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ArribaAbajo Silencio/Palabra: Estrategias de algunas mujeres cervantinas para realizar el deseo

Agapita Jurado Santos



Florencia, Italia

In Cervantes’s works there are many cases of women who attempt to exercise «freedom of choice». These women, without obtaining paternal consent, consummate a clandestine marriage -a love match- which they accomplish thanks to a deft alternation of silence and word: a silence that hides, and a word that comes to represent an irrevocable state of affairs. I have reached these conclusions through the analysis of some feminine figures, such as the protagonists of El laberinto de amor, La gran sultana, or some of the characters in Persiles who, even today, surprise the reader with their impressive decisiveness when it comes to choosing a lover and taking pleasure with him. Hence, it is not sufficient to explain these situations by labeling these women varoniles, as has often been done.


Estudiar el conjunto de los personajes femeninos107 en las obras de Cervantes es un proyecto que llevo acariciando desde hace tiempo, pero visto el enorme esfuerzo que supone enfrentarse a la globalidad de su obra, he decidido empezar a estudiar algunas situaciones y personajes que presentan una serie de elementos en común, con la conciencia de estar excluyendo otros tan importantes como los elegidos y de ofrecer, por lo tanto, una visión parcial, un punto de vista que pone de relieve una estrategia eficaz de la narración: la alternancia entre el silencio y la palabra.

El silencio suele interpretarse como ausencia de palabras, como una interrupción en la comunicación, sin embargo resulta evidente que el silencio es un signo fundamental en la obra literaria, pues   —141→   forma parte de las instancias narrativas con una intensidad no menor que la de las palabras108.

En esta breve presentación de un tema tan complejo y polisémico, me voy a limitar a analizar sólo unos aspectos, en especial el del silencio interpretado como un acto de la voluntad109, un lenguaje usado por algunas protagonistas cervantinas, que puede ofrecer una línea de lectura presente, por ejemplo, en El laberinto de amor, en La gran sultana y en el Persiles. Estas obras tienen en común el hecho de presentar una serie de personajes femeninos que consiguen efectuar una «libre» elección110, gracias a un repertorio de estrategias cuyo punto central es la alternancia del silencio y de la palabra, de la ocultación y de la acción.

Aurora Egido, que tanto espacio ha dedicado al tema111, enumera una serie de funciones del silencio en las obras de Cervantes, que podemos clasificar en apartados más generales: retórico, moral, psicológico y amoroso112. Lógicamente, no siempre es posible delimitar una sola función, pero creo que resulta útil, vistos los múltiples aspectos que ofrece el uso del silencio, tener presentes estas categorías   —142→   para hallar un hilo conductor (o una serie de hilos) que permita interpretar este lábil lenguaje.

En El laberinto de amor la trama principal se desarrolla a partir del silencio pues, como se recordará, la comedia empieza con la declaración de un «secreto»: Dagoberto acusa a Rosamira de mantener un «deshonrado ayuntamiento» con «un bajo caballero» (vv. 62-63); Rosamira, que al día siguiente debería casarse con el duque Manfredo, calla, por lo que el padre, duque de Novara, la interpela:

¿Qué dices, hija? ¿Cómo, no respondes?

¿Empáchate el temor o la vergüenza? 113


(vv. 126-127)                


Ante el persistente silencio de la hija, el padre no parece dudar:

Culpada estás; indicio es manifiesto

tu lengua muda, tu inclinado gesto.


(vv. 132-133)                


La falsa acusación es un tópico literario presente ya en Boiardo y en el Orlando furioso, el tema goza de una larga difusión y aparece también en numerosas leyendas y comedias. Según Canavaggio, pueden observarse una serie de puntos comunes114 y en el Laberinto los encontramos todos; lógicamente la comedia presenta diferencias de contenido, entre éstas, el hecho de que Rosamira sea acusada por el hombre que ama y que todo surja de un engaño, tramado con su complicidad, para conseguir decidir su propio destino: casarse con quien ella ama y no con el elegido por los padres. Es indudable la importancia que cobra en la estructura de la comedia el silencio de Rosamira, un silencio interpretado como prueba de culpabilidad; en el Orlando furioso, por ejemplo, basta la acusación para poder realizar el duelo judicial, a nadie le interesa lo que diga o piense la mujer, menos aún su silencio, todo se desenvuelve sin su   —143→   intervención. Cervantes, en cambio, insiste a lo largo de la comedia (cfr. vv. 526-29, 901, 990-92, 1973-76)115 en asociar el silencio y la culpa: Rosamira es culpable porque no niega, porque calla hasta el punto de desmayarse, no sólo porque la están difamando.

