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Cervantes en las letras argentinas

Carlos Orlando Nállim



portada



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ArribaAbajoAcademia Argentina de Letras


Académicos de número

Presidente: Don Raúl H. Castagnino

Vicepresidenta: Doña Ofelia Kovacci

Secretario general: Don Rodolfo Modern

Tesorero: Don Federico Peltzer

Mons. Octavio N. Derisi

Don Enrique Anderson Imbert

Don Carlos Alberto Ronchi March

Doña Alicia Jurado

Don Antonio Pagés Larraya

Don Jorge Calvetti

Don Marco Denevi

Don Adolfo Pérez Zelaschi

Don Horacio Armani

Don José María Castiñeira de Dios

Don Martín Alberto Noel

Don Oscar Tacca

Don José Edmundo Clemente

Don Adolfo de Obieta

Don Horacio Castillo

Don Santiago Kovadloff

Don Gerardo H. Pagés

Don Antonio Requeni



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Académicos correspondientes

Don Aurelio Miró Quesada (Perú)

Don Pedro Grases (Venezuela)

Don Pedro Laín Entralgo (España)

Don Rafael Lapesa (España)

Don Alonso Zamora Vicente (España)

Don Paulo Estevao de Berredo Carneiro (Brasil)

Don Alberto Wagner de Reyna (Perú)

Don Arturo Uslar Pietri (Venezuela)

Don Ramón García-Pelayo y Gross (Francia)

Don Franco Meregalli (Italia)

Don Diego F. Pró (Mendoza, República Argentina)

Don Léopold Sédar Senghor (Senegal)

Don Daniel Devoto (Francia)

Don Paul Verdevoye (Francia)

Don Juan Bautista Avalle-Arce (Estados Unidos de Norteamérica)

Don Juan Filloy (Córdoba, República Argentina)

Don Guillermo L. Guitarte (Estados Unidos de Norteamérica)

Doña Emilia Puceiro de Zuleta Álvarez (Méndoza, República Argentina)

Don Gastón Gori (Santa Fe, República Argentina)

Doña Elena Rojas Mayer (Tucumán, República Argentina)

Doña Ángela B. Dellepiane (Estados Unidos de Norteamérica)

Don Roberto Paoli (Italia)

Don Giovanni Meo Zilio (Italia)

Don Raúl Aráciz Anzoátegui (Salta, República Argentina)

Don José Luis Víttori (Santa Fe, República Argentina)

Don Carlos O. Nállim (Mendoza, República Argentina)

Don Hugo Rodríguez Alcalá (Paraguay)

Don Walter Rela (Uruguay)

Doña Yolanda Bedregal (Bolivia)

Don Alejandro Nicotra (Córdoba, República Argentina)

Doña Luisa López Grigera (España)

Don Susnigdha Dey (India)

Don Germán Arciniegas (Colombia)

Don Joaquín Balaguer (República Dominicana)

Don Juan Liscano (Venezuela)

Doña Gloria Videla de Rivero (Mendoza, República Argentina)

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Don Dietrich Briesemeister (Alemania)

Don Manuel Alvar López (España)

Doña Nélida E. Donni de Mirande (Rosario, República Argentina)

Don Aledo Luis Meloni (Chaco, República Argentina)

Don Rafael Felipe Oteriño (Mar del Plata, República Argentina)

Don Oscar Caeiro (Córdoba, República Argentina)

Don Juan M. Lope Blanch (México)

Don José Saramago (Portugal)

Don Bernard Pottier (Francia)

Don Francisco Rodríguez Adrados (España)

Don Néstor Groppa (San Salvador de Jujuy, República Argentina)

Don Héctor Tizón (San Salvador de Jujuy, República Argentina)

Don Carlos Hugo Aparicio (Salta, República Argentina)

Doña Margherita Morreale (Italia)





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A Carlos Andrés, Magdalena Ercilia y Jorge Alfredo, mis hijos.



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ArribaAbajoAgradecimientos

A mi alma mater, la Universidad Nacional de Cuyo y su Facultad de Filosofía y Letras.

Al Dr. Pedro Luis Barcia por sus valiosos datos.

A la Dra. María Elena Rodríguez Ozán de Zea por su colaboración ante las instituciones académicas mexicanas.

A la Organización de Estados Americanos, Washington D. C., que hizo posible mis estudios en la Biblioteca del Congreso, y a la Dra. Georgette Magassy Dorn y personal de la Hispanic Division de la misma.

A la Dra. Mabel Susana Agresti por su lectura de los manuscritos.

A la Prof. Graciela Romano y al señor Pablo Colombi, que colaboraron en la búsqueda bibliográfica y en el mecanografiado de algunos de los capítulos.

A mi hija Magdalena, por similar tarea y la corrección y el procesamiento de este libro.



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ArribaAbajoPrólogo

Nacido de un profundo, amoroso y meditado conocimiento del Quijote, este nuevo libro de Carlos Orlando Nállim no se centra sin embargo en la novela cervantina a la que el autor ha dedicado numerosos estudios, fruto de su fecunda tarea en la docencia e investigación universitarias.

Cervantes en las letras argentinas reúne un conjunto de trabajos -abarcadores y muy bien documentados sobre escritores y estudiosos argentinos (algunos muy conocidos, otros no tanto) para los cuales el Quijote es punto de partida, ya en el ejercicio de la imaginación (Jorge Luis Borges y Marco Denevi en el siglo XX, Juan Bautista Alberdi y Juan Gualberto Godoy, en el XIX), ya en diferentes formas del pensamiento especulativo (los artículos periodísticos y de crítica   —16→   literaria de Domingo Faustino Sarmiento, la tarea de divulgación del Quijote llevada a cabo por Alberto Gerchunoff y el Padre Rodolfo Ragucci o, en fin, los estudios filológicos de Ángel Rosenblat sobre la lengua literaria de Cervantes).

