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Un mueble esencial completaba el altar, y digo esencial, porque era para mi padre, también entusiasta por la   —148→   pesca, como un aparejo completo al efecto, de cañas, líneas y anzuelos de todas menas.

Me refiero a una mesa de chaquete, de caoba, con casillas de maderas finas incrustadas con prolijidad.

Tenía mi padre varios tertulianos, entre ellos don Marcos Agrelo.

Pero el más asiduo, el infaltable era el viejo Baster, catalán me parece, que había hecho fortuna en Entre Ríos (de allí se conocían), propietario de una vasta y valiosa finca con altos que hacía cruz con San Juan. Vendía cal de la Bajada (el Paraná), carbón de leña y maní de Santa Fe. Era un hombre de mediana estatura, con crenchas canosas y una carita sonrosada más fresca que su edad. Se presentaba puntualmente a las tres. Si mi padre no llegaba a las tres y media, se iba. Unas veces (yo solía ver la partida o estaba en penitencia), era mi padre el que daba una onza de oro; otras era él. Y la partida concluía cuando tocaban la campanilla indicando pongan la mesa, y que a la media hora se comería. Después la tocaban otra vez, y eran las cinco. No había como equivocarse, porque la campanita de las monjas y el martillo del reloj del costurero, a dúo, segundo más o menos, le decían al sirviente: Llame usted.

Esto del chaquete y de la onza de oro es sugerente, ¿no es verdad?

Pues a ello voy.

Ahora se juega: juega la gente decente en los clubes, aunque no siempre están todos los que son, ni son todos los que están.

Antes se jugaba en las casas particulares; hoy aquí, mañana allí. Se jugaba a las damas, al chaquete, a las cartas, al dado. Y no se jugaba flojo. Pasión de todos los tiempos y de todos los países; es como el cáncer incurable.

Las casas de fuste (high-life ahora), más renombradas para pelarse (se elevaban los títulos de propiedad de algo de lo que se poseía para responder con ellos a algún copo fuerte), eran: la de don Ladislao Martínez, la   —149→   de don Braulio Costa, la de don Félix Castro, la de don Bonifacio Huergo, la de don Marcelino Carranza, la del general Guido, la de Azcuénaga, la de mi padre y otras de estofa y de figuración, mucho de lo cual ya no figura en ningún sentido, o porque se han obscurecido o porque se han arruinado, cediéndoles la derecha a otros, gente nueva de calibre.

No se jugaba en casa de Anchorena, ni en la de ningún Rozas, ni en lo de Terrero, ni en lo de Arana, ni en lo de Insiarte, ni en lo de Sáenz Peña, ni en lo de Lahitte, ni en lo de Olaguer Feliú, ni en lo de Plomé, ni en lo de Irigoyen, ni en lo de Pinedo, ni en lo de Alvear, lo que no quiere decir que algunos de ellos no fueran piernas jugando flojito.

Requiere esta figura una aclaración, como cuando Cervantes explica en Persiles y Sigismunda lo que quiere decir fatucherie. El lector enterado, olvida el término abstracto, por decirlo así, para sólo recordar su equivalente hechiceras.

«Pierna», por consiguiente (todo el mundo no conoce el vocabulario pardo), es sinónimo de tertuliano, en este caso, y en general de todo el que juega.

En la época a que me estoy refiriendo, no siempre había suficientes piernas de pro reunidas. Se mandaba entonces un sirviente de a caballo al «barrio del alto», eran esos lados de la iglesia de la Concepción. Vivían por allí algunos guarangos platudos, abastecedores. No tardaban en presentarse muy peripuestos, de levita, chaleco, camisa bien almidonada con sus tres botones con cadenita en la pechera, y, ganando o perdiendo, ellos alimentaban el fuego de ese apetito inhartable, que no es como el del gallo, que con unos pocos granos se satisface. El honor que se les hacía era del momento. Si al día siguiente se cruzaban por la calle la pierna de clase con la plebeya, si te vide no me acuerdo.

Referían que una vez, era en el teatro, durante un intermedio, como una pierna de la última especie se acercara   —150→   con aire familiar a un grupo escogido de la otra, llamándolo aparte, uno de ellos que le negara la mano le observó: «Mirá, che, allá en la carpeta nos conocemos; aquí guardate bien de mirarnos...».

Cuando Quiroga estuvo en Buenos Aires, hubo jugadas famosas. En una de ellas, tallando mi padre, que había hecho una gruesa banca, alguien copó; Quiroga, que perdía ya mucho, recopó, perdió...; el banquero, tirando las cartas, dijo: otro copa. Quiroga, entonces, con muy malos modos, sacó del bolsillo unos papeles y poniéndolos sobre la mesa refunfuñó: «Cóbrense; son títulos de una de mis estancias en la Rioja, alcanza y sobra».

Mi padre salió, no era aún muy tarde, se fue a casa de Quiroga, habló con Misia Dolores, y, entregándole los títulos, le dijo: «Déselos usted al general, que él sabe lo que tiene que hacer».

Quiroga pagó al día siguiente, y de aquí, y de otros incidentes anteriores, su amistad con mi padre, amistad, que se selló con un compadrazgo y que duró y duró entre las dos familias, hasta que el vínculo comenzó a aflojarse con la muerte de aquella dama que en el ocaso de la edad conservaba todavía belleza y seducciones, siendo una de esas morenas cuyos ojos no miran, sino que queman con una luz que sólo se extingue con el último aliento.

*  *  *

¿Para qué seguir con lo interior, cuando todo concordaba con lo ya mencionado, excepto lo que a la servidumbre correspondía, cuyas camas eran volantes? Me refiero a las mujeres negras y blancas, mulatas o chinas. Los hombres dormían en los cuartos de afuera, lo cual no impedía que se cumpliera el refrán: Dios los cría y ellos se juntan.

Los niños ven, oyen, y aunque hasta callan y disimulan, no caen bien en cuenta al principio. Pero... con el tiempo maduran las uvas para ellos también. En nuestra América no se respetan puertas cerradas. Todos, grandes y   —151→   chicos, patrones y sirvientes empujan, abren sin anunciarse en forma alguna y lo que a los grandes sólo los perturba, a los niños les despierta la imaginación.

Nuestra alma es hecha para pensar, es decir, para percibir, dice Montesquieu: un ser semejante debe tener curiosidad; porque como todas las cosas están en una cadena, o cada idea precede a una y sigue a otra, no se puede gustar de ver una cosa sin desear ver otra; y si no tuviéramos este deseo por ésta, no tendríamos ningún placer por aquélla. Así, pues, cuando nos muestran una parte de un cuadro, deseamos ver la parte que nos ocultan, a medida del placer que nos ha dado la que hemos visto. Y la reflexión que hace al caso, como la moralidad en las fábulas, es que cuando los niños andan muy revueltos con los criados, toda vigilancia es poca, si ahincadamente se quiere, como es de suponerlo, que sus sentidos dormiten el mayor tiempo posible, que ignoren, lo cual encierra todo el misterio del contento sin impurezas.

En todas las ventanas a la calle y en algunas puertas interiores, había persianas coloradas, es claro, y cortinas de telas más o menos lujosas. Y por todas partes floreros, con flores por supuesto, platitos y bandejas con aromas, azahares, no faltando en ninguna cómoda y ropero, manojos de alhucema y de trébol. Gracias a ello el olor del jabón negro con que se lavaba la ropa no se sentía sino una que otra vez, allá como reminiscencia confusa de remota sensación: la que el alcohol de quemar, que no huelo con frecuencia, a mí me produce -trayéndome vientos de la Pampa- como tufos repugnantes del subido aguardiente que por fuerza tenía que tomar cuando experimenté las delicias (que no echo de menos) de vivir un poco al natural entre los indios ranqueles.

*  *  *

Después de esta rápida ojeada por los paternos lares y como completando el cuadro, pasemos un momento a la   —152→   casa de mi tío, el Señor don Tristán Baldez (mi tata Tristán)52, nuestro lindero por el fondo. Podrá verse así más o menos bien, según ande acertado el pincel en la combinación de los colores, como eran antaño la generalidad de las habitaciones de las familias más o menos ricas. Tenía ésta dos patios y un gran corral. Aquí había pileta, pozo de balde y arcadas, gallinas, patos, gansos, el cacareo de las ponedoras era infalible, como el canto del sereno: «¡Viva la Federación! ¡Mueran los salvajes unitarios! ¡Vivid, Representación! Las dos (o las tres o las cuatro) han dado y sereno (o lloviendo)».

O como en Margarita de Borgoña:

«¡París está tranquilo... dormid en paz!».

Y ustedes saben lo que el Sena revelaba al día siguiente según lo que, en la torre de Nesle, había pasado.

Siendo este corral depósito de leña de durazno que venía de la chacra de Lomas de Zamora (todo eso de por ahí fue de mi tío), tenía puerta a la calle.

Al lado estaba, en un cuarto redondo el despacho de cal que venía de las caleras de la Ensenada (todo eso también, de por ahí, fue de mi tío). Un negro rengo, antiguo esclavo, todo un caballero por su fidelidad, tío Valentín, era el que vendía lo uno y lo otro; así como tío Pedro, otro antiguo esclavo, mulato, cuidaba de la casa, cuando mis tíos estaban en la chacra, que era frecuentemente.

Aquella chacra era un oasis: las mosquetas, ¡qué abundancia!, embalsamaban la atmósfera. Innumerables rosales de la India, que estoy viendo, como veo los inmensos álamos, las higueras, los perales, los durazneros -cargados de fruta incitante- y unos tártagos de los que decían maravillas medicinales, aunque recomendándonos: «¡Cuidado, no vayan a comer eso!» amenizaban el paisaje. Sí, era un oasis, aunque tuviera palomar. Hay una preocupación al respecto. Dicen que es de mal agüero. ¿Será? Pero los pichones eran famosos; lo mismo que los patos y los gansos y los corderitos   —153→   y los quesillos y la leche y la manteca, que tío Valentín también despachaba.

Mamá Mariquita era muy diligente.

En todo estaba. Para todo se daba tiempo. Era cocinera hábil y dulcera eximia. Tata Tristán, muy entrado en años, era un hombre físicamente fatigado por una vida de rudos trabajos. Su pasión era la lectura. Sabía muchas cosas y tenía libros raros. Mamá Mariquita le evitaba, pues, toda fatiga, substituyéndose a él.

Al lado de esta chacra estaba la de Zelis, oficial retirado, casado con Misia Dolores Sandoval.

¿Quién no conoce en Buenos Aires a los Zelis, tan buena gente, parientes de los Belaustegui, otra camada óptima?

Misia Dolores y mamá Mariquita eran íntimas, comadres; las dos chacras como una sola, siempre dispuestas a recibir huéspedes, que eran tratados como ahora no se estila.

Es tiempo de hoteles, no como aquellos en que mi abuela Agustina se ponía furiosa y lo tildaba de ingrato a un andaluz, que cinco años fue su huésped, porque se iba. A lo que el hombre, que se había desocupado y quería volverse a España, replicaba justificándose con lágrimas en los ojos: «Mi señora doña Agustina, queja de mí no pueden ustedes tener, que a naide hice esperar, siendo siempre en primerito a las horas de comer».

Cuando en una casa no había lugar, se iba a la otra. En ambas se desvivían por ser agradables a las visitas.

Se comía bien, se bailaba bien, se dormía bien, y las muchachas Dolores, Mercedes, Petrona eran bien; todo era bien, aunque en un sentido menos bien en la chacra de tata Tristán, porque allí no había sino hombres: Tristán María, que tan joven murió, y Alejandro, mayor que yo, que no tiene miras de morirse.

Naturalmente que estas chacras tan atrayentes, no eran muy accesibles que digamos en toda estación. En invierno, los caminos eran lagunas, pantanos, y cuando el río de Barracas desbordaba hasta había riesgo de la vida en pasar los bañados. Los lecheros luchaban y luchaban. Llegaban...   —154→   Y más sacudida la mazamorra era más rica. Eso es, «que el bien y el mal distan tan poco el uno del otro, que son como dos líneas concurrentes, que aunque parten de apartados y diferentes principios, acaban en un punto».

¡Eh!, ahora no se usa la fórmula antigua (¡si no existe la cosa!): no hay mazamorra como la de los lecheros, la galopada, ¡qué crema ã la vanille se le parecía! Si los romanos la hubieran conocido, se habrían chupado los dedos con ella, tanto como con la crema batida por aquellos infelices esclavos a los que les arrancaban los ojos para que no se distrajeran en la tarea.

Pasando el despacho de cal, es decir, yendo del sur para el norte, había una pared corrida, luego una puerta de calle, en seguida una ventana. Al entrar, se hallaba uno con un patio amplio con plantas en vasijas de todos tamaños y enredaderas, madreselva y santa Rita que, trepando graciosamente por las paredes, le daban un aspecto de tan sencilla amenidad, que el alma presentía: estoy donde reina la paz doméstica y la conformidad. Así era en efecto.

Mis tíos, a pesar de una notable diferencia en las edades y aunque arruinados después de haber sido muy ricos, vivían pensando y sintiendo como dos corazones nacidos el uno para el otro.

Mamá Mariquita, teniendo muchas y buenas amistades, no podía eximirse de ser un poco andariega.

Tata Tristán, siempre igual de humor, leía y meditaba. Su escritorio biblioteca principal -tenía otro interior más pequeño-, quedaba a la derecha. Entre otras impresiones de aquel estudio tengo: la de un grabado, una barca, navegando en ella una pareja, con esta inscripción: Tout passe avec le temps, l'amitié ne passe pas... la de l'Enlèvement de Déjanire (¡qué tela magistral de Guido Reni!); la de una grande esfera armilar, la de un globo terráqueo (tata Tristán había sido marino de aventuras osadas en su juventud, corsario), y la de una obra voluminosa con muchas láminas que me parecían cosas infernales. Era nada menos que [F.] Dupuis, L'Origine de tous les Cultes [1794], libro   —155→   que en su tiempo hizo tanto ruido cuanto mal. Refutando a Renan en mis «Cartas confidenciales a un amigo» (era yo capitán), alguna referencia al respecto hice, según puede verse en El Nacional de la época.

*  *  *

En aquella pieza, para seguir cuanto antes con el resto, escribí yo, encerrado, por apuesta con Manuel Blancas y Fontán (el que se casó con una de Vela), escribí, decía, en cuarenta y ocho horas, mi drama Atar Gull o Una venganza africana; drama que no fue romántico en sus resultados, aunque de ese género fuera, puesto que es la única pieza literaria, de editores nada digo, que a la pluma que va corriendo le ha producido algún dinero.

Verdad que al escribir nunca pensé en el lucro. Por si nadie lo dice, lo diré yo, que hay casos en los que uno puede ser juez competente de sí mismo: «Su vida y su estilo se parecen. Si en la sociedad, procura día a día deshacerse de alguna cadena y recuperar su libertad, no es para imponerse una coacción por el gusto de escribir. Trata sólo de "agradarse", de apartar su espíritu de consideraciones enojosas sobre pensamientos no menos desagradables... Nada, está más lejos que sus escritos de la servidumbre de un escritor de profesión».

Excelentísimos, los negros de la compañía del popular García Delgado -¡qué diferente era!-, excelentísimos, aunque hablando con acento archiespañol.

¡Qué jaleo!

El público no sintió los estremecimientos del autor que quand même fue aclamado y aclamado.

A propósito de Blancas y Fontán, entidades amables e interesantes, si no necesito presentar al primero tan considerado merecidamente, ni al segundo tampoco, algo cómico no obstante tendré que decir sobre Fontán cuando hablemos del colegio de monsieur Larroque, este hábil y   —156→   empeñoso fabricante de hombres de provecho, algunos ilustres ya.

*  *  *

Sigamos... El gran salón había sido convertido en depósito de cal. Cuadraban el patio una salita, el dormitorio de mamá Mariquita, el pequeño escritorio de tata Tristán y otro dormitorio.

Un pasadizo conducía al segundo patio.

A la izquierda, el comedor con enormes alacenas incrustadas en la pared, y siempre bien provistas de orzas repletas de dulces finísimos y riquísimos: al lado un antecomedor.

Seguía la cocina vasta con el consabido fogón de campaña. Todavía no se habían generalizado las cocinas económicas de hierro. Al frente, dos cuartos. Sobre éstos, y mirando al sud y al este, cuartos altos, cuatro, a los que se subía por una escalera de material con pasamano, no como la de mi casa, y cuyos cuartos los que miraban al sur tenían galería. Estos altos interiores eran comunes; raros los a la calle.

Los que miraban al este, quedaban sobre unas arcadas que conducían al corral y a otro sitio llamado inodoro, aquí en Francia, por idéntica razón a la que se da en cierto antiguo vaudeville: en otro tiempo había una mesa llamada trípode, precisamente, porque tenía cuatro pies.

Bajo esas arcadas yacían unas tinajas colosales; dos contenían, cerradas bajo llave, agua del río asentada y fresca.

Toda la casa estaba amueblada con mucha decencia, se veían rastros de lujo pasado; algunas piezas, armarios con escritorios, mesas, sillas, sillones y grabados, si ahora existieran, obtendrían subido precio en el bazar de un anticuario negociante.

La batalla de Waterloo, de mi primer robo, de nuestro robo, pues fue en colaboración con Alejandro, era uno de   —157→   los cuadros que más llamaba la atención en el comedor53. Allí comí yo dulce hasta con los dedos; manteca, natas, café con leche gorda, purísima, como en ninguna otra parte (era la especialidad de mamá Mariquita), todo lo cual en mi casa nos escatimaban, a Eduardita y a mí, so pretexto motivado de que eran nocivos.

Cuando mamá Mariquita venía a la ciudad más que en mi casa yo estaba en la suya.

Éramos como hermanos con Alejandro que, siendo aficionado a dibujar, no lo hacía mal, me entretenía mucho con sus figuras.

Guerreros con armaduras, como el Don Pedro el Cruel, que el cómico Ruiz representaba, eso era lo que sobre todo me complacía.

Al transportarme con el pensamiento a aquellas horas sin inquietud, pienso en una noche triste; noche, sin embargo, en que los niños ríen... Había un enfermo grave. Carolina Bond y yo estábamos en el comedor.

Mamá Mariquita se presentó, y, con su modo dulce, nos recomendó: «No hagan ruido, hablen despacio».

Nos callamos, pero nos aburríamos.

La Gaceta Mercantil estaba sobre la mesa.

La tomo, me pongo a leer en voz baja, no tanto que Carolina no me oyera: era una lista de personas de Mendoza, que hacían no sé qué manifestación.

De repente revienta la risa, provocada por este nombre y apellido:

¡Cucufate Recuero!

Est-ce qu'on peut être Persan?

Puede uno llamarse Cucufate, fue lo que pensamos, expresándolo en otra forma. ¡Qué nombres tienen estos provincianos!

¡Cucufate!

¿Lo conocía el lector?

Si dice que sí, mis parabienes.

  —158→  

Yo hace unos pocos días que supe, conversando con Guillermo Rodríguez Larreta, que cerca de París hay un sitio precioso que se llama Saint-Cucufat. Es decir, san Cucufate (sin Recuero), y aquí se comprueba una vez más que vivimos ignorando. Lo que no sé es si este santo era francés. Lo averiguaré, como hice con el agua de lavándula y, si hay lugar, apuntaré lo que sea54.

*  *  *

Para comenzar con los vecinos del barrio, diré: Frente a casa de tata Tristán vivía un monsieur Fasquel, joyero o vendedor de alhajas, casado con una hija del país, señora de aspecto atrayente. Su desgracia era grande: todos los hijos que tenían, y la mala suerte los incitaba, como en el juego, a reincidir, les salían desfigurados, contrahechos o deformes. Decían: si la de Fasquel ve un manco que la impresione, el primer hijo que tenga será con un brazo más corto que otro. Y sucedía.

Enfrente, casa de por medio con la de tata Tristán, vivían dos solteronas -las de Cateura- en una casita minúscula.

No eran jóvenes ni viejas. Eran, como tantas otras mujeres, una momificación. Pasaban por ser buenas, y lo eran.

¿Tuvieron debilidades? ¿Las tuvo alguna de ellas? En lo de ultratumba hablaré de un joven, bonito mozo, que las visitaba. Y ha de relacionarse esto con un rasgo de nobleza, que no sorprenderá, del doctor en medicina don Toribio Ayerza, que fue inquilino de mi madre, y digo de   —159→   mi madre y no de mi padre, porque éste estaba ausente y ella corría con todo.

Pagaba con exactitud el primero del mes: era el sol en su carrera.

Como en cierta ocasión fallara, mi madre esperó hasta el tres, y mandó cobrar.

Don Toribio, que tuteaba a todos, se había distraído; pagó, mandando este mensaje:

«Decile a Agustina que extraño mucho que una señora tan rica le mande a cobrar a un buen pagador».

A lo que mi madre retrucó: «Andá decirle a don Toribio que, si él vive de sus visitas, yo vivo de mis alquileres, y que cada cual sabe lo que pasa en su casa».

A la caída de Rozas, don Toribio, que no visitaba a la señora, se le presentó una mañana, con un paquete en la mano, y le dijo: «Che, Agustina, tú estás en desgracia, aquí me tenés cincuenta mil pesos, que yo no necesito, disponé de ellos».

Mi madre no aceptó. Pero tan obligada se sintió, por aquel rasgo excepcional de generosa simpatía desinteresada, que frecuentemente decía:

«Como don Toribio hay pocos».

Y nadie sabía por qué.

Yo lo supe al fin, como supe lo otro.

Supe algo más, para que se vea que no hay metal precioso sin ganga.

El poeta ha escrito:


Y hediondo polvo y deleznable escoria
mi fatigado espíritu encontró.

Sí pues. La escoria apareció: un hombre rico que grandes favores a mi padre le debía, imitó a don Toribio. Pero con esta diferencia: creyó que en la desgracia mi madre cedería a lo que siempre se había negado...

Frente a lo de Cateura, quedaba la panadería de musiu Adel, un francés de pelo en pecho, que parecía casado;   —160→   familia tenía, y todos, madre e hijas trigueñas, eran ricotonas; de cuando en cuando, al pasar para la escuela, a Eduardita y a mí nos daban un bizcocho caliente.

Y musiu Adel y sus peones, cuál más, cuál menos, parecían no curarse mucho del qué dirán; pues siempre que estaban en la puerta era de traje, que casi renovaba el adantismo con un aditamento: mucha harina en la cara y en las manos, como Pierrot, y hasta en el busto.

No sé por qué por aquellos lados había tantas panaderías, dentro de un corto radio, y tantas boticas yendo para San Francisco y Santo Domingo, tantas ponderando.

Mi padre solía decir: Buen negocio, siempre ha de haber quien coma pan; lo mismo horno de ladrillo, que, si no edifican habrá que componer; y nada digo de las gallinas, que son huevos frescos, y de los chanchos, que tanto se reproducen, que no requieren cuidado.

Tempora mutandur. Ahora hay la competencia y que cuidarlo todo. Mucho o poco, todo vale.

Siguiendo, en la esquina, vivía la familia del Molino, culta, notable, porque una de las muchachas tocaba el arpa, Enriqueta creo, raro.

*  *  *

Un detalle de poco monto para el lector, no para mí, que estoy como bañándome en fuente de Juvencia.

En la esquina de Tacuarí, acera de tata Tristán, por más señas, había una zapatería. Era de un español, exoficial carlista, hombre bilioso, si los hay, que con preguntarle primero si tenía zapatos de tres suelas, a lo que contestaba afirmativamente, y después si los tenía de siete, se ponía furioso, renegaba y hasta saltaba por sobre el mostrador para «corregir», decía, a esta canalla mal criada que no respeta las canas de la desgracia.

Pero nosotros pensábamos para qué te quiero pies y disparábamos como gamos.

En la otra acera, en una casa grande, vivían, y entraban   —161→   y salían, muchos cómicos, quedando el teatro de la Victoria a la vuelta. Al lado, el señor don Juan Fernández, casado con misia Pepa Coronel, dama muy devota y estimadísima, con rostro de madona primitiva, tenía la suya.

No hay que decir quiénes eran. Son archiconocidos, ligada como está la respetable familia con tanta gente de copete.

Por otra parte, ya lo traje a colación al señor don Juan, cuando hablé de mi tío el doctor Rivera, y todavía cuando me ocupe, si me ocupo, de mi primer suegro, el señor general don Prudencio Ortiz de Rozas (éste, sí, firmaba como es debido, y no como los otros Juan Manuel y Gervasio), del cual era socio, amigo y compadre, he de tener que volver sobre el pudiente estanciero.

Enfrente moraba el señor Plaza Montero, padre de Ángel, tipo varonil -que se fue temprano-, y de remarcables bellezas, que casaron, la una con Benigno Velásquez, hijo del ricacho comandante del parque de artillería de Rozas, y la otra con Florencio Garrigós, contemporáneo que se extingue del grupo luminoso de Navarro Viola, de Ocantos (q. e. p. d.), de Quesada, de Victorica, de Juan A. García y de tantos otros que se sobreviven, caminando, más o menos pesadamente, hacia el más allá.

