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ArribaAbajoCapítulo III

Salida de España y llegada a Inglaterra (1810)


Hubo un tiempo en que recordar los sentimientos que acompañaron mi destierro de la tierra donde había nacido me causaba ese estado de tristeza tranquila del que es difícil separarse. Las personas de temperamento afectivo no dejan de experimentar cierto gozo espiritual que, aunque íntimamente relacionado con la tristeza, tiene el encanto de ser al propio tiempo una prueba evidente de nuestro amor imperecedero a los seres queridos y a las cosas que conocimos en nuestra primera juventud. Con el paso de los años ha aumentado la sensibilidad de mi espíritu con respecto a estos temas, aunque por otra parte también confío que ha decrecido algo su primitiva morbosidad al recordar los tristes sucesos del pasado.

Cuando escribí las Cartas de Leucadio Doblado tuve valor suficiente para hablar de mis padres, que tienen un papel importante en la supuesta narración del clérigo español, pero ahora ya no soy capaz de fijar los ojos del espíritu en estas queridas imágenes. He demorado comenzar esta parte de mis memorias por el temor instintivo de volver a revivir aquellos recuerdos del pasado que están inseparablemente unidos a mi salida de España.

Pero este temor también me ha hecho ver que existe la posibilidad de separar el Recuerdo de la Imaginación, que es algo así como contar sin pintar. Estoy convencido de que la Mente es capaz de utilizar señales imprecisas para representar incluso sus más vivas impresiones, de forma que en vez de escribir como pintando las cosas y las personas puede hacerlo como si utilizara símbolos algebraicos. Tal es el lenguaje del Alma cuando ha quedado atrás el paroxismo del dolor y las antiguas heridas, aunque sigan abiertas, se han cubierto de piel. Es en una palabra un lenguaje totalmente opuesto al del poeta o el novelista. En los momentos presentes carezco de suficiente ambición como para atreverme a escribir sin reparos con este estilo descolorido e impersonal.

Cuando los miembros de la Junta Suprema se vieron obligados a buscar su salvación en la huida y no pudieron ocultar por más tiempo la noticia de que las tropas francesas avanzaban hacia Sevilla sin el menor impedimento, se apoderó del pueblo un estado general de consternación y una abulia total dominó la ciudad, de tal manera que nadie era capaz de tomar una decisión sobre las medidas que debían adoptarse para defender la ciudad. Este estado de cosas es muy propicio para que los audaces se hagan dueños de la situación. Pero yo sabía muy bien que la paralización producida por el terror duraría bien poco, y que el pueblo se despertaría pronto de su inercia dispuesto a hacer que los dirigentes corrieran la misma suerte de la ciudad.

En los tres días que precedieron a la tormenta popular tomé la determinación, y la llevé a efecto, de abandonar España. Durante varios años había estado fraguando en mi interior el propósito de irme de mi patria y de tal manera me había identificado con él que apenas tenía pensamiento o deseo que de una u otra manera no estuviera relacionado con mi proyecto. Pero siempre se me presentaba revestido con los velos del desaliento y cual planta venenosa sus innumerables raíces ahogaban con intolerable hastío todos mis sentimientos.

Este triste panorama cambió cuando se me presentó inopinadamente, como en una explosión incontenida, la posibilidad inmediata de realizar mis deseos. Ante las circunstancias del momento aquellos que me amaban y que hasta entonces me habían cerrado todas las posibilidades de salida, dejaron de mostrar su dolor y de oponerse al proyecto. En particular mis padres temían que los partidarios de José Bonaparte me pudieran ganar para su partido. Todavía me alegro, a pesar del tiempo transcurrido, cuando recuerdo que sus fuertes sentimientos antifranceses los ayudaron a mitigar el dolor de la separación. Tampoco sabían ellos que mi determinación era no volver más a mi país y estoy convencido de que los habituales recelos de mi madre con respecto a las opiniones religiosas, y el peligro cierto en que me veía de caer en manos de la Inquisición debió haberla suavizado de alguna manera la pena de mi ausencia20.

Su temor de que el partido afrancesado trataría de conquistarme no era de ninguna manera imaginario. La noche antes de mi partida de Sevilla uno de mis amigos más íntimos me instó con lágrimas en los ojos a que no me fuera del país. Cierta persona, cuyo nombre no me quiso decir, le había manifestado que estaba en comunicación directa con el gobierno del rey José, y en nombre de ella mi amigo no sólo me ofreció protección sino incluso la concesión de favores especiales. Él estaba persuadido de que la campaña militar no tardaría en terminar y que el deber de todos los españoles honrados era contribuir al establecimiento de una nueva dinastía que, puesto que contaba con el apoyo de un buen número de españoles ilustrados, sería capaz de levantar al país de su postración moral y librarlo del yugo clerical. Pero yo permanecí sordo a sus razonamientos. Conocía demasiado bien la firmeza con que la superstición estaba enraizada en mi país y sabía que no era el amor a la independencia y a la libertad el que había levantado el pueblo contra los Bonaparte, sino el temor que sentía la gran masa de los españoles ante la pretendida reforma de los abusos religiosos. Para desgracia mía yo pertenecía a la clase culpable de la ignorancia y los incurables males morales de España, el título de sacerdote me molestaba y deprimía y, a pesar de ello, no podía quitarme de encima esta odiosa mancha aunque intentara borrarla con mi propia sangre.

De permanecer en el país tendría que seguir siendo sacerdote y hubiera estado condenado a vivir en contradicción con mis propias ideas hasta el día de mi muerte. La libertad intelectual me atraía de forma irresistible y ahora que la veía a mi alcance no había nada en el mundo que pudiera arrebatármela.

El socio de mi padre, un irlandés llamado [Lucas] Beck, y su mujer, prima hermana mía, junto con otro pariente nuestro, un fraile dominico que había vivido fuera de la Orden en un puesto del gobierno, habían decidido tomar el camino del Guadalquivir y esperar en Cádiz el curso de los acontecimientos. Yo me uní a la partida y a eso de las nueve de la mañana subimos a uno de los barcos sin cubierta que hacían la travesía de Sanlúcar. En aquel preciso momento nos informaron que el populacho se había levantado al otro lado de la ciudad y venía camino del río. Tuvimos que navegar río abajo durante un buen trecho antes de llegar a una batería que a una milla de la ciudad dominaba gran parte del curso del río. Era precisamente a este lugar a donde se dirigía a toda prisa el populacho, determinado a poner fin a la emigración de Sevilla. Al pasar junto a ella pudimos oír con toda claridad el batir de sus tambores, pero afortunadamente cuando se apoderaron de ella ya estábamos lejos de su alcance.

A pesar de ir a favor de la marea no navegábamos a más de cinco o seis millas por hora, y hasta el tercer día no llegamos a la desembocadura del río donde nos esperaba un barco inglés consignado a nuestra casa comercial, que venía a por un cargamento de lana. El socio de mi padre, aunque ansioso de escapar de los franceses cuyas avanzadillas podían verse en cualquier momento, no lo estaba menos de ver el cargamento de lana que nos había seguido embarcado a salvo en el navío inglés anclado en Sanlúcar. Por esta razón permanecimos en el barco que nos había traído otras veinticuatro horas más sufriendo los más graves inconvenientes antes que atrevernos a desembarcar y pasar la noche en Sanlúcar, donde también parecía que en cualquier momento se levantaría el pueblo, especialmente en cuanto llegaran las noticias de la ocupación de Sevilla por los franceses, como de hecho venía sucediendo ante el avance victorioso del enemigo.

Humillar la habitual arrogancia de los españoles con el mero hecho de mostrarles que los franceses habían conseguido lo que los naturales del país, sin hacer nada para impedirlo, los habían desafiado a hacer, era una ofensa demasiado grave para su temperamento irascible y su estúpida arrogancia. ¡Ay del desventurado mensajero de tan malas nuevas! Un oficial español estuvo a punto de ser asesinado en Sevilla el mismo día en que, según sabía yo de muy buena fuente, la Junta Central había recibido la noticia de la rendición de Madrid ante Napoleón, porque desconocedor de que el gobierno había decidido tener engañado al pueblo el mayor tiempo posible, se había atrevido a mencionar el triunfo francés en un café público21.

En toda Andalucía era un artículo de fe patriótica la inexpugnabilidad de Sevilla. Cuando nuestra llegada a Sanlúcar arrojó la primera sombra de duda contra tal creencia, no tardamos en darnos cuenta de que no se podía perturbar impunemente la confianza de nuestros compatriotas. Por fortuna nuestra pudimos afirmar con toda verdad que los franceses no habían llegado a Sevilla cuando nosotros salimos de la ciudad, y encontramos buena excusa para nuestra huida en el ejemplo del gobierno que nos había precedido camino de Cádiz. Sin embargo difícilmente me olvidaré de la expresión homicida de un marinero que en nuestro propio barco nos contestó que tanto el gobierno como los que seguían su ejemplo merecían ser ahorcados por traidores.

Afortunadamente a la mañana siguiente el río apareció lleno de barcas de fugitivos y la arrogancia del día anterior había cedido el paso a un pánico general, por lo que pudimos embarcar en el navío inglés sin ningún inconveniente. No pude ocultar mi alegría al ver la bandera inglesa izada en lo alto del mástil cuando iniciamos nuestra singladura rumbo a Cádiz. Mi alegría hubiera sido completa si nuestro destino inmediato hubiera sido Inglaterra pero, a pesar de todo, mi satisfacción era tan grande que no la hubiera cambiado por el mejor obispado de España. Levamos anclas al atardecer en medio de violentas explosiones que se oían a cierta distancia, y en cuanto se hizo de noche pudimos ver con toda claridad los fogonazos que las precedían. El espectáculo duró toda la noche. El capitán nos aseguró que eran descargas de artillería, de lo que sacamos la conclusión que estarían volando unas torres que hay en la costa antes de que llegaran los franceses.

Al echar el ancla la mañana siguiente en la bahía de Cádiz encontramos el puerto y la ciudad en un estado de total confusión. El gobierno local había dispuesto que no se permitiera la entrada a los forasteros con la única excepción de los ciudadanos británicos. Como el capitán de nuestro barco y mi pariente irlandés iban a hacer uso de este privilegio, decidí hacerme pasar también por inglés. Me prestaron una casaca de vivos colores y adoptando el aire menos clerical de que era capaz seguí al capitán en dirección a la puerta de la ciudad. Él pasó primero y un fraile gordinflón que estaba allí de guardia para velar por el cumplimiento de las disposiciones del gobernador me preguntó: ¿Inglis? Mi respuesta, aunque no en un inglés muy refinado, fue perfectamente idiomática, con lo que el fraile me saludó y me dejó pasar.

Una vez dentro de Cádiz estaba seguro de poder permanecer en la ciudad sin ser molestado, porque conocía muy bien de qué manera se cumplen en España las órdenes de las autoridades. Pero para no comprometer a mis huéspedes gaditanos me presenté a uno de los magistrados que no objetó nada a mi permanencia en la ciudad en cuanto le aseguré que mi intención era salir para Inglaterra en el primer paquebote.

Mi impaciencia por dejar el territorio español se acrecentaba cada día por temor de encontrar alguna dificultad que me impidiera marchar. Mis muchos amigos de Cádiz quisieron convencerme para que me quedara en España, pero todo fue inútil. Tres semanas interminables pasaron antes de que zarpara el paquebote e incluso cuando ya estaba todo dispuesto para la partida tuvimos que esperar la valija diplomática del embajador inglés, Mr. Frere, que después de arduas conversaciones con las autoridades españolas había conseguido permiso para que entrara en Cádiz una división de tropas inglesas, que estaban a punto de llegar, y lógicamente quería comunicar a su gobierno la entrada efectiva de las mismas en la ciudad.

Durante este tiempo de espera, la monja española cuya desgraciada historia he contado con todo detalle en mi libro Evidence Against Catholicism, vino a verme antes de mi partida para rogarme que me la llevara conmigo y la salvara de este modo de las manos de sus crueles tiranos. Jamás podré olvidar el triste destino de esta desgraciada víctima de la superstición22 .

Tuve ocasión de ver cómo la división inglesa entraba en Cádiz por la Puerta de la Mar, al mismo tiempo que las tropas francesas ocupaban la costa al otro lado de la bahía, y poco después del desembarco de los ingleses entré en mi destartalado camarote del Lord Howard, como creo recordar se llamaba el barco que me trajo a Inglaterra.

Si en aquellos momentos mi espíritu me hubiera permitido ocuparme de cualquier otra cosa que no fuera el objeto de mis ardientes deseos, tantas veces postergados y que ahora por fin había alcanzado, las condiciones del barco me hubieran suministrado suficientes motivos para probar mi paciencia, pero la idea de ser libre ofrecía suficiente compensación a mis incomodidades. Estaba en alta mar bajo la protección del pabellón inglés y al mismo tiempo que el sol empezaba a levantarse sobre el horizonte la hermosa ciudad de Cádiz se iba hundiendo lentamente en las aguas. Una sombra de melancolía pasó por mi espíritu al pensar que nunca más volvería a ver sus altos edificios blancos y traté de consolarme con la contemplación de la sublime extensión del océano que se abría en inmensa soledad delante de mis ojos.