Mirado en su conjunto, este libro -el primero dedicado al tema- revela un notable equilibrio en la elección de escritores marcados por la lectura del Quijote, cuyas dos principales facetas (la cómica y la profundamente espiritual) aparecen inteligentemente combinadas en los comentarios sobre autores y obras incluidos en los once capítulos que lo integran.

Admirador de Cervantes y particularmente del Quijote desde su niñez, Jorge Luis Borges ha tomado en muchas ocasiones el tema de las relaciones entre autor y personaje. Ejemplo de su honda comprensión de la inmortal novela de Cervantes, son los tres textos elegidos por Nállim, reveladores -al mismo tiempo de la permanencia del tema en distintos momentos de la producción del escritor argentino: «Parábola de Cervantes y de Quijote» (en El Hacedor, 1960); «Un soldado de Urbina» (en El otro, el mismo, 1964) y «Sueña Alonso Quijano» (incluido en El oro de los tigres, de 1972 y en La rosa profunda, de 1975).

Ni cronológico ni arbitrario, el orden seguido para el comentario de los textos borgeanos ha sido, creo, meditadamente seleccionado. En efecto, si el primero («Cervantes a la velada luz de un soneto de Borges») rescata la ficción que se nutre de la vida como refugio frente a la rutina de lo prosaico, y el segundo («Cervantes y don Quijote en una parábola de Borges») interpreta   —17→   la creación por la palabra como superadora de lo contingente, en el tercero («Borges y Cervantes, don Quijote y Alonso Quijano») la tarea del escritor es vista como una elección de vida, y la palabra poética como revelación del propio ser.

«Cervantes a la velada luz de un soneto de Borges» es una amena reconstrucción de elementos de contexto que -ya en las circunstancias reales de la vida de Cervantes (el heroico arcabucero de Lepanto o el Comisario de Provisiones de la Armada en Andalucía), ya en sus ilusiones (los frustrados anhelos de pasar a América), ya en sus lecturas de los libros de caballerías- explican el Quijote como ficción y refugio. Así entendió Borges la novela del manchego en la difícil condensación de su soneto «Un soldado de Urbina», cuyo sentido profundo ilumina el análisis de Carlos Nállim, aleccionador ejemplo del modo en que la inserción adecuada en su contexto permite atisbar la multiplicidad de significados aparentemente ocultos tras la opacidad de un texto lírico por excelencia.

Hipotexto de «Un soldado de Urbina» desde el cauce formal de la prosa es la «Parábola de Cervantes y de Quijote». Ambos revelan al lector avezado (y Nállim lo es) la cabal aprehensión del valor poético del Quijote por el escritor argentino. Las páginas del segundo capítulo de este libro despliegan el vasto universo de alusiones que la concisa prosa de Borges concentra con economía casi lírica. Llevados de la mano por un crítico seguro de sus saberes y también profundamente perceptivo, vamos penetrando párrafo a párrafo en las múltiples connotaciones del texto   —18→   borgeano, a través de calas en los siguientes aspectos: «Las vastas geografías de Ariosto» (explicación del párrafo 1 de la «Parábola...» que alude al sentido poético del tiempo en el Orlando Furioso); «La Mancha, una geografía prosaica y maravillosa» (o la transformación de lo geográfico cercano y concreto en una realidad sublimada y, por lo tanto, universal, características del espacio novelesco del Quijote sugeridas por Borges en el párrafo 2); «Con las ansias de la muerte» (o la asimilación -en la muerte como en la vida- del personaje novelesco y del hombre que, gracias al ente de ficción, logra conciliar el mundo soñado con el mundo real que le tocó vivir: párrafos 3 y 4 del texto de Borges).

El último apartado del capítulo 2 («Ad aras») explica los dos párrafos finales de la «Parábola...» y el sentido último de la particular denominación genérica elegida por Borges. Parábola no tanto por la comparación o semejanza entre autor y personaje sino por la «verdad» que de ella se desprende: resuelta por el arte la tensión cervantina entre el mundo imaginado y el vivido, la Mancha y el caballero manchego (como las vastas geografías de Ariosto o el mundo ideal de los libros de caballerías) han alcanzado la universalidad del mito, aquella a la que se refiere Aristóteles cuando afirma la superioridad de la poesía sobre la historia.

El título del tercer capítulo («Borges y Cervantes, don Quijote y Alonso Quijano») apunta a la identificación entre el escritor y sus personajes, tema del soneto de Borges «Sueña Alonso Quijano», que le sirve de punto de partida. Frente al soneto clásico, particularizan   —19→   a este la irregularidad en la disposición de las rimas y la fusión -frecuente en el poeta argentino- de los cuartetos y los tercetos en una serie uniforme.

La evidente relación fondo-forma en el poema elegido por Nállim, así como el tema -tan caro a Borges- del «soñador soñado», justifican este lúcido análisis de la palabra poética como reveladora del ser en el momento definitivo de la muerte. Una vez más, datos contextuales precisos (tan bien seleccionados como solo podría hacerlo un cervantista y que no desdeñan la enriquecedora referencia a otros textos surgidos de la recepción del Quijote en la época de Cervantes y en la nuestra -un romance de Quevedo y un artículo de Borges-) dicen lo que el poema sugiere. Al hacerlo, el crítico destaca el valor de la prudencia para todo hombre (llámese Alonso Quijano, Cervantes o Borges) que acepta los límites pero también la grandeza de la condición humana.