Aparece claro que el callar se presenta como una acción, un acto ilocutorio que, si por un lado ofrece una aparente claridad, por otro contiene un juego «laberíntico» en la base. En primer lugar observemos el aspecto jurídico de esta acción o falta de acción, que tiene una equivalencia en la cultura o sabiduría popular: quien calla, otorga116; Rosamira y Dagoberto, para engañar al espectador y al resto de los personajes, esperan que el destinatario de este silencio lo interprete como una prueba del deshonor de Rosamira.

El silencio cobra así forma, la del engaño, y produce un efecto casi paradójico: permitir que Rosamira acceda a la palabra, invitada al final por el padre (vv. 2981-83); será su palabra la que ayude a resolver los numerosos enredos y a aclarar su gusto: «Dagoberto es mi bien» v., salvando así el honor con un matrimonio final, aprobado por el padre117.

Si en El laberinto de amor el silencio muestra «claramente» su contenido, en otras obras resulta más indirecto el mensaje que canaliza. Por ejemplo, en La gran sultana la trama principal se resuelve de nuevo gracias a un silencio, un silencio distinto, interior, que muestra un lento proceso psicológico, pero que produce el mismo resultado visto en el Laberinto; como se recordará, cuando Catalina está a punto de casarse con el Gran Turco, al final de la segunda jornada, aparece el padre con un tono amenazador y Catalina responde igual   —144→   que Rosamira, desmayándose; cuando ambos vuelven a aparecer, Catalina muestra la intención de ser mártir, pero la respuesta del padre empieza a revelar lo que la hija intenta ocultar:


Hija, por más que me arguyas,
no puedo darme a entender
sino que has venido a ser
lo que eres por culpas tuyas,
quiero decir, por tu gusto...
¿Qué señales de cordeles
descubren tus pies y brazos?...
De tu propia voluntad
te has rendido...


(vv. 1969-82)                


La poética respuesta de Catalina, su tenaz resistencia hacia un matrimonio heterodoxo, su alusión al suicidio y al aparente deseo de ser mártir, esconde el verdadero problema: Catalina se ha casado ya con el Gran Turco y en ese momento está embarazada de tres meses118. Como se ve, un silencio menos evidente pues no se plantea explícitamente ninguna pregunta sobre su estado, pero el resultado es el mismo: Catalina, sabiendo oportunamente callar, adquiere la libertad de hablar al final de la comedia donde, para salvar su situación de esposa y madre del heredero, declara públicamente:


Si, por dejar herederos,
este y otros desafueros
haces, bien podré afirmar
que yo te los he de dar,
y que han de ser los primeros,
pues tres faltas tengo ya
de la ordinaria dolencia
que a las mujeres les da.


(vv. 2794-2801)                


Ante esta situación irremediable, el padre supondría un obstáculo que Cervantes resuelve eliminándolo, así el autor no necesita justificar nada, presenta un hecho y deja libre al destinatario de interpretarlo a su gusto. Más complejo aún aparece el tema del silencio en el Persiles. En su última novela Cervantes concentra las múltiples posibilidades que el tema ofrece, por lo que realizar una taxonomía resulta   —145→   complicado; en efecto Aurora Egido encuentra en la novela las funciones que hemos presentado al principio: retórica, moral, psicológica y amorosa; cada una con distintos matices119.

Como bien se sabe, el núcleo central del Persiles se basa también en un silencio: el secreto sobre la identidad de los protagonistas y su verdadera relación, pero el silencio atraviesa la obra con múltiples facetas; ya en la historia de Manuel de Sosa y Leonora se muestran y explican en el texto algunos tipos, como cuando Manuel de Sosa cuenta que Leonor:

en compañía de su madre, salió a verme a una sala, y salieron con ella la honestidad, la gallardía y el silencio. Pasméme... quise hablar... y ni supe ni pude hacer otra cosa que callar y dar con mi silencio indicio de mi turbación.


