desoye la de la justicia y verdadera conveniencia.

Dícese que los gobernadores cuidan de no infringir la Constitución, y en el plazo que ella marca entregar al juez a los que privan de libertad: ignoramos si tienen siempre ese cuidado; por nuestra parte, sabemos de algunos casos en que no le han tenido, lo que se comprende, cuando el perjudicado ignora muchas veces su derecho, y aunque le sepa, desespera de hacerle valer contra la primera autoridad de la provincia y la opinión pública, que si no es hostil, es indiferente.

No conocemos mayor dificultad (nunca la hemos visto vencida) que hacer uso sin abuso de un derecho contra justicia: de este género es el de los gobernadores respecto a los detenidos. ¿Puede un gobernador ocuparse de ellos, y en muchos casos, tal vez en la mayor parte, sabe lo necesario para proceder rectamente? Si lo segundo parece dudoso, lo primero es claro, y de los que la policía lleva a la prevención, y después a la cárcel, no se ocupa ni puede ocuparse seriamente el gobernador, resultando que los subalternos son los que disponen de su suerte. En esta materia la reforma tiene que ser radical, y nada se logrará con términos medios ni paliativos. Hay que convencerse bien de estas dos verdades:

No se debe privar a nadie de libertad por medida gubernativa.

El enviar a un detenido a disposición de otra autoridad, custodiado por la fuerza pública, es privarle de libertad.

Es necesario que estén bien confundidas y trastornadas las ideas de justicia para que un detenido por falta, delito o sospecha sea puesto a disposición del gobernador días, horas, ni minutos. ¿No ha infringido las leyes? Nada tiene que ver con él la policía. ¿Las ha infringido? El juez, y sólo el juez, debe investigar si es cierta la culpa, y aplicar la pena. Si no incumbe al gobernador la administración de justicia, ¿por qué han de ser puestos a su disposición los que han faltado a la ley? ¿Qué puede disponer que sea conforme a la justicia el que no tiene ni tiempo, ni hábitos jurídicos, ni instrucción apropiada (por regla general), y en cambio suele tener espíritu de partido y docilidades deplorables? El legislador ha desconfiado de la equidad del gobernador respecto a la privación de libertad, y marcado el breve plazo en que el detenido por medida gubernativa debe ser puesto en libertad o entregado al juez; pero el legislador no ha sido práctico, ni lógico, ni justo, en fin. No ha sido práctico, porque era visto el abuso que se había de hacer de la detención por medida gubernativa, en un país en que se respeta poco la ley, en que hay hábitos de arbitrariedad, en que se habla de derechos individuales en son de burla, y en que el respeto a la persona humana es una palabra que se escribe, no mucho, se lee poco, y se entiende menos. ¿No saben todos de electores que se detienen para que no voten? ¿No se sabe de detenidos que lo están contra ley, sin que ésta caiga sobre el gobernador, y de algunos que lo fueron por delitos graves puestos en libertad? Casos se han dado de todo, y se darán mientras tales armas se pongan en tales manos.

Decimos que el legislador no ha sido lógico, porque la razón que tuvo para no dejar al detenido a disposición del gobernador sino por un breve plazo, manda que no esté ni un minuto. Si él no juzga, ni condena, ni absuelve de ningún delito, ¿por qué ha de prender ni soltar? ¿Por qué el poder judicial y el ejecutivo, separados en la teoría, vienen a confundirse tan lastimosamente en la práctica? ¡Qué espectáculo el de convertir en cuestión de orden público la conducción de unos cuantos detenidos, que probablemente serán puestos en libertad por el juez, y como si no hubiese tribunales de justicia, un gobernador mandar y disponer en la cárcel con un lujo de fuerza que aflige a los amantes del derecho!