En «Un apasionado divulgador del Quijote: Alberto Gerchunoff», el autor rescata la admiración del periodista-escritor por don Quijote, a quien identificó con Cervantes. No exenta de exageraciones, esa admiración está presente en la obra de Gerchunoff desde «Las bodas de Camacho» (cuento incluido en Los gauchos judíos, de 1910) hasta su libro póstumo Retorno a don Quijote (1950), pasando por la crítica erudita y a la vez apasionada de La jofaina maravillosa (1927). La lección de vida del caballero de la Mancha se traduce para Gerchunoff en el «quijotismo» que nos impulsa a vivir heroicamente; en esa medida, la novela que relata su existencia es una obra maestra cuya lectura reflexiva   —20→   -acota Nállim- vertebró la vida y la obra del autor de Los gauchos judíos.

El sacerdote salesiano Rodolfo María Ragucci (historiador de la literatura, filólogo y lexicógrafo reconocido nacional e internacionalmente) fue sobre todo un docente incansable siempre preocupado por la formación de jóvenes y adolescentes. Señalar la presencia de Cervantes y del Quijote en las obras del Padre Ragucci (a través de fragmentos escogidos, de comentarios sobre la vida y obra de Cervantes e incluso de bibliografía sobre el tema) es el propósito del capítulo titulado «Rodolfo M. Ragucci ante el Quijote de Cervantes». En su desarrollo, el autor marca con precisión y equilibrado juicio crítico los aciertos y también las inexactitudes de las referencias a Cervantes y su obra en El habla de mi tierra, Cumbres del idioma, Letras castellanas, Cervantes, Cervantes y su gloria, Manual de literatura española y Literatura de la Edad de Oro española (siglos XVI y XVII). Como ejemplo aleccionador queda el interés permanente del Padre Ragucci por conducir a los jóvenes al encuentro con la obra de Cervantes.

Autor de la mejor prosa literaria en la Argentina del siglo XIX, pensador brillante y a menudo contradictorio, Sarmiento fue un despiadado detractor de la literatura española. Así lo demuestran los «Artículos críticos y literarios (1841-1842 y 1842-1853)», recogidos en los tomos I y II de sus Obras completas, que Carlos Orlando Nállim ha leído con notable cuidado. Espigadas entre múltiples juicios negativos sobre los escritores españoles, las referencias a Cervantes (inteligentemente   —21→   comentadas en este capítulo) demuestran que Sarmiento reconoció en él al «maestro indiscutible de la lengua». Ante las frecuentes acusaciones por su hispanofobia, Cervantes (cuyo Quijote Sarmiento siempre admiró) se convierte así en el escudo del escritor sanjuanino.

Continuador del costumbrismo de Larra en la Argentina a través de agudos artículos que publicó en La Moda con el seudónimo de Figarillo, el autor de las Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina expresa, ya en la vejez, su profunda desilusión frente a la democracia americana. Lo hace a través del relato de un viaje imaginario y alegórico: Peregrinación de Luz del Día o Viajes y aventuras de la Verdad en el Nuevo Mundo, de 1871. «Entre burlas y veras Alberdi evoca a don Quijote» proporciona un perspicaz balance de la escasa bibliografía sobre la obra y muestra un conocimiento profundo de la vasta y polifacética producción de Alberdi. En este capítulo, Nállim dibuja con trazos seguros -y a través de una adecuada selección de fragmentos agudamente comentados- la figura paródica del Quijote de la Patagonia imaginado por Alberdi.

La comicidad del Quijote, libro «faceto», y su consiguiente popularidad son para Nállim las razones por las cuales caballero, escudero, caballo y hasta la ínsula Barataria reaparecen en el poema Corro (1820) del mendocino Juan Gualberto Godoy. Más que documentar la presencia del Quijote en los versos del Corro, el propósito del capítulo «La vis cómica del Quijote en Juan Gualberto Godoy» (que no excluye una valoración   —22→   honesta del resto de la producción poética de Godoy) es señalar los dos aspectos coexistentes en la genial novela de Cervantes: la vis cómica y la profundidad espiritual encubierta por aquella. La primera avala las opiniones sobre la facilidad (facilidad aparente) del Quijote y explica su popularidad desde el siglo XVII hasta el presente; la segunda justifica las anotaciones del libro surgidas ya en el siglo XVIII y que Nállim detalla con cuidado sin olvidar un justo reconocimiento al extenso Comentario de Clemencín (1833/1839).

Viva en las páginas de Cervantes, Dulcinea es símbolo del amor y Marco Denevi la evoca en reiteradas oportunidades haciendo de ella un personaje más de sus narraciones. Con acertado sentido crítico, Nállim analiza las transformaciones experimentadas por la idealizada Dulcinea cervantina en los siguientes textos de Denevi: «El precursor de Cervantes» (de Parque de diversiones), «Historia cómica» (de Falsificaciones) y «El nacimiento de Dulcinea» (de El emperador de la China y otros cuentos). Detrás del juego irónico -concluye el crítico en este capítulo titulado «Marco Denevi y la sin par Dulcinea»- alienta la afirmación del amor como fuerza primordial frente a la deshumanización del hombre en las modernas sociedades industrializadas.

Cierran el volumen dos capítulos que confirman la reconocida maestría de Cervantes en el empleo de la lengua castellana. Ambos están dedicados al comentario de los dos primeros estudios («Actitud de Cervantes ante la lengua» y «La lengua literaria de Cervantes»)   —23→   que integran el libro del destacado filólogo argentino Ángel Rosenblat: La lengua del Quijote (1971).

