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ArribaAbajoCapítulo II

Narración de su vida en España (1800-1809)


En las Cartas de España he tenido ocasión de referir mis sentimientos durante la celebración de mi primera misa, y como el paso de los años ha hecho más penosa la renovación de estos recuerdos, me excusará usted que no vuelva a contar aquella engañosa pero afectiva escena. Mi ordenación tuvo lugar en Navidad y el día de Año Nuevo fui elegido Rector de mi colegio5 . Por consideración a este puesto el Arzobispo de Sevilla me dio licencias plenas de confesar poco tiempo después de la ordenación.

Para que pueda usted darse cuenta de en qué consistía aquel privilegio personal, debe saber que, de acuerdo con la doctrina católica, el poder sacerdotal de perdonar los pecados tiene, como si dijéramos, dos caras. En virtud de la ordenación tal poder es ilimitado, pero a consecuencia de la jurisdicción de origen divino que, como algunos mantienen, dio Cristo directamente a los obispos sobre sus respectivas diócesis, o, como otros piensan, se les confiere por medio del Papa como representante de Cristo en la tierra, lo cierto es que en circunstancias normales el sacerdote no puede absolver a los súbditos espirituales de un obispo sin licencia de éste. Inmediatamente después de la ordenación el sacerdote recibe una primera licencia limitada a oír las confesiones de los varones, que más tarde se extiende, de acuerdo con las circunstancias, a las mujeres no ligadas por votos religiosos, y, por fin, a las monjas, para cuya dirección espiritual se supone que hace falta gran pericia y experiencia. La opinión favorable que tenían de mis cualidades, así como la importancia del puesto a que había sido elegido, me procuraron a los pocos meses la totalidad de estas facultades y de hecho muy pronto vine a estar absorbido por mi nuevo oficio.

En una ciudad donde, según los cálculos que puedo hacer basándose en mis recuerdos generales, hay siempre unas quinientas mujeres encerradas de por vida en los conventos sin otra distracción u ocupación que la de seguir las prácticas de una religión complicada, la aparición de un nuevo confesor es un suceso de la mayor importancia. Arjona recibía diariamente más peticiones de monjas que querían confesar, que las que podía atender. Como todo el mundo sabía que yo era su discípulo favorito, aquellas angustiadas religiosas que no podían conseguir la ayuda del maestro solicitaron la mía, en la mayor parte de los casos por medio del mismo Arjona. De esta manera sucedió que al poco tiempo estaba obligado a pasar unas dos horas diarias (sin contar el tiempo necesario para ir de convento en convento) unas veces oyendo las detalladas y angustiosas relaciones de más de una nerviosa reclusa que difícilmente se consideraba libre del crimen y castigo de una confesión insincera, a pesar de haber manifestado todo pensamiento, palabra y obra, incluso los más inocentes que se le habían podido ocurrir durante la semana anterior en medio de la monotonía de su vida; y en otras ocasiones escuchando dolorosas historias de verdaderos y desesperanzados sufrimientos.

De entre todas las víctimas de la Iglesia romana son las monjas las que merecen mayor simpatía. La temprana edad de quince años en que se les permite hacer el sacrificio de su libertad; la inflexible crueldad con que se les obliga a perseverar en los votos durante toda la vida; la tendencia fatal de su enclaustramiento y forma de vida a producir enfermedades crónicas, e incluso en algunos casos la misma enajenación mental, son hechos más que suficientes para mover a compasión al corazón de todos los que no lo tengan endurecido por la superstición y el fanatismo. Estas pobres prisioneras, en medio de la pesadez y monotonía de sus vidas, con la intranquilidad constante de un alma obsesionada por una conciencia enfermiza (quizá con el remordimiento de culpas que sólo sirven para aumentar su desesperación), no tienen a nadie a quien confiar sus penas más que al confesor. Y aún este pobre consuelo es muchas veces más nominal que efectivo. Los sacerdotes mayores suelen mostrarse insensibles ante las angustias de esta clase de penitentes (nombre opuesto al de confesor), y las tratan con despego y dureza. Algunos locos sentimentales (clase no muy numerosa, pero tampoco extinguida) aumentan los males ya existentes exponiendo a su clientela espiritual y a ellos mismos a peligros muy serios. De esta manera, cuando sucede que una mujer de sentido común, encerrada de por vida, se encuentra con un sacerdote que, teniendo cuidado de no dejarse atrapar por el riesgo de un afecto sin esperanza y además deshonroso, dadas las circunstancias, muestra un sincero interés escuchando pacientemente, y establece su autoridad decidiendo con prontitud y seguridad, la pobre penitente no puede menos de considerarlo como el último soporte de su perdida felicidad o, mejor todavía, como su última esperanza contra la desgracia absoluta. En cualquier caso, el confesor que no atormenta a la pobre prisionera se convierte necesariamente en su más querido amigo, por ser la única persona a quien puede confiar abiertamente sus penas. De aquí la insistencia con que las monjas que no se han comprometido con un confesor, como son, por ejemplo, las que se han visto privadas del director espiritual que les gustaba por la muerte de éste o su ausencia o cualquier otra circunstancia, y también las que no tienen otros medios de cambio y novedad, persiguen a los sacerdotes que gozan de buena fama por sus conocimientos y no declinan este servicio.

Se podría suponer que, dada la importancia que la Iglesia de Roma atribuye a las ramas femeninas de las órdenes religiosas, la opinión pública, o al menos los más fervientes católicos, considerarán a los directores espirituales de estas santas reclusas como hombres dignos de la mayor alabanza por la misión que realizan, pero la realidad es muy otra. A los ojos del público las monjas son al propio tiempo seres sacrosantos y ridículos. La idea de la vida conventual (como diría Coleridge con su lengua platónica) es exaltada en los sermones y manuales de Teología como la más pura, poética y alta forma de vida religiosa. Pero el convento real es tenido por todos como el mayor símbolo de ignorancia, infantilismo y gazmoñería. En una palabra, monja es verdaderamente el superlativo de vieja. Por consiguiente, debajo del celo con que acepté el cargo de confesor de unas cuantas monjas, recomendadas por Arjona y por mi buena madre, no dejaba de esconderse cierto sentido del ridículo. Algunas de estas monjas eran mujeres de gran sentido común y modelos de esa fortaleza de alma que, teniendo que enfrentarse a sufrimientos sólo conocidos del que los padece, no goza de la ayuda o admiración de los demás. Una de estas excelentes religiosas parece que dependía tanto de mi ayuda para subsistir que no fui capaz de dejarla durante mucho tiempo después de que mis creencias religiosas me hubieran abandonado completamente. La continuidad de su estima hacia mí, a pesar de mi larga ausencia de Sevilla durante mi residencia en Madrid, y de haber rechazado el seguir siendo su director espiritual cuando regresé de la capital, y de mi final salida de España, creo que merece este reconocimiento público de mi respeto después de los años que han pasado6.

Mi amor por la verdad y la conveniencia de registrar hechos que muestran la naturaleza de instituciones que considero muy perniciosas, me hace declarar breve pero explícitamente que entre los habitantes de los conventos llegué a conocer caracteres de estampa muy diferente. En el curso de mi vida he conocido a todo tipo de personas, y he tenido ocasión de ver el espíritu humano en diversos estadios de elevación y bajeza, pero jamás he conocido almas más manchadas que algunas de las vestales profesas de la Iglesia de Roma. Debo añadir con toda justicia que la sincera declaración de su estado, que me revelaron aquellas desgraciada víctimas, me convencieron también que su situación moral hubiera sido muy distinta si la Iglesia no se hubiera mostrado tan implacable con ellas. Y no digo más por temor de pasar la raya de la delicadeza. Pero como la política de Roma se apoya en estos mismos sentimientos de delicadeza para que permanezcan en secretos unos hechos que levantarían un irreprimible grito de indignación en los países no sometidos del todo a la autoridad del Papa, me siento obligado a testimoniar de esta manera las horribles consecuencias ante las cuales esa misma Iglesia se muestra completamente insensible7.

La horrible calamidad que visitó Sevilla en el verano de 1800 (año a que se refiere esta parte de mi narración) hará mi Rectorado memorable en la historia de mi Colegio. Me refiero a la epidemia de fiebre amarilla descrita minuciosamente en las Cartas de España. Voy a contar ahora sólo lo que se refiere a mi historia personal, pero para colocar estos sucesos en su marco apropiado es preciso referirse primero a un período anterior.

Dos o tres años antes de terminar mis estudios en la Universidad y ser admitido como colegial en Santa María de Jesús, la más joven de mis dos hermanas, que entonces tenía unos diecisiete años, tuvo resolución suficiente para expresar su deseo de volver a casa y dejar el convento donde la habían metido para su educación a la temprana edad de seis o siete años. La mayor había tomado el velo no mucho tiempo antes en el mismo convento. Con su gracia y juventud mi hermana pequeña hizo desaparecer gran parte de la tristeza que tanto la mala salud de mi madre como la peculiar manera de ser de mi padre había pesado sobre mi casa durante mi niñez y primera juventud. Para disfrutar de una alegre compañía ya no dependía yo solamente de mis compañeros de la Universidad. Mi mismo padre sitió la influencia bienhechora de la presencia de su hija y nuestro pequeño círculo familiar empezó a mostrar una felicidad que poco tiempo antes no hubiera podido imaginar. Pero un suceso inesperado vino a turbar esta felicidad poco tiempo después de mi ingreso en el Colegio Mayor.

Durante muchos años mi padre había sido vicecónsul británico en Sevilla y por lo tanto el único representante de los intereses del Reino Unido en la ciudad. El gobierno español, después de haberse visto obligado a hacer las paces con la República Francesa, lleno de temor cambió su política y adoptó el tono más servil con respecto a esta nación. Un comerciante francés establecido en Sevilla, que durante la corta y desafortunada guerra que España mantuvo contra los republicanos franceses había sido tratado ignominiosamente por las autoridades españolas, creyendo que sus sufrimientos y los de sus otros compatriotas residentes en España se debían a la influencia inglesa, se aprovechó del repentino cambio de la política española para tomar venganza en el vicecónsul británico y así demostrar la completa supremacía de su nación. Se dirigió al gobierno francés, que consiguió sin dificultad que el gobierno español desterrara a mi padre al interior del país, a una distancia de sesenta u ochenta millas de la costa. Esta arbitrariedad fue para él un duro golpe. Sus continuos ejercicios ascéticos lo habían privado de toda energía y decisión personal. Desde su casamiento jamás había pasado por su mente la más remota idea de tener que salir de Sevilla. Además sintió amargamente la injusticia y arbitrariedad del insulto porque creía que lo hacía sospechoso de haber cometido alguna acción inmoral. Pero de momento nada ni nadie podía ayudarlo. Las autoridades de la ciudad, que lo respetaban y querían, le aconsejaron que obedeciera la orden sin demora y que se fuera a la distancia mandada en la orden, para algún tiempo después establecerse en uno de los pueblos cercanos a Sevilla donde le prometieron que no lo molestarían.

Sucedió que por aquel entonces mi Colegio me había designado para informar sobre la pureza de sangre de un candidato natural de Olvera, aquel agreste lugar que he dado a conocer en mi tantas veces (como me temo) mencionada obra Cartas de España. Un sacerdote, pariente lejano de mi madre, vivía en un pueblo de la parte menos agreste de la zona montañosa antes mencionada. Aprovechándose de esta circunstancia mi padre decidió viajar en mi compañía y retirarse durante unos cuantos meses a la casa de nuestro pariente. Mientras tanto se hicieron las oportunas gestiones para que mi madre con mi hermana menor y mi hermano, entonces un niño, se establecieran en Alcalá de Guadaira, pueblo situado a unas doce millas de la Ciudad, donde mi padre se les uniría poco tiempo después, de acuerdo con las autoridades de Sevilla. Cuando ocurrieron los sucesos que voy a relatar a continuación mi familia llevaba más de un año viviendo en Alcalá, sin atreverse a aparecer por Sevilla, con la única excepción del día de mi primera misa. Como la distancia era corta y la situación del pueblo era muy hermosa y despejada, los más amigos de entre mis compañeros colegiales y yo íbamos con mucha frecuencia a ver a los exiliados, y nos alegrábamos de encontrarlos contentos porque la necesidad de haber tenido que salir de Sevilla se veía compensada por el aire puro y los bellos panoramas de aquel lugar tan romántico.

1800, 25 años

Tal era la situación de mi familia y la mía propia cuando cerca del final del mes de mayo cogí unas tercianas que, mal tratadas por la ignorancia de los médicos, me debilitaron hasta el extremo de que apenas podía levantarme del lecho donde estaba postrado. En Inglaterra he podido saber la causa de esta enfermedad al tener oportunidad de conocer una serie de cosas por las que mis compatriotas no parecían mostrar el menor interés. Mi Colegio está muy cerca del Guadalquivir, que como discurre por un cauce parcialmente cegado en el transcurso de los años y está sometido a grandes riadas en la época lluviosa del invierno andaluz, amenaza casi todos los años con inundar a gran parte de la ciudad. Para evitar en lo posible esta calamidad hay que padecer otra menor pero semejante a la anterior. Cuando llegan las lluvias se tapan las numerosas alcantarillas que desaguan en el río con el fin de impedir la entrada de la crecida corriente de las aguas, contenidas por unas defensas de piedra de una altura de quince a veinte pies sobre la llanura de la ciudad. Pero, por otro lado, la lluvia, que cae con violencia casi tropical, se acumula de tal manera en la parte más baja de Sevilla, que hay que llevar alimentos a los vecinos de las calles inundadas por medio de lanchas.

A consecuencia de la gran riada del invierno de 1799 a 1800 se nos inundaron completamente las habitaciones de la planta baja del Colegio. Sin haber tomado ninguna precaución en cuanto empezó el calor del verano me trasladé, según costumbre, a las habitaciones rectorales de la planta baja. Pero el calor había producido una infección de malaria, que fue la causa de las fiebres que me atacaron. A excepción de la servidumbre yo era el único residente en el Colegio. El médico me recetó los remedios usuales, que no consiguieron ninguna mejoría, ni de hecho podía tenerla mientras permaneciera en aquellas habitaciones infectas. Fue el médico la primera persona que me habló del horrible avance de la epidemia de fiebre amarilla que había comenzado en el barrio del otro lado del río y que empezaba a extenderse rápidamente por la ciudad. De haber permanecido en el Colegio estoy seguro que hubiera perecido sin remedio porque todos los criados del Colegio murieron, a excepción del viejo servidor de la portería.

Me libró de este peligro la atención de uno de los Colegiales8 . Enterado de la situación de Sevilla vino a verme desde un pueblo bastante alejado de la ciudad, para urgirme a que dejara el Colegio y me fuera a Alcalá con mi familia. Si me hubiera dado tiempo para pensarlo probablemente me hubiera resistido pero se presentó de repente y trajo consigo una silla de posta que me estaba esperando en la puerta del Colegio. Por otro lado la enfermedad me había debilitado tanto que apenas tenía voluntad propia. Así que seguí el impulso que me dieron y a las pocas horas me encontraba con mi familia.

En otro lugar he descrito minuciosamente los progresos de la epidemia en Sevilla tal como podía enterarme todos los días, ya que me encontraba sólo a unas cuantas millas de distancia de la ciudad. Los tristes sucesos que llegaban diariamente a mi conocimiento me impresionaron profundamente, deprimido además como estaba por la obstinada enfermedad que hacía presa en mi salud y ensombrecía más mis sentimientos religiosos. Esperando a cada momento que se presentara la fiebre amarilla en Alcalá (ya que siendo la proveedora de la mitad del pan que en aquella ciudad se consume, nunca interrumpió su comunicación con ella), y temiendo además el desenlace fatal de mi enfermedad, torpemente tratada por el médico rural que me atendía, perdí toda esperanza de sobrevivir y me resigné a una muerte prematura. Cuando tenía fuerzas para levantarme del lecho me iba a la iglesia de un convento que estaba cerca de nuestra casa. De acuerdo con la costumbre, el templo permanecía abierto durante todo el día, pero apenas se veía un alma en él de nueve a diez de la mañana. Sólo podían escucharse a las monjas cantando el oficio detrás de la doble reja que separaba el coro del cuerpo de la iglesia, y la monotonía de sus voces aumentaba la lúgubre solemnidad del lugar. Allí permanecía horas enteras sentado junto a una tumba intentando hacerme a la idea de la muerte. Pero aunque mi constitución nunca ha sido robusta, sin embargo creo que el principio de la vida me animaba tan vigorosamente que, a pesar de la ignorancia del médico y de las frecuentes sangrías a que me sometía, la fiebre me dejó al comienzo del otoño y en pocas semanas recobré todas mis fuerzas.

