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ArribaAbajo La representación de lo femenino en Cervantes: La doble identidad de Dulcinea y Sigismunda

Mercedes Alcalá Galán



University of Wisconsin-Madison

In Cervantes’s two great novels, Don Quixote and Persiles y Sigismunda, the female protagonists Dulcinea and Sigismunda double with their alter egos, Aldonza Lorenzo and Auristela. Despite obvious differences, in both cases Cervantes resorts to the creation of doubles that fragment these female characters and make them more complex from the viewpoint of other characters and readers alike. In Persiles the construction of the character Auristela/Sigismunda goes far beyond the given double identity. This character is portrayed pictorially many times throughout her journey. The painted image of Auristela provokes more incidents than she herself does, such that the portraits of her act as autonomous shadows that continuously follow her, precede her, and intercept her path. Through analysis of six different portraits, we see how Cervantes explores the idea of the sublime by means of the contruction of the character Auristela.


Resulta cuanto menos curioso el hecho de que en las dos grandes novelas de Cervantes, el Quijote y el Persiles, sus protagonistas femeninas Dulcinea y Sigismunda se desdoblen en sus alter ego Aldonza Lorenzo y Auristela. Aunque, como veremos, el proceso de desdoblamiento que sufren los dos personajes presenta diferencias significativas, no deja de ser interesante el notar que Cervantes recurre en ambos casos a la creación de dobles ya que así la configuración del personaje femenino se fragmentará y hará más complejo, ofreciéndose a la percepción múltiple por parte de los demás personajes. El doble, como presencia literaria, funciona -más que como un simple recurso- como una técnica fundamental de narrar un camino para representar la complejidad de la esencia del carácter de ficción. En realidad, la idea de la duplicidad del ser es algo más que un recurso literario o un objeto de investigación del psicoanálisis. La creencia o la intuición de que la identidad del sujeto se configura según una naturaleza dual es universal y se muestra de innumerables maneras.

Aunque la manifestación cultural y literaria de la duplicidad del ser es obvia, pienso que el origen del doble está en la interiorización y asimilación dentro de uno mismo de la figura del otro. Este otro   —126→   -en términos psicológicos y no antropológicos- es la mirada exterior que configura al individuo como persona y que le da las pistas para que éste se forje una autoconciencia de identidad. El abismo entre el yo y el otro es siempre doloroso, y está marcado indefectiblemente por la inseguridad -inseguridad de que el yo se vea reflejado inadecuadamente-, esto es, de forma distinta al reflejo que el ser tiene de sí mismo. La creación del doble reconcilia al individuo con su espejo, el mundo exterior, ya que el otro con su propio espejo se integra dentro del ser y se interioriza. El doble también funciona como un filtro entre el ser más primigenio y el espacio social. Normalmente los rasgos idiosincráticos del doble son lo suficientemente fuertes como para que éstos se perciban como la verdadera personalidad del ser. Así, el individuo se proyectará a sí mismo y recibirá su imagen en el reflejo del otro que ha dejado de ser un extraño para convertirse en parte de sí mismo, en su doble, en su alter ego97.

Cervantes se acerca de manera especial a los personajes femeninos antes nombrados, y parece que al inventarlos el rasgo mediante el cual quiere intensificar la identidad de estas mujeres es la capacidad casi inverosímil de deseo que suscitan en otros personajes, lo que está íntimamente relacionado con la valoración que de ellas hacen quienes las aman. Para que el valor de estas mujeres se mantenga como inapreciable, es necesario establecer su intangibilidad y que funcionen como seres que atraen y que no pueden ser alcanzados. Desde luego, el desdoblamiento sirve muy bien para este proceso de mitificación. Tanto Dulcinea como Sigismunda actúan como catalizadores de la acción de los otros personajes. Son centros de atención, de atracción, de deseo, y a ellas se encomiendan votos, promesas, acciones, méritos y sacrificios. Dulcinea es un personaje inventado por otro personaje, y su alter ego, Aldonza Lorenzo, no interviene en la trama más que como objeto a través del que se construye el mito, y   —127→   así Aldonza permanecerá ajena a su propio proceso de sublimación. Cito el conocido pasaje de la creación de Dulcinea -y recordemos que Dulcinea nace porque es necesaria para dar estamento de realidad a don Quijote, i.e. el doble de Alonso Quijano:

¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero cuando hubo hecho este discurso, y más cuando halló a quien dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo, ni le dio cata dello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a ésta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos, y, buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del Toboso (I, 1, 78).