La semblanza del investigador serio y a la vez ameno en la transmisión de sus conocimientos se suma a la convicción, por parte de Nállim, de que la aparente facilidad de la prosa cervantina hace imprescindible el manejo de la obra de Rosenblat. En efecto, continuando la tarea iniciada por Julio Cejador y Frauca, Rosenblat proporciona al lector del siglo XX los instrumentos para comprender el sentido profundo del Quijote; a través de la aclaración de expresiones envejecidas, de la explicación de alusiones oscuras o de la ejemplificación de los recursos literarios más frecuentes, advertimos también que la lengua de Cervantes es exponente de la lengua castellana en su momento de mayor esplendor y que en el Quijote se amalgaman tanto el habla caballeresca como la erudita, la popular, la pastoril o la picaresca. El resultado es una lengua viva y auténtica que, seleccionando elementos de la lengua común, llegaría a «imponerse por sus méritos como lengua paradigmática».

Enriquecida con observaciones propias, ejemplos del Quijote y juicios de otros críticos (María Rosa Lida, Américo Castro), esta cuidada relectura de los estudios de Rosenblat que ofrece Nállim en los capítulos finales matiza las observaciones del notable filólogo a través de la recepción de un especialista en temas cervantinos, también admirador de la lengua de Cervantes y del Quijote en particular.

La abundante documentación, el empleo de las   —24→   mejores ediciones (críticas y anotadas) del Quijote y la invitación a la lectura de los autores y obras comentados son algunos de los muchos méritos de esta obra. A ellos se suma una prosa llana y despojada, fruto de un conocimiento profundo que ha alcanzado la difícil sencillez de las obras escritas para especialistas y al mismo tiempo accesibles al lector culto.

Solo queda formular una expresión de deseos: que el camino abierto por este libro continúe en un segundo tomo, en el cual otros autores argentinos dialoguen con Cervantes a través de los saberes y la sensibilidad de Carlos Nállim.

Mabel Susana Agresti





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ArribaAbajo- I -

Cervantes a la velada luz de un soneto de Borges


Allá en la Sagra, de la Mancha Alta, en un rincón de España, castellano y castizo, un exsoldado, un excautivo, un siempre pretendiente, un buen escritor novel que se afama, se casa, a los treinta y siete años, con una doncella de diecinueve. Él, Miguel de Cervantes Saavedra; ella, Catalina Salazar y Palacios, con un árbol genealógico de luengas raíces en el lugar, de las cuales baste nombrar a los Vozmedianos, por donde corría sangre hidalga y noble desde hacía muchas generaciones. Hidalga sí, pero con una fortuna escasa que solo alcanzaba para vivir modestamente. Nacida y criada en el villorrio de Esquivias, sabía leer y escribir -inusual en las mujeres campesinas de aquel tiempo- tanto como para leer sus libros de devoción, y, no   —26→   es de extrañar, el inevitable Amadís de Gaula, y para apreciar la calidad de su esposo, caballero venido de Madrid.

Encinas verdinegras y blanquecinas, olivos adustos y alineados, esperantes barbechos pardos y grises, viñedos deshojados que anuncian un vino nuevo listo para el brindis rural. Desde el 12 de diciembre de 1584, fecha del casamiento, el caballero vivió feliz junto a su joven mujer. Con ella y su familia pasó a ser un hidalgo más de los muchos que en Esquivias mantenían enhiestas sus cabezas, respaldados en sus escudos de piedra a la puerta de sus casas y en los arcones tallados con los pergaminos de sus ejecutorias de nobleza. De vida sobria -los escasos bienes no daban para más- estos manchegos y rurales hidalgos se asemejan sospechosamente, y mucho, a aquel otro hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Cervantes fue feliz en Esquivias, en el único pueblo de la Mancha que conoció en profundidad. Aquí conoció el amor y también convivió con los hidalgos de mucho blasón y poco caudal que le ofrecieron personajes y vidas, rincones y ambientes para el escenario que luego escogerá para montar, con imaginación inaudita, su novela sin par.

No caeremos en la obsesión de buscar el modelo o los modelos vivos de los personajes del Quijote. Sí creemos que el ambiente y las gentes de Esquivias impresionaron al autor vivamente, lo mismo que el ambiente general de la época. En toda España, en aquellos tiempos, se respiraba una especial exaltación religioso-caballeresca, lo heroico era vigoroso e imbatible.   —27→   Ambiente que crece en el siglo XV y se vuelca torrencialmente en el XVI. Los hechos heroicos de la ficción caballeresca se comparan con las hazañas de los héroes de carne y hueso que descubren mares y tierras urgidos por una insaciable sed de aventuras. También resisten y aun hacen retroceder el imperio turco. Ignacio de Loyola y su Compañía enfrentan la herejía y, como tantos padres conciliares españoles, apuran la reorganización de la Iglesia con el Concilio de Trento. Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz arremeten contra la rutina y la molicie para instaurar la actividad y el sacrificio religiosos. Cervantes es hombre de su tiempo, don Quijote es personaje de su tiempo; Esquivias es para Cervantes y don Quijote una fuente, un documento, un antecedente valioso, una realidad, un sueño.