Por aquel tiempo empezó a disminuir considerablemente el número de los que morían diariamente en Sevilla y para el mes de diciembre apenas se daban nuevos casos de infección entre los que no habían abandonado la ciudad. Pero cuando la gente empezó a atreverse a regresar del campo a la ciudad, se pudo comprobar que el cambio de aire de un lugar despejado y limpio al ambiente de la ciudad era frecuentemente fatal. El posible peligro no me impidió atreverme a ir al Colegio con el propósito de transmitir el cargo de Rector a mi sucesor en el primer día del año. De esta manera el 31 de diciembre regresé a Sevilla y dormí en el Colegio, donde solamente había otras dos personas. Difícilmente podría haberme encontrado escena más triste. Las calles de Sevilla estaban prácticamente desiertas y las pocas personas con que me tropecé mostraban en sus rostros las huellas de la calamidad pasada. Era imposible intercambiar alegres palabras de saludo con los pocos amigos y conocidos con quienes casualmente me encontré. Decidí pasar la noche en un salón vacío de los apartamentos rectorales de mi abandonado Colegio, donde apenas había entrado un ser humano en los últimos seis meses. Me prepararon una cama portátil y dispuse que uno de los criados durmiera en la antesala en otro catre. En vano intenté conciliar el sueño aquella noche. A la mañana siguiente el nuevo Rector, que no se había atrevido a pasar la noche en la ciudad, se presentó en el Colegio con el propósito de cumplir con lo mandado en los Estatutos. Como testigo del traspaso de poderes sólo pudimos conseguir la presencia de un antiguo colegial. El nuevo Rector le tenía tanto miedo a la epidemia que permaneció en Sevilla solamente el tiempo necesario para la ceremonia y me dejó al cuidado del Colegio. En el curso de la semana siguiente perdí toda aprensión de la epidemia. Los fríos de la estación invernal acabaron con los últimos restos de la enfermedad y la ciudad empezó a recobrar lentamente su aspecto de siempre.

Al comienzo de la primavera siguiente se hizo público el anuncio de una canonjía vacante en la catedral de Cádiz, que había de proveerse por medio de una competición pública que en España recibe el nombre de concurso, aunque se usa con más frecuencia el de oposiciones, en alusión a los argumentos que los competidores oponen unos a otros. En realidad el nombre completo de estos ejercicios es concurso de oposiciones.

Mis amigos me aconsejaron que me presentara a estas justas literarias y con mucho gusto les hice caso inscribiendo mi nombre en la lista de opositores. Por tanto tenía que volver a Cádiz con unas disposiciones muy distintas de las que había hecho de esta ciudad el lugar de mis diversiones y escarceos juveniles. Tenía que ir armado contra los encantos de una ciudad disipada y, como habría de hospedarme sin remedio en casa de un pariente mío, con quien había pasado muchas horas alegres, sabía muy bien que mis sentimientos piadosos iban a pasar por una severa prueba. Pero pocas veces me ha faltado resolución para cumplir con lo que he creído mi deber, y mis errores de conducta han procedido generalmente de errores de juicio.

Al llegar a Cádiz y reunirme con mis viejos amigos proclamé resueltamente los principios religiosos que había convertido en norma de vida y, para hacer justicia a aquellas buenas personas, he de confesar que, salvo algunas bromas de la mejor intención, no me molestaron en absoluto.

Para los que viven en cualquier ciudad española que tenga catedral, las pruebas y ejercicios públicos con que se provee una alta prebenda eclesiástica son un verdadero espectáculo. Puesto que he tomado parte en ellos más de una vez, me parece oportuno contar en qué consisten estos actos tan estrechamente relacionados con los momentos más importantes de mi vida.

Estos concursos públicos se anuncian en toda la nación por medio de carteles colocados a las puertas de todas las catedrales, colegiatas y colegios mayores. Para tomar parte en ellos hay que estar en posesión del grado de Licenciado -es decir, haber pasado el examen previo al grado de Doctor- o bien del Doctorado en Teología o Derecho Canónico, según se oposite a una silla coral teológica o canónica. Los opositores se presentan al cabildo catedral en cuestión y son agrupados en lo que en español llamamos trincas, o grupos de tres personas que han de mostrar su pericia contendiendo entre sí. Los que forman las trincas reciben el apropiado nombre de contrincantes con respecto a sus compañeros.

A las diez de la mañana del día señalado para el comienzo de las oposiciones, el candidato de graduación universitaria más antigua se presenta en la Sala Capitular y allí, en presencia del Deán y del Secretario del Cabildo, introduce un cuchillo de plata en tres lugares distintos de un libro cerrado, que en las oposiciones teológicas suele ser el del Maestro de las Sentencias, Pedro Lombardo, aunque en algunas ocasiones se utiliza también la Sagrada Escritura. Se toman por escrito los lugares así señalados, de los cuales el candidato escoge uno como tema de su disertación. De vuelta a casa escribe en latín varias proposiciones o tesis sobre la suerte o punto escogido, que envía al Cabildo anunciando de esta manera su propósito de defenderlas en público a la mañana siguiente. Las tesis se ponen seguidamente en conocimiento de sus contrincantes y se mandan imprimir sin más demora.

Como el opositor tiene que disertar en latín y de memoria durante una hora seguida, las veinticuatro que median son de duro e intenso trabajo. El mayor inconveniente es la costumbre que prohíbe usar notas escritas porque en caso contrario cualquier persona de inteligencia media sería capaz de desarrollar su disertación sin grandes dificultades. En efecto, no hay más que recordar el plan de trabajo que han seguido los candidatos durante los cinco años de sus estudios de Teología. Durante ellos ha tenido que asistir a dos clases diarias desarrolladas en latín y también han usado textos escritos en esta lengua. En clase los profesores le han preguntado sin previo aviso para que expongan públicamente un resumen de la lección señalada para el día y con frecuencia ha tenido que contradecir o defender, según el caso, las doctrinas del texto con silogismos latinos. Quien después de haber sido probado por tan prolongada disciplina no sea capaz de expresarse con cierta fluencia en la lengua de sus libros de teología mostrará una reconocida torpeza o una pereza incurable.

En todo caso la costumbre manda que en estos ejercicios públicos se prepare por escrito una elegante y bien ordenada disertación, que el opositor se aprende de memoria en las veinticuatro horas que anteceden a su presentación. Para esta parte del trabajo cuenta con la ayuda de un amanuense que lo espera en casa cuando viene de sacar las suertes en el Cabildo. Puede caber la sospecha de que el amanuense en cuestión sea algo más que un simple secretario, es decir, una persona capaz de prestar eficaz ayuda al opositor e incluso de escribirle la disertación entera, pero de todas formas quien sea capaz de aprenderse de memoria en tan reducido espacio de tiempo una lección compuesta por otro y de defenderla respondiendo a los argumentos de sus contrincantes, ha de ser persona versada en la materia. Además el engaño no tardaría en descubrirse. No me atreveré a asegurar que no se hagan trampas como éstas en las oposiciones, pero sólo son capaces de ello los que se presentan en público con el único propósito de aparentar, y de hecho alguna que otra vez sucede que un zopenco redomado se deja vencer por la tentación de añadir a sus testimoniales el título de opositor a una canonjía sin que por esto aumenten en lo más mínimo sus posibilidades de conseguirla, que seguirán siendo las mismas que si no se hubiera presentado. Más aún, si vuelve a caer en la tentación lo más probable es que se convierta en el hazmerreír del público asistente que de esta manera encuentra de vez en cuando un buen día de diversión a costa de algún confiado mastuerzo.

Pasadas las veinticuatro horas, en las que el opositor sólo ha descansado levemente durante tres o cuatro, éste vuelve a presentarse ante el cabildo en pleno, esta vez reunido en la catedral. A tal efecto, en la nave central de la iglesia se ha formado una especie de anfiteatro de forma elíptica, cerrado por bancos, en uno de cuyos extremos se encuentra la mesa del presidente con una campanilla de plata, y en el otro un púlpito muy parecido al de los Colegios de Oxford. El lugar cerrado por los bancos no está destinado al público, pero en Cádiz la galantería de los canónigos lo ha reservado para las señoras que, a pesar de que los ejercicios se desarrollan en latín, asisten en muy buen número.

Una vez en el púlpito el opositor de turno y colocados a los pies de aquél sus contrincantes, da comienzo la disertación hasta que la campanilla del presidente anuncia que han expirado los sesenta minutos. Tras breve pausa vuelve a sonar la campanilla para que el primer oponente se presente en medio del anfiteatro. Un tercer golpe de campanilla señala el comienzo de la media hora que ha de emplear en presentar sus objeciones a las tesis defendidas, lo que hace de la manera siguiente: en primer lugar repite palabra por palabra la proposición que va a objetar y a continuación le opone un primer silogismo. El disertante le contesta repitiendo a su vez el silogismo dos veces, la primera para reflexionar sobre sus términos y la segunda para conceder, negar o distinguir su contenido, según convenga, de manera que el proceso argumentativo produce un sorprendente efecto de exactitud y celeridad. Toda proposición negada ha de ser probada por su presentador usando un nuevo silogismo, y así sucesivamente hasta que expira la media hora. Si durante el curso de los argumentos se estima necesario dar alguna explicación complementaria se usa la lengua vulgar, pero de todas formas desmerece una intervención en este sentido que rompa materialmente la cadena de silogismos.

Cuando todos los opositores han tenido la oportunidad de cumplir su turno como disertantes y argumentantes, empieza la segunda serie de pruebas que consiste en la predicación de un sermón en lengua vulgar, también durante el espacio de una hora, con las correspondientes veinticuatro para su preparación. En los países católicos no hay la costumbre de usar notas escritas durante la predicación y esta misma norma se sigue en el sermón de las oposiciones. Se sacan puntos de forma semejante a la prueba anterior con la única diferencia que el libro usado en esta ocasión es el Evangeliario, es decir, la colección de epístolas y evangelios que se leen a lo largo del año litúrgico.

No hablaría de mis oposiciones en Cádiz de no ser por una circunstancia que me puso increíblemente nervioso el día en que había de hacer la primera prueba. Había dictado la disertación a mi amanuense sin ninguna dificultad, pero cuando llegó el momento de aprendérmela de memoria me encontré con que mi capacidad de retención estaba completamente perturbada, bien a causa de mi reciente enfermedad, bien por falta de práctica durante algún tiempo. Mi estado de ánimo vino lógicamente a agravar el mal y una hora antes de mi presentación en la catedral no era capaz de repetir ni siquiera el primer párrafo de mi ejercicio. Retirarme de la prueba en aquel momento significaría el mayor descrédito para mi formación y la ruina de mi futuro, y, por otro lado, tener que callarme una vez en el púlpito sería un golpe capaz de hacerme perder la razón.

Mis parientes y amigos, a quienes no podía ocultar mi estado de ánimo, se mostraban preocupados pero me exhortaban a que tuviera confianza en mi anterior preparación en la materia y en el estímulo que las circunstancias del caso darían a mi espíritu. Por mi parte, y a pesar de todo, estaba dispuesto a no retirarme y la única posibilidad que veía de salir airoso de la prueba era renunciar por completo a la idea de repetir de memoria el texto preparado y dedicarme a improvisar. Mientras esperaba en la sacristía el momento de salir me temblaban las rodillas y el cuerpo entero, extenuado por el trabajo y la mala noche pasada, parecía a punto de desplomarme. Sin embargo el miedo desapareció al empezar a caminar entre la gente en dirección al púlpito. El Deán dio la señal convenida y comencé mi exposición, no exento por completo de temor, pero antes de que hubieran pasado los primeros cinco minutos me había recuperado totalmente y tenía presente con toda claridad y orden la materia de mi discurso. Verdad es que no era capaz de usar las palabras y frases que había escrito, pero conforme me daba cuenta de la facilidad con que encontraba otras nuevas, mi miedo se trocó en confianza. En cuanto a responder a los argumentos que siguieron, la costumbre me había dado la suficiente destreza como para estar seguro de vencer limpiamente a mis oponentes y en realidad creo que salí bastante bien parado aquel día.

El sermón no me dio mucho trabajo y me bastó con escribir un esquema de las ideas que habría de desarrollar desde el púlpito. Con respecto al resultado de las oposiciones, como el cabildo había hecho ya su elección antes de convocarlas, según sabía muy bien el candidato triunfador, me recompensaron con la usual gratificación del nombramiento de examinador sinodal de la diócesis y sobre todo con la satisfacción personal de haberme dado a conocer públicamente como aspirante bien calificado para ocupar un puesto distinguido en la Iglesia por medio de estos certámenes literarios.

Ni la descripción de mi propio carácter ni la del país cuyos contrapuestos aspectos religiosos quedaron profundamente reflejados en mi espíritu en dos ocasiones distintas, quedaría completo sin una breve noticia del partido religioso que por entonces había en Cádiz y que, como estaba en estrecho contacto con el del Padre Vega en Sevilla, me recibió como a un hermano.

La cabeza visible de los devotos gaditanos era un sacerdote llamado Padre Santa María. Debo advertir que el apelativo de Padre que toda España da a frailes y monjes, también se usa en Cádiz para dirigirse a los sacerdotes seculares que por oficio y decisión personal se dedican a la cura de almas, es decir, a la predicación y al confesonario. El padre del Padre Santa María había sido un rico comerciante, elevado por el rey a un rango semejante al de los baronets ingleses confiriéndole el título nobiliario de Marqués de las Torres. Debo añadir que el título de marqués, conde o vizconde no implica el rango de Par o Grande de España, aunque algunos Grandes de España usan estos títulos con preferencia al de duque -exclusivo de ellos- cuando este último es relativamente reciente en la familia. El P. Santa María, que había heredado la fortuna y el título nobiliario de su padre, dedicó toda la influencia y poder de su posición a promover el movimiento piadoso de su ciudad natal. Con este fin había adquirido una capilla subterránea que por su situación se llamaba la Cueva. Creo que en otras ciudades españolas hay criptas parecidas que, como en el caso de Cádiz, ofrecen un marco adecuado para las prácticas ascéticas. Las mujeres no podían entrar, pero el número de hombres que asistían a la Santa Cueva de Cádiz ascendía a varios centenares.

Cuando conocí al P. Santa María hacía ya varios años que se hallaba al frente de aquella congregación. Era un hombre muy amable y trataba con suma cortesía a todos los que iban a visitarlo, pero su extrema corpulencia se ofrecía una buena excusa para no devolver visitas. Junto a la capilla subterránea había edificado una casa para morada suya y, como disponía de cuantiosos bienes de fortuna, compró poco después las casas edificadas sobre la Cueva y en su lugar construyó una de las capillas más hermosas que he tenido ocasión de visitar.