Esos cómicos, los principales (sólo de uno que hacía varios papeles en las Tramas de Garulla, no recuerdo el nombre), eran la Trinidad Guevara (creo que Ladrón de), mujer hermosa; la Pepa Funes (después de la caída de Rozas se fue al Rosario...), Quijano, González, eran dos; Telémaco, que mis fantasías de niño y de lector de El Telémaco, asimilaban embrolladamente a éste, se fue a Entre Ríos; Pascual Ruiz y Ximénez, pardo éste de talento, que representaba con amor una pieza titulada El Mulato, desempeñando el papel protagonista.

Todos ellos, cómicos y, cómicas me hacían un efecto inexplicable. Me parecían, ¿cómo daré una idea de aquellas impresiones?, me parecían superentidades.

Pascual Ruiz, por ejemplo, después de haberlo visto   —162→   representar Don Pedro el Cruel armado hasta los dientes de reluciente acero bruñido -era un hombre alto, bien formado, elegante-, me fascinaba de tal manera que si me hubiera dicho: «Vente, hijito, conmigo», creo que lo habría seguido hasta el fin del mundo.

Murió en Mendoza, de escribano, me parece. Tenía variados conocimientos y su ley fue la federal. La Pepa Funes, que hacía de gitana, en el Trovador me infundía no sé qué intranquilidad al verla en la calle.

No conocí a La Puerta (o Lapuerta) el trágico.

Del célebre Casacuberta no hago memoria. Es sabido que murió en su ley, sobre las tablas, en Chile, en los Seis escalones del crimen.

Sarmiento me ponderaba su gran talento, y nuestro don Bartolo me lo ha confirmado. En cualquier escena del mundo habría brillado. Su lote fue la América del Sur, lo disminuyó.

Igual suerte habría tenido Talma. Cuestión también de momento.

¡Pues es nada la hora histórica y el grado de latitud en que se ve la luz!

Siguiendo para el norte, en la acera izquierda, entre Victoria y Rivadavia (entonces Federación), vivía el coronel Rabelo, militar que no parecía hecho a dedo. Vestía siempre con muchos galones, era muy pálido y de mediana estatura. Decían que estaba cubierto de heridas, como Sandes después, y que tenía cabeza de mate.

Es decir, que una tapa hecha con corteza de calabaza, le cubría un agujero del cráneo por donde se le veían los sesos (¿lo habrían trepanado?), que así mismito era la cabeza del pilón La Madrid55 y que, como éste, era muy valiente. Caminaba siempre acompasadamente, derecho, muy tieso el cuello, efecto del corbatín de ordenanza, duro como palo el charol o la suela -algunos eran de cerda-, lo cual acentuaba su aire de guerrero de la Independencia, tipo que nos   —163→   llevó San Martín, copiándolo de los franceses que lo crearon y caracterizaron (pasó poco a poco con la guerra civil y las milicias en acción).

Todo esto y muchas otras circunstancias de barrio -a las que se agregaba que el hombre era primero o segundo jefe o que algo tenía que hacer con el cuartel de Restauradores-, hacían de él una especie de personaje de leyenda hazañosa. De modo que pasar por allí, verlo en un cuarto a la calle fumando y sentir un no sé qué angustioso era todo uno.

*  *  *

A la otra cuadra, otro personaje, que más que éste debía impresionarme, nada, nada me decía sin embargo.

Acompañado de alguno de los suyos casi siempre estaba tomando mate en la vereda, seguramente la de una embargada: allí vivió el señor doctor don Valentín Alsina vuelto de la emigración.

Hombre de poca estatura, retacón, moreno, con poco pelo de barba, sentado en silla baja de paja sin pintar, parecía una figura de terracota etrusca. Cuando alguna visita llegaba: «Voy a llamar la familia», decía, y la familia consistía en la mujer, no teniendo hijos.

A mí, por ahí pasaba con frecuencia yendo a la escuela de Misia Candelaria Soria o a san Miguel -cuya cripta tiene unas ventanas con reja de hierro que jamás cruzaba sin sentir escalofríos-, a mí, me hacía mucha fiesta, conociéndome muy bien, y yo al volver a casa no fallaba en decir:

-Mamita, ¡he visto a Salomón!

Él era.

Pero nada, lo repito, me decía...

A otros debía hacerles el mismo efecto que a mí cruzar las rejas de la cripta de San Miguel: helárseles la sangre...

De Misia Candelaria Soria ya llegará el momento de que nos ocupemos con más divagar; lo mismo quizá del maestro Sierra, el único después del señor don Juan Peña, que algo de provecho consiguió meterme en el magín.

  —164→  

Vivía frente a lo de Salomón, que ya se había mudado. Antes de ponerle punto final a aquel sectario terrible de la santa Federación, diré que, cuando el señor general don Pascual Echagüe vino a Buenos Aires, allí, en esa misma casa, paró.

Conocí entonces a Leónidas, con el que hemos sido siempre, empleando la palabra en su acepción lata y usual, amigos.

Es algo.

A su señora madre, como era entonces no la veo. Hago sólo memoria de la que muchos años después tuve el gusto de volver a ver en Paraná. A los chicos y a los grandes de aquellos tiempos, las damas no nos impresionaban. Oribe, Urquiza, Lavalle, Paz, Pacheco, Acha ¡he ahí nombres sensacionales! «Mujer, «la niña», como mi tío le decía, ¡Manuelita!, ésa era una excepción. Era, como en tiempos del Gran Rey, Mademoiselle.

Pero al general sí lo veo, me acuerdo muy bien del «Restaurador del sosiego público». Vestía una chaquetilla muy vistosa con alamares de oro. En vez de describirlo menudamente me reduciré a traducir mis impresiones arraigadas de niño en una sola frase: era un hombre de fisonomía blanda.

Ahora tenemos que volver para atrás. Al hacerlo, pasemos por Rivadavia, dando vuelta. Hay contactos inesperados.

Allí vivía, en finca mirando al Sur, ¡que casi se tocaban por los fondos con Salomón! un comerciante portugués muy estimado, el señor Rocha (Antonio).

Con Adelina, su hija mayor, ¿qué se haría?, estuvimos en la misma escuela, y con Patricio nos tratamos hasta cierta edad.

Por ahí estaba también la   —165→   casa de comercio del señor Ochoa, español respetable, que tronó.

Quedaba entre Suipacha y Piedras, desde que miraba al Sur.

Por los dedos se contaban los portugueses que tenían casa de comercio en Buenos Aires en aquellos tiempos. Pero todos ellos, por lo que yo oía, eran más o menos hidalgos adinerados apreciabilísimos, como, verbigracia, el señor don Juan Souza Monteiro, el cual edificó una casa de gran confort interior, que fue después de Carlos Urioste, marido de Máxima Rubio. Por fuera, está como la hicieron. La he visto no ha mucho. Queda en la calle Perú mirando al río, al llegar a México, si no estoy trascordado.

Era el señor don Juan Souza Monteiro un hombre obeso, comilón, bebedor de exquisito Oporto, obsequioso, servicial.

Su casa de comercio quedaba en lo que se llamaba la «Plaza Chica», no sé por qué. Es decir, cerca del Correo, de la Aduana o por los alrededores de Santo Domingo, en Bolívar, al llegar a Belgrano (la calle de los Huergo, de los Senillosa, de los Martínez de Hoz, siendo Balcarce la de los Casares, una tribu).

Ese local, muchos años después, lo ocuparon Leopoldo Lanús y sus hermanos Anacarsis, Teófilo, Juan, hijos del señor don Juan (Lanusse originariamente, pues era francés). Todos esos apellidos representan casas donde yo he jugado, caras y amabilidades (de todo) que no puedo olvidar ni olvidaré.

Otro portugués, personaje original de aquel tiempo, era Gómez de Castro, gran federal, morlaco o medio loco (o lo fingía), muy platudo, decían, que guardaba las onzas de oro en botija y vivía solo en una quinta, con gran edificio, por la calle larga de Barracas.

Andaba siempre a caballo.

Aunque extranjero, el chaleco colorado no se le caía, ni la divisa con «¡Federación o Muerte!».

Se vestía bien, ostentando nítidas pecheras de camisa con tres botones de brillantes gordos unidos por una cadenita como los de las «piernas» del barrio del alto (¿volverá la moda?). Alardeaba de pulcritud. Y yo he oído esta réplica suya un día que lo cargaban: «Para saber si el que se dice caballero es decente, hay que verle los pies sin medias»

  —166→  

¿Qué se haría la fortuna de Gómez de Castro?¿Y la de Monteiro, a qué manos pasaría?

Era aquél visita habitual de la casa de mi tío Juan Manuel, que no cesaba de embromarlo con Manuelita, cuya blanca mano (decía) solicitaba.

*  *  *

Sigamos por Rivadavia, demos vuelta por Buen Orden hasta llegar a la esquina de Potosí. Aquí, en una casa muy vieja, vivían las de Genela. No sé más. Por ahí, en la misma acera, tenían escuela unas señoras muy acreditadas, las de Ytuño.

En la otra cuadra, yendo para la quinta (!) de Guido, vivían, en finca grande, los Lastra. Eran muy unitarios. Pero yo iba a la casa, donde me trataban cariñosamente.

Enfrente o por ahí -¡qué ironía!- vivía don Pedro Burgos, coronel, amigo y compadre, y de los más calientes partidarios de mi tío Juan Manuel. No tenía malos sentimientos, siendo redondo como un tonel. Si le decían jesuitas, no entendía; había que hablarle en su lengua y que decirle Jesuditas. Era esto cuando los de la Compañía andaban de capa caída, por lo que ya se sabe. Una ocasión en que censuraba la inacción de su hombre, queriendo significar que estaba muy apoltronado, apotrado le dijo a él mismo en sus barbas.

Por estos lados vivía lo que llamaban el paquete Garmendia, ¿padre de José Ignacio?, lindo mozo, cultísimo, muy señor, como ninguno elegante, y, como dicen los franceses, toujours à quatre épingles. Cuando las sirvientas que tomaban el fresco en la puerta de calle gritaban: Allí viene el paquete Garmendia, los que jugábamos a la rayuela en el patio o en la vereda interrumpíamos la diversión para ver desfilar a tan apuesto y gentil caballero. Parecida sensación producía Pepe Guido, menor que yo, en su petizo, yendo para la quinta o viniendo de allí para el centro. Los sirvientes me chafaban si alguna vez, herido en mi amor propio,   —167→   decía: «A mí también me van a traer un petizo del Rincón de López» (la estancia de mi padrino Gervasio Rozas). No mentía. Me habían repetido tatita y mamita: «Si tienes juicio tendrás petizo, y si no, no».

Al fin lo tuve.

Pero me ajustaban las piernas con correas; otro motivo para que los sirvientes me mortificaran cuando no andábamos bien: ¡Qué vergüenza!, me decían, el niño Pepe y los Livingston, mucho más chicos que vos, al galope solitos; y vos, vestido de militar atado como un mono, al paso, dando vueltas por la manzana, cuidándote tío Tomás.

La verdad, era ridículo, siendo la diferencia de edad considerable.

¡Eh!, no había remedio.

Lo de éste es un «canguiñas», se repetía, dando a ello lugar mis miedos de todo y el exceso de cuidados, de prohibiciones. Era la vida en un fanal.

Quiso mi madre probar una vez mis bríos. Me mandó enfrente, a pocos pasos de allí, a preguntar algo (era un pretexto), en lo de Cándido Pizarro, que vivía al comenzar el paredón de las Monjas.

Me volví azorado.

Me lo leyeron en la cara.

-¿Y?...

-Mamita, sí, había una carreta.

-¿Y?...

-¡Y si me daban una cuerneada los güelles!

*  *  *

A manera de hilo conductor establezcamos quiénes vivían entre la esquina de las de Genela, calle del Buen Orden y la de san Pío. De ese modo se verá mejor la ubicación de las casas.

Cerca de la del señor Arrotea -pongo siempre señor porque así me lo enseñaron; cuando lo omitía, mi madre me observaba: será tu hermano-, casi al lado, vivía el señor   —168→   doctor don Baldomero García. Era de los íntimos, muy aparcero de mi madre; se tuteaban, aunque las edades discrepaban grandemente.

El abogado y el político poco tienen que hacer aquí. A su mujer yo le decía mi tía Mariquita. Se querían con mi madre. Fue matrona de excepcional mérito. El señor don Baldomero era tan hábil abogado y entusiasta federal cuanto inhábil comensal. Había que pelarle los duraznos. Tampoco sabía atarse la corbata. Distraído, no se veía las manchas que pudiera haber en su ropa.

Hablaba a borbotones. Pero su decir era elocuente. Una vida suya sería un libro lleno de interés social y político, como que tuvo aventuras varias en varios sentidos. No era linda su cabeza, al contrario. Pero tenía cierta expresión dantoniana envuelta en abundantes negros cabellos ensortijados. La irradiación del alma oculta o apaga las deformidades o las imperfecciones físicas.

Era su particular amigo el conspicuo doctor don Eduardo Lahitte, y su practicante predilecto un hombre diminuto de los pies a la cabeza, pero de elevada estatura intelectual, que vivió poco, desgraciadamente para los suyos y para el país, dejando un hijo de su mismo nombre, Marcelino Ugarte, del cual algo bueno diría si no fuera que es gobernador; y «no me cuadra el candidato», como alguna vez me dijo espiritualmente otro hombre que ha dejado un nombre -me refiero a José María Gutiérrez-, con el que Dios quiso que no cruzáramos espadas ni balas.

El señor doctor don Eduardo Lahitte, aunque muy federal y de filiación dorreguista, lo mismo que el doctor García, y lo mismo que ellos sus respectivas esposas, iban poco a casa de Rozas; en la ciudad, y mucho menos a Palermo, lo cual no significa en lo más mínimo que no estimaran y quisieran a Manuelita, ni que su adhesión a la causa del Restaurador de las Leyes, vengador de Dorrego, no fuera completa.

Las damas eran poco mundanas y los caballeros muy maturrangos.

  —169→  

Yo entraba en casa del doctor Lahitte con recogimiento. Sus muchos libros, que al pasar por delante de las ventanas o al cruzar el zaguán tenía que ver, me imponían respeto.

Era de las pocas casas que tenían portero, siempre un español más o menos cerrado, según la provincia de la península.

El italiano no había comenzado aún su éxodo de inmigrante. De España, en general del Ferrol, de la Coruña, de Vigo sobre todo, si llegaban muchos barcos de vela, rebosando de trabajadores, aprensados como sardinas, cuyos consignatarios más sonantes se llamaban Enrique Ochoa y Cía., y Jaime Llavallol e hijos.

En cierto sentido eran como cargamento de esclavos.

Husmeando se vería confirmado: que el esclavo se hace liberto y el liberto se hace señor, capaz de comprar el más pintado de sus primeros dueños.

La mencionada casa de Lahitte tenía altos exteriores e interiores y jardín en el fondo, plantas por doquier, flores arriba, flores abajo. Esta circunstancia y la otra, me trae a las mientes una anécdota que tiene su chiste.

Mi tía Ciprianita -eran «mis tíos» todos los amigos predilectos de mis padres-, llamó un día al portero y le dijo: «Vaya usted a casa de la señora de Plomé» (quedaba a la vuelta en la esquina de Rivadavia, que ahora hace cruz con el Gran Hotel, y lo de Lahitte en Chacabuco entre Rivadavia y Victoria, a la mitad de la cuadra, mirando al sur), «y dígale que ahí le mando esas florcitas, que sólo tienen el mérito de ser de mi jardín, y muchas memorias, que tengo muchas ganas de verla».

El argos salió y volvió con la retahíla de cajón: «Que muchas gracias, que están muy lindas», etc., etc.

A los pocos días mi tía y su amiga se encontraron:

-¡Y cómo nos hizo reír tu gallego!... Imagínate que insistió en verme. Tenía visitas. Pero de confianza. Que entre. Entra: «Señora, manda decir mi ama que allá están todos buenos, que cómo siguen por acá, y que aquí le   —170→   manda este lindísimo ramo de flores de su jardín, que tienen mucho mérito».

Misia Ciprianita, recién sentados a la mesa, refirió el caso.

El señor don Eduardo, que era lo más cumplido y moderado no pudo sin embargo contenerse.

Sale, llama, le contestan, y entra en materia diciendo entre otras cosas, que le entendieron o no:

-Pero, hombre, qué, ¿no tiene usted sentido común?. ¿Para qué es portero entonces?

Retruque:

-¿Sentido común? ¿Y quién le ha dicho a usted, señor, que un portero está obligado a tener eso?

Horas que siempre me parecieron cortas pasé en aquella casa, con Ciprianita hija, Manuela, Eduardo, Alfredo, en mi pubertad. Doux souvenir de l'enfance...

¡Cuánta obsequiosidad espontánea! Aunque quisiera olvidarlo, no lo olvidaría.

A estas saudades les llamo yo la nostalgia de los sitios gratos, del nido.

Enfrente tenía gran casa de productos del interior, industria del país, muerta por otras que no nos dan mejor ni más duradero, don Martín Posse. Allí conocí a Alurralde, que casó con la buena y virtuosa Teresita Lanús. Me hacían muchas fiestas. Con cariño los recuerdo. Esos alrededores, ese barrio, tenían como se ve, gran gancho para mí, ya anduviera por Victoria o por Rivadavia. Por esta calle tenía que llegar al Registro de Fresco y Villar (Villar era hermano de Eusebio, ayudante de mi padre, muy correcto y muy menudito, le llamaban «gallito de papel»). Por aquélla que pasar por los Registros de Torres, don Macario, siempre riente, y del señor don Manuel Ocampo, siempre afable, y de los Drago, de los Ortiz Basualdo, tan señores, y de los Urioste y de los Pérez del Cerro, leones de la moda. Todo esto quedaba dentro de las manzanas, comprendidas entre Chacabuco, Bolívar, Rivadavia y Victoria.   —171→   Aquí, en ésta, estaba la antigua tienda de Cueto. Siguiendo para el río, por Victoria, había varias mercerías, entre ellas las de Nevares y Plaquier.

En cuanto al señor don Eduardo, sin que por ello se disminuyera mi respeto por su saber, confieso que, siendo ya un mozalbete, me pareció algo pedante.

Decía «Lamarten» y no Lamartine, haciendo sonar todas las letras, y un día me sostuvo que blondo no era español, sino un galicismo, refiriéndose a mi traducción de Los Proscriptos, de Balzac. Inde ire. Resentimiento aparte, ¿qué digo, si de aquella censura nada me queda?

Al contrario.

La memoria del abogado prototipo de honradez vive en mí, y en el foro argentino su recuerdo ejemplar, como vive en los anales de Francia la del anciano que en el último tercio de la vida todavía prestó eminentes servicios a su patria. Me estoy refiriendo a Adolphe Thiers, a quien físicamente y como si fuera su maqueta56 se parecía mucho el doctor Lahitte, de origen francés, conspicuo de prosapia.

*  *  *

Casi frente a lo del señor don Baldomero vivía un médico: el doctor Fontana, que no fue el padre del meritorio explorador Luis Jorge Fontana. Estos son otros López.

El ilustrado militar fue hijo de un escribiente de suma confianza de Rozas.

Del primer doctor Fontana lo que más tengo en la memoria es que siempre oía decir de él: «Es muy buen sujeto», y su caballo.

Los médicos de entonces no usaban coche, no había cómo.

  —172→  

Las calles que estaban empedradas eran un suplicio o un pantano, con su correspondiente cuadrúpedo por morirse dentro del barro o hinchado como un odre, agusanado ya, anunciando la pestilencia, su proximidad.

El 3 de febrero, día de la batalla de Caseros, o de la caída de Rozas, en la calle de la Piedad, frente mismo a lo que es ahora la Bolsa, mientras mi tío, vencido, se embarcaba para el viejo mundo, un pobre mancarrón pujaba hundido en el lodo, hecho matete, por no irse al otro, sin que alma viviente pensara en socorrerlo.

Seguramente que cuando reventó, la explosión se confundió con algunos de los ruidos siniestros que con sorpresa y pavor de todos, venían de Palermo anunciando medidas drásticas de tal naturaleza que eran como para augurar el 11 de setiembre.

Ese caballo, esos caballos -los de sobrepaso especialmente eran muy buscados- mansos, de lo más manso, de dejarlos con la rienda caída (generalmente los ataban del cabestro al poste más próximo), tenían para los muchachos del barrio y para los que pasaban tres cosas buenas, como las galletitas de Bagley, que ya no hacen furor: mansedumbre, silla inglesa basteada, economía. ¡Un médico en recado! Risum teneatis.

Creo que en Buenos Aires no hay un solo viejo (excepto yo, tan flojonazo) que no haya hecho sus primeros ensayos ecuestres en caballo de lechero o de médico.

Mi pariente Manuel Mansilla, el cuasi centenario, Victoriano Cabral y Miguel Cuyar, menores Bernardo Irigoyen, Benjamín Victorica, y don Bartolo desde luego, el único gaucho de entre ellos, cuántas veces no estuvieron espiando al doctor tal o cual para jinetear un rato mientras él hacía su visita o sus visitas.

A veces acontecía que el médico, antes de despedirse, decía: «Señora (o señor), quiere usted mandar ver si está mi caballo?».

El sirviente iba y volvía con esta noticia: Sí, está; o, todavía no.

  —173→  

Si lo último, había que tener un poquito de paciencia. Los muchachos no abusaban, aunque a veces montaran dos y hasta tres en el mismo flete de pelo tordillo (era el del doctor Brown), por aquello de que la ocasión la pintan calva.

Por lo demás, el doctor nunca se enojaba por eso. Al contrario: los más pacientes, es raro que un médico no lo sea, todavía saludaban diciendo: «Gracias, amiguito».

En mi barrio, los Arrotea, los Murga y los García (hermanos de Fernando, el pintor tan apreciado bajo todos conceptos) eran la piel de Judas, y nunca jamás gastaron un real cobre en alquiler de caballo para divertirse.

Los médicos de campanillas tenían por lo común el caballo en su casa.

Los otros en caballerizas centrales.

El barrio, mejor dicho, la calle de éstos era -y por su proximidad al puerto fluvial, la calle también persiste, de cierta familia más que alegre- la del «25 de Mayo».

Los dueños, entre cuya clientela principal se contaban los oficiales y marineros de los barcos de guerra extranjeros -que nunca faltaban, chapetones a cual más, charqueando siempre- eran todos ingleses o irlandeses.

Por los suburbios, nada lejanos, ¡el perímetro urbano era tan reducido!, no hay más que pensar en las tropas de carretas que campaban en la plaza Monserrat y en la quinta de Guido, una manzana, al sur del mercado viejo, calle Potosí, esquina Zeballos, y en la quinta de Riglos, frente al Socorro, y en la de Estrada y en la de Torres (el señor doctor, don Lorenzo), un poco más allá sobre la barranca; por los suburbios, decía, sólo uno que otro criollo tenía caballeriza, siendo al mismo tiempo pastero.

En cuanto a esos ingleses o irlandeses de la «calle del 25» (nadie en mi tiempo le ponía el Mayo) algunos de ello se enriquecieron y sus nombres están incorporados a lo más chic de Buenos Aires, como sucede con otros de otras nacionalidades que vendían carnes de cerdo, chorizos o naranjas.

  —174→  

«Los últimos serán los primeros».

El hijo del país va cayendo en cuenta.

Con excepción de unas pocas familias con raíces hasta las antípodas, los demás se deshacen como elemento fungible...

El comprador de su patrimonio resulta un pobre inmigrante que llegó treinta años antes resuelto a hacer del trabajo, de la oferta y de la demanda la ley de su vida, reforzada por el ahorro y la economía.

Nada de aparato entre sus ideales.

Sus batallas son con las reglas del interés compuesto.

Estudia el Código, el de Comercio ante todo.

No lo preocupan sino como hecho diverso las elecciones, ni el modo, por consiguiente, de hacer una mayoría con vivos o muertos.

En todo caso, su preocupación es cómo se adulteran mejor y más económicamente las materias alimenticias.

Pecado venial en materia de industria.

La higiene vela.

Y la estadística, que demuestra hasta lo que no es, consuela.

No es que no ame al país. ¡No! Lo quiere. Hasta se ha casado con él. Ha hecho de sus hijos algo. Todavía hará más: les dejará con qué vivir; no tendrán que trabajar. ¿Trabajar? Y el vasto campo de la política, de las aspiraciones que enaltecen, de los anhelos de justicia, ¿quién lo fecundará? ¿El inmigrante? Su misión es otra. Ambos deben ser útiles, en su esfera de acción. Está bien. Pero, como dice Ruskin, ¿qué significa «útil» y cuál es la naturaleza de la utilidad?

*  *  *

Al lado de lo del doctor Fontana, en casa propia, creo, es decir, casi frente a la mía en fincas de la propiedad de mi padre (todo eso y dando vuelta por Tacuarí hasta tocar con lo del señor don Marcos Agrelo era suyo), vivía, comienzo por orden inverso, en una pequeña casita, tocando   —175→   lo de san Pío, un español, Prado, casado con una señora recomendable que denominábamos Misia Mariquita la Malagueña.

De allí pasaron a la calle Victoria, donde tenían mueblería. Un hijo, en el que se miraban, lo perdieron. Fue doctor en leyes y ponderaban sus aptitudes mentales.

