Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —57→  

ArribaMis memorias

Infancia - Adolescencia


  —59→  

ACORDARSE ES REVIVIR...

ENTRO en materia estampando una banalidad: que el ruido llama la atención, que es como el fuego, como el humo. De ahí que la posteridad les exija sus impresiones, a los hombres que han vivido con cierto brillo, con algún viso, sobresaliendo, en todo caso, por algunos rasgos geniales, característicos.

Hay en ello curiosidad, la insaciable curiosidad de saber algo más de lo que se ha dicho o escrito, el placer de oír nuevas confidencias, el gusto picante de las indiscreciones, la expectativa de que la leyenda se convierta en historia o de que ésta sea rectificada, haciendo ver mejor la trama de los sucesos y el estado de las cosas morales y materiales en horas determinadas.

En una palabra: se espera sacar algún provecho de los errores, de la experiencia ajena, con la esperanza de acumular lecciones útiles al capital intangible de lo que día a día vamos observando, aprendiendo, sin nunca jamás arribar a consolidarlo del todo en ningún orden de ideas.

El progreso es indefinido e indefinible. Cada civilización tiene sus teorías. La verdad de hoy no es la de mañana. Sólo la obra de Dios es completa, y eternas son sólo las verdades que en ella se contienen con este fin: que a medida que las vamos descubriendo y penetrando, vayamos también midiendo nuestra pequeñez y nuestro orgullo vano.

  —60→  

A esos hombres, la voz de los contemporáneos les dice:

«¿Por qué no escribe usted sus Memorias?».

La interrogación es más fácil que la respuesta, y la tentación está inflada de presunción, siendo casi irresistible.

La dificultad estriba en que en ese «por qué» hay un escollo: el de las confesiones. Y la inflación consiste en que la satisfacción de sí mismo no le permite -a este y aquel personaje-, ver anticipadamente que su epitafio tendrá que reducirse a un dístico por el estilo del tan sabido:


Aquí fray Diego reposa
sin haber hecho otra cosa.

Con contadas excepciones, todos creemos haber hecho, visto o sabido algo más o menos interesante que no debe pasar como pasan las sombras fugitivas.

Diciéndole yo una vez al señor don Domingo de Oro, que hablaba con singular encanto, sin ser orador (jamás estuvo en un Parlamento), que se había mezclado y rozado con hombres eminentes de todos los colores y matices; actor y espectador a la vez, que había oído, visto y sabido muchísimo entre telones; que había sido secretario íntimo de Mansilla, mi padre, y de don Estanislao López, el caudillo santafecino; amigo de los tipos más opuestos, de Sarmiento, de Tejedor, de Mitre, de Zubiría; emigrado y enemigo de Rozas, sin serlo de su familia -al contrario-, lo mismo que lo era de Alvear, o mejor dicho, teniendo por él antipatía; diciéndole yo un día, repito, a aquel hombre complejo, que era un escéptico a lo Montaigne, lleno de idealidades, mezcla rara de elementos morales, amables y adustos, tolerante e intransigente:

-¿Por qué no escribe usted sus memorias, señor don Domingo?

Me contestó con su expresión significativa tan personal, solemne, sin afectación por el gesto y la voz:

  —61→  

-Señor don Lucio, he visto tanta inmundicia, que... ¿para qué legarle más mier... a la historia?...37.

Víctor Hugo escribía en ese momento:


Les pieds tragiques de nos pères,
Dans l'âpre fange du passé.

*  *  *

Hablando de Oro, las anécdotas se sugieren unas a las otras.

Aquí va una para empezar.

Era en el Paraná, allá por 1822.

Habla el gobernador Mansilla:

-Oro, ¿quiere que salgamos a dar un paseíto a caballo?

-Gracias...

-¡Vamos, hombre!

-No, prefiero quedarme aquí.

-Se va a aburrir mucho.

-¡Eh!, menos quizá que yendo con usted que todo se lo habla a la ida y a la vuelta, como estos últimos días...

-¡Ah!, era eso...

-Naturalmente, yo también tengo lengua.

-Bueno, vea, hagamos un trato entonces.

-¿Cuál?

-A la ida llevaré yo la palabra y a la vuelta la tendrá usted.

-Así sí, acepto; vamos.

Y partieron... y las cosas pasaron así, y así siguieron unos días, hasta que una tarde, en el lugar donde, poco más o menos, mi padre decía: «Regresemos», se hallaba una escolta con caballos de muda.

-Y qué, ¿vamos a seguir?

-A la ida llevo yo la palabra.

Oro se mordió los labios...

Tres días y tres noches transcurrieron hasta llegar al   —62→   Arroyo de la China (ahora Concepción del Uruguay); después de algunas horas de descanso allí, en mejores camas que las del camino, de algunas visitas oficiales y otras yerbas, mi padre mandó ensillar y, al poner el pie en el estribo, exclamó:

-Lo dicho, dicho; y ahora, amigo, tiene usted la palabra hasta el Paraná...

*  *  *

Pero volviendo al punto de partida, tengo que apresurarme a decir, cediendo como cedo a la tentación ahora que el turno me toca a mí, comprendo mejor el dicho naturalista del señor don Domingo, y mejor me explico también estas palabras de Montesquieu:

«Si supiera alguna cosa que siéndome útil a mí le fuese perjudicial a mi familia, la apartaría de mi espíritu.

Si supiera alguna cosa que siendo útil a mi familia fuese perjudicial a mi patria, procuraría olvidarla. Si supiese alguna cosa útil a mi patria, pero perjudicial a la Europa y al género humano, la miraría como un crimen».

Y bien, qué haré yo cuando llegue el momento (porque si sigo, llegará) en que el niño se ha hecho joven, y el joven, hombre, y se me presente la imagen más o menos confusa de algunas escenas o cuadros, o me obsedie el vago recuerdo de reminiscencias incoherentes, de frases explicativas de ciertos sucesos, de actos, todo ello descifrado después, mucho después, cuando formada la razón nos decimos: ¡ah!, aquello significaba esto... ¿qué haré, repito, entonces?

¿Callaré?

¿Tendré el valor de decir lo que he visto bien unas veces, otras como al través de tules, lo que he sabido más o menos vagamente o a no dejar duda?

¿O procuraré olvidarlo, por alguna de las razones aducidas por Montesquieu?

No lo sé.

  —63→  

La idea que tengo, a la hora de ésta, no es prescindir de toda traba decente, de todo escrúpulo a lo J. J. Rousseau.

¡Hay tanto en él que no es sino cinismo!

*  *  *

Estoy pensando como la generalidad en el momento de aprestarse al combate, cuando por primera vez se va a tomar el olor de la pólvora y a oír silbar38 las balas que matan: tengo miedo de tener miedo; no lo tendré.

Pero pensar es una cosa y hacer lo pensado dominando los nervios por la voluntad -resorte soberano-, es otra; y cosa muy distinta. Hay situaciones, circunstancias que se describen, que se explican, con tal arte que, el que no vio, está viendo.

Ese arte magnético que establece una corriente de emociones entre el que escribe, el que pinta, el que esculpe y el que lee, no lo poseo yo.

Por otra parte la palabra es un signo imperfecto. «El alma es incomunicable. Hasta en el éxtasis de las embriagueces somos dos, siempre dos».

Producir en los sentidos, en el corazón, en el espíritu la impresión de un dolor, de un placer, no es la sensación fisiológica honda o la vibración psicológica arrobadora misma, del gusto percibido, de la tortura sufrida.

Tengo, pues, que apelar a la sensibilidad exquisita del lector, en esta crisis mental, que de otra cosa no sufro, pensando ya que la hora de los conflictos confidenciales espinosos llegará.

¿Me entenderán, se darán cuenta cabal de lo que estoy manifestando los que, en mi situación o situación parecida, se hayan encontrado o se encontraren, por haberse colocado en ella voluntariamente?

  —64→  

¡Callar, hablar! Es el eterno to be or not to be, en otro sentido.

En el caso de hablar, ¿para qué escribir cosas truncas? Y en la hipótesis de no transigir con ninguna coacción, ¿qué utilidad le resultará de ello al lector?

Pienso aquí en el dicho del señor Oro.

Otra consideración de no poco momento: ¿me creerán?

¿No dirán: este hombre está trufando?

¿Para qué hablar de la caridad cristiana, que nos manda imperativamente respetar a los muertos?

Confieso que me siento perplejo, casi tentado de tirar la pluma...

Me limitaré, entonces, en los aprietos que serán mayores cuando lleguemos a esa edad, que no es la dulce edad inconsciente del niño, a las insinuaciones fluidas, a los à peu près.

El que sea capaz de reconstruir reconstruirá la situación, el hecho tal cual fue, a la manera que Cuvier, con un molar, reconstruía un megaterio, guiado, como sus sucesores, por la uniformidad de las leyes naturales; o como los arqueólogos que, de indicio en indicio, poco a poco, pedacito por pedacito, haciendo un trabajo de hormigas, restauran y reconstruyen preciosos mosaicos triturados, monumentos, ciudades enteras que yacían sepultadas bajo el polvo o la lava amontonados por los estremecimientos del planeta que habitamos.

Iré así meditando a medida que vaya evocando mis recuerdos y escribiendo.

Lentamente iré así madurando el criterio de lo que crea que no debo omitir.

Es mi intención (que cambiará o no), desarticularme en tres secciones. Ésta, que van ustedes leyendo. Una segunda, que aparecerá después de mis días. Otra tercera, que mi legatario verá cuándo debe salir a luz. A él lo haré juez.

Podrá hasta hacer con los manuscritos un auto de fe. A mí puede parecerme que no doy un mal ejemplo, y   —65→   conviene tener presente que «hay malos ejemplos que son peores que crímenes».

Según se ve, antes de entrar a lo hondo habrá que vivir y esperar...

Tengo la esperanza de ser creído al afirmar, como lo hago, que no me propongo descorrer el velo de inauditos misterios esotéricos; ¡son tan pocas las cosas humanas secretas!

Las al más se creen impenetrables y son, como el alabastro, casi transparentes.

Hay también un rayo X para ver en la obscuridad de sus curvilíneas.

Tengo también una pretensión, modesta pretensión, que confío será coronada de algún éxito. Consiste en ayudar a que no perezca del todo la tradición nacional.

Se transforma tanto nuestra tierra Argentina, que tanto cambia su fisonomía moral y su figura física, como el aspecto de sus vastas comarcas en todas direcciones.

El gaucho simbólico se va, el desierto se va, la aldea desaparece, la locomotora silba en vez de la carreta; en una palabra, nos cambian la lengua, que se pudre, como diría Bermúdez de Castro, el país.

¿Quiénes?

Todos los que pagamos tributo a lo que se llama «el progreso». ¡Es un pasmo!

Sin querer olvidar se olvida, lo mismo que no siempre se olvida cuando se quiere.

No digo, pues, que todo detalle tenga importancia. Creo, sí, que con los detalles sucede lo que con los monetarios, en los que hay medallas de valor intrínseco y de poco valor; lo cual no significa que todas ellas no tengan su mérito real. Hasta las falsas sirven para investigar la verdad; ni más ni menos que los falsos derroteros, corregidos   —66→   por la casualidad, suelen conducir a la mina, al puerto deseado.

Quería decir esto: los que ahora viven y que no vieron, porque no eran todavía de este mundo, estoy seguro que con más gusto verían el viejo fuerte colonial que la actual casa Rosada, y si no con más gusto, con mucho gusto, aunque de otra clase.

Las sombras de los que fueron nos interesan más que el movimiento cinematográfico de lo que es.

Y, por idénticas razones, los venideros verán con más gusto también que nosotros, a nuestros contemporáneos; contemporáneos, que nosotros no podemos sufrir o que no nos interesan, que no nos cautivan en ningún sentido.

¿Para qué hablar de los que son prestigio? Ésos no mueren. La humanidad se los disputa. Y, sin embargo, también nos place saber si tenían una verruga en la nariz o un lunar en la mejilla; auscultarlos por dentro, analizarlos por fuera; saber cómo pensaban, cómo sentían; verlos como hombres y como actores, cuidado que suelen no tener los historiadores, mostrándonos solamente las fases épicas o las exterioridades y los relieves, como si la pompa de un Luis XIV, verbigracia, fuera todo el hombre. Él, como otros, en camisa, delante del espejo, acicalándose, estudiando gestos y actitudes, es también un espectáculo que falta ver para poder decir: era así.

A Thackeray le preocupaba mucho saber de qué color eran los calzones de Washington.

*  *  *

Me esforzaré, como consecuencia de algo que he dicho más arriba, en filosofar lo menos posible sobre mis referencias.

O lo que tanto vale: dejaré los comentarios para que los haga el perspicuo lector.

La razón es obvia. De lo que principalmente va a tratarse, según se irá viendo a medida que avancemos al través   —67→   del laberinto mnemónico, no es de lo que yo he pensado, sino de lo que ha pasado bajo el dominio de mis sentidos, como regla general, a la que habrá que agregar lo que me han contado.

Así es cómo, cual hilo de Ariadna en el Laberinto, hemos de tener, en ciertos casos, sino toda la explicación de algunos fenómenos atávicos, el tenue vínculo que liga a los que ya se han ido con los que no se han ido todavía, o sea la clave, por medio de éstos, de algunas peculiaridades de aquéllos.

De idéntica manera hemos de ver mejor cómo venimos evolucionando, si no estamos ciegos respecto de lo que fueron nuestra vida interior, nuestros usos y costumbres pasados; y así, los que emprendan la obra explicativa de nuestro desarrollo material, intelectual y moral, tendrán puntos de partida precisos para determinar, como profetizando, digamos, el destino de la patria. Es decir, señalando los escollos que se han de evitar para adquirir la grandeza que asegure su preponderancia en el internacional concierto; esa grandeza que a las naciones les da la eternidad de la historia.

Obra tan considerable estudiará, naturalmente, los últimos cincuenta años, y es claro, el estado actual en todos sentidos: vida individual, de familia y social; instituciones políticas; actividad agrícola, pastoral, industrial y fabril; movimiento mental; todo, en fin, lo que constituye la vida esencial, intensa de un pueblo, desentrañando de ello su alma, sus aspiraciones colectivas, el temple de su fibra, sus nobles ambiciones en la humanidad, para luego señalarle el camino del porvenir, lo repito en otra forma, si los estadistas se inspiran en un espíritu de justicia verdadera, evitan los conflictos económicos, que tanto perturban a la vieja Europa y no desatienden la etnología nativa, las condiciones (virtudes y defectos) de las diversas razas que se han fundido y siguen fundiéndose en el crisol nacional.

Un libro por el estilo sería leído con mucho interés en todas partes, particularmente en la América del Sur. Servirá,   —68→   no lo dudo, de grandísima enseñanza en unos pueblos donde, por desgracia, se piensa aún poco por cuenta propia, y los escritores derrochan su talento vigoroso imitando a los pensadores extraños, con lo que falsean una civilización peculiar, en vez de contribuir a extenderla y perfeccionarla en armonía con su historia, su idiosincrasia, su estado concreto, sus aspiraciones y tendencias hacia ciertos fines más o menos acentuados.

Parafraseando a Macaulay en su crítica sobre Dumont, Recuerdos de Mirabeau, no diré: «he aquí un libro muy instructivo y muy divertido», sino: «pero suponiendo que no sea divertido, ni instructivo», siempre resultará un libro sincero, casi infantil, en un sentido si se quiere (los extremos se tocan), y en el que si la verdad no brilla del todo resplandeciente, siendo turbias las perspectivas escénicas, habrá que atribuirlo unas veces a deficiencias del pincel, otras a que las reminiscencias se esfuman con la edad, algunas a los eufemismos inevitables; finalmente a las supresiones calculadas, para no pecar de imprudencia fraseológica.

Tenía mi padre un viejo sirviente, Gregorio, del que he hablado extensamente en una de mis Causeries, llamándolo, como en la familia, «Goyito». Medio siglo o más estuvo al servicio de aquél. Era cordobés y fiel. Había sido postillón cuando lo fusilaron a Liniers. Conocía la vida y milagros de su patrón. Lo amaba. Pero no consentía que en sus referencias alterara la verdad en el más mínimo detalle, como a veces solía acontecer por respetos propios y ajenos. En el acto me llamaba, y más o menos se expresaba así: «Viejo mentiroso, ¿por qué no dice las cosas como son?, que estaba durmiendo en una hamaca cuando oyó los primeros tiros de los negros sublevados; en una cama camera para tres estaba... lo demás es cierto».

Se refería a un hecho que tuvo lugar en Goya. Cuando en mi juventud estuve allí, las principales personas, ya muy entradas en años, lo recordaban.

Mi padre contuvo con gran intrepidez a los negros de un batallón que se había amotinado por falta de paga. Era   —69→   esto allá por los tiempos de Artigas, ya derrotado en las Tunas. Refugiado el caudillo oriental en el Paraguay, donde murió, mi padre fue gobernador provisorio de Corrientes, como se sabe.

Seré yo entonces mi propio Rubicón para contenerme, cohibirme o imponerme absoluto silencio, según los casos, pese a la estricta exactitud histórica, cuando mi Goyito interno me diga: «si habla, hable claro y no altere tanto».

*  *  *

Tomando otra vez el hilo que hace poco dejé, y no sea que se me olvide, diré: que si la casa solariega de la calle Potosí, de que pronto hablaremos, fue notable por eso y porque tenía aljibe; la otra, donde sus propietarios pasaron a mejor vida, lo fue por esto, y por otros diversos motivos, y aunque sólo tuviera pozo de balde.

Esto del «aljibe» que no parezca nota baladí. Las fincas que lo tenían eran contadas, indicantes de alta prosapia o de gente que tenía el riñón cubierto; daban notoriedad en el barrio, prestigio; y si por la hilacha se saca la madeja, tal o cual vecino pasaba por grosero por los muchos baldes de agua fresca que pedía; y tal o cual propietario por tacaño, porque sólo a ciertas horas no estaba con llave el candado de la tapa del precioso recipiente.

Dicha casa solariega la heredó mi tía María Ortiz de Rozas de Baldez. Después, su hijo segundo. Tristán María, el primogénito, murió prematuramente. Aquél, Alejandro, la transformó en gran edificio lujoso de altos. Más le valiera no haberlo hecho.

La otra casa, la que sólo tenía pozo, la heredó mi prima Carolina Bond (de Terrero, por su enlace con Antonio), la cual era hija de mi tía Manuela Ortiz de Rozas. Fue casada ésta con un médico norteamericano, hombre de excepcional hermosura y de mucha distinción. Él y ella, como casi la totalidad de su prole, murieron tísicos. Decían que él le había pegado el mal a ella.

