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Federico Andahazi, Las piadosas, Plaza y Janés, 1999

Verano de 1816. El poeta británico Percy Bysshe Shelley y su mujer, Mary Wollstonecraft Shelley, comparten una estancia estival con Lord Byron y su secretario, el doctor John William Polidori. Byron propone que cada uno de ellos redacte un cuento de terror, y Mary Shelley escribe su primera obra, destinada a servir de inspiración a un buen número de novelistas y cineastas: Frankenstein o el moderno Prometeo. Parece que el relato que el propio Byron preparara para aquella velada quedó inconcluso, pero el que fuera su secretario se encargó de terminarlo: Lord Byron se apresuró a negar la autoría de El vampiro (publicado bajo su nombre en 1819), mientras Polidori la reclamaba para sí. El vampiro (recogido por la editorial Península en Fantasmagoriana) no dio a Polidori la fama literaria que él ansiaba, pero sentó las bases de un personaje que llegaría a su cumbre con Drácula (Bram Stoker, 1897).

Federico Andahazi (Buenos Aires, 1963) se ha interesado por la confusa autoría de El vampiro, y ha partido de ese verano de 1816 para componer su segunda novela. En el primer capítulo de Las piadosas (1999), el narrador relata sus pesquisas acerca de la correspondencia de Polidori, y nos introduce en una historia («tan fantástica como inesperada», p. 20) que promete ser una «laboriosa reconstrucción» de los supuestos fragmentos de las cartas de Polidori. A partir de este procedimiento tan literario para dar verosimilitud a la historia, nos sumergimos en una novela que sigue la estela de obras emblemáticas.

Como en Drácula, el eje de Las piadosas son las cartas que Polidori va recibiendo. Y en un juego que recuerda la técnica barroca del «arte dentro del arte», tan usada en El Quijote, una de esas cartas reproduce una misiva dirigida al Dr. Frankenstein. La correspondencia ofrece a Polidori la posibilidad de superar sus complejos, y convertirse en un buen escritor. Pero para ello, se ve abocado a un oscuro pacto que nos recuerda al del mítico Fausto (convertido en protagonista de cuentos populares en el siglo XVI, e inmortalizado por Goethe en 1808). Al igual que sucediera en obras románticas como Ambrosio o El Monje (Matthew Gregory Lewis, 1796) y Christabel (Samuel Taylor Coleridge, 1800), lo sobrenatural y lo erótico se dan la mano, haciendo que Las piadosas conecte con la anterior novela de Andahazi (El Anatomista, 1996).

Tanto la anécdota real que sirve de punto de partida a Las piadosas como la actualización de los temas del género gótico, la reconstrucción del personaje de Polidori, y el planteamiento de la autoría literaria hacen de esta novela una obra atrayente. Andahazi, además, reproduce el clima terrorífico de la corriente a la que se adscribe («la casa entera cimbreó a causa de un trueno», p. 94), suele conseguir un lenguaje apropiado, y pretende demostrar una sólida cultura literaria. Sin embargo, en ocasiones, abusa de la expresión «en rigor», se excede al transcribir listas de libros de los que no aporta más información que el título, cae en algún anacronismo, y no parece darse cuenta de que el narrador de una carta ha de ser siempre limitado.

Esos «pequeños errores» serían anecdóticos si Andahazi no hubiera tratado de rizar el rizo en el capítulo undécimo de la tercera parte. En él, el autor se deja llevar de nuevo por las enumeraciones, y parece ignorar que Fernán Caballero no fue un hombre, sino el pseudónimo de Cecilia Böhl de Faber. Y, al no explicarnos qué tipo de pacto pudieron hacer ni ella ni Mary Shelley, el argumento de toda la novela pierde peso: la nueva visión de la autoría literaria y el vampirismo, atrayentes hasta ese momento, se nos antojan un recurso sin madurar. Menos mal que Andahazi es capaz de devolvernos la ilusión de la ficción en el capítulo siguiente, con un final digno de los relatos borgianos.




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Fernando Fernán-Gómez, Capa y espada, Espasa, 2001

Los libros escolares nos hicieron concebir el Barroco como sinónimo de arte recargado, distante de los preceptos renacentistas. Sin embargo, el Barroco es, sobre todo, una época de crisis: crisis económica, social, demográfica... y crisis de las ideas. La vida se convirtió en sueño, en teatro. El mundo ya no podía explicarse, como en la Edad Media, aludiendo sólo a los designios divinos; la fe humanista en el hombre tampoco servía; y no había llegado todavía la etapa de adorar a la diosa razón. Por tanto, los autores habían de buscar sus propias vías de escape al pesimismo, bien haciendo propaganda del orden vigente, bien refugiándose en la belleza sonora de los versos, que se retorcieron como los cuerpos de las esculturas. Y nuestros manuales de la escuela intentaban explicarnos todo esto a través de fragmentos de las obras de Góngora, Quevedo y Lope de Vega, minuciosamente escogidos por su alarmante sencillez o su exasperante complicación, debidamente interpretada para evitarnos la congoja.