Pero siendo un recoquín delgado, macrocéfalo, sentenciado por tanta cabeza vino al mundo desde la cuna, a pasar por este valle de lágrimas como apagado meteoro.

Mudado Prado, ocupó la casita gratuitamente mi tía Rosalía Lemos de Mansilla, con Juana su hija menor.

Carlota, la mayor, vino a casa en calidad de ama de llaves o cuidadora, mejor dicho, como persona de confianza.

Todo lo que Juana tenía de fea, Carlota tenía de buena moza.

En medio de tantos parientes, el lector se ha de confundir un poco cual caminante en tupida selva.

Lo ayudaré a orientarse. Hace a mi propósito.

Mi tía Rosalía era la mujer de mi tío Justo, la madre por consiguiente de Adolfo Mansilla, o sea del jefe de la casa Adolfo Mansilla y Cía, de la que después fue gerente Braulio J. Vidal, oriental57.

En dicha casa de comercio, Adolfo sólo puso el capital de su talento natural, la experiencia de los negocios que había adquirido en la del señor don Juan Souza Monteiro, como dependiente, sus seducciones instintivas de hombre de salón, su buen porte, su linda cara, sus modales fáciles, su entusiasmo federal, y, sobre todo, la flaqueza inaudita de mi padre, a quien dominaba, tanto que por él hubo que vender las referidas fincas de las calles Potosí y Tacuarí..., que impunemente no se va a París en tiempo de   —176→   Napoleón III y se come en palacio y se roza un sudamericano con los Aguado, con Morny y la princesa Matilde.

Iba diciendo quiénes vivían frente a lo del señor don Juan Injuinto, repito que por éste y no por su otro recto apellido se le conocía; lo mismo que nadie conoce el Calvados por el nombre del navío de la Invencible Armada que naufragara en las costas de Normandía sino por lo que el uso popular ha querido.

-¿Y entonces?

Tenemos que detenernos largo rato en la casa que lindaba con la del médico Fontana.

Fueron los principales inquilinos de mi padre (ya hablé del médico Ayerza), mi primo Juan Manuel Ortiz de Rozas, casado con Mercedes Fuentes, léase, los padres del actual Ministro de Hacienda de la provincia de Buenos Aires.

¿Quién lo diría?

Así va el mundo.

Y qué hacerle.

Cuando se tienen cualidades y constancia y un propósito, querer es poder.

Juan era amigo de mi padre, Mercedes de mi madre. Juan no fue un exponente político. Fue un buen federal y ¡qué otra cosa había de ser! y un buen hombre muy de a caballo y algo travieso, Merceditas fue una consorte paciente, lindita, en extremo agraciada y, como todos los de su familia, católica, apostólica, romana, practicante y caritativa.

Vivió allí también un coronel oriental emigrado blanco, Revilla, hombre moreno como hay muchos, ni alto ni bajo, casado con una señora gallarda, algo gruesa, de grandes ojos negros, se le iba uno, que enviudó de Revilla y se volvió a casar con un señor Espina, cónsul oriental, de Oribe, emigrado blanco también. Todavía no concluye aquella tragedia, ¡qué fatalidad!

Buenos Aires está lleno de blancos emigrados, gente principal, mucha de ella, reemplazando diré así entre muchísimos   —177→   otros a los Carreras, a los Acevedo, a los Suzviela, a los Silva, a los Palacio, a los Wiche, a los Vidal, a los Rodríguez, a los Lapido; recuerdo muy bien a Octavio el elegante, y a su padre, que tenía algunos lindos cuadros que el mío compró.

Pero el cónsul ut supra no le hacía sombra a la señora porque era rubio y menudito, aunque de aire desenvuelto y marcial. Buenas personas todas era la voz corriente. No se visitaban con mi madre, que tenía sus manías o sus por qué.

Mi padre sí, iba de vez en cuando enfrente.

Cuando estos inquilinos se mudaron (o antes, lo mismo da), ocupó la casa un personaje de gran entidad: el general oriental emigrado don Antonio Díaz58, hombre de mucha letra menuda, español, de vasto saber, hasta pintor, alto, cortés, medido y de marcada distinción, prendas todas que los modales campechanos de su consorte, Misia Mariquita, ponían más en evidencia.

Centro alegre como aquél no había otro en todo Buenos Aires.

Siete eran los de la familia, no hago memoria de más.

Eduardo y Pablo, los menores, ¿vivirán? ¿Y Antonio el mayor? No sé qué se ha hecho. Lo quise mucho. Estuvo en el ejército y hasta publicó una obra muy abultada, que la envidia o la malicia atribuyeron a su padre.

A mí me sorprendió.

Las mujeres eran cuatro: Alcira, Fátima, Orfilia y Micaela.

Fátima era muy parecida en la cara a su padre, alta, elegante, ágil -llena de fuego- valsaba como una austríaca, que es la valsante más arrebatadora.

Alcira era una... no, no voy a describirla. Si hay en mi paleta colores que combinar, el pincel me traicionarla en el intento de expresar la idea, el ritmo de las líneas, la   —178→   exactitud de las tonalidades en sus relaciones con el colorido y la armonía dominante.

Me refugio entonces en Calderón:


Pronto verás que te engañas,
y que Leonor no es mujer
sino deidad soberana.

Se discutía esta belleza. Algunos decían: la cara de Carmen Saavedra me gusta más. Otros, la de Agustina Rozas.

Cuestión de predilección estética.

Pero Alcira tenía una cintura flexible y movimientos indefinibles de bayadera que no eran característicos de la gentileza de las otras; de suerte que la cuestión se zanja así: con las tres Rubens habría hecho unas tres gracias reales.

Don Antonio se fue del barrio de San Juan casi al otro mundo, nada menos que a la quinta que ahora es el Parque Lezama, y no se fue con la música a otra parte, sino que siguió con ella.

Nadie medía la distancia, los precipicios del camino con sus monolitos, sus barriales, sus veredas más o menos enladrilladas.

Aquella sala estaba eternamente llena de visitas, lo que quiere decir que el baile se armaba en el acto, con piano o con guitarra, y si no había parejas aficionadas a las cuadrillas, al vals o la contradanza, sino al pericón, pericón se bailaba o gato o minuet federal.

*  *  *

No sé si aquella generación tenía más necesidad de olvidar algo, de aturdirse más que ésta de ahora; lo que comparando veo, y lo veo visiblemente, es que nuestros abuelos tenían mejor humor que nosotros. Con poco se organizaba una fiesta. Sólo la luz escaseaba.

El mate era como la cerveza en Alemania. ¡Qué gran recurso! Son muchas las razones que lo han desterrado de los   —179→   salones. Entre ellas figura la higiene. No discuto. Pero conozco familias que lo toman a escondidas y son de las primeras. No volverá el uso. Sí volverá el del cigarro. Es claro, vivimos imitando, y en París y en Berlín y en Viena y en Roma y en Madrid y en Londres mismo ¿la cigarrete no es muy chic?

En San Petersburgo, el sexo bello no desdeña un puro, como nuestras correntinas, aunque no sea lo general.

Lo confieso, es costumbre que prefiero que no comparta conmigo mi mitad.

Pero también tengo que convenir en que he conocido y tratado mujeres fumadoras -verdaderas chimeneas-, que en la intimidad y en los salones no hacían el efecto de los olores sedativos; y que no sé qué arte tenían para no oler a hombre.

Vivió después en esa quinta don Carlos Horne, norteamericano, corredor marítimo, gringo federal. Usaba corbata colorada. Esta familia se deshizo, se rehízo y por último se extinguió al parecer herida por todo linaje de infortunios.

Era sin embargo don Carlos un hombre de bien. Sus hijos Carlos y Eduardo (este último, de mi edad, se casó con su tía Patricia, si no digo mal «tía»).

Carlos, ¡desgraciado!, teniendo yo diez y siete años lo vi un día en la Avenida de los Campos Elíseos. Manejaba, con una elegante loreta al lado, un fantástico faetón tirado por cuatro soberbios caballos.

A los pocos días desapareció y sus horrorosas peripecias terminaron con una condena a... en Inglaterra.

En cuanto a Alcira, la sin par, casó con hombre de gran apellido colonial, el más bello y suntuoso de su generación, siendo de valiosos diamantes hasta las hebillas de los escarpines con que concurría de calzón corto y media de seda blanca a los grandes bailes.

Pasó... el honor no es oro contante y sonante.

  —180→  

Para completar el diagrama o esquema del barrio de donde nos habíamos alejado, tenemos que desandar el camino que hay entre la iglesia de San Juan y la quinta de Lezama, estilo antiguo.

Lo que antes duraba una hora y era duro, ahora se hace en pocos minutos y es ameno. No hay más que tomar el tramway, o el tranvía, como dicen en España. Si nuestros abuelos se alzaran de sus tumbas sagradas y vieran estos cambios inesperados como decoraciones teatrales, desde luego que empezarían por restregarse los ojos, por olfatear y parar la oreja; lo primero, para asegurarse de que no eran víctimas de una ilusión óptica; lo segundo, para percibir los efluvios; lo tercero, para que los tímpanos vibraran sin confusión de las ondas sonoras.

Las perspectivas de ahora no son las de antes: la facha de los hombres y de las mujeres y el exterior de los edificios todo ha cambiado.

Los olores de Buenos Aires, que antes, con viento del sur, eran los de los saladeros; con viento del este los de la playa, con o sin resaca, con o sin pescados putrefactos y más o menos poluciones del río Barracas desembocando en el Plata; y con el viento del oeste y del norte los de los hornos de ladrillo que ardían con osamentas y charamusca de todo género, son ahora sui géneris en su combinación; cada nariz lo siente según su delicadeza.

Los ruidos... aquel silencio casi sepulcral en medio de una obscuridad caótica penetrada apenas por el pestañear en lontananza de uno que otro farol agonizante, era sólo interrumpido, a ciertas horas, por el remoto ladrar de los perros, por uno que otro jinete que pasaba, por uno que otro vehículo que intentaba pasar sin cuarta, por el hondo pantano pegajoso y por sobre la piedra enorme interpuesta en la senda anfractuosa, o por un inmenso lejano rumor intermitente, semejante, se me ocurre, a la voz de aquel stentor famoso que, según canta Homero, dominaba la de cincuenta hombres juntos; el crujir de las carretas tucumanas y otras menos clásicas, que llegaban a las   —181→   plazas o huecos y al Bajo, formando en batalla con sus ánforas larguiruchas como sarcófagos ahí no más, por el Retiro y un poco más acá todavía, que poco muy poco, les faltaba para estacionarse con sus boyadas en la plaza de la Victoria a las que venían triunfantes del interior con meses de viaje; habiendo escapado, combatiendo a veces, de toda clase de indios: los del Chaco, los de la Pampa, que llegaban más al norte del actual Ferrocarril Central de federales y unitarios, necesitados, de toda clase de gauchos malos en fin.

Entonces se podía dormir a pierna suelta, los rumores arrullaban...

Ahora, tarde de noche, todavía se estremecen las paredes; temprano, aun antes de rayar la aurora, los cornetines y las vibraciones comienzan, y con ellos la agitación febril de la metrópoli, que como todas las grandes ciudades populosas, tiene sus vistas propias, sus olores peculiares (en París es a manteca y nabos cocidos, en Roma a queso y aceite de oliva) y sus rumores propios.

Las vistas son un tanto monótonas, efecto del espíritu de imitación; los olores son algo parecidos a los de Génova, purificados; los ruidos hacen recordar las grandes ferias de Neuilly (que vale la pena de ver tanto más cuanto que, de paso cañazo, París está al lado).

*  *  *

Estando de vuelta del como paseo a la quinta de Lezama, prosigo con lo otro: calle Tacuarí entre Alsina y Moreno (uso indistintamente los nombres viejos o nuevos), residían el señor don Marcos Agrelo (ya mencionado), y residieron sucesivamente en una casa alta y baja sombría, la única de la cuadra, entre otras, las familias del señor don Juan Lanús (compadre de mi padre) y de don Julián Murga.

En esa casa alta y baja estuvo el colegio de Monsieur   —182→   Larroque; después, y mucho después, un colegio de niñas, internas y externas.

A la otra cuadra, sobre la derecha, yendo siempre para el sur, vivía el ingeniero Romero (padre del que murió coronel de ese nombre).

Me ocuparé sucesivamente de todos.

Mas antes quiero referir un caso raro de economía doméstica.

En dicho colegio de niñas, presentose un día un caballero con una joven que puso a pupila. Él se iba a Chile.

Era tucumano. Publicó algún libro que dedicó a Mitre. Es todo cuanto puedo decir. Sigo.

De repente comenzó a circular en el colegio un rumor. Crecía con el abdomen de la joven aquella. La directora se decidió... interrogó, exhortó, ofreció indulgencia.

Cuál no sería su sorpresa cuando sin preámbulo alguno la educanda dijo:

-¡Pero si estoy embarazada de mi marido!

-¿De su marido?

-Sí, pues, del que me puso aquí.

-¡Pero si yo creía que era usted su hija!

-No, señora: soy su segunda mujer.

Todo no había sido más que un cálculo sugerido por el egoísmo marital desde luego, y por aquello quizá de «es de vidrio la mujer y no se debe probar...»

Aquella casa debía tener algo; fue teatro de otra escena de otro género que, por tener otro color, aquí va para matizar la referencia.

Monsieur Larroque, siempre se le llamó así, acababa de establecer su colegio. Tenía de coadjutor al doctor Fontán ya mencionado.

Monsieur Larroque estaba, Fontán había salido. Anuncian una persona. Se explican. Decía saber varias lenguas, entre ellas griego. (Después, cuando llegue a la educación   —183→   de mi hermana Eduardita conmigo diré su nombre; ha dejado varios volúmenes de cosas que no carecen de utilidad.)

Monsieur Larroque, aunque algo crédulo, pensó: que sepa inglés, francés, español, latín mismo no me sorprende: es gibraltarino, son políglotos. Pero griego, no creo. En fin, veremos. Hablaré con Fontán...

-Caballero -le dijo-, tenemos ya profesores de todo menos de griego; una clase de esa materia llamaría la atención, sería un reclamo admitido; no puedo empero resolver nada sin consultar con el doctor Fontán. Venga usted mañana a tal hora.

Enterado Fontán, que era un tantico escéptico, observó: «¡Qué griego ni qué historia, hombre! Ha de ser algún trapalón. Mire, hagamos esto». Y trazó su plan.

Al día siguiente se presenta el profesor. Fontán le pregunta algo (en griego, naturalmente, pensará el lector).

El profesor contesta.

Monsieur Larroque pregunta:

-¿Y qué es eso?

-¿El señor -responde-, el señor me ha preguntado si me gusta Buenos Aires?

-No señor -arguye Fontán-, le he preguntado a usted que cuánto tiempo hace que está aquí.

Sigue una nueva pregunta. Larroque hace la suya. El profesor se turba, resultado: Fontán hablaba en vascuence, el otro en lo que se quiera.

Confesó sus penurias... afirmó que tenía una tintura de griego, que esperaba aprenderlo un poco más enseñando (acontece) y que, por cualquier cosa, enseñaría inglés.

Monsieur Larroque, siendo muy bueno, lo tomó, y Fontán, que no sabía inglés, decía: «¿No irá a aprenderlo enseñando?»

*  *  *

El señor don Marcos Agrelo, cuya amistad con mi padre provenía de que el célebre doctor don Pedro Agrelo   —184→   había sido su ministro en Entre Ríos, era un hombre bajo, algo grueso, diligente e inteligente, afeitado, con señales de viruela, más bien trigueño que blanco, ni unitario ni federal, prudente, usaba antiparras; y como, con un poco de buena voluntad no es difícil hallar la semejanza posible entre dos personas de diferente edad, diré: que la cara del viejo don Marcos Agrelo y algo de la figura la tiene su biznieto el joven abogado Ricardo Seeber, que por dos lados hereda inteligencia distinguida y carácter suave. Misia Monserrat (?), su esposa, era una señora muy afable, blanca, pálida, linda, lo mismo que su hermana Anita (?) la casada con Higginbottom: las dos, decían, a cual más buena.

Hay familias en las que la tradición de belleza, de bondad, de decencia y de instintos de cultura no perece, enlazándose generalmente dentro de sus tendencias nativas. Ésta es una de ellas. Ejemplo: Anita, Máxima Higginbottom y Rafael, tipos, cada uno por su estilo, de benignidad o de lindura. Anita casó con un Sáenz Valiente y Monserrat, hija, con un de la Riestra. Si entro en más prolijidades no acabo ni aunque escriba tanto como el Tostado.

Y, sin embargo, hay observaciones que, por decirlo así, se imponen, si lo que uno se propone es hacer revivir una época, no tanto con la mira de poner en evidencia conspicuos personajes olvidados o ignorados, cuanto con la idea de picar la curiosidad histórica de los que nos vienen pisando los talones, todo lo cual me lleva a decir que hasta Emilio Agrelo se casó con una malva, fallando en ello algo la ley del atavismo hereditario, o sea una anomalía psicológica en la dirección de Benita, su mujer, que fue esposa meritísima.

Condenso.

Las casas de Agrelo y de Higginbottom eran centros amenos. En ésta se oía siempre piano. La otra atraía también muchas visitas. Las dos Monserrat eran dos perlas. Mr. Southern, el ministro inglés más elegante y representativo de la cultura británica, y el más mundano también que   —185→   hayamos tenido (a él le debe una calle su nombre), no le llamaba a la Monserrat hija sino «la duquesa». En cuanto a Emilio y Juan Antonio Agrelo, muchachos del barrio mucho mayores que yo, dos diablos en distintos sentidos, entonces, su recuerdo está todavía fresco entre los contemporáneos.

Corina, debiera hablar mal de ella. Pero sí, no le conservo rencor, y era buena.

Romanita Herrera (hija del coronel que mandaba el cuerpo de Serenos), hermana de la mujer de Emilio -una de las más donosas porteñas de su tiempo- fue uno de mis quebraderos de cabeza precoces, y Corina me hizo jugar una mala pasada con ella. A un billete apasionado, copiado de libro, pidiéndole pelo (lo tenía negro como jacarandá lustrado), me contestó con un envoltorio abultado.

¡Oh emoción! Lo abro: era esparto cortado de una escoba.

*  *  *

Dejo estas dos casas con muchas flores en los patios, rosas y mosquetas, jazmines trepadores sobre todo -casi aspiro el suave perfume de los platitos que le mandaban a mi madre- y sigo con las de por este lado.

En la misma casa vivieron alternativamente he dicho, el señor don Juan Lanús y don Julián Murga. Del primero nada recuerdo. Misia Teresita Lanús, la madre de Leopoldo, de Anacarsis, de Teófilo, de Juan, era señora que respetábamos. Mi madre debía quererla mucho, puesto que era otra de mis tías postizas y otra de sus muchas comadres. Los muchachos, diré, no dejaron nombre en el barrio. Todo lo contrario sucedió con los Murga. ¡Qué no inventaban ellos!

Citando alguien se pringaba con el aldabón o se caía en la obscuridad de la noche tropezando en una guasca atada de la reja de la ventana al poste, el grito era: ¡han de ser los Murga! Otros decían ¡los Arrotea! ¡los García! ¡los Gache! Los cuatro lotes eran pelotaris donde caía, si había   —186→   un pedacito de pared, y jugadores a la rayuela en la vereda, no siempre lisa, a los cobres, a cara o cruz; sobre todo, jugadores al choclón con cocos que se comían (ahora hay las bolitas de vidrio), que curaban y cargaban divinamente con munición, haciendo punteros de los grandes envueltos en cera virgen.

La calle de entonces era más amena, más pintoresca que la de ahora, en la que si algo sucede, ya se sabe, es un accidente de carruaje, una pelea entre los cocheros, una ratería, con el vigilante siempre ahí como la estatua del Comendador. ¡Qué uniformidad!

La gente no conviene en que se aburre. Pero se aburre.

No hay para cerciorarse de ello sino mirar las caras de los que no trabajan: tienen su cara peculiar.

La calle antigua, un poco desierta, convenido, era calle alegre; con sus borrachos clásicos, con sus locos inofensivos; inundadas cuando llovía; convertidas en arroyos torrenciales, con los muchachos de las mejores familias descalzos, arremangados los calzones chapaleando el agua o el barro, en busca de algo rodado, bonito, raro o de precio, sin sombrero en verano, sin miedo de resfriarse en invierno; eso sí tenía carácter: el de un paisaje de canal holandés helado.

¿Qué era mejor, aquello o esto?

No es de eso de lo que nos preocupamos.

Al fin y al cabo, ¿qué es lo mejor?

Respondo con el andaluz, y prosigo con lo otro: lo mejor es lo más bueno.

El padre de los Murga tenía registro de paños, o ropería; buena persona sin las cualidades enérgicas, sin la gracia, sin el expediente y la penetración de mí tía Carlota, su mujer, una rubia ardiente que debió tener muchos apasionados. Era de las íntimas de mi mamá Mariquita Rozas de Baldez, a pesar de sus ribetes unitarios. Después de la   —187→   caída de Rozas se manifestaron vivamente. Pero no fue inconsecuente.

El coronel Conesa tenía con ella y con Arminio (su hijo mayor) la más estrecha amistad.

Arminio, he dicho, murió en la flor de la edad, quedando Julián y Domingo.

Fueron estos dos hombres de acción y de labor, aunque muy diferentes. Pero los tres eran en el barrio tres demonios.

Lo que a ellos se les ocurría -nada como para ir a la capacha-, sólo se les ocurría a los Arrotea, a los Gache y a los hermanos menores de Fernando García, que poco aprendían de su padre, maestro de escuela. Cambiaron con la edad totalmente y uno de ellos, que fue dependiente (conmigo) en casa de Adolfo Mansilla y Cía., hizo fortuna como corredor.

*  *  *

Llegamos a la cuadra pasando Moreno, sobre la derecha. Allí vivía el ingeniero Romero (¿español?).

Nada notable aquí en cuanto a muchachos.

Santiago no era travieso. Pero mucho y no poco sí en cuanto a muchachas.

Este señor Romero no era hombre vulgar en sus conocimientos. Mucha divisa colorada usaba. Pero con la caída de Rozas se fue a la otra alforja. Su casa era una romería de pretendientes: ¡tenía unas hijas tan lindas! La mamá era amable señora.

Diré con don Alonso: «No las damas, amor, no gentilezas de caballeros canto enamorado» y, dicho, me concretaré a consignar que Matilde, Pepa, Carlota y Etelvina, corrieron suerte varia.

Carlota lució sus ebúrneas espaldas comparables a las Eugenia Montijo, en los salones de Madrid y de París.

Etelvina llegó a ser mi tía: mi tío y suegro Prudencio Ortiz de Rozas, viudo de doña Catalina Almada, se casó con ella, y   —188→   ella, viuda de mi tío, se casó con el doctor don Miguel García Fernández, viudo también, y así pensando que lo que no es en mi año no es en mi daño y acumulando esos tesoros a que me he referido al empezar, fueron felices; ambos tenían poco más o menos la misma madurez y la misma experiencia.

De lo de Romero tenemos que ir a la calle Potosí que es por la que más, bajando hacia el río, hemos de transitar.

La serie de los vecinos de marca procuraré acortarla, citando los principales en este sentido y lo principal en otro: frente a lo de Cándido Pizarro, muy amigo de Juan Rozas, en tiempo de Rozas, y después, como dicen los paisanos, con el tiempo se cambian las voluntades, había una panadería en la que vendían bizcochos calientes.

Al lado vivía don Sabiniano Kier: era éste un hombre alto, rubio, pálido, taciturno, de cabello largo lacio, cayendo tras de la oreja, siempre de levita negra y sombrero de copa, vendía, componía y templaba pianos, siendo muy considerado en el barrio.

De esta familia veo un joven parecido al padre y dos muchachas.

Un poco más allá; pero más allá también en el tiempo vivían unas de Blanco, lindas jóvenes, pálidas, muy pálidas (decían que tomaban vinagre para parecerlo).

Estaba entonces a la moda la literatura que ellas cultivaban, sin duda, de «mátate tú, en seguida me mataré yo, y luego iré a derramar lágrimas sobre tu sepulcro».

Las llamaban: las románticas.

Blanco, he dicho.

Viene de perillas agregar algo sobre don Eulogio del mismo apellido, en la misma cuadra, años antes al llegar a Chacabuco.

Blanco no era un original, pero tenía originalidades.

Estando en la cama, en la mujer, si de algo quería acordarse al día siguiente: «Modesta -decía medio dormido-, haceme un nudo en la falda de la camisa». Modesta, que era en extremo bondadosa, obedecía. Por la mañana,   —189→   gran enojo, porque la infeliz no sabía para qué era el nudo.

Fue y se conservó buen federal, a «macho y martillo», como se decía en la época, hasta que exhaló el último suspiro.

No hubo federal más furibundo de boca que él, ni más inofensivo, exceptuando al médico Cordero y su caballo, que era un moro de mi flor relacionado con todos los muchachos.

Los unitarios no le tenían mala voluntad.