Estaba construida como una pequeña rotonda labrada con los más ricos mármoles. La iluminación procedía de la cúpula y su acceso desde la calle estaba dispuesto de forma que mostraba claramente el carácter semiprivado del edificio. En efecto, las mujeres, grandes enemigas siempre de la paz y dicha de los santos católicos, no podían entrar, y aunque cualquier varón, sin distinción de clase social, tenía acceso al templo, pocos eran los que movidos por la curiosidad entraban allí más de una vez, a excepción, como es lógico, de los asistentes habituales. Sólo personas profundamente religiosas eran capaces de soportar el profundo silencio del lugar y la monotonía de las ceremonias religiosas que en él se celebraban. Aunque los católicos están acostumbrados al acompañamiento de la música en sus iglesias, en la Cueva no la había. La capilla servía exclusivamente para administrar la confesión y para decir misas que se celebraban en murmullos apenas perceptibles por el mismo sacerdote celebrante. Estas prácticas tenían lugar todos los días desde las seis o siete de la mañana hasta las diez. Cuatro sacerdotes estaban sentados en otros tantos confesonarios dispuestos a escuchar los pecados de los que se preparaban para la comunión, que en aquel lugar, en contra de la costumbre pero más de acuerdo con la práctica primitiva de la Iglesia, se administraba inmediatamente después de que el celebrante hubiera consumido las especies sacramentales.

La capilla, desde la misma puerta de entrada hasta la sacristía, situada detrás del altar, estaba inmersa en tal ambiente de paz que apartaba irresistiblemente al alma de las tempestades del mundo. Al propio tiempo los objetos visibles parecían dispuestos como para contrarrestar la tendencia de la devoción religiosa hacia el miedo y la tristeza. En lo alto del segundo tramo de la escalera que conducía desde el vestíbulo hasta la entrada de la capilla se encontraba entre dos puertas laterales de bella forma helénica una hermosa imagen en tamaño natural de Jesús como Buen Pastor, llevando sobre sus hombros la oveja perdida y mirando dulcemente a los que se acercaban. Los mármoles del interior de la capilla y las columnas del mismo material que la sostenían combinaban armoniosamente riqueza y elegancia y constituían la mejor decoración para las reducidas dimensiones del lugar. Los ornamentos sacerdotales eran también riquísimos y los vasos sagrados estaban incrustados con valiosísimas gemas. Los asistentes permanecían de rodillas en el suelo marmóreo en actitud de profunda meditación. No había predicación en la capilla y cada cual podía entrar y salir a su discreción.

El munificente fundador había dispuesto este refugio espiritual como si hubiera querido imitar los ritos de los antiguos misterios paganos, porque era en esta capilla alta donde los que habían pasado previamente por los sufrimientos de la Cueva podían gozar del reposo contemplativo, para el que habían sido preparados por medio de una disciplina de miedo y terror. Pero en cualquier caso esta semejanza estaba lejos de ser premeditada: el Padre Santa María era hombre sin estudios, que seguramente ni siquiera había oído hablar de los misterios del paganismo. Lo que sucede es que es inevitable encontrar un mayor o menor parecido entre las expresiones externas de las mismas tendencias del espíritu humano, que sencillamente asume formas distintas en circunstancias distintas. Las devociones modernas no son más que una de las variadas muestras de esa múltiple combinación de fenómenos espirituales que los frenólogos (sin duda muy oportunamente desde el punto de vista filológico pero probablemente sin sólido fundamento científico) atribuyen al «órgano de la veneración».

La Santa Cueva era el auténtico reverso de la medalla del edificio que acabo de describir. Después de bajar unos veinte escalones bajo el nivel de calle se entraba en una nave de regulares dimensiones sostenida a todo lo largo por dos hileras de columnas de escasa altura. A un extremo de la nave estaba el altar y sobre él un gran crucifijo. El espacio del altar estaba cercado y también al extremo opuesto de la nave había otro lugar cerrado donde se hallaba una gran silla o cátedra de madera con la mesa del director. Había tan escasa iluminación en el lugar que desde el asiento del director apenas se podían distinguir las caras de los oyentes más cercanos. Las reuniones se celebraban tres veces a la semana, siempre al oscurecer. Los ejercicios piadosos eran los mismos de San Felipe Neri de Sevilla: meditación, sermón y flagelación, esta última la más absurda y repugnante de las prácticas católicas. Dos sacerdotes sentados en sendos confesonarios ofrecían a los asistentes la oportunidad de confesar pecados que tendrían vergüenza de decir en otras iglesias donde pudieran ser conocidos por el sacerdote.

A pesar de que por aquel tiempo estaba totalmente determinado a vencer mi natural aversión por las prácticas ascéticas, no fui capaz de sobreponerme a mis sentimientos naturales como para convertirme en asiduo de la Cueva. Solamente fui en una ocasión y con el propósito de predicar. El Padre Santa María me había pedido que me encargara de aquella parte del servicio y no pude rechazar la invitación. Una vez pasado el tiempo de la meditación privada, durante el cual él lanzaba de vez en cuanto esas cortas imprecaciones llamadas jaculatorias, me senté en la cátedra. La desacostumbrada circunstancia de predicar sentado y dirigirme a una audiencia invisible durante cerca de hora y media, y sin notas escritas, fue para mí algo como soñar en voz alta, y en realidad tengo la impresión de no haber agradado excesivamente a los devotos asistentes. Pero fuera cual fuera el soporífero tema de mi discurso, de cuya duración no soy responsable ya que me limité a seguir la costumbre del lugar, lo cierto es que aquella buena gente conocía un método eficacísimo para despabilarse después del sermón. Quiero decir que voy a intentar contar lo mejor que pueda en qué consiste la flagelación.

Inmediatamente después de mi sermón, dos sacerdotes portando sendos manojos de disciplinas hechas de cuerda y dotadas de gruesos nudos, empezaron a recorrer la capilla en toda su longitud suministrando a los asistentes estos instrumentos de penitencia. Terminado el reparto se apagaron las escasas lámparas del lugar con la única excepción de una pequeña vela encerrada en una linterna sorda. Al hacerse la oscuridad uno de los sacerdotes entonó con voz quejumbrosa una corta narración de la pasión de Cristo, en tanto que los devotos asistentes se apresuraban a despojarse de la ropa que les cubría el lugar del cuerpo que iban a castigar. Pero antes de tomar cumplida venganza de la carne pecadora, los piadosos verdugos de su propio cuerpo interrumpieron su invisible despojo para darse en el rostro una sonora bofetada en el mismo momento en que el sacerdote cantor recordaba la que recibió Cristo de manos del criado del sumo sacerdote.

Concluido el relato de la Pasión se entonó el Miserere, que bien pronto tuvo el acompañamiento de los golpes de las disciplinas que castigaban nerviosamente la dura carne pecadora y formaban el bajo más extraño que pueda imaginarse. El celo de los flagelantes crecía a medida que la operación seguía su curso y puedo atestiguar que he visto las paredes manchadas de sangre en las iglesias donde tenía lugar una práctica semejante. Contra lo que pudiera suponerse, el ruido y la violencia de los azotes no disminuye conforme el salmo, cantado alternativamente por el sacerdote y la congregación, se acerca a su fin. He de confesar que cada vez que recuerdo el final de aquella ceremonia se me agolpan en el pecho sentimientos mezclados de indignación, compasión y desprecio. Los gritos frenéticos que lanzaban al unísono aquellas doscientas o trescientas personas, como lo harían las almas condenadas al contemplar por vez primera el insondable abismo del infierno que las había de devorar, la creciente violencia de los azotes, los suspiros y gemidos en alta voz y los gritos pidiendo perdón, todo este salvaje concierto que resonaba en miles y miles de ecos por los muros y bóvedas de la capilla en medio de la más completa oscuridad, sobrepasa en horror todo lo que los novelistas hayan sido capaces de imaginar para impresionar a sus lectores. La flagelación acabó al dar el sacerdote la consabida señal de unas palmadas, y tras una nueva pausa de cinco minutos para que los penitentes pudieran vestirse, se abrió la linterna y se volvieron a encender las lámparas.

He descrito sin la menor exageración una práctica desagradable y repugnante, pero de ninguna manera desacostumbrada. Los devotos católicos (que vienen a ser como los evangélicos ingleses o, quizá mejor, como los anglocatólicos de Oxford) de todas las ciudades españolas la consideran una práctica ascética indispensable, los confesores la mandan y la Iglesia la sanciona al alabar a los santos que usaron las disciplinas de la forma más inmoderada. Pero creo que es hora de terminar con este episodio y volver a la narración de mi vida.

Poco después de volver a Sevilla se produjo una vacante en la Capilla Real de San Fernando, que había de ser cubierta por medio de un concurso público como el que he descrito más arriba. Mi familia me instó a presentarme, pero a mi Colegio no le pareció bien la idea.

Como la fuerza principal de esta corporación era la influencia de los antiguos colegiales que habían llegado a ocupar altos cargos en la Iglesia o en la Justicia, se tenía buen cuidado en mantener una estrecha conexión entre los antiguos y los nuevos colegiales. Por esta razón, cada vez que se celebraba una reunión colegial para tratar de asuntos referentes al bien de la institución, se invitaba cordialmente a los antiguos colegiales que por cualquier circunstancia estuvieran en aquel momento en Sevilla. En la ocasión a que me refiero, dos de ellos residían en Sevilla: el Presidente de la Audiencia, hombre de gran autoridad e influencia, y un canónigo de la Catedral que unos cuantos años había ganado una silla de las que podríamos llamar literarias siendo colegial de Santa María de Jesús. Este último participaba de los habituales sentimientos de hostilidad del cabildo catedral con respecto al de la Capilla Real. No dejará de ser curioso decir algo sobre el origen de este antagonismo.

Poco después de la reconquista de Sevilla en el año 1248, el rey Fernando III llamado el Santo fundó un cabildo compuesto de un Deán y doce capellanes, que se instaló en un lugar de la antigua mezquita, ya consagrada como templo cristiano, separado del resto para formar una capilla para el rey y la familia real. El monarca dio al cabildo de Capellanes Reales sus estatutos, varios derechos de diezmos y otras propiedades, y a los capellanes especiales privilegios personales. Hacia el comienzo del siglo XIV el cabildo catedral, que había visto considerablemente aumentada la riqueza de sus propiedades a causa de una espectacular subida del valor de sus tierras y productos, determinó edificar el templo actual en el solar de la antigua mezquita y unir la famosa torre almohade al cuerpo de la nueva catedral de modo que viniera a ser su campanario. Antes de echar abajo la mezquita se comprometieron a construir una espléndida capilla en la parte oriental de la nueva catedral para uso exclusivo de la real familia y sus capellanes. La construcción de la nueva catedral progresó tan lentamente que las obras duraron más de cien años. Mientras tanto, como los canónigos cumplían las obligaciones y oficios de los capellanes reales, la capilla prometida cayó en el olvido hasta que la corona exigió el cumplimiento del compromiso mucho tiempo después de que se hubieran terminado las obras de la catedral. Creo que no fue hasta los primeros años del siglo XVII cuando se construyó la Capilla Real (por cierto, un edificio de grandes dimensiones pero no del mejor gusto), y se le devolvieron a su propio cabildo de capellanes los oficios y privilegios debidos.

A partir de este momento, la presencia de otro cabildo independiente dentro del mismo recinto catedral se convirtió en molesta compañía para los canónigos, y con muchas dificultades se pudo conseguir que no se declararan abiertas hostilidades entre ambas corporaciones, especialmente en los años a que me estoy refiriendo en que uno de los canónigos había presentado su dimisión para ocupar el puesto de Presidente o Deán del cabildo de San Fernando. Por tanto, cuando se consultó a mi Colegio sobre la conveniencia de presentarme como candidato a la capellanía real vacante, nuestro antiguo colegial el canónigo de la catedral se opuso abiertamente bajo la especie de que la plaza en cuestión no era adecuada para el rango que el Colegio había exigido hasta entonces de sus miembros. Sin embargo, la objeción no fue tenida en cuenta y empecé a prepararme para el día de la prueba con gran confianza en su favorable resultado.

Pero se presentaron otros dos aspirantes que por razones distintas ponían en peligro mi éxito, uno por sus verdaderas pero sobrevaloradas cualidades personales, y el otro por sus influencias en la Corte y su intimidad con el Deán de la Capilla Real, personaje de prodigiosas habilidades para la intriga, que, amparado bajo el manto del más ardiente celo religioso, utilizaba sin escrúpulos para conseguir sus propósitos. Por fortuna, su protegido era un joven de escaso talento y de relaciones familiares más bien humildes, pero su padre estaba empleado en el Alcázar o Palacio Real de Sevilla y ocupaba en él unos departamentos que unos cuantos años antes, durante una visita de la familia real, habían servido de hospedaje a la primera dama de cámara de la reina. Por esta circunstancia la familia de mi contrincante había conseguido la promesa de apoyo en la Corte para cuando el joven estuviera suficientemente preparado como aspirante a un puesto distinguido.

Mi otro competidor era un hombre que había sido amigo íntimo mío durante buena parte de mi juventud, y que aunque el orden de mi narración hubiera exigido haber dado cuenta de él antes de este momento, sin embargo he considerado más oportuno esperar hasta ahora para describir su personalidad con la debida atención.

Don E[duardo] V[ácquer] vino a la Universidad de Sevilla el mismo año en que yo empezaba a estudiar Teología. Era natural de Cádiz y había estudiado Filosofía en el Seminario conciliar de aquella ciudad. Después de convalidar el grado de Bachiller en Artes en la Universidad, coincidimos como compañeros de curso en Teología y creo que incluso nos matriculamos el mismo día. V[ácquer] era unos dos o tres años mayor que yo, y ya había recibido el orden del subdiaconado. Era una persona atrayente, de agradable y animada conversación, y sabía comportarse como hombre de mundo, llevando una vida elegante, muy superior al de los otros estudiantes que no habían nacido en Sevilla. Pero nadie sabía quién era él en realidad. Tanto su nombre como su apellido evidenciaban un origen extranjero. Nos enteramos que su madre era viuda, pero, ¿y su padre? ¿Había sido comerciante o un simple tendero? Nadie era capaz de contestar a estas preguntas, y ni aun los mismos gaditanos podían o querían decirlo. Ni yo mismo cuando estuve en Cádiz pude llegar a enterarme de nada sobre mi amigo. La verdad es que llegó a la Universidad muy bien recomendado como hombre de gran talento, y él sabía muy bien cómo utilizar sus cualidades intelectuales y externas, de tal forma que todos los compañeros del curso a que los dos pertenecíamos lo consideraban unánimemente como el primero.

Creo que la envidia no entra en el catálogo de mis faltas. Al comienzo del curso, V[ácquer] fue nombrado Bedel de la Facultad, título de distinción en las universidades españolas, que coloca al elegido a la cabeza del curso inmediatamente después del profesor, y a mí me fue conferido el secundario honor de Sub-Bedel. Yo estaba tan lejos de considerarme ofendido que, antes al contrario, me consideré muy honrado de ser el segundo después de V[ácquer], ya que mi única ambición era ganar su estima y amistad. Además de las oportunidades que cada día tenía de conseguirlo, como hablaba un poco de inglés, esto hizo que durante cierto tiempo hubiera cierta relación especial entre los dos, y digo durante algún tiempo solamente porque, como supe después de haberlo llegado a conocer mejor, tan pronto como se dio cuenta de mi superioridad en esta materia, evitó cuidadosamente toda mención de esta lengua. Veo claramente ahora que V[ácquer] empezó a sentir envidia de mí desde el momento en que me conoció. Pero como mi admiración por él era abierta y sincera, los efectos de esta envidia se mantuvieron ocultos durante algunos años.

Cuando comenzamos nuestros estudios privados de literatura clásica en las habitaciones de Arjona, V[ácquer] fue también uno de los invitados. Creo poder afirmar que aquí encontró también una buena ocasión de mortificación porque yo llegué a ser el favorito de Arjona y él siguió siendo uno más; yo podía escribir algunos versos, mientras que él carecía por completo de gusto y cualidades para la poesía. Todos creían que escribía muy buen latín, pero la verdad es que muy pocas veces lo usaba; yo no lo hacía por superarlo, pero no desaprovechaba ninguna oportunidad de mejorarme en este aspecto tan descuidado de mi educación. V[ácquer] se daba cuenta de esto y no lo podía soportar, pero por mi parte la superioridad en que yo lo veía no permitió jamás que en mi pecho entrara la menor sombra de envidia.