  —70→  

En esta parte no se realizaron, ni en otras, los fines amorosos, testamentarios, de mi señora abuela. Porque si a esa su nieta y hermanos les dejó más que a sus propios hijos- con tanta munificencia, ni previno los desastres, ni menos les acordó la salud física y mental a algunos de ellos, por los que tantas lágrimas se derramaron en la familia.

*  *  *

¡Pobre Franklin Bond!

Años y años después de mil aventuras y de rasgos atrevidos, fue el hazmerreír de Buenos Aires (¡y algo peor!), él, que era gentil como un Antínoo; que, viejo ya, deshecho por el alcohol y las tristezas, todavía conservaba rastros vigorosos de soberana virilidad, cual estatua amarillenta antigua desenterrada.

¡Pobre Franklin, una vez más!

Era bueno, de espíritu limitado, generoso; diestro sólo en el arte de jinetear, como el general Hornos, con el que una vez midió inopinadamente su destreza, su ímpetu, su altivez de federal empecinado, en plena calle de la Florida, de donde resultó que se hicieron amigos personales. Los fuertes se compenetran por la acción recíproca y se entienden con facilidad, aunque por nada cambien, manteniendo sus opiniones hasta la muerte.

¡Pobre Franklin todavía, para concluir este párrafo tan amargo! Él fue para mí una lección de que la lengua suele ser duramente castigada, cuando olvida, hablando mal de las mujeres, que por una ironía del destino podemos caer en manos precisamente de aquella que más hemos desacreditado.

*  *  *

En la calle que ahora se llama Alsina, antes Potosí, esquina Tacuarí, hay cuatro casas de alto.

En la época a que me refiero eran bajas. Dos, haciendo cruz, pertenecían a mis abuelos maternos, el señor don León   —71→   Ortiz de Rozas (capitán en tiempo del rey), y la señora doña Agustina López de Osornio39.

Dos pertenecían, haciendo cruz también, como se comprende, la una a mi señor padre, don Lucio Mansilla40, el general guerrero de la Independencia, de Ituzaingó, de Obligado.

Hay mucha gente que cree que la calle «General Mansilla» es por mí. Deben salir de su error. Yo no he dado nombre a nada que sea mi homónimo. Soy algo así como el último de los mohicanos.

Si tengo hijos no lo llevan. En la Pampa hay sí, algunos lugares bautizados por mí. Verbigracia, al sur del Río Quinto, el «Médano de la piedra» (porque allí, durante un temporal diluviano que duró tres días, hallé una conana, piedra que sirve entre los indios para moler granos, como maíz); y «Cañada de los dormilones» (porque allí, en tanto dormía uno de mis soldados, Calixto Oyarzábal, yo mismo, acosado por el hambre, le moché una parte de su escasa ración de charqui)41.

En contraposición, varios de mis subalternos pasan a la posteridad en esa forma y modo. ¿Para qué citarlos?

El curioso de aclarar estas cosas, que busque las listas de revista de ciertos años, a contar de la batalla de Tuyutí, o sea 24 de Mayo, hasta cuando yo avancé la tradicional frontera, inamovible desde los tiempos coloniales, de Río Cuarto a Río Quinto, y que, con un mapa a la vista, saque en limpio nombres y apellidos.

La otra de esas casas no sé a quién pertenecía. Muchos años resistió a la transformación del barrio.

Cuando se preguntaba: ¿por qué no edificarán ahí?, la contestación era: porque los títulos son malos.

  —72→  

Actualmente entiendo que la nueva finca pertenece, allí ha vivido al menos muchos años, al doctor don Mariano Demaría, cuya familia, mirándose las dos casas por Tacuarí, tenía amable telegrafía sin hilos con mi madre.

La esquina ésa era conocida por la del jorobado Zapata. El dueño era, en efecto, un hombre bajo, enjuto, giboso, de rostro rubicundo, siempre vestido con decencia: levita negra y sombrero de copa.

Los muchachos decían: «¡Zapata! ¡cuidado!».

El jorobado no tenía buenas pulgas, como generalmente sucede con los que de alguna deformidad padecen, y si las tenía, su reputación era otra, lo que es también frecuente.

Pero siendo esquina, en cuanto así se llama el ángulo exterior que forman dos superficies, no lo era en el sentido de negocio, donde se despachan bebidas menudeando hasta por tragos.

Era algo más: era un almacén de comestibles, en el que vendían café tostado, fresco, que perfumaba los alrededores, y hasta té perla; el negro no era usual sino en ciertas casas de mucho fuste.

El almacén, entonces como ahora, estaba casi siempre en la esquina de las manzanas; lo mismo la «pulpería», voz que viene de «pulque», bebida espirituosa que se hace con las hojas del maguey o agave mejicano. Vendiéndose en México, generalmente en las esquinas, le ha dado su nombre, por antonomasia, a todo despacho público con mostrador donde se venden bebidas alcohólicas, y ha motivado el sinónimo, o sea esquina, versus pulpería, esté ubicada donde se quiera.

Estas dos esquinas, con almacén la una y pulpería la otra, viven grabadas en mi memoria con indelebles caracteres infantiles.

Imaginaos... un día, disputando sobre cualquier cosa con mi primo Alejandro Baldez, me dijo éste:

Callate, ¿qué entendés vos?, que has oído cantar el gallo y no sabés dónde.

  —73→  

A lo que yo contesté muy persuadido (quedando el dicho como proverbio en la familia):

-Sí, sé, canta en lo del señor Zapata, en cuyo corral se criaban, en efecto, gallinas, cuyo cacareo era intermitente, lo mismo que fijo el canto matinal de los gallos anunciando la alborada.

Al escribir esto se me figura oírlos, haciéndoles coro el simpático tañido de la campanita de las monjas capuchinas de San Juan.

La otra esquina, la que pertenecía a mi padre, la tengo en la retina, con su pilar de madera fuerte, entre las dos puertas, una a Tacuarí, otra a Potosí, y el poste ahí, al borde de la vereda. Algunas veces era un viejo cañón de hierro, donde se ataba el caballo de la rienda o del cabestro.

Allí vendían tortitas de Motón, una golosina color chocolate claro, muy popular y muy rica. Cobre que nos caía en las manos, a los muchachos del barrio, era para San Pío, el dueño.

Este San Pío era italiano, casado, muy bonachón y cariñoso. Sus quesos de Goya, y particularmente sus chorizos fritos, allí a la vista, tenían fama.

Solíamos estar comiendo; el dejo incitante nos llegaba en efluvios saturados de aceite hirviendo; mi padre decía: «que vayan a traer algunos...».

Lo que es nosotros, mi hermana Eduardita y yo (de mi otro infeliz hermano Lucio, ya hablaré de él en su hora), no los probábamos; teníamos que contentarnos con el olor.

«Son muy pesados», argüía mi padre, que era higienista, y mi madre decía amén, ignorando (¡los padres ignoran tantas cosas cuando se trata de sus hijos!) que antes de comer, ya habíamos sacado el vientre de mal año en alguna escapada a lo de San Pío en busca de tortitas de Morón.

*  *  *

San Pío, diré de paso, era muy puntual en el pago de su alquiler, con el que siempre acompañaba un queso   —74→   de Goya fresco. No sabía leer ni escribir, ni hablaba italiano, ni español, ni genovés, ni dialecto itálico alguno, sino una media lengua suya propia; y a fuerza de oírse llamar San Pío, por sobrenombre, llegó a olvidarse de su verdadero patronímico, y hasta del de pila.

Contaban que una vez, teniendo que prestar declaración con motivo de un bochinche que se había armado en la pulpería, le preguntó a la mujer:

-Che, ¿cómo me llamo yo?

-San Pío...

-No, el nombre de Italia.

-¡Eh!, está en el baúl (quería decir en el pasaporte).

Sarpio Pío42 era la clave del enigma, que la media lengua popular había traducido abreviando.

*  *  *

De las dos fincas pertenecientes a mis abuelos, la una miraba al norte, la otra al sur. Aquélla, naturalmente, era más seca que ésta. La ley contraria prevalece en el hemisferio boreal. De suerte que la primera quedaba frente al almacén de Zapata y la segunda frente a la pulpería de San Pío.

En la primera vivieron mis abuelos maternos antes de mudarse a la calle Reconquista (ahora Defensa), frente al paredón de San Francisco, al llegar a Moreno.

Aquí murieron...

Aquí aprendí yo a andar a caballo sobre los lomos del negro Perico, que todos los nietos queríamos a cual más, hijo de un esclavo.

Perico se ponía en cuatro pies, trotaba, galopaba y hasta corcoveaba y ¡pataplum!, allá iba yo al suelo cuando lo hincaba demasiado con las espuelas.

Aquí, en esta casa histórica, intacta aún, aunque muy estropeada, con altos a la calle, independientes, y altos interiores   —75→   y tres patios, teatro de escenas que acentúan el carácter de mi abuela, y respecto de lo cual ya he remitido al lector a otra parte, vivieron algún tiempo, en los altos interiores, mis tíos el doctor don Miguel Rivera, casado con mi tía Mercedes Ortiz de Rozas.

Era mi tío de origen boliviano, descendiente del malhadado Atahualpa, muy moreno; su hermana Marcelina, ídem; y mi tía blanca y rubia, muy hermosa, lado por el que no brillaba la cuñada, asaz gorda.

Una noche que entraron al teatro, había función de gala, lo más currutacas, acompañadas de mi tío, Pepa Nogué, que estaba en la cazuela con Micaela Soler (hija del general, la «ñata de Soler» era su nombre popular), al verlas tomar asiento en el palco, exclamó, señalándolas, lo cual produjo hilaridad comunicativa alrededor:

-Éste es la noche (mi tío). Ésta es el día (mi tía). Ésta es el cu... de tía María (Marcelina).

Pepa Nogué era la mujer más rápida en replicar, de familia excelente, temible en sus antipatías provocadas. Aunque distinta en varios sentidos sociales, puede decirse que era la Ventura Muñoz de su época; la que muriendo joven, contradijo su nombre por activa y por pasiva... ¡fatalidad!

Cuasi contemporáneo de Pepa Nogué fue un tipo de porteño burlón, cuya muerte debió ser la consecuencia de una de sus bromas más pesadas. Me refiero a Víctor Fernández, asesinado, sin que jamás se descubriera el autor del crimen.

El gran galeote decía: «debe ser su amigo, Fulano de Tal». El hecho acaeció en el mundete de Taibo, calle de Corrientes, entre Maipú y Piedras. Ni rastros de aquel sitio infame quedan, felizmente.

Por ahí estaba la casa moderna donde largos años vivió el desgraciado y querido José Manuel Lafuente, desde su origen...

Mi tío Rivera era un hombre muy estimado, muy manso, íntimo de don Juan Fernández, el socio en tantos negocios   —76→   de mi tío Prudencio Ortiz de Rozas. Médico, hizo sus estudios en Europa, costeados por el gobierno; fue su maestro Dupuytren, y decían que, como cirujano, era digno discípulo de aquél. ¡Curioso! He observado que los mansos no suelen ser buenos cirujanos, bien entendido que no empleo la palabra en el sentido estrictamente evangélico.

Vivía, como acabo de decir, en los altos interiores de mi abuela, y una de las cosas que más llamaba nuestra atención («nuestra» implica la de los numerosos sobrinos o primos que éramos), eran los muebles de su apartamento, los pilares particularmente de una gran cama, las águilas que lo adornaban, lo mismo que los brazos de las sillas y sofás, todo con guarniciones doradas.

¿De dónde vendrá esto?, decíamos pensándolo, pero sin comunicárnoslo, sin articularlo en forma alguna. Nos mirábamos unos a otros como diciendo: ¡qué lindo! Y aquellas miradas no podían tener otro significado, a no ser éste: ¿para qué servirán estas cosas?, siendo, como eran, alhajamiento de casa inusitado. Nada de eso en las nuestras; mucho menos en la de «abuelita»: así la llamábamos a la «señora mayor», otra variante, donde todo era sólido, modesto, mejor dicho, sin nada, nada que revelara inclinación al lujo y mucho menos a la ostentación.

Sólo ya hombre hecho y derecho, vine yo a tener como la revelación de todo aquello; cuando supe lo que era: estilo Empire. Mi tío Rivera lo había traído de Francia.

*  *  *

Era mi abuela tan femenil como varonil. Lo primero lo prueban sus veinte partos; lo segundo, sus muchos actos de voluntad, de firmeza, de resolución.

Para no repetirme, le pediría al lector ganoso de saber algo más sobre este particular, que leyera a Rozas y algunas de mis Causeries. En ambas obras hago frecuentes referencias a estos mis abuelos. De ellas resalta lo bonachón de mi abuelo don León y lo predominante de mi abuela doña   —77→   Agustina. La antítesis de los caracteres, no implica que uno y otro no fueran muy vivos y prontos en sus movimientos.

Esta peculiaridad se halla en sus descendientes, hombres y mujeres. La irascibilidad y una gran fuerza reactiva son los rasgos característicos de todos ellos.

El que lo hereda no lo hurta. Algo de eso tengo yo. Me ha hecho mucho mal.

*  *  *

No se trata, en esta primera parte, del que escribe, ya con el bigote duro, sino del niño. Pero de vez en cuando hemos de tener que hablar de aquél, anticipándonos a los sucesos. Contaré pues aquí, algo que no viene mal y que tiene sus ribetes cómicos aun si no es de instructivo.

Entre otros, tenía yo un sirviente, allá por 1889, que hacía como de portero a ciertas horas, honrado y fiel, va sin decirlo: era gallego, y como casi siempre, tratándose de estos prójimos, algo zurdo, nada tonto, pero muy testarudo. Ya no está conmigo. Es muy burdo el pobre José para estas Uropas, como suelen decir por ahí. Está en Buenos Aires.

Hablo de él en Rozas.

Es, sin embargo, como si estuviera, porque nos carteamos y me ocupo de él, teniendo además a mi servicio a su hermano Manuel, el cual se casó, hace ocho años, con una inglesa que había sido sirvienta de mi otra mujer propia.

Dos veces ya he pagado tributo al himeneo, como se sabe. La pareja está en mi casa. Él goza de toda mi confianza hace dieciocho años.

José sabía leer y escribir, Manuel no. Lo ha aprendido por sí mismo, a fuerza de andar entre libros y papeles y de verme trabajar a mí, y ha conseguido hacerlo con bastante fea letra. En cambio, como diría Dickens, tiene muy mala ortografía. Pero dice lo que quiere con claridad, que es el arte de escribir bien, empleando menos palabras que yo, y nunca jamás se equivoca en una suma, habiendo también aprendido solo, las cuatro primeras reglas de la aritmética.   —78→   En resumen: he ahí un caballero que sólo se diferencia de mí en que él es el mucamo y yo soy el amo.

Beaumarchais dice, en el Barbier de Séville, algo que hace al caso recordarlo. Lo hallo profundo. Cito de memoria. Habla Fígaro con Almaviva: «¿No es cierto, señor que cuando uno piensa en las muchas cualidades que se le exigen a un sirviente, hay algunos patrones que no merecerían serlo?».

Había yo retenido de una de mis lecturas esta máxima o consejo:

«Cuando estés enojado, cuenta hasta cien (y no estallarás)».

-José, -le dije un día-, mira, no hagas eso otra vez; ya te lo he repetido muchas veces: después de las doce no me anuncies visitas, a no ser ciertas personas, amigos, como Fulano, Zutano, Mengano; porque si no, no tengo tiempo de vestirme y de estar en la Cámara a la hora, ¿comprendes?

¡Nada!, como si se lo hubiera dicho a la pared, aunque bien pudiera ser que, teniendo buena opinión de mí y creyéndome servicial e influyente, se dijera:

¿Y por qué no ha de atender a éste o ésta que tanta necesidad de verlo tiene?

Me fastidiaba... paciencia y barajar, me decía...

Un día, no sé, tiene uno días endiablados... no estaba de buen talante; iba a comenzar a afeitarme, operación que tiene sus fruiciones, según lo he demostrado en una de mis Causeries. Ya tenía la cara jabonada... me anuncia a un incómodo, ¡si hubiera sido siquiera un amigo o algún necesitado!

Lo atropello, le muestro los puños... me acuerdo de la máxima (tarde piace).

-Ya te he dicho una vez, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete...

«Él retrocedía, yo lo seguía airado, colérico, tonante, alzando cada vez más la irritada voz, y siempre acercándole los puños a la cara más y más...

Desapareció por una puerta que daba a una escalera   —79→   del patio interior de la casa, perteneciente a Guillermo Udaondo, calle Lavalle, al llegar a San Martín, del cual era yo inquilino.

Estaba ya postrado de tanto contar con violenta exaltación.

La máxima no me había dado resultado, como casi siempre sucede con los consejos.

Es claro: hay que aplicarla debidamente, que recordarla a tiempo, contando mentalmente, con pausa, antes de contestar o de resolver.

Lo he ensayado.

Es seguro el resultado. No se llega a cien -casi un minuto de reflexión-, sin éxito.

Al visitante no lo vi. Debió oír el estrepitoso contar con frenesí crescendo, y pensar, tomando el portante: de locos nada dijo la voz del Sinaí.

*  *  *

Eran vecinos de mi abuela, por el lado norte, la familia de Halbach, gentes muy buenas, muy obsequiosas y de mujeres lindas y elegantes. Dos de las muchachas se casaron con dos González Moreno.

Un caso de selección natural.

Los González Moreno, de respetable origen, siempre gozaron merecidamente de esta reputación: caballerosidad y dulzura.

El señor don Francisco Halbach estaba casado con Misia Goyita Bolaños.

Entiendo que era de Hamburgo; en todo caso era alemán. Matilde, su hija mayor, un poco menor que yo, jugaba conmigo como si los dos tuviéramos el mismo sexo. Se casó con un pariente, Halbach también, su tío, creo. Edificó una gran casa en la esquina de Victoria y Tacuarí. Después fue de don Alejo Arocena.

Tuvo este matrimonio sus días de auge y de felicidad (real o aparente).

  —80→  

Después desapareció del teatro social. Es ley de la vida que lo boyante no siempre sea duradero.

La casa en que vivía el señor don Francisco Halbach era tan nueva, como vieja la de mi abuela, y tan distintas que en nada se parecían.

Si no estoy trascordado, digo verdad afirmando que él la hizo edificar a la moderna.