Muchos años después de la caída de Rozas, siendo vecino de Mariano Varela, que vivía a la vuelta en calle Piedras, se tuteaban, solía decirle palmeándolo: «Che, Mariano, ya no quedan sino dos: vos como salvaje, yo como mazorquero».

Es posible que ya haya hecho referencia a esto en alguna otra parte y también a lo que a continuación se leerá. Pido excusas. Hasta los escritores de privilegio, como Balzac, se repiten, o le cambian los ojos a alguna de sus creaciones.

Quería decir, para completar la silueta de este vecino, que era visita asidua de mi madre, francote, que echaba ajos y cebollas en la conversación sin apreciarlos, leal, caritativo con los pobres, fiel, mueblero en un tiempo, rematador en otro; quería decir, repito: una noche que en casa de mi madre se hablaba de cosas de España, como alguien comparara el partido de Narváez, entonces en el poder, con el de Rozas, Blanco, tomando el rábano por las hojas, se abalanzó sobre mi madre, y abrazándola y abrazándola exclamaba rebosante de alegría:

-¡Misia Agustina! ¡Misia Agustina!, vamos bien por España; ¡pronto volverá el señor don Juan Manuel!

Cándido Pizarro era gran jinete y muy diestro corredor de sortija. Vivía, ya lo dije, al comenzar el paredón de las Monjas.

A la otra cuadra, otra panadería: la de Martincho.

¿Quién era este hombrecito siempre en petizo y en silla   —190→   y con chaleco colorado y que con todas las personas de respeto se trataba y se tuteaba?

Un trabajador sin pretensiones, que quería hacer dinero honradamente, que lo hizo y que fundó una familia considerable.

¿Español?

Tengo barruntos de que lo era: se llamaba Iraola.

*  *  *

Siguiendo, frente a otro paredón, el de San Roque, o del convento de San Francisco, damos con otra panadería en una casa algo desmantelada, con mucho fondo, casi tocando con el actual Congreso; el dueño, un hombre medio bisojo, de talla ordinaria, blanco, relación de mi padre y medio unitario, Tobal se llamaba.

Con otros primos, cuando nos escapábamos de casa de abuelita para ir a las bandolas o al bajo del río, solíamos caer por ahí para que los sirvientes desgaritaran si al echarnos de menos salían a buscarnos.

Allí espiábamos... o desde la botica, después de Torres, la quintaesencia de la integridad y el cabello más engomado de todo el país.

Si pasaban para el río, nos íbamos a las bandolas. Y si viendo que no estábamos se volvían, o seguían para la plaza Victoria, nos íbamos al río, a jugar en los pozos, llenos de jabón, saltando por las toscas resbaladizas, entre las lavanderas, en cuclillas, arremangadas hasta las rodillas, despechugadas...

¡Qué atracción la del agua!

¿Y las bandolas?

Estaban en la plazoleta de San Francisco.

Consistían en un armazón cubierto de tela y en un mostrador. Allí había variedad infinita de artículos de tienda, ordinarios; de mercería, de juguetería -un tutilimundi-, todo muy barato, que atraía gente hasta de barrios lejanos, ni más ni menos que el pino en un pequeño hueco,   —191→   como paseo, y el molino de viento, vecinos, cerca de Callao, entre Rivadavia y Piedad, por ahí no más.

Este pino tenía un rival: el de la quinta de Marín (¿embargada?), sita en la esquina Paraná y Cangallo, no estoy cierto.

¡Eh! me lo han cambiado tanto a mi Buenos Aires, que es más fácil recordar los nombres que los puntos precisos donde quedaban (todos notables entonces como ahora: «la ciudad de Londres», «la Rôtisserie Charpentier», la «Confitería del Águila», lo de «Gath y Chaves» ¡la mar!): el almacén de comestibles fiambres, salchichones, quesos y jamones, de Rejas, un hombre gordiflón, popular, y la tienda de Infiestas, popular también. Ambos eran oficiales y sus negocios centros de conversación de gente bien. Aquí con toda seguridad se vendía agua de Colonia legítima en frascos de los largos particularmente; así como sólo se vendían escopetas, pistolas y armas finas en lo de Hargreaves, le decían el judío, lo mismo que a Monsieur Lecerf, librero de ínfulas, uno de los pocos que en el ramo vendía cosas de lujo como tinteros, carteras, papeleras, arenilla de oro y otras monadas, para regalos o premios escolares, Perú, frente a la fonda de don Germán (Scheiner), prisionero de los de Ituzaingó.

La armería quedaba en Piedad, entre Reconquista y San Martín mirando al sur59. Al lado, por más señas, había una chocolatería (¿la única?) de un catalán me parece frente a cuya puerta, de fijo, un grupo de grandes y chicos embobados veía funcionar los sonoros tableros primitivos, cuyo tiquitiquitaque nos ejercitábamos después en imitar con los dedos en los bancos de la escuela.

Y a Migone, tan querido de todos cuanto obeso, el propietario del famoso «Café de Catalanes», cuya agua de aljibe, con panal, era una delicia; fresca como el hielo,   —192→   sana, donde el azúcar, blanca o rubia, la daban molida en cubilete de hoja de lata que la taza cubría, y a Migone, repito, italiano, el apellido lo está cantando, fundador de respetable familia argentina dirá algún memorista sobreviviente, ¿dónde me le deja usted?

No lo dejo.

Pero es que no puedo encuadrar tanta minuciosidad dentro del marco que el género literario de este trabajo pone a mi disposición.

No estoy haciendo una monografía de lo que eran hace mucho más de medio siglo las calles de Buenos Aires, con sus negocios, tan pocos, al contrario de lo que ahora pasa en el maremagnum de una ciudad cosmopolita ya rayana del millón, si no lo ha superado, ni la historia familiar bonaerense.

*  *  *

Y luego, tengo que abreviar, que condensar, pescando al vuelo los recuerdos fugitivos que me asaltan -no se me escapen-, y al mismo tiempo que sazonar un poco el relato para que no resulte demasiado seco o insípido.

Por ejemplo, las bandolas de la plazoleta de San Francisco me dicen: no olvide usted las que duraron más, las que estaban en la otra plazoleta, la del Mercado viejo (Perú y Alsina).

Éstas eran de otro género, fruterías.

Del mercado poco hablaré.

En el país de los ganados, la carne de vaca y de carnero era flaca, como regla general. Las aves escuálidas. Las legumbres una que otra; poco variados los demás menesteres; el pescado escaso; y los tendales y los ganchos donde yacían bovinos y acuáticos, roñosos, lo mismo que los delantales grasientos, sanguinolentos, de los que despachaban.

Las moscas harto abundantes.

El ambiente, para terminar, el de un paraje por donde cruzándolo había que taparse las narices.

  —193→  

En cuanto a las fruterías, eran así, así. Y sin embargo con ellas hicieron muy buenos pesos algunos italianos, y, lo que es más raro, algunos criollos.

Al recordar aquello debo acusarme de haber infringido una vez -sólo una-, el séptimo mandamiento.

Las bandolas no se cerraban como una caja de hierro. Tenían anchos resquicios. Se veía la fruta. La mano cabía.

Una tarde, obscuro ya, iba con mi hermana Eduardita de vuelta de casa de abuelita Agustina.

El sirviente que nos acompañaba, se había quedado atrás, lejos. De paso cañazo, pensé, y más pronto que ligero, me hallé un racimo de uvas blancas en la mano; lo cual, aunque participando del dolo, me valió de mi hermanita esta amonestación: «Che, no lo volvás a hacer que se te puede quedar la costumbre».

Una vez en casa, las coplas fueron otras. Mi madre supo. Mis nalgas lo pagaron.

*  *  *

Tenemos que volver atrás.

Llegamos a la botica de los Angelitos, esquina Potosí y Chacabuco.

Frente a frente en la otra esquina la del mercado era la histórica escuela del puro y sin mancha varón don Juan Andrés de la Peña, tío de Camaña, el taquígrafo histórico que casó con Angelita Saravia, una íntima de Manuelita, muy bien reputada, más federal que Misia Pepa Gómez, que es cuanto se puede decir, no obstante su amistad con Vélez Sarsfield.

Nos hallamos así con las casas de dos notables cada uno por su estilo. Nombrarlos es decirlo todo. Pero también aquí cuadra el aforismo forense, lo que abunda no daña.

El uno fue socio de Rozas, el otro, ministro de Rivadavia.

El primero, el señor don Juan Nepomuceno Terrero   —194→   era casado con una Rábago, había en la esquina frente a San Roque la conocida y surtida tienda de Rábago.

El segundo, el señor doctor don Manuel José García, era casado con mi tía lejana, Manuela Aguirre.

Las casas quedaban casi frente una de otra.

Eran diferentes como los dueños cuyas opiniones también eran opuestos polos.

La casa de Terrero era alta y baja, de construcción moderna a la inglesa (él la compró ¿a quién?).

Otra casa por el estilo había en Buenos Aires, calle San Martín, de mi tío don Francisco Saguí (tío también del doctor don Miguel Esteves Saguí que la heredó); la única con pararrayo y con ascensor para la comida, estando la cocina en el subsuelo.

Es esa casa que aún se ve sobre la barranca del Retiro (a lo que te criaste), cerca de donde vive actualmente el Nuncio Apostólico, o sea la antigua quinta de Laprida. Por estos barrios hemos de pasear uno de estos días.

Aunque no, mejor será que desde luego diga que mi empeño en ir con frecuencia a casa de mamá Andreita, era, porque enfrente había cancha de bolos, de unos alemanes, donde unas muchachonas alegres, con caras como guindas, servían cerveza de la única fábrica existente, estoy casi seguro, frente a Palermo Chico.

Ahora concluyo con Terrero y García.

La casa del señor don Manuel, de planta colonial, tenía tres patios, puros bajos, piezas cómodas, cochera al lado, y estaba alhajada con muebles severos, muchos de lujo. La finca del lado, hasta la esquina, era suya. La heredó mi cuñado, Manuel Rafael García.

¿Y después?

Lo de tantísimas otras familias, que unos se van y otros se vienen, pasó a otras manos. Estas dos familias se visitaban con la mía, la de Terrero sobre todo; pero no tenían intimidad. En cuanto al señor don Manuel, mi tío, así lo denominaba, entre él y mi padre había un mal entendu que nunca se aclaró, ni se aclarará.

  —195→  

Mi madre participaba de la discordia, y su vehemente protesta, disimulada por lo que ella creía una calumnia, se traducía en no dejar pasar la oportunidad de hablar de la peluca de mi tía Manuela, y en un paralelo entre marido y mujer, paralelo puramente intelectual del que salía muy mal parada ella.

En cuanto a mi padre se sinceraba declinando toda ingerencia y responsabilidad.

Calificado de unitario, como se concibe, el ex ministro de Rivadavia, una noche le rompieron los vidrios de las ventanas y hasta hubo un tiro de pistola.

¿Quiénes?

La Mazorca.

-Mansilla sabía -decía el señor don Manuel.

Mi padre argüía: -Ni jota-. Agregaba-: Yo mismo no estaba seguro. Lo prueba que en cuanto lo hice fugar a mi amigo Félix Castro que corría gran riesgo (mi padre personalmente, disfrazados ambos, lo embarcó en una ballenera), me llegaron rumores alarmantes.

«Eran de tal naturaleza que me fui a verlo a don Juan Manuel.

Le conté lo que se decía.

Me contestó: -Amigo, todos tenemos que defendernos...

Mi padre repuso: -Tendré entonces que salir a la calle montado en un cañón...». Y el coloquio terminó ahí.

No una vez, sino varias, oí hablar de esto en familia. Y tengo la sensación todavía de que la inseguridad de la calle debió ser lo que se concibe; porque mi padre nunca salía acompañado o solo sin sus «pistolas forzadas» de bolsillo, que entonces ni se pensaba en inventar el revólver.

*  *  *

Ya estoy con ganas de volver a irá casa para quedarme en ella un buen rato hablando de la vida que hacíamos: educación, enseñanza, visitas, higiene. Pero ¿cómo hacerlo   —196→   dejando en el tintero al hojalatero Miserete? (Al lado vivió en unos altos el doctor Lepper, no sé bien cómo se escribe, un inglés, médico de mi tío Juan Manuel). La enorme nariz judaica, tumefacta, encendida como una frutilla, de aquél, era un colmo, pudiendo sólo rivalizar con ella la esponjiforme de don Pedro de Angelis; y en el barrio su loro tenía fama.

Quedaba casi frente a una confitería.

No había muchas entonces.

Las principales eran en Victoria, entre Bolívar y Perú, las de Baldraco y Monguillot.

Éste tenía quinta, cerca de la de Victorica, calle Santa Fe, por esos lados del Retiro, quedaba en la calle Esmeralda, creo, al llegar a Charcas.

Era francés.

Fue el padre del doctor Monguillot de la camada Navarro Viola, Victorica, Quesada, J. A. García, Ocantos y otros (tertulianos de Fluches el sacristán de la catedral, nuestro club de «Residentes», donde se mateaba duro y parejo, y más no puedo decir aquí).

A propósito del verbo matear, archi-argentino, y rememorando a Sabino O'Donnell, contaré un chasco que se dio en Bolivia.

Feé una cholita a invitarlo de parte de la señora y de las niñas a una teteada. Sabino había llevado cartas de recomendación para ellas. Su primera idea fue... (imagínese el lector).

Cayó después de su burro cuando una vez en la casa tuvo que cerciorarse de que matear y tetear eran casi sinónimos.

La Academia puede ser que acabe por aceptar el derivado de mate; el otro lo dudo.

A todo esto, ¿válgame Dios, y Miserete y su loro, este loro que no sólo repetía, sino que entendía? Pues no le dijo una vez a mi abuela, que era suspiradora, y que pasando por delante de su percha suspiró: ¡pobre señora!

La señora contaba esto cuando se lamentaba de su   —197→   inacción, siempre en cama, que ya ni en silla litera andaba llevándola uno o dos nietos; y contándolo solía decirnos: «si pasan por lo del señor Miserete (ella no le apeaba el señor así no más a cualquiera), memorias al loro, que es más viejo que yo, creo».

Decididamente vuelvo a casa.

Pero si al llegar a la esquina de Potosí y Piedras miro a la izquierda, veo una casa simpática en extremo: la de Zelaya, de lo mejor, vendían dulce; el de tomate y el de sidra cayote particularmente pasaban por exquisitos.

Y si miro a la derecha, veo lo de Misia Chepa Lavalle (nombrarla basta). La señora era socialmente un prestigio; de manera que Chepa o Chepita era como se la llamaba.

Allí solía yo ir (¿no iba el padre del general a la Aduana como empleado?), y era lo más afectuosa y obsequiosa conmigo. ¡Mujeres así viven en la mente hasta las postrimerías!

Hombre ya, pude estimar al señor Cobo, segundo marido de Misia Chepita, y ser amigo de Manuel, con el que vivimos juntos en Londres, haciendo de todo un poco. Y juntos o al mismo tiempo también nos levantaron en Buenos Aires algunos caramillos... apenas casados.

¡Cómo cambió con los años, anticipándose por la reflexión a las experiencias dolorosas e instructivas! De él oí (no le daba por la retórica) estas palabras que pueden cuadrarle a alguno: «Sí, debemos amar los hijos, que por lo menos cada uno de ellos nos representa un instante de inmenso placer; el que no los ama, ése es el verdadero egoísta».

Vamos llegando a mi casa. Al pasar vuelvo a ver la de mi abuela, que heredó mamá Mariquita, y refrescando la memoria recuerdo que allí vivieron entre otros dos principales: el señor brigadier general don Miguel Soler, amigo de gancho y rancho de mi padre, y Fernando García, casi centenario ahora, federal, el hombre con los dientes más lindos que he visto, blancos y lucídos como perlas, sanos,   —198→   fuertes, tal cual su existencia, cuyo norte fue la consecuencia y la probidad.

Pintor de mérito, sólo le faltó escuela para no pasar como uno de tantos.

Teniendo como tenía cultura intelectual, habría hecho algo más que retratos parecidos; habría creado y perfeccionado sus procedimientos estudiando los de los maestros inmortales.

*  *  *

¡En casa al fin!

Muchas, muchísimas visitas, de hombres principalmente en los primeros tiempos, frecuentaban la de mis padres.

Denominarlos a todos sería fastidioso. He aquí algunos de los más remarcables, éstos por su posición, aquéllos por antecedentes de escuela u otras afinidades: el general Guido, el general Soler, el general Rolón, el general Celestino Vidal, el coronel Rodríguez (el de la batalla de Obligado), el coronel Aguilar (al general Oribe lo vi dos o tres veces antes de marchar al interior y de él haré un retrato en dos plumadas cuando hable de la correspondencia epistolar de mi padre), el general Pinedo, el coronel Obligado, el coronel Cortínez, el general Ruiz Huidobro, el general Alemán, el general Otero (el de las mulas de Olavegoya), el general Heredia, el general Pacheco, el coronel Olazábal, el coronel Roca, don Francisco Casiano, Belaustegui, el doctor Lahitte, don Miguel Riglos, el doctor Baldomero García, el señor Plomé, el doctor Insiarte, el doctor Portela, el señor Correa Morales, el coronel Arana, el coronel Santa Coloma, el general Vedia, el doctor Ezcarranea (un viejo excéntrico que andaba en petizo), el señor Iricoyen, el cura Gari, el padre Majesté, don Ezequiel Paz, don Melitón González, cajero del señor don Braulio Costa, hombre miniatura, probo, que había estado en Inglaterra, don Álvaro Barros, el coronel, doctor Marcos Paz, el señor Esnaola y un inglés muy amigo suyo (¿el nombre? Falconer, me parece), que algo tenía que hacer con la casa de Baring Brothers, vivía calle   —199→   25 de Mayo, frente a la sala de lectura del British Packet, más claro al lado del templo protestante; el barón Holmberg, don Tomás Armstrong, el señor Lozano, don Felipe Arana, don Juan José Urquiza (tesorero, hermano de don Justo), don Felipe Llavallol (padrino de mi hermano Carlos), don Lucas González, don Patricio Peralta, don Pedro de Angelis, don Fernando García, don Juan Nepomuceno Terrero, el doctor Montes de Oca (como médico), el coronel del Valle (ahijado de mi padre y padre de Aristóbulo), don Juan Manuel de Larrazábal, el general Pinto, Rivera Indarte, que le dedicó a mi madre un libro «La Volcameria» (esta palabra no es fácil hallarla en los diccionarios. Balzac la cita en el Curé de Village. No la he visto en otra parte. Rivera Indarte era erudito. ¿La tomaría de ahí?), mi tío Gervasio Rozas (mi padrino, con quien mi tío Prudencio, mi suegro después, pocas peras partía mi padre, ni mi madre con su primera mujer, mi tía Catalina), el coronel (?) Olaguer Feliú, el coronel Medina (alias el tape), que se ponía el corbatín al revés según ya lo tengo contado en una Causerie, don Felipe Senillosa, el general Escalada, don Carlos Huergo, don Juan Cano, don Jacobo Parravicini, don Nicolás Anchorena, Calzadilla, el gran elegantón D. Bonifacio Huergo, el doctor Vivar, el doctor Gascón, el señor Gowland, el doctor Sáenz Peña -el abuelo de Roque por más señas-, el señor Victorica (padre del general), mi tío Felipe Ezcurra, el señor Cazón, que se casó con María Antonia Belaustegui, el coronel Virto, don Braulio Costa, el señor Van Prat, don Felipe Elortondo, el coronel Granada, el señor Uriarte, el primo Simón Pereyra, como decía mi madre, el señor Cascallares, el coronel Quesada, el señor Guerrico, el doctor Insiarte, el obispo Medrano, el coronel Maza, el coronel Costa, el señor Cané, el señor Baudrix, el señor Monasterio, el señor Miró, el señor Díaz de Vivar, el canónigo Elortondo, el obispo Escalada, y Tartás.

El cuerpo diplomático por supuesto, siendo de confianza el barón de Picollet, ministro del Piamonte (no había   —200→   Italia unida todavía), que era un caballero de lo más cumplido.

*  *  *

¿A qué seguir?

Con lo mentado, y con rarísimas excepciones o descartando... hay bastantes elementos para hacer una ensalada rusa60. Pero da una idea de lo que debía ser la casa bajo el aspecto social. Todo cambió cuando mi padre se fue al Tonelero con mando militar allá por 1843.

Como se ve, de lo que era elemento personal e incondicional de mi tío, gente de Palermo, de la Policía y de Santos Lugares, poco se rozaba con mi padre.

Tengo para mí que, a pesar de su figuración entusiasta, era un sospechoso.

Había sido unitario y amigo de Rivadavia. Quizá tenía razón.

En un sentido no era planta para vivir con mucha lozanía de las auras ¿qué digo? de los vientos que soplaban.

Transfigurarse no es alterar la substancia del fondo.

No era mi tío Juan Manuel hombre de pasar con facilidad del período astringente de la desconfianza a los movimientos de la credulidad sin reservas.

Otra circunstancia debía influir en aquellas sospechas, para mí indubitable.

Mi padre era francmasón.

Su yerno Ricardo Sutton fue sin duda el que lo metió en eso.

Cierto que era un francmasón pour rire, como que oía misa y creía en la Iglesia.

Pero masón, logia y unitario eran equivalentes.

Nunca en casa se habló de esto, ni nunca yo lo interrogué a mi padre sobre el particular.

  —201→  

Pero lo sabía.

¿Cómo?

Un día husmeando papeles y libros -pura inquisición de muchacho-, que estaban, como cosa reservada y por eso tentadora, en el cajón de un armario, descubrí un libro malo por las láminas y un gran pergamino lleno de signos y una banda rara y unos chismes semejantes a instrumentos de albañilería, y como me pareciera que el descubrimiento, por lo de las láminas sobre todo, podía costarme unos buenos azotes, me callé.

Los niños tienen de estas reservas. No sé qué se hizo todo eso. Cuando tuve edad de conocer, seguí guardando silencio. Mi misma madre probablemente nunca supo jota de la cosa.

Los libros, papeles y herramientas esos, y muchos otros, seguramente perecieron en una gran quemazón de baúles que hizo mi padre después de Caseros, baúles en los que sólo él andaba, y que aunque poco le interesaran, tuvo sin embargo mi madre la buena idea de salvar uno de las llamas. Algunos de los manuscritos que en él estaban los di a un escritor de historia.

¿A qué seguir?

En estos negocios, como diría Saint-Evremont, no hay sino dos o tres buenas razones que dar en pro o en contra. Una vez dadas es menester detenerse, porque en seguida no dice uno sino tonterías.

Que en estos dos personajes había una especie de postulado de desconfianza, no me cabe duda, ni tampoco la tengo respecto de lo que llamaré, de otro modo no pudiendo expresarme, su sincera hipocresía.

Una breve reflexión antes de proseguir: si el lector me lee con alguna atención, recuerde aquí lo que en párrafos anteriores digo sobre aguijón prematuro, innecesario; virtualmente aquello se contiene en esto: la casualidad es una   —202→   ganzúa y lo lúbrico hay que ocultarlo y ocultarlo, de no el niño tropieza con ello...

*  *  *

Los íntimos de mi padre eran: el general Guido; ambos se amaban y se admiraban. ¡Cuánto cierto es que los amigos de un hombre son el fruto de su magnetismo! el doctor Lahitte, el doctor García y el coronel don Victoriano Aguilar, más decente que guerrero. Él fue el que substituyó en los desfiles las voces de paso regular por «paso majestuoso federal», siendo su émulo como jefe de parada, el elegante y lujoso don Juan Manuel de Larrazábal, marido de Misia Paula Gatretón, a la que Lucio López y yo llamábamos «mama Paula». A aquél lo mimó, emigrada en Montevideo, a mí en Buenos Aires. Su hija Pepita, amable mujer, inteligentísima, fue la íntima amiga de mi hermana Eduarda en la inefable edad de los sueños color de rosa... Tiempo de Rozas.

Entre aquellos íntimos había un predilecto. ¿Por qué? Lo ignoro. Se tuteaban. Lo único que sé es que era muy cegatón, tanto que cuando mi padre le servía un hueso cualquiera del pavo, a título de la rabadilla diciéndole «para ti, Celestino», él metiendo las narices en el plato, observaba: «Pero Lucio, esto más que rabadilla parece cartilla».

Del doctor Lahitte hablaba siempre como de la probidad personificada, y al doctor García lo calificaba de «Este Baldomero, ¡qué talento tiene!».

Las íntimas de mi madre -algunas, mayores que ella- eran: Misia Pascuala Belaustegui, su comadre, María Antonia Belaustegui, Cipriana Lahitte, María García Quirno, Dolores Nonel, Jacoba Cueto de Paz, ésta particularmente.

Yo iba allí lo mismo que si fuera mi casa. ¡Ella y el señor don Ezequiel eran tan hospitalarios!

En la familia, las intimidades de mi madre eran desde luego con mamá Mariquita y mamá Andreita Saguí. Una   —203→   familia larga es siempre campo de rivalidades, de prevenciones más o menos fundadas e irreductibles. Unas veces hay que preguntar ¿quién es él? otras ¿quién es ella? Y así va la bola, creyendo que le tapan a la sociedad el cielo con un harnero, o que los disimulos y las mentiras piadosas apartan dudas y sospechas; como dos mujeres, más o menos, que besándose extremosamente creen que ocultan el veneno que destila su alma. No se tiene tampoco presente que las paredes tienen oídos, y los mismos padres suelen olvidar que los niños ni son sordos ni tan distraídos como a veces lo simula su malicia precoz.