Cervantes decide abandonar su vida feliz e inocente, el famoso lugar de Esquivias, por mil causas famoso, una por sus ilustres linajes y otra por sus ilustrísimos vinos. No se ha cansado, no se ha disgustado con su mujer. Hay pruebas de que la quiere y se quieren; pero lo cierto es que en mayo de 1587 abandona su Arcadia, también el teatro y las otras actividades literarias, para dedicarse, durante más de diez anos, a no muy gratas labores administrativas al servicio de la Hacienda Real, en Andalucía. Los dos años y medio de felicidad matrimonial y pueblerina se interrumpen cuando el caballero, Mancha adelante, busca nuevos horizontes, más generosos, menos estrechos que la digna pobreza del pueblo y se dirige a Sevilla. Este camino al Sur separará nítidamente dos etapas de su   —28→   vida. Este camino al Sur nos introducirá en un mundo de «sórdidos oficios», en el que habrá de errar tratando con arrieros, carreteros, molineros, bizcocheros, alguaciles, cuando no enfrentándose con las autoridades rurales o urbanas, civiles o eclesiásticas. Siempre en el mismo tema, fanegas de trigo y cebada, arrobas de aceite... Lejos ha quedado el soldado, el cortesano, el escritor. El autor parece sumergirse en un mundo prosaico y «oscuro».

Cuando se creyó «acabado, solo y pobre», cansado de los trajines de las comisiones, endereza su mirada hacia más allá de la fértil Andalucía, más allá de la extensa meseta manchega, hacia el Nuevo Mundo, pleno de aventuras, campo de héroes, tierra de valientes y audaces. Pronto debió fatigarse de hacer relaciones juradas, de firmar certificaciones por especies recibidas, de las pequeñeces de su vida de Comisario de Provisiones de la Armada, cuya función, taxativamente expresa era, por ejemplo, «acoplar trigo, molerlo y fabricar bizcocho» y, si era necesario, hacer los acopios bajo palabra y sin dinero», pagar con certificados, y por todo ello recibir una paga de doce reales diarios a cobrar «cuando hubiese oportunidad».

Quiere pasar a las Indias y hasta piensa que su experiencia administrativa lo habilitaba para ocupar alguno de los cargos, que, más allá del océano, sabía que estaban vacantes. Conocida es la respuesta. Breve, concisa, ofensiva: «Busque por acá en que se le haga merced». De nada le valió su experiencia, de nada le valió su «información de Argel», y el antiguo «memorial» al rey donde enumera sus servicios: Lepanto, el   —29→   cautiverio... El Consejo de Indias contestó fríamente el 6 de junio de 1590 y en líneas marginales. Nuestro hombre permanece en España y continúa con sus comisiones. Seguirá contemplando «hundido el sol, el ancho / campo en que dura un resplandor de cobre / se creía acabado, solo y pobre».

No pasó a América, no salió de pobre, siguió en «sórdidos oficios resignado / erraba oscuro por su dura España». Fue comisario por siete años, después inspector de alcabaleros y, por exceso de un juez, permanece en la cárcel de Sevilla durante siete meses. Por fin, en 1600, abandona Sevilla definitivamente: ha pasado trece años en Andalucía. Llegó a los cuarenta, se va a los cincuenta y tres. ¿Sin pena ni gloria? A principios de siglo, Francisco Navarro Ledesma, el ameno biógrafo de Cervantes, nos advierte con cierta severidad:

Los ciegos y sordos y memos que hablan de Cervantes sin amarle y sin haber pensado en él y en las circunstancias de su vida, sino sólo para darse pisto ellos y echárselas de literatos, suelen maldecir la temporada larguísima que pasó Miguel arbitrando trigo y aceite para escuadra. La vida es una peregrinación: quien no camina ¿qué sabe de ella?



Cervantes estaba solo pero en compañía. Su soledad estaba habitada por muchos hombres, por muchas ciudades y pueblos, por pocos santos y muchos pecadores, por legisladores y burócratas e ilegales ciudadanos... sus experiencias son suyas propias, por lo tanto personales, pero no solipsistas. Tiene razón Borges   —30→   cuando señala la soledad cervantina en sus quehaceres andaluces, contaminada con el agotamiento y la pobreza. Tiene razón Navarro Ledesma cuando advierte la rica experiencia acumulada por Cervantes en esos mismos quehaceres.

Es que la soledad, hora tras hora goteando sobre el alma, hace faena de forjador sobre ella. La soledad tiene algo de herrero trascendente que hace nuestra persona compacta y la repuja. Bajo su tratamiento, el hombre consolida su destino individual y puede salir impunemente a la calle sin contaminarse por completo de lo público, mostrenco, endémico1.

Frente a la «sordidez» de su oficio, quien había sido soldado y héroe debía buscar en la resignación el consuelo de sus desgracias y decepciones, en la aceptación sin rebeldías, por motivos religiosos o, simplemente, por razones de conducta. Pero resignarse no solo es aceptación; soportar lo inevitable, puede ser también un incorporar a la vida el fracaso, vitalizar lo negativo, sobre la base del sufrimiento inexorable volver a construir, renacer. Allá la luz de la gloria hazañosa; aquí la resignación, la oscuridad. En esta oscuridad no todo es confuso y aunque nos contiene y sobrepasa no es menos cierto que no cesa de inspiramos y conmovemos. La oscuridad, en ocasiones, -y es lección permanente de la mística en casos extremos- no es solo   —31→   falta de luz, es también exceso de ella.