Llamaba la atención. Tenía mucho menos fondo que la de mi abuela, con sus tres patios como plazas (impresiones de la infancia, edad en la que todo nos parece mayor que después), quedando las caballerizas en el fondo. El que cuidaba los caballos era un tal Francisco, cochero de oficio.

La cochera estaba por ahí, en el barrio, creo que frente al paredón de San Francisco, por el sur, donde mister White tenía sus carros.

Francisco, Pancho como mi abuela lo llamaba, tenía vara alta con la señora mayor. Era un hombre grande, pardo, de cara simpática, muy cortés; nos infundía respeto. Y aquélla decía (me ha servido de observación): «Lo que prueba que Pancho es un buen cochero, no es cómo maneja los caballos, sino cómo atraca al cordón de la vereda».

Esta casa, inolvidable para mí, es la única que he visto en el Río de la Plata con canceles.

En una pieza larga, entre el primer y segundo patio, había dos. En uno de ellos estaba la cama en que dormía mamá Cachonga: una andaluza huérfana que mi abuela adoptó. Ya hablaré de ella a su tiempo. Se casó con un Leyes, correntino, tendero bajo los altos de la Recova Nueva, tío de Carlos Romero, que le sucedió en la tienda, haciendo después considerable fortuna.

Mamá Cachonga, era jerigonza de los nietos, llamándose aquella mujer, buena como el pan bendito, Encarnación.

En cuanto a los canceles, unas cortinas de paño color granate ocultaban lo que en ellos había, y eran un excelente refugio cuando los innumerables nietos, primos todos, jugábamos a las escondidas.

  —81→  

Mi abuela quería entrañablemente a esta hija adoptiva. Lo merecía. La quería tanto, que muchos años estuvo reñida con una antigua amiga, nada más que porque al regreso de larga ausencia le dijo, viendo por primera vez a mamá Cachonga, de la que había oído hacer muchos elogios: «¿Y ésta es la huerfanita que has adoptado...? ¡Me la habían ponderado tanto...! Pues no le hallo nada de particular».

Leyes era un sujeto honrado, de buen genio, algo bromista. Nos entretenía mucho con sus cuentos.

Cambió devorado por un espantoso mal de San Lázaro, que contagió a su mujer.

Mamá Cachonga había criado a Carolina Bond. En su casa vivían. En ella murieron, sin asco de nadie.

Era Carolina tan piadosa, como bueno Antonio, su marido, lo que no sorprenderá, siendo un Terrero. Y era, o mejor dicho, había sido en su primera juventud una mujer en extremo bonita de cara, con menos gracia, sí, que su hermana Enriqueta, otro tipo de rubia algo ñatita, con mucho gancho, casada con Felipe María Ezcurra.

Enriqueta era tipo para el pincel de Rubens; Carolina para el de Murillo.

Haciendo vida sedentaria, llegó a ponerse tan gorda que se transformó en globo.

¡Cuántos recuerdos! No de la infancia, sino de después, recuerdos de la quinta de San José de Flores, la primera de estilo que allí se edificó después de la caída de Rozas.

A Carolina le gustaba muchísimo jugar a la malilla, y era cosa de risa ver cómo una mujer tan dulce se exasperaba cuando su compañero hacía alguna mala jugada. Si era Antonio, no se escapaba de un: «¡qué burro!»

En la segunda de estas dos fincas de mi abuela, en la que quedaba, mirando al sur, frente a la esquina de San Pío, ahí nací yo43.

  —82→  

Ya he dicho en alguna otra parte que eso era lo que en tiempo de los españoles llamaban «presidio viejo», y he contado mis terrores infantiles con motivo de las historias pavorosas que refería el tío Tomás, que casi nos hacía oír ruidos de cadenas. ¡Qué poder descriptivo suele tener la naturalidad de un sirviente!

Para que mi hermana Eduardita y yo nos durmiéramos (yo sobre todo), el negro nos decía:

-¿No oyes, niño, esos gritos...? Son las almas de los que están en los calabozos bajo tierra.

Yo me tapaba con las cobijas herméticamente. Y el sueño venía con el miedo a veces.

Estas emociones de la tierna edad me han dejado, ¿cómo diré? digamos un substratum de pavor inexplicable, pues ahora, viejo ya, todavía no puedo dormir tranquilo a obscuras; necesito luz, y no poca.

¡Curioso! Mi hermana era menos medrosa que yo. Dormíamos en el mismo cuarto, separadas las camas por una mampara. La negra María se ocupaba de ella. Simulaba a veces, tenía muchos recursos: un ruido como tropel de caballos, y le decía a Eduardita:

-Dormite, dormite, hijita, mirá que si no ahí viene Lavalle a comerte.

(Como en Inglaterra, que asustaban a los muchachos desobedientes con Napoleón).

Mas después que el negro y la negra se iban, habiendo antes apagado la luz -la vela de sebo que era de molde o sea de casa rica-, y ambos muy convencidos de que dormíamos, porque no chistábamos, mi hermana me decía despacito:

-¡Che, Lucio! ¿Estás durmiendo? Yo no he oído nada.

A lo que yo, sin destaparme, contestaba, tiritando todavía:

-Callate... no hablés, que tengo miedo y me ahogo, y ahora no más entra mamita (esto era lo más temible).

-¡Zonzo, flojonazo! -continuaba ella. El silencio se   —83→   hacía, el sueño venía, muy intranquilo en mí, que solía despertarme gritando despavorido:

-¡Que me tiran de las piernas! -Y eran como ataques de alferecía los que me daban.

Mi padre se enojaba con los negros, diciéndoles:

-Son ustedes los que han de tener la culpa; ya he dicho que a este niño no lo asusten con las ánimas.

Mi madre intervenía, observando:

No, Mansilla; si es que es muy canguiña... (palabra que no sé de dónde viene, y que desde entonces la tengo incrustada en la mollera como sinónimo de mandria). Ya ves cómo Eduardita no tiene miedo...

Claro está que si de todo esto tengo la memoria, es porque mi madre me la refrescó muchas veces, riéndose de lo pánfilo que era yo cuando chico.

Mi hermana jamás preguntó cosas como ésta: «Mamita: ¿qué vale más? ¿un caballo vivo o un caballo muerto?» Duda que me había asaltado una vez que, yendo en la volanta, vi en un pantano un caballo hinchado, agusanado ya... espectáculo bastante común entonces, lo cual no impedía, así como muchas otras inmundicias, que la gente gozara de salud robusta.

*  *  *

Nuestros abuelos fabricaban unos hijos de padre y muy señor mío. No hay más que ver qué nenes hicieron la Independencia, la guerra civil.

¿Sería que vivían frugalmente, que no tragaban ni bebían, como nosotros, tantas substancias adulteradas; que se acostaban y se levantaban más temprano que nosotros; que no eran, no, tan disipados como nosotros; que si tenían sus quebraderos de cabeza (eran hombres), no eran tan libertinos como nosotros; y, finalmente, sería que el tributo matrimonial no era para ellos contribución extraordinaria, no entendiendo de dos camas, de dormitorios separados y   —84→   otros usos modernos de esos a que Balzac se refiere en la Physiologie du mariage?

¿Qué sería?

No sé, o es poquísimo lo que sé; y este mínimum quizá lo sé mal, a lo que se agrega que, para decirlo, de poco me servirían figuras de retórica por el estilo de las del Lazarillo de Tormes: «no sería malo llamar a Pieres el capador para que lo hiciese músico».

¡Es tan agitada la vida de ahora, se vive tan aprisa y son tan excitantes las emociones que los teatros y otros espectáculos colaterales y afines nos proporcionan en este incesante movimiento del siglo de la electricidad!

¡Qué problema tan arduo, averiguar si nuestros antepasados eran más o menos felices que nosotros!

Así como improvisando, y a pesar de todo (no voy a detenerme a especular), no estoy con Tolstoi, que desea que la presente generación sea la última, ni con otros pesimistas.

Pienso al contrario, como Tyndall, que la historia de la humanidad es una historia de mejoramiento (en el orden físico)44.

  —85→  

Lo que no puedo decir de un modo categórico, acendrando el concepto, es si hay paralelismo entre ese mejoramiento y el moral.

Yo vine al mundo teniendo mi madre apenas quince años. Mi padre era ya abuelo.

Un escritor moderno -de mi tierra-, ha escrito que la señora era «frívola».

  —86→  

Hemos de ver oportunamente la consistencia de esa afirmación superficial.

¿Se casó por amor la señora o la casaron?

*  *  *

A estar a las explicaciones que alguna vez se me dieron, el enamorado era mi padre, lo que se comprende: mi madre era un primor. Aquél un gallardo militar, sumamente despejado, enhiesto, esbelto, no como Luis XIV que, siendo pequeño, pasaba por alto a los ojos de la multitud.

  —87→  

Los mismos historiadores de la época así lo pintaban. Voltaire, que si no lo vio con sus propios ojos, debió haber hablado del gran rey con no pocas de sus relaciones, gente de la corte, a cada momento repite lo de estatura majestuosa. «Es un error, dice Lamartine en sus memorias sobre el duque de Berry, creer que Luis XIV era de alta estatura. Una coraza que de él nos queda, y las exhumaciones de   —88→   san Dionisio no dejan duda sobre este punto «lo pequeño del personaje».

Con razón se ha escrito que la historia comienza, como regla general, por la Novela y sigue con el Ensayo.

A propósito, ya he hecho notar en alguna parte que la estatura que muchos le han atribuido a mi tío don Juan Manuel de Rozas, es pura novela. Ningún Rozas, mi abuelo era bajo, pasó de talla regular. Mi abuela Agustina no era   —89→   alta. En la familia sobresalió mi madre, que, propiamente, no era alta, como no lo era Manuelita Rozas.

*  *  *

Era el modo como erguían el cuello lo que las realzaba. Acabo de decir que mi padre era abuelo cuando yo   —90→   vine al mundo. En efecto, había sido casado con doña Polonia Duarte.

Tuvo con ella tres hijos, dos mujeres y un varón: Juan, el menor; Mauricia, la mayor; Pepa, la segunda.

Al enlazarse matrimonialmente por segunda vez, todos   —91→   aquellos eran mayores que mi madre, y madres, como se colige.

Mauricia era casada con Ricardo Sutton, norteamericano, excelente persona, pariente de don Tomás Livingston, barraquero de la calle Potosí, esquina de Salta o Santiago del Estero, respetabilísimo sujeto, padre de los dos Livingston que después han figurado en nuestra sociedad con cierto relieve.

Ambos eran muy lindos muchachos, mucho más jóvenes que yo, lo que no quitaba que les tuviera envidia. Ellos andaban en petizo, pasaban siempre por casa, y yo no.

Tenían miedo mis padres de que me cayera, pues no era mi fama la de mancebo atrevido.

Yo iba con frecuencia a casa de don Tomás.

Hacían unos panqueques con melaza, riquísimos: me chupaba los dedos.

La señora de don Tomás era muy simpática, blanca, pálida, rubia, y la suegra, madre de Ricardo, con su cofia blanca siempre y unas antiparras con cerco de oro, tenía el aire respetabilísimo.

En la barraca me divertía mucho mirando, ya que no podía montarlo, el petizo de los muchachos (Tomás y Frank, si mal no recuerdo) y las máquinas de aprensar lana.

¡Cómo ha pasado el tiempo y cómo cambia todo o casi todo con él!

Con los muchachos acabé por no conocerme, y cuando la lucha entre Rocha y Juárez -siendo Frank juarista y yo rochista-, en un periodiquín de circunstancias Don Basilio sólo se le llamaba Frac-Leviton. ¡Perdón por aquellas molestias!

Mauricia y Ricardo dejaron cuatro hijos. Lucio Sutton no sé qué se hizo. Después de la caída de Rozas, sólo he sabido de él que era estanciero en el Sur.

¡Con las catástrofes desaparecen tantas cosas! Hasta los mismos nombres cambian. Ved si no: por el lado de mi madre un pariente carnal que tenía nombre de pila «Rozas», archivó éste y se quedó con otro; y por el lado   —92→   de los parientes políticos de mi padre, uno que fue bautizado «Mansilla», si te vide no me acuerdo.

Es la inmundicia de la historia, a que se refería el señor Oro. En el caso ocurrente, el olor no es tan nauseabundo; son cueritos que pueden sacarse al sol a título de vilezas, miserias o cobardías anónimas. En el transcurso de lo que venga, sí, ha de haber algo más que follonerías, infamias increíbles, documentadas.

Por hoy: «No hablemos de ellos; pero ¡mira y pasa!»45.

Ricardo Sutton, hijo, fue médico, estudió en Estados Unidos e hizo la campaña del Paraguay, dejando buen nombre.

Josefina, su viuda, se volvió a Estados Unidos, su tierra nativa. Era linda mujer, como para dar dolores de cabeza.

Agustina Sutton se casó con un capitán de la marina norteamericana mercante, y ambos murieron jóvenes. Era muy atrayente y de muy buena índole.

Emilia Sutton, la mayor, se casó con un doctor, médico y cirujano dentista. Tucksbury, que estuvo de paso en Buenos Aires. Mujer de mucho mérito era Emilia.

Tucksbury tuvo su momento de moda.

Él y Diego Alvear fueron los primeros que administraron el cloroformo.

Diego acababa de llegar de Washington, y su apellido, su elegancia, su talento, tan Alvear, lo hacían el niño mimado de los salones.

California absorbió a Emilia y su marido. No sé qué se han hecho. Emilia vino dos veces a Buenos Aires a ver a sus parientes. Visitó a mi madre con la que siempre se escribían y cambiaban fotografías. La señora -no es frecuente-, gozaba de mucho prestigio entre la mayor parte de los descendientes del primer matrimonio de mi padre. Verdad que era muy difícil substraerse al ascendiente amable de su persona, que entre otros encantos tenía uno envidiable: una zalamería natural, que provenía del deseo desinteresado   —93→   de agradar, aplicable a los grandes y a los chicos, a los ricos y a los pobres; de manera que nunca decía cosas que no fueran gratas, y la edad acentuó la cualidad.

*  *  *

En cuanto a Pepa, viuda de otro norteamericano, Samuel Tebbets, sólo dejó una hija, Mauricia, que no ha sido feliz. No se parecía en el carácter a su padre, ni a su madre -el atavismo vendría de más atrás-, que fueron inofensivos, incapaces de fastidiar a nadie.

Samuel fue chacarero en grande escala. Era hombre de buenas prendas, sencillo, lo mismo que Pepa, que, a veces, rayaba en la cantimplería, como dicen ahí, o sea, bobería en buen castellano.

¿De dónde vendrá cantimpla?

Me canso de averiguar el origen de tanto neologismo como canguiña.

Pepa vivió algún tiempo con mi padre (habitaba éste una casa que no era la tradicional de mi madre...) y Juan también.

Muerto mi padre cuando la gran fiebre amarilla, yo los llevé a la mía, donde no incomodaban; ¡eran ambos tan modestos en sus gustos!

Entre los míos murió Pepa, ¡que en paz descanse! Lo mismo que Juan, que no murió en mi casa, sino en otra de pariente más o menos directo, que se encargó de su felicidad...

Este mi hermano había sido capitán de infantería, lo era cuando falleció, desde que el sueldo de tal gozaba. Jamás brilló por las armas. Conocía el servicio y siendo idéntico a mi padre, aunque mucho más bajo, en nada se le parecía sino en el aseo de la persona. Pasaba las horas fantaseando; ¿en qué? no sabría decirlo, y fumando cigarrillos negros de esos que ya no se ven (¡tan ricos que eran para los aficionados! Eran al fumar lo que las trufas a la gastronomía epicurista).

  —94→  

Mi padre lo casó, ya entrado en años, para que lo cuidaran, con una mujer muy hacendosa, frescachona todavía y bastante buena moza, que Pancha García se llamaba, y fue esto en San Nicolás de los Arroyos.

De la primera mujer de mi padre, Polonia Duarte, madre de Mauricia, Pepa y Juan, poco sé. Tampoco sé gran cosa de mis abuelos paternos, lo cual se explica. Nunca conocí a mi abuelo, don Andrés Mansilla, ni a mi abuela doña Eduarda Bravo.

Mi abuelo Andrés, de ahí que mi primer hijo así se llamara, era hombre de historia.

Mi abuela Eduarda, de ahí igualmente el nombre de mi hermana, la que casó con Manuel Rafael García, «de linaje generoso», emparentado por los Aguirre con mi abuela Agustina, fue matrona de gran voluntad y muy austera. Tanto de ella como de él, mi abuelo, nombrándolos unas veces, callando otras, me he ocupado en mis Causeries, lo que no quita que sobre el asunto vuelva así que llegue la oportunidad. Aquí viene como pedrada en ojo de boticario agregar: que la familia de Mansilla tiene dos ramas, la legítima, o sea la de la prosapia del señor doctor don Manuel Mansilla, y la de mi padre, la espuria.

*  *  *

De esta rama fueron descendientes mi tía Cayetana Mansilla, la mayor. Nada notable en su vida. Tuvo una hija, Anita, que casó con un Ojeda. Vivían en una chacra propia por los Santos Lugares, haciendo el bien. Gente muy sencilla.

¿Cometo aquí un lapsus calami cuando digo que Anita se casó con un Ojeda? ¿O era Ojeda el apellido del marido de mi tía, y el del esposo de Anita uno con el que no doy?

Me pego en la frente, que según la creencia popular, es la parte del cerebro pensante. Nada, nada. La ciencia histológica afirma como resultado de sus últimas investigaciones que la práctica o el ejercicio del pensamiento, no le agrega   —95→   una sola unidad al número total de células nerviosas cerebrales con que nacemos, la friolera de dos mil millones. Agrega que esas células son significativamente incapaces de división o reproducción. La experiencia del vivir, meramente modifica el estado de las células ya presentes. Esa modificación es memoria. No me falta. Pero, pienso y repienso ¡silencio!

¿En cuál de las células estará dormitando profundamente el recuerdo, que en vano me empeño porfiadamente en evocar?

Pues entonces que en éste como en otro caso (sospecho, que algunos ocurrirán en los que trueque los frenos, sin que por eso el fondo resulte otro), que tenga indulgencia el lector que supiere mejor que yo las cosas.

¡Cuánto qué!

¿A quién apelar?

Estoy en este momento en ese estado de indecisión del espíritu que no permite formar juicios acertados: una afasia.