Nuestra travesía fue favorable en líneas generales. Recuerdo especialmente una bellísima noche de luna en el golfo de Vizcaya23. A la mañana siguiente nos dio alcance una fragata que afortunadamente resultó ser inglesa. Nos encontramos con una tormenta cerca de las islas Scilly y pasamos la noche con cierto peligro, pero de todas formas no me sentía extraño en alta mar, lo que no les sucedió a un par de pasajeros españoles que también venían en el barco. Uno de ellos vino a pedirme la absolución por si acaso naufragábamos. Sin embargo el tiempo mejoró por la mañana y pudimos ver el cabo Land's End antes de que una genuina niebla inglesa cayera sobre nosotros. Eran casi las once de la mañana del 3 de marzo de 1810 cuando anclamos en el puerto de Falmouth. Hasta aquel momento no había sentido la menor preocupación, pero los once días pasados en el mar en las circunstancias menos confortables, me habían producido una indisposición corporal que no podía menos de influir en mi estado de ánimo.

Por otro lado no se me había pasado por la imaginación proveerme de ropa adecuada para el clima inglés. Un frío como nunca había experimentado me caló hasta los huesos. La niebla me daba la impresión de que estaba respirando muerto. Abrumado por estos sentimientos permanecí en cubierta en medio de la confusión que acompaña a todos los desembarcos, especialmente cuando hay una gran multitud de pasajeros que están deseando pisar tierra, sin preocuparse más que de ellos mismos, todos dominados por una especie de egoísta irritación.

Sin conocer nada de lo que me rodeaba y muy susceptible por el sentido del ridículo y la falta de atención que todo extranjero, y particularmente un español, siente en Inglaterra, permanecí inmóvil esperando el último turno y completamente indiferente ante la posibilidad de tener que pasar el resto del día y la noche siguiente en el barco. Se apoderó de mí la idea de que el clima del país acabaría conmigo en poco tiempo y sentí como si estuviera a punto de desembarcar en mi propia tumba.

Tuve la suerte de que el portador de los despachos del embajador británico era un amigo mío, Mr. Lascelles Hoppner, hijo del conocido pintor del mismo nombre y él mismo un joven artista de gran porvenir de la misma escuela de su padre. Había pasado cierto tiempo en Sevilla estudiando las espléndidas y diversas pinturas que se guardan en aquella ciudad, cuna de Murillo. Lascelles Hoppner, que no mucho tiempo después tuvo que ser internado en un asilo de lunáticos, era entonces un joven de carácter agradable y servicial. Durante su estancia en Sevilla había gozado de su casi diaria compañía y la de su hermano mayor Mr. Belgrave Hoppner. Me había hecho amigo íntimo de los dos y tuve la suerte de que Lascelles me ofreciera un sitio en la silla de posta que iba a conducirlo a Londres con objeto de llevar a su destino con la mayor rapidez posible los despachos de Mr. Frere.

Fue este amigo quien me alivió de los penosos sentimientos de soledad que se habían apoderado de mí en un país cuya lengua conocía sólo imperfectamente y donde me sentía desorientado para abrirme camino y hasta para encontrar alojamiento. A la familia Hoppner le debo mi primera experiencia de la hospitalidad inglesa. Todos los miembros de esta familia, especialmente mi joven amigo y compañero, estaban pasando en aquellos momentos por una durísima prueba. Mr. Hoppner, su padre, había muerto hacía unas cuantas semanas. Lascelles se había enterado estando en España de la enfermedad de su padre pero habiendo conocido e intimado con una joven española, retrasó su regreso más de lo que las circunstancias permitían, y cuando se enteró de que la enfermedad era tan grave que se esperaba un rápido y fatal desenlace, empezó a sentir la angustia de que su padre pudiera morir con la impresión de que no había cumplido debidamente sus deberes filiales. Salimos de Falmouth inmediatamente después de desembarcar y viajamos incansablemente día y noche hasta que a las ocho de una triste y oscura noche nuestra silla de posta se paró enfrente del Foreign Office en Downing Street. Era allí donde mi pobre amigo esperaba tener las primeras noticias sobre el estado de su padre y desgraciadamente los temores que lo habían asaltado durante el viaje se vieron confirmados. Volvió a la silla en un estado de indescriptible sufrimiento y nos dirigimos sin pérdida de tiempo a su casa en Charles Street. Apenas abrieron la puerta entró corriendo en la casa, dejándome solo en la silla donde permanecí durante mucho tiempo tan agotado por el viaje que apenas tenía fuerzas para hablar y sin saber qué hacer.

Al fin mi amigo se acordó de mí, pero en vez de mandar a un criado que me condujera a una casa de huéspedes me invitó a entrar. Difícilmente se puede encontrar un momento más inoportuno para presentar a un desconocido a la familia. Estuve sentado sin pronunciar palabra escuchando una serie de discursos, cada uno de los cuales hacía que mi pobre amigo rompiera en un mar de lágrimas, acompañadas por convulsivos sollozos. Me aproveché del primer intervalo de algo así como silencio para manifestar en mi pobre inglés mi sentimiento por la involuntaria intrusión a que las circunstancias me habían llevado, y mi deseo de que me indicaran dónde podía encontrar alojamiento. Esto se consiguió más fácilmente de lo que mi desconocimiento de Londres podía sospechar. Me acosté sin demora y un sueño profundo y reparador puso fin durante muchas horas al confuso y vehemente arrebato de pensamientos que habían enfebrecido mi cabeza en el transcurso de aquel día.




ArribaAbajoCapítulo IV

Narración de su vida en Inglaterra (1810-1814)


El estado de sobria reflexión que me había devuelto el descanso de la noche resultó ser una prueba mayor para mi espíritu que la agitación del día anterior. A eso de las ocho me despertó el ruido de la calle y la escasa luz de una nublada mañana londinense que entraba por la ventana. Mi primer sentimiento en aquel momento fue de curiosidad por conocer cómo era la renombrada capital de Inglaterra. Salté de la cama y corrí a la ventana para gozar de lo que me imaginaba sería una escena tan espléndida como jamás había disfrutado. Sólo los que conocen bien los alrededores de Carlton House hace treinta años serán capaces de comprender los sentimientos que experimenté al mirar por la ventana. Alban Street, donde me alojé, en las inmediaciones de Carlton House, ha desaparecido junto con el mismo palacio y con muchas otras desvencijadas calles que se extendían desde Alban hasta la Ópera. Pues éstos fueron precisamente los objetos que se me presentaron a la vista como las primicias de Londres. Todo lo que podía contemplar estaba como bajo el omnipotente dominio del polvo, el humo y la oscuridad, y aun al mismo palacio le faltaba la suntuosidad y belleza que tienen los edificios públicos. Se dejaba ver diminuto e insignificante, medio oculto detrás de una cortina de columnas que daban la impresión de que su dueño lo había construido en un ataque de depresión mental para poder vivir tristemente aislado de este mundo. Pero lo que me desagradó más fue el hollín que se enseñoreaba de todos los edificios. La ciudad entera parecía como si estuviera hecha con carbón y cenizas. Era en verdad un espectáculo abrumador el que contemplaban mis ojos, y no podía menos de suscitar en mi espíritu sentimientos tan lóbregos como él mismo.

«¿Y ahora qué vas a hacer en Inglaterra?», me preguntó mi buen juicio en un tono que no se había atrevido a tomar durante mucho tiempo. La pregunta me sobresaltó, como si me hubiera presentado súbitamente una serie de dificultades jamás previstas hasta aquel momento, y miré a mi alrededor sintiéndome inútil y abandonado. Había traído conmigo una orden bancaria de cien libras, que eran los ahorros de mi último año de residencia en España, pero ¿qué era esta cantidad en Londres? Aunque viviera con la más estricta economía no podría subsistir muchos meses con ella. Es verdad que mi padre me hubiera ayudado pero esta idea no me atraía en absoluto, especialmente después de haber arrojado por la borda de un golpe los frutos de la educación que me había dado. Podía rebajarme a trabajar como músico e intentar encontrar un puesto en una orquesta teatral. Esta idea se me había ocurrido cuando estaba a punto de salir de España, y la distancia de que se convirtiera en realidad la había privado de todas sus dificultades, pero en el momento en que la proximidad de tener que ponerla en práctica le había hecho perder su rosado color romántico, mi amor propio apenas podía soportarla.

Dándome cuenta de que mi ánimo se venía rápidamente por los suelos, y que el abatimiento era el peor de los males, abrí mi cuaderno de notas para buscar la dirección de un caballero que durante una corta visita a España me había ofrecido muy amablemente que, si las circunstancias políticas me llevaban alguna vez a Inglaterra, me pusiera en contacto con él en cuanto llegara. La esperanza de encontrar una buena acogida fue suficiente para deshacer la tristeza de mi soledad.

Afortunadamente este caballero no se había limitado a decirme unas bonitas palabras de urbanidad. Mr. John George Children, persona muy conocida en el mundo científico, había visitado el sur de España el verano antes de salir yo de mi país y estando en Sevilla me lo había presentado Lord Holland. En verdad pocas eran las atenciones que pude prestar a Mr. Children, pero como lo hice de todo corazón y con evidente sentimiento de no poder hacer más, él lo estimó en mucho. En cuanto regresó a Inglaterra me envió por medio del embajador británico un hermoso obsequio de libros, algunos de los cuales están todavía en mi biblioteca. Por todo esto estaba convencido de que mi carta anunciándole mi llegada sería muy bien recibida.

En aquel tiempo mi amigo residía en Tunbridge Wells, y a esta dirección dirigí mi carta. Pasaron dos días sin tener respuesta, pero al tercero por la mañana Mr. Children en persona vino a verme para darme su más cordial bienvenida a Inglaterra. Se había casado en segundas nupcias unas cuantas semanas antes y estaba pasando varios días en Londres con su esposa, a la que me presentó el mismo día. Era una hermosa joven, muy amable y dotada de las mejores cualidades. Comí con ellos aquel día y los dos me insistieron encarecidamente a que volviera siempre que no tuviera ningún otro compromiso. Para que no tuviera ninguna dificultad en hacerlo aunque me invitaran formalmente apenas pasaba un día sin que Mr. Children se interesara por conocer si estaba solo en mi alojamiento para que comiera con ellos. En su compañía iba frecuentemente al teatro, conciertos y exposiciones y con ellos participé también de la hospitalidad de sus amigos. En una palabra, me sentí tan mimado por su amabilidad que cuando por vez primera, después de un mes seguido de compromisos sociales, tuve que cenar solo en un café, me sentí muy triste y abatido.

En casa de los Children tuve el honor de conocer a Mr. Humphrey Davis, después Sir Humphrey. En aquellos años estaba en la plenitud de su gloria, justamente merecida por su bien ganada fama. Su trato era más agradable que después de haber subido en rango y fortuna. Aunque todos lo cortejaban y aplaudían, él se comportaba con perfecta naturalidad. Su poderosa inteligencia se unía a una florida juventud, un aspecto animado y agradable, y tenía tal atractivo que llegué a considerarlo como un ser superior a todos los que había conocido hasta entonces. Él fue el primer inglés célebre con quien había tratado y tanto la novedad como la verdadera excelencia de esta primicia me hizo estimar más al país que había determinado hacer mío para el futuro.

El número de buenos amigos que conocía con ocasión de estas invitaciones, como sabe muy bien cualquiera que entienda la vida social de Londres, aumentaba de día en día. Pero esta relación constante con la mejor sociedad londinense tenía un lado desagradable: mi creciente percepción de la penosa deficiencia de no poder expresarme satisfactoriamente en la lengua del país. Acostumbrado desde mi infancia a la pronunciación irlandesa, me era muy difícil incluso entender a los reunidos. Cuanto más progresaba en el conocimiento de la lengua, más claramente veía lo inadecuadamente que podía expresar mis pensamientos en inglés. El recogimiento con que había sido educado me había hecho muy sensible a cualquier posibilidad de hacer el ridículo, y como me veía en peligro constante de provocar la risa, bien pronto caí en la costumbre de permanecer callado. Pero como mientras los demás hablaban mi mente seguía activamente el asunto de la conversación, la angustia de tener que callar mis pensamientos me hacía perder todo interés por estas reuniones sociales, aunque la verdad es que sin este constante aguijón no me hubiera dedicado tan intensamente como lo hice al estudio del inglés. Durante muchos años estudié incansablemente la lengua del país y el estímulo que acabo de mencionar me sirvió durante largo tiempo. Aun en el momento en que escribo estas memorias, en que por un lado la costumbre me ha dado suficiente confianza y el paso de los años ha debilitado el amor propio, cuando además la falta de práctica de mi lengua nativa durante tanto tiempo, y la continua exclusión de sus palabras como signos de silencioso pensar me la han hecho prácticamente inútil para hablar y escribir, aun en estos mismos momentos sufro cuando estoy con otros por sentir la inmerecida inseguridad de no encontrarme con la misma facilidad y gracia de expresión que cualquier nativo puede desplegar, aunque sea inferior a mí en otros aspectos.

La abundancia de palabras de escaso significado, la fluencia continua de expresiones que sólo sirven para comunicar cualquier pensamiento que pueda surgir en un momento dado, confiere al hablante nativo una superioridad en la conversación que viene a ser muy penosa para un hombre de mi particular condición mental, y más todavía al darse cuenta de la causa accidental de aquella aparente superioridad externa.

Tengo la impresión -en realidad, no lo recuerdo bien- que nunca fui un gran conversador en mi propia lengua. La causa puede ser que, incluso cuando trataba de temas bien conocidos, tenía que repetir el proceso analítico que me había llevado a conocerlos cada vez que escribía o conversaba sobre ellos. Kant dice que la elocuencia consiste en convertir el proceso de comprensión en otro de imaginación. A mí me resulta muy difícil hacer esta transferencia de facultades, y si lo hago se realiza simultáneamente con el acto de pensar. De aquí que mi conversación haya sido siempre laboriosa y con facilidad me lleva al agotamiento. Cuando estoy con una de esas personas que hablan con rapidez siento tan claramente mi incapacidad de intercambiar mis pensamientos con ella, que acabo por dejar de pensar. En estos casos me imagino que soy como un desgraciado insecto al borde del agujero que una hormiga león está haciendo en la arena. El diluvio de palabras que golpea mis oídos me aturde y me confunde.

