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ArribaAbajoV. Diccionario heráldico de la nobleza guipuzcoana por D. Juan Carlos de Guerra

José G. de Arteche


El libro que lleva por título el de Diccionario heráldico de la nobleza guipuzcoana, debido á la pluma, ya probada, de nuestro correspondiente D. Juan Carlos de Guerra, y que ha pasado á mi informe el Director de esta Real Academia, es, además de muy curioso, de suma importancia, así para la generalidad de los que se dedican á la ciencia del blasón, como para los naturales de aquella provincia, cuya noble prosapia viene á justificar con multitud de datos, en mi concepto irrecusables.

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Es, con efecto, un diccionario de apellidos que han hecho ilustres las varias vicisitudes por que ha pasado un país, circuido de pueblos anhelantes siempre por absorberlo en su más extenso territorio, ó solicitado para tomar parte en las grandes empresas acometidas por la nación española con el fin de reconquistar su independencia y reconstituir la patria común en toda su integridad.

«¡Cuántas empresas guerreras -dice el autor en el prólogo de su libro- y cuántas proezas legendarias, hoy de todo punto ignoradas, no representa esa serie interminable de emblemas, acreditándonos la verdad con que se ha dicho que los antiguos guipuzcoanos cuidaron más de ejecutar altas hazañas que de relatarlas!»

Simancas y Calatañazor, las Navas y el Salado, vieron, con efecto, á nuestros vascos en la vanguardia lanzarse los primeros á la pelea ó, formando la reserva, decidir la victoria de las armas cristianas, anunciada desde luego con su Irrinzi, el grito peculiar del Euskalerria, aterrador de la morisma.

El uso de los escudos de armas en las casas, emblemas del esfuerzo personal ó del favor soberano en otras partes, no ha roto en Guipúzcoa y Vizcaya la igualdad perfecta de sus naturales ante la ley y en sus mutuas relaciones; que no se han conocido allí hasta estos últimos tiempos que llamamos de libertad, igualdad y fraternidad, los señoríos cual se entendían en Aragón y Castilla, ni se ha tolerado el uso de títulos que puedan significar privilegio, honor ni superioridad alguna.

Con razón, pues, hace el Sr. Guerra el paralelo entre los fueros de Guipúzcoa con las diversas legislaciones de otras provincias de España donde, por el contrario, la sola clasificación de sus habitantes revela la desigual é infortunada condición de algunos de ellos en sus propios solares, adquiridos con su sudor y, aun así, regados con sus lágrimas.

Dice el Sr. Guerra: «Cuerpos muebles llamaba el fuero de Navarra á los hijos del labrador encartado; el mismo fuero autorizaba la partición de vasallos entre el rey y el rico-hombre que tuviese el pueblo en honor, en cuyo caso el hijo impar podía ser partido de arriba abajo, correspondiendo la mitad derecha al rey y la opuesta al rico-hombre. En Aragón los villanos de Parada   —526→   podían también ser despedazados con la espada para repartir sus miembros entre los hijos de un señor difunto; y los vasallos de signo servicio tenían bajo el absoluto y arbitrario dominio de sus señoríos, no tan solo sus vidas y haciendas, sino también, ¡vergüenza causa decirlo! el honor de sus esposas y de sus hijas. Análoga era la situación de los payeses de Remenza en Cataluña, donde existió el llamado derecho de prelibación, que fué asimismo conocido en Galicia bajo el nombre de Peyto Bordelo. Cuando tan monstruosas aberraciones tenían carta de naturaleza en la constitución política de esas comarcas, quedando como indelebles borrones de su historia, por otra parte brillantísima; cuando en Castilla, donde las cosas no llegaron á ese extremo, sostenían los reyes tenaz é inútil lucha para el establecimiento de códigos generales, viéndose vencidos en la contienda, á pesar del apoyo que el pueblo les prestara, en Guipúzcoa y Vizcaya, merced á su universal nobleza, se observaba el principio de igualdad.»

¿Dónde, pues, brillaba la libertad con todo el esplendor que hoy tanto se preconiza y aprecia? ¿Dónde aquel precepto igualitario que, aun arrancando del Gólgota, se desoía en las repúblicas que más blasonaban de cultura y suavidad de costumbres, hasta de comunidad de intereses entre sus asociados? Sólo en aquel dédalo de montañas, asilo de las leyes y usos más patriarcales, desterrados del mundo transcurridas que fueron sus primeras edades.

Ya puede sacársenos á plaza la novela de Romisthal, pintándonos el país vascongado como una guarida de ladrones y malhechores, en contraposición del antiguo reino granadino, tan hospitalario, cortés y generoso; que los españoles de hoy, comparando un pueblo con otro, su historia y sus estadísticas, habrán, la sonrisa en los labios, de contestar, ya que no con la elegante frase de Virgilio, puesto que no la merece el caso, sí con la bárbara, hoy tan en moda, de ¡Cómo cambian los tiempos!

El Diccionario heráldico del Sr. Guerra, si deja que desear, es que, como su mismo autor manifiesta, no queden todavía en él sin mención muchos de los apellidos que ilustró nuestra historia fuera y dentro del solar guipuzcoano.