*  *  *

Cerca, entre una jauría de perros bravísimos y de barricas de Le Roy o sea el panquimagogo, así le decían, aunque era también un vomitivo fuertísimo, tenía su chacra mi tío lejano don Mateo García Zúñiga, esposo de mi tía Misia Rosalía Elía, madre de Clara, la que casó con José María Zuviría. Era un excéntrico, amigo de mi padre de larga data, una especie de malade imaginaire. Andaba siempre de poncho y sombrero de Guayaquil. Tendré que consagrarle una página a esta familia y a los suyos. Su vida tiene que hacer con la historia doméstica de Entre Ríos. Pero será para lo que no he de leer yo en letra de molde.

Mi tío Mateo y mi tía Rosalía, que era como yo los llamaba, ella y mi madre fueron íntimas, después de vivir en Buenos Aires en la calle ahora Defensa, frente a la vieja casa, como una fortaleza, al llegar a la esquina de México -casa que fue del rico y honrado comerciante catalán   —96→   D. Juan Vivot-, se fueron a Montevideo, donde murieron, dejando inmenso vacío entre los pobres, pues eran tan caritativos como acaudalados.

Esto del Le Roy requiere un párrafo especial antes de seguir enumerando la prole de mis abuelos paternos.

Especulemos un momento. No estaba en boga la medicina expectante. Los flebótomos abundaban. Sangrías, vomitivos y purgantes hasta que sane o reviente, parecía ser el aforismo de los galenos en general. En algunas familias, la de Terrero, por ejemplo, el uso para toda dolencia, del específico, era de cajón. En mi casa, con un solo dato estadístico, estará dicho todo: mi hermana Eduardita antes de los doce, y yo con un record aproximado al de ella, antes de los quince, habíamos tomado cerca de ochocientos vomitivos y purgantes.

Mi repulsión, particularmente, por la nauseabunda droga era tan grande, que fue menester que se hiciera una cuchara de plata, de forma especial, para hacerme ingurgitar, tapándome las narices, íntegra, no siempre, que me agitaba como un energúmeno, entre dos o tres sirvientes nervudos, la dosis reglamentaria de la prestigiosa poción.

*  *  *

Hay olores inolvidables. Esta sensación es más persistente que la del sabor. Llega en algunas narices a ser un fetichismo.

Un monsieur de Lerminier, que estuvo en el Río de la Plata con misión científica, creo, del gobierno francés, se encontró inopinadamente en París algunos años después con mi hermana Eduardita.

-Qué sorpresa, doña Eduarda; ¿desde cuándo por acá?

-Hace meses; ¿y cómo está usted?

-Muy bien, ¿y por allá?

-Nada de nuevo.

-¡Cómo me acuerdo de su país!, doña Eduarda; lo extraño mucho, muchísimo.

  —97→  

-¿De veras?

-Sí, se lo digo con toda verdad; aquel olor delicioso, sobre todo, inolvidable.

-¿Aquí en París, donde los perfumes son exquisitos?

-Nada como el de allá.

Picada de curiosidad:

-¿Pero qué olor?

-¿Usted permite, doña Eduarda?

-Y cómo no.

-El olor a catinga46.

Le Roy (o Leroy, ha habido varios médicos de este nombre, no sé cuál de ellos inventó el específico), teniendo una base de aguardiente, yo no pude sentir el Cognac, Oporto, Jerez, y mucho menos beberlos hasta los treinta y ocho años.

Esta remembranza hará que, cuando lleguemos a cierto momento de mi vida de hombre de acción, procure demostrar que puede no estar de más, en ciertas horas decisivas, calentar el estómago con unos tragos de cualquier bebida alcohólica, como medio, casi seguro, de perder el miedo, no al peligro, sino a la responsabilidad, miedo que suele ser obstáculo, estorbo, barrera insuperable para que alcancemos lauros fáciles.

*  *  *

Después de mi tía Cayetana, venía mi tía Hermenegilda, en seguida mi tía Francisca, finalmente mi tío Justo, que se casó en Montevideo con Rosalía Lemos. Tuvieron tres hijos: Carlota, Juana, Adolfo. Éste, que fue un eje maestro en mi familia (de ahí la casa de comercio «Adolfo Mansilla y Cía.», que estaba en la calle Victoria, mirando al norte, entre Piedras y Tacuarí), se casó con Mauricia Román, maduro ya, dejando dos hijos al morir, muy buenos jóvenes, hombres de porvenir, Mariano y Adolfo.

  —98→  

Mi tío Justo fue protegido de mi padre y militar de circunstancias en Entre Ríos. No lo conocí; pero muchas veces oí hablar de él como de un tilingo.

Refería mi padre que en un banquete popular pidió la palabra, con asombro de todos, cuya incapacidad oratoria conocían o sospechaban, para decir: «Brindo, señores, a la salud del más valiente, del más buen mozo, del más generoso de todos, mi hermano su excelencia el señor gobernador». Brindis clásico, si los hay, como tipo de necedad palaciega sin saberlo, que fue muy aplaudido, diciéndose interiormente el aclamado: «¡Qué burro es este Justo!». Lo que no fue ciertamente el rasgo característico de su hijo, mi primo Adolfo. Un atavismo de abolengo, sin duda, porque mi tía Rosalía, sí era buena señora, no se perdía de vista.

Mi tía Hermenegilda no fue casada; vivió muchos años con mi padre. La recuerdo como entre sueños. Tenía la cara deformada por un accidente que debió matarla: el techo del cuarto en que dormía se le cayó encima. Se salvó por milagro. Era sorda, una tapia. Mi padre decía a veces, mirándola: «¡Y tan linda que era la pobre!».

Mi tía Francisca vivía en la calle de Chile, entre Tacuarí y Buen Orden; por ahí cerca quedaba en la esquina Tacuarí, la «Cancha de pelota», a donde yo no iba sino de oculto. (Mi madre no entendía de que frecuentara sitios donde se decían «malas palabras», su estribillo).

Fue casada con un español, hombre de mucho saber, matemático consumado (no le conocí sino por referencias de mi padre, que lo estimaba en alto grado). Llamábase Santiago O'Donnell.

Tuvieron los siguientes hijos:

Santiago, militar, no fue feliz en su carrera ni en nada. No tenía malos sentimientos. Le conocí algo.

Faustina, que murió loca furiosa. Años y años estuvo enchalecada. Era lindísima. No la mandaron al hospital, como entonces se decía. La piedad materna la tuvo a su lado. ¡Desgraciada! Niño yo, me hacía el efecto de un animal   —99→   irracional, cuando iba a casa de mi tía Pancha y la veía y oía gruñir como una fiera en el cuarto que le servía de jaula.

Dolores, que se casó con un portugués, Carvalho, hombre respetable, con cierta instrucción y cultura. Fue tenedor de libros en la susodicha casa Adolfo Mansilla y Cía. Era alto, blanco, vestido siempre de levita; tomaba rapé y, cuando se ponía a estornudar, pañuelo pintado de la India en mano, era cosa de nunca acabar; se paseaba y se paseaba, resonando y resonando con inusitado estrépito al despedir el aire, irritada la membrana pituitaria de aquel naricísimo, que debía ser todo un fenómeno anatómico.

Su prole no fue numerosa.

Paso...

Paula era una mujer hermosa, de bellos colores. ¿Qué se hizo? Juraría que no se casó. ¿A quién preguntarle aquí cuál fue su suerte?. ¿Y Antonia?

Elías: éste casó con una Carranza. Tenía de su padre el talento, y de mi tía Pancha algunas originalidades. En mi juventud tuvimos contacto. Después se esquivó. Lo sentí; le quería. Y tenía de él muy buen concepto.

Sabino fue sobrino predilecto de mi padre, y mi madre lo trataba con cariño.

Médico. Tenía muchísimo espíritu, era instruido, hermoso hombre y en extremo afable y agraciado. Se reía con una buena gana particular y, al hacerlo, abriendo mucho la boca, hacía ver dos hileras de dientes blancos, pulidos, maravillosos. Mi padre le decía: «Más lindos que los míos; pero no doblan un patacón».

Hay en la vida de Sabino, llena de alternativas, páginas que no son para este lugar. Fue, en cierto sentido, un precursor. Tuvo, por consecuencia, que ser un déplacé. Casado en segundas nupcias, dejó hijos e hijas. Los varones figuran con brillo en el ejército, como figuraron en España sus antepasados, y el mayor tiene este otro mérito: es un autodidacto. Cuando comenzó conmigo su carrera militar, sólo tenía muy linda letra. Fue en el Río IV.

  —100→  

Después él se buscó solo su camino.

De Sabino tengo impresiones gratas, vivaces.

Recuerdo la letra clara de las cartas chispeantes que le escribía a mi hermana Eduardita, de Córdoba, cuando se fue a buscar fortuna, que no halló, por las Provincias. Andaban de mano en mano. Mi hermana las mostraba con ufanía cuando alguno de los tertulianos de mi madre preguntaba: -¿Han sabido ustedes de Sabino?- Sí (se apresuraba a contestar la señora, contenta a su vez de la distinción afectuosa de que era objeto su hija tan inteligente cuanto precoz), ésta tiene una carta que nos ha hecho reír mucho; a ver, hijita, tráela y la leerás (lo que la chiquilla hacía con sumo donaire).

*  *  *

Éste es un cuento suyo de hospital.

Había un loco al que le daba por ser Neptuno. Todo lo que empuñaba era, para él, la famosa insignia dentada.

Fuera de eso era tan cuerdo como cualquiera de nosotros.

Un día de mucho calor atendía Sabino en mangas de camisa a un enfermo.

Le había aplicado ventosas. Ya estaban coloradas, había que sajarlas.

En aquel tiempo se vivía cortando y derramando sangre... El escarificador listo esperaba la mano del operador. El loco ayudaba. Sabino esgrime las aceradas puntas. El rojo espeso fluido afluye... El ayudante, al verlo rutilante, se entusiasma. Agarra su tridente y gritando furioso: ¡Neptuno! ¡Neptuno! se lo aplica a Sabino en las espaldas una, dos y cuantas veces puede, probando la aventura que de loco todos tenemos un poco, y que la prudencia no debió fiarse tanto en la cordura de Neptuno que, como es sabido, tiene gran afición a desatar tempestades.

Repito que sin perjuicio de volver sobre los antecedentes genealógicos de uno y otro; porque hay en ello su   —101→   moralidad, probando que las faltas de los padres recaen en los hijos hasta la cuarta y quinta generación, no perderían mucho su tiempo los que en mis ya varias veces citadas Causeries buscaren mediante, el índice nominal que cada volumen tiene, las dos tituladas: «La torre de Londres» (donde mi abuelo Andrés estuvo encerrado) y «Cuadro para una novela» (que se relaciona con mi abuela Eduarda)

Mi referido pariente Manuel Mansilla anduvo muy afanado (no sé por qué) en divulgar aquel secreto a voces. Lo vio al malogrado Fray Mocho, fundador de Caras y Caretas, mostrándole unos papeles que el pobre se rehusó a utilizar en nombre de esta noble excusa: «Soy amigo del general Mansilla; le debo muchas consideraciones y estímulos». Esa contestación fue la mejor lección que pudiera recibir mi viejo pariente, digno de todo respeto, por otra parte, a pesar de la venial flaqueza, tan inexplicable cuanto fácil de remisión.

¡Inexplicable! No tanto.

Madama Arnould, habiendo ido un día a visitar a Voltaire, oyó de labios de éste: «¡Ay! señora mía; tengo ochenta años cumplidos, y he hecho ochenta y cuatro tonterías!». «¡En verdad -se apresuró ella a observarle-, que tiene usted razón de quejarse! Yo no tengo sino treinta y cinco, y he hecho ya más de mil».

El caso mío quizá, doblando la suma, aunque lo que es incurrir en debilidades blasónicas por el estilo no recuerdo, no obstante que entre mis cuadros tenga uno con las armas que fueron de mis antepasados por la línea materna (Ortiz de Rozas).

No seguiré adelante sin consignar que los Beccar, no conozco sino los que todo el mundo conoce en mi tierra, por su honorabilidad y su longitud, son colaterales de los Mansilla finos -sin mezcla conocida-, de la catadura de   —102→   Manuel (mi primo, como decía mi padre, y a mi madre se le quedó la costumbre)47.

Lo cierto es que entre esos Mansilla y los de mi camada no había intimidad. Yo, al menos, cuando con el más conspicuo de ellos me cruzaba, es decir, con Manuel, todo se reducía a un saludo mutuamente cordial.

He puesto un «por qué» entre paréntesis y aunque por regla general sea dificultosa la respuesta a semejante interrogación, temerariamente me aventuro en busca de la clave.

¿Qué será? ¿Qué no será?

Es el señor doctor don Manuel Mansilla un tan conocido caballero desde que era magistrado en tiempo de Rozas, que bien vale la pena discurrir sobre el caso siquiera perfunctoriamente.

*  *  *

Mi primera suposición es ésta (el método de las suposiciones no es de rigor histórico, ¿pero qué hacer?): con la punta del pie ya en la raya de las fronteras de la eternidad -perdóneseme la metáfora-, ¿qué interés temporal podía tener en sacar a relucir sus pergaminos limpios como piel de armiño, dañando en cierto sentido la memoria de otros, y olvidando que ante todo somos hijos de nuestras obras?

  —103→  

¿Qué interés temporal?

Ninguno.

Todo el que le conoce hace justicia merecida a su carácter, a sus antecedentes de juez y de federal inofensivo en la época de Rozas.

¿Y entonces?

No me acusaré como Montaigne de tener todos los vicios, ni diré que si tengo alguna virtud me ha venido a hurtadillas, ni que no hay hombre bajo las estrellas que no haya merecido cinco o seis veces la horca.

Pero...

¿No será que a este pariente -lo mismo que a otros-, le ha dado en cara mi libro Rozas, Ensayo histórico-psicológico, y que, no habiendo perdido el pelo de la dehesa, cristalizado en sus convicciones de antaño, ha querido castigar al sobrino (desagradecido, traidor, son vientos que me han llegado), como si por querer, como yo le quería a mi tío, estuviera obligado a encontrar que su larga dictadura no fue cruenta y, sobre todo, estéril para el país y para él mismo?

Mi madre, tan entendida, no entendía que su hermano había sido lo que fue. No me habló ni palabra de mi libro, que por otra parte yo no le presenté, respetando sus convicciones, pura pasión.

Otros se lo dieron. Ella les dijo: «Yo no sé de dónde ha sacado Lucio eso...».

Mi Ensayo histórico-psicológico no es una disquisición romántica, ni un libro de parti pris como el de mi otro pariente por enlace, Manuel Bilbao, sino un estudio jalonado por hechos, para que otros con las dotes del verdadero historiador, es decir, de imaginación suficientemente poderosa para darle colorido y animación a los cuadros, y mucho dominio sobre sí mismo para rehuir las hipótesis, completen o perfeccionen lo que sólo está archivado en Verbo convencional inerte.

Hay momentos en los que es uno arrastrado por el encadenamiento de las causas y de los efectos o lo que llamaremos   —104→   la fatalidad, esa fuerza más fuerte que la voluntad del hombre.

Los que como mi pariente D. Manuel Mansilla sirvieron a Rozas de buena fe, teniendo edad, yo no nací a tiempo para ello, de no ya se calcula lo que habría sido mi alma el 3 de febrero de 1852 (hoy día casualmente es 3 de ese mes, año 1904), esos servidores conscientes, convencidos, constituyen así un fenómeno moral interesante, un vínculo entre lo que fue y lo que es, con sus prolongaciones espirituales en los hijos, los nietos, los biznietos; porque si la tradición se evapora como el humo, extinguido el fuego de las pasiones fratricidas, queda la atmósfera de la parentela, lo cual explica hasta cierto punto rivalidades subsiguientes, adventicias. En otro sentido lo que vengo observando: una tendencia reaccionaria, léase, algo así como vibraciones de un empeño latente o sean vagos anhelos de la conciencia histórica mortificada, queriendo hallar explicaciones plausibles para descaracterizar la tiranía.

Yo no sufro de eso.

Al contrario.

Cuanto más lejos miro, atrás, más abominable hallo aquello. Escudriño los repliegues íntimos, no descubro nada en mi alma que se parezca a odio teórico.

Repito que mis impresiones infantiles por el hombre persisten.

Pero...

¡Sé tantas cosas!

Como en una pesadilla angustiosa casi siento dentro de mí una entidad quimérica, con dos caras, que veo, apacible la una, la otra que me conturba.

En cuanto a esa tendencia, me la explico por otras razones también además de lo ya insinuado.

¿Tendrá sanción definitiva?

No lo espero.

La historia no tiene por diosa a Némesis, ni código que imponga perpetuo silencio; admite el olvido y hasta el perdón, de los que colaboraron medrando o como máquinas,   —105→   por cálculo o por miedo. Pero si no responsabiliza a sus descendientes, tampoco tolera, sin protesta, que se mistifique la verdad verdadera.

*  *  *

En todo caso, la cuestión se plantea y se resuelve con este criterio histórico: «Es que han pasado cincuenta o sesenta años; es que los mismos hechos no se nos presentan bajo el mismo aspecto, y no por eso han cambiado de naturaleza, ¡no, sin duda alguna! Son ahora lo que eran entonces (fuera Rozas o no, y lo era, un producto genuino del medio).

«Nada nuevo hemos aprendido sobre ellos o muy poco; pero hemos vivido...».

Y no sólo hemos vivido, sino que la inmigración extranjera nos ha envuelto.

Con su incorporación activa, incesante a nuestra vida social en todas sus manifestaciones, particularmente en Buenos Aires, donde, por decirlo así, se fragua, no tanto el sentimiento cuanto la opinión nacional, poco a poco se ha ido formando un juicio anónimo favorable al gobierno de Rozas.

Las «facultades extraordinarias» no se ejercían contra el extranjero, que tenía siempre detrás al cónsul, al ministro, los cañones de su bandera.

El gringo, como regla casi sin excepción, ocupaba una posición favorecida. La tradición transmisible que ha dejado no es la de los padecimientos sufridos. Al contrario. Cuando he escrito «gringo» no me he referido a los españoles, que no gozaban de los mismos derechos que los otros extranjeros.

Ser inglés, verbigracia, ¡qué pichincha entonces! De ahí que entre los españoles del Río de la Plata el juicio sobre la tiranía de Rozas, que no los distinguía, sea diferente del juicio de otras nacionalidades.

En medio de esa confusión de lenguas y del entrevero cosmopolita, los apellidos coloniales se pierden como escasa   —106→   mostacilla entre gruesa munición; de donde resulta que, para juzgar a Rozas, el criterio filosófico que se aplica es el del refrán: cada cual habla de la feria según le va en ella.