Firme como he permanecido bajo las más difíciles circunstancias en mi resolución de no volver nunca a España, la única pérdida que la experiencia me haría temer si se pudiera revivir el pasado sería la de mi lengua nativa. Entre los muchos ejemplos que hay en las obras de Shakespeare de sorprendente conocimiento de la naturaleza humana, pocos, si alguno, me han impresionado tanto como el que se encuentra en un pasaje (que probablemente habrán pasado por alto los que no están en mis circunstancias) en que describe la gran desgracia de un hombre desterrado de su país por tener que soportar el hecho de vivir entre los que no entienden su idioma. En Richard II (acto I, escena III), Mowbray, duque de NorfoIk, al oír la sentencia de destierro de labios del rey, responde:


Severa por demás es mi sentencia
y tal, Señor, cual no la esperaría
de vuestra boca. Si algo he merecido
de parte de mi Rey, no es la amargura
de ser así arrojado al ancho mundo.
El idioma patrio que he aprendido
más de cuarenta años, me es inútil
de hoy en adelante. ¿Qué es mi lengua
ya para mí sino harpa destemplada,
o instrumento sonoro puesto en manos
no acostumbradas a pulsar sus cuerdas?
Con doble cerco habéisla aprisionado
en mi boca, Señor; y la pesada,
la estúpida, la estéril ignorancia
la dais por carcelera. Pasó el tiempo
de imitar balbuciendo a la nodriza
y soy ya viejo para tomar ayo.
Si del nativo aliento, de esta suerte
me priváis, oh mi Rey, daisme la muerte.

La idea puede estar expresada con alguna exageración, pero la verdad que contiene es cierta, aunque no les pueda parecer evidente a muchos.

Otra causa de sufrimiento que durante algún tiempo frenó mis deseos de reunión con los demás fue el temor de faltar a las reglas de urbanidad que, como se fundan solamente en las costumbres de cada nación, influenciadas, por otro lado, por el cambio constante de la moda, están más allá de toda conjetura razonable y sólo se pueden conocer a través de una larga experiencia. El régimen de vida de mi juventud me había privado de las ventajas de las reuniones sociales aun en la forma limitada que España ofrecía hace cuarenta años. Por otro lado yo estaba acostumbrado a ser una figura importante en el grupo de jóvenes que eran mis amigos y al propio tiempo era excesivamente aprensivo de cualquier posible torpeza o mal gusto, lo que me ha llevado con frecuencia a dificultades ridículas. Pensando ahora en mis primeros años en Inglaterra me sorprendo de no haber provocado el desagrado de aquellos a quienes me presentaban, sino que, por el contrario, era tratado y considerado con la mayor amabilidad.

Recibí especiales atenciones de parte de los familiares del general Sir John Moore, que el año antes de mi salida de España había caído gloriosamente en la batalla de La Coruña. Las circunstancias que me llevaron a mi pronta relación con la familia del hermano mayor del general fueron las siguientes. Muy poco antes de dejar España había tenido el gusto de conocer a Mr. Gally Knight, que estaba viajando por Andalucía. Este caballero había recibido de Inglaterra un ejemplar de la relación de Mr. Moore sobre la campaña de su hermano, y Mr. Knight me lo prestó. Leí el libro con gran interés por la sencilla razón de que los informes que la Junta había hecho circular me habían predispuesto contra el general Moore. La evidencia que el libro contenía contra el gobierno español, cuyo egoísmo y falta de principios morales había expuesto a tan capaz y heroico general a la difamación y habían colocado en peligro inminente a todo un ejército, era tan convincente que mis prejuicios contra él se cambiaron en el mayor respeto por su memoria. Me sorprendió también su acertada opinión sobre los problemas españoles, lo mismo que la viva descripción de la situación moral del país que encontraba en sus despachos, y la revelación de las mezquinas intrigas de aquella corporación despreciable, la Junta Central. Me convertí, por tanto, en ardiente admirador de su noble y valiente víctima, porque así era en realidad Sir John Moore. Una de mis primeras gestiones en Londres fue, por tanto, conocer al autor del libro que me había descubierto al infortunado héroe inglés. Sucedió que un amigo de Mr. Moore era asiduo visitante de los Hoppner, de forma que al poco tiempo me presentaron a una familia con la que he mantenido desde entonces una ininterrumpida amistad.

Como también había conocido a Lord Holland en España, no pasaron muchos días en Londres sin hacerle una visita. Lady Holland me recibió con cierta frialdad, quizá por las ideas demasiado optimistas que ella y muchos de sus amigos se hacían en aquel tiempo sobre el porvenir de España y según las cuales yo debía haber permanecido en Cádiz. En realidad no recuerdo haberme encontrado durante mucho tiempo con ninguna persona que fuera capaz de comprender mis motivos para abandonar España: nadie parecía creer que la mera aversión a actuar como sacerdote católico me hubiera podido llevar a sacrificar todo lo que tenía y a empezar una vida nueva en un país extranjero. A pesar de todo, desde el momento de mi llegada me invitaron frecuentemente a Holland House y durante los años que siguieron, en dos de los cuales fui residente de la casa, tanto Lord como Lady Holland me dieron las más sinceras muestras de estima y amistad. No tengo palabras para expresar adecuadamente mi afecto y respeto por un caballero tan amable y cordial, a quien todos los que lo conocen no pueden menos de querer, y también aprovecho esta oportunidad para afirmar públicamente lo que muchas veces he manifestado en privado, que Lady Holland tiene tan altas cualidades de inteligencia y corazón que obliga a todos los que la hayan tratado durante tanto tiempo como yo a apreciar altamente su capacidad de conocimiento de las personas, su sincero aprecio del mérito ajeno y la firmeza de su amistad.

La gratitud me obliga a mencionar que Lord John Russell, a quien había conocido en España, donde fue en 1809 en compañía de Lord y Lady Holland, me escribió una carta desde Woburn Abbey dándome una cordial y amistosa bienvenida a Inglaterra. Los distinguidos servicios que aquel entonces joven caballero ha venido prestando a su país desde aquellos años me hacen recordar con agrado las circunstancias de nuestro encuentro en España. Existe un placer misterioso pero real en haber sido testigo de la maduración de una persona buena y capaz desde su primera juventud hasta el pleno desarrollo de sus cualidades, en contemplar el fruto abundante de un árbol que se conoció cuando apenas empezaba a florecer24 .

Había puesto mis mejores esperanzas de encontrar una manera decente de vida en Inglaterra en mi amistad con Mr. Richard Wellesley, a quien había tratado frecuentemente en España, y pensaba que por su medio podría encontrar algún tipo de empleo en el Foreign Office. Pero a pesar de sus buenos deseos parece que no tenía mucha influencia con su padre Lord Wellesley. Todo lo que conseguí de Mr. Wellesley fue el consejo de publicar un periódico español y su presentación al librero francés Dulau como persona que me podía ayudar en este proyecto. Esta sugerencia vino a ser muy afortunada para mí, aunque en cuanto al éxito final no le debo absolutamente nada a mi consejero. En efecto, mi periódico español me hubiera arruinado completamente de no ser por algunas circunstancias accidentales que impidieron las fatales consecuencias de haberme quedado solo a partir del momento en que me despidieron con mucha educación presentándome a Dulau.

Entre los emigrantes franceses que residían en Londres en el tiempo de mi llegada había un sacerdote llamado Juigné, que se había hecho impresor. Es posible que tuviera algún previo conocimiento de este negocio, porque de otra manera no hubiera conseguido el éxito que tuvo. Dulau me dirigió a este hombre como la persona idónea que no dudaría en aprovechar la oportunidad de publicar un periódico español en Londres. Yo desconocía completamente la importancia que la situación política de España y sus colonias añadían a mis cualidades personales para ser el editor o, para hablar más objetivamente, el único escritor del periódico. Juigné que, como llegué a saber más tarde, era hombre muy astuto y aprovechado, se dio cuenta de mi ignorancia del negocio y me hizo firmar un contrato que lo convertía en copropietario del periódico sin tomar a su cargo ninguno de los gastos que originara. Yo tenía que suministrar cada mes material escrito suficiente para cubrir seis hojas de impresión apretada, y él me haría un anticipo de quince libras mensuales, préstamo del que tenía yo que responder si el periódico fracasaba.

Mi amor por la independencia me salvó casi instintivamente de continuar con esta asociación durante todo el tiempo que el aprovechado clérigo lo hubiera considerado conveniente para sus intereses. Yo había hecho incluir la condición expresa de que tendría la libertad de terminar mi trabajo de autor cuando quisiera, pero no conocía suficientemente el valor de estos derechos de autor para procurarme parte de la propiedad de un capital que yo era quien había creado. El contrato estaba redactado de tal manera que yo podía dejar de escribir pero parecía que el impresor retenía los derechos del periódico. Después de haber firmado y entregado debidamente el contrato apenas tuve tiempo de pensar en la pesada carga que me había echado a la espalda y en la falta de adecuada compensación a que me había sometido.

Hasta entonces mi vida había sido tranquila, casi bordeando en la pereza. Escribir y leer había constituido para mí una diversión, nunca una verdadera ocupación, pero de repente me veía en la necesidad de trabajar muchas horas al día en un país extranjero, sin la menor ayuda y con una vaga y acrecentada impresión de responsabilidad. Pero carecía de tiempo para reflexionar. Alquilé una casa desvencijada en Duke Street, en Westminster, uno de esos lugares cerca de Downing Street que han desaparecido totalmente, y empecé a escribir el primer número de El Español, del que inmediatamente publiqué un Prospecto. Mi plan era ofrecer hoja y media de trabajos originales y llenar el resto con traducciones de documentos públicos, debates parlamentarios y despachos militares. El trabajo resultó ser muy fatigoso, pero lo más pesado de todo eran las traducciones.

Por otro lado, no podía limitar mis ocupaciones literarias a escribir El Español. Por ejemplo, no podía contentarme con el perfeccionamiento del inglés que pudiera conseguir casualmente, y tampoco era capaz de vivir en un país extranjero sin intentar conocer bien su literatura. Sufría también al considerar la inferioridad de mis conocimientos culturales en comparación con las personas de mi misma condición con quienes me encontraba todos los días. Lo único que había conseguido en mi país, a excepción de mi conocimiento profesional de la Teología, que detestaba y despreciaba, era cierta agilidad mental y algunos principios generales de moral y literatura. Había cultivado mi gusto personal con la lectura de los clásicos latinos, franceses e italianos, pero desconocía totalmente el griego, que en Inglaterra forma parte de la educación general. Tenía buenos conocimientos de Metafísica y de los principios generales del buen gusto, pero sabía muy poco de historia y geografía.

Incapaz de ello por naturaleza y tampoco dispuesto a engañarme a mí mismo en cuanto a las lagunas de mi formación, determiné dedicar todos los días cierto tiempo al estudio, además del trabajo de la composición del periódico. Pero después de la fatigosa tarea de escribir venía la corrección de las pruebas para angustiarme y ocuparme más. El abate Juigné no era hombre que dejara pasar por alto cualquier ventaja que pudiera conseguir a costa mía. Confiando en mi ignorancia de las costumbres establecidas entre los impresores ingleses, me enviaba las pruebas tal como salían de las manos de un compositor que no sabía nada de español. La corrección de cada hoja me llevaba de cinco a seis horas. Yo me sobreponía a todas las dificultades y si el periódico sólo me hubiera ocasionado esta labor agotadora me hubiera considerado medianamente feliz, pero lo que vino a amargar profundamente a mi alma fue el primer ataque inesperado de calumnia y difamación.

Sólo dos números creo que se habían publicado cuando llegaron a Inglaterra las primeras noticias de la rebelión de Hispanoamérica. La honesta alegría que me causó este suceso fue mayor de la que puedan imaginar mis lectores. Honesta lo fue, ciertamente, porque procedía de los motivos más altruistas y desinteresados y mi aprobación del paso que habían dado los hispanoamericanos se basaba en unos principios de cuya verdad no me cabía duda. Durante muchos años había venido detestando toda clase de despotismo político y a su mayor causante, la Iglesia. En mis años de residencia en Madrid me había reunido diariamente con los patriotas, a quienes el alzamiento contra Napoleón daría prominente influencia sobre el país, y en aquellas reuniones habíamos lanzado con todo entusiasmo las más duras invectivas contra estas dos causas de nuestra degradación nacional. Mi deseo de que la libertad de pensamiento se extendiera a todo el mundo no estaba ni limitada ni coloreada por consideraciones políticas de ninguna clase. Conocía bien que las colonias españolas habían sido cruelmente maltratadas por la madre patria y yo deseaba verlas en libertad de gobernarse a sí mismas. No se ocurrió dudar que los sentimientos del partido filosófico, con el que había estado unido, coincidirían con los míos personales sobre este particular, sino que, al contrario me halagaba a mí mismo con la idea de que el artículo en el que celebraba la aurora de libertad de nuestros hermanos de allende el océano sería recibido con aplausos por aquellos panegiristas de la filantropía, cuyos discursos me habían llenado siempre de entusiasmo.