Iban poco a casa Misia Marica Thompson61, lo mismo que Misia Florencia (Lezica) su hija. Pero mi madre las tenía siempre en los labios citándolas como ejemplares de cultura, y con frecuencia me mandaba a visitarlas. La casa de Misia Mariquita en Florida, mirando al oeste, entre Piedad y Cangallo, con grandísimo patio, era una mansión que me infundía respeto, un no sé qué.

Tenía luego la mar de amistades o relaciones de confianza -sin ser íntimas, entre las que se confundían los apellidos o filiaciones más opuestos como Soler y Sáenz Valiente, Ituarte y Gómez, Larrazábal y Casati, Cáneva y Ocampo-, por el lado de Luisa Bemberg, cuya casa paterna calle Florida, con ventanas altas y caras muy amables no olvido, como ella no olvida al maestro Tiburcio, estoy seguro, que fue el que puso en evidencia su talento para la música, lo mismo que puso el de mi hermana Eduardita. Se habían formado dos partidos, de donde resultaron dos rivalidades persistentes.

Este maestro Tiburcio tenía un competidor, que se llamaba Ambrosio, pardo como él, menos estirado, menos caro en el precio de sus lecciones. Las opiniones estaban divididas en cuanto a su capacidad. Pero, a no dudarlo,   —204→   era de lo más fresco en sus observaciones. A mi padre, que le dijo: «Me aburro un poco y para distraerme querría aprender algo de piano», le cortó el resuello con esta respuesta: «Perdóneme el señor general, usía es ya perro viejo para cabrero».

Como ya estamos en casa, quedémonos en ella. Happy he who stays at home.

*  *  *

Generalmente con una voz que decía «ya ha venido el lechero», oíamos otra que nos anunciaba a Eduardita y a mí: «Niños, ya es hora de levantarse, arriba».

Rezábamos, nos vestían y nos daban un vaso de leche con espuma, y nada de pan. En seguida, la palabra de orden era: a estudiar.

Venía más tarde mi madre, que no era muy matinal; no lo fue nunca; desde la cama como desde un trono dirigía toda la maniobra, en lo que poco se mezclaba mi padre, y lanzaba sus quos ego. Pedíamos la bendición con los brazos cruzados, mostrábamos los dientes y las manos a ver si estaban limpios, mis uñas sobre todo; y la señora ocupándose de muchas cosas diferentes a la vez, pero atenta, nos hacía decir alguna oración (el Ave María nos gustaba mucho porque es corta), escribir palotes ¡qué suplicio! o palabras más o menos hilvanadas y recitar fábulas y versitos, como «un oso con que la vida ganaba un piamontés», o:


Siendo niño en nuestro prado,
Florinda hermosa te vi
dar abrigo a un alelí
dentro tu seno nevado.
De verle tan regalado
empecé a sentir recelos,
y en mis años pequeñuelos
antes de amar tuve celos.

La hora de almorzar llegaba. En la casa había campanillas de alambre. Sonaba la del comedor; una vez a   —205→   esta hora, dos con intervalos a la de comer. Corríamos con mi hermana dándonos la mano, y al pasar indefectiblemente por delante de un grabado ordinario que estaba como habría podido estar en su lugar cualquier otro, yo leía: Castillo de Fayen Volataire (Ferney Voltaire), que de francés sólo sabía repetir como loro la cigale et la fourmi.

Nos sentábamos.

Y cuidadito con hablar y cuidadito principalmente con pedir más, o de lo que no nos servían; porque era indigesto para estómagos de poca edad.

La disciplina era tanta que una vez, mirando algo vedado, no me pude contener y exclamé, como hablando conmigo mismo (me valió porción doble): «Si pido no me dan, y si no pido tampoco me dan».

Las viandas eran pocas, pero asaz variadas: puchero de carne o de gallina, con zapallo, arroz y acelga siempre, y algunas veces con papa y choclos (coles ¡ni el olor!), fariña o quibebe62 era de ordenanza, y pasteles, de los que vendían los negros o negras pasteleros yendo de casa en casa de los marchantes con el tablero cubierto con una bayeta   —206→   entre un pedazo de género de algodón, nada albo, para conservar el calor de la factura. Pero sabían bien.

Empanadas rara vez. Eran muy pesadas. Por otra parte, para tenerlas buenas había que ir al interior. No era comida del Litoral, excepto Santa Fe. Las famosas eran las cordobesas, las sanjuaninas, las tucumanas, lo mismo que la rica cazuela, por la proximidad de Chile, era mendocina.

Cuando no había puchero, había bisteque, carne frita en grasa con un poco de tomate y de cebolla. Y cuando no había bisteque había huevos revueltos y carne fiambre o chatasca y de cuando en cuando jamón, y generalmente alguna fruta de la estación y queso criollo.

Café con leche para los grandes, té con ídem para los chicos, con poco pan y manteca, y mazamorra.

*  *  *

Hay matrimonios que dejan sus disputas para la hora de la mesa. Nada de esto en la de mis padres. Mi madre no era parlera. Mi padre sí. Nosotros con Eduardita escuchábamos. Pero no siempre fue discreto mi padre en algunas de sus reflexiones. Dijo una vez, y nunca se me olvidó: «Después de los sesenta años, lo mejor es pegarse un pistoletazo». Cuando ya ochentón lo veía tan aferrado a la vida y con humor mundano, yo me decía: ¿Si se acordará de lo del «pistoletazo?» Mas nunca me atreví a refrescarle la memoria, que al fin y al cabo lo cristiano era lo otro: vivir.

La comida comenzaba con sopa (solía haber entremés de aceitunas, sardinas y salchichón), de pan tostado o no, o de fideos o de arroz a la valenciana. Pescado, al que mi padre era muy aficionado (como yo ahora), casi siempre. Era diestro en comerlo, como un gato. Yo no lo soy. Él almacenaba las espinas chicas en un lado de la boca, y después las despedía. Yo les tiemblo. Con las bogas que no eran tan gordas como las de Santa Fe, decía, se deleitaba. Si no había pescado fresco había bacalao. Seguía el asado, de vaca o de cordero, y la ensalada de lechuga o de escarola   —207→   o de papas o de pepinos, lo que mi abuela Agustina a todo prefería, aunque indigestos63, a pesar de sus años; guiso de garbanzos o de porotos, y con más frecuencia de lentejas, muy alimenticias, decían, con huevos escalfados a veces, o albóndigas o locro o sesos, o molleja, asada o guisada, el plato predilecto de mi tío Juan Manuel, patitas de cordero o de chancho o mondongo o humita o pastel de choclo (cosa-papa).

El postre eran fritos de papas con huevo y harina, polvoreados con azúcar molida, o tortilla ídem con acelgas -cosa inocente-, o dulces diversos que se compraban en las casas especialistas del barrio; allá iba la dulcera de una disparada, siendo la más acreditada la de las Zelaya. En estos dulces no andaban las manos improlijas de confiteros fumadores, sino manos esmeradas, en cuya carne de membrillo no se corría riesgo de hallar lo que una vez hallamos con don Emilio (Mitre, el general, ya se sabe) cuando la guerra del Paraguay, en una encomienda que le habían mandado de Buenos Aires: ¡un pedazo de suela de zapato viejo!

Como a la hora del almuerzo había fruta. Café nunca, ni té. A las ocho y media o nueve, se tomaba lo uno o lo otro. Se almorzaba a las ocho y media o nueve, y se comía a las cuatro y media o cinco habitualmente64. Entre una y   —208→   otra colación había algún tentempié, y el mate, va sin decirlo.

He dicho que las viandas eran variadas. No quiero que me tachen de acriollado. En algunas otras coyunturas me han calificado de agringado. Basta.

Voy a enumerar con alguna prolijidad lo que se podía comer, por desprovisto que fuera el mercado, midiendo cada cual su bolsa, según sus recursos, su posición o sus tentaciones gastronómicas. Porque donde comprar no faltaba.

El que cuidaba gallinas, patos, gansos, pavos, pichones, lo mismo que el que tenía huerta o quinta, comía lo regular, lo bueno lo vendía. ¿Dónde no pasa lo mismo? Aquí en Europa un paisano se muere habiéndoles visto únicamente el aspecto a sus duraznos y a sus pollos.

Los que tenían con qué no hacían como los sheiks árabes que con exterioridades de suma pobreza ocultan interioridades de refinada sensualidad, para así pagar menos tributo.

*  *  *

Hay gente que cree que, en la época de que hablamos, no se comía bien.

Es preciso que salgan de su error.

Se comía moderadamente. Los tiempos eran duros. Mal no. Y todo era genuino. No como ahora, adulterado en mucha parte. Y se comía la cosa real. Mientras que con la invasión de prójimos de todas las latitudes, los nombres son una cosa y la cosa misma otra. Claro está que no me refiero a uno que otro hotel, fonda o restaurant, ni a una que otra casa de las que ya tienen chef y maître d'hôtel y valet   —209→   de pied de frac y guante blanco; ni a muchas otras campechanas, donde todo es abundante, selecto, donde uno cae cuando quiere, no como en las otras, o acá en París; mesas donde sin menu hay variedad de manjares de mi flor, de todas las banderas, empezando por los ravioles y la carne con cuero, y acabando por la omelette soufflée y el Plum pudding; sino a la masa que suele tomar cocineras y cocineros, con libro, que luego se descubre que no saben ni batir el aceite y el huevo para hacer una mediocre mayonesa, resultando que eran cocheros o furrieles o rancheros franceses, italianos, españoles, portugueses, lo que se quiera menos lo que se decían con la esperanza de que también ellos evidenciarían el proverbio: en el camino se hacen bueyes.

¿Pues no tuvo el general Guido un chef que confesó ser canónigo napolitano y que apurado por la miseria pensó: tentando vía? Fue en el Paraguay, siendo Ministro Plenipotenciario el general. Servicial y humano como era, entiendo que le hizo dar un curato y que el canónigo se portó; que se hizo querer y respetar.

Por lo demás, ni sin ser mi propósito, caigo en exceso de énfasis y de parcialidad, entre unos y otros tiempos; los que comparen, reflexionando, restablecerán el fiel de la balanza.

*  *  *

Sea de ello lo que fuere y dejando aparte la cuestión qué cocina es la mejor, si la casera (la bourgeoise), o la alta cocina, lo que yo puedo asegurar apoyándome en el aforismo de Brillat Savarin, «les animaux se repaissent, l´homme mange, l'homme d'esprit seul sait manger», lo que yo puedo asegurar, decía, es que en algunas mesas donde yo me sentaba cuando era muchacho, por ejemplo, la de Misia Florentina Ituarte de Costa, la gran dama; la de Misia Juanita su hermana, casada con el señor don Casto Sáenz Valiente (la mujer de Juan, mi amado Juan Vivot); Juanita la que casó con Castro era mayor y menos amiga   —210→   de las gallinas y de las palomas, lo que yo puedo asegurar, lo repito todavía, es que esas mesas, entre las que incluyo como copiosa, patriarcal la de los Llavallol, calle Cangallo, frente a lo que después fue Banco Maná, no le iban en zaga a las mejores de los tiempos que alcanzamos. Y la del señor don Miguel Riglos con su cristalería, su porcelana, sus cubiertos, sus manteles, todo inglés del mejor gusto, de lo más fino.

El estilo era otro, et voilá.

De vez en cuando solía comer en casa del señor Riglos: el hombre más cumplido de ambas riberas del Plata, alto, rubio, elegante, estilaba vestir frac azul con botones de metal amarillo, relacionado con todo el mundo, estimado de todo el mundo, y teniéndoselas que haber con todo el mundo, como que era defensor de pobres y menores; hombre, en fin, cuyo único defecto era la excesiva cortesanía.

Pero donde mis preferencias me llevaban, siempre que habiéndome portado bien, podía contar con un sí, era: a casa de Misia Juanita Ituarte, donde con Flora jugábamos en el corral -Juanita, ya lo dije, tenía otros gustos-, donde todo, todo era abundancia y buena voluntad, indulgencia y dulces sonrisas. ¡Era tan suave Misia Juanita! con su blanca faz de alabastro sonrosado que no tengo lengua para trasuntarla. De no ir allí prefería lo de Misia Florentina. ¡Eramos tan aparceros con el que pasó como una ilusión, con Alberto! ¡Qué mujer aquélla! ¿Pero qué hace la crónica argentina? ¿Qué está esperando? ¿Para cuándo deja el sorprenderla en su cripta florida de San Isidro? Hay soledades que es un deber histórico perturbar. ¿Para qué sirve entonces la fotografía instantánea? Recuérdese que de ciertas mujeres es siempre el caso de exclamar:

Non, il n'est pos trop tard pour parier encore d'elle...

Y que no es lo mismo hablar de memoria o por referencias, que después de haber visto lo que aún queda de interesante de lo que fue seductor.

  —211→  

*  *  *

Pero como lo prometido es deuda, vengamos a lo que se podía comer antes de la irrupción internacional: carne de vaca, de chancho, de carnero, lechones, corderitos, conejos, mulitas y peludos; carne con cuero y matahambre arrollado; gallinas y pollos, patos caseros y silvestres, gansos, gallinetas y pavas, perdices, chorlitos y becasinas, pichones de lechuza y de loro (bocado de cardenal); huevos de gallina naturalmente y los finísimos de perdiz y teruteru; pescados desde el pacú, que ya no se ve, hasta el pejerrey, y del sábalo no hay que hablar; porotos, habas, maní, fariña, fideos, sémola, arvejas, chauchas, garbanzos, lentejas, espinajas, coles, nabos, zanahorias, papas, zapallos, berenjenas, alcauciles, pepinos, tomates, cebollas, pimientos, lechugas varias (¡zapallitos tiernos para el Carnaval! gritaban los vendedores), quesillos y quesos, siendo los más reputados los de Goya y Tafí, y los de Holanda, genuinos entonces; frutas de no pocas clases, higos, uvas, guindas, frutillas, damascos, peras, pelones, melones, sandías, ciruelas, nísperos, naranjas, bananas (escasas).

Cuando caía granizo en abundancia se recogía una buena cantidad, y se hacían helados de leche y huevo con canela o con vainilla. Todos movíamos el cilindro por turno.

Agréguese a esto las conservas alimenticias y todo lo que se me haya quedado en el tintero, y concluyendo con las pasas, los orejones, las nueces, las avellanas y la pastelería de choclo y harina y los dulces, se verá si dije o no mal cuando aseguré que nuestros abuelos, siendo frugales, comían bien y de lo aconsejado por la moderna higiene.

Vino se tomaba muy poco en la mesa de mis padres. Mi madre, jamás en su vida lo bebió, le repugnaba. Mi padre, aunque muy fuerte, tanto que nunca se había embriagado, tomaba muy poco. Se batió una vez a cerveza con Mr. Bawl, el secretario de la Legación Inglesa, y lo venció de tal manera que el vencido acabó por no saber qué era lo que, como cerveza, le habían hecho beber, cuando al día siguiente se despertó en su casa y en su cama con este   —212→   pensamiento tan de gentleman: dar las gracias por haberlo piloteado hasta su domicilio; pagar la apuesta, que era un apero mexicano, riquísimo, que tenía contra un apero argentino que no le fuera en zaga.

El vino que de diario se tomaba se compraba, mandando el botellón, en la esquina de san Pío, si era carlón, y en el almacén del jorobado si era priorato; lo cual no quiere decir que no hubiera vinos embotellados en casa. Sí, los había. Algunos estaban enterrados, es muy bueno, en el último patio que al efecto tenía un retazo sin enladrillar. Pero eran para cuando repicaban fuerte: algún santo, el 25 de mayo y el 9 de julio, en que había sala plena de convidados de rango. Ese día, nosotros los muchachos no teníamos lugar en la mesa, sólo lo había para mi madre, que a los postres se levantaba.

¡Qué se nos daba! Al contrario, siendo día de jolgorio, nuestra libertad era mayor. Nada de comer con cuidado. Nada de no chuparnos los dedos. Nada de no meter el cuchillo en la boca. Y nada de servilleta, ni de delantal. A medida que iba sobrando de la gran mesa (solía haber dos pavos, uno para cada cabecera), nos iban mandando a nosotros. La fórmula era ésta: «Che, ¡qué lindo! mañana es día de pavo».

Éste esperaba, con otros volátiles que se cebaban con nueces en el corral de tata Tristán, su triste fin, y era asado, no en casa, el horno no era bastante grande, siendo todo un señor pavo, en la panadería de Musiú Adel.

El trinchador era mi padre. Ponía en ello su amor propio. Lo hacía con rara habilidad de anatomista operador. Formaba parte de la buena educación. Mi madre, siempre que aquél se lucía con un ave asada cualquiera, me decía: «Fíjate».

Creo que lo admiraba de corazón, tanto más cuanto que ella no brillaba por ciertas aptitudes manuales, excepto la jardinería, y porque está en la naturaleza femenil más que en la del hombre ver superioridad en todo lo que es destreza o fuerza muscular.

  —213→  

Eran días que esperábamos. Porque a más de pavo había ropa y botines nuevos. Y había la parada, el desfile desde el balcón de Riglos con Manuelita, su corte y el cuerpo diplomático y refresco; o desde el balcón65 de la Policía; éste era considerado algo guarango; los gastadores de la Guardia Argentina, y «real y medio», el tambor mayor, y las cedulillas y la pirámide cubierta de tela pintada, con alegorías y letreros, como «unitarios mancharon la historia», ¡y los fuegos artificiales con sus escupidas y las bombas, los buscapiés y las calesitas y el rompecabezas y el palo jabonado!

Y también esperábamos la Semana Santa con gran ansiedad: por los aproches de las iglesias cubiertos de un alfombrado de hinojo, las estaciones, la Pasión a lo vivo, aunque no como en Oberammergau, y las tinieblas y el sermón de agonía, llorando y gritando los fíeles.

¡Cuánta mutación!

Ahora se sientan en sillas o en bancos los que van a rezar.

Antes había la alfombrita. Y era un lujo que una sirvientita lo mejor puesta la llevara.

*  *  *

Después de almorzar, a la escuela; después de comer a casa de abuelita, pasando por la de mi tío Juan Manuel, a la ida. Me estoy refiriendo a la vieja casa con gran patio, flanqueado diré de habitaciones por los cuatro costados, habitaciones que tenían, algunas de ellas, ventanas interiores de rejas, y no a la casa más conocida por haber estado allí el Correo muchos años. Casi nunca lo veíamos, aunque entrábamos a sus piezas no reservadas. Siempre había confites de Córdoba, que mi tía Encarnación o Manuelita nos daba. Eran colorados. ¡Hasta en esto! ¡Qué furor!

Abuelita completaba la dádiva -cordobesa federal-,   —214→   con tabletas tiernas de la misma procedencia, que no tenían color de partido, sino muy rico gusto. Con sus dientes bailando ella no entendía de turrones.

De la de mi tío Juan Manuel a casa de abuelita por Moreno (ahora), nada notable, excepto una familia, que al pasar nos hacía fiestas. Vivían frente a la casa que es ahora domicilio del doctor Luis Sáenz Peña, casa nueva relativamente.

El jefe era un hombre alto, corpulento. No conservo otra impresión. Mujeres, veo dos: Amalia, una beldad, se casó con Mármol, y Máxima, le decían la Ñata, ¡cuánta graciosidad picante! Se casó con Carlos Urioste, león de la moda.

A la escuela nos llevaba el tío Tomás. Si había llovido y había mucho barro, Eduardita iba sobre un hombro, yo sobre el otro; si llovía poco, tío Tomás se ingeniaba y nos cubría con un paraguas colorado. Él nos iba a buscar.

Cuando llovía a cántaros, no había escuela. Había una cosa muy buena: ¡amasijo! Se hacían tortas fritas y pastelitos de lo más sencillo. Nada de hojaldre. El relleno lo hacían en la cocina. La fritanga la hacíamos en el brasero del cuarto de la plancha. A más de eso, mi padre mandaba llamar a un amigo suyo italiano, alto, grueso, de rostro sereno, llamado Boassi, que tenía su negocio de almacén en la esquina de Reconquista y Cangallo, haciendo cruz con el teatro Argentino, para que hiciera ravioles.

La escuela de niños y niñas de poca edad, quedaba en la esquina de Cangallo, acera de un templo protestante, que entonces no existía. Pertenecía a Misia Candelaria Soria, una señora salteña muy respetable. Allí estuve con Adelina Rocha, ya lo dije, las de Vernet y otras que viven de esa generación, o que ya emprendieron el eterno viaje. Esta escuela se mudó después a los altos de la calle de Maipú, mirando al río, entre Cangallo y Cuyo, o sea a la casa de la madre del doctor don Miguel Esteves Saguí (sobrino carnal de mi tío don Francisco Saguí, a quien heredó; mi tía Andrea no tuvo hijos).

Todo eso está tan transformado que no hay cómo reconocer,   —215→   lo que estaba en Maipú cerca de Cangallo, mirando al río. Allí conoció Miguel (lo llamo como lo llamaba cuando las dos familias no se habían ido a polos opuestos), a Juanita Santos Rubio, bonita joven, y con ella se casó. (¿Era monitora?).

En lo de Misia Candelaria no pude estar mucho tiempo. La dejaron a Eduardita solamente.

A mí me sacaron porque siendo menester ponerme en penitencia a cada rato, había que renunciar a ello. Si me ponían en cruz, Eduardita quería estar en cruz a mi lado, y si me mandaban al cuarto de las pulgas -como decían-, Eduardita quería acompañarme, lloraba, lloraba, tenían que ponerme en libertad.

¿Qué aprendí en esa escuela?

Poca cosa: a leer y a escribir mal.

No era eso para mí. Los repasos en casa, con mi madre, ahí, y el chicote a la vista, eso algo me enseñaba.

Ya he dicho que el régimen era el de «la letra con sangre entra». No lo discutiré. Pero me parece y lo digo casi contrito, con cierto remordimiento de conciencia, que allí donde hay demasiada disciplina tiene que faltar un poco de ternura.

Me gusta leer en Tolstoi, hablando de su infancia (en sus Memorias): «Y sueños confusos de una dulzura infinita, llenan mi imaginación. Un santo y profundo sueño de niño me cierra las mejillas y me duermo en un momento. Me despiertan. Siento, al través de mi sueño, una mano amada acercarse a mí y tocarme. La reconozco sin haberla visto. Todavía incompletamente despierto, tomo a pesar mío esa mano y aplico en ella fuerte mis labios».

*  *  *

Me pusieron, pues, en la escuela de varones del venerable e inolvidable don Juan Andrés de la Peña, que debiera tener su estatua. Mi letra se perfeccionó allí. Mi conducta,   —216→   según decían los boletines, era «sobresaliente entre todos sus condiscípulos».

Pero duró poco. Hubo que buscar algo de mano más pesada que la del señor don Juan, que era pura suavidad y dulzura, la de un alma como su letra, bellísima.

Me pasaron a lo de don Rufino Sánchez, que estaba en calle Victoria, entre Tacuarí y Piedras, mirando al sur, en una casa de mucho fondo con tres patios. Era ésta de palmeta y rebenque de lonja, de muchachos chicos y grandes, más de éstos, que peleaban a trompadas, que se trataban de «mazorquero degollador», de «salvaje unitario», que se insubordinaban fácilmente cuando los llamaban al orden, no imponiéndoles ni don Bernardo Castañón, antiguo militar, un tagarote por el tamaño, con peluca que se le salía con facilidad, que era el brazo derecho de don Rufino.

Fue forzoso que de allí me sacaran.

No tanto por los maestros.

Los muchachos que pegan sólo respetan al que devuelve el golpe. A mí me pegaban, y en lugar de pegar lloraba. Me dolía. Era el ridículo. De nada me servía ser sobrino de Rozas. Mi permanencia allí era insostenible.

Se decidió que me dieran lecciones en casa con Eduardita y que aprendiera la guitarra, lecciones de francés, de inglés, de aritmética y de dibujo.

En cuanto a la geografía, mi misma madre nos la enseñaba, como a loros. Mi tata Tristán Baldez había escrito un compendio especial para nosotros.

También me enseñaba mi madre a ayudar a misa, tomándome de memoria el Confiteor Deo y haciendo que le dijera en qué momento debía hacerse esto o aquello, pasar las vinajeras, tocar la campanilla, etc. ¡Lo que he sudado con esto! No tanto como con la guitarra (me la hacían venir de Cádiz por conducto de la casa de Llavallol).

Tres maestros tuve: Restallo, Alegre: éste tocaba la flauta en la orquesta del teatro y se comía las uñas. Era muy buen hombre, manso como Restallo, bandolinista, que tuvo almacén de música por allí cerca de San Miguel, en   —217→   calle Suipacha, frente a donde edificó después Atucha. El tercer maestro, rival de un Leguizamón, se llamaba Robles, tocaba la trompa en la orquesta del teatro. Era buen guitarrista, conocía el contrapunto, de modo que componía, y no me daba confianza. Era medio cuico.