Desdichado complemento de la detención por medida gobernativa es la facultad dejada a los gobernadores de enviar a disposición del de otra provincia a los que detienen por indocumentados, por sospechosos o por molestos. ¿Puede darse irrisión más grande de la justicia que prohibir a una autoridad que detenga a un hombre en la cárcel de la capital, y permitirle que le lleve a todas las de España, que le torture en las de tránsito y en los caminos que a ellas conducen? ¡Tortura! Parece una exageración emplear esta palabra, pero en muchos casos tiene una deplorable exactitud, y para gente débil, con hábitos sedentarios, enfermiza, enferma tal vez, es una verdadera tortura el caminar a pie con calor sofocante, con frío intenso, con agua, con nieve, con mal vestido, mal calzado, mal alimento, y para descanso el duro suelo de la cárcel de tránsito, y el corazón todavía más duro del carcelero. Para todo el que no sea de una fortaleza física excepcional y de una maldad rara, el vía crucis llamado conducción por tránsitos de la Guardia civil es una verdadera tortura para el cuerpo y para el alma; un medio eficaz para hacer perder la salud de entrambos. ¿Y no es un escarnio de la justicia que el gobernador, que no puede detener a un hombre sino por contados días, pueda sujetarle a esta tortura, semanas, meses o años? ¿No es un escarnio de la justicia decir que no está preso el que camina entre bayonetas, tal vez atado, sufriendo la vergüenza de su situación, acaso la dureza de sus conductores, y se ve encerrado en la cárcel de tránsito, mil veces peor que aquella en que no puede tenerle el que le envía a ésta?

No será todavía hora, pero debía serlo, de que cesase este absurdo, ficción grotesca y atentado permanente contra la justicia. ¿Qué razón hay para que un gobernador mande a disposición de otro a un individuo por indocumentado o porque sea natural de la provincia de su mando? No siendo penados a confinamiento destierro, o licenciados de presidio a quienes se fija el punto de su residencia, todo ciudadano tiene derecho a residir donde le convenga; al que contra él habite en una localidad que le juzgue el juez; al indocumentado lo mismo, y lo pene si merecedor de pena resulta. Se infringe la Constitución en su espíritu y aun en su letra privando de libertad por tiempo indefinido a esos presos ambulantes que los gobernadores se envían mutuamente, sin beneficio de nadie y con mucho daño de la humanidad y de la justicia.




- V -

La opinión y la conciencia pública.

Al decir opinión no nos expresamos con exactitud. Verdaderamente, tratándose de cárceles y de presos, de presidios y de presidiarios, el público tiene noticias de ciertos hechos, cree ciertas cosas, pero no opina, porque la opinión, aunque sea errónea, indica íntimo convencimiento y cierto grado de interés que no inspiran entre nosotros la investigación de la culpa y la aplicación de la pena. Respecto a este asunto, el más importante de cuantos deben fijar la atención de un pueblo, en vez de opinión pública hay un vacío que se llena con errores, con abusos, con iniquidades, impunes casi siempre, y premiadas muchas veces. La prensa en general no se ha ocupado de estas cosas, y publica, como otra noticia cualquiera, y sin comentarios, las fugas, motines, heridas y muertes en cárceles y presidios. Hay que pedir por favor, que no siempre se consigue, la inserción de los artículos que al sistema penitenciario se refieren, y en cuanto a libros, los pocos que se escriben esperan en la librería lectores, y los esperan en vano. La prensa periódica quiere ser leída con gusto, popularizarse, y, por consiguiente, complacer al público, que se aburriría si largamente y con frecuencia le escribiesen de lo que se hace y de lo que debe hacerse con los presos y con los penados.20 ¿A quién le ocurre que para nada que a ellos se refiera reciban o impriman telegramas? El telégrafo es para decir, sin pérdida de segundos, lo que pasa en los circos taurinos, y los periódicos avanzados, vamos al decir, reciben y publican comunicaciones como la siguiente:

«TOROS EN VALENCIA.

»Con tan inmensa concurrencia como en la de ayer, se ha celebrado esta tarde la segunda corrida de toros.

»Se han lidiado siete. Los seis primeros, de Veragua, han dado mucho juego y han permitido, por sus condiciones, que los matadores se luzcan. Al último, de la viuda de Muruve, le pusieron banderillas de fuego por no entrar a la suerte de varas.

»Los banderilleros, afortunados.

»Lagartijo y Frascuelo, inmejorables.

»Currito, bien.

»Caballos muertos, 20. -S.»