A los que han crecido en un país donde ningún hombre público deja de ser perseguido y calumniado, donde la prensa periódica se ha convertido en el órgano establecido de la mala voluntad de los individuos hasta el punto de que casi por regla general el aguijón de la calumnia se ve embotado por su misma rabia, los ataques de los periódicos son poco más que un sonido vacío; y también estoy seguro de que para tales personas los sentimientos de un español no revolucionado con respecto al honor tienen que parecer absurdos e infantiles. Pero me atrevo a pedir a mis lectores, si muestran algún interés por mis problemas, que traten de imaginarse a un hombre educado en una ciudad donde la vida de las clases mejores está reglamentada en la mayor parte de las cosas por una especie de ceremonial chino; donde desde el comienzo del uso de razón se le hizo creer que su felicidad o desgracia dependía fundamentalmente del respeto o falta de respeto que la comunidad le mostrara; donde lejos de estar a merced de que cualquiera quisiera tomarse la molestia de escribir un libelo anónimo, tenía la seguridad de que quien no hablara dignamente de la honra de un caballero corría el peligro de perder él mismo esta consideración; que mis lectores se imaginen al escritor de estas memorias como una persona imbuida de estas ideas hasta un grado extremo y entonces podrán entender lo profunda que fue la herida que le causaron los primeros ataques violentos de la prensa española.

Una noche, cuando estaba a punto de ir a la cama a una hora temprana, me trajeron un paquete de Lord Holland. Contenía cierto número de los diminutos periódicos españoles que habían empezado a publicarse y que a pesar de la censura se aprovechaban de la excitación del país más con el propósito de airear rivalidades personales y la mala voluntad de los mismos escritores que para hablar atrevida y honestamente en favor de reformas. Lord Holland, buen conocedor de España, tuvo la amabilidad de acompañar el encargo con una nota con la que intentaba prepararme para el choque que él sabía muy bien que habría de recibir. La nota me alarmó y abrí los periódicos con gran excitación. Conocía a los editores de un par de ellos y creía que eran amigos míos, pero la manera injusta e insolente con que me trataban me fue doblemente penosa, porque los hubiera creído dispuestos a haber salido en mi defensa en cualquier ocasión. Durante un buen rato estuve sin saber qué hacer, en el mayor estado de desolación. Pero creo que he dicho bastante. Pudiera parecer innecesario haber hablado tanto de algo que sólo me puede interesar a mí mismo y que en el momento actual sólo sirve para recordar uno de los muchos conflictos interiores y cursos de disciplina moral por los cuales he tenido que pasar, pero, como pocos hechos de mi vida han influido más en mí que el primer periódico español que empecé a publicar en este país, me siento inclinado a contar toda la historia del mismo, que duró desde la primavera de 1810 hasta cerca de la misma estación en 1815, añadiendo previamente algunos hechos que lo precedieron.

Ya he contado con qué pobre ayuda empecé a escribir y publicar El Español. El principio que como guía política y moral me propuse a mí mismo fue sencillamente mejorar mi país nativo por medio de una cordial cooperación con Inglaterra. Jamás he podido descubrir el menor átomo de parcialidad o interés personal en lo que se pudiera llamar la política de El Español. Yo sabía muy bien que España era incapaz de renovarse sin la ayuda exterior. Había decidido resistir al cambio de dinastía que Napoleón le había impuesto con la prisa y vehemencia de un déspota, y de no ser por Inglaterra, la subyugación de España hubiera sido inevitable. Aceptar la ayuda de Gran Bretaña, dadas las celotipias que habían empezado a desarrollarse a plena fuerza antes de salir yo de España, les parecía a muchos una locura. Me di cuenta de esto tan claramente como anticipé la recaída en su situación anterior en cuanto volviera a manos de Fernando VII. Por tanto, mis deseos eran de que mi patria mejorara lo más posible mientras gozaba de una sombra de libertad, de manera que cuando volviera a caer bajo el dominio de la religión junto al poder despótico de sus reyes, hubiera llegado a adquirir cierta fortaleza moral, que a su debido tiempo la llevara a resistir la doble tiranía de su Iglesia y su gobierno. Además consideraba a los hispanoamericanos como compatriotas míos. Si por cualquier combinación afortunada de circunstancias alcanzaban la libertad, España no sólo sobreviviría, sino que recobraría su juventud al otro lado del Atlántico, y ¿quién podría protegerla mejor en sus progresos que Inglaterra?

Estas opiniones mías no eran sólo diferentes sino diametralmente opuestas a las del partido patriótico de España. Franceses por sus ideas y gustos, castellanos por la vieja estampa de su política, mantenían una abierta hostilidad contra Inglaterra y consideraban a las colonias americanas como su propiedad. ¿Cómo, pues, iban a aceptar un periódico español publicado en Londres y que profesaba los principios que he mencionado? Con respecto a mí mismo, el resultado era que si yo hubiera conocido mejor las negras pasiones de los hombres, lo hubiera previsto todo en cuanto tomé la pluma. En Cádiz casi todo el mundo creía que estaba pagado por el gobierno inglés con el propósito imaginado por ellos de apoderarse de aquella ciudad y de las colonias españolas. La realidad es que mi periódico se publicó durante mucho tiempo sin el menor apoyo del gobierno inglés. Creo que se debió a los buenos oficios de Mr. Belgrave Hoppner el que el Foreign Office adquiriera cierto número de ejemplares -no recuerdo cuántos- que eran enviados al embajador británico en Cádiz.

Dos partidos distintos hicieron sendos intentos de influir en El Español. A causa de mi inexperiencia, el primero quizá hubiera adquirido influencia suficiente como para haberme sido difícil sacudírmelo de encima en cuanto me hubiera dado cuenta de sus verdaderas intenciones. Yo había traído una carta de presentación para un español que dirigía la agencia comercial de la Compañía de las Islas Filipinas, y que, de hecho, era un agente a sueldo del gobierno español. Una de mis primeras visitas en Londres fue precisamente para entregar esta carta. Como ya tenía decidido empezar el periódico le hablé de este proyecto mío y, puesto que todavía no había decidido nada en cuanto a la forma de empezar la publicación, me pidió que aceptara una ayuda de cincuenta libras e incluso me prometió más dinero, que yo podía devolver en cuanto lo permitieran las ventas. Tanta generosidad me infundió alguna sospecha, de la que debería haberme avergonzado, pero lo que sucedió después vino a mostrar que mis sospechas no carecían de fundamento.

Sucedió por aquel tiempo que el coronel [don Juan] Murphy, español de origen irlandés, que había conocido ligeramente en Madrid, al enterarse de que estaba en Londres me invitó a su casa. Él era también buen aficionado a la música y al enterarse de que tocaba el violín aceptablemente me invitó a que me uniera a un cuarteto que se reunía todas las semanas en su casa en el ambiente más agradable y selecto que se podía esperar. Nuestro director era un profesor de música de Ginebra, Mr. Sheener, admirable conocedor de la música para cuartetos. No admitíamos a ningún oyente en nuestras conciertos porque éramos incapaces de soportar el más leve murmullo. Sólo los iniciados en los misterios de la música pueden hacerse idea de la exquisitez de nuestro entretenimiento. Mi amigo Murphy estaba entonces en el apogeo de su prosperidad comercial porque, además de la graduación española de coronel, era socio de la firma Gordon and Murphy, establecimiento que durante la guerra con España había obtenido ganancias considerables por medio de un contrato con el gobierno español en el que tenía parte el gabinete inglés. El objeto del contrato era una determinada cantidad de plata de las minas de Méjico. El coronel Murphy, que aun en medio de las desgracias que han ensombrecido la última parte de su vida, ha seguido siendo un hombre amable y generoso, era todo amistad y hospitalidad en su época de prosperidad. Se tomó mucho interés por mis proyectos y al enterarse del ofrecimiento que me había hecho el agente español me abrió los ojos en cuanto a su probable intención y consecuencias. Yo no había hecho uso de las cincuenta libras, que consideraba como un préstamo para un fin determinado, y, consiguientemente, no tuve la menor dificultad en devolver el mismo cheque que había recibido unos cuantos días antes, dándole las gracias a quien me lo había prestado e informándole del contrato que había firmado con Juigné. El evidente enfado o, tal vez mejor, la rabia con que recibieron el dinero demostró claramente que había causado una gran contrariedad y que la junta hubiera comprado el control de mi periódico a un precio mucho mayor.

El segundo intento fue más directo y tuvo lugar después de que El Español hubo ganado considerable influencia en España. Una persona completamente desconocida para mí -y cuya carta todavía conservo- me escribió poco tiempo después de que la Junta Central se viera obligada a anunciar su determinación de resignar las funciones del gobierno en una Regencia. Esta persona quería ganarme para la causa de la reina viuda de Portugal, hermana de Fernando, que pretendía ser regente de España con el propósito de conseguir la eventual unión de las dos coronas en uno de sus hijos. En la carta me hacía un pedido de varios ejemplares del último número del periódico e incluía un billete de veinte libras como pago de ellos. Devolví el billete comunicándole a mi desconocido corresponsal que no estaba dispuesto a poner mi pluma al servicio de nadie. Pero la persona que me había escrito era uno de esos españoles cuya rudeza de educación y sentimientos (a lo que le dan el equivocado nombre de franqueza) hace muy difícil de tratar, a no ser que uno se muestre tan rudo y basto como ellos. Como yo le había respondido con más cortesía que se merecía, se atrevió a escribirme una segunda carta en la que expresaba su convencimiento de que mi negativa se debía a no haber considerado suficiente la cantidad ofrecida. Yo le dejé que pensara lo que quisiera y no me molesté en contestarle más.

La animosidad que El Español había suscitado contra mí se vio acrecentada por un suceso que dejará una perpetua mancha en las personas que formaban la llamada Junta de Cádiz, es decir, la corporación encargada del gobierno de aquella ciudad cuando se alzó contra los franceses. Los miembros de la Junta eran en su mayor parte comerciantes en quienes a la ignorancia común del país se unía el atrevimiento y soberbia que no podía menos de producir su superior riqueza y el deseo de utilizar el poder para establecer un monopolio más lucrativo sobre las colonias. El duque de Alburquerque había sido el salvador de la ciudad, sin ningún género de dudas. Puede ser que el movimiento militar con el que se anticipó a los franceses en la ocupación de aquel puerto fuera más bien resultado de la casualidad que de un plan bien concebido. Alburquerque, como todos los Grandes de España, tenía poco que agradecerle a la educación recibida y no mucho más a la naturaleza, salvo su valor personal y cierta agilidad de espíritu para darse cuenta de las cosas. Seguramente se puede decir de él que era el mejor dotado de los generales españoles que se habían alzado contra los franceses. Pero aunque parezca extraño, el servicio que hizo al país al reforzar militarmente la ciudad de Cádiz, fue la ocasión de que la Junta local concibiera violentos sentimientos de envidia contra él, quizá por el temor de que la popularidad del general disminuyera su poder e influencia. Pocos días llevaba en Cádiz cuando fue insultado públicamente por la Junta, que menospreció el mérito de su retirada militar, se opuso francamente a su autoridad y reclamó para sí todo el mérito de que Cádiz no hubiera caído en poder del enemigo. Alburquerque se sintió lógicamente muy ofendido y en esta situación estaba cuando inmediatamente después de la formación del llamado gobierno del país sus enemigos consiguieron despacharlo a Inglaterra como embajador. Al poco tiempo de llegar a Londres me lo presentó el coronel Murphy y en casa de este último me encontré muchas veces con él en las cenas que ofrecía a los amigos. El duque seguía preocupado por lo que en la fraseología del país se expresa como la necesidad de vindicar el honor, y para ello estaba ocupado en la composición de una Relación de sus servicios al país y de las calumnias levantadas por la Junta de Cádiz contra su persona. Me pidió ayuda y yo me dediqué a preparar el manuscrito para la imprenta. Este compromiso era completamente desinteresado: de acuerdo con las ideas que había traído de España, la mención de pago, aun en labios de un duque, era intolerable para el amor propio de un escritor. Ciertamente me invitó a que lo tratara como amigo y a no ser que esto fuera bastante para recompensar mi vanidad, ni recibí ni esperé la menor remuneración.

Sin embargo, la tarea a que me había comprometido era bastante pesada. Alburquerque apenas era capaz de escribir una sencilla composición en su propia lengua y a pesar de ello ambicionaba honores literarios y quería conservar lo más posible del escrito original, de manera que pudiera gozar del título de autor de una obra impresa. Yo, por mi parte, no estaba menos deseoso de limitarme a ser un mero corrector. Como soy muy sensible con respecto a mi propia reputación, también he sentido siempre a lo largo de mi vida un gran respeto por la de los demás. En la relación de mi noble amigo se acusaba severamente a un buen número de personas, y ya que no tenía la menor autoridad sobre los violentos sentimientos del duque, al menos quería librarme de la responsabilidad moral que recaía sobre el autor de tales acusaciones. Como el duque era incapaz de empezar su narración de una manera digna, escribí personalmente los párrafos de la introducción. Mis correcciones sobre el resto estaban tan a favor de la moderación que, ante mi petición encarecida, fue cancelado un violento ataque contra la reputación de dos generales españoles que el duque había enviado directamente al impresor y que había sido insertado sin mi conocimiento. Le rogué que dejara abierto el camino de la reconciliación y que perdonara a sus compañeros de armas. Prestó atención a mis observaciones y yo personalmente llevé la orden al impresor para que omitiera aquel peligroso pasaje.