A lo mejor de la lección, si cabe «mejor» en tales martirios, mi madre abría la puerta del costurero (ya llamé la atención hacia esta abertura) y se presentaba:

-Buenos días, maestro.

-Para servir a usted, señora.

-Dígame, Robles, ¿conoce usted el último vals que tocan en Palermo?

-No, señora.

-Bueno, vea, se lo voy a tararear; es de Esnaola.

(Y lo hacía muy mal, pero lo bastante para que Robles escribiera).

¿Cómo lo hacía?

No sé.

Lo que sí sé (si es de eso que queda como incisiones jeroglíficas en un sarcófago), es que mientras la señora tarareaba y Robles escribía sus signos musicales, yo me quemaba. ¡Empeño maternal digno de mejor resultado!

Lo que a priori ya sabía, me lo dijo el frenólogo Donovan haciendo mi análisis cranoscópico: «Esta cabeza no tiene talento ninguno para la música, y aun me parece poder añadir la aritmética, como una ciencia a la que no tiene la menor afición».

La naturaleza es pródiga. Si no me ha dado órganos musicales sensibles, privándome así de un placer incomparable, y debe serlo, porque en toda mitología hay un dios de la armonía, un Orfeo, en compensación me ha dotado de un ojo estético, que fácilmente percibe las bellezas del colorido y de la forma; de la forma particularmente, tanto que cuando he visto, una sola vez me basta, la «Antíope» del Corregio o la «Venus de Médici», es como si siempre y constantemente las tuviera a la vista.

  —218→  

Han pasado y pasado los años, moralmente seguí tocando la guitarra...

Quise un día templarla, ni para atrás ni para adelante.

Empero no he olvidado las canciones con las que más me lucía, una a dúo con Eduardita: «Las pastoras, mis fieles amigas, me zahumaron con malva y poleo...».

Otra en francés, solo: «Abenhamet, en quittant sa patrie... la mort (o l'amour, ¿a dónde ocurrir?) dans l'âme et les pleurs dans le yeux...».

Debe ser «amour». Porque esta misma canción la sabía en español (¿quién traduciría a quién?) y decía:


Abenhamet, al partir de Granada,
el corazón traspasado sintió,
y allá en la vega, al perderla de vista,
con débil voz su tormento expresó.

Tampoco he olvidado otra que, en casa de mi tío Juan Manuel, un Monsieur Gerandeau, de la Legación Francesa, cantaba con acento lo más gabacho: «Casaca me he de poner, de paño arpillera o coco, yo estoy loco, loco, loco por tener una mujer».

El lector no sospechaba en mí semejantes adornos.

Los maestros de idiomas y demás fueron, sucesivamente, un francés, M. Sourigues, y el que se decía sabedor de griego, ofreciéndose como tal en el colegio de M. Larroque.

Con Sourigue no aprendíamos mucho.

Nos divertíamos. Era chispeante.

Mi hermana lo perturbaba...

Llamaron al otro, que si no era judío, siendo gibraltarino, no sé cómo se llamaba Abraham. Éste era formal, serio, de pocas palabras fuera de la lección, seguramente instruido. Pero muy cansador. Y tenía una debilidad que mi hermana, mucho más lista que yo, descubrió, diciéndome un día:

-Che, ¿no te has fijado en el deber para mañana? El personaje que Mr. X X., pinta, cara, vestido, modo de caminar, todo, todo, fijate, ve... es él, sólo que le da el nombre de Sir Alexander Woodford, gobernador de Gibraltar.

  —219→  

Al día siguiente, como viniera vestido con el mismo pantalón a cuadros, grandes, verdes y amarillos -que le ponía a su personaje-, yo no pude contenerme, solté la carcajada, la contagié a mi hermana, y hubo un disgusto cuya causa verdadera nunca pudo esclarecer el interesado.

*  *  *

Contemporáneamente con este incidente había puesto escuela, frente a lo de Salomón, un emigrado oriental de apellido Sierra, moreno, muy moreno, con patilla y bigote, ñato, simpático, inteligente, ilustrado, que tenía gallarda letra y dibujaba muy bien. Me pusieron allí. Él venía a casa a darle lecciones a mi hermana.

Tengo la conciencia de que nadie me enseñó algo de algún provecho como él, excepto mi madre.

La perseverancia de la señora era inaudita. Estudiaba con nosotros. Mejor dicho, lo mismo que nosotros. De esa manera podía vigilarnos mejor y apreciar nuestros progresos debidamente. Y no sólo era perseverante sin la mínima intermitencia, sino que era fecunda e ingeniosa en inventos.

Que no estuviéramos «ociosos» era su programa.

Solía decirnos:

-No, no, o jugando o haciendo algo útil si no es hora de estudiar. A ver, traigan las cartas.

No era esto como aprender la guitarra para mí. Pero por ahí iba el hilo.

La señora había coleccionado cientos de cartas y hecho con ellas, poniéndoles tapas de cartón, un grueso infolio. Era para que nos acostumbráramos a leer letra manuscrita de toda clase (había alguna que al mejor se la daría) y para que supiéramos qué clase de amigos tenía mi padre.

De aquel ejercicio deriva que yo sea algo ladino en trotes de caligrafía enredada. Allí, en ese enorme mamotreto, verdadero legajo de varios, aprendí yo a conocer y a querer algunos personajes, los de letra clara como el señor don   —220→   Domingo de Oro. Las simpatías de mi hermana y las mías estaban en razón inversa de la mala letra de los personajes.

La letra de Carril, por ejemplo -había cartas de él siendo ministro de Rivadavia-, era complicada como su carácter. La de Oribe, a quien había visto una sola vez, acompañando a mi padre en visita que le hiciera en Buenos Aires, cuando iba a tomar el mando del ejército de Rozas, era como él: pequeña, recta, clara, fría, segura. Fue la impresión de niño que conservo de aquel guerrero oriental, pequeño, bien formado, algo trigueño, pálido, poco locuaz.

Cuando después de una carta de Carril y otra de alguno de los dos Sarratea llegábamos a una del señor Oro, aquello era como en la Pampa, bajo sol canicular, una parada a la sombra de árbol solitario, protector del caminante. Alberto Sorel, dice hablando del conde de Gobineau, poeta, filósofo y moralista, apenas mencionado por uno que otro escritor, no obstante sus grandes méritos: «Entre nosotros no ha sido conocido verdaderamente y apreciado, sino a título de causeur; que el círculo en que conversaba se extienda, pues, al gran público. Sus cartas, según lo que de ellas yo sé, son su conversación escrita. La reputación que no conquistó en vida, como escritor, estoy persuadido que la conquistaría después de muerto, dando a luz su correspondencia epistolar».

Estas palabras son aplicables al señor don Domingo de Oro. Coleccionar y publicar su vasta correspondencia, tan variada, sería pagar tributo a una inolvidable personalidad; tarea piadosa que yo con gusto me impondría. Pero a la que me parecen llamados otros, jóvenes aún. Los incito. Desgraciadamente del Legajo de Varios auténtico que para enseñanza de mi hermana y mía mi madre formó, sólo conservo como de tantas otras cosas, el recuerdo. No puedo, pues, anticipar un ofrecimiento.

Prosigo.

  —221→  

Por suerte, este ejercicio con tan poco imán era sólo para cuando íbamos a visitar a mi padre en bandada, estando éste en el Tonelero, en Ramallo, o en San Nicolás. Mi madre llevaba consigo un elenco completo de sobrinas y amiguitas, ¡cómo me acuerdo de una Villate, aunque olvidé su nombre y no debiera! Era la mayor, Julia, creo muy de la casa después de Misia Dolores Parravicini.

El viaje se hacía por el río, algunas veces. Una de ellas fuimos en una goleta de un italiano, lo más bueno, que se llamaba Bachichin (así sonaba). Hizo fortuna. ¡Qué viaje! sin viento y aguas arriba. Duró nueve días.

Era preferible al otro en dos galeras, por la posta, con escolta e incesantes nubes de polvo y ovaciones (vivas y muertas) en todas las paradas chicas o grandes como Luján (aquí vivía el señor Aluñiz, ¡qué aire de dignidad tenía!), como San Antonio (aquí había un gran federal legítimo, don Tiburcio Lima, el juez de paz, sujeto bueno). ¡Qué primitivo todo!

Siempre que pasábamos por San Antonio de Areco venía un señor de muy respetable aspecto, de regular estatura, más bien bajo, blanco en canas, con patilla y bigote, a la rusa, que saludaba a mi madre, que conversaba en voz baja con ella, que se le ofrecía, despidiéndose así: «Memorias a Lucio, y que no me olvide». Era el general Zapiola. Mi padre, su amigo, pensaba, en efecto, en él. Tengo papeles que lo comprueban, feos papeles, que no son para la hora de ésta. De ellos resulta: que mi padre quería y estimaba mucho al veterano de la Independencia; que tenía la mejor opinión de su carácter; que estaba en la miseria con numerosa familia a la espalda, y también, que todo despotismo, tiranía y dictadura, llámese la cosa abominable como se quiera, deprime el carácter hasta de los fuertes.

En uno de esos viajes con Bachichin, mi madre, que, por no quemarse, llevaba careta, una bonita, desembarcó un rato así no más en la ribera de un pueblito de la costa. Un paisano que la vio dijo después que pasamos: «¡Y   —222→   cómo decían que era tan linda la hermana del Restaurador!».

*  *  *

Voy desarrollándome, la metamorfosis se inicia por sensaciones que revelan un misterio con signos inequívocos...

Estoy dejando de ignorar... conociendo. Ya leo en las miradas intencionadas o insinuantes, todo.

Lo mismo cuando mi padre piensa, vamos... que cuando no le sirven más a Tartás.

Era éste un antiguo camarada de los hombres principales, largo, flaco, pálido, narigón, todos lo querían. Se había deprimido. Vivía mecido por la pereza, ese corrosivo deletéreo. Se vestía con lo viejo de los amigos. En casa de ellos comía por turno, más que comer devoraba, atento siempre a lo que ponían delante de mi madre, que dos veces le servía a él. Pero mientras repetía, lo dejaba en blanco del plato siguiente. Tartás entonces, apresurándose a concluir, decía: «Agustinita, de aquella otra vianda no me han servido». Aquí una mirada de mi padre, mirada de reproche amable, expresaba: «Pobre Tartás; sabes que es un desgraciado, ¿por qué no le das más?».

Sí, ya leía con las miradas y reflexionaba sobre una porción de cosas que antes me habían parecido tan naturales. Lo que antes no me había chocado comenzaba a chocarme. Algo que era de una vaguedad indefinible, infinita, me decía: eso no está bien, aunque fuera la costumbre con lo que me había criado.

Raras eran las casas que no contaban con el servicio doméstico, a más de lo conchavado, negritos, mulatitos, chinitos, que si no eran propiamente esclavos, tales parecían.

Rompían algo, un plato, una fuente, un vaso. Les ataban los pedazos al cuello y así andaban por penitencia. Aquello, no diré que me indignaba. Pero fuera cual fuera la causa, simpatía quizá, un día me atreví a decir: «¡Qué fea está Fulana con eso! ¿Por qué no se lo quitan, mamita?»

  —223→  

La señora refunfuñó: «¡Pícara! no lo merece; pero como el niño se empeña, quítatelo».

*  *  *

Sí, pues, es lo que dormita que despierta: la pubertad.

El ananké que todos llevamos dentro de nuestro ser. Chaucer ha escrito: «El destino, ministro general que ejecuta todo aquí abajo -lo previsto por Dios-, es tan fuerte que, aunque el mundo entero hubiera jurado lo contrario por sí o por no, tal cosa que no sucede en mil años sucedería en un día; porque dígase cuanto se quiera, nuestros apetitos, ya estén por la guerra, por la paz, por el odio o por el amor, son aquí gobernados por una presciencia superior».

Mi madre se había quedado sola: todo pesaba sobre ella, educación, enseñanza, vigilancia y todavía las complicadas funciones y obligaciones inherentes a una mujer de su edad, de su hermosura, de su clase, de su posición, que aunque parezca sarcástico lo diré: en aquella como corte la señora representaba el papel de una princesa de sangre. Por cierto que no se expide tan mal. No despierta ni suscita grandes prevenciones o antipatías.

Comienza a aburrirme ir a casa de abuelita. Prefiero a sus golosinas y a sus dos reales cobre, con la bendición, a la calma conventual de aquella casa, que ya el negro Perico no me aguanta, peso mucho, ni yo me entretengo con él, y a las tonterías del padre Biguá (uno como idiota, sirviente de mi tío Juan Manuel) y a las insolencias del esperpento don Eusebio, que me revienta, porque dice (¡mulato atrevido!) que yo soy hijo suyo, de oculto.

Prefiero a todo esto tan repetido, tan visto, tan siempre y siempre lo mismo, que mi madre me lleve de noche a la tertulia de Manuelita, inalterablemente amable sin afectación, como que es buena (quizá padece, quizá oculta un torcedor), donde se canta, se ríe, se baila, donde hay alegría (excepto en el dormitorio que linda con la sala, el llamado de abuelita Teodora, tan tenebroso), y de donde nos dirigiremos,   —224→   es seguro, yendo a casa más de media noche ya, a la de don Germán, calle Perú, casi al lado de una casa de altos que edificó o fue del señor don Juan Fernández, para hacer una cena opípara: huevos revueltos con chorizos de Extremadura, queso, pan y manteca y vino carlón. Y sobre todo prefiero ir a Palermo, donde no falta Juana Sosa, Dolores Marcet, Sofía Frank, Marica Mariño, su hermana, y tantas otras, toute la boutique.

Allí hay movimiento, mucha gente, muchos soldados, y lo veo a mi tío en mangas de camisa o con su chaquetón azul, caña en mano, con más frecuencia; allí se canta en la mesa, y si no voy en las cabalgatas que se organizan (Manuelita es una verdadera amazona), porque me quedo con mi madre, que no ama el ejercicio ecuestre, me mareo, me embriago, me entusiasmo con los gritos de: ¡Viva Rozas! y el himno:


¡Federales a Rozas siguiendo!
Y de nuevo la espada empuñando.
A la lid corremos gritando:
Libertad, libertad o morir...

cantado en coro, al galope arrebatador, saltando zanjas, cercos, caracoleando por el laberinto del bosque febrilmente.

*  *  *

En Palermo vi y supe mucho feo y muchas cosas menos malas de las que se dicen, algunas que prueban lo contrario. Pero todavía no habla el hombre, ni siquiera el joven. Para que hable, lo he dicho al empezar, «habrá que vivir y esperar». Pero hablaré deo volente y diré verdad y seré sincero, que la insinceridad de ultratumba es villanía.

Las tiranías se suelen defender por la misma exageración de los que las combaten.

Mucho, mucho me gustaba Palermo, lo confieso, ¿y por qué no?

He experimentado allí, en el lago, emociones, algo...   —225→   que como la majestuosa luz del estanque que pinta Tolstoi (también en sus Memorias), «creciendo y creciendo como un sonido, se hace más blanca, más blanca, las sombras más negras, más negras, la luz más transparente, más transparente...».

Pero no creáis, no, que os haga confidencias... pas encore!

Reflexionad que hay mucho amor encubado en el mundo para estar a cada momento hablando de eso. Pondré apenas un punto imperceptible sobre la i.

Schelling ha dicho: «Hay en cada hombre un cierto instinto que le dice qué es lo que es desde el principio hasta el fin, eternamente, y que en manera alguna ha llegado a ser, él mismo por el tiempo».

O según una fórmula mía, que estamos contenidos en nuestra fisiología.

Iba diciendo -no hay que hacer-, mi polaridad, el inevitable dualismo, se manifiesta imperiosamente, ese «dualismo que corta la naturaleza en dos, de suerte que cada cosa no es más que una mitad y pide una otra cosa para completarse: el espíritu, la materia; el hombre, la mujer...

Felizmente ya no habrá quinta.

*  *  *

Ya no iremos a la de la calle larga de Barracas cerca de Santa Lucía y de la quinta por el barrio, de nuestro Nelson, el viejo Brown, en cuyas rodillas galopé. Es decir, frente a la esquina de la banderita, ¡donde se corren carreras en aquel arenal! Un poco más allá tuvo años después la suya el señor don Pepe Herrera. Tampoco iremos a la otra que quedaba más acá de lo de Unzué.

Eso llamaban campo.

Tampoco habrá paseos a la Loca, ¡a pescar! en el muelle.

Cuando íbamos, era seguro, mi padre decía:

-Este camino lo hice yo siendo jefe de Policía de Viamont.

  —226→  

Y tenía razón de estar orgulloso de su obra -era el que sigue ahora el tramway que pasa por la Casa Amarilla-, porque no eran aquellos tiempos sino de los caminos que trazaban las inconmensurables ruedas de las carretas tucumanas, algo colosal. Pero muy bien ideado. Con menor radio, ¿cómo dominar el piso? Habría sido de nunca llegar, por más yuntas de bueyes que unieran.

Ya no iremos, por fin, a la quinta de Marín, una embargada, al lado de la de Holmberg, por ahí cerca de lo de mi tío don Felipe Ezcurra, el honrado tesorero, y de la «pólvora de Cueli».

Seguidme. Os haré ver la obscuridad al través de la luz, aunque:


¡Ay! que decir lo que era es cosa dura,
esta selva salvaje, áspera y fuerte,
¡que en la mente renueva la pavura!66.

Con Eduardita, íbamos un día en la volanta para el pueblo (así se decía).

El cochero se detuvo en una pulpería que quedaba en el Arroyo de Maldonado (todo eso ahora es centro de riqueza y de cultura).

Unos hombres que se llamaban Troncoso, Badía y otro... vinieron, le dieron un trago a aquél.

A mi hermana y a mí bizcochos, preguntándonos por tatita y por mamita, y agregando: ¡pero cómo han crecido! (dos años antes estos mismos hombres me habían llevado en ancas).

Seguimos, cerca de los corrales o mataderos, que quedaban detrás de la Recoleta, ¡qué haber de cuervos!, los caballos se espantaron empacándose. No querían seguir. Era en vano animarlos, castigarlos, castigarlos... ¿Qué es eso? preguntamos, creyendo que eran borrachos que dormían... Y, en efecto, dormidos estaban definitivamente.

El cochero repuso sin titubear: ¡Son unos degollados!

  —227→  

Los caballos arrancaron, Eduardita y yo nos acercamos más y más el uno al otro sobrecogidos, nada nos dijimos; el cochero agregó con toda naturalidad:

-Algunos salvajes...

-¡Pobres! -exclamó Eduardita. Yo nada dije: tenía miedo.

El cuadro estará mal trazado.

Es real.

Yo no reflexioné entonces, ¡qué había de reflexionar!

Mas ahora pienso, pensando en todo aquello al dejar la pluma un rato, para descansar, y decir bien si puedo, valiéndome de un giro de frase a lo Montesquieu: Si Urquiza hubiera seguido pensando como Rozas, otros habrían pensado al contrario de ellos, y ambos habrían caído año más año menos.

En cuanto al criollo, el cochero, hablaba la lengua popular. No da ella la medida virulenta de los sentimientos. Pero predispone. Del dicho al hecho hay poco trecho. Es el mal de las exageraciones en todo momento histórico de pasión intolerante. «Salvaje» se había hecho equivalente de hombre que no hay por qué considerar; ni más ni menos que a un perro rabioso. Así se cantaba: «Al que con salvajes tenga relación, verga por los lomos sin cuenta y razón, y si se resiste violín y violón». Puede por eso explicar en parte la furia de los partidos en Inglaterra el origen atribuido a Whigs «lecheros o carreteros», y Tories, «piratas o bandidos». Mazorquero era pues todo federal aunque fuera hombre inofensivo, y salvaje todo unitario aunque fuera incapaz de matar una mosca.


Llega a Buenos Aires Monsieur Clarmont.

Es un francés de buen porte -discípulo de la Escuela Normal-, casado con una señora incitante, aunque renga.

Tienen una hija.

  —228→  

Ponen un colegio en la calle 25 de mayo (entre Corrientes y Parque.)

Entiendo que la casa había sido o era del padre de Julio Núñez, el amable Julio, en el que uno no puede pensar sin recordar al buen Choquet, que después de Pavón escribiera: «He visto a Julio Núñez de guerrero, ahora ya puedo morir».

Él como verso -lo parece-, da una idea del entusiasmo con que Mitre fue acompañado en aquella cruzada final contra el caudillaje.

Resuelven que entre allí.

Cuando me anunciaron que pensaban ponerme en otro colegio me puse muy contento. Por lo que allí podrían enseñarme, no. Porque los juegos serían otros, más variados, lindos en lenguaje infantil, como decían que eran los de los jesuitas, menos duros los castigos, los niños no tan trompeadores, que no se sacarían la «chocolata» a cada momento por cualquier cosa.

Oía decir: habrá poca chamuchina, irán allí los de las mejores familias.

Era poco más o menos lo mismo: nada de gimnasia, nada que tuviera en vista hacer jóvenes robustos sin sacrificarle el espíritu al cuerpo, ni tampoco nada que tuviera en vista que mucha erudición aturde, no siendo la ciencia, y que al niño no hay que agobiarlo apurando su memoria con el peso de innumerables referencias; y mucho menos nada, nada que tuviera en vista vencer el horror del «esfuerzo durable», que es la enfermedad de estos tiempos, enfermedad de la que ya san Agustín se había apercibido: Volens quo nollet pervenerat.

Dos preceptores principales completaban a Monsieur Clarmont: uno de inglés, el clérigo Gannon, irlandés, hombre grande, rubio, llena la cara de petequias, y el célebre Juan Francisco Seguí, autor del Manifiesto l.º de mayo, de Urquiza, contra Rozas. Había estudiado con los jesuitas y recibido la prima tonsura. Mi padre que era padrino de   —229→   todos los Seguí (de Santa Fe), le costeó sus estudios. Tiró un día los hábitos y se casó, fundando una familia.

Gran talento de esos que llaman medio loco; murió muy joven.

En lo de Monsieur Clarmont se enseñaba gramática castellana y latín.

Estaban aquí, entre otros, Emilio Wiche (Vique decían), dos García, uno murió; otro vive creo, lo deseo, hijos de mi pariente, según decía mi madre, casado con la bellísima Carolina Lagos; padre por consiguiente de Carolinita, una de las mujeres más chispeantes de ambas orillas del Plata; Ezequiel y Alejandro Paz y Manolo Guerrico. Eran todos discípulos distinguidos. Yo, aunque un poquito mayor que algunos de ellos, como siempre, a la cola. Apenas me hacía notar por mi comportación (¡le temía tanto a mi madre!).

Tengo de este colegio dos reminiscencias que más tarde, cuando me creía Luis Lambert, eran una obsesión concluyente (yo, tenía que ser él).

Monsieur Clarmont no, ella me tenía mala voluntad; qué quieren ustedes, era la hija la que me hacía soñar con huríes.

Pero, la mujer se infiltra y el libre albedrío del hombre a poca cosa queda reducido...

Había dado aquél este tema: «Juana de Arco». A mi composición la cruzó con un grueso lápiz rojo, tildando particularmente un cierto párrafo metafórico, que hombre yo ya de libros hallé parecido a otro de un autor de nota sobre lo mismo. Algo indefinible cual un misterio me decía en aquella circunstancia: hay aquí injusticia.

El otro caso fue de pura compostura en la clase. Entre los muchachos hay masonería. Alguien hizo ruido, un ruido molesto que lo perturbó a Monsieur Clarmont, en su lección de historia con comentarios, lección en francés.

-¿Quién? -preguntó.

Silencio profundo.

Miró, remiró, como un capitán que va a explicarle la   —230→   maniobra a su tropa antes de dar las voces de mando, y creyendo haber hallado:

-Mansilla -ordenó-, cien versos de la Henriade.

-¡No! -repuse yo. ¡Que había de decir es Ezequiel Paz! (él era).

-Cien versos más -continuó, y yo volví a insistir; y así, él mandando furioso y yo desobedeciendo indignado, llegamos hasta mil.

Cuando me fueron a buscar, el sirviente recibió una carta para mi madre. La señora leyó. Y con un laconismo espartano ordenó. No había efugio ni refugio. Obedecer era inevitable.

Me puse, pues, a la obra:


Je chante ce héros qui régna sur la France.
Et par droit de conquête et par droit de naissance.

Y hecho -duró y duró-, volví con la penitencia completa, lo que me valió una ovación de todos aquellos diablos, algunos de los cuales han sido, sin dejar de ser bulliciosos o molestos, varones de provecho o consecuencia.

El colegio se mudó a la calle Florida, frente, si la memoria no me traiciona, a la casa conocida por la de don Gregorio Torres (q.e.p.d.).

Una calidad lo distinguía en estos tiempos de alternativas indignas: sabía ser amigo y enemigo.

Estando yo ahí, y siendo sus competidores Monsieur Larroque y Monsieur Perey, con preceptores como los colosales e inolvidables Mister Clark y Salaberry, y el Colegio de Martínez «Republicano Federal» (!), estando yo ahí, repito, murió mi abuelo materno; después, al poco tiempo, abuelita, cuyo retrato muerta veo frecuentemente aquí en el Louvre, en un gran cuadro de Delaroche. Representa a Elisabeth de Inglaterra, cuando ya no era de los vivos: es mi abuela con su nariz y su perfil autoritarios, y mi madre en el último tercio de la vida con líneas más tenues.