Cuando establecimos la Academia particular de Bellas Letras, antes mencionada, V[ácquer] se atribuyó la misma precedencia que había conseguido en la Facultad de Teología, y que jamás pensé en disputarle. Pero aunque no le faltaba ni habilidad ni política pronto empezó a faltarle la buena opinión de los otros compañeros. Ciertamente no era posible que mientras Lista y Reinoso daban cada día nuevas muestras de sus grandes cualidades literarias, un hombre sin el menor destello de genio pudiera mantener por cualquier artificio un puesto que debía únicamente a nuestra candidez e ignorancia del mundo.

Mientras que V[ácquer] perdía poco a poco la estima de sus amigos, mi afecto por él me hacía ciego a sus faltas. Al poco tiempo de conocerlo lo había llevado a mi casa, donde por medio de sus acostumbradas zalamerías se ganó rápidamente el afecto de mi madre. En su último curso de Teología, ya ordenado de sacerdote, se había encontrado con problemas de alojamiento. Me aproveché de esta oportunidad para conseguir que mi madre me permitiera compartir con él mi dormitorio (práctica corriente en España) y usar mi cuarto de trabajo, y durante varios meses viví con él como si hubiera sido un hermano. Pero esta prueba de amistad sólo sirvió para envilecer más el espíritu maligno que había tomado posesión de su alma. De no ser por la maldad innata de su carácter -y lo digo así después de pensar dos veces si puedo ser más benigno con su memoria-, de no ser porque sus malas pasiones lo traicionaron y descubrieron claramente qué clase de persona era, nunca hubiera podido imaginar que nadie llegara a odiarme tanto.

Su primer objetivo fue privarme del amor de mi madre usando para ello de todo género de mentiras y engaños bajo el pretexto de cuidar de mi bien espiritual. Otra parte de su plan fue apartar mi atención de aquellos estudios en que sospechaba podía aventajarle. De esta manera, mientras yo esperaba que su compañía me serviría de provecho, la realidad es que nunca perdí más el tiempo que cuando vivimos juntos. Pero lo que parece que lo llevó al colmo de la envidia fue cuando me ofrecieron el puesto de colegial en Santa María de Jesús, que he mencionado más arriba. En cuanto se enteró de que yo había sido propuesto se dirigió al Rector del Colegio, que había sido nuestro primer profesor de Teología, para conseguir también su admisión. Pero esto era una pretensión imposible. Por muy injusta y altamente humillante que fuera la causa, la opinión pública y el bien del Colegio, que descansaba en la estimación general, hacía la dificultad imposible de vencer: nadie sabía quién era V[ácquer], que parecía haber surgido de las mismas entrañas de la tierra. También era cierto que no pertenecía a la misma clase social de los colegiales, y admitirlo en tales circunstancias hubiera significado rebajar la dignidad del Colegio, porque después de esto ningún hijo de buena familia se hubiera presentado como candidato.

Vino a suceder que durante el intervalo de más de un año que medió entre mi designación y admisión, mientras terminaban de recogerse los documentos de las distintas ramas de mi familia, V[ácquer] nos dejó y se fue a Cádiz para pasar las vacaciones de verano. Le pedimos que a la vuelta nos trajera unos documentos que estaban en poder de mis parientes irlandeses de aquella ciudad por parte de mi abuela paterna. Aquéllos le entregaron los documentos en cuestión, pero no nos dijeron que así lo habían hecho. Fue precisamente en este tiempo cuando llegamos a conocer con claridad el verdadero carácter de V[ácquer] de la manera que voy a contar a continuación, y como al volver a Sevilla no se atrevió a visitarnos, no pensamos en pedirle los documentos que se había comprometido a traer. Afortunadamente, no eran especialmente necesarios para mi aceptación, pero si lo hubieran sido, V[ácquer] hubiera tenido la satisfacción de haberla impedido, porque sabemos con certeza que los destruyó.

Había llegado la ocasión de mostrarse tal cual era. Si no se le hubieran complicado sus planes hasta el extremo de perder el control de sus consecuencias, si no hubiera intentado la más negra de las villanías como un mero episodio de su plan, V[ácquer] hubiera seguido aprovechándose de su maldad por más tiempo. Pero no había ya ninguno de mis amigos íntimos a quien no hubiera calumniado para no tener competencia en el aprecio de mi madre. Quería tener la más completa ascendencia sobre su espíritu, porque necesitaba que ella estuviera completamente ciega en todo lo referente a él, al menos durante algún tiempo. Mi hermana mayor, una tímida joven que se había educado en un convento y había tenido escasas relaciones sociales, vivía en casa con nosotros. A pesar de su gran modestia y alto sentido de los principios morales, que se hacían evidentes en cada una de sus palabras y acciones, V[ácquer] formó el plan de asaltar su virtud. No sé cuánto tiempo tardó ella en descubrir sus intenciones, pero en cuanto él se fue a Cádiz nos enteramos de todo. A su regreso a Sevilla se ocultó de nosotros y de todos los amigos de nuestra familia, y se fue a vivir a una parte alejada del centro de la ciudad.

Como por este tiempo había agotado todos sus recursos pecuniarios, viendo destruidas todas sus ambiciosas esperanzas buscó un cargo parroquial como medio de subsistencia. El Arzobispo de Sevilla estaba entonces intentando elevar la consideración del clero parroquial de la diócesis y habiendo conseguido aumentar la asignación de los párrocos, empezó a exigir al propio tiempo mejores cualificaciones para el oficio. Con este fin estableció unos concursos públicos de conocimientos teológicos, semejantes a los que he descrito antes. V[ácquer] se presentó como candidato y ganó una de las veinticinco parroquias en que está dividida la ciudad de Sevilla. Pero su iglesia estaba en un suburbio, circunstancia que casaba muy bien con su posición social, porque le permitía vivir en la oscuridad.

No recuerdo cuánto tiempo pasó entre su nombramiento de párroco y su presentación como aspirante y oponente mío a la silla magistral de la Capilla Real9. No me había vuelto a encontrar con él desde cuando, reconociendo su culpa, se había escondido de mi familia y amigos. Tuvimos que esperar juntos en la Sala Capitular de la Capilla Real, hasta que estuvieran reunidos los capellanes. Cambié con él las elementales palabras de saludo que manda el trato social común, y acto seguido nos dirigimos a hacer los ejercicios.

No soy yo quién para opinar del mérito de nuestras respectivas actuaciones, pero creo que conseguimos casi la misma puntuación en los ejercicios y disputaciones en latín. El otro opositor era tan absolutamente inferior a nosotros que hubiera sido inútil intentar establecer una comparación. Los capellanes habían solicitado la asistencia de algunos notables teólogos para contar con el beneficio de su autorizada opinión. Creo que debí mi triunfo a su opinión favorable. Pero quedaba la última prueba, el sermón, que, como dije antes, había de preparar en veinticuatro horas. Mi turno era antes que V[ácquer]. Lista me sirvió de amanuense y le dicté fielmente un discurso de una hora de duración. No intenté aprendérmelo de memoria, palabra por palabra, pero lo leí tantas veces que lo tenía claramente delante de mi mente. Me tocó en suerte el capítulo quinto de los Hechos de los Apóstoles. Como durante algún tiempo había estado leyendo libros franceses sobre la evidencia del cristianismo (sobre lo cual había comenzado a tener algunas dudas), tomé como texto el discurso de Gamaliel ante el Sanedrín, e intenté probar la verdad del cristianismo por las circunstancias especiales de sus comienzos. El tema era una novedad en Sevilla y creo que mi sermón gustó mucho. Pero como en España los sermones se suelen decir de memoria, los oyentes están acostumbrados a una fluidez y tersura verbal que difícilmente se puede conseguir en una improvisación. Ciertamente hablé de corrido, sin vacilaciones, pero no estaba en mi poder convertir en un elaborado discurso una intervención preparada tan de prisa. Mi sorpresa fue mayúscula cuando dos días más tarde escuché el sermón de V[ácquer], que fue de gran mérito no sólo en cuanto al contenido sino en cuanto a la forma literaria. La estructuración de los períodos era perfecta y en ocasiones llegaba hasta la misma elocuencia. Sin embargo, yo sabía muy bien que siempre le había costado trabajo ordenar ideas sobre cualquier asunto. En una ocasión fui testigo de cómo después de gastar un mes entero intentando escribir la introducción de una disertación, la abandonó desanimado al darse cuenta de que cuanto más escribía más se apartaba del asunto central. Por tanto, el sermón en cuestión venía a suponer un cambio increíble, pero por extraño que pareciera podía ser verdad y yo no tenía fundamento para acusarlo de juego sucio. Pero, ciertamente, hubiera gozado de un injusto triunfo de no ser por uno de los asistentes (no recuerdo quién fue) que, aficionado a los sermones franceses, se acordó que el que había predicado V[ácquer] se encontraba literalmente en una traducción española de Bourdaloue, no muy conocida en Sevilla.

Preocupado porque la decisión de nuestros jueces fuera justa, sentimiento general en los oyentes de estas pruebas, como sucede en Inglaterra con los corros que se forman alrededor de dos personas que se han enzarzado en una pelea, el hombre en cuestión se dirigió sin tardar a un miembro de mi Colegio, al cual mostró el volumen del que V[ácquer] había copiado el sermón. No pudo haberlo puesto en mejores manos, porque Peñaranda, que de acuerdo con los estatutos había pasado a ser supernumerario hacía unos cuantos años, disfrutaba de habitaciones en el Colegio de por vida, y como no tenía otra cosa que hacer, se dedicaba a hacer visitas y a ser el portador de todos los chismes de la ciudad. Con el volumen de los Sermones bajo el brazo se fue acto seguido a casa de uno de los capellanes reales, que trabajaba tanto como él y participaba de su misma afición al chismorreo, y le descubrió el plagio como una simple muestra de curiosidad. Los dos se rieron de la trampa, pero al día siguiente toda la ciudad sabía lo que había pasado y el pobre V[ácquer] no tuvo más remedio que soportar esta nueva derrota de parte de una persona a la que constantemente había tratado de perjudicar por los medios más deshonestos, y con quien hubiera podido competir en noble lid en más de una ocasión.

La decisión del cabildo de las iglesias sometidas al Patronato Regio no es definitiva sino que se limita a enviar a la Corte el nombre de dos candidatos, el primero y el que se le sigue en méritos. Sin embargo, en la práctica quien recibe el nombramiento es el candidato que va en primer lugar. Mis amigos estaban seguros de que yo contaba con una franca mayoría a mi favor, y por otro lado también el público estaba de mi parte. Pero comenzó a formarse una intriga subterránea que ponía en peligro mi nombramiento. El Deán de la Capilla Real, al verse incapaz de proponer a su torpe protegido por encima mía, convenció hábilmente a los capellanes de lo siguiente. Como primer candidato yo sacaría diez de los doce votos, y los dos restantes serían para el desgraciado V[ácquer], con objeto de no dejarlo sin alguna muestra de estimación. Pero bajo el pretexto de que el otro opositor era un buen muchacho, el Deán convenció a los capellanes que era de gran importancia para su futuro que fuera propuesto unánimemente en segundo lugar. La decisión del Cabildo fue publicada de acuerdo con este plan, y nadie ponía en duda de que yo recibiría la Patente Regia al cabo de unas semanas. Pero mientras tanto el astuto Deán había mandado a la Corte una contrapropuesta privada que iban a hacer llegar a las manos de la reina. Afortunadamente, mis amigos se enteraron de esta baja intriga y creo que el Ministro, que como sevillano conocía bien las partes interesadas, convenció a los defensores de mi rival en la Corte para que no insistieran en la evidente injusticia de la que iban a ser instrumentos. Mi nombramiento puso punto final por el momento a las esperanzas de mi torpe rival, pero más adelante los extraños giros de los cambios políticos en tiempo de la invasión napoleónica lo elevaron súbitamente a una canonjía en la catedral. Sin embargo, el pobre hombre la disfrutó muy escaso tiempo, porque murió poco después de mi salida de España.

El fin del desgraciado V[ácquer] fue realmente muy triste. Asaltado por violentas pasiones y agobiado por dificultades pecuniarias, e incapaz de imponerse a aquéllas por carecer del sentido del deber, cada día se veía envuelto en nuevos problemas. Su conducta llegó a ser un escándalo para sus mismos feligreses, para quienes no era un secreto que vivía íntimamente con la mujer del sacristán. Sin amigos, sin medios para una subsistencia decente, continuó viviendo en esta situación durante cerca de un año, al cabo del cual fue atacado repentinamente por una fiebre tan maligna que puso fin muy pronto a su desgraciada existencia.

Mi compasión por sus desgracias me llevó a asistir a sus exequias, señal de pésame que las costumbres andaluzas piden a los que de alguna manera conocen al difunto o a sus familiares. No recuerdo quiénes fueron éstos, porque no tenía familia y sus antiguos amigos lo habían abandonado. Pero en ocasiones como éstas el sentimiento popular es generoso y bueno. En particular, la Universidad de Sevilla se considera obligada a asistir a las honras fúnebres de todos sus miembros, y V[ácquer] era Licenciado en Artes. Como de costumbre, en medio de la iglesia se alzaba un alto túmulo todo cubierto de negro y rodeado de hachones encendidos, sobre el que estaban colocadas las mazas de plata de la Universidad. Al acabar el funeral, los que habían asistido se acercaron a los dolientes, situados al lado derecho del túmulo, para expresar su pésame con una inclinación de cabeza. En el momento en que yo pagaba este último acto de respeto a la memoria de una persona a quien había querido de verdad y a quien nunca había dejado de compadecer, un accidente, pequeño en verdad, que sucedió en aquel instante, me sobresaltó y me hizo temblar con miedo supersticioso. Una de las mazas de la Universidad resbaló y vino a caer a escasa distancia de mi cabeza. No me hubiera causado mucho daño a no ser que hubiera caído directamente sobre mí, pero me pareció que había algo horrible en aquel hecho fortuito, algo así como un postrer acto de hostilidad, una póstuma manifestación de odio inextinguible. Requiescat in pace10.

1802, 27 años

Después de esto podía muy bien considerarme a la edad de veintisiete años no sólo en posesión de los medios que me facilitaban una honorable y generosa subsistencia, sino también en vías de alcanzar puestos más altos por los mismos caminos independientes y honestos que me habían procurado el que entonces disfrutaba. Ciertamente, mi subsiguiente promoción a más elevadas dignidades eclesiásticas hubiera venido por el normal curso de los sucesos de no ser por un profundo cambio espiritual que me hizo concebir una irresistible aversión a la profesión clerical, sin tener la capacidad de encubrir mi estado de ánimo.

En mis libros sobre el catolicismo está fielmente descrita la historia de mi cambio de una sincera fe católica a la total incredulidad. No me siento con ánimo de volver a repetir la narración en este lugar, y mucho menos de acusarme de ningún horrendo pecado. Mi abandono del cristianismo no fue más que el resultado inevitable de haber examinado libremente la forma espuria pero admirablemente construida en que me lo habían enseñado. No abandoné el cristianismo para vivir sin frenos morales y nadie puede achacar mi cambio a inclinaciones viciosas o prácticas inmorales. Mi conducta siguió siendo correcta cuando, a pesar de mis sinceros esfuerzos por resistirme a convencerme, el convencimiento se hizo irresistible. Sé ahora que estaba equivocado al rechazar el cristianismo como impostura, pero en mis circunstancias de entonces no veo cómo me era posible separar el verdadero cristianismo del conjunto de errores y engaños que lo ocultaban a mis ojos. Después de un cuarto de siglo de atento y perseverante estudio he sido capaz de separar el error de la verdad en lo que llamamos cristianismo, pero esto lo he conseguido sólo unos cuantos meses antes del momento actual en que estoy copiando mi manuscrito original11. ¡Y qué inmensa montaña de engaños, supersticiones y prejuicios he tenido que remover! ¿Cómo pues hubiera sido capaz en España de hacer tan delicado y laborioso examen, especialmente cuando me habían hecho creer firmemente a lo largo de mis estudios de que o la fe católico-romana era la auténtica revelación de los cielos de la Verdad sobrenatural, o el mismo cristianismo era una falsedad? Pero sigamos adelante.