¡Cuántos crepúsculos melancólicos y también cuántos alegres amaneceres vivió Cervantes en su larga permanencia en Andalucía! Primero -no hay que olvidarlo- será Cervantes quien pase los días entre venta y posada, entre arrieros, trajinantes, mesoneros, frailes, estudiantes, molineros, soldados, vagabundos, gitanos, mozas del partido, escribanos, cuadrilleros, alguaciles... Luego su imaginación los trasladará, artísticamente reelaborados, a su obra literaria. No es un melancólico desterrado que se mueve abatido en la sola espera de un futuro difícil y mejor. También en su tarea tan rutinaria y huérfana de valores estéticos pone todo de sí para sobresalir. Sus superiores lo distinguen como hombre eficiente, honesto y cabal y así lo recomiendan.

El «soldado de Urbina» renace una y otra vez. Creía a pie firme que como comisario de aprovisionamiento servía al rey lo mejor que podía. Cuando la armada «invencible» regresa lentamente, convertida en despojos, con la misma pluma que ha escrito y firmado sus liquidaciones a proveedores y «relaciones juradas», escribe en Sevilla su Canción segunda de la pérdida de la Armada que fue a Inglaterra:


...no te parezca acaso desventura,
¡oh España, madre nuestra!,
ver que tus hijos vuelven a tu seno
dejando el mar de sus desgracias lleno,
pues no los vuelve la contraria diestra;
vuélvelos la borrasca incontrastable
del viento, mar y cielo, que consiente
—32→
que se alce un poco la enemiga frente,
odiosa al cielo, al suelo detestable,
porque entonces es cierta la caída,
cuando es soberbia y vana la subida.



Solidaridad con el dolor del reino todo, aliento tras la aflicción. Su canción «primera» había sido de esperanza, de buenos deseos para la armada que partía al parecer indestructible. Luego, el poeta habría de sufrir intensamente por los largos días en que, a faltas de nuevas, el rumor desesperanzado se extendía agorero por la Península; más tarde la triste realidad del gran esfuerzo desbaratado.

El escritor no se limita a los asientos de la no muy simple contabilidad real. Su pluma y su estro fijan la atención en otros hechos que luego serán base de su obra literaria. Aquí cabe recordar, por ejemplo, su paso por Montilla. De esta ciudad, y en tanto que comisario de Su Majestad, se lleva trescientas fanegas de trigo y setenta de cebada, al decir de los documentos archivados; pero se lleva algo mucho más importante: el recuerdo del proceso inquisitorial por hechicería y alcahuetería de las Camachas, tan popular que pasó al romance y al cantar de ciegos. La noticia histórica nos dice que las Camachas de Montilla fueron una generación de brujas cordobesas, que vivieron al filo de los años andaluces de Cervantes. Este, por intermedio del perro Berganza, nos cuenta con detalles pintorescos y hasta repugnantes la vida de estas hechiceras. El perro Cipión agregará que todas estas cosas y las semejantes son embelecos, mentiras o apariencias del demonio. Pero esta reacción cuasi racionalista no desdibuja   —33→   el candor e interés que la leyenda popular expresa.

Muchas veces, nuestro poeta pudo, «hundido el sol», meditar y contemplar, pero no como un desterrado en las tierras andaluzas sino como un mortal a quien las circunstancias lo han llevado a «vivir» lejos de su hogar y de su Madrid. Cada vez que puede regresa a ver a su mujer en la castellana Esquivias. Extraña, y con nostalgia, en su constante trajín andaluz, la paz arcádica de la aldea, donde la familia lo quiere y los vecinos lo respetan, donde la gente es honrada y el vino bueno. Pero es en Andalucía donde vive, donde sufre y goza, donde observa y guarda hechos y personas que habrá de recordar artísticamente, luego, en su obra de escritor.

Si hay en él un pesar melancólico por tiempos pasados, no es menos cierto que se observa un parecido estado por una existencia imaginaria o vislumbrada que no ha llegado a realizarse. ¿Por qué no recordar, entre otros, un hecho cierto que entre la alucinación y la realidad sucedió por aquellos tiempos? San Juan de la Cruz había muerto en diciembre de 1591. Sus restos yacían en Úbeda, Jaén. Gente poderosa, desde Segovia y Madrid, se movieron para que secretamente estos restos fueran trasladados al nuevo convento carmelita de Segovia. De noche lo exhumaron con mucha cautela y los mercenarios metieron los restos en una maleta y regresaron poniendo fin así a la macabra tarea. Sucedió en el verano de 1593. Luego la imaginación popular le agregó una misteriosa aparición ante el breve cortejo portador de los restos y otros acontecimientos   —34→   fantásticos. Años después, en el Quijote el capítulo XIX de la Primera Parte, Cervantes se sirvió de estos episodios para urdir la impresionante aventura del cuerpo muerto, que tiene comienzo en el temblor de un Sancho azogado y de un don Quijote al que se le erizan los pelos2.

A partir de agosto de 1594 nuestro autor pasa a ser funcionario de la Hacienda Real. De comisario de aprovisionamiento en Sevilla a inspector de alcabaleros en Granada. Pero no olvida la bella ciudad del Betis, en la que, por ejemplo, lo sorprendemos en 1596. Razones hay para presumir que por esta época escribió Las dos doncellas, La señora Cornelia, los primeros capítulos del Persiles, la «Canción desesperada», que aparece en el episodio de Marcela y Grisóstomo, en el Quijote. Lo que no hay son pruebas terminantes. A pesar de los esfuerzos de la crítica, la cronología cervantina sigue siendo incierta. Un embrollo contable con la Hacienda Real y un juez torpe y extremoso dan con nuestro escritor en la Cárcel Real de Sevilla, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación. Esto ocurría en el otoño de 1597. Aquí permanece Cervantes unos siete meses. Para un inocente, es injusta y excesiva pena. Acaba de cumplir los cincuenta y, en medio del ruido y la incomodidad, se aísla para de alguna manera evadirse y en libertad interior escribir. Así surge un nuevo   —35→   Amadís, pero esta vez será un caballero andante que quiere restaurar lo irrestaurable, que determina

... irse por todo el mundo con sus armas y caballos a buscar las aventuras y ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama.