(p. 100)120                


La virtud y la turbación dan claramente forma a estos silencios, pero el más importante, pues será el que decida el destino de ambos, es el secreto de Leonor; aparentemente dispuesta a aceptar lo que los padres ordenen, pero decidida a mantener el silencio, o el engaño, para poder elegir libremente su destino que, como en el caso de Marcela, no será el matrimonio, pues Leonor decide hacerse monja. Este silencio produce el mismo efecto que los anteriores, dando lugar a que Leonor acceda a la palabra y presente una situación inamovible, una decisión irrevocable. Así, el día del desposorio con Manuel de Sosa, éste llega al monasterio elegido por Leonor para asistir a la declaración de la joven, quien «alzando un poco la voz» le dice:

si mal no me acuerdo, os dije yo, viéndome acosada de vuestra solicitud... que yo no tomaría otro esposo en la tierra, sino a vos... Y así, porque sé que los engaños, aunque sean honrosos y provechosos, tienen un no sé qué de traición cuando se dilatan y entretienen, quiero, del que os parecerá que os he hecho, sacaros este instante. Yo, señor mío, soy casada, y en ninguna manera, siendo mi esposo vivo, puedo casarme con otro.


(pp. 102-103, la cursiva es mía)                


También aquí desaparecen los padres, la única respuesta es la de Manuel de Sosa, que primero enmudece por la sorpresa, luego casi pierde el juicio y al final muere de dolor121. El punto de contacto de esta narración interpolada con la del marco es que el silencio se   —146→   considera «honroso y provechoso», no con la connotación moral que lo calificaría negativamente como una «mentira»122.

Otros silencios irán apareciendo a continuación, pero el que aquí interesa es la lucha entre el silencio y la palabra que se propone con el triángulo amoroso Auristela - Persiles - Sinforosa. Cuando Auristela enferma de celos y de amor, la misma Sinforosa se ofrece para hacerle compañía, provocando un comentario del narrador que muestra el valor moral del silencio de Auristela:

ofrecimiento no de mucho gusto para Auristela, porque quisiera no tener tan a la vista la causa que pensaba ser de su enfermedad, de la cual no pensaba sanar, porque estaba determinada de no decillo. Que su honestidad le ataba la lengua.


(p.169)                


A este silencio se opone la fuerza de la pasión de Sinforosa, quien rompe los márgenes del decoro precisamente con Auristela y ofrece así un contraste eficaz:

Yo, hermana mía... amo, quiero bien, adoro. ¿Díjelo? No, que la vergüenza y el ser quien soy, son mordazas de mi lengua. Pero, ¿tengo de morir callando? ¿Ha de sanar mi enfermedad por milagro? ¿Es, por ventura, capaz de palabras el silencio? ¿Han de tener dos recatados y vergonzosos ojos virtud y fuerza para declarar los pensamientos infinitos de un alma enamorada?


(p.169)                


Auristela confiesa por primera vez que ella también posee un secreto y necesita decirlo, aunque opta por la prudencia y se consuela con la idea de desvelarlo «por lo menos en el testamento»; el amor no vive del silencio, sin la palabra el sentimiento no cobra forma, por eso, cuanto mayor es el amor más difícil es callarlo. De ahí la interrupción de Policarpa que, cantando un soneto sobre el amor y el silencio, marca la línea de interpretación de la escena; el soneto se dirige a una mujer y la invita a hablar, porque «no es valor ni es honra el no quejarte» y con un imperativo elocuente: «Salga... / la enferma voz», concede dignidad a la palabra amorosa:


Quejándote sabrá el mundo siquiera
cuán grande fue de amor tu calentura,
pues salieron señales a la boca.


(p. 171)                


Empieza aquí un proceso de justificación importante, yo diría central, para introducir los episodios «españoles» de mujeres   —147→   transgresoras. Auristela, a pesar de los sufrimientos que las palabras de Sinforosa le infligen, «no podía culparla»:

su culpa era la suya, sus pensamientos los mismos que ella tenía, su intención la que a ella traía desatinada. Finalmente, no podía culparla, sin que ella primero no quedase convencida del mismo delito.


(p. 173)                


Esta «solidaridad femenina» supone un cambio de acento, no se trata ya de juzgar moralmente las palabras de Sinforosa, sino de mostrar un sentimiento que es más fuerte que la razón, provocando esos «yerros fáciles de perdonar» (p. 193) que en el Persiles se presentan con frecuencia123. Se introduce de este modo una línea de lectura que reaparece en los amores cruzados de los pescadores Carino / Leoncia y Solercio / Silvana donde Auristela, ya con la conciencia de la importancia de la palabra, decide resolver el problema de las jóvenes con su autoridad moral124 pues, según Periandro, «parece que tiene entendimiento divino» (p. 213); así Auristela dice a las jóvenes desdichadas:

tú Leoncia, mueres por Carino, y tú, Selviana, por Solercio; la virginal vergüenza os tiene mudas, pero por mi lengua se romperá vuestro silencio y por mi consejo, que sin duda alguna será admitido, se igualarán vuestros deseos.