Al ser nombrado Capellán Real me fui a vivir con mis padres, lo que los llenó de alegría y a mí me libró del inconveniente de poner casa. Mi hermana menor seguía viviendo con nosotros y era para mí una deliciosa compañera. Pero por aquellos años la salud de mi hermana mayor, que llevaba ya varios años de monja profesa, había estado declinando rápidamente como consecuencia evidente de la vida sedentaria y enclaustrada a que la obligaban sus votos. Sin embargo, es para mí un consuelo que jamás se quejó. La pude ver en su lecho de muerte tres días antes de que expirara, y el recuerdo de este último encuentro todavía hace acudir lágrimas a mis ojos. Ella se mostró tranquila y alegre, pero no porque estuviera dominada por el entusiasmo religioso. Se daba cuenta de que la muerte se acercaba, pero no la temía. Ninguna duda la atormentaba, pero tampoco se sentía enfervecida por raptos místicos. Me despedí de ella ahogado por sentimientos que a duras penas podía contener, y en sus bellos ojos apareció una lágrima cuando me dirigió su última sonrisa.

La única hermana que me quedaba estaba condenada a más severas pruebas a consecuencia de su temperamento. Bajo un aspecto exterior tranquilo se ocultaban los sentimientos religiosos más encendidos. Aunque había salido del convento, su celo religioso no había disminuido en nada. Sin embargo, hasta entonces no había mostrado ninguna mórbida preocupación por la religión, aunque por este mismo tiempo su salud empezó a resentirse, dando muestras evidentes de ataques histéricos, y parecía como si se estuviera marchitando lentamente. Los progresos de estos síntomas eran, sin embargo, suficientemente lentos como para que nuestro pequeño círculo familiar siguiera siendo tolerablemente feliz durante algún tiempo.

¿Quién hubiera podido pensar que en estas circunstancias y justamente cuando yo estaba más seria y concienzudamente dedicado a los deberes de mi profesión, una tempestad moral e intelectual iba a descargar sobre mi espíritu e iba a barrer todas las ideas religiosas que tan hábilmente me habían inculcado durante tantos años, tormenta, además, que iba a hacerme odiosa la misma idea de recibir más honores y emolumentos de la Iglesia, y a no poder soportar la permanencia en mi país? Sin embargo, esto es lo que sucedió, a pesar de mis esfuerzos por resistir.

El momento decisivo llegó cuando, después de admitir deliberadamente que la Iglesia había errado, saqué la necesaria conclusión a que tiene que llegar cualquier católico sincero en semejantes circunstancias: el cristianismo era una falsedad. Repito que esta conclusión no era propiamente mía, sino que la sacaba de la preparación cuidadosa que la misma Iglesia me había dado.

Cuando me recobré del miedo que este cambio violento produjo en mi espíritu, mis pensamientos se volvieron hacia las difíciles circunstancias de mi situación. ¿Cómo iba a actuar en adelante? Aunque lo hubiera querido, la Naturaleza me había incapacitado para vivir hipócritamente. Pero dejar mi profesión era imposible: las leyes de mi país lo prohíben e interpretan el abandono voluntario del oficio sacerdotal como prueba evidente de herejía, que está condenada con la pena de muerte. A no ser que me fuera del país no tenía más remedio que seguir actuando como sacerdote. Pero ¿cómo iba a dejar mi patria sin asestar a mis padres un golpe mortal? ¿Había algo capaz de justificar una medida que produciría tan terribles consecuencias?

Abrumado por estas irreconciliables alternativas, mi mente y mi corazón recurrieron a la idea de que los hombres más notables del paganismo debieron haberse encontrado en circunstancias parecidas. Así que me dije a mí mismo: Si ellos se conformaron externamente con los ritos religiosos de sus países y adoraron al verdadero Dios en su corazón, ¿por qué no puedo hacer yo lo mismo?12. No me ofreceré para puestos de importancia en la Iglesia ni simularé celo proselitista; procuraré mostrarme digno de la confianza que depositen en mí como confesor y animaré siempre a los demás a que cumplan con sus deberes morales; a los que estén en dificultades los consolaré y aconsejaré de la mejor forma que pueda.

Estas fueron mis resoluciones y creo que las cumplí con aquellos que confiaron en mi ministerio sacerdotal. A este respecto debo añadir que nunca abusé de los privilegios de mi posición en la Iglesia para ningún fin inmoral. Pero, a pesar de estos buenos propósitos, bien pronto iba a desvanecerse la teoría sobre la que había basado mis esperanzas de vivir una religión filosófica.

Mis relaciones sociales se habían ampliado poco tiempo antes del período que he referido anteriormente con motivo del sermón que prediqué en la Capilla Real en un día de especial celebración en Sevilla. La Brigada de Carabineros Reales, que es un distinguido cuerpo de caballería, estaba acuartelada en la ciudad y tenía como patrono a San Fernando, cuyo cuerpo, verdadero o supuesto, se venera en la Capilla Real de su nombre13. Con motivo de la fiesta de San Fernando los Carabineros pidieron permiso para celebrar una misa solemne en el altar donde se guarda el cuerpo del santo. El permiso les fue concedido sin dificultad y los oficiales me invitaron a predicar el sermón. Como para aquel entonces estaba ya asediado por mis dudas contra el cristianismo, intenté confirmar mi vacilante fe predicando un sermón contra el escepticismo religioso. Pero poco bueno podía esperarse del discurso que mis estudios me permitían escribir: la mayor parte de la apologética que había leído era oratoria o sentimental, como por ejemplo el Genie du Christianisme, y mis modelos de elocuencia eran Bossuet, Massillon, Bourdaloue y Flechier, que en verdad son escritores admirables, de los que por lo menos he aprendido los artificios de la oratoria. Mi objetivo no era la instrucción de mis oyentes, pues hubiera resultado ofensivo, sino que les ofrecí un discurso al estilo de las Oraisons Funébres. El sermón fue muy aplaudido y la Brigada lo mandó imprimir para su propio uso, como es la manera establecida de darle las gracias al predicador.

Después de la fiesta algunos oficiales de la Brigada buscaron mi amistad, especialmente uno que estaba casado con una joven muy amable y agraciada, y cuyas dependencias en el cuartel eran muy frecuentadas por la mejor sociedad sevillana. Allí me hice amigo de un sacerdote del alto clero, hombre muy culto y completamente incrédulo en secreto. Él me presentó a otro dignatario eclesiástico, mucho mayor que nosotros dos, que durante varios años había desempeñado un cargo de gran importancia en la diócesis pero que entonces vivía retirado. Poco tiempo después descubrí que también era violentamente anticristiano. Nunca hubiera llegado a conocer las verdaderas ideas de mis nuevos amigos de no ser porque el cambio que se estaba obrando en mi espíritu les mostró que podían confiarme sus secretos. Era evidente que ninguno de los dos pertenecían al bando fanático porque de no ser así no me hubiera atrevido a revelar mi estado interior en su presencia. Pero a medida que exponía mis ideas me animaban a seguir hablando. Recuerdo muy bien la ocasión en que descubrí mis nuevas opiniones al mayor de los dos sacerdotes en presencia del más joven. El viejo dignatario, cuyas formas eran habitualmente sosegadas y dignas, prorrumpió en una respuesta tan apasionada que me dejó atónito. Dijo palabras muy duras contra el Evangelio y acusó a la religión cristiana de toda la sangre derramada en las persecuciones religiosas, de todos los vicios del clero, de la degradación de muchas naciones y especialmente de la nuestra. Concluyó diciéndome que, como no había hecho más que empezar a levantarme de un abismo de prejuicios y supersticiones, no sería capaz de tener una idea adecuada de la realidad hasta que no conociera bien la historia del pasado y estuviera al tanto de otras informaciones que hasta entonces habían estado fuera de mi alcance14. Inmediatamente puso a mi disposición su biblioteca secreta, y lo mismo hizo el más joven que poseía una gran colección de libros franceses prohibidos.

Me dediqué incansablemente a este tipo de lecturas. El peligro de caer en manos de la Inquisición sólo hacía más sabrosas las aguas prohibidas de las que estaba bebiendo con tantas ansias. En cierta ocasión tuvimos suficiente fundamento para sospechar que el Santo Tribunal iba a organizar una batida y, como no podíamos confiar los libros a los criados, nosotros mismos tuvimos que transportar una buena colección de ellos desde la casa de mi amigo a la mía, yendo y viniendo varias veces el mismo día llevando ocultas bajo los amplios pliegues de nuestros manteos las obras que de ser descubiertas nos hubieran expuesto a graves peligros. Entre los libros que ocultamos estaba Le Systéme de la Nature, obra decididamente atea. Nombro este libro en particular porque mi amigo, a pesar del peligro que sabía que corría con él, lo tenía en tal estima que al cambiar de residencia de otra ciudad andaluza a Sevilla, se llevó los dos volúmenes de la obra ocultos bajo la sotana, con la cual viajó por este único motivo, ya que sólo lo hacen así los miembros más fanáticos del clero. En ninguno de mis libros sobre el catolicismo he mencionado la influencia que ejercieron sobre mí estos amigos porque hubiera puesto en peligro al que todavía vive. Pero cuando lleguen a publicarse estas memorias estoy seguro que, aunque siga viviendo, no le causará ni a él ni a ningún otro de aquellos buenos amigos la menor inconveniencia.

Se puede determinar que en este período de mi vida se fraguó todo lo que los subsiguientes acontecimientos no hicieron más que desarrollar. Ciertamente puedo decir que fijó para siempre mi suerte en la vida. Si yo hubiera sido capaz de vivir como otros muchos sacerdotes aprovechándome lo mejor posible de las circunstancias y disfrutando de mis opiniones, pagando sólo la pequeña tasa de la conformidad externa y una aparente compostura de formas, nada me hubiera hecho irreconciliable con mi profesión. Pero siempre me han sido intolerables el disfraz y el disimulo precisamente en estos asuntos. Si me hubieran confiado todos los secretos de la creación pero a condición de no comunicárselos a nadie y dejar en su ignorancia y prejuicios a mis semejantes, no creo que mi corazón hubiera podido resistir este insoportable peso. Y aun este mismo sufrimiento hubiera sido una insignificancia en comparación con los que estaba condenado a padecer cuando arrastrado por un triste afecto tuve que amar a escondidas y disimular sentimientos que, siendo en sí completamente inocentes, una execrable superstición los había envenenado y degradado. Sufriendo miserablemente de esta manera no había nada en el mundo que me sirviera de compensación. Es verdad que estaba libre de temores religiosos, pero esto no alteraba mi ideas morales: nunca intenté suprimir los límites de lo bueno y lo malo y prácticamente seguí manteniendo los principios morales del cristianismo. Aunque no contaba con la ayuda del miedo a la condenación eterna, la acusación de mi propia conciencia era bastante para hacerme sufrir cuando lo merecía. Pero de todas formas mis circunstancias personales y la situación de la sociedad española no podían menos de llevarme por caminos que conducían al remordimiento. Esta lucha constante, que es difícil contar, me ocasionó el primer ataque de una enfermedad que después volvería a reaparecer en Inglaterra en unos momentos en que me agobiaba otro tipo de problemas, y que me ha debilitado y hecho sufrir durante largos años. Constantes náuseas unidas a una inapetencia total me privaron durante muchas semanas de mi afición a la lectura. Pero es difícil subyugar el vigor de la juventud. La clara conciencia del peligro en que estaba y la certeza que tenía de no poder acabar con los sufrimientos de mi inteligencia y mi corazón me urgían a tomar la resolución de irme de mi ciudad natal, al menos durante algún tiempo, y tratar de fijar mi residencia por cualquier medio en la capital de España.

1805, 30 años

Estoy pasando muy ligeramente sobre un período de casi tres años durante los cuales no dejé de hacer muchas cosas en Sevilla. En este tiempo fue cuando la Real Sociedad Patriótica me pidió que diera un curso de Elocuencia y Poesía, lo que hice durante dos años académicos, es decir, dos cursos universitarios de unos siete meses cada uno. Tenía un buen número de alumnos que me escuchaba tres veces por semana, y de ellos los asistentes más regulares era un grupo de jóvenes universitarios. Mi única recompensa era ver cómo mis alumnos progresaban en materias que habían estado abandonadas durante mucho tiempo, además del afectuoso agradecimiento de estos jóvenes. Volviendo la vista atrás he de decir que mi capacidad de aquellos años era totalmente inadecuada para la empresa propuesta, pero de todas formas era uno de los pocos que podía por lo menos intentarlo. Al irme a Madrid el curso estuvo interrumpido durante más de seis años. Sin embargo tengo la satisfacción de que cuando un injusto decreto de las Cortes dejó en la indigencia a mi amigo Reinoso, la Sociedad Patriótica volvió a abrir sus cursos de literatura y lo nombró profesor con un estipendio que, aunque módico, le permitió subsistir hasta que desapareció el espíritu de partido que tan cruelmente se había ensañado con él.

Uno de los acontecimientos que influyeron más en mi desgracia fue la decisión de mi hermana de tomar el velo. Esta determinación me hubiera entristecido en cualquier momento, pero el ver a una graciosa joven tan estrechamente unida a mí por los lazos de la sangre, una muchacha que hubiera podido ser mi compañera de toda la vida si hubiera querido permanecer soltera, instigada por la superstición a ofrecerse en sacrificio personal; darse cuenta de las malas artes que aquellos despreciables fanáticos usaron para hacer sus oídos sordos a mis consejos, y verme forzado por la tiranía religiosa del país al consentimiento y al silencio, me llenaron de hiel el fondo del alma. Jamás he visto la superstición católica en su luz más odiosa que al contemplarla en su tarea de convencer a las tiernas almas de nuestras mujeres para que se encierren en un convento para toda la vida. Estoy más que convencido de que existe un tipo de celos de lo más odioso, burdo y animal, que se alegra y triunfa al ver a una hermosa joven separada del mundo para siempre. Los guardianes de las bellezas orientales no tienen sentimientos más degradados que los de la mayor parte de los custodios espirituales de nuestros conventos.

En el caso de mi hermana había circunstancias especiales que llenaban de indignación. Al principio había sido hija espiritual de Arjona, pero al ser promovido éste a la canonjía de Córdoba escogió por confesor a un sacerdote filipense, discípulo favorito del Padre Vega, precisamente el que le ayudaba en los Ejercicios espirituales que he descrito antes. El padre en cuestión15, confesor de mi hermana, no era hombre de talento pero tenía un trato dulce y agradable y su piedad no parecía amenazadora. Yo mismo había llegado a sentirme atraído por su amabilidad y durante el tiempo que medió entre la promoción de Arjona y mi incredulidad él también fue mi confesor. He de decir con toda justicia que en tal capacidad jamás encontré en él la menor indicación de que su conducta no estuviera de acuerdo con los principios religiosos que profesaba. Pero tuve ocasión de conocer a un joven comerciante a quien el sacerdote en cuestión había distinguido como su favorito hijo espiritual. Yo lo conocía de antes, pero superficialmente. En cuanto mi incredulidad quedó establecida nos descubrimos nuestros mutuos sentimientos, llevados por una clase de instinto que sólo pueden comprender los que hayan vivido en un país oprimido por la tiranía religiosa. Descubrí que aquel joven era ateo aunque por respeto a su suegro, de quien esperaba heredar una considerable fortuna, guardaba las prácticas externas de la religión. Como amigo íntimo del filipense durante muchos años, estaba bien enterado de sus secretos. Para gran sorpresa mía me enteré que este sacerdote no era una excepción con respecto a las fatales consecuencias del celibato forzado, por lo que me convencí de que él también era una de las desgraciadas víctimas de la Iglesia católica, uno de aquellos que habiéndose apuntado en las más avanzadas filas de la ascética, empujados por los mejores deseos de superación personal y entrega a los demás, después son vencidos por tentaciones más fuertes que ellos mismos, que los hacen caer y degradarse moralmente sin tener el coraje de arrojar la máscara de santidad. El sacerdote a que me refiero no tenía fuerza de carácter suficiente para oponerse a los temores supersticiosos que pesaban sobre su espíritu. Su vida era una sucesión continua de pecado y penitencia. Este tipo de hombres es extremadamente peligroso porque aprovechan con todo interés cualquier oportunidad de mostrar su celo por la religión.