Así, frecuentemente, se les oye decir a algunos viejos, quedan pocos, o a sus descendientes, despechados con esa leche: mejor era en aquel tiempo; lo cual no quita que sean tan patriotas como el más pintado, amando la tierra en que nacen más, mucho más que la de sus padres, aunque hay excepciones.

¡En aquel tiempo!

¿Cómo no les había de parecer bueno a los que no eran argentinos, si ellos y sólo ellos podían reunirse a conversar...?

Sólo había un club, el de «Residentes Extranjeros», especie de Sancta Sanctorum; de donde el criollo estaba legalmente excluido. Era una Papia lex a la cambiada.

Me acuerdo muy bien que cuando por sus ventanas pasábamos, aquella casa nos hacía el efecto de una mansión de gente privilegiada extrahumana.

Hasta recuerdo un dicho de mi padre al respecto: «El secreto de la felicidad en esta tierra consiste en ser extranjero».

Se pretende también que el gobierno en general -prescindiendo de lo político-, es decir: la justicia, la administración fiscal, la policía, era mejor, mucho mejor de lo que se piensa, y se entablan comparaciones irrisorias.

Seguramente que Rozas no se apropiaba los dineros públicos de la provincia de Buenos Aires con la aduana única (hay que circunscribir la escena), dineros de que podía disponer discrecionalmente: empleándolos bien o mal.

Era honrado, gran estanciero y hacía negocios, eso sí. La tierra argentina fue y continúa siendo tierra de trabajadores. El que en ella no trabaja, desaparece o perece de tedio.

Hasta cuando las cosas valían poco menos que nada, se trabajaba por adquirir más.

Es ley universal, aunque haya países donde sólo se vive, como sucedía en el Paraguay.

  —107→  

Allí todo, casi puede afirmarse, era del estado, es decir, de una familia: la de López.

El corredor de mi tío era un santiagueño, don Pablo Santillán, hombre probo a carta cabal; el padre de Pablito, que casó con una mujer que era una paloma. Tenía el título de doctor en medicina. Curaba o no. No sé. No fue mi médico. Sólo fue mi compañero de correrías en París y el mortal más parecido que puede darse en estatura y apostura -asómbrese el lector- al general Prim, el paladín español. ¡Tan poco cuerpo para tanta bravura!

*  *  *

Pero el gobierno, en el sentido indicado, padecía de los mismos males de ahora, males que eran denunciados en otra forma y modo, no habiendo los medios de publicidad modernamente establecidos.

Era, sin embargo, arriesgado quejarse. Había, por consiguiente, empleados, funcionarios civiles y militares, judiciales, policiales, altos y bajos, más o menos íntegros, más o menos accesibles, más o menos venales; y eran conocidos como lo eran los grandes contrabandistas, entre los cuales figuraba un personaje de alto coturno comercial, tucumano, y un empleado de copete.

Ambos dejaron millones.

Los del empleado, no era casado por la iglesia, se evaporaron. ¿Cómo? No sé. Como se evaporan tantas cosas después de una revolución, que no deja títere con cabeza.

La gente de antaño, aunque fuera más sencilla en sus costumbres que la de ogaño, no era mejor ni peor que los ejemplares con los que a cada paso nos codeamos.

Era otra gente y nada más.

Vivían de otro modo, pensaban de otro modo, sentían de otro modo, aunque fisiológicamente (no digo etnológicamente) fueran los mismos que hemos visto después, y que todavía vemos, algunos añosos ya.

Téngase presente que el país era muy pobre, que muchas   —108→   cosas que ahora valen, entonces no valían, las yeguas por ejemplo; por eso, ya no usan bota de potro los pocos gauchos que van quedando.

Había más raterías que grandes robos. Ponderativamente podría exclamarse: ¡si no había qué robar! Las puertas de muchas casas no se cerraban o se cerraban mal. Las paredes de los fondos eran bajas en general, y los cercos interiores o exteriores, cosa de nada, lindando con terrenos vagos.

Los mismos dramas, tragedias y crímenes, ocasionados por la pasión -los habrá mientras haya amor y celos-, eran menos complicados que en estos tiempos; porque la vida en general también lo era.

Pero, a pesar de todo, una indagación estadística, comparando los escasos datos que los archivos del pasado contengan, con los que el presente posee, dejaría, me parece, muy mal parada la tesis de los reaccionarios a que me he referido al abordar este punto.

*  *  *

Negar los beneficios del progreso sería como sostener que el jabón no lava.

Otra vez lo he dicho, apoyándome en autorizado pensador: el progreso es «una necesidad».

Y últimamente, cuando estuve en Buenos Aires, a todos los que me hacían el favor de visitarme y escucharme, les repetía: el progreso es una obra mundial, colectiva, anónima, y todos los grandes acontecimientos como el Cristianismo, el descubrimiento de América, la Revolución Francesa y la emancipación de las colonias españolas, portuguesas e inglesas, marcan una etapa en la gran vía de la civilización de tipo humanitario, o sea de la confraternidad del género humano en la igualdad social democrática.

En los campos, el robo, el cuatrerismo eran un modus vivendi. En algunas provincias tomó tales proporciones que el que robaba un zapallo recibía cuatro tiros.

  —109→  

En lo que sí no hemos adelantado mucho es tocante a la empleomanía; herencia que recibimos de la madre patria, que contra ello todavía se debate.

Sobre este ítem la comparación arrojaría cifras desfavorables.

Verdad que la espina dorsal del país -en su estagnación-, no aguantaba como ahora impuestos múltiples y tan pesados como los que vemos; unas veces porque hay perspectivas de guerra, otras porque las tuvimos, ora porque hay una gran inclinación a vivir a costilla del prójimo.

Epilogando: la masa popular, gravada directa o indirectamente, cada vez más y más, y no muy visibles las compensaciones que de ello le resultan, en tanto que la burocracia se difunde boyante, voraz en ambas esferas, la nacional y la provincial.

*  *  *

Habiendo mencionado a doña Polonia Duarte, no quiero dejar de referir aquí un coloquio que tuve con mi padre, anciano ya.

El método adoptado por la índole introspectiva de este escrito me obliga a ello, a hablar de cosas del niño hecho hombre, cuando es del niño del que se trata principalmente, léase: a entrar en consideraciones inactuales.

Era una noche de invierno, al lado del fuego, en Buenos Aires, calle Santiago del Estero.

¿Por qué ahí, y no donde vivía mi madre, calle Alsina? ¡Ay de mí! Todo vendrá a su tiempo.

-Tatita, usted sabe cuánto lo quiero y respeto; pero hay en su vida un punto obscuro, una sombra que me gustaría despejar.

Mi padre tenía confianza conmigo, y si no era cauteloso era muy cauto. No entraba así no más en confidencias. Se puso en guardia, y con esa voz que era un estilo en todos los hombres de la guerra de la Independencia, voz de bajo profundo, que nos hacía tomarlos, a muchos de ellos, por   —110→   más hombres que otros, olvidando que el gran Belisario no sólo era diminuto, sino que tenía voz meliflua de mujer, me contestó, arqueando las enormes y pobladas cejas que adornaban sus grandes ojos negros, redondos, brillantes como azabaches, expresivos, penetrantes:

-¿De qué se trata?

Por el aspecto de aquella transfiguración instantánea y conociéndolo algo me dije: a este toro hay que tomarlo por las astas.

-¿Por qué se separó usted de su primera mujer?

Compuso toda la persona rectificando el desplante, aseguró las gafas y, como quien se prepara a templar un instrumento, arrancó de la garganta dos ¡hum! ¡hum! afinados, que suavizaron su voz:

-Hijo mío...

-Tatita... soy quizá indiscreto (los motivos podían ser, en efecto, de los que no se confían sin rubor)...

-¡No! (su entonación fue de inequívoca sinceridad...)

¡Qué instrumento el de la voz! No es tanto la palabra como el eco, lo que nos ha sido dado para disimular el pensamiento o inducir en error.

Musset cantó:

Cest cette voix du coeur qui seule au coeur arrive.

Recuerdo aquí por asociación persistente de especies en ese orden de ideas algo que se relaciona con el estilo, o modo de hablar, e interrumpiendo el coloquio, voy a interpolar a guisa de indirecta para los que se estiran demasiado; quizá como enseñanza de que la naturalidad en el decir es también un género persuasivo de elocuencia.

Así como los guerreros de la Independencia ahuecaban la voz, así los politicastros del tiempo de Rivadavia, imitándolo a éste que era algo hinchado y retumbante en su lenguaje, llegaron a hacer rodar tanto las «erres» y a abusar tanto   —111→   de la conjunción «y» y de los puntos suspensivos, para darse tiempo de rumiar la frase insubstancial, que lo que nosotros decimos ahora en un verbo, ellos no podían articularlo sino en unos cuantos segundos.

Estilo moderno: Señor presidente, pido la palabra (así es en el Congreso, por ejemplo, ¿no es verdad?...).

Estilo antiguo: Señorrr prresidente, pidooo la palabrrraaa...

Estilo moderno: Sostengo que esto es contrario al reglamento y me opongo a la reconsideración.

Estilo antiguo: Sostengooo queee esto es contraaario al rrreeeglamento yyyy... me ooopongoooo a la rrreeeconsideracióóón...

Pues aconteció que el gobierno de Buenos Aires le mandó un enviado a don Estanislao López para inducirlo en cierto sentido.

El señor don Domingo de Oro era su secretario. Él me refirió el caso.

Don Estanislao conferenciaba; don Domingo esperaba en la antesala, curioso y ansioso, y temeroso de que el caudillo cediera.

Santa Fe estaba en paz o en guerra con Buenos Aires según las exigencias y los intereses de circunstancias de los partidos o círculos porteños.

No quiere esto decir que si estaban de paz hubiera completa seguridad para los estancieros de este lado del Arroyo del Medio.

Del otro, poca o ninguna tela había en qué cortar.

Velai: era la madrugada.

-Levántese, compadre, que aquí le traigo una tropilla de lo lindo, todos cebrunos...

El comandante militar del Rosario, saltando de la cama más pronto que ligero y una vez fuera del rancho a orillas del pueblito:

-¿Y de dónde ha sacado eso, compadre?

-De la otra banda, pues...

-Pero compadre, no sea bárbaro; ¿no ve que el viejo   —112→   (nombre popular de todo caudillo, aunque no lo fuera), ha hecho las paces con los porteños?

-¡Eh! ¿y a mí qué me importa? yo no las he hecho; allá hay buenos pingos, y cuando los necesite he de ir a buscarlos...

El enviado salió... don Domingo entró:

-¿Y qué tal, señor, cómo le ha ido, se han arreglado?

-No, amigo...

-¿Qué le ha parecido el hombre?

-No parece mal sujeto. Pero tiene unas íes tan largas... que me ha hecho desconfiar, y le he contestado que vería...

Debía ser un tonto el tan campanudo embajador. Supe su nombre. Lo he olvidado.

*  *  *

Ahora vuelvo a mi padre.

-«No -continuó-. Antes de contestar a tu pregunta, necesito explicarte que, en mi tiempo, si uno se prendaba de una muchacha no se la galanteaba como ahora. Óyeme: cuando en la iglesia o pasando por su ventana veía uno una joven que le gustaba, para ponerse en relación con la familia y acercarse así a ella, había que buscar una persona amiga de la casa, que diera los pasos consiguientes respondiendo de las buenas prendas del candidato y de sus honestas intenciones.

Entretanto, las miradas furtivas al pasar por delante de la casa, al entrar y al salir, en la iglesia, no cesaban, esperando el día de la presentación.

Las visitas se reducían a lo que verás.

Había el estrado colonial: consistía en una pieza más o menos amueblada, con su correspondiente sofá, o tarima, en algunas casas de ladrillo o adobe, generalmente cubierta de alfombras y cojines. Ocupaba un testero. Enfrente se colocaban las sillas en semicírculo. En ese sofá, o como sofá, se sentaban la dueña de casa, la madre, la abuela, las personas   —113→   principales en suma. Las jóvenes de la familia, sus amigas, y los visitantes de toda edad en las sillas. Aquello era seco, frío, aburrido. Al entrar y salir, le daba uno los dedos de la mano a las personas mayores, y durante la visita apenas hablaba. Sólo, pues, con los ojos podía uno decirse mutuamente: te amo. El tiempo corría. La obra de devastación era cada día mayor. Al fin se sentía uno vencido. El casamiento venía, y con él los desengaños, respecto del carácter y otras particularidades.

No se conocía uno.

Eso me pasó a mí.

Tres licencias tuve, de días. Representan tus tres hermanos: Mauricia, Pepa y Juan.

Al fin resolví vivir en mi casa. El hijo que deseaba había nacido, Juan. Pero lo que no había tenido tiempo de ver en aquellas visitas pasajeras al hogar, tuve que verlo al fin.

Resolví...

-Polonia, le dije un día, vista usted a los niños y póngase su rebozo que tenemos que salir. Obedeció. Era muy bonita. Con el rebozo estaba preciosa. Salimos. Me fui a casa de sus padres, y les dije, mandándola a ella al comedor, para que no oyera:

-Vengo a devolverles a ustedes su hija.

Quisieron discutir, alzando la voz.

-Nada de escándalo, les observé; sería peor.

Esa señora es mi mujer, esos niños son mis hijos, ambos llevan mi apellido; yo pagaré lo que sea menester para que todos ellos vivan decorosamente. Pero ni un minuto más viviré con ella...

Hubo una pausa; mi padre agregó:

-Así fue como me separé de Polonia... -y acentuó el Polonia significativamente.

-Tatita -repuse- usted me dice cómo; yo deseaba saber porqué.

-¡Hijo mío! Polonia era tonta, tonta de capirote; para no   —114→   hacerla infeliz, la devolví a sus padres. ¿Qué me hacía yo con un ente así en mi casa...?

Nos quedamos un brevísimo instante mirándonos, y él, como maliciara que sus causales me habían dejado más enterado que satisfecho, continuó:

-Tenía además otro defecto. ¡Atroz!

-Intenté curarla. Imposible. Las costumbres crean una costra dura como concha de tortuga. Su improlijidad era insoportable. Ya sabes cómo soy yo en esta parte... el aseo del cuerpo.

Sin ese defecto, ¡quién sabe! quizá me resuelvo al martirio de vivir en común con una tonta... ¡era tan linda!»

*  *  *

A más de muy joven, era mi madre muy amuchachada cuando se casó con mi padre, el general Mansilla, y así me expreso y remacho el clavo del pleonasmo por lo que reza de la nota al pie48. Tanto lo era, que un día, retándola aquél a la negra María Antonia, la que después de haberme dado el pecho me servía de niñera, porque frecuentemente al llegar de la calle me oía llorar a gritos, descubrió que mis lágrimas y sollozos provenían de que la autora de mis días me quitaba mis muñecas y juguetes para ella entretenerse.

Viendo la señora que mi padre despedía a María Antonia, ya amonestada varias veces, diciéndole furioso: ¡prontito! ¡prontito! Haga usted su atado (era la fórmula de la realidad), tuvo remordimientos y confesó la cosa.

Cuando mi padre contaba esto, ya grandecito yo, mi madre le daba el vuelto contando ella a su vez un incidente cómico de las primeras noches nupciales.

Tenía ella un miedo terrífico de los ratones, que yo he heredado.

Estaban en la cama, con luz.

  —115→  

¡Mansilla! ¡Mansilla! grita encogiéndose, y acercándosele toda temblante, le echa los brazos al cuello, busca amparo, quiere como fundirse en el cuerpo varonil del afamado consorte, que presa instantáneamente de inexplicable alarma, sólo cae en cuenta al oír: ¡un ratón, sobre la cómoda!

Al lado de la cabecera de la cama estaba una espada que había relucido en Chacabuco e Ituzaingó, que no era desmesurada, pero que a mí siempre me pareció descomunal en los años infantiles, y como cualquier otra cuando a mi turno la blandí en Pavón.

Salta el esforzado guerrero de la cama, en camisa, desprendiéndose de los blandos lazos de su dulce bien aterrorizada.

Nerviosamente empuña el acero exterminador, que por su prenda amada se creía hombre hasta para ratones.

Dice y repite: -No tengas miedo, hijita.

Y denodado entra en lucha de destreza con la desagradable alimaña, que, no teniendo cueva en el cuarto, huye ágil en todas direcciones, sube y baja por los muebles, corre y corre por el suelo hasta que, estrechada en un rincón y viendo que en una estocada le iba la vida, salta sobre la hoja de la espada, y veloz se desliza hasta la cóncava taza de metal amarillo que la guarnece cubriendo la mano del que la esgrime. La roza; mi padre se espeluzna y la suelta, lo cual, visto por mi madre, que en postura de Venus hincada, contemplaba la batalla, la hace estallar en estrepitosa carcajada, exclamando: «¡Y yo que te creía tan valiente!».

*  *  *

Todo cambia con el tiempo, y mi madre cambió perfeccionándose en todo sentido con la edad: la joven amuchachada, que me quitaba los juguetes, se hizo en poco tiempo mujer hacendosa, prolija, metódica, ordenada. Cosía ropa blanca, zurcía medias, y, como mi padre, leía poco. No sé qué escribía éste, pero escribía con frecuencia largas   —116→   horas, y hacía muchos números, cuentas o cálculos. Era agrimensor.

La limpieza era en mi madre algo así como la obsesión de la pulcritud. Si el agua dulce no abundaba, su ingenio la suplía. En aquella casa se vivía fregando: las negritas, las chinitas, las mulatillas acababan por cambiar de olor y de color.

Tenía mi madre una amiga chilena, mayor que ella, Misia Nieves Spano de Campbell, hermana de Misia Pilar, la esposa del señor general don Tomás Guido; yo la llamaba mi tía, por cariño. Se casó en segundas nupcias con monsieur Lefebvre de Bécour, que fue a Buenos Aires con el almirante Mackau. Más tarde fue ministro plenipotenciario de Francia en el Paraná y en Buenos Aires; ambos murieron en Versalles dejando dos hijas, María Rosa y Carlota. Del primer matrimonio dejó tres hijos que viven: Nieves, está en Versalles (¡qué sarcasmo! es improlija), Carlos y Santiago están en la República Argentina. María Rosa, viuda de un hermano del abogado y egregio escritor, Emile Daireaux, vive en París; Carlota casada con un Allard, en Versalles. Son dignas hijas de su madre, que era un dechado de bellas cualidades. Mi madre tenía culto por su memoria. Era proverbial en ella este dicho, cuando se trataba de alguna cosa del interior de la casa hecha como es debido, de alguna habilidad relacionada con la economía doméstica, o de algún artificio discreto de tocador: esto me lo enseñó Nieves. Sobre el referido particular, el aseo, los movimientos de mi madre eran isócronos con los de mi padre, tan en extremo cuidadoso respecto de su persona que no sufría barbero, por no ver manos sin esmero. «Daría no sé qué, solía decir, por poder cortarme yo mismo el cabello, tan fácilmente como he conseguido afeitarme por no sentir en mi cara dedos con uñas de luto. Estos europeos que tantas cosas inventan, bien podían inventar una máquina para cortarse uno mismo el cabello».