(p. 213)                


Se trueca con un gesto de autoridad casi divina, la palabra de una mujer, el matrimonio impuesto por los padres; en el simbólico espacio de la iglesia y «estando ya el sacerdote a punto de darles las manos» (p. 214), Auristela alza la voz para afirmar que «esto quiere el cielo»: respetar el gusto de los enamorados. Su autoridad moral afirma de nuevo la libertad de elección, de amar125, con esta delicada oposición a las leyes sociales.

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La falta de libertad afecta en primer lugar a la mujer, sobre todo en la España postridentina, tal vez por eso al llegar los peregrinos a España aumentan los casos de mujeres «rebeldes», que luchan en silencio por defender su elección amorosa. El caso más espectacular y mejor elaborado es seguramente el de Feliciana de la Voz, cuyo nombre es bastante significativo, pues casi resume el título y las conclusiones de este trabajo.

Feliciana es la primera mujer con la que entran en relación los peregrinos en España, el encuentro se produce en medio de las tinieblas y después de introducir el secreto de un recién nacido abandonado. Entre la maravilla general y en una rápida sucesión de acciones Feliciana irrumpe en la escena, surge de las sombras de la noche, esforzándose con sus gemidos «a no dejar salir la voz del pecho» (p. 289) y pidiendo con ansia que la «encubran» (p. 290). Se intensifica el silencio y el suspense hasta que la misma Feliciana, a salvo ya de la venganza de su padre y hermanos, decide hablar, «descubrir faltas que [le han] de hacer perder el crédito de honrada» (p. 291). La gravedad de estas faltas parece subrayada por la justificación con la que inicia el cuento de Feliciana, la joven quiere mostrarse agradecida y satisfacer la curiosidad de los peregrinos, por eso narra sus amores ilícitos con un rico caballero pero, casi paradójicamente, habla con un sorprendente tono crítico:

[yo] me di126 por esposo al rico, y yo me le entregué por suya a hurto de mi padre y de mis hermanos, que madre no la tengo por mayor desgracia mía... Destas juntas y destos hurtos amorosos se acortó mi vestido y creció mi infamia, si es que se puede llamar infamia la conversación de los desposados amantes.


(p. 292, la cursiva es mía)                


El largo silencio dura hasta el día de la boda, cuando el padre llega con su pretendiente, Luis Antonio, para casarla con él y Feliciana, intentando desesperadamente mantener aún su secreto, no puede oponerse a las fuerzas de la naturaleza, que la obligan a «arrojar una criatura en el suelo» (p. 294). Otra vez un embarazo que rompe el silencio127, pero en esta ocasión el padre no desaparece, por   —149→   el contrario se impone con una violencia128 que hallará freno con dificultad sólo en la iglesia. A esta violencia los peregrinos oponen la admiración y la lástima; decididos a ayudar a la joven a defenderse de las duras leyes del honor, han de justificar su complicidad en tan grave transgresión, por eso Auristela, sola con Periandro, introduce la preocupación por su honra:

Bien es verdad que la suya no es caída de príncipes, pero es un caso que puede servir de ejemplo a las recogidas doncellas que le quisieren dar bueno de sus vidas.


(p. 296)                


Entra en juego el difícil y ambiguo concepto de ejemplaridad, que aún hoy no se ha llegado a interpretar unívocamente en las obras de Cervantes, ¿en qué consiste la ejemplaridad del caso de Feliciana? Como en tantos otros casos prevalece la «disculpa» y el final feliz y, si hasta aquí resulta necesario justificar esta «simpatía», en los episodios paralelos129 que siguen al de Feliciana, en el Persiles, el problema moral prácticamente desaparece.

El primero de estos episodios paralelos, en orden de aparición, es el de Tozuelo y Clementa Cobeña. Presentado en medio de la fiesta y la algazara popular, la aventura parece sacada de un entremés, no sólo por el papel social de los personajes, alcaldes, sino por el disfraz femenino de Tozuelo y el registro «bajo» del lenguaje.