Tarea por demás ardua, interminable de seguro, sería la de escudriñar   —527→   en los archivos del Estado y en los provinciales, municipales y eclesiásticos de Guipúzcoa, los apuntes, ejecutorias, protocolos y armerías de los naturales de aquella tierra, antiguos y modernos, que por los varios accidentes de su vida hayan salido del sombrío retraimiento en que nacieron, entregados épocas enteras al laboreo de sus campos, solo fecundos á fuerza de un trabajo rudo y prolongado. No nos toca el emprenderla al examinar el opúsculo á que se refiere este informe; pero, aun así, decía yo al leerlo, ¿cómo no echar de menos apellidos y armerías que no se concibe hayan podido escaparse á la memoria y á las investigaciones de tan erudito escritor y crítico como nuestro correspondiente en la bellísima Donostya, centro intelectual y cabecera de la provincia? ¿Cómo, repetimos, no echar de menos el apellido de Lezo que llevó el valiente marino, inutilizado por las balas hasta el punto de no poderse tener en pie, felicísimo defensor de Cartagena de Indias contra el célebre almirante Vernon? ¿Cómo á los Lazcanos, el del Salado, el de Lérida, el marino compañero del Gran Capitán en Italia, el del asalto de Duiveland, y los Arteagas, señores de Lazcano, y hoy marqueses de Valmediano? ¿Cómo á los Idiáquez, ministros secretarios de Carlos V y Felipe II y aun del III, grandes generales, arzobispos y obispos, maestres de campo, y entre ellos el famoso D. Martín, el de la batalla de Nordlingen, apellido que hoy llevan los duques de Granada de Ega? ¿Es posible que tanto prócer de nuestros siglos medios, y los Oquendos y Munives, en los que también se cuenta el fundador de la Sociedad Real Vascongada, conde de Peñaflorida, los Churrucas, Lilis y Lersundis, carecieran de escudos de armas? ¿Pues, y Loyola, el venerado en los altares, fundador de la Compañía de Jesús, cuya casa solar conoce todo el mundo cristiano, como de las nobles y más distinguidas de Guipúzcoa? Hasta la celebérrima Catalina Erauso, la conocida por la Monja Alférez, pasa sin mención alguna en el Diccionario del Sr. Guerra, como muchísimos otros hombres de armas, parientes mayores ó ricos-hombres, marinos, diplomáticos y ministros que, con sus servicios, supieron conquistarse la consideración de sus compatriotas y un puesto privilegiado en la Historia.

Pues qué, ¿es posible, me repetía yo, que tanta hazaña, tantas   —528→   penalidades y riesgos como representan los apellidos de tales servidores del Estado, honra de la nación y del solar guipuzcoano, hayan quedado sin la recompensa más usual de sus soberanos ó de su antigua república, la de los honores que hoy se ponen de manifiesto en las bandas y condecoraciones, con los títulos y grandezas?

Y no comprendiendo tal olvido y pensando que en el principio de la obra, de que es tomo II el único dirigido por el Sr. Guerra á la Academia, estarían quizás citados esos apellidos, por tantos conceptos ilustres, me procuré, aunque con mil dificultades por ser ya raro, el tomo I, y en él hallé, con efecto, si no todos, varios de los que yo echaba de menos.

Pero aun así, no se extrañará que me atreva á señalar una deficiencia, á mi ver notable, en el arduo trabajo del Sr. Guerra; y la idea de esa omisión no era necesario que me ocurriese á mí solo, sino que me ha sido inspirada por el mismo autor del Diccionario, la de la razón de las armerías en ciertas casas que, sobre todo, como las designadas en este escrito, merecen especial mención por lo notorio de sus blasones. El Sr. Guerra ha consignado el motivo histórico de, entre otros, los escudos de Arsu, Gabiria, Garibay, Lazcano y Zamalloa en el primer tomo, y los de Moyua, Báñez de Artazubiaga, Lili, Oñaz Loyola y Ozaeta en el segundo. Y por cierto que ha llevado su estudio en el de Eizaguirre á corregir y amplificar la historia de sus armas, y en el de Juan Sebastián del Cano ha introducido una variante más entre las que produjo la larga polémica sostenida por el Sr. Soraluce sobre el verdadero apellido del célebre navegante.

¿Por qué, pues, no ha ensanchado el Sr. Guerra ese camino en su laboriosa tarea, habiendo tantos apellidos eminentemente históricos en el solar guipuzcoano?

Haciéndolo así, la obra del Sr. Guerra hubiera resultado lo que debe ser un Diccionario de apellidos y blasones, una historia en resumen de los hombres que principalmente han influído en la justa fama de valor y patriotismo de que siempre ha gozado aquella provincia, una historia, en fin, de cuanto se debe á los que, fronterizos con nación tan belicosa como Francia, han sido cien veces los primeros campeones de la independencia patria, y   —529→   han llevado otras tantas sus armas á los ámbitos más apartados de la Península contra sus encarnizados y poderosos enemigos. Y aun cuando el Sr. Guerra no haya encontrado la significación de los signos heráldicos con que se hacían distinguir tan conspicuos sujetos, debiera haber salvado en su escrito tan lamentable vacío con notas ú observaciones que pusieran á cubierto su celo investigador y sus conocimientos históricos de toda reclamación. Pero que vuelva á examinar los archivos generales y los de las chancillerías, los particulares de la provincia, los de las iglesias de patronato y sus fundaciones, y comparando las noticias que recoja con nuestra historia, verá cómo en otra edición puede lograr el mismo éxito relativo que ha obtenido en esta segunda de su interesante libro.

Por lo demás, cree el que suscribe este informe que podría contestarse al Sr. Guerra que la Academia agradece su estimable oferta, esperando que con su perseverante celo y la inteligencia que revela su interesante obra, sabrá llenar los huecos que aún se hacen notar en ella.

La Academia, sin embargo, resolverá lo más conveniente.

Madrid 29 de Marzo de 1889.

José G. de Arteche