  —231→  

De la muerte de mi tía Encarnación, nada absolutamente recuerdo. Ni nada tampoco de la de mis abuelos. Lo primero se explicaría, si acaeció antes de la de éstos. Pero lo segundo es fenomenal. Sería que ya comenzaban a revolotear en torno mío más larvas voluptuosas de lo que el progreso de mis estudios escolares requería, resultando de ahí la necesidad de verles las caras con la mayor frecuencia posible, acompañado del tan querido Enrique Lezica, a Pepita Larrazábal, a Pepita Rezabal, a Luisita Ocampo, a Avelina Pinedo, a Elvirita Ocampo (la que casó con Del Sar), a las dos de Llambi, a Virginia Alvear todas y cada una de ellas a cual más interesante en su género y tan amables como sus respectivas mamás. Las horas se me iban en algunas de aquellas casas, en todas no visitaba, la mayor parte en calle Florida. Misia Carmen Alvear, qué matrona encantadora, y qué amante de las flores, y qué prolija en todos los detalles interiores de su casa, del mejor gusto sin lujo. Del señor don Carlos, así le decía yo, antes de ser nombrado Ministro en Washington (alejándolo y alejándose él del teatro de los sucesos que venían), podría hacer de memoria un retrato muy parecido. No sabiendo pintar, apelo a una comparación: el Emilio Alvear que hemos conocido era la verdadera imagen del general, en todo caso, el hijo que más se le parecía. Hay que cuidar las fotografías de éste, o que copiarlas de manera indeleble.

Y sigo.

Es curioso que de aquellos acontecimientos luctuosos apenas tenga uno que otro rastro vago en la cabeza, como que estando en el colegio de Monsieur Clarmont fueron a decirme: «Que vaya niño, que se está muriendo abuelito León». Y, sin embargo, oigo las iracundias de mi abuela, porque ni el jefe de Policía, don Bernardo Victorica (¿qué había de hacer él?), ni el otro, el patrón, el propio hijo, deferían a su empeño insistente: que lo pusieran en libertad a un doctor Almeida (nada le sucedió), que según ella no era unitario ni federal, sino médico. No hay que confundirlo con el otro que fue suegro del general Arredondo.   —232→   Y, sin embargo, repito, oigo, veo la escena: mi abuelo en el cuadro con sus zapatos de orillo y su junco con puño de oro caminando con dificultad, silencioso, plácida esa cara que sacó a mamá Mariquita; todo, todo lo veo a lo vivo, sin que falte un detalle, de relieve, parlante cuasi, como los figurines de una de esas telas pequeñas insuperables de Teniers. Quién sabe; bien pudiera suceder que una vez concluido este libro, despierto o en sueños vea lo que ahora no veo. Me sucede a cada paso que, pensando en una cosa, se me ocurre otra. No tengo nada que se parezca a un apunte a la vista a no ser mi memoria.

Así, por ejemplo, en páginas anteriores he omitido lo que no hubiera debido olvidar: que en el barrio, en mi misma cuadra, vivían los Gache, familia considerada, Manolo era de los míos; que el señor Gache tenía ropería, que si doy en bola, los Gache y los Arrotea tenían parentesco. Y ya que de vecinos va que conste que por ahí, en la misma cuadra de los Lastra vivían los Oromí (en cuya familia casó Blaquier) y los Aguirre (en sirva familia casó Guerrico); y así mismo que a más de la escuela de García, el padre de Fernando, había otra que le llamaban, no sé por qué de Mister García. Por último, que Manuel y Mariano Obarrio, tan compinches con mi madre y tan federales, vivían frente a lo de Misia Chepita Lavalle.

*  *  *

Me sacaron del colegio de Monsieur Clarmont, y al fin comienza algo así como una nueva existencia para mí. He crecido, me he desarrollado mucho.

Pero todavía me acuestan casi junto con las gallinas. Me desquito. Soy yo ahora el que la invito a mi hermana a levantarse para escuchar lo que conversan en el costurero las visitas de mi madre. Y ella, que antes era la que me tentaba, la que resiste, cediendo al fin.

Ejercía sobre ella mucha influencia. La edad lo altera todo. Aquello pasó.

  —233→  

Pasaron, sí, las inocentes horas en que antes de ir a acostarnos, de pie delante del aparador, comíamos nuestra cena. Eran dos porciones en un mismo plato, separadas visiblemente, con cuchara o tenedor según fuera el bocado. Yo hablaba y hablaba, mi hermana escuchaba y escuchaba, era su encanto oírme. Cuando terminaba mi porción, atacaba la suya diciendo: «El que acaba primero ayuda a su compañero». Y así, habiendo ella comido palabras y yo dulce de leche o yema quemada o alguna otra golosina, nos íbamos muy contentos al nono.

Poco beneficio resulta de escuchar tras de las puertas, y si algo positivo resulta, las más veces, es contraproducente, el castigo. Fue lo que alguna vez nos pasó a Eduardita y a mí.

Pero cuando no se pone malicia en ciertos actos sino el deseo infantil de saber, ni esto, el de oír, la falta es perdonable.

¡Nos metíamos en cama tan temprano!

Poco a poco el régimen conventual fue siendo menos severo. Es decir, que hubo menos cama y un poco más de alternar con las visitas.

*  *  *

Se iniciaba una buena época.

Duró poco...

Habían llegado a Buenos Aires, Santiago Arcos, una especie de Domingo de Oro para mí, de otro género, y Miguel de los Santos Álvarez67.

Arcano. El jocoso Santiago murió suicidado; el tétrico Miguel, noventón.

Este personaje me ha hecho pensar varías veces en las reflexiones que deben hacer los sirvientes que no son catedráticos (de todo hay en la viña del Señor), a propósito de ciertas visitas muy conversadoras.

  —234→  

-María -díjole mi madre a su mucama de confianza-, a los que vengan esta noche les dirás que siento mucho haber tenido que salir, que sin falta los espero mañana, ¿has entendido bien?

-Sí, señora.

Y partió.

Tenía un verdadero «salón». Muchas veces no había donde sentarse ya, en el costurero, y los tertulianos se diseminaban pasando algunos al comedor. Allí se confundían todas las nacionalidades, y todas las profesiones: diplomáticas, marinos, militares, abogados, médicos, comerciantes y paseantes en corte (que es también una profesión de todas las latitudes y tiempos)...

Regresó la señora.

María se puso a detallar las visitas.

Se detiene, reflexiona, nada, y dice: -Estuvo también ese señor... su merced sabe.

-¿Pero quién?

-Pero, mi ama, ese señor medio loco.

-¡Medio loco! ¿Quién, por Dios, María?

-Bueno, pues, señora, ese señor que habla tanto.

-¿Álvarez?

-Sí, sí, señora, ese mismo; el señor calienta bancos (era el apodo que le habían puesto por las largas visitas que se hacía).

Que hay en esto su filosofía salta a la vista; examinando despacio, ¡qué no la tiene! Yo he dicho, sin embargo, algo que repetiré aquí: hay dos métodos de conversación: hablar o escuchar. El primero desde luego tiene sus inconvenientes no pequeños; el segundo no compromete, que en boca cerrada no entran moscas. Pero el otro sólo nos hace escuchar nuestras propias necedades.

He dicho hace un momento que se iniciaba una buena época... duró poco.

  —235→  

*  *  *

Colegio parece que no me sentaba; maestros en casa menos. ¿Para qué servía entonces? Médico, abogado, eran profesiones eliminadas. ¿El campo, la estancia? El epígrafe era: para que se embrutezca más. ¡Eh!, en algunas era escasa hasta el agua y no había más leña que osamentas y bosta seca -aun mucho después-, como en el Tibet, donde jamás se lavan, ni en ello pensaron. Entonces no hay que hacer, que sea comerciante.

Mi padre ni tomaba cartas en esto.

El genio de la casa era Adolfo.

Se decidió, pues, que entrara a mérito, de dependiente, en la casa de comercio Adolfo Mansilla y Cía., después de haber discutido si no sería mejor ponerme en lo de Meyrelles que pasaba por federal, o en alguna de las tan acreditadas de Llavallol, o Calvo, introductores. Donovan, el frenólogo ya citado, también me dijo al tantear la protuberancia de los tonos, pocos años después de este ensayo infructuoso: «Esta cabeza no da suficiente importancia a los ahorros y ganancias para ser un buen comerciante o traficante».

Héteme aquí, al fin, copiando cartas de comercio -letra regular era todo mi bagaje-, facturas, conocimientos, haciendo inventarios, entre barricas de azúcar, pipas de caña, sacos de pasas, cajas de uvas, que buena contribución pagaban, lo mismo que los ticholos, el vino de Málaga y el marrasquino, oyéndolo estornudar a Carvalho, blasfemar a los peones vascos; a Pepe Echagüe y a Benjamín García, mis colegas, renegar contra el gerente Vidal (Braulio), que con ellos y conmigo se desquitaba de los retos estruendosos como bombardeos, con su correspondiente dosis de ajos y cebollas que el formidable patrón -don Adolfo-, favorito de la casa del gobernador, siempre tonante, le descargaba cotidianamente, metódicamente, sistemáticamente por quítame allá esas pajas.

Con ansiedad esperaba el sábado y el domingo. El sábado porque era día de cobranzas, y andaba a caballo, saco en mano, jineteando cuando los perros me salían al paso.   —236→   Había tantos, que la policía organizaba periódicamente matanzas. «Mata perros» era así calificativo de desprecio. Porque las cuadrillas contra los pobres canes -que con frecuencia se veían pudriéndose en los pantanos-, se componían, en su mayor parte de presos o malhechores. El domingo, porque era día de ir al saladero del «Reloj», en que era socio don Felipe Senillosa, a pagar los peones; por consiguiente, día de navegar, de cruzar el río de Barracas en bote, bogando, y de darme aire de hombre. El pingo lo dejaba en la banda izquierda del río, que ir por el puente era muy largo.

A la vuelta tomaba por la calle larga de Barracas, y todo ello me solía valer algunos papeles grasientos de a peso sobrantes. Se está haciendo hombre, decían. Por ahí iba el hilo...

Pepe Echagüe, hijo del coronel, hermano del general don Pascual, y Julián Murga eran mis confidentes...

A Benjamín, después de haber sido uno de los primeros trompeadores del barrio, le había dado por la formalidad.

*  *  *

Esta nueva existencia tenía que abrirme las puertas del teatro -que ya era mozo que anda solo-, y aunque sin atreverme a penetrar entretelones ¡qué tentación! lo frecuentaba. Lo único que no podía hacer era entrar tarde. Entraba a buena hora por lo tanto. Pero como las paredes de los fondos eran bajas, ya se comprenden las demás de mis evoluciones.

Qué pálido estás hoy, solían decirme. Y yo qué había de contestar. Hacía un gesto que no decía sí, ni no; y salía del paso cambiando de conversación.

Estando de comerciante, no especulaba ni jugaba en la Bolsa, que entonces se llamaba el Camoatí. Quedaba en la calle Victoria, entre Chacabuco y Perú. Y siendo «Camoatí» palabra de idioma guaraní que no se halla en los diccionarios españoles, en los míos al menos, hago saber al que lo   —237→   ignore, ya que en lengua más o menos cervantesca escribo, que significa avispero. Mejor puesto no podía estar el nombre. No era persona jurídica, la toleraban.

Que no especulaba he dicho. Pero la casa lo hacía. Tenía sus socios, Wiche uno, el padre de Vidal otro. Las oscilaciones del metálico debían ser muy fuertes. No me acuerdo, que es lo mismo que no saber. Lo que sí veo es a aquellos caballeros y otros que eran corredores, entrar y salir con talegas de onzas de oro bajo el brazo jipando, o con grandes atados de papel. Y lo oigo a Adolfo, que no se cuidaba de mí, decir: «Anoche supe tal o cual cosa, que me dijo tal o cual escribiente del gobernador».

La política, como siempre, determinaba las oscilaciones del metálico. Saber era acertar. Adolfo tenía, pues, sus intimidades con los más allegados «al hombre» (así le decían), y esas intimidades valían dinero. Varias veces yo lo llevé, lacrado, y otras tantas oí esto: «Caramba, qué caro es Fulano».

De manera que iban a lo seguro, si compraban o vendían.

En la Bolsa esto se llama buena fe.

Quand même ella suele darles el vuelto a los que creían haberle visto bien las patas a la sota.

*  *  *

Pepita era modista, vivía y trabajaba en una tienda de gorras, con altos, calle Victoria, entre los dulces de las confiterías de Monguillot y Baldraco.

La madre tenía hotel en la calle San Martín, casi al lado de la actual Corte Suprema. Ambas francesas.

Yo tenía diez y seis años, ella lo mismo. Era muy bonita, de ojos grandes pardos expresivos, de nariz perfilada con delicadeza, de boca con labios encendidos, algo grueso el inferior; de clientes sanos, blancos, separados, sonrosada la tez, peinado siempre de bandeau el castaño cabello abundante, graciosa en el andar y un tanto regordeta.

  —238→  

Debo apresurarme a decir que era honesta. La perseguían Agustín Drago, un Adonis, entonces, y los elegantes Carlos Urioste, los Pérez del Cerro, Juan Francisco Monguillot y todo los tenderos de los alrededores, inclusive Federico Elortondo, idéntico a mí en el rostro. Nos amábamos. Por consiguiente nos escribíamos. Nos veíamos de noche. Aunque yo había ya pensado en otras muchachas, de familias culminantes y ellas en mí, no había sentido todavía el fuego de una pasión del alma. Nos veíamos, sí, hay que verse. Pero nos veíamos como Julieta y Romeo. El tiempo corría.

La ley se cumplía, cada vez nos amábamos más y no sabíamos qué hacer... y ningún pensamiento que no fuera puro nos inquietaba, excepto la incertidumbre del porvenir. Amar es esperar, esperábamos...

«La esperanza es una perspectiva riente que oculta el término del viaje».

En el entretanto llegó a Buenos Aires el señor don Antonio de Arcos, español, amigo de San Martín y de Aguado, el que tenía su hotel en la plaza Vendôme, frente al «Ritz», ahora, casado con una dama chilena de calidad, doña Isabel Arlegui. Era tenedor de muchos fondos públicos argentinos, los del primer empréstito exterior. Tenía cuatro hijos, que nombro por orden de edades: Domingo y Santiago (éste andaba por otra parte), Antonio y Javier (este último fue senador en España).

Todos se fueron a Chile, menos Domingo que se quedó en Buenos Aires, donde puso algo así como un banco, con dinero de su padre, naturalmente.

Vivía en la calle Victoria, al lado del teatro, en una casa del señor don Juan Fernández. Él me enseñó a tirar el florete. Me había tomado gran afición. Me mostraba sus cartas con su prometida esposa. Yo le hablaba de mis amores. La regla es que el viejo tome de confidente al joven y el joven al viejo. Sus consejos no eran buenos.

Los míos, los que más tarde le di cuando nos encontramos en París en la Maison Dorée, que entonces alquilaba apartamentos amueblados (ha poco la cerraron para   —239→   siempre, quizá como Tortoni); los míos, decía, siendo los de la prudencia juvenil, que es intuitiva, hicieron que una mujer que debió llamarse Madame Arcos subiera al trono de un Imperio, es decir, que fuera coronada Emperatriz de los Franceses.

Las pequeñas causas produciendo siempre grandes efectos. Todo esto parecerá inverosímil, y, sin embargo, como le digo es. «Le vrai peut quelquefois n'être pas vraisemblable».

*  *  *

Buenos Aires iba dejando de ser lentamente, muy lentamente, pero se sentía y se veía, la ciudad de los miedos y de los lamentos de 1840 y 1842, aunque después de 1845, -efecto de la intervención anglo-francesa que abrió la navegación de los ríos a cañonazos-, empezaron las maquinaciones de partido preparatorias de la caída de Rozas. Lo que ha de ser será. La irresponsabilidad induce, arrastra, precipita, tendríamos una Camila... el estigma.

No diré menudamente en qué consistía, lo acabo de implicar con la frase «iba dejando de ser». Condensando mi pensamiento hasta reducirlo a la menor expresión y medio valiéndome de una fórmula, afirmaré sin trepidar, que mucha gente se acomodaba; que otra buscaba predicamento; que éstos hallaban ya algo adecuado; que aquéllos procuraban relacionarse con los Ministros extranjeros, viendo con mucho gusto en sus casas a los miembros del cuerpo diplomático. En una palabra: iban con más espontaneidad a Palermo.

Tal era la situación moral.

Es el momento en que ya no canta Bacani, cuya fama vive. Él se sobrevive. Está muy viejo. Ha educado un negro, «el negro de Bacani» lo llaman. Canta, declama. «Es el momento decía, en que llega Pestalardo y se suceden Carolina Merea, Nina Barbieri, Ida Edelvira, Zentati, Franchi, del boletero Reyrioso, con quien todos se daban»; esto desaloja a aquello, la cantora a la cómica (todos cantan: gran Dio   —240→   morir si giovane!), los entretelones, coulisses, que eran de acceso poco bien visto, dan ingreso a la flor y la nata del dandismo más o menos federal, y bajo esos auspicios se abre una nueva era (sic) de libertinaje elegante, que, caído Rozas, será completada, perfeccionada (salvo error u omisión), por los bailes de máscaras públicos en los que se codean y se tutean todas las especies confundidas...

Materialmente una que otra vieja casa era demolida, y no se hablaba sino de la que estaba construyendo, verbigracia, Pacheco o Adrogué.

Comenzaban a llegar sombreros franceses (la palabra abarca todo); ya mi madre no encargaba zapatos ingleses y franceses para ella y nosotros, por medio de Monsieur Caumartin y de Atkinson Plows68, había donde comprarlos.

Y, por último: Monsieur Southern el lujoso, mundano y popular Ministro inglés, y su grand chef Preau, el conde Walewsky y el príncipe Bentivoglio, hermano de la condesa, -que noche anoche iba a casa de Manuelita-, con otros,   —241→   como el señorial conde de Mareuil y Lord Hawden, hallaban imitadores. Me acuerdo de que Rufino Elizalde usaba plaid escocés cruzado, a la manera del secretario de la Legación de Inglaterra, su amigo, un inglesito de lo más listo que, hablando español, parecía un madrileño.

*  *  *

Tal era el momento en que Domingo Arcos caía por allí. Joven, lindo mozo, sin otro defecto que poca talla, elegante, muy jinete, tanto que yendo a Palermo saltaba todo cerco, montando a la inglesa (era como se decía) una yegua. Nadie como él cuidaba un caballo. Ítem más: floretista eximio, y por añadidura y en conclusión, tenor de voz poderosa, y cantor muy músico, no tardó en ser el niño mimado de los salones. Tal era mi confidente, que los paquetes copiaban cuanto podían; que si no me daba los mejores consejos respecto de Pepita me daba sí las mejores lecciones de cultura, así como me dio los mejores renseignements (dice más esta palabra que informaciones), cuando (con destino a París) me embarqué para Calcuta en un buque de vela pequeño, la barca americana Huma, de sólo trescientas sesenta toneladas, que puso nada menos que 96 días en llegar a su destino, después de pasar por entre las islas desiertas San Juan y Amsterdam, llevada por vientos adversos. ¡Y qué vientos! Siguiendo la ley de los contrastes, sólo eran comparables a las calmas chichas de la línea equinoccial por el Pacífico.

Las apariencias engañan. La opinión no ve sino la superficie. Mis amores con Pepita -que si se oculta el melón el olor trasciende-, se hacían cada vez más notorios con mengua de su reputación. Me mortificaba.

Las bromas me exasperaban. El gran peligro era que mi madre llegara a descubrirnos. Intervendría el jefe de Policía, Moreno, y adiós mi dinero.

Algarotti dice bien: «Poco s'intende d'Amore, qui con la sua Dona parla sempre d'Amore».

  —242→  

Era el caso mío.

Aquello no podía continuar así. ¿Qué hacer? ¡Resolvimos casarnos! La mésalliance era irreductible. ¿Qué hacer? Resolvimos fugar. ¿Adónde? Donde un sacerdote pudiera bendecir nuestra unión.

Montevideo, dijimos; pues a Montevideo.

Los unitarios me habrían explotado como una víctima más de la tiranía de mi tío. Y yo, probablemente, acosado por el hambre, habría dejado decir y hacer. La necesidad tiene cara de hereje, o es maestra en sutilizar el ingenio.

¿Qué haríamos allí?

La juventud no le tiene horror a la pobreza. Es mal de viejos. Ella haría gorras. Yo daría lecciones de francés (creía saberlo) y enseñaría a escribir.

Con mucho amor poco dinero alcanza. La felicidad está en la cabaña. Es el rancio refrán: contigo pan y cebolla. Pero ¿cómo hacer? Dinero no teníamos. Todo se encadena. El fin se contiene en el principio. Hasta en estos devaneos la fuerza centrípeta aumenta la centrífuga. Eché pelillos a la mar, y de reticencia en reticencia llegué a esta conclusión: tomarle algunas de sus alhajas a mi hermana no es robo. Pues a ello. Y busqué un bachicha ballenero. Tratamos. Me llevaría a Montevideo. Fijamos el sitio del embarco clandestino, detrás del Fuerte, paraje solitario, y la hora, palpitando al mismo diapasón de inquietudes.

Pepita estaba incesantemente al cabo de todos mis movimientos y combinaciones. Terminado el plan y resuelto a ponerlo en ejecución sin demora, el tiempo era sereno, favorable, no había que perder horas tan propicias. Le escribí. Julián Murga se encargó de entregar mi misiva.

Por el camino tuvo curiosidad. Mis aires de trovador a todo determinado lo habían intrigado. Abrió... se asustó... pero se ingenió, volvió a cerrar el billete y lo entregó. Pero una vez hecho volvió a asustarse... meditó y resolvió decirle lo que pasaba a mi tía Carlota, la que toda agitada se fue volando a ver a mi madre.

Era esta mujer de mucha disposición en todo momento.

  —243→  

-Vamos, Carlota, le dijo después de oírla, y se fueron juntas a la policía. Moreno dio inmediatamente sus órdenes. Ella y yo íbamos a poner el pie en la ballenera, lista con el patrón del trato y dos marineros, cuando la policía, un pelotón de vigilantes a caballo se presentó, rodeando el frágil bajel, casi en la playa. El amor no da baratos sus gustos.

El comisario que lo mandaba, fue breve: «Síganme ustedes...».

No había resistencia posible. Obedecimos. Nos separaron. Un rato después ella estaba en la casa de Ejercicios, yo en un calabozo (sic) de la Policía.

Allí permanecí hasta el día siguiente sin querer dejarme registrar. Querían quitarme las cartas de Pepita y su retrato (¡bárbaros!) que llevaba sobre mi corazón desolado.

*  *  *

Una vez en casa, la escena con mi madre fue dramática, patética. Quería que le diera las cartas y el retrato de mi Pepita, y que le pidiera perdón.

-Dame las cartas de esa loca -me decía.

-No es loca, mamita, está usted muy equivocada (yo no la tuteaba, ni Eduardita, Carlitos sí). ¡No es loca! Es una muchacha honrada con la que me he de casar... (Aquí una carcajada homérica de la señora con manifestaciones de cólera y amenaza de pegarme...).

-Híncate y pide perdón -repetía (y yo no, no)-. Está bien -agregó-, te doy tres días para reflexionar, y si no pides perdón, a la estancia de Gervasio. Allí, con tu padrino en el Rincón de López (mi tío tuvo varios huéspedes por el estilo, entre ellos un cierto Bartolomé Mitre que ha llegado a ser hombre eminente por la palabra, por la pluma y por la espada); allí aprenderás a ser gente...

Estaba vigilado y aislado. Los sirvientes me querían; no osaban decirme ni con la mirada: «¿Niño, quiere algo?».

  —244→  

A los dos días dormía como una piedra, lejos de las piezas donde generalmente estaba la señora, las ya conocidas porque la casa se había agrandado, haciendo dedos una, es decir, uniendo la de la esquina a la que como inquilino había ocupado largos años el señor don Juan Injuinto, comprada por mi padre a la testamentaría de mi abuela...

En medio de aquel sueño de los diez y seis años, que es siempre reparador, profundísimo, aunque estemos enfermos de amor, oigo unos gritos desaforados de ¡fuego! ¡fuego! ¡En el cuarto de Eduardita!

Me despierto sobrecogido, salto de la cama, corro, corro, abriendo puertas cerradas, llego al cuarto de mi hermana amada, y la hallo leyendo tranquilamente.

Se sorprende. Nos explicamos. No entendíamos. ¡Ay de mí! Yo entendí cuando volví a buscar el reposo que no hallé. Infausta noche. La estrategia de mi madre había sido coronada por la victoria. Las cartas de Pepita y su retrato -que como prendas preciosas ponía bajo la almohada para mayor seguridad-, habían desaparecido... ¿para siempre?

No.

Teniendo ya los cabellos blancos, mi madre me las mostró. Las vi como documentos antiguos.