Don Quijote y Sancho emergen de una cárcel. Su creador se evade interiormente, sueña. Tanto, que la Mancha, por ejemplo, aparentemente tan real en el libro, no es la misma que tantas veces atravesara Cervantes. Sería un error pretender medir la fantasía de un escritor con el metro de un cartógrafo. El escritor -sobre la base de una Mancha que se centra en Ciudad Real y con límites imprecisos- crea una Mancha nueva, evocada, imaginada para escenario de su gran obra.

En julio de 1600 Miguel de Cervantes sale de Sevilla para no volver. Llegaba a su fin una prolongada e importante etapa de su vida. Un vivir ambulativo, inquieto, sin lograr una situación económica desahogada o, como dice Borges, «a sórdidos oficios resignado / erraba oscuro por su dura España». Las letras no perdieron mucho: si la actividad del escritor fue escasa, el acopio de experiencias vitales y fértiles fue abundante. Vuelve a Esquivias y Madrid, pasa luego a Valladolid, nuevo asiento de la Corte. Está entusiasmado por la gran obra que ya puede escribir. Su núcleo inicial, lo escrito en la Cárcel Real de Sevilla, ya tiene   —36→   posibilidad de continuación, lleva el estro. En la tranquilidad de Esquivias, Toledo y Madrid y con la garantía de una modesta y segura hacienda podrá seguir escribiendo. Crea a Cide Hamete Benengeli, autor de la historia, en árabe, escrita en los papeles viejos que un muchacho pretendía vender en el Alcaná de Toledo. La fingida traducción al castellano habrá de ser la verdadera y legítima narración del Quijote que el autor nos lega. Ha descubierto su «música», vale decir, su musa. Se siente inspirado. Inspiración gestada a través de muchos años de desasosiegos, de querer y no poder, de intentar y fracasar, de vivir intensamente.

El escritor halla su propio mundo estético construyéndolo. Es un mundo mágico porque es imaginario y, a la vez, misterioso. Su Quijote produce -no es hipérbole- efectos extraordinarios en el lector, aunque nos resulta difícil o imposible explicar enteramente el porqué. Su belleza íntima mana por el poder misterioso de su «música», de su musa, que inspira tan original obra literaria. Cervantes no sueña la vida, que puede ser tarea de hombres débiles, pero sabe hacer vivir sus sueños mediante la escritura, verdadero secreto del arte literario. En el mundo de las letras no solo se piensa y escribe. La fuente se agotaría rápidamente. Para pensar y escribir también hay que saber soñar.

La ficción es imaginar; y con todo derecho podemos decir que el Quijote es una obra de ficción porque antes lo es de imaginación. Etimológicamente, ficción es, primero, modelar en arcilla, aunque y sin embargo, sea frecuente contraponer la ficción -representación   —37→   mental- a la realidad. Nuestro autor supo vivir su realidad, supo también soñar; y aunque el sueño no es aprehensión de la realidad, forma con ella la ficción «embrujadora» o «mágica» si usamos el vocablo de moda. En Cervantes se da el vivir intensamente, la «música» que lo inspira, el sueño que trasciende, el libro por excelencia, verdadera epifanía de la vida.

Vivir intensamente, soñar. ¿Acaso a los veinticuatro años, soldado bisoño, con fiebre cuartana y arcabuz dispuesto no hace su guardia, en el esquife de la Marquesa? En Mesina lo asignaron a la compañía del guadalajareño don Diego de Urbina, en las naves mandadas por Andrea Doria. En Corfú, el arcabucero no olvidó la sugestión de la fantasía literaria. Estaba en la isla de los feacios, tan propicia a Ulises. Allí el baño de la bella Nausicaa, allí el bosque de los álamos ofrecido a Minerva, allí toda una geografía mítica de sublime belleza. Y la contrapuesta realidad: allí contrae las cuartanas, enfermedad endémica en esta isla jónica.

Requeséns, Álvaro de Bazán, Andrea Doria, tres conductores, tres consejeros, tres nombres íntimamente asociados al de don Juan de Austria, el joven y apuesto hermano del rey, responsable y decidido generalísimo de la enorme flota: doscientas ocho galeras, seis galeazas, cincuenta y siete fragatas, bergantines, pataches, etc.; sobre este suelo flotante unos veintiséis mil soldados y un número mucho mayor de marinos, remeros, aventureros... Esta flota habría de enfrentar a otra también colosal, la otomana, en Lepanto. Las dimensiones de las armadas, la juventud y arrojo del   —38→   generalísimo, la experiencia y efectividad de sus almirantes hacían revivir en el Jónico las fantásticas aventuras del héroe por excelencia de los libros de caballerías, el Amadís, que no lucha ahora por el amor de una dama sino por un ideal político-religioso, la defensa de la Cristiandad del temido Islam.