Se ha dicho en más de una ocasión que el amor de don Quijote por Dulcinea es, en tanto que platónico, asexual -aunque no por ello será un amor exento de pulsiones eróticas que llevarán al caballero a experimentar un complejo proceso sublimatorio de la libido. No podría ser de otra forma, ya que la dama es una quimera y don Quijote, su inventor, en el fondo lo sabe. Sin embargo, el amor total y sin fisuras a Dulcinea protege al protagonista de otras tentaciones eróticas. De alguna forma, lo inmuniza de forma absoluta no contra el deseo físico hacia cualquier mujer que se cruce en su camino sino contra la práctica de cualquier relación sexual. Esto lo vemos explícitamente en el caso de Maritornes:

y, teniendo toda esta quimera, que él se había fabricado, por firme y valedera, se comenzó a acuitar y a pensar en el peligroso trance en que su honestidad se había de ver, y propuso en su corazón de no cometer alevosía a su señora Dulcinea del Toboso, aunque la mesma reina Ginebra con su dama Quintañona se le pusiesen delante. (I, 16, 202-03)98.


Las dos heroínas cervantinas son la encarnación literaria del abismo que media entre la realidad y el deseo, si adaptamos un título cernudiano. De ahí la eficacia del proceso de desdoblamiento,   —128→   según el cual se configuran como personajes. No se trata de mujeres en el sentido humano y realista, tampoco de personajes esencialmente activos, sino que más bien Dulcinea y Sigismunda son, ante todo, ese oscuro objeto del deseo que mueve los ánimos de los seres que han caído en las redes de su amor. De esta manera, don Quijote dirá de Dulcinea: «yo imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada, y píntola en mi imaginación como la deseo, así en la belleza como en la principalidad» (I, 25, 314). Y, por su parte, Auristela será definida como piedra imán que atrae los ánimos y suspende las voluntades. Por ejemplo, refiriéndose a ella, Arnaldo dirá, parafraseando a San Agustín: «porque, si no es parando en ti, que eres mi centro, no tendrá sosiego el alma mía» (IV, 2, 650). Volviendo a Don Quijote, esa idea de centro expresada por Arnaldo es precisamente la clave de la existencia de Dulcinea. No olvidemos que Dulcinea es creada voluntariamente para ser amada, ya que don Quijote tiene que amar para ser quien quiere ser. Así, el amor a Dulcinea nacerá del deseo de que se convierta en el centro, en el núcleo del alma de don Quijote, es decir, en un reflejo interior que devuelva un certificado de realidad a un personaje con voluntad de ser exclusivamente lo que es, negándose a sí mismo el ser el alter ego de Alonso Quijano. Don Quijote traza una frontera infranqueable entre doble y disfraz. Comenzará disfrazando toda la realidad circundante según los ropajes librescos de su ideal caballeresco, pero en esta novela imprevisible ocurre un milagro: la energía, la fe y la determinación del personaje terminan convirtiendo en real lo disfrazado y en inexistentes a Alonso Quijano y a Aldonza Lorenzo. Ése es el secreto de la locura de don Quijote.

La tradición filosófica occidental, desde Platón hasta Lacan, ha definido siempre el deseo como carencia. El deseo está habitado y espoleado por la ausencia, por lo incompleto, y lo único que lo puede neutralizar radicalmente es la posesión de lo que se anhela. Dejando de lado las conocidas tesis formuladas por René Girard99, según las cuales el deseo se explicaría como una construcción triangular en la que dos sujetos desean un mismo objeto a través del deseo del otro, con lo cual se deduciría que la mediación opera como parte imprescindible del proceso, sería interesante, sin embargo, explorar la trascendencia del doble en relación con la intensidad y el poder de atracción que caracteriza a las heroínas de Cervantes. En el caso de Dulcinea, sólo se llega a ella a través de su mediadora Aldonza Lorenzo, que en sí misma es aprehensible y vulnerable a la posesión   —129→   del que la desea y la ama. Dulcinea es deseada, es amada, y es sublimada, a través de una mujer real de la que toma ese germen de atracción primaria y se convertirá en un mito poderoso precisamente porque es un objeto del deseo protegido por una fase intermedia, lo que lo hace inalcanzable y quimérico. El poder de realidad que ha cobrado el personaje de Dulcinea es bien conocido, y la historia de la propia villa de El Toboso con respecto a la poderosa presencia de este mito extraliterario es prueba fehaciente de que la fuerza del deseo y de la imaginación de don Quijote ha conseguido materializar a un ser soñado por un personaje inventado por un escritor100.