Poco más de seis semanas habían pasado desde la publicación de la Exposición cuando al atardecer de cierto día el duque me llamó en gran estado de agitación, para enseñarme la respuesta escrita que había publicado la Junta de Cádiz. El tono del panfleto era muy violento y teniendo en cuenta las costumbres nacionales de cortesía que habían prevalecido hasta entonces, demostraba la actitud abiertamente ofensiva de una parte de los miembros de la corporación que la había publicado. La Junta de Cádiz se imaginaba que yo era el verdadero autor del panfleto del duque, y como el estilo de la introducción demostraba la pericia de un escritor más experimentado que los que el duque podía procurarse entre los otros españoles residentes en Londres, la sospecha se convirtió en certeza. Arrastrada por los sentimientos de hostilidad que había levantado mi declaración en favor de las Colonias, la Junta no consideró degradante para su dignidad nombrarme como el verdadero autor de un escrito que había lastimado su orgullo.

El estado del duque durante su conversación conmigo sólo pueden imaginárselo los que han comprobado los efectos del orgullo herido en las personas de su clase social. Halagados y mimados desde la infancia por sus criados, sin la fortaleza que da el cultivo del espíritu, inexpertos en el mundo salvo en lo que respecta a sus placeres e imbuidos de las ideas más extravagantes sobre el respeto debido a su rango, conservan durante toda la vida la irritabilidad de los niños mimados. El éxito parcial de Alburquerque como general había contribuido en gran manera a intensificar estos morbosos sentimientos. Verse insultado públicamente por una Junta compuesta por comerciantes, leer la palabra traidor dirigida a él en un documento oficial, era peor que si un horrible escorpión le hubiera picado en el corazón. En vano intenté convencerlo de que su dignidad requería que respondiera al insulto con el desprecio: estaba totalmente sordo a cualquier consejo. Me dijo que había decidido contestar él mismo al libelo y todo lo que me pedía era que revisara las pruebas de lo que estaba escribiendo. Le prometí volver a verlo en cuanto me dijera que el manuscrito estaba terminado. Dos días pasaron sin noticias del duque, y al final del segundo día un criado me trajo una petición escrita para que fuera a desayunar con él a la mañana siguiente. Le contesté que no faltaría. Tres horas después me volvieron a traer otra nota urgiendo la invitación, a la que volví a responder comprometiéndome a estar con el duque a las nueve.

Llegó la mañana y a la hora fijada estaba en el Hotel Clarendon. En la habitación principal, que tenía un amplio balcón sobre Bond Street, estaba preparada la mesa con el desayuno. El duque salió de su habitación que daba directamente a la sala principal. Pero ¡qué cambio se había obrado en el aspecto del infortunado! Difícilmente podía haberlo afectado más una enfermedad de muchos años. Me dio cordialmente la mano pero cada palabra que decía mostraba la profunda agitación de su espíritu. Después de cerrar la puerta de la escalera sacó un montón de papeles. Me dijo que no había dejado de escribir desde la tarde en que me había llamado, y me aseguró (y esto me lo confirmó más tarde su ayuda de campo) que no había comido ni dormido durante todo este tiempo. Viéndolo en tan lastimoso estado le pedí que descansara un poco antes de examinar los papeles. El tono excitado de su respuesta me hizo creer que estaba como delirando y empecé a sentir miedo por mí mismo, pero le contesté con firmeza y amabilidad. El duque rompió entonces a llorar como un niño, pero pocos minutos después la macilenta expresión de su rostro mostró claramente la vuelta de otro paroxismo. Se fue corriendo al cuarto interior cerrando la puerta violentamente. Aproveché la ocasión para abrir la puerta de la escalera, tocar la campanilla y llamar al ayuda de campo del duque, que llegó antes de que éste reapareciera y tuvo tiempo para informarme del estado de agitación constante en que lo había visto durante las últimas cuarenta y ocho horas. El duque apareció esta vez con un pedazo de papel en la mano en el que estaba escrito el pasaje más ofensivo del libelo de Cádiz, aquél en que lo llamaban traidor. Lo leyó con voz convulsiva y levantándose de repente presa de gran furia salió corriendo en dirección al balcón como para arrojarse de cabeza a la calle. El ayuda de campo pudo sujetarlo a tiempo y lo trajo hasta el cuarto. Pasaron unos cuantos minutos de silencio y al verme junto a él exclamó: Tengo que matar a Blanco, e intentó librarse del ayuda de campo que lo seguía sujetando. Esta reacción inesperada en medio de una escena tan dramática me afectó profundamente. Sin embargo apenas había dicho el duque estas palabras cuando cayó de rodillas hecho un mar de lágrimas. Su ayudante lloraba también como un niño, y aunque, como todos los naturales de las regiones cálidas, yo también soy propenso a las lágrimas, mis emociones eran demasiado grandes como para salir fácilmente al exterior. Volví a hacer sonar la campanilla y dije que era necesario que mandaran a por un médico. Este llegó pronto y llevaron al duque a su cámara. Yo salí de la casa en una situación de dolor difícil de describir. Dos días más tarde el infortunado Alburquerque moría de una inflamación cerebral.

No recuerdo bien si fue antes o después de la muerte del duque cuando la violencia partidista contra mí empezó a mostrarse bajo la forma de cartas amenazadoras. Me había ido a vivir durante los meses del verano a Bayswater (entonces separada del final de Oxford Street por el campo abierto) y acostumbraba a retirarme de la ciudad entre las once y doce de la noche. El miedo constante de ser apuñalado para robarle a uno el reloj o la bolsa, que más o menos sienten todos los que andan solos de noche por las calles españolas, había desaparecido al llegar a Inglaterra y gozaba de un sentimiento de seguridad que desgraciadamente un mejor conocimiento de este país me ha hecho después rectificar. De todas formas fue muy desagradable tener que poner fin a este agradable engaño por miedo al peligro de un cuchillo español a tanta distancia de España. Dos cartas, una en forma de aviso amistoso y otra con los arrebatos típicos de la más auténtica rabia española, me obligaron a comprar un par de pistolas de bolsillo y a tenerlas preparadas cuando cruzaba el campo solitario que se extendía por espacio de media milla por la parte de Londres donde tenía mi morada.

Durante muchos años seguí en la duda de si las cartas habían pretendido sólo intimidarme y asustarme, pero cuando mi querido amigo Lista vino de Francia a Inglaterra con la única intención de visitarme en Oxford, me informó que el autor de una de ellas había sido un íntimo amigo suyo, un tal Isidoro Gutiérrez, que murió hace algunos años. Había sido admitido en una de las sociedades secretas culpables de la mayor parte de los males que estropearon el gobierno de las primeras Cortes españolas, y había estado presente en un debate en el que se había resuelto buscar la manera de asesinarme. Gutiérrez fue lo suficientemente generoso como para exponerse a ser descubierto como traidor a los secretos de la sociedad con el fin de ponerme en guardia. Mi relación con él había sido tan superficial y poco frecuente que cuando recibí su carta no fui capaz de recordar quién me la escribía y hasta que Lista no me habló de ello estuve dudando de su autenticidad.

A los que por aquellos años de la revolución española tenían la más alta idea del espíritu público español no dejará de parecer extraño que las Cortes fueran capaces de permitir en una de sus sesiones un violento ataque contra un individuo que no podía defenderse, y de que no hubiera entre los diputados ninguno con valor suficiente y rectos sentimientos para pronunciar una palabra en favor de un hombre que muchos de ellos conocían muy bien. Lo que voy a contar a continuación prueba que Napoleón no estaba mal informado cuando calificó a las Cortes españolas de despreciable chusma.

Ya he dicho que la animosidad que se levantó en Cádiz en contra mía se debió a mi defensa del derecho de las colonias españolas a una perfecta igualdad con la madre patria. Aún en estos momentos, en que se ha perdido toda esperanza de reconquistar los dominios hispanoamericanos, no se ha extinguido del todo el espíritu del tiempo de las conquistas de Méjico y Perú, y en los años en que las colonias empezaron a sacudirse su yugo, el orgullo de la conquista estaba tan alto en España como en pleno siglo XVI. Desde aquel tiempo los españoles habían vivido en la más profunda ignorancia del curso de los asuntos humanos en el resto del mundo y por esta razón los prejuicios que habían heredado las sucesivas generaciones seguían tan fuertes como en los tiempos de Cortés y Pizarro. El orgullo español se había acrecentado a consecuencia de los sentimientos que el sistema colonial español había fomentado en el espíritu de los colonos. Los americanos descendientes de españoles son naturalmente despiertos e inteligentes, pero les suele faltar principios morales y firmeza de carácter. Criados en un clima que invita al pleno disfrute de los placeres sensuales y sometidos a un gobierno que obstaculiza todo medio de cultivar las virtudes varoniles, las mejores clases de la sociedad hispanoamericana son superficiales y blandengues, en tanto que las clases más bajas están hundidas en el más craso libertinaje. La superstición fomentada por el clero es más vulgar y corruptora que en cualquier otro país católico y la conducta de los clérigos, especialmente la de los frailes, es escandalosa. Si hay un defecto característico de todas las clases sociales es sin duda la habitual despreocupación por las obligaciones morales. Sería inútil tratar de persuadir a las mejores clases de Hispanoamérica que los deberes morales se extienden a la política y al gobierno: son incapaces de creer (y en esto hay que incluir a un buen número de españoles) que el peculado y la aceptación de sobornos son males morales.

Como han crecido bajo gobiernos que actuaban para su propio provecho a expensas de la nación, no tienen más remedio que sacar la consecuencia de que quien está relacionado de cualquier forma con la autoridad puede seguir sin más las mismas normas de actuación. La veracidad y el honor son palabras que salen frecuentemente de los labios de los que reclaman para sí el título de caballeros, pero en un país donde la única manera de escapar de la persecución es el disimulo de las propias ideas, las virtudes de las que tan frecuentemente se habla no son más que nombres vacíos. Estoy lejos de acusar a individuos determinados de estas faltas, y no hay duda que se pueden encontrar personas honorables en las situaciones más corrompidas de la sociedad, pero una descripción general no puede estar basada en excepciones.

Había un sacerdote entre los diputados hispanoamericanos a quien sus compañeros odiaban cordialmente: creo que su nombre era Pérez de la Puebla. Era uno de estos hombres que saben disfrutar liberalmente de todo lo que le está prohibido a la profesión clerical, pero que sin embargo se salvan de cualquier reproche por la estricta ortodoxia de sus doctrinas. Pérez se había traído a su concubina desde América, vivía con ella en Cádiz y se la volvió a llevar cuando fue a tomar posesión de su obispado en Puebla de los Ángeles. Pero era completamente ortodoxo y sobre todo, lo que todas las Iglesias aprecian más, era un hombre seguro, es decir, uno que conocía y defendía los intereses del clero. Como desde el momento que se sentó en las Cortes, Pérez se había propuesto el objetivo de conseguir una mitra, tuvo buen cuidado en no adoptar las mismas opiniones liberales de sus hermanos diputados de América. Estos, por su parte, eran tan libertinos y sin principios como el mismo sacerdote, pero votaban y actuaban constantemente del lado de los reformadores, menos cuando había alguien que les ofreciera dinero.

Mi periódico había alcanzado tal influencia que sus rivales españoles de las colonias consideraron conveniente ponerle fin si fuera posible asesinando a su autor. Podía haberse esperado que los hispanoamericanos, por cuyo bienestar había incurrido yo gratuitamente en tanto odio, me tratarían dignamente. Pero la verdad es que ellos estaban tan lejos de conocer el respeto debido a las cortes y a ellos mismos (para no mencionar el que me era debido a mí) que para engañar al sacerdote Pérez no dudaron en calumniarme y en intentar destruir el crédito de mi obra exactamente en la forma más grata y conveniente a los enemigos de su propio país.

Con tal motivo uno de los diputados sudamericanos, con el consentimiento de los demás, escribió una carta utilizando el nombre de Pérez como presidente de un supuesto comité de la Diputación Transatlántica. La carta falsificada mostraba su agradecimiento por la forma liberal en que había defendido yo la causa de las colonias, se quejaba de la injusticia con que trataban sus reclamaciones y se me dejaba en libertad de reproducir la carta. Para eliminar cualquier sospecha los autores del engaño se dirigieron al conde Palmela, entonces embajador portugués en España, rogándole que hiciera seguir la carta al embajador portugués en Londres25. Dadas todas estas circunstancias creí conveniente acusar recibo de la carta y la publiqué en el número siguiente del periódico. Los diputados americanos habían conseguido llevarme al terreno que querían ellos y sus amigos. Pérez subió a la tribuna furioso para acusarme como autor de la falsificación, en tanto que (como me informó un diputado español que estaba en contacto con los sudamericanos) éstos se reían por lo bajo y entonaban con el mayor entusiasmo el murmullo de Adiós a la mitra.

Se podía haber esperado que en una asamblea donde muchos de sus miembros me habían conocido íntimamente durante tanto tiempo, se hubiera levantado alguno para pedir que no se me acusara tan rápidamente de este improbable crimen, y para haber afirmado algo tan evidente como que ningún hombre en recto uso de sus sentidos se hubiera expuesto tan estúpidamente a un descubrimiento inmediato, del que no podía sacar la menor utilidad, y que en cualquier caso no se puede condenar a una persona sin escucharla antes. Pero en vez de este lógico razonamiento parece que varios diputados aprovecharon la oportunidad para injuriarme. [Juan Nicasio] Gallego, un sacerdote con quien tanto en Madrid como en Sevilla había vivido en términos de gran amistad, habló tan duramente contra mí, que llegó a decir que sentía haberme dado el nombre de amigo.