No era mi padre muy amigo de los perfumes. En esto no conjugaba del todo el mismo verbo con mi madre que   —117→   sahumaba y sahumaba. Ella no padeció jamás de la cabeza (yo como ella). Él sí. Algunas veces solía decir: ¡Qué fuerte está esto! La casa, en efecto, los muebles, la ropa, interior y exterior, todo, todo estaba saturado de alhucema, de benjuí, de pastillas del Perú, de pebetes, de mezclas de todas clases, e ainda mais, de muchas flores: rosas y junquillos, claveles y violetas, nardos y jazmines, aromas y azahares, cedrón y cedrín.

Ella y él amaban apasionadamente las flores, que cuidaban y cultivaban con sus propias manos, siendo los dos muy entendidos en cuanto se refería a tan agradable entretenimiento.

*  *  *

De esta afición a los perfumes y a las flores viene la leyenda sobre las ventanas de Agustina Rozas, que daban a la calle Tacuarí, las de su dormitorio y costurero (especie de salita de confianza) de que habla Mármol en Amaka, mezclando los efluvios gratos que de ellas se desprendían con ciertas fantasías de partido más o menos molestas para el amor propio, como que los vidrios de esas ventanas (¡qué calumnia!) estaban siempre sucios; todo lo cual ha influido en mi destino mucho más de lo que se piensa, según lo veremos.

Vamos ahora a describir someramente el exterior y el interior de esa casa donde mi padre vivía ya antes de casarse con mi madre, siendo inquilino de mi abuela, casa donde nacieron mis hermanos de ambos sexos, Eduardita, Lucio Norberto (idéntico a mí), Agustina Martina (que murió de meses) y Carlitos; aunque mejor será que primero me detenga un momento a esbozar cómo eran física y moralmente mis padres, que veo fotografiados al través de tres momentos de mi vida distintos y distantes; la edad madura, la adolescencia, la infancia.

Mi memoria es feliz, muy feliz, particularmente en lo que a la primera edad se refiere, tan feliz que recuerdo,   —118→   ahora, en este mismísimo instante ni más ni menos que si de algo de ayer se tratara, que cuando tenía apenas cuatro años mi tía Encarnación Ezcurra de Rozas me llevó a la estancia del Pino.

En una cama muy ancha entre ella y mi tío Juan Manuel dormía yo el sueño de la inocencia (¡que no dure más!).

Una noche sentí que me sacaban del medio...

La facultad biológica de la retroactividad mnemónica, o sea el fenómeno de una imagen más neta de lo que pasó hace muchos años -visión casi luminosa-, comparado con el recuerdo vago y confuso de escenas posteriores (prescindo aquí, por supuesto, de toda teoría científica sobre la memoria orgánica), debe provenir de que, en la primera edad, las impresiones se localizan dentro de un radio muy limitado, siendo reducidas en número y el cerebro más apto para estamparlas en sus celdas misteriosas a la manera de signos eléctricos en la cinta de Morse o en un disco fonético.

Un niño piensa en pocas cosas.

La evocación de sus emociones diversas, sensaciones: lo que vio, lo que oyó, lo que repitió; es por eso una operación mental sencilla, cuando nos hacemos hombres.

No olvidamos las definiciones gramaticales, las reglas aritméticas, los axiomas escolares, los rezos que la piedad materna tantas veces nos enseñara, con la misma facilidad con que olvidamos hasta los mismos párrafos de nuestra propia composición y nos contradecimos.

Los versos más persistentes en la memoria son las odas del estudiante luchando Roma contra Cartago.

La vida se complica viviéndola.

Ciertas aberraciones de la retentiva: afasias no del habla, sino de hechos, de actos, de trances, algo así como soluciones de continuidad cuya causalidad es un arcano como el de los sueños, de ahí provienen.

Hay momentos en que la existencia se intrinca de tal manera, que es como carrera vertiginosa serpenteando en   —119→   dédalo enredado. Todo es intenso; pero de las más hondas emociones sólo queda la confusión vaporosa de la embriaguez o del miedo.

Esos momentos, mientras tanto, han tenido ulterioridades decisivas. Muchos «cómo», muchos «porqué» están en ellos a la manera del protoplasma en la célula y pueden ayudar a discernir la fatalidad del temperamento.

*  *  *

Según lo que acabo de decir a propósito de mis facultades, recordativas, falla la regla de La Rochefoucauld que «todos se quejan de su memoria y nadie de su juicio», puesto que si de algo hubiera de quejarme, y no me estoy quejando de nada, sino consignando circunstancias, hechos y tal cual reflexión de que no puedo prescindir, es de no poder olvidar de lo que me quejaría.

Pero para que el moralista no falle del todo, diré que si mi memoria es feliz en un sentido, no lo es en otro.

Tengo lo que llamaré la memoria topográfica de los libros, es decir, la página, o más o menos donde se halla algo que necesito revisar.

Tengo otra memoria, ésta es muy personal, no la he hallado en otros, al menos tan vivaz como en mí: podría hacer columnas cerradas de vocablos y decir dónde los aprendí. Por ejemplo, un americano del Norte, siendo yo muy joven, me enseñó en Esquina (Corrientes), la palabra «cosmos»; Santiago Arcos «arquetipo», y un viejo de San Luis, vecino de Achiras (Córdoba), «farellon».

Sería largo el continuar.

Lo que no puedo, hasta lo corto me cuesta un trabajo enorme y se me olvida con facilidad, es aprenderme a mí mismo de memoria (lo ajeno me cuesta menos); lo mío, estoy seguro de alterarlo, no en el fondo, en la forma. Improviso en cambio con facilidad. Pero he rehuido siempre hacerlo en momentos de duelo.

Cuando he debido pagar mi tributo a las circunstancias,   —120→   me he leído (no lo hago mal, aunque no como Mariano Varela; nadie leía mejor que él, admirable).

Sólo una vez, es cierto que instado, al depositar en su última morada los restos del insigne general don Tomás Guido, dejé de hacerlo.

¡Qué día horrible!

La naturaleza me ayudó, pues a las primeras palabras que pronuncié, el cielo, que estaba negro, clareó, y cesando la lluvia torrencial salió el sol, como saludando en aquel prócer triplemente ilustre, amigo, confidente y consejero de San Martín, a todos los guerreros y patriotas de la Libertad y de la Independencia de América.

Me parece una falta de respeto al que se va y a los que se quedan, no leer en tales actos, que puede uno equivocarse y no son las tumbas sitios para enmendar la retórica.

No hay idea de lo que me costó aprender bien el pequeño discurso que, en francés, debí hacerle, viva voce, sabiéndolo es de regla, al emperador de Alemania, aunque fuera breve.

Estos discursos49 (cuestión de protocolo que acato hasta en estas páginas), no se publican; de modo que el mío (y le gustó a Guillermo), yace durmiendo el sueño del olvido en el Archivo de Relaciones Exteriores hasta que yo crea llegada la hora de contar públicamente mis conversaciones con el zar de Rusia, con el emperador de Alemania y con el emperador y rey de Austria-Hungría, conversaciones que no carecerán ni de interés internacional, ni social, ni privado.

Imagínese el lector que por mí se sabe una cosa, en el mundo diplomático, bien entendido: en qué lengua habla el emperador de Rusia con la emperatriz, es decir, cuál es la lengua de su intimidad.

Y como ha de pensar que en ruso, o en alemán, o en dinamarqués, sorpréndase: hablan en inglés.

  —121→  

En este orden de ideas, y ya que en ello estamos -en la intelectualidad-, hago constar: que no sé copiarme. Si me pongo a hacerlo me corrijo; me corrijo, es la vida perdurable, máxime si se trata de lo que no he dictado. Cuando dicto me oigo, y no teniendo que pensar en la materialidad de la escritura, mientras otro escribe, yo puedo rumiar. En el otro caso, siendo mi pensamiento más activo que mi pluma, resulta que, al releerme, noto que he omitido cosas esenciales, lo cual también me acontece cuando dicto, aunque en menor escala. Por eso, con su letra clara, esto me lo está poniendo en limpio mi mujer (públicamente le doy las gracias). Veré la prueba. Es indispensable. Pero por caridad no haré como Balzac. Era el terror de los tipógrafos; tanto y tanto enmendaba. Muchos solían exclamar: du Balzac, merci, jamais!

*  *  *

De mi madre, físicamente, me acuerdo menos bien que de mi padre. A éste lo veo alto, robusto, blanco mate el rostro, muy pálido (el cuerpo lo tenía blanco como leche), sin pelo de barba (el bigote vino después como signo federal), derecho como un huso, redonda la cara, con unos ojos obscuros muy vivos, la nariz aguileña característica, la boca de labios gruesos irónicos, algo sensuales; negro el rizado cabello, imponente caminando, o riéndose a carcajadas cuando algo le hacía gracia; tomando rapé o fumando puros paraguayos, vicio que dejaba de repente diciendo y haciendo: «Éste es el último cigarro que me hace daño, ¡puh!».

Nunca blasfemaba tampoco, ni decía palabras indecentes, si bien era picaresco en sus conversaciones. En este sentido, todo lo contrario de mi madre. Jamás le oí jota incorrecta, y si por acaso nos oía algo, de eso que se pega de los criados, el reto no se hacía esperar.

Más a mi padre que a mi madre he salido en esto, pues si de cuando en cuando echo un terno no me voy a la   —122→   otra alforja como Emilio Alvear, aunque fuera, como era, lo que se llama un hombre comme il faut, de cortesía notoria. Pero había adquirido una costumbre. Era en él, como en otros, cierto tic (comerse las uñas, por ejemplo), algo de invencible, el echar ajos.

Un día le observaron:

-Don Emilio, mañana no se distraiga, que habrá señoras y al champagne diga algo.

Llegó el momento, estaba distraído, habiéndose portado bien, digamos, cuando hacerle una seña significativa y exclamar poniéndose de pie: «¡Ajo!, ¡me había olvidado!», fueron actos simultáneos.

Su expediente era grande, lo mismo que su talento: ni se dio por entendido, y las frases iniciales dedicadas a las damas, le bastaron para conquistar su indulgencia y algo más.

*  *  *

Vuelvo a mi padre.

Sólo una vez me puso las manos. Un día en que me salí sin decir nada, un momento, me esperó.

-¿De dónde vienes?

Se me ocurrió esta excusa de muchacho medio zonzo:

-De confesarme...

-Pues toma -y comenzó a llover un fuerte granizo-, para que otra vez no juegues con eso, y has de saber que los niños no se confiesan sin permiso de sus padres.

A lo que yo repuse:

-Pero si no me he confesado, tatita, si San Juan estaba cerrado.

-Pues toma -y siguió-, por la mentira que me acabas de echar.

Tomasito Guido anduvo más feliz una noche en que, a deshoras, se topó con el general.

Rozas lo había hecho llamar.

-¿De dónde vienes, Tomás?

  —123→  

-Papá, de comprarme una divisa... -los dos eran distraídos en alto grado, como todos los Guido, más o menos-, siguieron su camino.

Si mi padre se reía con amplitud, mi madre sólo se sonreía.

Yo soy en esto así.

Raramente estallo.

En cuanto a lo otro, a lo de cascarme, su sistema era el antiguo, agravado por las costumbres coloniales, la esclavitud, las encomiendas de indios.

La Biblia dice: «No le escasees al muchacho los azotes que la vara con que le dieres no ha de matarlo». Pues me daba con frecuencia, sin irritarse, como quien le aplica al doliente una cataplasma caliente.

A mi padre lo respetaba. A mi madre la temía. A los dos los quería. Y no me llamaba la atención siquiera, que a mi hermana Eduardita, tres años menor que yo, jamás la tocaran, de tal manera el instinto me decía que hay cobardía o crueldad en pegarle a una mujer.

Verdad que era monísima, inteligente, lista, donosa, más parecida a mi padre en la cara que a mi madre, según siempre dijeron, siendo yo idéntico a la señora entonces, no así en mi madurez. Sólo tengo la impresión de cuando se lavaba la cabeza: con el negro cabello suelto, cayéndole sobre las espaldas en abundancia me hacía el efecto de una entidad mitológica; bien entendido que la sensación del pasado es una traducción de actualidad, la imagen vista con lentes, digamos, perfeccionados por cierta instrucción. También recuerdo su voz a punto de parecerme que la oigo enseñarme a cantar: «Señora santa Ana, ¿qué dicen de Vos? Que eres soberana y abuela de Dios».

El eco de mi padre no lo recuerdo. Más tarde sí, lo veo mejor en todos sentidos; vestido de militar, por ejemplo, mandando una parada el 25 de Mayo, proclamando las tropas. O doblando fácilmente con los dientes, tal era su extraordinaria fuerza maxilar, un patacón, ni más ni menos que si hubiera sido de suela estampada.

  —124→  

El recuerdo se evapora. Se va a San Nicolás de los Arroyos. La memoria de mi madre se acentúa. Ya comienzo a columbrar que era bella. Vendrá la época en que suelo mirarla extasiado diciéndome a mí mismo: ¡Qué hermosa mujer, parece una diosa! Será la misma época en que instintivamente estudio y comparo los dos caracteres, las dos naturalezas, los dos temperamentos, las dos influencias sobre mí. A los dos me parezco física y moralmente. Pero más a mi madre. Ella se parecía más en todo a mi abuela, por la que tenía una pasión ciega.

«Quiero parecerme a mi madre hasta en sus defectos si los tenía», llegó a decirme una vez; y como yo le hiciera alguna observación: «Pues hasta en vicios», insistió.

Mi madre era mucho más vehemente en todos sus afectos que mi padre, quizá menos constante, aunque fuera menos versátil y más persistente, en el propósito inmediato, viviendo mucho en el presente, mientras que mi padre, en esto me le asemejo, estaba siempre con la imaginación en lo futuro, pronosticando. Era una monomanía. A tal extremo lo poseía, que compró el cajón para que lo enterraran, cajón más sólido que lujoso que estaba bajo su cama.

-Cuando me muera -decía-, no quiero dar mucho trabajo.

Esta luctuosa previsión se cumplió (¡que no se cumplieran otras!), pues como dejó de existir cuando la gran epidemia de fiebre amarilla (¡qué días de espantoso pánico!), no habría sido fácil procurarse aquel último envoltorio. Dentro de él y en el modesto sepulcro mandado también construir por su neurosis del más allá, en cuanto se sintió decaer, yacen sus restos venerandos.

No murió de la fiebre amarilla.

Murió de pena... yo estaba herido... me creyó muerto no viéndome...

Recomiendo, ya que de cosas tan tristes hablo, mi Causerie «Los cuatro gatos de mi padre».

Mi padre tenía más vanidad, mi madre más orgullo. Mi padre era rumboso, mi madre dadivosa. Mi padre era   —125→   inclinado a dejarse guiar por las prescripciones rigurosas de la justicia; mi madre por el sentimiento de la conciencia atormentada. Mi padre tenía la comprensión rápida, mi madre lenta, y yo así. Mi padre solía estar ocioso, mi madre nunca. Mi madre era algo violenta, mi padre no. Mi padre amaba la música y escribía en verso lo mismo que en prosa fácilmente; mi madre no era aficionada a la música, ni a la poesía; ni a andar a caballo como él. Mi padre era consumado bailarín, mi madre no bailaba sino por compromiso.

Los dos tenían grandes seducciones de palabra, siendo mi padre suspicaz y mi madre sutil. Mi madre era más persuasiva. Mi padre no inspiró grandes pasiones, mi madre sí. Mi madre supo ser vieja, arte difícil, mejor que mi padre anciano, midiendo con más acierto y más tacto las distancias y viéndose mejor en el espejo. El flaco de mi padre era mi hermana Eduardita; el de mi madre Carlitos, el Benjamín de la casa. ¡Angustioso recuerdo!

Lucio Norberto, que murió trágicamente en Cádiz, y que así se llamó por nacer el mismo día del santo de mi padre, 2 de marzo, mientras comíamos, y yo, que me llamo Lucio Victorio por ser el primogénito y haber nacido el día de Santa Victoria, nos llevamos por esa causa lo mejor de los coscorrones de mi madre; y sea dicho entre paréntesis, no tantos como merecíamos.

*  *  *

Este mi desgraciado hermano, que se me parecía como si fuéramos gemelos, teniendo cinco años menos que yo, fue a Europa después de la caída de Rozas.

Mi padre lo puso en Inglaterra en un colegio de jesuitas: era un impulsivo exuberante.

-Papá, no quiero estar aquí -escribía.

-Pues has de estar, que quiero que aprendas inglés -contestaba mi padre.

  —126→  

-Si no me sacas, me voy a tirar del balcón a la calle -replicaba Luchito (era su nombre popular).

-Tírate...

Los padres escribían: «El joven Lucio se ha arrojado del balcón del segundo piso y se ha roto un brazo...».

Lo trajeron a París. Aquí conoció al fecundo dramaturgo Scribe, que se constituyó en su protector cerca de mi padre para que no lo pusieran a pupilo en colegio alguno.

Cedió.

Las consecuencias fueron que se escapó de París... yéndose a España.

Allí mi padre lo ayudaba por debajo de cuerda. Inútil. Rugían dentro de su alma violentas y fatales tempestades.

En Cádiz se enamoró. Dio, estando en la plaza de la Palma -era una noche de luz-, cinco minutos de plazo para que la joven, objeto de su pasión le dijera «te amo»; y como la dulce palabra no se oyera, se oyó un tiro: mi infeliz hermano se había hecho saltar la tapa de los sesos... detrás de su amada, teniendo el reloj en la mano izquierda.

Otro flaco tenía mi madre: su hermano Juan Manuel, al que le decía «tatita», y mi padre el del señor Domingo de Oro que, al morir, les dejó a sus hijos este testamento: «Amen siempre a Agustina Rozas», testamento que tiene una brevísima historia sentimental, edificante.

Amándola, jamás la cortejó a mi madre porque era la mujer de su amigo íntimo.