En el caso de la doble identidad de Dulcinea y Aldonza se da un antagonismo casi radical, ya que ambas poseen características opuestas. Sin embargo, la multiplicidad de la identidad de Auristela/Sigismunda no pasa por ese dispositivo de polarización que será sumamente frecuente en los casos en los que el recurso del doble atienda a la configuración del personaje. En Auristela/Sigismunda no se dará un proceso de fragmentación del ser en opuestos incompletos sino que, por el contrario, ambas identidades se superpondrán con un resultado de intensificación del campo de influencia del personaje femenino. La fragmentación en dos opuestos da como resultado la materialización de dos identidades incompletas que no pueden desligarse y funcionar coherentemente por sí solas. De ahí lo extraordinario de amar a una Dulcinea que es también una Aldonza Lorenzo necesaria por su realidad pero que al mismo tiempo es una negación en sí misma del modelo deseado. Cervantes usa en el Quijote este recurso con resultados que, aunque lo trascienden en mucho, pasan por la voluntad de crear un efecto grotesco. En el siglo XIX, el recurso del doble expresado mediante identidades antagónicas perseguirá no lo grotesco sino lo inquietante. Sin ir más lejos, recordemos los obvios ejemplos del Dorian Grey de Oscar Wilde o del Doctor Jeckyll y Mister Hyde de Stevenson.

En el Persiles el caso de la construcción del personaje de Auristela/Sigismunda es realmente fascinante desde el punto de vista artístico y va mucho más allá de la doble identidad propiciada por el común recurso de la anagnórisis tan caro a la novela bizantina. En efecto, esta mujer con dos nombres, esta peregrina y reina, esposa y   —130→   hermana respectivamente, será representada pictóricamente multitud de veces a lo largo de su viaje. Esto que en sí no dejaría de tener más trascendencia encierra una de las claves del libro: la imagen pintada de Auristela, es decir, la interpretación plástica de su identidad, provocará más incidentes y peripecias que su propia persona, siendo así que sus propios retratos actuarán como sombras autónomas que la seguirán, adelantarán y acecharán continuamente a lo largo del viaje101.

Como curiosidad, y para que veamos la importancia que tiene el tema de los retratos de Auristela, daré las siguientes cifras: en toda la obra cervantina, incluyendo teatro y poesía, la palabra retrato y sus derivados aparece ochenta y dos veces, de las que tan sólo diez corresponden a las dos partes del Quijote y más de la mitad, cuarenta y cinco, pertenecen al Persiles refiriéndose en su extensa mayoría a Auristela.

En el Persiles la representación plástica de su protagonista femenina tendrá connotaciones muy complejas. Por un lado, y como ya señalamos brevemente, producirá un efecto intensificador de su presencia. El retrato será, entonces, una especie de dispositivo que permitirá la ubicuidad y la multiplicación de la persona mediante sus copias, a las que se le confieren y transmiten los mismos poderes de seducción y atracción irresistible que a su modelo. Por otra parte, los retratos actuarán como mediadores entre la protagonista y sus enamorados. No olvidemos que en dos de los casos principales, el de Magsimino y el del duque de Nemurs, el enamoramiento de la   —131→   doncella se efectúa sin conocerla y a través del retrato. Esto sin contar lo que es fácil de suponer: que la circulación de los retratos hechos en Lisboa supone un considerable número de enamorados anónimos, entre los que bien puede encontrarse el gobernador de Roma, que retuvo en su poder una de las copias.