En cuanto los periódicos españoles me dieron a conocer lo que había sucedido en las Cortes hice imprimir un facsímil de la carta atribuida a Pérez y lo inserté en el número siguiente de El Español con una relación de todo lo sucedido. Imploré a las Cortes que me hicieran justicia, apelación que no hubiera sido desoída en cualquier país donde la opinión pública fuera sensible a los sentimientos de la justicia, pero no lo fue en las Cortes españolas. Mi nombre había sido registrado con infamia en las Actas de las Cortes y no hubo ningún diputado que se tomara la molestia de pronunciar unas palabras que hubieran sido también registradas como explicación de una afirmación errónea y gratuita y que fueran como una revocación de la mancha que inmerecidamente habían arrojado sobre mi buen nombre. Los diarios de las Cortes españoles legarán mi nombre a la posteridad como el de un convicto falsificador sin haberme dado la menor oportunidad de ofrecer algo al lector que pueda hacerle concebir dudas sobre la objetividad de la acusación. En un país donde prevalece tal indiferencia a la justicia, donde el supremo consejo de la nación no se da cuenta que su propia desgracia se originará de actos como el que he contado, no es sorprendente que no llegue a prosperar la verdadera libertad.

La publicación de El Español continuó hasta la total expulsión de las tropas francesas de la península y la vuelta de Fernando VII. No me es posible contar todo lo que sufrí durante los cinco años de su publicación. Mi salud quedó tan quebrantada que desde entonces la vida no ha sido para mí más que una fuente inagotable de padecimientos.

Después de todo lo que he dicho sobre mi periódico, quiero también dar a conocer la recompensa que he recibido de este generoso y munificente país en consideración a mis servicios. No soy yo el más indicado para valorarlos; todo lo que puedo decir es que trabajé con gran celo, a pesar de mis muchos sufrimientos físicos y morales. Me limitaré a contar cómo me concedieron una pensión anual de doscientas cincuenta libras, que ha sido la principal ayuda recibida en medio de mis enfermedades y el medio que me ha permitido educar a mi hijo y situarlo donde tengo la satisfacción de saber que por su celo y honorable conducta como oficial no sólo recompensa las penas y sacrificios que me ha costado, sino que paga gran parte de mi deuda de gratitud para con un país a quien debo más que a aquél donde nací y me eduqué26. ¡Dios bendiga a Inglaterra, mi tierra de adopción y el país de mis más cálidos afectos! Pero sigamos adelante.

Mi periódico había influido extraordinariamente durante cerca de dos años en la mejor parte del público español. Sir Henry Wellesley, embajador británico en Cádiz, se veía asediado por gente que le pedía ejemplares de El Español cada vez que llegaba el paquebote con ellos. De esta manera había sido testigo imparcial del servicio que el periódico hizo a la causa común de España e Inglaterra. Tengo buenas razones para creer que el gobierno inglés había recibido frecuentes informaciones sobre los buenos efectos de El Español en la orientación de la opinión pública y en la remoción de los prejuicios que el numeroso y activo partido antibritánico no dejaba de promover y mantener. Un diputado de las Cortes llamado [Andrés Avelino de la] Vega, a quien yo había conocido en Londres, donde la Junta de Asturias lo había mandado al comienzo de la guerra, era ahora miembro de las Cortes de Cádiz, en las que defendía los mismos puntos de vista que El Español intentaba comunicar a los españoles. Como Vega era un hombre muy influyente en Cádiz, el coronel Murphy, que lo conocía muy bien, me aconsejó que le escribiera informándole de la inseguridad de los ingresos con que atendía a mi subsistencia, y pidiéndole que mencionara mis circunstancias al embajador británico, que era la persona más cualificada para estimar el valor de mis servicios. El primer paquebote que vino de Cádiz trajo la recomendación de Sir Henry Wellesley exponiendo mi caso al gobierno inglés. Mr. [William] Hamilton, subsecretario del Foreign Office, que cuando lo conocí por vez primera había sido muy amable conmigo, me escribió informándome que iba a recibir una pensión anual de ciento veinticinco libras y me rogaba que me pasara a recoger la primera cantidad. En otra ocasión, hace ya muchos años, había recibido del Foreign Office algunos encargos bastante laboriosos en forma de traducciones, pero esto sólo sucedió dos o tres veces.

Como he dependido durante muchos años de esta pensión del gobierno inglés, se podría sospechar que al menos durante la publicación de El Español habría recibido instrucciones o al menos indicaciones que influyeran en mi periódico. Tengo que declarar que tuve siempre completa libertad. Concebí y manifesté mis opiniones como mejor podía, intentado servir con honradez la causa de la libertad y el humanismo, sin ceder ante ninguna influencia que no fuera la de una filosofía o experiencia política superior. Lord Holland y su íntimo amigo Mr. [John] Allen eran como mis maestros en esta importante y complicada rama de la ciencia. Como sabía de su profundo conocimiento de la historia y literatura de España, con no pequeña emoción les pedía su opinión con respecto al próximo número del periódico. Puesto que escribía a tanta distancia del público a quien dirigía mis trabajos, estaba muy contento de tener a mi lado a dos jueces y consejeros tan capacitados. Su aprobación era mi mejor recompensa y sus observaciones los mejores medios que tenía de perfeccionarme en mi tarea. Si Lord Holland no hubiera estado en la oposición durante todo el tiempo de mi periódico, podría sospecharse de la pureza de intención en sus deferencias para conmigo, pero tengo la satisfacción de estar completamente seguro, y así me lo dice todavía mi conciencia a pesar de los años que han pasado desde entonces, de que al tomar a Lord Holland y a Mr. Allen por mis mentores políticos no había nada que torciera mi juicio, de no ser que haya dado demasiado peso a la amistad y al afecto.

Para concluir todo lo que creo justo y necesario decir con respecto a mi pensión, declaro que en ninguna ocasión ninguna de las personas de las cuales ha dependido en distintos momentos la continuación de esta ayuda han intentado ejercer ninguna influencia sobre mí. No me dijeron ni una palabra cuando empecé aquella controversia con los católicos aunque Mr. [George] Canning estaba entonces al frente del Foreign Office. Para crédito de todas las partes interesadas debo decir que he estado tan libre de influencias como si mi principal medio de subsistencia hubiera sido una propiedad heredada.

También quiero pagar una deuda de gratitud que tengo con Mr. Hamilton, que durante el ministerio de Lord Castlereagh me ofreció en nombre de Su Señoría el puesto de capellán en la embajada inglesa de Brasil. El estado de mi salud me obligó a declinar el ofrecimiento.




ArribaCapítulo V

Narración de su vida en Inglaterra (1814-1826)


Mi tarea de escribir artículos originales, traducir documentos y corregir las pruebas [de El Español] me había ocupado por término medio unas seis horas diarias, pero aunque mi salud se deterioraba rápidamente no podía dejar de atender al mismo tiempo a mi formación intelectual. No llevaba muchos meses en Inglaterra cuando me di cuenta de que para adecuarme al nivel cultural del país tenía que conocer el griego. En mi juventud había tomado algunas lecciones de un sacerdote irlandés que estudiaba Teología por aquel tiempo en Sevilla, pero como en mi país no había nada que estimulara este curso de estudios lo abandoné antes de haberme familiarizado con el alfabeto. Recuerdo bien que no era capaz de distinguir la z de la c.

Sin embargo la preocupación que me causó mi ignorancia de esta lengua hubiera llegado a desaparecer de no ser por una de esas circunstancias aparentemente banales que a veces deciden nuestro futuro. Mi deseo de perfeccionar el inglés hacía que tuviera constantemente en mis manos las obras de los clásicos ingleses. En una ocasión en que leía el Spectator me fijé en un ensayo sobre el empleo del tiempo. Me llamó poderosamente la atención su observación de que el empleo ininterrumpido de un cuarto de hora diario para adquirir un conocimiento determinado no podía menos de recompensar la perseverancia del estudiante en poco tiempo. Desde este momento me decidí a emplear el cuarto de hora diario para aprender los rudimentos de la gramática griega. Pedí prestado un ejemplar de la Gramática de Westminster y puse manos a la obra aquella misma tarde. La tarea fue realmente muy difícil porque cuando empezaba mi cuarto de hora de griego venía agotado de trabajar en El Español. Para aliviar un poco la dura tarea de memorizar las declinaciones me procuré una Clavis Homerica, que me hizo este estudio algo más agradable. También cambiaba frecuentemente de texto de gramática, escogiendo para el estudio de cada parte de ella el que la expusiera de forma más comprensible. De esta manera aprendí los nombres en una gramática, los verbos en otra y las preposiciones en otra distinta.

Como me daba cuenta de mis progresos, no dejaba de estar atento a los anuncios de libros griegos que aparecían en los diarios. A veces me engañaron títulos prometedores, pero la curiosidad que me suscitaban todos estos libros aliviaba el tedio del estudio y alentaba mi perseverancia. Especialmente recuerdo como muy útiles las Collectanea de Dazel y la Gramática de Moore. Poco a poco fui alargando aquel primitivo cuarto de hora que dedicaba al griego y al cabo de cuatro años, es decir, por el tiempo en que terminé la publicación de El Español, me había leído la Ilíada, la Odisea, Herodoto, todos los extractos de Dazel y alguna de las Vidas de Plutarco. Me ayudaba de traducciones, que venían a ser como mis maestros, y yo recomendaría este mismo método a cualquier persona adulta que quiera aprender una lengua extranjera por sí mismo. Mí perseverancia ha sido tan grande que a lo largo de veinte años muy pocas veces dejé mi estudio diario del griego. Puedo decir incluso que nunca lo he dejado completamente porque raro es el día que no leo a los clásicos de esta lengua. De esta manera, por mi esfuerzo personal y sin ayuda de un maestro he llegado a ser no un eminente helenista pero sí un estudiante que conoce bien la estructura de esta lengua y las mejores obras de sus clásicos tanto en verso como en prosa.

El estudio de la religión cristiana vino a ser también una ocupación casi diaria por este mismo tiempo. En mis libros anteriores he contado con tanto detalle mi historia espiritual y religiosa que poco diré aquí a este respecto. Muchas han sido en verdad las pruebas y sufrimientos que he tenido que soportar en nombre de la religión. Mis problemas intelectuales, mis luchas espirituales, mis vacilaciones, incluso mis propias caídas temporales, todo ha sido descrito detalladamente en mis diarios privados. No quiero que quede oculto nada de lo que se refiere a mi historia espiritual si puedo contar con la certeza moral que los hechos revelados no serán mal entendidos. Sin embargo mi conocimiento de la humanidad me dice que hay muy pocas personas, muy pocas en verdad, cuyos prejuicios religiosos no las llevarán a sacar falsas conclusiones sobre mi idea de un cristianismo intelectual.

No conozco ningún otro peligro más grave y universal que la costumbre establecida de sacar conclusiones por los demás y afirmar que si se duda o se niegan algunos puntos de los sistemas comunes de teología, hay que dudar o negar las verdades fundamentales del cristianismo. Esto no sucedería si los hombres pudieran manifestar sus ideas y sentimientos sobre la religión tan libremente como sobre otros asuntos, pero en el actual estado de cosas cada persona conoce su propio espíritu. De aquí se deriva una triste estrechez de ideas, poco distinta de la de los católicos, de aquí esa intolerancia escolástica que no admite conclusiones a no ser que se deriven de las premisas establecidas.

Por lo que respecta a mí mismo, si no estuviera en entredicho mi personalidad intelectual, no me importaría escandalizar a las personas que fuesen, incluso arriesgando mi buena fama póstuma. Pero me considero (humildemente, según confío) como uno a quien la Providencia ha encargado una misión especial, la de dar testimonio de ciertas experiencias espirituales ante aquéllos que puedan leer mis escritos. Muchos no creen tener necesidad de mis pruebas sobre las tendencias malignas del catolicismo, porque están convencidos de que todas las formas del cristianismo son falsas y perversas; y por otro lado los que creen en el Evangelio no tienen necesidad de más razones para seguir firmes en su fe, ya proceda esta firmeza de espíritu de partido o de un vivo y sincero convencimiento. Pero sé de algunos casos en que mis razones, mi experiencia y mi ejemplo han ayudado a algunas personas a liberarse del papismo o de la irreligión. Sin embargo estoy seguro de que mis convertidos no van a ser ocasión de triunfo para ningún partido. No hay en mis escritos ni una partícula de lo que pueda producir en mí o comunicar a los demás un proselitismo ciego. En verdad que he intentado atrapar la chispa del entusiasmo religioso que salía de aquellas personas a quienes he querido sinceramente, pero mis esfuerzos han sido vanos. Lo que aquellos queridos amigos reprobaban en mí como orgullo intelectual no puede desaparecer más que conmigo mismo. Esta característica es evidente en todos mis escritos: tengo que venir y ver, y los que puedan beneficiarse de mi experiencia han de poseer esta misma disposición natural. Sin embargo estoy convencido de que esta fidelidad inquebrantable a la luz que hay en nosotros no tiene nada que ver con el orgullo. No tengo ningún motivo para dudar que estoy y siempre he estado dispuesto a seguir a la Verdad sin parar en pérdidas, peligros, honor o deshonor, pero como la Verdad nunca se me ha aparecido en medio de ese ancho caudal de luz que parece ha sido derramado en abundancia sobre algunos, como la verdad se ha mostrado a los ojos de mi espíritu como una estrella viva pero pequeña y parpadeante en medio de una tormenta, unas veces apareciendo en un momento fugaz con una belleza que arrebataba el corazón, otras entre espesas nubes de manera que si hubiera tenido menos fe hubiera sospechado que la primera visión no había sido más que un engaño; como así ha sido la manifestación de la Verdad a mi espíritu me he sometido a una prueba larga y dolorosa haciéndome el propósito de seguir siempre caminando ya en medio de resplandores, ya en la oscuridad, en la dirección que la luz me ha mostrado.