A los tres días llegó el plazo fijado. La escena del perdón exigido se renovó. Estuve inflexible. Mi madre hizo como me lo había notificado: Al día siguiente galopaban en dirección al Rincón de López dos jinetes, un negro de toda la confianza de mi tío Gervasio, que había venido en comisión a Buenos Aires, llamado Cipriano, y el que suscribe.

*  *  *

Era mi tío sujeto de poca estatura, de complexión enjuta, ágil, metódico, infatigable en el trabajo, muy de a caballo, lleno de manías, como todo Rozas, y no cansarse nunca una de ellas.

  —245→  

Le habrían dado garrote vil antes de hacerle decir tengo frío, o calor, ya no puedo.

No me era permitido alejarme de las casas. Me trataba con cariño. Tenía que andar siempre con él, ora fuera al saladero, que estaba en la boca del río Salado, que pasaba por las casas de la estancia, ora a visitar los puestos o el rodeo. ¿Cuándo se irá a la loma de Góngora? (otra de sus estancias en sociedad con Atkinson Plows, sus amigos), era mi idea fija, pensando: así tendré más libertad, porque no ha de llevarme.

Procuraba ganar su confianza y su simpatía echándomela de incansable, andando sin sombrero al rayo del sol o tiritando de frío sin poncho.

Qué largo el tiempo...

Al fin se fue, dejándome recomendado a Casas, un paisano, que era una de sus predilecciones.

Pero él se fue y yo también a renglón seguido en un buen pingo malacara.

¿A dónde iba?

A cualquier parte.

Libertad, espacio mío, no trazado por otro, y nada más que eso necesitaba.

Echo por un camino; anduve al tranco, al trote, al galope, andando se llega a Roma. Con el crepúsculo vespertino llegué a un pueblito. Entré, seguí, torcí, miraba a todos lados, y dónde pasaré la noche, rumiaba, cuando en una esquina veo un grupo de personas sentadas en la vereda. Sujeto el malacara, y antes de que hubiera hallado la palabra con que me había de insinuar un hombre rubio, que no reconocí aunque muchas veces lo hubiera visto en mi casa, de cara afable, de estatura regular, el coronel del Valle, me habló así:

-Buenas tardes, amiguito, ¿no sera usted el hijo de Agustinita Rozas?

-Sí, señor, repuse alborozado.

-Pues eche pie a tierra.

  —246→  

Así lo hice, y al rato estaba ya comido, con mi cama lista, un catre en la trastienda, donde había otros tres.

Armaron una jugada. Me invitaron. Rehusé, alegando lo que era la verdad pura, no sé. Me explicaron, me tentaron, me dieron muchos, muchos granos de maíz diciéndome: Cada uno vale tantos pesos. Perdía y perdía con indiferencia pasiva. ¿Qué importa?, me decía interiormente, poseo un amuleto, jugando a la redoblona como Quiroga (era la leyenda), al fin me desquitaré. ¡Quimera! A lo mejor, y cuando después de haber perdido hasta los ojos de la cara iba a redoblar, una de las piernas, llamado Osorio, salió con esta pata de gallo: «Ya es tarde; mañana seguiremos el monte, amiguito...» (habiéndose divertido a costilla del huésped badulaque y parlero cuanto ingenuo).

Lo que pasó en mí sólo pasa cuando sacudida por una conmoción de lo hondo se descompone la máquina. Al rato dormían ellos. ¡Yo, qué dormir! Velaba atento. Oigo roncar; no hay duda, duermen profundamente. A hurtadillas como un criminal, me esquivo, salgo... desato de la estaca el malacara, le echo medio bozal, salto en pelos, ya estoy fuera del sitio, que no era patio ni corral donde estaban los caballos. Pocos momentos después ya estaba fuera del pueblito dejándolo sumido en ese silencio caótico de las horas prístinas de la creación, y sin más luz que el suave fulgor de las estrellas titilantes en el inmenso piélago sideral, caminaba a la aventura, volviendo a menudo los ojos al cielo.

Anduve y anduve, sin cruzarme con alma viviente. Llegué a un río. Pasaba una tropa de ganado. Me hicieron los troperos el favor de ponerme en el otro lado; y digo el favor, porque era el Salado que estaba crecido, y, en esto de nadar, a mi padre le sucedió lo que a mi madre con el guitarrear: no consiguió hacerme nadador. Soy, como dicen en el Litoral, porteño barriga agujereada. En compensación no me marco. Sobre el mar estoy como en mi propia casa; como, bebo, duermo cual alma sin penas.

  —247→  

Una vez del otro lado me puse a pensar que la estancia me quedaba mal. Ya era tarde. A lo hecho pecho, adelante, me dije; al primero que pase le preguntaré dónde queda Chascomús. Allí estaba mi tío Prudencio. Nadie pasó. Llegó la noche, caminaba, caminaba...

En mi desconcierto y aunque ya tuviera una idea de lo que era el mar, habiéndolo visto desde la boca del río Salado, una sabana de agua, apenas rizada por una suave brisa que algo me consolaba, me cerraba el paso, y obligándome a costearle me hacía el efecto del Océano enfurecido... era la laguna.

Tenía hambre... hace ver tantas cosas... veo unas luces en lontananza, que se movían, que se movían, todo se movía, la tierra exhalaba vapores imponderables, me estremecía. Había oído hablar de fuegos fatuos. ¿Será eso? Pero al pensarlo, un pensamiento supersticioso me heló la sangre: son almas del otro mundo, murmuré dentro de mí, y el pavor creció, creció, viendo que las almas iban y venían, que se me acercaban, que se me acercaban. Porque conturbado veía mal, no viendo que era yo el que avanzaba, no las luces.

De repente, no sé cómo, me hallé entre gente de a pie: estaba en una calle de Chascomús y era la procesión del Santo Sepulcro. Volví en mí. Pregunté. Me fui a casa de mi tío. Etelvina y mis primas, todos me recibieron muy bien. No sólo conocía a Corina y a Basilia. A las otras de nombre. A Etelvina poco. Sacaron mi vientre de mal año y me hicieron alojar en un almacén de enfrente.

Mi tío, con cara de pocos amigos, me interrogó. Contesté zurdamente. Disimuló. Lo vi hablar con Etelvina y con las muchachas, y la cara que ponía no era de buen agüero. No concordaba lo que a ellas les había dicho con lo que a él le acababa de explicar.

Me llamó, y con poco gasto retórico me endilgó el portante. Tuve que irme y me fui llevando la imagen de una de mis primas, que todavía andaba de calzón corto, una de   —248→   grandes ojos negros, sustitución de Pepita, en la que con tantas andazas ya no pensaba.

Cuán cierto es y sera: loin de l'oeil, loin du coeur69.

*  *  *

Llegué al Rincón de López. Mi tío no estaba. De mi desaparición no le habían mandado lenguas.

Supe que tardaría en regresar; resolví volver a Chascomús. Mas esta vez me fue peor que antes. Tuvieron Etelvina y mis primas que esconderme. Mi tío sabía ya todo lo de Pepita.

Y no había que hacer sino lo que hice: irme con la música a otra parte.

Mi tío volvió.

Nada supo.

Me llevó a Buenos Aires.

Mi madre, vistos sus buenos informes, resolvió que me quedara. Con mi hermana hablé de la prima. Le pinté mi pasión. «Me alegro -me dijo-, porque la francesita no era lo que creías». La defendí. Viéndola atacada, me sentí todavía ligado a ella.

«Pero si se acaba de casar...». Fue aquello un rayo. Quise verla. Hice un escándalo. Mi madre me mandó a San Nicolás de los Arroyos.

Cardozo, un oficial lleno de pecas, de pelo colorado, era el que me llevaba... prisionero.

  —249→  

La señora le había dicho: «Tenga cuidado con este niño, no le dé confianza, no converse con él».

Íbamos por la posta, ¡por aquellas postas! A toda pregunta mía, la más inocente, como: ¿falta mucho para llegar a Giles? Cardozo contestaba con unas coplas, cuya música me acompañará, hasta chocheando, más allá todavía: «Reñir, reñir, hacer las paces; volver a reñir luego; y no encontrar sosiego; hasta querer mejor; eso es y siempre ha sido lo que se llama amor».

Y luego después de una pausa: «A la risa y al baile, muchachos, sin decir agua va viene amor».

No diré como Espronceda: ¡Pobre Teresa! (léase Pepita), ¡al recordarte siento un dolor tan intenso!

Pero sí diré, y es el único mérito de esta historia -hasta aquí-, que su pureza no le valió.

La madre le dijo que tenía que casarse; que estaba deshonrada; que ella le tenía marido. Pepita protestó, juró, juro en vano, no fue creída.

La casaron con el marmiton o pinche del chef de Mr. Southern. Hizo fortuna, muy buena fortuna; fueron como vulgarmente se dice, felices.

*  *  *

Una vez en San Nicolás, mi padre me echó un sermón, corto, expresivo, paternal; me dijo que ya era un hombre, que era menester tener juicio, trabajar, que él me habilitaría, que me reconciliara con Dios, confesándome, como lo hice con el párroco don Juan Páez, el cual halló mi alma con poca escoria de impurezas; y tengo la convicción de que, sin violar los deberes de su ministerio sagrado, debió decirle al autor de mis días: «Señor general, el joven es bueno».

Porque a los pocos días ya comenzaron las conversaciones sobre el saladero en Ramallo, que era la habilitación en perspectiva, tardando poco en pasar del dicho al hecho.

Con mi hermana nos escribíamos.

Yo le hablaba de mi prima de Chascomús, la de los   —250→   grandes ojos negros; ella no la conocía, la soñaba, y con sus idealidades alimentaba un fuego que ardió y ardió tanto, que con esa prima subí la primera vez al altar donde se jura eterna fe. Sin Pepita, limpia en realidad; pero ante la conciencia de la madre y el juicio superficial y temerario de la opinión, deshonrada, todo el curso de mi vida toma otro sesgo. Desde luego no voy a San Nicolás, ni me embarcan para un viaje que hasta ahora sé, de un modo evidente, positivo, incontestable como que ceterior no es ulterior o el contenido menor que el continente, ¿por qué me lo hicieron hacer?...

Fue un acontecimiento social.

Muchas personas me acompañaron hasta la carreta que debía atracarme a la ballenera inevitable, estando el barco en la rada. Entre ellas algunas formales, como el señor don Francisco Casiano Belaustegui, que chemin faisant me daba sus consejos...

Al decirme «Adiós, hijito, buen viaje», lo vi llorar. Yo estaba como alelado. Llevaba en el fondo de un baúl mil patacones mejicanos, todos mejicanos, que se eligieron por recomendación del capitán de la misma barca; tenían gran premio en la India. Me parecían un mundo. Iban en chorizos de a cien.

¡Pobre Julián, pobre Domingo Murga! Los dos con Alejandro Baldez, me ayudaron a acomodarlos.

En Calcuta recibiría de Londres carta de crédito. Las recibí. Y fue suerte, porque los mil no tardaron mucho en volar.

Al escribir estos últimos renglones confieso que me enternezco.

*  *  *

L'inflexion des voix qui se sont tues...

No.

Sí, habla uno con los muertos. Hablo con mi madre y me mira y me dice: «Tanto trabajo que me diste, y durante tan largo viaje no te acordaste una sola vez siquiera   —251→   de la guitarra, que tan bien te había acomodado con algodón y papel de seda en su caja para que no se estropeara».

Buenos Aires se pierde de vista, lo veo todavía, se esfuma, desaparece, estoy rodeado de la más afligente de las soledades, la moral navegando. De este viaje sin más impresiones que las del océano en calma o agitado, con horizonte limpio o sucio y firmamento sombrío o rutilante, tengo dos enseñanzas: mi incapacidad para versificar (intenté hacer algunas estrofas, nada tan prosaico y ramplón), y que la mímica puede reemplazar la palabra, puesto que sabiendo sólo una que otra del inglés lo hacía reír, al capitán, a veces a carcajadas, traduciéndole pasajes del Quijote, en su lengua; de lo cual se deduce que eran mis gestos expresivos, y ni por asomo la frase, los que lo divertían, hasta provocar su hilaridad, y que Cicerón decía bien cuando hablaba del quasi sermo corporis, más eficaz en todo caso que las erres, y las ies «tan largas», que lo hicieron desconfiar a don Estanislao López.

Los que se quedan comentan.

Los hechos son lo que son y otra cosa no pueden ser. Pues casi la universalidad de los estantes y habitantes creía lo contrario de lo que era. Pero mi confesor sabía: que Pepita estaba pura, y yo y uno que otro que computaba fechas teníamos la conciencia de que no era por ella que me alejaban...

Lo repito, suprimamos con la imaginación a Pepita: no hay tentativa de escapada a Montevideo; ni casa de Ejercicios para ella; ni destierro al Rincón de López para mí; ni casamiento de ella con el candidato de la madre, que la creía «deshonrada»; ni excursión reiterada mía con tan mal éxito a Chascomús, donde dejo unos ojos negros por los que olvidando los de aquella suspiraré; ¡ni soy saladerista! En una palabra, todo mi destino se encauza en otros canales: No me caso con mi prima hermana Catalina Rozas; a no ser que se pretenda el absurdo de que no hay causas eficientes,   —252→   que los efectos no se encadenan y que todo, todo es obra de la casualidad.

Mas todavía, si nunca jamás, ¡nunca jamás! por si dicen demasiado los dos adverbios, diré solamente: si en ningún tiempo anterior a estos sucesos hubiera estado en San Nicolás de los Arroyos, hay mil probabilidades contra una de que la mujer que es ahora mi segunda esposa no lo sería. La entidad poética que está en la penumbra del cuadro, suprimido aquel detalle, desaparece. Es extraordinario. No es para esta parte. Pero puede demostrarse. Si en el mundo espiritual los fenómenos no son como las sensaciones del frío y del calor, no habiendo que quebrarse mucho la cabeza para determinar por qué se experimentan, no significa esto que esos fenómenos no puedan ser aclarados dada su índole humana.

*  *  *

Tengo de San Nicolás de los Arroyos tan gratos recuerdos, en un sentido, que sería ingratitud, sinónimo de olvido, no mencionar siquiera el nombre de algunas familias de allí, familias de posición y condición diversas, que casi todas fueron buenas conmigo.

Pombo, Somoza (éste es pariente lejano mío por la línea materna), Cernadas, Contreras, Hernández, López, Olmos, todos ellos ligados por casamientos.

Los Llobet. El jefe de esta rama era el señor don Francisco, casado con una La Sota. Se enlazaron con los Bengolea, familia de Córdoba, emigrada, y con los López. Estos eran Juan y Casiano. Luis Llobet se casó con Petrona López, Andrés con Manuelita, Pedrito con Jovita Millán. Benedicta Llobet se casó con Pedro Bengolea.

Los que saben muchas cosas falsas decían que mi viaje a la India fue para evitar que hiciera lo que Pedro Bengolea. Santiago Bengolea se casó con Juanita Llobet. Mi padre fue el padrino.

Continúo con la familia Basaldúa, muy antigua y numerosa: una Basaldúa casó con un Granel. Los Ollero eran   —253→   sobrinos de los Benítez. Sigo: Ruiz, muy antiguos. Bravo, dos de ellos estuvieron en Obligado y justificaron su nombre. El acreditado rematador y distinguido caballero don Ramón R. Bravo, de ahí viene. Linares, estanciero casó con una López, creo, cuñada de Andrés Llobet. Los Acevedo, tan numerosos, una casó con un Pareja, que murió en Caseros.

Otra era casada con don Felipe Botet (Juez de Paz en mi tiempo). Su padre vivía frente a Santo Domingo; uno de mis caminitos preferidos en la infancia. Por ahí, entre otras casas, había para mí dos con mucha atracción: la de Misia Pastora Senillosa, donde los buenos dulces abundaban, y la del señor don Carlos Huergo, a quien mi padre mucho quería, ponderando siempre su talento genial, y cuya esposa, linda señora, me acogía siempre riente; lo mismo que la señora del doctor don Lorenzo Torres, tan íntima de mi tía Rosalía Elía y de mi madre, más de aquélla.

Los Benegas vivían en la plaza. Rodríguez, creo que queda uno, vejancón.

Márquez, Jiménez, Simonnet, Silva, Molina, Lozano, Tisera, Aldao, Alcaraz, García, Salinas, Dorr (era casado con una Muñoz, una Julia Dorr se casó con un Berdier del barrio de San Francisco, que fue el almácigo).

Gómez, estanciero por las «Hermanas». Aguirre era chileno, la esposa una González. Redemil; Muñoz casó con una Redemil. Carranza, eran parientes del eminente doctor don Dalmacio Vélez Sársfield. Rojo, casado con una Carranza, fue secretario de mi padre; dos de sus hijas viven en París, muy estimadas en el círculo Argentino. Alurralde, eran estos parientes de los Ledesma de Tucumán. Núñez, médico. Ramón A. Carvajal casó con una de La Sota.

Ha vivido y es un ochentón, o por ahí va el hilo, lleno de bríos. Chousiño era un español. Casó con una joven que se llamaba Melchora, alta, morenita, graciosa.

Vázquez estaba enlazado en la familia de Acevedo, y tenía una hijita muy mona.

Otro, Segovia, era casado con una señora Juana Alcaraz.

  —254→  

Las Oteiza -mi padre vivía en finca de su propiedad, que hizo desembargar-, me parece, en una esquina de la plaza. Eran varias, bonitas, una de ellas casó con Mr. Plows.

Méndez, casado con una hija de don Rafael González, nieta del general don Guillermo Pinto. Una muy vieja familia, la de Navarro, que vivía frente a la iglesia, vio su casa destruida por la «explosión de la pólvora» que las autoridades imprudentemente habían almacenado en el sótano. Guiñazú, era escribano.

Los coroneles Garretón y Melián, con sus respectivas familias, vivían también en este pueblo, que era un verdadero centro social. Creo que una hija única del coronel Melián, muy camarada de mi padre desde la guerra de la Independencia, casó con un Rocha.

Benigna Garretón fue casada y tuvo varios hijos con Adolfo Silva, oriental, de esos que la política echó a Buenos Aires con otros ya mencionados; por cierto que al hacerlo olvidé a los Anavitarte, y no debió ser así, porque uno de ellos, uno grandote, me daba en la escuela de Sánchez tales trompadas, que no sé cómo no conservo todavía los moretones. La familia de Silva, toda ella gente en extremo bondadosa, estuvo temporalmente avecindada en San Nicolás.

En cuanto a la familia Torromé, emparentada con los Llobet, siendo ahora la mía, con ella cierro estas breves referencias, incorrectas en algo, bien puede ser, que los años y los años no pasan sin hacer sentir cuán fácil es olvidar.

El San Nicolás de ahora debe ser muy distinto del de entonces, del mío.

Y ha de ser curioso sacar en limpio qué queda allí de lo pasado; qué lo ha substituido socialmente, en medio de este entrevero de nombres y apellidos, entrevero que a veces confunde las berzas con los capachos.

Sea lo que fuere. He aquí algo referente a un pariente avant la lettre. Felipe Aliberti se llamaba.

Era italiano, barquero y prototipo de buen colono, pues   —255→   tuvo veintiún (21) hijos, como Dios manda, con una parienta de mi actual suegro don Francisco Torromé.

Aliberti era entusiasta federal.

¿Y por qué no lo había de ser?

Garibaldi, ¿no fue enemigo de Rozas?

Contribuyó así Aliberti con varios de sus barquichuelos a formar la cadena con que en la vuelta de Obligado se intentó obstruir el paso de las escuadras anglo-francesas el 20 de noviembre de 1845.

Y a esa contribución agregó su persona combatiendo. Cuando un italiano se da, se da todo entero.

En lo más recio de la batalla, mi padre le preguntó. «Che, Aliberti, ¿qué es eso que echan al agua de aquel barco?».

Y Aliberti, tomando el anteojo y observando un instante, repuso: ¡Son corpos, usía!».

¿Qué queda de todo esto?

¿En qué molde nuevo se han fundido los residuos?

¿En qué dirección han desparramado los vientos de la fortuna lo que fue?

¿Qué frutos ha dado aquella semilla?

«Nuestra vida es hecha de sucesiones, de divisiones, de partes y de partículas». Confucio exclamaba: «¿Cómo ocultar un hombre, cómo ocultar un hombre?».

Lo que digo de San Nicolás de los Arroyos lo digo igualmente de otros centros, semilleros transformados, a punto que me suelo preguntar: ¿Qué se haría Eusebio Villar, ayudante de mi padre, cuyo recuerdo amable es uno de los más gratos que tengo de mi niñez?

Si Confucio renaciera, vería que sí se puede ocultar un hombre; que lo que no se puede ocultar son sus productos, ni extinguirlos. Por ahí andan los de aquellas modestas aldeas.

La marca incesante de la evolución ha arrastrado los   —256→   cuerpos, pero no ha aniquilado los estambres morales; las almas están en sus sucesores.

En esa nomenclatura de vecinos hay más de lo que a primera vista dicen los nombres italianizados, afrancesados, alemanizados...

La sociología argentina espera su hombre.

¿Vendrá?

Sí, vendrá.

Y se hará ver y hará ver, y la luz de la plaza pública probará el valor de la obra, como decía Miguel Ángel dirigiéndose al joven artista tan preocupado de la de su estudio.

La historia es así uno de los más arduos y complicados problemas que la filosofía suele plantearle al criterio concienzudo del hombre investigador. Y he aquí por qué «no es uno historiador por haber escrito historias».

*  *  *

La crítica no es una ciencia exacta, en tanto que el arte es la expresión de las emociones del artista, objetivas o subjetivas.

Dos pintores no ven el paisaje, ni los movimientos de un caballo o de un toro del mismo modo. La óptica ha hecho constar el fenómeno de personas que ven lo rojo negro, rojo o verde y viceversa.

Estoy a su merced.

«Paisaje» acabo de decir. No empleo la palabra únicamente en su acepción material. Me refiero también al «paisaje interior».

A ese paisaje en el que la imaginación errante, al remover impresiones diversas, que yacían en el estado de cosas inactivas, semimuertas, crea, fantaseando, imágenes vaporosas perceptibles cuyo color y forma tomamos.

He querido escribir la vida de un niño, comentando lo indispensable, tratando de ser lo menos difuso posible al perfilar situaciones de familia, sociales, personales, a fin   —257→   de no fatigar la atención del lector; esforzándome por último en vivificar el gran cuadro pintoresco, animado, siempre interesante, del país que fue en otra edad, la Patria amada; que me ha hecho lo que soy; todo lo cual debe servirme de índice y guía, de canevás o triangulación para un trabajo futuro.

¿Lo habré conseguido?

¿No habré mirado algunas veces los cuadros con el anteojo al revés, acercando o retirando demasiado, otras, los lentes del observador?

Las opiniones serán lo de siempre: concordantes o discordantes.

Éste es posible que diga: ¡Qué libro tan tonto!

Contra esto no hay defensa ni réplica. El que tiene sueño se duerme.

¿A qué preguntarle por qué?

Otro dirá: Es una pepitoria, un libro loco.

Esto sí puede defenderse con Pascal: «Los hombres son tan necesariamente locos, que sería ser loco por otro giro de locura no ser loco»70.

Finalmente, los que tienen «la terrible ventaja de no haber hecho nada», es posible que digan: si esto se llama libro, yo podría hacer otro igual todos los años (y por qué no, y hasta uno por mes y mejor). Pero observo anticipadamente por vía de explicación justificativa, que está en la naturaleza del hombre cooperar: «Que su deseo es comunicarse y que lo que tiene que decir le hace peso en el corazón hasta que por fin lo da a luz». Cuando el pobre Paul Verlaine, el místico enfermizo, que por vez postrera comió a manteles en mi mesa, exclamaba:

Ah! si je bois, c'est pour me soûler, non pour boire!

Escrito el verso, no hay contumelia en estos lamentos, hecha la confidencia, se sentía positivamente aliviado, ¡padecía   —258→   tanto! pensando que no faltarían almas caritativas que de su suerte negra se compadecieran. Simpatía es consuelo. Por otra parte, vivimos hablando. Hasta es industria. Y es así cómo se comprende la inundación periódica de futilidades, verdadera marea literaria en cierto sentido, que en otro ya sabemos en lo que consiste: el hombre moderno tiene que optar entre la ciencia y la información. Aquélla no está al alcance de todos, sino en lo que se refiere a sus efectos y a sus beneficios. Ésta es un llamamiento permanente a la curiosidad, a veces a la ignorancia y a la estupidez en lucha permanente con el sentido común, mediante proveedores prácticos que saben que las gentes no viven en éxtasis, ni arrastradas por arrebatos poéticos, sino pidiéndole al sol y a la luna noticias, novedades, sensaciones, escándalo, un delito, un crimen, cualquier cosa que no sea soporífera.

Cae de su peso que no he intentado nada de eso, aunque bien pudiera haber incurrido en lo que nos hace cerrar los párpados escapándose el libro de las manos.

¿Qué más?

A los que me quieren, ¡salud y alegría!

Y a los que no me quieren también, y a todos mis lectores, ídem, ídem.

La continuación, post mortem.

París, 7 marzo 1904.