Para seguir con el análisis del tema, señalemos los seis casos en los que Auristela es representada pictóricamente. En primer lugar tenemos el retrato que está en el origen mismo del conflicto y que se descubre al final del libro por boca de Seráfido, el ayo de Persiles. Éste le cuenta a Rutilio que Magsimino, el hermano de Persiles, se enamoró de Sigismunda mediante un retrato enviado por la reina, su madre, y que inmediatamente decidió comprometerse con ella, loco de amor a pesar de no conocerla personalmente. Así pues, la primera representación pictórica de Auristela será parte fundamental del conflicto que lleva a los protagonistas a realizar su peregrinación. Acabamos de referirnos a este enamoramiento -y al del duque de Nemurs- como ejemplos en los que el retrato posee un papel de mediador. Sin embargo, esta aparente mediación es anulada por la impresión radical que la imagen representada causa en Magsimino. Los retratos de Auristela actúan como entes autónomos en los que se deposita una fijación fetichista -que llegará a ser obsesiva en el caso del duque de Nemurs y el príncipe Arnaldo-, y consiguen que Auristela se vea reducida a la imagen de su belleza. Asistimos a una transgresión brutal de la lógica tradicional que rige el sentido de la iconografía. El deseo amoroso se fija en la imagen representada. La idea del retrato presupone que éste sea representación de Auristela, pero desde el punto de vista de Magsimino -y del duque-, su amor parte del retrato, se centra en una imagen y, según esto, la mujer representada debe parecerse a su retrato, siendo una copia viva de él y constituyéndose en el doble animado de una imagen que ya ocupa el corazón del amante102.

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El segundo caso será el famoso lienzo realizado al desembarcar en Lisboa donde se cuentan los trabajos de los peregrinos y del que el narrador dirá, enfatizando la imposibilidad humana de representar la perfección de la belleza de Auristela:

Pero en lo que más se aventajó el pintor famoso fue en el retrato de Auristela, en quien decían se había mostrado a saber pintar una hermosa figura, puesto que la dejaba agraviada, pues a la belleza de Auristela, si no era llevado de pensamiento divino, no había pincel humano que alcanzase.


(III, 1, 438-39)                


El tercer caso serán las no precisadas copias hechas en Portugal, lo que dará una idea del inquietante flujo incontrolado de retratos de Auristela, hecho que explicará la aparición tardía e inesperada del cuarto retrato importante:

Acudió el pintor [...] a contarle el temor que tenía no se quedase el gobernador con el retrato, el cual, de un pintor que le había retratado en Portugal de su original, le había comprado él en Francia, cosa que le pareció a Periandro posible, por haber sacado otros muchos [retratos] en el tiempo que Auristela estuvo en Lisboa.


(IV, 6, 675)                


El cuarto retrato representará a Auristela de cuerpo entero, con el mundo a sus pies y coronada por una corona partida en dos y será el origen de un conflicto de celos entre los personajes -a la vez que constituye un caso muy cargado de connotaciones en la simbología de su forma de representación. Cuando Auristela se encuentra cara a cara con su propio retrato (el retrato de un retrato) en la calle Bancos, el vendedor explica su particular iconografía:

Quizá quieren decir que esta doncella merece llevar la corona de hermosura, y que ella va hollando en aquel mundo; pero yo quiero decir que dice que vos, señora, sois su original, y que merecéis corona entera, y no mundo pintado, sino real y verdadero.


(IV, 6, 672)                


Mary Gaylord ha leído este pasaje de la siguiente manera:

Although the dealer and the crowds acclaim her as the original, Cervantes has earlier let the reader glimpse another icon, at the altar of Renato and Eusebia on the Hermits' Island (II, 18), of Mary «Reina de los cielos... los pies sobre todo el mundo». Auristela is a link, though not the final one, as Arnaldo believes, in a chain of   —133→   portraits. Even the dealer's flattery leaves unrealized the whole crown and «real» world she deserves and which her beauty seems to promise.

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En esta imagen pintada de Auristela ella será el significante de un significado superior al que sirve de instrumento, tal y como ocurrió con el caso de Aldonza/Dulcinea en el que Aldonza le prestaba su presencia física a la dama de don Quijote. Así pues, en esta pintura tan cargada iconográficamente, mediante la representación plástica del personaje de Auristela/Sigismunda se producirá un proceso de sublimación y de alejamiento del verdadero personaje que, frente al lienzo, llegará a sentirse como su mero modelo, es decir, como una representación más de sí misma dotada de un significado ulterior que escapa de su propio ámbito, aunque paradójicamente pudiera ser que éste sea su mejor retrato, lo que se pondrá de manifiesto cuando la gente compara a Auristela con el cuadro y la reconoce como original del prodigio de hermosura que está pintado.