¿Estaré yo engañado como aquellos que intentan coger un objeto con los ojos vendados? Ciertamente puede suceder que la muerte detenga mi caminar después de haberme desviado considerablemente de la línea recta en que he procurado mantenerme, pero como no me habré separado voluntaria ni deliberadamente, mi error no podrá ser interpretado como negligencia o indiferencia.

Como no puedo creer que sea el único mortal que posea estas cualidades espirituales (no voy a discutir si son virtudes o defectos), y como estoy seguro de que es precisamente para estas personas para las que la Providencia me ha convertido en advertencia, o quizá en guía, quiero con todas mis fuerzas evitar cualquier obstáculo que entorpezca mi destino moral. Deseo sinceramente que mi libertad espiritual no sea mal entendida, que no sea considerada, como la libertad de San Pablo de la ley mosaica, como prueba o señal de apostasía. De una vez para siempre declaro que desde mi encuentro con el cristianismo en Inglaterra, aun en medio de las tribulaciones espirituales más duras, he seguido obedeciendo a los preceptos de Cristo y me he encomendado continuamente a la misericordia de Dios por medio de Él27.

Seguiré con mi narración. Tan pronto como me convencí de que el cristianismo no podía ser una impostura, parece que revivieron inmediatamente los tempranos hábitos de mi espíritu con respecto a las doctrinas teológicas. El largo estudio que había hecho de la Teología me libró de la necesidad de tener que leer mucho para informarme de las creencias de la Iglesia anglicana. Después de una residencia en Oxford de cerca de seis años, sumando dos períodos diferentes, estoy convencido de que cuando me adherí a la Iglesia de Inglaterra sabía más teología que la mayor parte de los que eran admitidos a las órdenes. Mis enemigos han hablado sin razón sobre éste lo mismo que sobre muchos otros aspectos de mi vida. Ellos creen que mi cambio fue repentino y sin preparación, y hablan de mí como si fuera un ignorante en los estudios eclesiásticos y me hubiera limitado a aceptar las creencias de la Iglesia más próxima. Pero la verdad es que ningún cambio fue más natural y espontáneo que el mío. Fui asistente regular a la Iglesia y participé en la Cena del Señor antes de solicitar mi admisión como clérigo de la religión establecida. No quise dar este paso mientras seguía publicando El Español, pero tan pronto como después de la vuelta de Fernando [VII] y la restauración del despotismo la península fue cerrada a mi periódico, hice sin demora lo que habría querido hacer desde mucho tiempo antes, y habiendo firmado los 39 artículos me establecí en Oxford con el único propósito de perfeccionar mis conocimientos del griego y ampliar los que ya tenía de Teología.

Había conocido en Holland House al Dr. Shuttleworth, Warden del New College. Confiando en su amabilidad le pedí me buscara un lugar para establecer mi casa en Oxford, lo que hizo sin demora, de forma que muy pronto me encontré alojado junto con mi pequeña colección de libros en las proximidades del New College.

1814. 39 años

Creo que esto sucedió en octubre de 1814. Un caballero escocés que había conocido en casa de mi excelente amigo Mr. James Christie me dio una carta de presentación para el difunto Dr. Nicoll, que acababa de obtener su grado de Master. Nicoll, Shuttleworth y los hermanos Duncan (dos modelos de cariño y amabilidad) formaban el círculo de mis amistades. Apenas llevaba unos días en mi casa cuando Mr. (ahora Dr.) Charles Bishop28, que acababa de volver de España, vino a verme en compañía de sus dos hermanos Mr. William y Mr. Henry Bishop, el primero de ellos ministro anglicano y Fellow de Oriel College, y el otro estudiante entonces y después ministro anglicano también. No soy capaz de expresar debidamente con mis palabras la alegría y los bienes que me vinieron con tal visita, porque desde entonces hasta el momento actual la amistad de William Bishop y su familia ha sido para mí causa de ilimitado agradecimiento. Si en cualquier ocasión en que mostrara mi legítimo orgullo por mis amistades y relaciones con Inglaterra, alguien me pidiera una muestra de lo mejor que esta tierra puede producir, no dudaría en señalar inmediatamente a la familia de los Bishop de Holywell, en Oxford.

Mr. Parson, de Holywell, que estaba entonces trabajando en la edición de la Biblia de los Setenta, me hizo también el favor de visitarme como prueba de buena vecindad. Su hija mayor, después Mrs. Nicolls, joven inteligente y dotada de las mejores cualidades, tenía buenos conocimientos de música y como nunca he perdido ninguna oportunidad de ayudar en este hermoso arte a cualquier persona a quien mis conocimientos pudieran ser de alguna utilidad, lo que fui capaz de hacer en favor de Miss Parsons me dio constantes ocasiones de visitar a su familia.

Reanudé mis estudios con todo empeño, pero mi salud estaba muy quebrantada y los constantes sufrimientos que desde entonces me han venido privando de tranquilidad y fortaleza espiritual, y que en algunas ocasiones me han hecho penoso el mismo vivir, iban agravándose rápidamente. Luchaba con todas mis fuerzas contra ellos, pero mis días eran malos y las noches peores.

1815

Llevaba en Oxford un año cuando Lord Holland, a la vuelta de un viaje por el extranjero, me ofreció el puesto de tutor de su hijo y heredero, el honorable Henry Fox. Este ofrecimiento me resultaba muy atractivo, pero no me consideraba suficientemente preparado para desempeñarlo dignamente, por lo que di esta razón como el principal motivo para declinar una invitación tan honorable y ventajosa para mí. Pero Lord Holland insistió amablemente de forma que pudo con mi resistencia. Acepté por consiguiente y dejando mi pequeña casa de Oxford me fui a vivir a Holland House. Lord y Lady Holland me trataron con mucha cordialidad y su ininterrumpida amistad es el testimonio más halagador para mis sinceros esfuerzos en el cumplimiento de mi deber con su hijo. Pero no puedo negar que sufrí muchísimo en mis dos años de residencia en su casa. Repetidamente había pedido ser librado de una tarea para la que no tenía ni salud ni ánimo. Al cabo de estos dos años, Lord y Lady Holland me pidieron que los acompañara a Bélgica, donde iban a estar unos cuantos meses, pero decliné positivamente la invitación. El mismo día en que salieron de Londres con su hijo y mi pupilo le escribí una carta a Lord Holland manifestándole la total incapacidad en que me veía de seguir con mi ocupación a su regreso y rogándoles encarecidamente que aprovecharan este paréntesis para encontrar otro tutor. Todavía conservo su respuesta, que es extremadamente cariñosa.

Con mi libertad recobrada, pero en lastimoso estado de salud, dudaba dónde establecer mi nueva residencia. Podría haber vuelto a Oxford, pero el hecho de no ser miembro de aquella universidad había sido una secreta causa de mortificación durante mi estancia allí. Pensé en matricularme como estudiante en Alban Hall, donde Mr. Parson era Vice-Principal, y a pesar de la embarazosa situación que suponía este descenso en rango cultural creo que hubiera pasado por él de no haber sido llamado a Holland House. Pero el tiempo había aumentado el peso de mis objeciones y como no tenía esperanzas de conseguir un grado académico abandoné la idea de vivir en Oxford.

1817

Me instalé en las cercanías de St. James' Square en Londres, para estar cerca de mis queridos amigos los Christie. Mi amigo Mr. James Christie había decidido enviar a Francia a su mujer y a sus hijas para completar la educación de estas últimas. Él habría de permanecer en Londres pero con vistas a mantener una residencia más pequeña durante este tiempo había alquilado el primer piso de una casa en Pall Mall, cuya planta baja estaba ocupada por un librero. Como el segundo estaba libre, mi amigo me propuso que lo alquilara yo, lo que hice con la alegría de vivir bajo el mismo techo con una persona a la que apreciaba y quería tanto. Esto me hizo no prestar mucha atención al gasto que suponía (y que difícilmente podía soportar) amueblar la casa y participar en los gastos de mantenimiento. De todas formas, aunque nuestra amistad continuó inquebrantable, poco consuelo nos pudimos dar el uno al otro. Por un lado, el ánimo de mi amigo estaba muy afectado por la ausencia de su familia y por mi parte los sufrimientos de mi enfermedad se habían hecho completamente intolerables.

A consecuencia de ello tomé la decisión de hacerle caso a los médicos y me sometí a dos severos tratamientos, el primero bajo la dirección de un inútil e ignorante curandero y el otro a cargo de un médico muy capaz. El resultado fue una debilidad extrema que no me dejó casi nada más que piel y huesos, de tal manera que no era capaz de mantenerme en pie.

1818. 18 agosto

En este desesperado y triste estado recibí la visita de otro buen amigo, Mr. [Francis] Carleton, sobrino del difundo Lord Carleton, que vivía con su mujer y dos hijos pequeños en Little Gaddesden, Herts, muy cerca de Ashridge, la espléndida mansión del conde de Bridgewater, y me invitaba a vivir en su cottage. No tenía tutor doméstico para su hijo mayor, niño entonces de ocho años, y aunque no lo hizo con este fin, acepté su propuesta con el propósito deliberado de pagar la hospitalidad de mi amigo con este servicio.

Siento decir que en este empeño fui muy poco afortunado. Mi gran debilidad me hacía muy irritable y mi alumno tampoco era un modelo de docilidad, por lo que creo que poco fui capaz de enseñarle. Los Carleton me trataban como si fuera un hermano, pero creo que los últimos seis meses de mi estancia con ellos (que tuvo una duración total de unos dos años) debió haber sido motivo de problemas para ellos. Como estaba totalmente debilitado y no podía soportar el ruido de los niños en una casa pequeña y poco confortable, casi llegué a volverme loco. Había dejado de intentar enseñar al hijo mayor, y en tales circunstancias no había nada que justificara vivir a expensas de mis amigos. A lo largo de mi vida nunca me ha gustado ser un intruso sino que, al contrario, he tenido mucho cuidado de no ser una carga para nadie. Sin embargo, parece como si mi absoluta debilidad y mi total dependencia en estos amigos para cualquier cosa por pequeña que fuera, me hubiera hecho totalmente ciego a la necesidad de dejar su casa.

Para justificarme debo decir que con toda seriedad le rogué a mi amigo Carleton que aceptara una compensación económica por mi manutención pero él no quería ni oír hablar de esto. A pesar de todo, estaba tan necesitado de su compañía que nunca llegué a sacar la consecuencia obvia de aliviarlos yéndome a vivir a otra parte. Y esto es más extraño todavía porque por este tiempo la joven familia de mis amigos iba aumentando. Pero es difícil calificar la insensibilidad (no conozco otra palabra más suave) a que mis sufrimientos me habían reducido sobre este particular. Permanecí allí como si aquella casa fuera mi refugio natural, como si los lazos de la sangre me hubieran atado a aquel lugar. Pero repentinamente desperté de mi sueño y me di cuenta de la necesidad de buscar otro refugio. Mis amigos seguían siendo tan amables y cariñosos como siempre, pero ya tenía los ojos abiertos a la necesidad de privarme de la felicidad que era para mí gozar de su compañía. Pero no era capaz de decidir a dónde ir ni cómo viajar en mi lastimoso estado de salud, con los dolores y la debilidad que me había ocasionado mi enfermedad.

Lo único que se me ocurrió fue comunicarle mi triste estado de salud a mi amigo el reverendo William Bishop, con quien había mantenido correspondencia regular desde nuestra separación. Su respuesta fue una apremiante invitación a que me fuera con él a Ufton, Berks, y estuviera en su casa el tiempo que quisiera. Acepté la invitación con el propósito de aprovechar el tiempo para determinar dónde iba a establecer mi residencia permanente. Con gran pesar me despedí de mis buenos amigos Carleton. Nuestra entrañable amistad ha permanecido inalterable durante muchos años, a pesar de su larga ausencia de Inglaterra.

1820. 12 diciembre

El descanso de la casa parroquial de mi amigo en Ufton fue muy favorable para mi salud y mi ánimo, pero la mejoría fue tan lenta que apenas era perceptible. Fue allí donde recibí una carta del poeta Mr. [Thomas] Campbell invitándome a escribir para el New Monthly Magazine, de cuya dirección se había encargado. Este fue el origen de las Cartas de España. No era capaz de escribir mucho de una vez, pero dedicándole a esta tarea una hora cada mañana vi que la obra progresaba, y al cabo de tres meses casi había dado fin a mi proyecto29 .

Pensé entonces regresar a Londres. La mujer y los hijos de mi amigo Christie habían vuelto de Francia y la familia vivía ahora en Chelsea. Vivir cerca de ellos era muy importante para mi felicidad. Por tanto, me fui a Londres y tomé casa cerca de ellos.

1821. 2 abril

Durante cerca de seis años su casa fue la mía. No puedo expresar debidamente mi gratitud por su ininterrumpido cariño para conmigo y por haberle permitido a mi hijo todas las ventajas de la compañía de los suyos, ayudándole en todo momento en la formación de su carácter moral y educación como si hubiera sido uno más de la familia. Mi amigo Christie se ha llevado a la tumba esta deuda mía de gratitud, que quisiera poderle pagar a su mujer y a sus hijos. Si un cariño profunda y sinceramente sentido puede ayudar a compensar la deuda, entonces no me puedo acusar de haber sido un deudor descuidado.