En la capital de la monarquía y en el jardín de un hotel se hace una plaza de toros en miniatura, para que los niños del propietario se ensayen en el toreo y aprendan por principios la brutalidad cruel. ¡Váyanles ustedes a los papás con la reforma de las cárceles, y pretendan que las señoras y señoritas que van a los toros de veras se ocupen de los pobres presos! Sería, como vulgarmente se dice, pedir peras al olmo. Aunque de público se diga algo, poco y por lo común no muy atinado, sobre cárceles y presidios, sobre este asunto no hay opinión pública. ¿Y conciencia? Tampoco, puesto que no se subleva contra las iniquidades crueles y asquerosas que en las prisiones pasan de modo que las haga imposibles. Hay en todo pueblo (con alguna excepción que no conocemos) una mansión de dolor, de maldad, donde se pisan las leyes de Dios y de los hombres, un lugar de escándalo y un padrón de infamia, y las mujeres y los hombres honrados y hasta caritativos no creen que por deber ni por caridad deben acercarse allí para contener a los perversos y consolar a los desgraciados, porque ese lugar se llama la cárcel.

Y hablamos por una triste y larga experiencia. El Sr. Romero Robledo no quiso dar curso a una solicitud pidiendo que autorizase una asociación para reforma de prisiones, y el señor gobernador de Madrid, Conde de Heredia, Spínola, se negó a conceder otra, cuyo objeto principal era abreviar la terminación de las causas de los que, pendientes de ella, se hallan presos. No hay palabras bastante duras para calificar semejante negativa; pero a pesar de ella, se habrían formado asociaciones que visitasen las cárceles si hubiese habido quien quisiera visitarlas; hemos escrito muchas cartas y hablado a personas caritativas, y todas han venido a decirnos: en esta población no hay elementos para esta obra de caridad. Debemos hacer dos excepciones: una de un pueblo donde va a intentarse la visita de los presos; otra donde ya estaría establecida sin las dificultades que han venido de competencias deplorables y de la frialdad de quien debía dar ejemplo de caritativo celo. Sin que disculpemos a las autoridades citadas, a pesar de ellas se hubiera establecido la obra, ¿No funciona en Valencia? ¿Por qué? Porque hay quien se presta a visitar y a patrocinar a los presos.

Si en muchos pueblos hubiera iguales elementos, habríamos bloqueado en Madrid al Gobernador de la provincia y al Ministro de la Gobernación, obligados a rendirse a la caridad y a la justicia fuertes; pero como han aparecido débiles, pudieron atropellarlas.

Aunque es muy triste, es muy cierto que el público es cómplice de muchos atentados. No hay opinión pública para que penetre en las cárceles y en los presidios; no la hay para amparar al preso caminante con los pies ensangrentados y la cabeza encendida por la fiebre; no la hay para defender a la mujer que cínica e impunemente se ofende; pero existe y aparece para aplaudir que se haga fuego sobre los presos fugitivos, y que se fusile a los malhechores, o que se suponen tales, porque quieren escaparse, aunque no lo intenten. La opinión, con el fin de verse libre de foragidos, aplaude todos los medios, y ese error inmoral se refleja en cuanto a cárceles, presidios y conducción de presos se refiere. Personas ilustradas en otras materias, y hasta compasivas, aplauden cosas absurdas y crueles cuando de acusados se trata; no creen en su inocencia ni en su enmienda; es el punto de vista de los pueblos poco cultos, que no se han penetrado aún de que la justicia se debe a todos y de que la caridad no excluye ninguno.

El mal no está, pues, en aquel ministro, este gobernador, un guardia civil que abusa de la fuerza, y veinte carceleros que debieran estar encarcelados. El mal está principalmente en la opinión pública, sorda a la voz del deber y de la caridad cuando de presos y de penados se trata. Mientras la influencia y la acción de las personas justas y caritativas quede de la parte de afuera de la cárcel, dentro pasará lo que no debe pasar y lo que es vergüenza que suceda, sin que haya ley ni organización capaz de cortar el mal de raíz.

La cárcel, en cierto modo y en sus rasgos más característicos, fotografía moralmente el pueblo donde está; al ver el retrato que muestran las de España, triste idea puede formarse del original.