El quinto caso, desarrollado en varios episodios, generará varias peripecias importantes y será identificado con su modelo Auristela con más fuerza, si cabe, que en las otras pinturas. Se trata del retrato pintado a petición de un criado del Duque de Nemurs en el libro III, capítulo 13. Nótese que se trata de un retrato pintado de memoria: «el pintor me ha dicho que, de una sola vez que la ha visto, la tiene tan aprehendida en la imaginación, que la pintará a sus solas tan bien como si siempre la estuviera mirando» (III, 13, 578). A través de este retrato, el duque se enamora de Auristela sin conocerla103, y no será Auristela sino su representación la que provocará una lucha a muerte entre el duque y el príncipe Arnaldo -que se terminará apropiando el disputado lienzo. Al final Periandro servirá de mediador y la propia Auristela se quedará con su retrato para evitar falsas esperanzas en sus amantes y nuevas rivalidades entre ellos. Veamos el pasaje en el que ambos caballeros defienden con su vida el derecho a la posesión de la pintura. El duque dirá:

«... Salteador de celestiales prendas, no profanes con tus sacrílegas manos la que en ellas tienes. Deja esa tabla, donde está pintada la hermosura del cielo, ansí porque no la mereces, como por ser ella mía». «Eso no -respondió el otro peregrino [Arnaldo]-, y, si desta verdad no puedo darte testigos, remitiré su falta a los   —134→   filos de mi estoque, que en este bordón traigo oculto. Yo sí que soy el verdadero posesor desta incomparable belleza, pues en tierras bien remotas de la que ahora estamos la compré con mis tesoros y la adoré con mi alma, y he servido a su original con mi solicitud y con mis trabajos».


(IV, 3, 652)                


Se ve claramente que hay una identificación completa entre la posesión de la pintura y de la mujer. Según este proceso de reducción de Auristela a su representación visual, de cosificación de su belleza en tanto en cuanto su imagen se equipare a la persona en su totalidad, se llega a cierta reducción del personaje al ámbito de su retrato. Su belleza que sirve de molde a tantas copias que circulan por el mundo se convierte en poco más que el original de un caso extraordinario de perfección física. Así, Seráfido la definirá como el sujeto donde «naturaleza cifró toda la hermosura que por todas las partes de la tierra tiene repartida» (IV, 12, 715). Podría afirmarse que entre los retratos y Auristela existe una diferencia de grado, cuantitativa, pero no cualitativa, no esencial; los retratos y Auristela pertenecen al mismo orden de cosas, son la misma cosa. Auristela se ha reducido a ser retrato de ella misma, o mejor, los retratos se han humanizado y poseen el mismo poder de atracción que la mujer a la que representan.

La identidad de Auristela equivale casi netamente a su belleza física, por otro lado, concebida como prueba de la bondad de su alma y de la superioridad en todo de su persona. Un pasaje importantísimo será el de la enfermedad y desfiguramiento de la dama que por obra de un hechizo se ve despojada de toda hermosura. En este momento se ve claro que Auristela ya no es nadie y ha perdido su poder de atracción, ya no será la piedra imán que solía. El duque deja de amarla, entristecido por la desgracia y resuelve ir a casarse con la dama que su madre le tiene buscada. Como explica el narrador:

Esto era al revés en el duque, que, como el amor que tenía en el pecho se había engendrado de la hermosura de Auristela, así como la tal hermosura iba faltando en ella iba en él faltando el amor.


(IV, 9, 699)                


Por su parte el único que la ama en su enfermedad y mantiene su compromiso de entrega hacia ella es Periandro/Persiles, pero no por lo que Auristela es en ese momento sino porque lo que fue impide que Periandro la vea tal y como es. El vivo recuerdo de su belleza -es decir, de una Auristela con todo su valor- se impone como una realidad más poderosa que la actualidad que el amante no puede ver en todo su horror, ya que está protegido por la posesión del sexto   —135→   retrato, el que está pintado en su alma: «Y no por esto le parecía menos hermosa, porque no la miraba en el lecho que yacía, sino en el alma, donde la tenía retratada» (IV, 9, 698).