Fantasía hecha realidad. Miguel, testigo de tantos preparativos e integrante de tanto poder desplegado, en su humilde puesto de arcabucero fue sancionado por el destino. El capitán de la nave, Sancto Pietro, por su fiebre lo recluye al camastro de la sórdida bodega. Llegado el momento de la batalla no quiso permanecer en su camastro y fue a ocupar su puesto: ¿locura?, ¿sentimientos de caballerosidad exacerbados?, ¿quijotada? Lo que fuese, lo cierto es que, de guardia en el esquife de la Marquesa, interviene audazmente: recibe dos arcabuzazos en el pecho y uno en el brazo izquierdo... el dolor lo vence, se le cae el arma y el escudo, mana abundante sangre... el hospital de Mesina... su mano izquierda queda inútil. Cuando escribía la Segunda Parte del Quijote, reacciona ante el falso Quijote de Avellaneda y afirma:

Lo que no he podido dejar de sentir es que se me mote de viejo y de manco, como si hubiese sido mi mano haber detenido el tiempo, que no pasase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros.



La honra lo sostiene, el «cielo de la honra» lo distingue.

  —39→  

Cuando quiere ponderar la valentía del soldado, recuerda el ardor de la batalla sin nombrarla:

Y si éste parece pequeño peligro, veamos si le iguala o le hace ventajas el de embestirse dos galeras por las proas en mitad del mar espacioso, las cuales clavijadas y trabadas, no le queda al soldado más espacio del que concede dos pies de tabla del espolón...



Pero más que la descripción del episodio podemos exaltar la virtud del soldado valiente o del caballero arrojado con el decir cervantino de «intrépido corazón» y «la honra que le incita».

Si así obraba y así soñaba, no nos puede llamar la atención que Cervantes hallase en los libros de caballerías un «mágico pasado», inspirador de su singular libro. Lanzarote, el héroe de las novelas bretonas y de las leyendas del Santo Grial, es invocado en varias ocasiones y adquiere, en un momento dado, la importancia de ser fundador de una de estas enmarañadas familias de larga tradición. Don Quijote recuerda al gentilhombre Vivaldo las historias de Inglaterra que tratan las hazañas del rey Arturo y la institución de la orden de los caballeros de la Tabla Redonda. También alude a los amores de don Lanzarote del Lago y como

... desde entonces, de mano en mano, fue aquella orden de caballería estendiéndose y dilatándose por muchas y diversas partes del mundo, y en ella fueron famosos y conocidos por sus fechos el valiente Amadís de Gaula, con todos sus hijos y nietos, hasta la   —40→   quinta generación, y el valeroso Felixmarte de Hiscarnia, y el nunca como se debe alabado Tirante el Blanco, y casi en nuestros días vimos y comunicamos y oímos al invencible y valeroso caballero don Belianís de Grecia.



Genealogía caprichosa pero alentada por ciertas similitudes: ambientes de cortes reales, amores secretos, descripción minuciosa de los combates, presencia de poderes sobrenaturales, ya maléficos, ya beneficiosos, y la técnica narrativa de entrelazamiento de las aventuras, especialmente entre los dos héroes fabulosos y grandes, padres prolíficos: Lanzarote y Amadís. No podemos olvidar -en esta familia de Bretaña- a Tristán y su amor por Iseo, que tanto influyen en Amadís. Del Amadís de Gaula, caballero guerrero y enamorado, a don Quijote, hay siglos de distancia -amortiguados por la edición de Rodríguez de Montalvo de 1508- y, sin embargo, su proximidad es evidente. El Amadís, don Quijote, la parodia que los une, el pensamiento suscitado que cala hondo se condensan en Cervantes. En cuanto a la presencia del ciclo carolingio, una buena y conocida muestra es la representación, en el retablo de maese Pedro, del episodio de la libertad de Melisendra por don Gaiferos. Cuando se escribe el Quijote, estos personajes, forzoso es recordarlo, ya lo son también del romancero castellano.

Los temas carolingios, las leyendas sobre Troya y, especialmente, los «romans» artúricos, al pasar del francés al castellano, se renuevan y adquieren caracteres literarios distintivos. Esta es la vieja mitología.   —41→   En 1508, con el Amadís, nace una nueva mitología, fecunda e influyente, con nuevos dioses, magos, encantadores, dragones, doncellas y héroes enamorados. Cervantes, como tantos otros españoles, bebió en esta maravillosa fuente que se le ofrecía, pero solo él supo, a partir de este «mágico pasado», escribir un monumento de la literatura universal, Don Quijote.

Cervantes halló en el relato fabuloso de hazañas de héroes, por él soñados o a él revelados por la tradición caballeresca, un mundo superior, intangible, que lo alejaba de la rutina y de la vida miserable. Creó nuevos mitos, creó su mundo mágico. Lo creó con palabras y lo pudo alejar en el tiempo, hasta llegar a un tiempo primitivo, originario, anterior al tiempo. Pero Cervantes era un hombre inquieto y moderno y supo escapar del inmovilismo mítico y despertar de ese sueño cada vez que pensaba, sin rechazarlo del todo. El mito también es símbolo y por lo tanto germen del pensamiento, aun a riesgo de falsearlo alguna vez. En estas construcciones mentales, esenciales o puramente imaginativas, Cervantes halló un refugio vital y creó el nuevo mundo del Quijote.


Texto del soneto de Borges




Un soldado de Urbina


Sospechándose indigno de otra hazaña
como aquella en el mar, este soldado,
a sórdidos oficios resignado,
erraba oscuro por su dura España.
—42→

Para borrar o mitigar la saña
de lo real, buscaba lo soñado
y le dieron un mágico pasado
los ciclos de Rolando y de Bretaña.

Contemplaría, hundido el sol, el ancho
campo en que dura un resplandor de cobre;
se creía acabado, solo y pobre,

sin saber de qué música era dueño;
Atravesando el fondo de algún sueño,
Por él ya andaban don Quijote y Sancho3.







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