Mi salud siguió mejorando, pero lentamente. Como las Cartas de España me habían dado a conocer en el mundo de los libros Mr. [Rudolph] Ackerman, del Strand, que quería publicar un periódico español para los lectores sudamericanos, me pidió que me encargara de esta publicación suya. Yo no estaba decidido, porque su idea era hacer algo del estilo del Ladies' Magazine. Tenía una enorme cantidad de láminas de cañadas, cascadas, villas, edificios públicos y hermosas señoras que, cambiando lo que decían del inglés al español, podían adaptarse magníficamente al nuevo mundo. Cada número debía llevar cierta cantidad de estos grabados y la idea de convertirme en el instrumento literario de esta exhibición de galanterías me sublevó. Pero me puse a considerar el asunto desde otro punto de vista: podía hacer del pretendido periódico un vehículo de informaciones útiles para unos pueblos que hablan una lengua en la que no abundan libros que los orienten y eduquen dadas las circunstancias públicas en que viven. Esta idea hizo que me decidiera a aceptar la oferta de Mr. Ackerman y me comprometí a tomar a mi cargo el periódico con la única condición de que el editor encargara a otro español las explicaciones de los grabados de moda y decoración. También conseguí la promesa de que no se entrometería en mis artículos, y yo, a mi vez, le aseguré que no asustaría a los hispanoamericanos con controversias religiosas que pudieran perjudicar la libre entrada y circulación del periódico en aquellos países. Las condiciones económicas eran buenas, puesto que recibiría trescientas libras anuales por cuatro números.

Escribí el periódico durante cerca de año y medio. A pesar de que hice todo lo posible para que fuera útil, el trabajo me resultaba odioso. Escribir para un público lejano es tan difícil como pronunciar un discurso sin oyentes que lo escuchen. Además, pensar en español no sólo se me había hecho muy difícil, sino que me causaba grandes sufrimientos que me quitaban la alegría. Sin embargo, es posible que a pesar de todo esto las Variedades -como se llamaba el periódico- hubiera seguido bajo mi cuidado mucho más tiempo de no ser por el cambio repentino que unas circunstancias inesperadas vinieron a traer a mis ocupaciones literarias.

Mr. Charles Butler había publicado su Book of the Roman Catholic Church, pero no le había echado ni siquiera una ojeada. No me gustaba la controversia, especialmente sobre algo que durante muchos años había considerado más allá de toda discusión. Pero inesperadamente recibí una carta de Mr. Locker, del hospital de Greenwich, a quien Mr. Southey me había presentado por carta poco tiempo antes. Mr. Locker me había invitado a su casa un par de ocasiones y allí conocí a su mujer, señora de gran educación y agradable trato. La nota de Mr. Locker iba acompañada de una carta de su mujer pidiéndome que contestara aquel libro, cuyas falacias y deliberadas inexactitudes yo podía descubrir mejor que nadie. Mr. Locker concluía urgiéndome a considerar si no era un deber clarísimo mío, que no podía transferir a ningún otro, el dar un paso adelante en esta ocasión. La fuerza de esta llamada me llegó muy adentro, pero de todos modos quería buscar una excusa razonable ante la perspectiva de sufrimientos y vejaciones que se había abierto repentinamente delante de mí. Comprometerme en una controversia, tener que rastrillar una vez más los más penosos recuerdos de mi vida, enfrentarme a un partido violento armado sólo con la indefensa sinceridad de la verdad, aparecer ante algunos como un empedernido religionista y a otros como un oportunista que quería buscarse un alto puesto en la Iglesia anglicana, a los que forman lo que se llama «el mundo» como un agente del partido santo, todo esto y mucho más que es difícil definir se me presentó a lo vivo delante de mis ojos. Pero al propio tiempo me daba cuenta con la misma claridad que no podía eludir el penoso deber que me habían llamado a cumplir, de forma que le contesté a Mr. Locker que consideraría el asunto con toda atención30.

La Providencia me había deparado un testigo de mis acciones y sentimientos en este duro período de mi vida, a quien puedo apelar con toda confianza en confirmación de cuanto he dicho. Se trata del reverendo Robert Butler, ahora vicario de Kilkenny, que vivía en la misma casa que yo, donde él ocupaba las habitaciones del piso bajo y yo las del primero. Había conocido a Mr. Butler por medio de los Carleton, porque eran primos hermanos. Su amabilidad, su bondadoso corazón y su sincera piedad me llenaron de respeto y afecto por él. Hasta entonces había vivido con su padre pero como toda la familia se había ido a vivir al extranjero, mi amigo se vio en la necesidad de buscar alojamiento. Por este tiempo las habitaciones del piso bajo de mi casa se habían quedado libres y tuve la gran satisfacción de tener a esta excelente persona bajo mi mismo techo. Cenábamos juntos y paseábamos también juntos cuando nos lo permitían nuestras ocupaciones respectivas. Al recibir la carta de Mr. Locker se la enseñé inmediatamente a mi amigo Butler, que apoyó lo que en ella se decía. Incapaz de resistir a mi propia convicción, confirmada de esta manera, le dije a mi consejero y amigo que empezaría a escribir sin demora y si el primer intento tenía éxito, seguiría adelante, pero si me sentía a disgusto y no veía a mi pluma correr libremente, abandonaría el proyecto.

La primera carta de mi libro Evidence Against Catholicism quedó terminada al día siguiente. Mr. Butler la leyó y me animó a continuar. Cuando la obra estuvo terminada se la llevé al editor Mr. Murray. Yo no contaba con conseguir demasiado éxito y el editor, por su parte, la aceptó en los términos más bajos, es decir, me pagaría la mitad de las ganancias netas. Cuando apareció el libro yo fui el primer sorprendido del efecto que produjo, pero bien pronto empecé a experimentar la ira y la insolencia de los católicos y los emancipacionistas31 . Sin embargo, vi claramente que si hubiera querido valerme de aquéllos que me consideraban un útil aliado, podía conseguir amplia compensación por la enemiga y mala voluntad de mis adversarios. Para entrar en esta controversia teológica tuve que dejar el periódico español que sin mucho trabajo me procuraba trescientas libras al año. Si yo hubiera mencionado de alguna manera este quebranto de mis intereses, estoy seguro de que fácilmente hubiera encontrado medios honestos para compensarlo, pero el éxito de mi libro me llevó a tomar la firme resolución de no aceptar jamás ningún puesto de importancia dentro de la Iglesia anglicana. Esta resolución se la comuniqué a mi amigo Mr. Bishop por carta y a Mr. Butler de palabra. No consideré oportuno darla a la publicidad y me limité a buscar estos testigos de mi resolución y dejarlos en libertad de mencionarla si lo estimaban oportuno.

Llegué a considerarme totalmente entregado a la causa de la verdad religiosa, especialmente en oposición a Roma, y comuniqué a Mr. Ackerman que había decidido dejar de escribir para él en cuanto se publicaran los dos próximos números. Aproveché los últimos artículos de fondo para dar una corta narración de mi vida con respecto a las creencias religiosas. Como era un hecho notorio en los países de habla española mi incredulidad religiosa durante muchos años, consideré deber mío hablar de las principales razones que me habían hecho encontrar la verdad evangélica. Ni quise entrar en controversia religiosa porque hubiera perjudicado la circulación del libro. Tengo la satisfacción de saber que mi narración moderó en algunos casos aquella fiebre de incredulidad que el fanatismo absurdo de los creyentes llega a producir en los países cristianos y especialmente en el caso de España.

El sentido del deber con respecto a las clases más pobres me llevó a escribir en Poor Man's Preservative Against Popery, pero para dejar bien claro el desinterés de mis motivos contra las imputaciones de mis enemigos, no me aproveché de las ganancias de su publicación y aun compré con mi dinero los ejemplares que regalé32.

Estaba deseando volver a Oxford porque creía que no había lugar mejor para llevar a cabo mis proyectos y por consiguiente me enteré con gran alegría que había sido propuesto por la Junta Hebdomadaria para ser honrado con el grado de Maestro en Artes por diploma. Esto era precisamente lo que necesitaba para acabar con los tristes recuerdos de mi estancia anterior en Oxford, en que a pesar de ser licenciado universitario me había visto excluido de la institución universitaria en medio de la cual había estado viviendo. Pero también me enteré que se iba a proponer una oposición a mi grado. Dos días pasaron entre esta noticia y la llegada del diploma, y puedo decir que fueron en verdad dos días muy amargos. Como yo no había solicitado el honor que se me quería conferir, me resultaba muy duro verme expuesto de esta forma inmerecida a una afrenta pública. Creo que si la oposición hubiera triunfado, me hubiera ido de Inglaterra. De esta forma la alegría de la primera noticia fue ahogada por la dureza e insensibilidad del espíritu de partido. Es interesante observar que bajo la influencia de las pasiones santificadas por el sectarismo, aun los hombres de mejor voluntad no dudan en emplear los métodos más crueles e injustos para llevar a cabo sus propósitos.

Estoy convencido de que el promotor de la oposición no tenía ninguna objeción personal contra mí. De hecho, después de esto me ha mostrado toda clase de deferencias y hospitalidad, y yo he aceptado sus cumplimientos sin la menor sombra de resentimiento. Pero es éste precisamente el mal de la violencia partidista: el hombre más generoso y benevolente no siente el menor escrúpulo de conciencia al infligir a un inocente un grave daño y dolor porque considera este acto como un medio para conseguir un fin superior. Si yo hubiera sido una persona que hubiera querido conseguir riquezas y dignidades por medio del partido que ellos querían mortificar al perseguirme a mí, si yo hubiera mostrado cualquier clase de ambición para conseguir algo de la Iglesia en los muchos años que habían pasado desde que suscribí los artículos, entonces se podría decir con toda razón que tenía que aceptar también el mal como había recibido el bien. Pero lo único que se me iba a dar era un honor que venía a restaurarme a una clase a la que había pertenecido desde mi juventud, y al que había sacrificado por mi amor a la verdad. Hubiera podido seguir privado de él sin sentirme humillado, pero lo que la oposición pretendía era una afrenta positiva, por la cual no había recibido ningún bien en compensación (si es que existe compensación para el deshonor), una afrenta, además, que, según propia confesión de mis oponentes, yo no me merecía. Era pues necesario que el paso del tiempo y las atenciones que recibí de todos en Oxford suavizaran la penosa impresión que la oposición había causado en mi espíritu para poder disfrutar de los bienes que esperaba sacar de mi residencia en aquella ciudad.

Al principio, siempre que me encontraba con alguien de cuya amistad no hubiera recibido pruebas anteriormente, no podía dejar de sospechar que pudiera ser uno de los que habían objetado mi recepción como graduado. Pero creo que debo pedir excusas por haberme detenido tanto en este punto. Sólo los que conocen bien los sucesos de mi vida podrán excusarme debidamente porque saben muy bien que una gota de agua puede hacer rebosar el vaso. A ellos no les parecerán mis sentimientos un exceso de sensibilidad.

1826. 2 octubre. 51 años

Mi separación de los queridos amigos que dejaba en Chelsea y sus alrededores contribuyó también a menguar la alegría de mi regreso a Oxford. Los Christie eran para mí como mi propia familia. También había otra persona que no vivía lejos de mí por quien sentía un amor fraternal. Era Mr. James Hawkins Wilson, de St. Mary Hall, en Oxford, que se había mostrado como un excelente amigo y había ganado mi afecto. Mr. Wilson era (con gran dolor tengo que usar el tiempo pasado) hombre de gran talento y cultura, de costumbres muy educadas y habitualmente guiado por los más altos principios morales; era religioso, pero libre de entusiasmo y fanatismo, y, aunque era más joven que yo, siempre me daba algún buen ejemplo que imitar. Dejé de ser vecino suyo, pero su casa siguió estando abierta para mí siempre que venía a la ciudad. Cuando me lo encontraba solo el tiempo en su compañía pasaba volando, y cuando estaba con sus familiares la amabilidad y el buen humor de todos hacían que el visitante se sintiera muy a gusto. Pero una enfermedad cardíaca segó la vida de mi joven amigo y se lo llevó el 22 de octubre de 1830, a los treinta y cuatro años de edad. He mirado la fecha en el anillo de luto que me dejó y que siempre llevo puesto en mi mano.

Y ya he llegado al fin de estas notas. Mi salud y mi estado de ánimo me impiden el seguir la narración a partir del momento en que me establecí en Oxford como miembro de Oriel College. El fin de estas memorias es remover las ideas falsas con respecto a mi persona. Es verdad que en esta última parte de mi vida nuevos y más fuertes prejuicios se han elevado contra mí, pero no tengo ya fuerzas para escribir nuevas apologías.

Quiero acabar con una ardiente plegaria a Aquel que me ha protegido en medio de una vida llena de dolores, para que bendiga a los que han contribuido a aminorar los sufrimientos morales y físicos que he padecido en los últimos veinte años. Que Dios le bendiga a usted y a su familia. Que Él ayude y recompense a los buenos amigos con quienes he vivido en Oriel. De todo corazón doy gracias a mi Creador y Redentor porque cuando mi corazón desborda de gratitud y reconocimiento en este momento, no hay en él ni una gota de resentimiento: mis enemigos no existen para mí cuando pienso en mis amigos. Mi vida temporal estará colmada con las mayores bendiciones si Dios tiene a bien concederme la perseverancia en estos mismos sentimientos hasta que entregue en sus manos mi espíritu33 . J. B. W. Oxford, 7 de abril de 1832.