Cuando me acuerdo del triste acontecimiento a que me estoy refiriendo, me sorprendo de haber sido capaz de no traicionarme a pesar de la vehemencia de mi indignación. La salud de mi hermana era muy delicada, y la de mi madre requería la compañía y ayuda de la única hija que le quedaba. Sin embargo aquel pobre hombre -no tengo corazón para usar calificativos peores- creía estar seguro de la aprobación y el favor de los cielos al fomentar el entusiasmo religioso de mi hermana, que había puesto sus ojos en uno de los conventos más lóbregos de Sevilla. En él no sólo se observaba con el mayor rigor la regla de San Francisco, sino que las monjas tenían que dormir en unas planchas de madera a un pie del suelo; no podían usar ropa interior de hilo; calzaban burdas sandalias abiertas, que exponían los pies desnudos al frío y la humedad; los parientes próximos no podían verles la cara a las reclusas o tener comunicación con ellas salvo unos cuantos días al año y esto en presencia de otra monja; y a través de una espesa cortina colocada detrás de la doble reja de hierro que separaba a los visitantes de las prisioneras, el padre, la madre o el hermano sólo podían intercambiar unas cuantas frases comunes con el ser querido que habían perdido para siempre. No puedo ocultar que aun a esta distancia de tiempo, mis sentimientos de indignación me ahogan cada vez que se me representa a lo vivo la imagen de aquel sacerdote sentado junto a mi hermana cuando nos anunciaron su resolución de meterse a monja. Puedo ver perfectamente la habitación, yo mismo de pie en un lugar bien recordado donde en presencia de mi madre no pude evitar una explosión indignada de reprobación que oscureció el rostro del cura hasta mostrar aquel ceño amenazador con el cual la más despreciable piltrafa te dice claramente que está pensando en denunciarte a la Inquisición. Me pidió que refrenara la lengua y no le prestara mi ayuda al gran tentador. ¡Pero qué persona a quien la vil superstición no le hubiera secado el corazón no se hubiera puesto de parte del tentador si su pretensión no fuera más que derrotar a los sacerdotes! He de contenerme porque me veo a punto de desvariar. Porque en verdad yo he sufrido todo esto en el siglo diecinueve, y lo he sufrido en nombre de un cristianismo que todavía sigue usurpando este nombre, y en un país donde muchos son todavía víctimas de este horrible sistema. Yo sé muy bien que esto no es cristianismo, pero ¡qué pocos entre los que dicen creer en el Evangelio parecen preocuparse por estos infelices! Yo sé de celosos protestantes que contemplan estos horrores con mirada benigna y suave, casi rayana en la aprobación, en tanto que lanzan airados anatemas contra cualquiera que se atreve a negar el símbolo atanasiano. ¿Podemos sorprendernos entonces de la extensión del ateísmo en Europa?

Debo apresurarme a terminar cuanto antes este tema, porque atormenta cruelmente mi corazón. Al acabar el año de noviciado durante el cual las monjas nos ocultaron cuidadosamente los progresos de la enfermedad de mi hermana, mientras que por otro lado la animaban a aumentar el mérito de su sacrificio colaborando a mantenernos engañados, se fijó el día de sus votos perpetuos. Arjona, que estaba entonces en Sevilla, iba a predicar en la terrible ceremonia, mientras que yo celebraría la misa cantada. ¡Qué espectáculo debimos ofrecer ante los ojos omniscientes del cielo! Mi antiguo amigo, al que más quería, el que más me había ayudado a desarrollar mi inteligencia, había caído por entonces en su acostumbrada y desenfrenada inmoralidad. Yo no sabía si había rechazado interiormente toda noción religiosa porque hasta el último día que lo vi no se había descubierto con franqueza a ninguno de sus más íntimos amigos sobre este particular, pero yo conocía muy bien a qué extremo de degradación habían llegado sus principios morales tanto en la teoría como en la práctica. Escribió casi todo el sermón que tenía que predicar en la ceremonia prácticamente en estado de embriaguez para demostrar que la juerga que habíamos corrido en un día iluminado por el brillante sol de España no había sido capaz de disminuir sus talentos de compositor. La ceremonia de la profesión solemne, incluida la misa y el sermón, duró unas tres horas, durante las cuales el corazón del sacerdote oficiante estuvo en un estado tal que sólo la infinita sabiduría y misericordia de Aquel que puede discernir entre la angustia y la maldad es capaz de comprender y perdonar.

Mi pobre hermana empeoraba de día en día, pero su enfermedad era tan lenta como dolorosa. Sus temores religiosos llegaron a ponerla al borde de la locura. Para calmarle estos sentimientos tenía yo que pasar por la frecuente tortura de escucharla en el confesonario, donde le administraba a la pobre víctima los consuelos que ponía a mi disposición la religión a la cual se había ofrecido en cruel sacrificio. En esta situación siguió viviendo por espacio de unos seis años. Hasta mucho tiempo después de mi venida a Inglaterra mi familia no quiso informarme de su muerte, respondiendo con evasivas a mis preguntas. Estaba yo como tutor en Holland House y sufría uno de los más fuertes y deprimentes ataques de la enfermedad que me ha perseguido durante muchos años cuando en una misma carta me informaron a la vez de la muerte de mi padre y de mi hermana.

No puedo pasar por alto que poco tiempo después de haberme convertido en enemigo decidido de las leyes e instituciones que me obligaban a disimular mis verdaderos sentimientos y a continuar actuando como sacerdote, pensé seriamente en emigrar a los Estados Unidos. Llegué a escribir a un amigo gaditano, que participaba de mis mismas ideas, pidiéndole que me informara de cómo podía conseguir en secreto pasaje en un barco americano. Pero mi amigo me recomendó con insistencia que siguiera en mi casa. El temor de que esta medida pudiera ocasionar la muerte de mis padres, y la certeza de que en cualquier caso los haría sufrir dolorosamente por el resto de sus días me hicieron seguir este consejo.

Sabía que un cambio de residencia a Madrid no contaría con la aprobación de mis padres, pero mis sufrimientos espirituales en Sevilla me hicieron pasar por alto esta consideración. Los estatutos de la Capilla Real permiten tres meses de vacaciones al año. Si tomaba un período de vacaciones al final de un año y otro al comienzo del siguiente, podía disfrutar de seis meses seguidos de ausencia. Estaba seguro de que en este tiempo podría conseguir permiso real para permanecer en Madrid con cualquier pretexto. Por otra parte en este plan no había nada reprobable: mis colegas del cabildo se beneficiarían económicamente a causa de la más frecuente rotación de ciertos oficios sin que la ausencia de uno o dos capellanes les causara ninguna clase de inconvenientes. Además tampoco era probable que otro capellán real solicitara un permiso semejante: en aquel tiempo los españoles, y sobre todo los clérigos, no tenían la menor afición a salir de viaje y ausentarse de casa.

Una vez tomada esta resolución no demoré mi viaje. Ya en Madrid fui a ver a dos antiguos colegiales que eran abogados y, de acuerdo con lo establecido, cortejaban a los ministros, especialmente al Príncipe de la Paz, que tenía en sus manos todo el poder del gobierno y el patronato real. Mis dos amigos pretendían ser nombrados magistrados de los tribunales provinciales de justicia, que llamamos Audiencias. Yo también podía haberme dedicado a buscar un puesto más importante en la Iglesia, pero este pensamiento no pasó por mi cabeza: todo lo que quería era estar lejos de Sevilla y gozar de las ventajas que la capital de la nación ofrecía a un hombre en mis circunstancias especiales.

Pero había una curiosa dificultad para poder residir en Madrid, que ya he contado en las Cartas de España. La policía había dado una orden prohibiendo a los forasteros vivir en la ciudad a no ser que consiguieran permiso escrito del Ministerio de la Gobernación. Con esta disposición hubiera sucedido lo mismo que con todas las que dicta el gobierno español, que se hubiera observado estrictamente durante varias semanas para ser relegadas pronto al olvido. Pero un hambriento policía podía causar a cualquier persona un sinfín de molestias e inconvenientes con objeto de sacarle algún dinero. Por esta razón una de mis primeras preocupaciones al llegar a Madrid fue la de ponerme a salvo de estas vejaciones. Mis amigos me aconsejaron que me ausentara de la capital durante algunos días y enviara una solicitud al Ministerio alegando la realidad de mi caso: el mal estado de salud que había padecido últimamente en Sevilla.

Como tenía muchos deseos de visitar Salamanca, pensé que no podía escoger mejor lugar para escribir mi petición, con excepción, claro está, del mismo Madrid. Los amigos escritores que me habían presentado en Madrid habían estudiado en la Universidad de Salamanca y me dieron cartas de presentación para sus amigos de aquella ciudad. Tenía una dirigida a Meléndez, cuya fama poética era tan grande como pequeña era su influencia en la Corte. Meléndez había llegado a ser nombrado Magistrado del Tribunal Supremo de Madrid principalmente a causa de la universal admiración que le habían granjeado sus composiciones poéticas. Pero él era en verdad hombre de amplios y variados saberes y capaz de desempeñar dignamente este alto cargo. El Príncipe de la Paz al comienzo de su favor ilimitado le había procurado no solamente este puesto, sino el mismo favor de la reina. Pero en el tiempo a que me refiero Meléndez había caído en desgracia y había sido desterrado a Salamanca, su ciudad natal. Lo encontré tal como me habían dicho, un hombre muy amable y afectuoso, de gran cultura y extraordinario buen gusto. Era el único español que he conocido que, habiendo dejado de creer en el catolicismo, no se había vuelto ateo, sino que era un devoto deísta16. Creo sin embargo que la sombra de libertad de conciencia que ha existido en España a partir de la guerra de la Independencia ha cambiado el estado de las cosas, y que probablemente el ateísmo sistemático es ahora menos general. Me parece que Meléndez era una persona naturalmente religiosa o, para usar los términos de los frenólogos, tenía un poderoso «órgano de Veneración».

Meléndez me presentó a [don Antonio] Tavira, entonces obispo de Salamanca. Este hombre inteligente y honrado había sido sospechoso de jansenismo tiempo atrás a causa de sus ideas reformistas. En particular le resultaba intolerable la burda superstición del país. De no ser por su elocuencia en el púlpito no hubiera sido elevado a ninguna dignidad eclesiástica, pero la fama de sus sermones le consiguió el nombramiento de prelado doméstico del rey [Carlos III]. Relacionado de esta forma con la fuente de toda promoción en el país, poco tiempo después fue nombrado obispo de las Islas Canarias. No deja de ser sorprendente que un hombre de su buen gusto y cultura aceptara el obispado de aquella parte semibárbara de los dominios españoles. Probablemente si no declinó el nombramiento fue por su deseo de intentar mejorar la situación moral y cultural de las islas. Pero el poder de los frailes estaba fuertemente afincado entre los canarios, y me va a perdonar usted una nueva digresión para contarle una de las dificultades con que se encontró Tavira.

En la catedral de Las Palmas se veneraba una imagen de la Virgen María de forma tan escandalosamente idolátrica que el obispo se vio obligado a intervenir. Desgraciadamente sus esfuerzos sólo pudieron conseguir una levísima modificación en unas prácticas tan absurdas que no permitían ni una reforma parcial. Como consecuencia lógica de la creencia católica en la presencia real de Cristo en la hostia consagrada, la Iglesia ha dispuesto que cuando se expone el sacramento a la veneración pública tiene una preferencia absoluta sobre cualquier otro objeto de culto. Sin embargo en Las Palmas toda la devoción popular se centraba en aquella imagen de la Virgen María. En vano intentó el obispo persuadir al clero que la Virgen no estaba allí verdaderamente presente, que lo que tenían ante sus ojos era una imagen de madera, mientras que, por el contrario, tenían que creer que Cristo estaba tan realmente presente en el sacramento como cuando vivía en la tierra. Pero estas distinciones eran demasiado sutiles para que las entendieran los canarios, tanto clérigos como seglares. Aquella imagen, que el obispo había llamado tan irreverentemente un pedazo de madera, era la Virgen, la Virgen era la Madre de Dios, y una madre tiene que ser honrada antes que su hijo. Este razonamiento les parecía evidente. El obispo, sin embargo, alegando la autoridad de la Iglesia, ordenó que cuando el sacerdote en la celebración de la misa ofreciera incienso en el altar, dirigiera el incensario en primer lugar a la hostia consagrada, y después a la Virgen. A pesar de ello, en la primera ocasión en que el obispo fue a la catedral para asistir a una misa solemne con exposición del sacramento, el sacerdote oficiante tomó el incensario en sus manos y deliberadamente dirigió la nube de humo a la Virgen en primer lugar, levantando al propio tiempo la voz para decir de la forma más soez e insolente: Que te la quite el obispo. Tal conmoción se produjo en el pueblo que el obispo vio su vida en peligro. Se hizo necesario su traslado a otra sede y así es como llegó a Salamanca. Las rentas de esta diócesis son escasas y aunque la ciudad puede ser considerada como el Oxford español, no tiene nada que la convierta en lugar agradable para vivir. En la época a que me refiero la población no era numerosa ni rica, pero en cambio había una enormidad de frailes.

Antes de la reforma de los grandes Colegios Mayores de Castilla los hijos jóvenes de las familias de las provincias norteñas disfrutaban en exclusiva de las plazas de aquéllos y gastaban sustanciosas cantidades de dinero, la mayor parte de mala manera porque en los Colegios abundaban los juegos de azar. Pero desde que se abrieron a las clases bajas los Colegios cayeron en el mayor desprestigio y oscuridad al faltarles el rango social y el ambiente cultural que los había distinguido anteriormente.

El obispo Tavira, que residía en uno de ellos, parecía como si se hubiera retirado del mundo. Meléndez me dijo que hasta hacía un par de años el obispo había patrocinado unas selectas reuniones nocturnas con un pequeño grupo de seis u ocho personas, unas dos veces por semana. Pero tanto el gobierno como la Inquisición mostraron sus habituales recelos por este tipo de comunicación entre hombres distinguidos por su talento y relaciones sociales, por lo que el obispo se vio en la necesidad de poner fin a las reuniones y vivir en soledad. Su mesa era, sin embargo, muy distinta de las de los obispos españoles y sus huéspedes no se veían forzados por las reglas de la etiqueta. Tavira tampoco tenía a su servicio jóvenes de buenas familias, como era la costumbre de otros obispos. En una palabra, su casa era más europea de lo que se pudiera esperar de los Pirineos para abajo.

Con la aprobación de mi cabildo conseguí licencia real para residir en Madrid durante un año. Lamento profundamente el modo con que malgasté mi tiempo en la capital de España. Sin embargo, en ningún otro período de mi vida vi más claramente la protección de Dios sobre mí. Si pudiera hablar con libertad sobre este punto sin causar daño a quienes menos se lo merecen, aparecería claramente que el mundo, y mucho menos el país contra cuyas bárbaras leyes con respecto a la religión apelo ante el tribunal de los cielos, no tienen ningún fundamento para condenarme. En un momento en que estuve a punto de dejarme arrastrar a una vida de disipación y deshonestidad a causa de estas leyes, mi encuentro con un caso de desamparo y pobreza total en medio de una larga y grave enfermedad, me llevó inmediatamente a una actitud altruista, superior incluso a mis medios de fortuna. De esta manera, mis relaciones se limitaron exclusivamente a aquella mujer que por mi medio había podido escapar de una muerte inminente. Doy gracias a Dios de todo corazón por haber cumplido fielmente todo lo que el más estricto sentido del deber puede reclamar con respecto a estas relaciones. Mi gratitud es todavía mayor al ver que mi fidelidad ha sido después recompensada en el más alto grado.