No olvidemos que el propio don Quijote ha pintado en su imaginación a Dulcinea y también que -como en el caso de Periandro- el hecho de tenerla retratada en el alma lo inmuniza contra la sórdida realidad. Curiosamente, cuando el duque se despide, Auristela, con los dientes ennegrecidos y deformada monstruosamente, saca en silencio de debajo de su almohada su retrato, aquel por el que el mismo duque y el príncipe Arnaldo casi perecen, y se lo ofrece al duque que la abandona cortésmente104. Esto es una señal de que el valor residual de la dama está en la belleza pintada en la tabla o en el alma de Periandro. Todo lo que le queda a Auristela en ese instante son esos dos retratos -el imaginado y el pintado- mediante los que todavía quiere hacerse valer. Así, tal y como antes los retratos transmitían el poder de seducción de Auristela, y eran copias de ella casi humanizadas, en este momento la propia dama, desprovista de todo parecido con la representación de su imagen, reivindica el ser no tanto la mujer que está postrada en el lecho sino aquella que está pintada en la tabla. Ni que decir tiene que el duque prefiere mil veces el retrato de una Auristela hermosa que el amor de una Auristela enferma y, sobre todo, fea. Sin embargo, como ya indiqué, Periandro termina quedándose con el retrato pintado, probablemente para conjurar de una vez por todas el poder fetichista de ese objeto que parece poner en peligro continuamente su exclusividad amorosa sobre Auristela. Pero lo más importante es que Periandro no se desprende del retrato de la hermosa mujer que tiene en su alma, ya que parece que ésta es la única condición que debe cumplirse para poder seguir amándola105.

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En un paradigmático pasaje del cuarto libro de Rabelais, Pantagruel y sus compañeros navegan por las aguas heladas de la primavera ártica; de pronto, en pleno mar abierto, se escuchan sonidos que surgen inconexos, como pequeñas explosiones cargadas, cada una de ellas, de algo distinto: voces de hombres, mujeres y niños, sonidos de cañones, relinchos de caballos, etc. El capitán explica que al comienzo del invierno hubo una batalla y los sonidos que se congelaron en el aire comienzan a derretirse con el buen tiempo. Pantagruel, entonces, toma un puñado de esos sonidos congelados: son como pequeñas cuentas de hielo de colores que al deshacerse al calor de su mano llenan el aire de voces, de sonidos, de palabras106. Este episodio me hace pensar en que los retratos de Auristela intentan congelar el sentimiento de admiración que causa su belleza en los demás. La admiración es una emoción espontánea, que se produce en el momento de la contemplación de Auristela. Los retratos intentan multiplicar extemporáneamente ese asombro, extender esa emoción del ánimo en el tiempo y en el espacio, sin que la causa, Auristela, esté presente. Como dice un personaje, «tengo de llevar su retrato, siquiera por curiosidad y porque se dilate por Francia este nuevo milagro de hermosura» (III, 13, 577). Igual que las palabras cristalizadas de Rabelais, estos retratos actualizan la admiratio por la belleza de Auristela sin Auristela.

Cervantes, en el Persiles, acorde con el carácter idealista-simbólico de la obra, intenta explorar la idea de lo sublime a través del personaje de Auristela. Lo sublime, para Cervantes es la perfección misma del ser, perfección que emana de la propia naturaleza, como un todo acabado que no puede mejorarse en un punto. Esta idea de lo sublime como de lo perfecto, perfección natural y casi milagrosa, se expresa mediante el grado máximo concebible de belleza física -ya dijimos que Cervantes sigue en este libro la tradición de lo bello como significante de lo bueno-: «Acabada la comedia, desmenuzaron las damas la hermosura de Auristela parte por parte y   —137→   hallaron todas un todo a quien dieron por nombre Perfección sin tacha» (III, 2, 447). Lyotard habla de la idea moderna de lo sublime como de algo que se puede concebir pero que ni se puede ver ni hacer ver. Esta imposibilidad de expresar en su plenitud lo sublime supone una frustración para el artista; de ahí el recurso a la alegoría, a la idea abstracta, a lo fragmentario, a las metáforas. Así pues, el concepto de lo sublime no puede comunicarse directamente y en su plenitud, siempre tiene que hacerse por defecto, de forma indirecta. Los retratos de Auristela son una curiosa manera de enfrentar el problema; esta extraña historia de encuentros y desencuentros entre ella y sus copias, esta proliferación de su rostro, esta locura de una Auristela atomizada y dispersa permite que el efecto de la percepción de su belleza se multiplique potencialmente hasta el infinito. Cervantes no puede expresar cuál es el misterio de la perfección de Auristela sino mediante la fragmentación de su ser: Auristela no sería posible sin sus retratos. Son éstos los que procurarán una percepción múltiple y acumulativa de su extraordinaria hermosura, lo que al fin hará que el lector asienta a la verdad afirmada y nunca demostrada de Cervantes: Auristela como representación de lo sublime.