Mezclando todos estos ingredientes, creo que podría llegarse a hacer de mí un compuesto de partes casi iguales con este rótulo: hijo legítimo de sus padres. En lo externo no cabe duda, aunque el signo suele no ser infalible. El consenso de las gentes que a los tres nos han conocido, dice que me les parezco mucho, ahora viejo, ya más que en la juventud, a mi padre.

En la adolescencia tanto me parecía a mi madre, que en la tertulia de Manuelita Rozas -Bernardo Irigoyen debe acordarse-, solían ponerme un pañuelo en la cabeza a guisa de cofia, exclamando todos y todas: ¡Agustinita!, lo   —127→   cual me daba mucha rabia, aunque las mujeres me comieran a besos, golosina a la que en esa edad no se le toma todo el sabor posterior.

*  *  *

La tantas veces ya mencionada casa tenía puerta a la calle Potosí (Alsina). Estaba distribuida poco más o menos como las casas antiguas algo centrales, casas que se van, quedando una que otra, como muestra, por el barrio de Santo Domingo.

Repetiré lo dicho en otro de mis escritos: lo que más resiste a las mutaciones de Buenos Aires es precisamente el perímetro donde los españoles resistieron gloriosamente a la invasión extranjera. Y todo se irá poco a poco -lo viejo, es la corriente-, menos las balas que incrustadas en las torres del templo están diciendo como símbolo de elocuencia muda: Amour sacré de la Patrie!

A la derecha había una pieza independiente con ventana a la calle. A la izquierda estaba la sala, con dos ventanas ídem. Seguía una antesala con sólo puerta al primer patio, en el que una gran alberca, adornada de plantas diversas, estaba cantando: aquí se aman las flores. Un sirviente las refrescaba con regadera. Mi padre le había enseñado a mi madre a manejar los utensilios de jardinería, pocos entonces, que esgrimía bien, eso sí, calzando guantes viejos para no ensuciarse las manos, que eran en ella asunto de tocador importantísimo.

El señor don Marcelino Rodríguez, gran amigo de mi padre, muy entendido en todo lo referente a jardines y quintas, le había dado lecciones provechosas sobre podar e injertar, y la señora llegó a saber injerir yemas de un árbol en otro perfectamente.

En la calle de Tacuarí, mirando a la crucecita de San Juan, mi padre tenía un terreno con muchos árboles frutales, donde mi madre lucía sus habilidades y su suerte, que   —128→   también la fortuna se mezcla en trotes de injertar con provecho.

Quedaba esto -que se llamaba «el jardín»-, al lado de la casa del señor don Marcos Agrelo, el escribano, amigo y tertuliano de mi padre. A él, con sus anteojos verdes, regordete, ágil, lo estoy viendo lo mismo que veo las higueras del jardín hasta casi sentir el sabor de sus óptimos higos blancos de España, que era como los llamaban; exquisitos higos, que daban frecuente motivo de queja, no resistiendo los muchachos y sirvientes de los fondos, a la tentación de saltar las paredes para mochar algunos.

Seguía el dormitorio de mis padres, el famoso costurero de mi madre, y cuatro piezas más sin ventanas a la calle.

*  *  *

Al decir famoso, no pondero. En él estaba la bandera que, por decreto del entusiasmo libertador, se había ordenado a todo el mundo enarbolar, le gustara o no la caída del tirano.

Claro está que mi madre obedecía con todo dolor de su corazón, lo mismo en esto que en la exposición de luminarias, signo de regocijo.

Era el 5 de febrero.

El júbilo ostensible de los vencidos debía durar tres días. Mi madre no tenía más banderas que las patrias federales, es decir, las que habían reemplazado el celeste por el rojo. Ésas puso, y las menos candilejas y fanales posibles.

Sarmiento (teniente coronel del Ejército Grande), acertó a pasar por allí. Una de las banderas tenía un agujero en el sitio mismo donde en la verdadera bandera nacional debe estar el sol. El agujero aquel, y sin que en ello se mezclara para nada el sentimiento patriótico, ni el que la casa fuera la de la hermana de Rozas, circunstancia que el viandante ignoraba, ejerció en su retina una impresión magnética y mecánicamente metió en el círculo, destrozando el   —129→   trapo, la espada envainada que, por comodidad, no llevaba al cinto.

Fue esa la explicación que en Río de Janeiro me dio, explicación que acepté pareciéndome plausible. Él habla de esto en uno de sus libros (Boletines del Ejército Grande, me parece).

Estábamos en el Brasil. Yo con mi padre, que, caído Rozas, se iba a Europa, y él, que desencantado de Urquiza por haber hecho su entrada triunfal en Buenos Aires con sombrero de copa y divisa colorada, se iba a Chile a conspirar.

Nosotros, esperábamos el vapor inglés del Norte; él esperaba el del Pacífico.

El viaje en el Menay, entonces había que ir a Río a tomar el transatlántico de gran calado, lo habíamos hecho juntos.

Iba también Máximo Terrero.

Durante la travesía, ofendido yo por lo de la bandera, y a pesar de las exigencias de mi padre, no quise saludar siquiera al hombre. Entre él y mi padre había un vínculo: la amistad íntima de ambos con el señor don Domingo de Oro, el único hombre quizá que en su fuero interno Sarmiento admiraba, siendo como era un autoteísta.

Paramos en el mismo hotel.

Comíamos los tres en mesa separada.

Ellos charlaban.

Yo, nada.

No hallaba oportunidad de hablar donde quería, en la calle, pues mi padre me había dicho: «Cuidado con molestar aquí más de lo que lo has hecho a bordo a Sarmiento».

Los sucesos, y cada cual por sus razones, constituían otro guión o punto de contacto entre ellos.

Mi padre era impresionable, Sarmiento entusiasta. Ambos convenían en lo mismo: «Éste, por lo que ya hemos visto -decía Sarmiento-, no será mejor que Rozas. Yo me voy   —130→   a Chile, véngase conmigo, conspiraremos; basta de gauchos, mi general», agregaba Sarmiento.

Y si no hubiera sido yo, lo arrastra.

Aunque con poca experiencia de la vida y quizá por no serme simpático Sarmiento, en ese momento, la inspiración del afecto filial y la intuición del futuro me hicieron hallar argumentos convincentes que lo disuadieron.

Entre otras reflexiones les hice ésta: «Cuando Sarmiento diga: "Abajo Urquiza ", le creerán. Cuando usted diga lo mismo, harán un comentario inevitable: pretende restaurar a su cuñado. No, tatita, mi tío no volverá ya a gobernar. Vienen otros tiempos. Sigamos para Europa» (y seguimos).

Al llegar aquí me digo: ¿Estaré confundido? Máximo Terrero iba con nosotros en el Menay. Esta duda me asalta porque no lo veo en el hotel «Dos Estrangeiros» (que aún existe), ni tomar parte en aquellas conversaciones que, en cierto sentido, debían complacerlo. Tampoco lo veo a bordo del vapor grande que nos llevó a Europa, desembarcándose mi padre en Lisboa. Yo seguí para Southampton, y allí sí lo veo a Máximo, piloteado por mí como intérprete, buscando una casa quinta para mi tío. No le escribo, porque ni estas consultas le placen ni está físicamente habilitado rara contestar la verdad, siendo, como siempre lo fue, veraz; sino porque el mal de que padece queriendo decir «sí», puede hacerlo cambiar la afirmación en «no».

*  *  *

Sea de esto lo que fuere; la oportunidad que yo deseaba llegó.

-¿Por qué no sales un rato, hijo? -me dijo mi padre, cuando Sarmiento se despidió con la fórmula usual: Hasta luego.

Salí, instintivamente, apreté el paso, a poco andar lo divisé a Sarmiento. En un abrir y cerrar de ojos estaba a su lado...

-¡Caballero!

  —131→  

-¿Qué hay?

Usted me debe una satisfacción por haberle faltado el respeto a mi madre.

-¿Yo?

-Sí (y nervioso y brevemente referí el caso).

Sarmiento, con aire de verdad, me dijo que me daría una satisfacción si en ello insistía.

Pero que antes oyera una explicación.

Y se explicó, y como lo que dijo me pareciera plausible, me di por satisfecho.

Este incidente y otros posteriores que no son para esta parte de mis Memorias, aclaran el por qué Sarmiento me escribía de Nueva York una carta (que ya me vi obligado a publicar años ha), carta que comenzaba así:

«...Una misteriosa serie de acontecimientos ha hecho que usted sea hechado (conservo la ortografía, la sé de memoria), en mi camino siempre de una manera honorable para usted.

Fue usted el amigo que cerró los ojos de mi malogrado hijo, así como antes se había convertido en su mentor y su guía. Soy, pues, su deudor y pagaré esta deuda de inmensa gratitud con un afecto que será tan duradero como mi existencia.

En nombre de nuestro dolor común, en presencia de la sombra plácida de Dominguito, le pido a usted su amistad...».

Era esto después del asalto de Curupaití. Yo había sido, en efecto, mentor y guía de Dominguito, que estaba en mi batallón, el 12 de línea; mandaba la 3.ª compañía el día aquel terrible y glorioso. Pero no cerré sus ojos.

Cayó mortalmente herido en la retirada.

Yo había salido del campo de batalla para la ambulancia. Y aquí corto estos párrafos...

El recuerdo inefable de aquel niño, que era una esperanza para la patria, está en mi corazón.

En el amor fraternal que le profesaba hay un misterio...   —132→   y si, como dice Michelet, «la historia es una resurrección», no sería maravilla que en lo que me propongo escribir una vez terminadas estas páginas preparatorias, se alzaran algunas sombras a las que trataré de darles cuerpo, alma y animación para que digan algunas verdades, a no dudarlo provechosas, en todo caso confirmatorias de que no hay culpa sin castigo mediato o inmediato acá o allá.

El comedor quedaba entre el primero y segundo patio con salida a los dos; tenía una ventana de reja que permitía ver la puerta de calle, algo velada por la alberca, y pasar, de cuando en cuando, uno que otro pedestre o jinete. Comunicaba con el costurero. ¡Qué puerta aquella! Representará un local importante en la escena cuando lleguemos a los días en que mi madre insistía e insistía en hacerme guitarrista, sosteniendo con lord Chesterfield (era, con la gramática de Chantreau, uno de los pocos libros de entonces que recuerdo; después creció la biblioteca, influyendo en ello Miguel de los Santos Álvarez, Santiago Arcos y el barón de Mareuil), sosteniendo, decía, con aquel instructivo autor, algo laxo, a veces: que tocar bien un instrumento (con tal que no sea la flauta buena para el dios Pan) vale tanto como un pasaporte diplomático para entrar en los salones del beau monde.

¿Músico yo?

¡Empeño vano!

En mi caracol membranoso, órgano en extremo complejo, la impresión de las ondas sonoras apenas me ha dado la justa medida del compás para bailar como es debido.

Sólo por asociación de recuerdos la música me ha conmovido alguna vez. Los tambores y los clarines me electrizan siempre.

Comprendo, percibo, siento cuando tocan o cantan mal y me molesta. Pero no experimento deleite o complacencia,   —133→   fruición alguna, cuando es el caso contrario. La Patti tuvo que creerlo.

*  *  *

Un zaguán a la izquierda del primer patio daba acceso al segundo.

Era sombrío de día, tenebroso de noche, que la luz, lo mismo que el agua dulce, eran artículos literalmente de lujo.

Ya se verá.

El carro del agua: una pipa con manga de cuero, campanilla y canecas a los lados, sobre un tren de dos ruedas, que un buen caballito fortacho tiraba; porque la faena era dura, en verano por el calor, en invierno por el frío, teniendo que hacer repetidos viajes al río, unas veces cerca la playa, otras lejos según los vientos.

El aguatero, o el aguador, era esperado con tanta impaciencia como el panadero con sus árganas, el lechero con sus tarros, el pescador con sus ristras, y el moreno o la morena con sus canastos y tableros gritando: Duraznos y pelones, pasteles y empanadas calientes, haciéndoles coro los vendedores, morenos casi siempre, de chicha algarroba, de tripas y mondongo, y otro grito popular: «Llorá ñiño, que no llora no mama. ¡Alfajore dulci, leche! ¡Llorá, ñiño! ¡Mazamorra! ¡leche gorda!».

Esto último hasta que llegó el vasco y desalojó al criollo con la leche aguada.

El negro y el mulato, el moreno y el pardo más cortésmente, son tipos que se extinguen, como el gaucho sin pago fijo.

El negro y el mulato tenían su prestigio.

Éste pasaba por ser muy inteligente, aquél por ser muy fiel.

Y entre las negras y las mulatas se reclutaban generalmente las amas de leche.

Los negros tenían más prestigio que los mulatos.

  —134→  

Sus procesiones jocundas, con trajes multicolores carnavalescos y sus candombes al son de broncos tamboriles, eran fiestas que impresionaban la imaginación de los niños.

Yo nunca comprendí qué significaba la nación benguela, la mozambique, la congo, con sus reyes y sus reinas y sus grandes dignatarios.

En casa había una negra, que se decía con orgullo, como ahora que una nacionalidad no quiere ser confundida con otra: -yo soy benguela; Tomás es congo.

También tenía fama, merecida, el negro, de ser valiente.

Cuando se calientan, son terribles, decían.

El mulato pasaba por hombre inseguro. Hay la misma preocupación en Europa.

Acción de mulato dicen en España, en Portugal, en Francia.

Yo no he tenido oportunidad sino de experimentar al mulato en el blanco.

A propósito de aguatero (que triunfó como ha triunfado en España nimiedad, haciéndose sinónimo de cosa de poco monto, acepción argentina), oigo a mi tío, don Francisco Saguí (el que nunca se puso chaleco colorado, amigo de Rivadavia), discutiendo, como purista que era, que no se debía decir así, sino aguador, y a alguno de mis otros tíos y tías alrededor de la cama en que mi abuela, tullida, recibía sus visitas, inacabables visitas, tanta parentela tenía, argumentar:

-Amigo, aquí no estamos en España; déjese de diccionario de la Academia; eso está bueno para Muñiz.

Se referían al respetable señor doctor don Francisco Javier Muñiz, socio correspondiente del clásico instituto.

No sé por qué mi tío Francisco sostenía que pantano era esdrújulo.

Lo cierto es que una vez lo derrotaron con su propio diccionario, lo cual, no obstante ser muy pacífico, le dio mal disimulada rabia.

Mas él no exclamó como yo que en la exaltación de   —135→   una disputa con don Emilio Mitre (era como le llamaban al querido general), viéndome sentenciado en contra, por la misma autoridad que habíamos convenido en consultar, grité tonante: ¡Miente el diccionario!

*  *  *

Al consignar lo del zaguán sombrío y tenebroso, no he tenido en vista abundar en pelos y señales, sería pecar de difuso.

Es que, al mirar tan lejos, si no he experimentado ninguna sensación propiamente hablando, he visto, como Goethe, no con los ojos de la cara, sino con los de la inteligencia, renovarse tenuemente alucinaciones que, en otro tiempo, me postraron, haciéndome sentir en un caso y ver en otro lo que no era en realidad, lo que no podía ser efectivo.

Una noche, cruzando el dicho zaguán -imponente como boca de lobo-, sentí que unas manos armadas de las uñas del diablo, que en la iglesia de San Miguel está a los pies del Arcángel, me agarraban de las nalgas... y me caí desmayado dando un grito de desesperación... y vaya esto por cuenta de los que para hacerme dormir me asustaban con ruidos de cadenas, con Lavalle y con ese mismo diablo que no sé cómo ahora mismo no viene a llevarme.

Otra vez fue en los lagos de Cumberland.

Pero yo no era niño, tenía dieciocho años. Había estado en Escocia. Iba de Glasgow a Londres. Allí, en aquella tierra de cuentos extraordinarios, todas las noches en la casa de Mr. Cotesworth -vecino amabilísimo de Edimburgo, en cuya casa paré-, si no se sentían duendes, se hablaba de ellos.

Los huéspedes de ambos sexos eran no menos de una docena, y cada cual refería, por turno, su historia espeluznante. Me recogía casi tiritando de emoción disimulada. La vela, que en pulido candelero de cobre Mrs. Cotesworth nos daba al decirnos good night -vela, calculada para usos   —136→   momentáneos-, la consumía enterita. Las sombras me parecían más preñadas de peligros indefinibles bajo la influencia de las narraciones referentes a apariciones y ruidos, puertas y ventanas que se abrían y cerraban (por arte de birlibirloque) sin nunca jamás poder dar con la causa fenomenal del hecho, que nadie ponía en duda, tanto la imaginación nos inclina a creer en gnomos maravillosos.

Cuando siguiendo mi itinerario me detuve en Winder Meer, debía tener la cabeza, como se comprende, hecha turumba, llena de lo que había oído, sentido (en casa de Mr. Cotesworth había una muchacha divina, una Ofelia), y no menos llena de lo que había visto en Holyrood, última mansión de Walter Scott, y días antes en Newstead Abbey cantada por Byron (Don Juan, XIII, LV):


The mansion's self was vast and venerable
With more of the monastic than has been...

Una vez en el hotel me informé, y al rato ya estaba a orillas del lago, claro y plácido como el Leman.

Alquilé una barca con dos remadores y tres cantores que tocaban la bandurria.

Íbamos lentamente viendo de paso las cavernas marginales y los fuegos diamantinos de las estalactitas.

Era aquello de la más poética monotonía.

Los músicos cantaban imitando el acento yanqui de ciertas canciones populares en Estados Unidos. La vibración la tengo en los tímpanos todavía:


I have been to the cast,
I have been to the west,
I have been to the North Carolina,
And I have seen all the girls in China!

Es de lo más tonto.

¿Pero acaso sólo nos acordamos de lo sublime?

¡Ay de mí!

Suele suceder lo contrario.

Volví al hotel, mareado, aturdido, hipnotizado: ¿Cómo?

  —137→  

No sabría decirlo.

El comedor, pequeño, quedaba a la derecha; entré, no había nadie, me senté a la cabecera de una gran mesa de caoba tersa como un espejo, mirando la puerta de entrada; apoyé la cabeza en ambas manos, tapándome el rostro, me quedé así un instante apretando los ojos (la imagen se formaba en la retina...); los abro, me incorporo, retrocedo, giro huyendo del fantasma alrededor de la mesa; el fantasma se dibuja: es una mujer de cara demacrada, vestida con sayal mezclilla y gorra color paloma torcaz a la cuáquera; me sigue... caigo desmayado de pavor, hago ruido, vienen, me dan éter, vuelvo en mí, pregunto, averiguo: nadie había entrado tras de mí al comedor, nadie... Pues he visto, me dije, el genio del mal, y esta idea (el genio del mal mío) me persiguió años y años; no la evoco ahora perfectamente tranquilo, y ahí estuvo, como decía Alfredo de Musset, después de una crisis de autoscopía externa:


Partout où j'ai voulu dormir,
Partout où j'ai voulu mourir,
Partout où j'ai touché la terre,
Sur ma route est venu s'asseoir.