Mientras disfrutaba de mi liberación de los inútiles y para mí odiosos deberes de mi cargo clerical, se abrió en Madrid un establecimiento que vino a ser el mejor medio de prolongar mi ausencia de Sevilla. El Príncipe de la Paz, aunque no era personalmente hombre de letras, se mostró siempre dispuesto a favorecerlas, y si la situación del país hubiera permitido mejorarlo en este aspecto particular sin una reforma general de su sistema moral y político, ciertamente lo hubiera conseguido. Es verdad que las mejores medidas de este orden se veían siempre estropeadas por los propósitos egoístas de personas que gozaban del favor del Príncipe o de la Reina, pero a veces sus resultados fueron evidentemente beneficiosos. El establecimiento de una escuela de educación primaria de acuerdo con el sistema de Pestalozzi fue un buen proyecto que de no ser por la invasión francesa hubiera beneficiado mucho al país.

En el Ministerio de Guerra español había un funcionario llamado Amorós, hombre de gran perspicacia e inquietud intelectual17. Los deberes de su cargo le dieron la oportunidad de darse a conocer al Príncipe de la Paz. Por aquel tiempo la fama de Pestalozzi se había extendido por toda Europa, como bien merecían sus talentos y más que éstos su espíritu altruista. El plan de instrucción que había ideado para beneficio de los hijos de los campesinos se adaptaba tan perfectamente a la educación general elemental que se aplicó también a la educación de las clases altas en Alemania y Francia. Pero como tantas veces sucede, muchos advenedizos que se habían acercado a la escuela de Iverdún para hacerse de un nombre, estropearon el proyecto original con sus propias explicaciones. Sin embargo, a pesar de estos parásitos, las evidentes ventajas obtenidas por los alumnos directos de Pestalozzi mostraron la utilidad del método de forma evidente. Amorós se aprovechó de esta circunstancia para su medro personal, pero no sin buscar al propio tiempo la utilidad pública. Informó al Príncipe de la Paz de las maravillas que el sistema pestalozziano estaba consiguiendo en Iverdún, y le sugirió la idea de establecer una escuela con el propósito de ensayarlo en España.

El Príncipe de la Paz, que había recibido una educación mejor que la mayor parte de los jóvenes de su clase que no han estudiado en la Universidad, fue hasta el fin de su carrera política un amigo de la promoción de la cultura y, de no haber sido por la completa desmoralización del país y por las intrigas cortesanas que amenazaron frecuentemente su poder e hicieron que tuviera que dedicar mucho tiempo a su propia protección, creo que hubiera sido un patrono eficaz de las letras. De esta manera, el plan que le propuso Amorós contó desde el primer momento con su total aprobación. El favorito se lo recomendó al Rey, que hizo a Godoy patrono de la nueva escuela.

Sólo los que conocen la situación de Madrid en aquellos años pueden darse cuenta del interés con que la nobleza de la capital solicitó la admisión de sus hijos en la nueva escuela. De acuerdo con el gusto francés que prevalecía entonces, y que creo sigue prevaleciendo todavía, una de las primeras medidas que se tomaron fue la de convertir la escuela en un instituto militar, fijar además un uniforme para los alumnos y promover a Amorós al rango de coronel como Director del Real Instituto Pestalozziano. Pero parece que el Príncipe insistió en que el establecimiento fuera considerado sólo como un experimento, probablemente con objeto de prevenir las numerosas solicitudes que habían de llover para conseguir puestos en la nueva escuela si ésta apareciera como una institución permanente. De conformidad con este plan, Amorós le propuso al Príncipe el nombramiento de una Comisión de literatos que vigilara e informara sobre los progresos de la escuela y las ventajas del nuevo método.

Mi afición por la música me había puesto en relación con Amorós por aquel entonces, ya que él también era un buen aficionado y daba conciertos semanales en su casa. Tuve, por tanto, ocasión de darle a conocer las causas de mi estancia en Madrid y mi deseo de prolongar mi ausencia de Sevilla. Me ofreció hacerme miembro de la comisión que iba a ser nombrada y, como había que guardar ciertas apariencias para no alarmar a los fanáticos, me pidió mi consentimiento para nombrarme catequista, es decir, instructor religioso de la escuela. Puede ilustrar la situación del país en este punto la circunstancia de que Amorós me pidió disculpas por proponerme para este cargo, y yo mismo lo acepté con cierto sentimiento de vergüenza y degradación.

Me aseguró que sentía mucho verse obligado a pedirle a un hombre ilustrado que aceptara este puesto, y yo disimulé mi vergüenza con la excusa de que lo aceptaba para prevenir así la presencia de un fanático en la escuela. Tengo la satisfacción de poder decir que ni me ofrecieron ningún emolumento ni yo lo pedí. Mi única aspiración era no volver a Sevilla, lo cual conseguí por medio de una Real Orden que me excusaba de mis deberes de residencia en aquella ciudad indefinidamente. Mis amigos sevillanos me creyeron en camino de conseguir un obispado, pero ya he dicho que este tipo de promoción estaba muy lejos de mis deseos.

La Comisión de la que era miembro me nombró para que redactara un informe sobre los progresos del Instituto. Imbuido como estaba de las ideas de la vieja escuela francesa, mi propósito al escribir el informe fue hacer una composición al estilo de los discursos de la Academia francesa. Poco o nada dije de los resultados prácticos de la educación dada a los niños, porque estos detalles no eran del gusto del país, sino que mi trabajo fue una argumentación para probar que el método pestalozziano no podía menos de producir buenos resultados. El discurso se mandó imprimir y fue muy bien recibido.

No llevaba muchos meses en relación con el Instituto Pestalozziano cuando empezó a formarse la terrible tormenta que pronto iba a descargar sobre España. La primera señal visible fue el arresto del Príncipe de Asturias, que tuvo lugar en El Escorial en noviembre de 1807, a consecuencia de su intento de ganar el favor de Napoleón y enemistarlo con el Príncipe de la Paz.

1807. 32 años

Pero de momento todo parecía seguir igual a pesar del sentimiento general de miedo e inseguridad. Durante este período de expectación se celebró el primer examen público de los alumnos del Instituto, en el cual se hicieron evidentes los buenos resultados conseguidos. Los niños, de escasamente ocho años de edad, mostraron la capacidad más sorprendente para el cálculo tanto de números enteros como fraccionarios, lo que me hace sospechar que aquel niño americano que hizo en este país una demostración parecida había sido educado de acuerdo con el método de Pestalozzi. En este examen público recité una oda que llegó a manos del Príncipe de la Paz y me procuró la distinción de ser admitido a una de sus recepciones privadas, es decir, las que estaban reservadas para personas de alto rango, especialmente oficiales del Ejército. El Príncipe, que en verdad era hombre muy agradable y cordial, me dirigió unas palabras de felicitación al pasar junto a mí, según su costumbre de hablar con cada uno de los invitados. Creo que esta recepción fue la última que ofreció. En las Cartas de España he contado detalladamente los sucesos que siguieron.

En el breve espacio de tiempo que medió entre esta recepción y la ocupación de Madrid por los franceses en 1808, fue cuando estuve a punto de ser nombrado tutor del infante D. Francisco de Paula, el más joven de los príncipes españoles, que entonces tenía unos doce o catorce años. El emperador francés había enviado al rey Carlos IV la bien conocida carta que le había escrito el Príncipe de Asturias, después Fernando VII18, implorando su protección contra la excesiva influencia del Príncipe de la Paz. El rey mandó arrestar a su hijo, que fue confinado en sus habitaciones de El Escorial. Entre los sospechosos de haber aconsejado al Príncipe de Asturias en tan temeraria y desafortunada actuación estaba el tutor de su hermano menor. Amorós estaba en El Escorial con la Corte, pero el Príncipe de la Paz se había quedado en Madrid para eludir la sospecha de influir en las medidas que el rey creyera conveniente tomar después de recibir la comunicación de Napoleón.

La mañana en que se conoció en Madrid el arresto del heredero de la corona recibí una inesperada carta de Amorós pidiéndome que fuera inmediatamente a El Escorial para un asunto de gran interés para mí. Yo desconocía totalmente las noticias que habían empezado a circular por Madrid, y fue un amigo con quien me encontré camino de la parada de las diligencias quien me alarmó con la información recién llegada de Aranjuez, pero seguí adelante porque no quería desagradar a Amorós. Llegué a su residencia aquel mismo día por la tarde, pero estaba en Palacio. Hasta que regresó permanecí en penosa incertidumbre, aunque la posibilidad de ser empleado en alguna aventura que me diera la oportunidad de ver el mundo, estaba muy lejos de disgustarme. La llegada de Amorós acabó con los únicos castillos en el aire que un rayo de ambición me hizo concebir por una sola vez en mi vida. Amorós me informó de la situación de Palacio y me habló del puesto que durante algunas horas había estado abierto para mí. Pero el tutor había sido hallado totalmente inocente de cualquier relación con lo que se llamaba la conspiración, y como mis servicios no eran necesarios podía volver a Madrid a la mañana siguiente. Más aún, como los forasteros eran considerados sospechosos sin más averiguaciones, no era conveniente que permaneciera más tiempo en El Escorial. No puedo decir si todo aquello no fue más que un exceso de interés por parte de Amorós, o si realmente había recibido instrucciones específicas sobre mí del Príncipe de la Paz. De lo que estoy convencido es de que la Providencia me libró de una difícil situación que, además de los peligros a que me hubiera expuesto, hubiera interferido con la cadena de sucesos que terminaron con mi venida a Inglaterra, el más venturoso de los acontecimientos de mi vida.

Los diferentes hechos de la Revolución española se sucedieron con sorprendente rapidez. Las provincias más alejadas de la capital proclamaron la guerra contra los franceses, y llegó el momento en que había que tomar partido en el enfrentamiento inevitable. La lucha que tuvo lugar en mi espíritu fue más dura de lo que soy capaz de explicar. Conocía demasiado bien la situación moral e intelectual de mi país para sentirme optimista sobre los resultados favorables de la insurrección popular. Yo sabía muy bien que muchos de mis amigos creían desinteresados actos de patriotismo lo que no eran más que mezquinas ambiciones personales. Ellos confiaban, además, que cuando los ciegos prejuicios del país hubieran conseguido arrojar a los franceses de la península, el partido liberal tendría la oportunidad de someter a los clérigos, a los que de momento les permitían tener una ascendencia total sobre el pueblo para usarlos como instrumento pasajero. Pero a mí me parecían absurdos estos razonamientos. Yo estaba convencido de que si el pueblo pudiera permanecer tranquilo bajo la forma de gobierno a que estaba acostumbrado mientras el país se libraba de una dinastía de la que no era posible esperar ninguna mejoría, la humillación política de recibir un nuevo rey de manos de Napoleón quedaría ampliamente compensada con los futuros beneficios de esta medida. En efecto, en pocos años la nueva familia real se identificaría con el país. Muchos de los españoles más ilustrados y honestos se habían puesto del lado de José Bonaparte. Se había preparado el marco de una Constitución que, a pesar de la forma arbitraria con que había sido impuesta, contenía la declaración explícita del derecho de la nación a ser gobernada con su propio consentimiento y no por la voluntad absoluta del rey. La Inquisición, fuente y causa principal de la degradación del país, iba a ser abolida inmediatamente, y lo mismo sucedía con las Órdenes religiosas, aquel otro manantial de vicios, ignorancia y esclavitud intelectual. De esta forma, en menos de medio siglo, el país, libre de impedimentos para el desarrollo natural de su capacidad para el bien, quedaría completamente regenerado. Estas eran mis opiniones durante la ansiosa espera que siguió al horrible dos de mayo de 1808.

1808. 33 años

La triste experiencia me ha convencido de que no estaba totalmente equivocado. Yo sé que muchos amigos míos han reconocido haber estado en el error, pero la verdad es que entonces ellos me consideraban un patriota muy indiferente. Estoy dispuesto a reconocer que nunca he sentido aquella clase de patriotismo que ciega a los hombres tanto con respecto a los defectos de su propio país como a los suyos personales. España, como entidad política, miserablemente oprimida por el gobierno y la Iglesia, dejó de ser objeto de mi admiración desde mi temprana juventud. Jamás me he sentido orgulloso de ser español porque era precisamente como español como me sentía espiritualmente degradado y condenado a inclinarme delante del sacerdote o seglar más mezquino, que podía despacharme en cualquier momento a las mazmorras de la Inquisición.

Durante muchos años pensé que una sentencia de destierro de mi patria, lejos de ser un castigo sería una bendición para mí. Pero había algo en mi pecho que me haría capaz de sacrificar gustosamente mi vida en favor del pueblo en medio del cual nací y me hice hombre, si hubiera algún poder que me librara del aplastante peso del sacerdocio. A pesar de todo, tuve bastante patriotismo como para no unirme al partido afrancesado, que contaba con la hasta entonces invencible ayuda de los ejércitos de Napoleón, y marcharme en medio de graves peligros y dificultades a la misma sede del fanatismo, Sevilla, donde tenía que volver a desempeñar mi insoportable oficio, durante tanto tiempo abandonado, y actuar como un hierofante ante una multitud ciega, ignorante y engañada. ¿Quién era, pues, el verdadero patriota? ¿El que siguiera, como yo, a la masa de sus compatriotas contra sus propias convicciones, porque no quería verlos forzados a aceptar lo que consideraba bueno para ellos, o el de aquéllos que al unirse al pueblo no hacían más que seguir los impulsos de sus sentimientos, por no mencionar sus propósitos de ambición e interés personal?

Si se hubiera establecido el gobierno de José Bonaparte, la tierra donde nací hubiera dejado de ser para mí un lugar de esclavitud, pero, sin embargo, tan pronto como me enteré que mi propia provincia se había levantado contra los franceses, acaricié mis cadenas y regresé sin demora al lugar donde sabía que me habrían de amargar más la vida: volví a Sevilla, la ciudad más fanática de España, en el momento en que estaba bajo el control más completo del populacho ignorante y supersticioso y guiada por aquellos clérigos que me causaban al propio tiempo horror y desprecio. Volví en medio de constantes peligros de mi vida a través de otras regiones del país que atravesaban una situación de anarquía homicida y sed de sangre. Viajé con más incomodidades que el más humilde de los labriegos ingleses hubiera pasado montado en un carro.

La conciencia de la rectitud de mi conducta y el sacrificio que hacía de mis propias ideas en aras de los deseos de la mayoría del país, me daban ánimo en medio de escenas que demostraban la barbarie más insospechada, pero el ánimo se me vino abajo cuando conocí la situación de mi ciudad. Las más bajas e inicuas intrigas habían llevado a la junta que ejercía allí el gobierno supremo, a algunas personas de lo más vergonzoso e inútil de la ciudad. Se habían pasado por alto los crímenes más flagrantes, e incluso se había llegado a premiar y promover a los agentes empleados en cumplir venganzas personales. Pero no es mi intención escribir la historia de los sucesos públicos. Quiero tan sólo responder a las injustas sospechas que han arrojado contra mí. También se han preguntado cómo me pude dedicar a escribir en favor de lo que rechazaba. La respuesta es obvia. Ni por un momento dudé de la justicia de la causa nacional, ni justifiqué la forma en que Napoleón pretendió cambiar la dinastía española. Lo único que puse en tela de juicio fue la utilidad de un levantamiento popular. Pero puesto que el levantamiento se había producido de hecho, estaba dispuesto a defender la causa española contra Francia a cualquier riesgo. Por tanto, escribí y actué de acuerdo con mis sentimientos. Mis escritos no dejaron de tener algún efecto en el público y estoy seguro de que la razón de su eficacia no era más que la consecuencia de los sentimientos profundos y sinceros que los motivaron.