En sí mismos, los retratos son mucho más que la copia de su belleza: tienen la función de despertar el amor y el deseo en aquellos que los miran -podrían ser llamados erografías pues no cesan de seducir. Si percibimos a Auristela a través de cómo la ven los demás deberíamos hablar de la seducción. Como paradigma de lo sublime Auristela es la seducción misma -aunque ella misma no tenga voluntad de seducir, los demás no pueden dejar de ser seducidos. Jean Baudrillard explora el tema de la seducción desde el ángulo de la representación. Para él, la seducción no tiene representación posible porque en sí misma es representación -y Auristela en tanto que sublime no tiene representación posible pero también es representación en sí misma. El vértigo que nos produce la pintura o el espejo se debe a que súbitamente entramos en el dominio de la apariencia, de la reducción de lo real a su imagen. Para Baudrillard, la reducción de la vida a su representación es una metáfora basada en la misma lógica que subyace en la esencia de la seducción.

Trompe-l'oeil, espejo o pintura, lo que nos embruja es el encanto de esta dimensión menos. Lo que era el espacio de la seducción y se convierte en causa de vértigo. Pues si las cosas tienen por vocación divina encontrar un sentido, una estructura donde fundar su sentido, sin duda también tienen por nostalgia diabólica perderse en las apariencias, en la seducción de su imagen, es   —138→   decir, reunir lo que debe estar separado en un solo efecto de muerte y de seducción. Narciso.

La seducción es aquello que no tiene representación posible, porque la distancia entre lo real y su doble, la distorsión entre el Mismo y el Otro está abolida. Inclinado sobre su manantial, Narciso apaga su sed: su imagen ya no es «otra», es su propia superficie quien lo absorbe, quien lo seduce, de tal modo que sólo puede acercarse sin pasar nunca más allá, pues ya no hay más allá como tampoco hay distancia reflexiva entre Narciso y su imagen. El espejo del agua no es una superficie de reflexión, sino una superficie de absorción (67; las cursivas son mías).


En efecto, entre Auristela y sus retratos no hay un reflejo devuelto de la imagen ya que no existe una distancia entre la mujer y sus representaciones. Todos son una sola cosa, una síntesis de la belleza perfecta que inexorablemente seduce, ajena a sí misma. Auristela, desde la extraña configuración de su personaje, nos da, al fin, un ejemplo humano de lo sublime.

Hemos visto que la representación de lo femenino en Cervantes, al menos en sus dos grandes novelas, complica hasta límites difíciles de creer la construcción de la identidad de sus dos heroínas. Dado que estas dos mujeres están hechas de las emociones que inspiran, las representaciones que de ellas hacen los demás desplazan inexorablemente a la realidad. Tanto Dulcinea como Sigismunda/Auristela son criaturas múltiples, proteicas, hechas de sueños y de deseo, vistas y admiradas por los otros que las imaginan, las retratan y, al fin y al cabo, les dan el ser.

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Obras citadas

Baudrillard, Jean. De la seducción. Trad. Elena Benarroch. Madrid, Cátedra, 1989.

Cervantes Saavedra, Miguel de. Don Quijote de la Mancha. 2 vols. Ed. Luis Andrés Murillo. 5.ª ed. Madrid, Castalia, 1987.

——. Novelas ejemplares. 2 vols. Ed. Harry Sieber. Madrid: Cátedra, 1981.

——. Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Ed. Carlos Romero Muñoz. Madrid: Cátedra, 1997.

Foucault, Michel. Hermenéutica del sujeto. Trad. y ed. Fernando Álvarez-Uría. Madrid: Ediciones de la Piqueta, 1994.

Gaylord, Mary. «Ending and Meaning in Cervantes' Persiles y Sigismunda». Romanic Review 74 (1983): 152-67.

Jourde, Pierre, y Paolo Tortonese. Visages du double. Un Thème littéraire. París, Éditions Nathan, 1996.

Lyotard, Jean-François. The Differend: Phrases in Dispute. Minneapolis: University of Minnesota Press, 1988.

Rabelais, François. Oeuvres complètes. 2 vols. Ed. Pierre Jourda. Paris: Garnier, 1962.