Sólo que yo no veía:


Un malheureux vêtu de noir
Qui me ressemblait comme un frère.

Sino un espectro... recorriendo toda la escala cromática de las emociones más opresivas y angustiosas del ánimo conturbado.

*  *  *

Ya he referido en otra parte cómo mi padre, que era muy sereno, sugestionado por el tío Tomás, vio un espectro que se evaporó -lo mismo que una nube-, en el momento de descargar sus pistolas sobre el imaginario ladrón.

  —138→  

Mi obsesión tuvo intermitencias. Las circunstancias ambientes las determinaban. ¿Volveré sobre esto? Es posible, si hablo de mis padecimientos cerebrales: por abusos magnéticos, hipnóticos, nigrománticos, quirománticos y curiosidades esotéricas por el estilo, cuyas consecuencias fueron accesos más o menos caracterizados de catalepsia, epilepsia, locura, ¡qué sé yo!, a punto de creerme otra persona, verbigracia, Luis Lambert (el de Balzac), en una de las horas más críticas de mi existencia.

Ya no son de este mundo los que fueron testigos de aquellos padecimientos extraños: Emilio Quevedo, Carlos Saguier, Emilio en el Paraguay, Carlos en Buenos Aires. Con éste nos habíamos conocido en París; él estudiaba, yo viajaba; tengo cosas amenas, ignoradas, sobre él, que referir, todo a su tiempo, como los nabos en adviento; era padrino de mi primer hijo, Andrés. A Emilio lo conocí en la Asunción: un caballero perfecto; dejó semilla... hay hombres que pasan desparramando polen fecundante por doquier.

En el segundo patio, también con gran alberca y parral de uvas blancas y negras de riquísima cepa, había un pequeño cuarto independiente, al lado el pozo, luego la cocina grande con fogón de campana.

El sumidero estaba en el centro.

Por ahí corrían las aguas pluviales y todas las glutinosas de la cocina, despidiendo constantemente unas emanaciones sutilísimas, parecidas al olor del puerro, a pesar del perfume de los azahares, de un limón o limonero sutil, como gustéis, que, con otras plantas, a cual más olorosa, se alzaba de la alberca gallarda y siempre verde.

Miríadas de moscas y mosquitos revoloteaban en torno de aquel antro absorbente, vecino del pozo.

¿Qué se dirían a través del subsuelo esponjoso?

Ambos tenían tapa.

Alguna vez se oía esta voz, la timbrada de mi madre,   —139→   refiriéndose al sumidero: «Tapen eso, que está insoportable».

*  *  *

Otro zaguán por el estilo del ya pintado -con un aditamento poco odorífico, ¿qué digo?, ¡demasiado, pus!, tenía dos letrinas: una para los patrones, otra para la gente -non sancta-, conducía a un patiecito, a la derecha, en el que había un chiribitil de madera, y a otro a la izquierda pasando por una pieza dividida en dos cuartos (el terreno hacía martillo), con dos piezas sin luz al fondo, baja la una, alta la otra. A ésta, con sólo puerta como su compañera, se llegaba por una escalera de material sin pasamano a ningún lado, y quedando en el centro mismo del patio no era cosa de jugar al subir o bajar.

Aquí, en este cuarto patio, había dos grandes lebrillos de barro cocido vidriado sobre asiento de material y desagüe al albañal, por medio de un bitoque, y cuerdas tendidas para secar la ropa blanca de toda clase que en ellos se lavaba con un jabón negro que hacía tanta espuma cuanto feo olor tenía.

Pero las burbujas irisadas nos divertían.

La pieza ésa, dividida en dos, servían: la de la izquierda, para guardar alfombras, trastos vicios y encerrarme a mí, cuando me conducía mal, hasta que a fuerza de gritar como un berraco me sacaban para no molestar al vecino de la casa de al lado.

La otra se llamaba cuarto de la plancha, para aplanchar servía.

Petrona, una parda gruesa, con pechos como balcones, bonaza, estaba siempre ahí, dale que dale, entre montones de ropa y planchas hechas ascuas que guarnecían un gran brasero.

De citando en cuando me dejaba echar una manita, diciéndome: ¡Cuidado! ¡No te vas a quemar!

Y probaba si el instrumento no estaba muy caliente,   —140→   humedeciendo primero el dedo índice con saliva, que aplicaba en la parte lisa opuesta al asa.

Y tomaba mate con azúcar quemada, y me daba algunas chupaditas.

Y como este cuarto tenía ventana a los fondos del corral con pileta de tata Tristán (Baldez), Alejandro, mi primo, solía venir a charlar conmigo, escapándose de adentro, como yo, que a los gritos de ¡Lucio! ya sabía que buenos tirones de oreja, de mamita, me esperaban, con su correspondiente réspice a Petrona.

Suma total: la casa tenía, entre piezas grandes y chicas, con las divisiones contadas como cuartos, diez y seis. En una de las del fondo estaba la despensa. Pero había que pasar por otra de ellas, que se llamaba cuarto del baño, por la sencilla razón de que allí, entre cachivaches diversos, estaba la tina de latón de mi madre, destinada al efecto. Otra tina de baño había -media pipa de aguardiente cepillada-, en el segundo patio, que dándole el sol en verano, se templaba fácilmente. Un toldo improvisado la cubría, y en ella, por turno, se refrescaban, los que no iban al río. El agua de ambas bañaderas servía después para regar las plantas y las veredas. Polvo, ciclones, no faltaban en la Atenas del Plata -como no falta [ron] en la griega-, sino cuando llovía.

Para concluir, un complemento: la cochera.

Quedaba ésta pasando la casa del vecino, que era de mi abuela, y cuya cochera formaba parte del inmueble alquilado por ésta a mi padre.

*  *  *

Aunque más adelante quizá me ocupe de ellos, de paso, diré aquí que el vecino era un respetabilísimo caballero, corredor o comerciante norteamericano, casado con hija del país, buena moza y amable.

En otro sentido, otro san Pío del barrio.

  —141→  

Por el señor don Juan Injuinto era conocido popularmente.

El que se puliera y preguntara dónde vive el señor Higginbottom, estaba seguro de recibir esta contestación: por acá no es.

En la susodicha cochera, larga y angosta, había espacio para cuatro carruajes, dos de mi padre, coche y volanta, y dos sopandas de mi abuela, inútiles. Al fondo estaban las caballerizas, con pesebres para cuatro caballos y cuarto para el cochero.

Al lado de la cochera vivía el señor don Manuel Arrotea, en casa propia, con patios grandes, aljibe en el primero y comodidades internas que no eran generales.

Si mal no recuerdo, estaba casado con una Zarasa (¿se escribe así?).

Era muy apacible, esto sí lo recuerdo bien. No sé si el señor Arrotea era español. Lo parecía. Su porte era el de un hombre prudente. Caminaba mesuradamente, siempre de levita y sombrero de copa, con la mano izquierda dentro del chaleco a lo Napoleón.

En el dormitorio de mis padres había un cuadro pequeño de Massena, que me intrigaba mucho; tanto a él se parecía.

Pero me decía: no es él; si el señor Arrotea no usa sable.

¡Qué lo había de usar!

Era comerciante, tenía registro de paños en la calle Victoria.

Suya era la gran quinta que, ya hermosa entonces y ahora embellecida, queda en el camino de Palermo, avenida Alvear, y se conoce por Palacio Unzué; sus hijos, varios, varones y mujeres.

Los varones me daban tristeza: jugaban al barrilete en la azotea, y a mí nunca jamás me dejaron subir siquiera a ella. «Es peligroso, no tiene parapeto», era la cantinela de mi madre.

Recuerdo a Manolo, a Enrique; éste se daba conmigo;   —142→   y al mayor, de estimables prendas, que se casó con Joaquina Alvear.

Me proponía, llegando a esta altura, hablar de la vida que se hacía en mi casa. Pero se me ocurre que antes será mejor dar una idea de cómo estaba alhajada, diciendo en seguida quiénes vivían en el barrio, que llamaremos de San Juan.

Los adyacentes eran San Francisco, San Ignacio (el colegio), San Miguel y Montserrat. Los otros quedaban relativamente lejos, entonces, y sólo hablaré de ellos de paso.

*  *  *

Las piezas principales estaban todas alfombradas con tripe rizado, que se vendía en las tiendas de Iturriaga, de Elortondo, de Crisol. Ser tendero, o tener almacén de loza por ejemplo, no era industria que disminuyera socialmente. Muchas de las familias que ahora figuran con más viso, cuentan entre sus fundadores caballeros de lo más decente que manejaron la vara de medir, con integridad, o vendieron agujas y alfileres, o palanganas y algo más, o cacerolas y estoperoles.

En verano se levantaban las alfombras, que eran sacudidas en la azotea, y se ponían esteras de la India. Los muebles de la sala, antesala, dormitorio, costurero y comedor eran la mayor parte de procedencia inglesa o norteamericana. Mucha caoba maciza y mucha esterilla de crin. El tálamo de mis padres era de bronce, enorme.

En la sala había una mesa redonda con muchos bibelots, que no sé de dónde vendrían, que eran cuidados, no apreciados, y cuyo mérito sólo pude verificar mucho después de mi primer viaje a Europa; un piano de la marca Collard & Collard (mi madre tocaba dos o tres cosillas muy mal); algunos cuadros, entre ellos un retrato, al óleo, de mi padre, por Goulu, que está en el Museo Histórico, retrato de cuerpo entero, por no decir como doña Brígida Castellanos.

  —143→  

Esta señora, que no es de los Castellanos salteños (el señor don Aarón y Misia Secundina Iglesias, figuras sociales de relieve, habiendo sido don Aarón un precursor)50, era de proverbial cantimplería.

Trocaba todos los frenos. Fue a Europa baúl y volvió petaca, como ahí decimos. A mi padre le decía Misio D. Lucio, y a Fernando García, el pintor, le encargaba, no un retrato de mierdatura (miniatura), sino uno de «cuerpo presente».

Jamás le dijo Pizarro al marido. La ceta le salía jota. Por lo demás, era muy bien relacionada y hasta querida, siendo él y ella de lo mejor como carácter y fortuna.

Al retrato de mi padre le hacía pendant otro que, para no errar las señas necesitaba este letrero: Agustina Rozas poco después de casada.

Para corregir esta fantasía de artista manco, había en la antesala con linda chimenea, una acuarela de cierto mérito. La joven que representaba, fielmente entonces, de vestido blanco, con mangas infladas, escotada, con reloj en larga cadena y magno peinetón calado -de esos que inventó Masculino, exagerando la peineta española para salir de un lote de grandes hojas de carey-, era mi madre, y el niñito rubio que la acompaña, este muy atento servidor de ustedes, a los tres abriles.

Su autor: el señor don Carlos Pellegrini, ingeniero51.

Más tarde las facciones frescachonas de la joven se afinaron con el desarrollo sexual, acentuándose el perfil griego a los veintidós años.

  —144→  

Creció algo la estatura, todas las formas se suavizaron, su morbidez se hizo delicadeza escultural y la esbeltez apareció como la rosa con su perfume, después del pimpollo comprimido; de manera que el original del retrato a la acuarela se transfiguró tanto, que mirarla era sentir:

Amor che nella mente mi ragiona...

Este Masculino, aunque peinetero, era hombre a la moda: por su invención, por su figura, alto, rubio, bien apuesto, siendo teniente coronel, y, por un hermosísimo flete, blanco como la nieve, que lucía con sus galones en las paradas de 25 de mayo y 9 de julio. Sólo el clinudo del rumboso platero Serantes, quizá más lindo, compitió después con él.

*  *  *

Seguían dos grabados finos: Le maréchal Moncey à la barrière de Clichy, y La jura de la Independencia Americana. Un personaje con un sombrero de anchas alas encasquetado, estando todos los demás descubiertos, era para mí algo inexplicable, algo que me confundía como en un cuadro pintado por Brueghel, los anacronismos de la batalla de Arbelles.

El tiempo me hizo saber que era el cuáquero Hopkins, antepasado del que tanto ruido hizo por el Río de la Plata en cierto momento.

En el dormitorio decoraban las paredes cuatro cuadros, grabados iluminados, que eran Massena, va nombrado; Rapp -que yo hallaba parecido a mi padre, Macdonald y Augereau.

Un crucifijo de oro y plata macizos, alto casi de un pie, estaba a la cabecera de la cama matrimonial, en el mismo centro. Al lado, a conveniente altura, un Cristo en la cruz llamaba la atención por lo artístico y el aire de tristeza infinita que envolvía la santa imagen. Del otro lado, teniendo   —145→   al niño Dios en los brazos, se veía iluminada a Nuestra Señora del Rosario, la virgen de las devociones de mi madre. A ella le pedía todo, y a ella le ponía más velas que a ninguna otra. ¿En qué no hay predilección?

Mis padres creían. Mi madre principalmente, con fervor, aunque no fuera gran practicante. Eso sí, era muy rezadora, y cuantos la rodeaban por lo consiguiente. A mí me hizo hermano de la cofradía de su Virgen.

Como tantas otras cosas que en la tierna edad sólo veía con los ojos del cuerpo, supe después que el Cristo era un Gobelin. Desapareció un día... y nunca me resolví a preguntarle a mi madre qué se había hecho.

El costurero era la pieza más adornada. Aquí recibía generalmente mi madre. Tenía chimenea, siempre encendida en invierno, con carbón de piedra. La carbonera, de cobre, lustrosa como si acabara de salir de la fábrica, era uno de los lujos de mi madre. El gato, un mustafá barcino en la punta del sofá, era el tertuliano más asiduo. Sobre el marco de la chimenea yacía un reloj Empire con bomba, linda pieza, que ahora está en poder de Manuel Láinez. Mi hermano Carlos se lo regaló, muerta la señora, por la que aquel amigo, seguro y consecuente tenía gran estima afectuosa. El timbre de su martillo es de lo más argentino.

Sus horas regulaban todo en aquella casa, que era otro reloj. Las ocho era hora cruel para mí en verano, y las siete en invierno. Con o sin sueño, ¡a la cama! y a pedir antes la bendición y decirles, todo retobado, buenas noches a las visitas. El reto era infalible al día siguiente: «Mira, otra vez, cuando les pongas mala cara a las visitas porque es hora de acostarte, durante tres días te acostarás en cuanto se ponga el sol».

Un armario de caoba norteamericano, con gruesos pilares en forma de espiral, ocupaba el testero frente a la ventana. En él había ropa blanca de mi padre. En él guardaba su dinero, las pistolas, el agua de lavándula, su único perfume; y la libreta del Banco de la Provincia, una cartera con forro de pergamino. En esa libreta conocí la letra peculiar   —146→   de mi noble amigo Miguel Cuyar, letra, como él, recta, clara.

La lavándula, espliego, ¿apostaría?... no; porque -como decía el inglés-, podría perder, juraría que era la misma que ahora se fabrica en París en casa de Lubín, con la etiqueta ambrée, en botellas pequeñas de forma común. Si me acuerdo, averiguaré la data de la fundación de esta perfumería.

Ya está hecho; tiene más de un siglo. Se abrió en la rue Sainte-Anne, 55 (ahora está en la rue Rovale, 11), en 1798.

También a mí me es muy simpática esta fragancia. Los colores, los sabores y los olores que en la infancia nos producen sensación grata, o con los que nos hemos connaturalizado, son, según lo tengo observado, los que preferimos hasta que ya no podemos tenernos en pie, así como nunca olvidamos los sones y tonadas del terruño en que nacimos.

En otro mueble, como biblioteca, había libros, no muchos, en español y en francés. El armario ése, es lo único de mis padres que yo poseo y un escapulario que hace años me dio mi madre. Lo llevo siempre conmigo, y con él han de enterrarme. Reclamará ulteriormente uno de estos dos muebles su página; porque si en el uno estaban las fábulas de Iriarte, las de La Fontaine, las de Florián y las poesías del padre Iglesias; en el otro, arriba, en sitio vedado, inaccesible por otra parte cuando yo era chico, hice un día, ya grandecito, curioseando, cierto descubrimiento.

No discutiré si los sueños son una consecuencia de lo que hemos conocido durante la vigilia, ni si las visiones de la noche tienen alguna proporción con las visiones del día; ni tampoco que los sueños horrorosos son las exageraciones de las faltas del día. Pero, a no dudarlo, no son ciertas imágenes las que nos hacen pensar en las estrellas, imágenes que la casualidad pone en manos del niño. ¡Ay de mí! nuestra alma no nos deja descifrar otra cosa que las causas y los efectos; de manera que al recordar el malhadado descubrimiento,   —147→   debo decir que fue un aguijón prematuro, innecesario.

El comedor tenía sofá, de crin, con cajones secretos de caoba a los lados donde se apoya el brazo, aparador y cristalero. Esos cajones contenían cartas empaquetadas de infinidad de personajes, cartas que, a ocultas, solía yo leer (habiendo descubierto por casualidad el escondite); pero que no podía entender, como no entendía el barómetro ni el termómetro, que formando un solo cuerpo, pendían cerca de la ventana para que les diera bien la luz, requisito indispensable, que mi padre los observaba con atención sostenida. No era la higiene o la medicina doméstica, el solo pie de que cojeaba. Le daba también por la meteorología, y es justicia que le debo: reconocer que raramente se equivocaba en sus pronósticos sobre el tiempo; lo mismo que no había animal, por feroz, dañino o venenoso que fuera, al que le tuviera recelo y que no dominara.

La loza era fina, los cristales ingleses sólidos, los cubiertos de excelente calidad -brillantes siempre-, y no faltaban las fuentes de plata para cuando repicaban fuerte.

Un solo cuadro lo adornaba: la batalla de Maipú. Una oleografía en la que dos personajes se destacaban: San Martín con su bicornio, Osorio con poncho blanco. Aquél sableando, éste huyendo. Me lo sabía entonces mejor que ahora. Mi padre me lo explicaba cada vez que me veía mirándolo con esa atención y entusiasmo infantil que en todo asunto de guerra ve algo mitológico. Estaré ya bajo siete estados cuando se sepa detalladamente una conversación, reiterada, que tuve en Chile con el general Las Heras, tan denodado, conversación que transmitida a mi padre no hizo sino aumentar mis perplejidades respecto de la bravura del Gran Capitán.

*  *  *