1808

Al llegar a Sevilla me urgieron a que me presentara sin demora ante la Junta Suprema, que estaba instalada permanentemente en el Alcázar o Palacio Real. El espacioso patio rectangular que se encuentra delante del gran salón del palacio estaba constantemente ocupado durante todo el día por una gran multitud que esperaba con ansias las últimas noticias sobre la situación del país. Mi llegada produjo una gran conmoción y muchos de mis mejores amigos se abrieron paso a través de la multitud para acudir a mi encuentro, mientras sus rostros mostraban preocupación en vez de la alegría que yo esperaba. Me sorprendieron mucho sus preguntas sobre Sotelo, otro íntimo amigo mío, que había sido compañero colegial en Santa María de Jesús, y que después de ser Magistrado en Sevilla había sido promovido al Tribunal Supremo de Madrid. Durante mi residencia en la capital seguimos en los mismos términos de intimidad, pero dada la confusión que dominaba a todos los habitantes de Madrid no pude verlo antes de salir con dirección a Sevilla, y no estaba al tanto de sus movimientos e intenciones.

El Presidente de la junta [don Francisco Arias de] Saavedra, me trató con gran cortesía e incluso me hizo tomar asiento entre los miembros de la misma. Me preguntó sobre la situación en que había dejado Madrid y repitió la pregunta sobre Sotelo. La respondí que no lo había visto desde varios días antes de salir de Madrid. Me dijeron que tenían motivos suficientes para sospechar que se había quedado allí con la intención de ayudar al partido afrancesado. Esto no era verdad, pero lo único que podía oponer a esta afirmación era que en mi última conversación con él se había declarado positivamente en contra de los franceses. Me dijeron que podía retirarme a descansar de la fatiga de mi largo y peligroso viaje. Muchísimos amigos vinieron a darme la bienvenida, demostrando con su presencia que cualquier vaga sospecha que hubiera podido levantar mi regreso a Sevilla en unos momentos de desconfianza y excitación general, se había disipado instantáneamente.

A los seis meses escasos de mi salida de Madrid, Napoleón se apoderó de la capital. La Junta Central, que por entonces se había proclamado Suprema contando a duras penas con el consentimiento de las provinciales, se escapó a Sevilla. Mi amigo el poeta Quintana, uno de los españoles más honestos y más capaces que jamás he conocido, vino con el gobierno a esta ciudad. Fue nombrado Subsecretario de Estado con el principal propósito de que escribiera Manifiestos y Declaraciones en nombre de la Junta. Durante el tiempo que medió entre la primera retirada de los franceses y las campañas victoriosas de Napoleón, mi amigo había fundado en Madrid un periódico semanal con el título de Semanario Patriótico, que había sido muy bien recibido por toda la nación. El gobierno quería que la publicación siguiera adelante, y Quintana me ofreció la dirección junto con don Isidoro Antillón, profesor de Historia y Geografía en el Colegio de Nobles. Antillón participaba de los mismos puntos de vista que yo desde el comienzo de la guerra y también, como yo, se había entregado a la causa nacional contra Napoleón, aunque ninguno de los dos hubiéramos aconsejado la insurrección popular. Habíamos sido colegas en el Pestalozziano y puedo decir sin miedo de que me puedan contradecir que actuamos en nuestros respectivos cometidos con toda honestidad e independencia. Cuando aceptamos el encargo del Semanario declaramos unánimemente que no escribiríamos bajo los dictados de nadie, pero como no había ley que protegiera la libertad de prensa teníamos que someter nuestros trabajos al imprimatur de un censor, que lo fue Quintana. Aunque él nos daba libertad total bajo su responsabilidad, no nos atrevíamos a dar rienda suelta a nuestras plumas, pero recíprocamente nos comprometimos a que en nuestros escritos no apareciera nada que pudiera sonar a halagos a los hombres en el poder, y a que el Semanario nunca fuera instrumento para engañar al pueblo.

Grande fue el éxito de los pocos números que publicamos. Antillón se encargó de la parte histórica y empezó a escribir sobre el desarrollo de los acontecimientos que tuvieron lugar desde el comienzo de la guerra patriótica. No soy yo capaz de alabar dignamente las cualidades de Antillón para su tarea, y de la mía poco puedo decir.

Mi ignorancia, aunque muy grande, era al fin y al cabo menor que la normal entre los españoles, la mayor parte de los cuales jamás se han dedicado a pensar en asuntos políticos o morales. Yo había leído algo sobre libertades políticas y derechos populares, pero mis ideas eran demasiado crudas y especulativas. Por tanto, todo lo que podía escribir no era más que frases contra la tiranía y el abuso del poder. Pero aun esto había que hacerlo bajo las cautelas y restricciones inherentes a un estado de cosas en el que las autoridades no habían hecho más que cambiar de nombre, y donde los hábitos populares de sumisión sólo habían sido levemente alterados por un pasajero movimiento contra los escandalosos abusos de la Corte de Madrid.

El triste destino del periódico a que me refiero mostrará mejor que cualquier otra cosa que pueda decir la clase de gobierno que había surgido a consecuencia de la invasión francesa. El Semanario, que era la publicación en que por primera vez habían aparecido en la Península algunas nociones filosóficas sobre materias públicas, mostró a la Junta (corporación tímida y egoísta)19 el poder que la prensa podía ejercer sobre la inteligencia de los hombres. Las mejores clases leían ávidamente nuestras escasas páginas semanales. A pesar de nuestra falta de libertad, los lectores se dieron buena cuenta de que teníamos más cosas que decir que las que de hecho expresábamos, y de esta manera empezó a sentirse curiosidad por ciertos asuntos sobre los que la junta sentía el mayor horror. Tampoco estaban menos alarmados algunos individuos ante la posibilidad de que nuestro periódico diera a conocer algunos hechos de forma más ajustada a la realidad que le gustaba a la corporación que gobernaba el país. De esto último tuvimos una prueba suficientemente clara varias semanas después de haber comenzado nuestra tarea.

Antillón había comenzado una narración detallada de las operaciones militares en la Península. Sus afirmaciones eran claras y sus puntos de vista ajustados y exactos. La descripción de una campaña mal conducida por oficiales ignorantes e inexpertos no tenía más remedio que revestir cierto carácter involuntario de censura, a pesar de la más deliberada moderación de lenguaje. El duque del Infantado había mostrado tan inequívocamente su falta de talento al frente del ejército, que la simple narración de sus operaciones (si así puede llamarse la indecisión y pasividad más completas) era suficiente para demostrar su incapacidad. Pero el duque era tan ambicioso como débil e irresoluto. Privado del poder militar buscaba ahora el político y había fijado su residencia en Sevilla para esperar allí la oportunidad de convertirse en jefe del gobierno. Su vanidad hubiera sido suficiente para llenarlo de preocupación al considerar el pobre papel que iba a representar en la correcta descripción de su campaña, pero en aquella ocasión había una doble causa para alarmarse con el progreso de la narración de Antillón, que ciertamente iba a rebajarlo ante los ojos del pueblo que él pretendía gobernar. La manera con que evitó el peligro que lo amenazaba debe parecerle tan divertida a un inglés como humillante es para uno que no puede olvidar que nació español.

Nuestro amigo Quintana recibió un mensaje del duque pidiéndole que fijara hora para que un carruaje de Su Excelencia viniera a recogerlo. Como Quintana no conocía personalmente al duque, este requerimiento, a pesar del gran estilo de cortesía con que se le hacía, no pudo menos de suscitarle cierta inquietud. La entrevista fue corta. El duque le dijo abiertamente a Quintana que lo llamaba como Censor del Semanario, y que como la narración histórica del periódico estaba a punto de llegar al período de su mando militar, quería que se tuviera bien entendido que no estaba dispuesto a admitir ninguna observación sobre su conducta. Quintana prometió atender sus deseos -¿qué otra cosa podía hacer?- y vino a ponernos al tanto de la voluntad del duque. Antillón se dio cuenta de que era necesario interrumpir su relación en primer lugar porque Quintana, que como censor era responsable de la publicación, confiaba en nuestra amistad y en segundo lugar porque sabía muy bien que el duque no tendría el menor escrúpulo en utilizar a un par de sus fornidos lacayos para darle a un pobre periodista una lección práctica de cómo había que respetar a los Grandes de España.

Si la simple historia había levantado un obstáculo tan inesperado e invencible para el progreso de nuestro periódico, yo empecé a darme cuenta de que mi curso de Filosofía política no iba a discurrir con más tranquilidad. Había comenzado a publicar un ensayo sobre el gobierno representativo, que pretendía continuar en varios números, con el rebuscado título de El problema político. Desde el mismo comienzo de la revolución se había hablado insistentemente de la necesidad de convocar las Cortes españolas, pero no había duda de que la Junta Central se oponía secreta pero decididamente a esta medida, aunque era también evidente que la opinión pública la obligaría a ceder. Posponer el día aciago fue siempre la norma política de aquel grupo de hombres egoístas e imbéciles, a los que la casualidad o la intriga había llevado al gobierno del país en tiempos difíciles. Aun el mismo Jovellanos (de quien es imposible no hablar con respeto) se dejaba arrastrar por unos recelos profundamente asentados hacia todo lo popular. Él quería restaurar las Cortes, pero más como pieza de museo, con ropajes del siglo quince, que como cuerpo efectivo de gobierno.

En el período del cual estoy escribiendo los otros componentes de la Junta habían encontrado la forma de tener entretenido tanto al pueblo como al mismo Jovellanos haciéndolo presidente de una comisión que, en tanto que los franceses se apoderaban de Despeñaperros y se aprestaban a invadir Andalucía con fuerza irresistible, tenía que recoger información y consultar a todas las instituciones del país sobre la mejor forma de restaurar las antiguas Cortes del reino.

El deseo de la Junta era que no la molestaran en estas extemporáneas investigaciones, y verse libre de la impaciencia del pueblo, sobre quien el Semanario podía influir considerablemente al respecto. No se atrevieron a prohibir la publicación de nuestro periódico de forma directa y oficial, sino que mandaron a Quintana que nos retirara su venia y confianza. Jamás olvidaré la sincera preocupación de aquel hombre bueno y honrado cuando me comunicó las órdenes que había recibido ni la generosidad con que accedió a mi decisión de dar a conocer al público que el periódico había sido prohibido por el Gobierno. Yo estaba decidido a publicar esta información por mi cuenta y riesgo, pero Quintana quiso también tener parte en ello. Mi comunicación estaba escrita en términos que en Inglaterra hubieran parecido muy tímidos, pero que en España fueron suficientes para provocar un gran sentimiento general de desaprobación contra el proceder de la Junta. Tuve ocasión de ir a Cádiz casi un mes después de la suspensión del Semanario, y puedo decir que todavía estaba fresca la impresión que habían producido mis palabras de despedida. Al entrar en uno de los cafés más frecuentados por las clases mejores de la ciudad, uno le los presentes, que me era completamente desconocido, me reconoció y se dirigió a todos los reunidos para agradecerme públicamente el espíritu de independencia que había demostrado.

La popularidad conseguida por el Semanario indujo a Jovellanos a nombrarme miembro de la comisión que había de preparar la convocatoria de las Cortes. Siempre me ha sido difícil actuar de forma que pudiera interpretarse como exceso de orgullo y falta de sentimientos, pero si hubiera aceptado este nombramiento estoy seguro de que hubiera aparecido públicamente como si aprobara las engañosas maniobras políticas del gobierno y estuviera a la caza de un buen puesto público. Por tanto hice violencia a mis sentimientos naturales y rechacé la propuesta.

Sin embargo, poco después volví a recibir otra prueba de estimación. Jovellanos había enviado circulares a todas las universidades españolas del territorio no ocupado por los franceses, pidiéndoles su opinión sobre la futura constitución de las Cortes. La Universidad de Sevilla celebró una reunión para nombrar a dos de sus miembros que prepararan en nombre de ella el informe pedido. Creo que ya he mencionado que por un acto arbitrario del gobierno de Carlos III, mi Colegio, con el que la Universidad de Sevilla había estado identificada desde su fundación, había sido privado del derecho a conferir grados académicos. Durante casi medio siglo había estado pendiente un proceso entre el Colegio y la ahora llamada Universidad, a consecuencia del cual los colegiales que se habían graduado en Sevilla, como yo, nos absteníamos de toda relación con los disidentes para evitar que la asistencia a las reuniones universitarias se interpretaran como un acto de aquiescencia con el estado de las cosas. Es cierto que tanto el mismo proceso como estas protestas activas se habían convertido ya en meras formas, pero de todas maneras no hubiera podido imaginarme que la Universidad pasaría todo por alto para llamar a una persona que había roto toda relación con ella durante tantos años y que, aunque ya no era miembro del Colegio rival, de acuerdo con lo establecido estaba completamente identificado por el resto de su vida con aquella corporación. Así fue que con no pequeña satisfacción recibí una carta del Secretario de la Universidad informándome que había sido nombrado como uno de los dos graduados que habían de preparar el informe de la misma, encargo que acepté muy gustosamente.

Mi colega era un doctor en Derecho llamado Seoane, abogado de muy buena reputación, pero que me dejó el cuidado de escribir el informe después de habernos puesto de acuerdo con las ideas democráticas que íbamos a recomendar. Estas eran en esencia prescindir de las antiguas formas y privilegios, una mera tolerancia de los privilegios de los Grandes y la constitución de una sola cámara.

Sin pérdida de tiempo puse manos a la obra, pero antes de comenzar mi colega y yo decidimos obligar a la Inquisición a que nos dejara algunos de los libros prohibidos que en distintas ocasiones había requisado y arrojado en una de las habitaciones de su odioso castillo para que fueran pasto de los gusanos. Pensaba que dado el estado de la nación el público no toleraría una negativa inquisitorial. Es verdad que poco tiempo podíamos dedicarle a los libros que fuéramos capaces de arrebatar de las garras inquisitoriales, pero nos alegraba el triunfo que suponía la recuperación de unos libros perdidos para el mundo y que no pertenecían a nadie. En resumen, mi plan recibió la completa aprobación de todos mis amigos y el éxito que tuvo nos alegró más de lo que un inglés puede imaginarse. Mi colega y yo dirigimos una petición formal a los inquisidores dándoles a conocer nuestro deseo de consultar ciertos libros extranjeros y pidiéndoles que nos los facilitaran de los ejemplares que estaban en su poder.

El Santo Tribunal nos autorizó a entrar en el lugar donde habían arrojado los libros confiscados, para que sacáramos los que creyéramos más convenientes. Es muy difícil describir el estado de la habitación donde me permitieron entrar. El suelo estaba cubierto de grandes montones de libros en total confusión; el polvo, que en los ardientes veranos de Andalucía se mete hasta los rincones más ocultos, había formado sobre ellos una espesa capa de más de un cuarto de pulgada. Al mover los dispersos volúmenes para reunir unos cuantos libros de valor, el secretario y yo nos vimos envueltos en una nube de polvo. Conseguí dos ejemplares casi completos de la Enciclopedia. El Tribunal tenía que haber recogido con mucha frecuencia esta obra porque el suelo estaba prácticamente sembrado de volúmenes de sus diversos diccionarios revueltos en el mayor desorden. No recuerdo qué otros libros fui capaz de salvar de los gusanos, que con un poder devorador difícilmente comprensible para los que no hayan visto sus estragos en las regiones de clima cálido, habían reducido ya a fragmentos un gran número de volúmenes. Seoane y yo nos repartimos equitativamente los libros rescatados y como la Inquisición dejó de existir poco tiempo después bajo el pasajero reinado de los Bonaparte es posible que los que me tocaran a mí estén todavía en poder de algunos amigos españoles.

Como estoy ya a punto de contar mi salida de España, haré de este triste acontecimiento el principio de otra parte de esta narración.