Lo que acomuna las dos historias es el embarazo «secreto» de las protagonistas, pero en el modo de tratarlos hay una notable diferencia, en primer lugar la ausencia de la dimensión religiosa, casi mística que, con resonancias platónicas, había envuelto el drama de Feliciana; en segundo lugar se desvanece también el tema del honor y, por consiguiente, el carácter problemático, moral, de la realización del deseo femenino.

Aquí la palabra emerge con una facilidad sorprendente; a la sospecha de Cobeño de que el diablo haya «juntado sin las   —150→   bendiciones de la iglesia» a Tozuelo con su hija, responde una doncella labradora:

Si va a decir la verdad, señores alcaldes, tan marida es Mari Cobeña de Tozuelo, y él marido della, como lo es mi madre de mi padre, y mi padre de mi madre. Ella está encinta y no está para danzar ni bailar. Cásenlos, y váyase el diablo para malo, y a quien Dios se la dio, san Pedro se la bendiga.


(p. 329)                


Como ocurría con Rosamira el padre llama a la hija, que «no es nada muda» y la invita a que «deslinde» todo. Cobeña no necesita otro pretexto para proclamar en público su «caída»:

Ni yo he sido la primera, ni seré la postrera que haya tropezado y caído en estos barrancos. Tozuelo es mi esposo y yo su esposa, y perdónenos Dios a entrambos cuando nuestros padres no quisieren.


(p. 330)                


La respuesta del padre confirma la estructura que intento definir:

pues esto está ya hecho, bien será que el alcalde Tozuelo pase adelante, pues vosotros no le habéis querido dejar atrás.


(p. 330)                


La mujer realiza en silencio su deseo y, cuando al silencio sigue la palabra, la situación se presenta como irremediable y por lo tanto se acepta.

La historia interpolada se acaba con un matrimonio irregular y con un comentario del narrador, quien parece satisfecho por lo fácil que ha resultado resolver uno de los problemas que más sangre estaba haciendo derramar en las comedias españolas:

diéronse las manos los donceles, acabóse el pleito, y pasó el baile adelante: que si con esta verdad se acabaran todos los pleitos, secas y solícitas estarían todas las plumas de los escribanos.


(p. 330)                


El plano bajo se integra con el plano alto de las historias ejemplares, ofreciendo dos caras casi opuestas de un mismo problema. Lo interesante es que la solución en ambos casos es la misma: la mujer ha elegido su destino y si aquí se puede pensar que el episodio tiene poca importancia por la extracción social de los personajes o por su carácter claramente entremesil, Cervantes insiste en presentar a otra dama española, en Barcelona, que repropone la típica estructura de la comedia de capa y espada: Ambrosia Agustina, enamorada de Contarino, no duda en vestirse de hombre y salir a escondidas en busca de quien ella ha hecho «señor de su persona y de su pensamiento» (p. 362); con la declaración final de Ambrosia y el perdón del hermano se repite el esquema que estamos estudiando.

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Para terminar, no puede olvidarse el episodio italiano de Isabela Castrucha (nacida de paso en España) donde a los elementos ya estudiados se añade la capacidad de iniciativa de la joven la cual, después de haber visto en la iglesia a Andrea Marullo, le declara su amor por carta, citando al amado en la iglesia para mostrarle su belleza. Más tarde, ante la separación se agudiza el ingenio: Isabela traza un engaño que le permite casarse con quien ella, y no el tío, ha elegido. En este caso Auristela y sus amigas no dudan en mentir para ayudarla:

Priesa se daba la hermosa Isabela Castrucha a revalidar su demonio, y priesa se daban las cuatro, ya sus amigas, a fortalecer su enfermedad, afirmando con todas las razones que podían de que verdaderamente era el demonio el que hablaba en su cuerpo. Porque se vea quién es el amor, pues hace parecer endemoniados a los amantes.


(p. 407)                


Superado el aspecto moral, la mujer se convierte en un sujeto que, al adquirir el poder de decidir y realizar su propio deseo, elimina una de las diferencias130 sociales más importantes respecto al «sexo opuesto», por eso más que mujeres varoniles, Cervantes presenta mujeres que luchan por su libertad; si ésta puede parecer una lectura anacrónica, dejo que sea el mismo Cervantes quien concluya esta breve reflexión, con las palabras aún hoy modernas de un duque y con la forma de un quiasmo, figura retórica que señala la equivalencia entre los términos:


Di: ¿no puede acontecer
sin admiración que asombre,
que una mujer busque a un hombre,
como un hombre a una mujer?


(El laberinto de amor, vv. 1146-4925)                


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