Tanto nos allanaron el camino que la senda desbrozada estuvo a punto de perder sus atractivos recovecos. Hasta que encontramos a un Quevedo capaz de desafiar a Dios para acercarse al amor; a un Góngora cuya temperatura subía al describir el tálamo de Acis y Galatea; a una Sor Juana en la que la dulzura no era óbice para la reivindicación; a un conde de Villamediana que cantaba a Faetón con la misma soltura con que hablaba de la pasión, fustigaba a alguaciles y cornudos, y se dedicaba a esquivar a los primeros y hacer que aumentara el número de los segundos. Su asesinato nunca aclarado contribuyó a convertir su vida en un mito que pesa incluso más que su producción literaria. Patricio de la Escosura, Juan Eugenio Hartzenbusch, Joaquín Dicenta, Nestor Luján, Carolina-Dafne Alonso-Cortés y muchos otros se inspiraron en él para escribir sus obras.

El último intento ha sido el del académico de la RAE Fernando Fernán-Gomez (Lima, Perú, 1921). Conocido como actor (Oso de Plata 1976 y 1985), director de cine (Goya 1987 al mejor director y al mejor actor por El viaje a ninguna parte) y dramaturgo (Premio Lope de Vega 1978 por Las bicicletas son para el verano), Fernán-Gómez es un hombre polifacético, que ha recogido sus artículos (Impresiones y depresiones, 1987), ha publicado sus memorias (El tiempo amarillo, 1990; Aquí sale hasta el apuntador, 1997), y ha recibido premios tan importantes como el Nacional de Teatro 1985, el Nacional de Cinematografía 1989 y el Príncipe de Asturias de las Artes 1995.

Fernán-Gómez se inició como novelista con El vendedor de naranjas, en 1962. El mal amor (finalista del Premio Planeta 1987) constituyó su primer acercamiento a la novela histórica, género en el que siguió con un relato ameno pero esquemático, La cruz y el lirio dorado (1998), donde narró las intrigas de la corte de los Medici. Capa y espada (2001) repite las virtudes y los errores de esta última: se lee con agrado, se nota la documentación previa, y el lenguaje resulta sencillo y adecuado; pero ni Juan de Tassis (el conde de Villamediana) ni los personajes que lo rodean logran parecer seres de carne y hueso. Aunque se aprecia que el autor haya incluido algunos versos del conde, sobra didactismo: las prolijas explicaciones sobre la corte y el teatro barrocos resultan superfluas, ralentizan el ritmo, y lastran el misterio. Sin esos cortes, hubiéramos apreciado mejor el juego de narradores; hubiéramos disfrutado de los hilos que conducen hacia la muerte del conde; hubiéramos valorado más la arquitectura de una novela en la que todo fluye hacia unas páginas finales que no aventuran nada nuevo, pero recopilan todo lo anterior. La novela histórica se adentra en un territorio tan atractivo como peligroso: al fundir lo verdadero con lo verosímil, hay que difuminar los límites. De lo contrario, se corre el riesgo de caer en lo increíble, o de hacer de la ficción una mera excusa para volver a frecuentar la historia. Y la historia, por atractiva que resulte, ha de subordinarse a las reglas de la ficción para transformarse en novela.




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Fernando Marías, El Niño de los coroneles, Destino, 2001

El publicista y guionista Fernando Marías (Bilbao, 1958) comenzó su andadura como narrador con la novela La luz prodigiosa (Premio Novela Corta de Barbastro 1991), en la que un vagabundo afirmaba haber salvado a García Lorca. Cinco años más tarde, apareció Esta noche moriré, un thriller psicológico en forma de novela epistolar, claramente influida por cine, donde seguíamos las tretas de un preso que, por medio de sus cartas, trataba de provocar el suicidio del policía que lo había detenido. Un libro de relatos (Páginas ocultas de la historia, en colaboración con Juan Bas) y dos novelas juveniles (Los fabulosos Hombres Película y El vengador del Rif) completaban su currículum de autor.

Un currículum que, con El Niño de los coroneles, se ve ahora ornado con el premio que, en 1944, vino a abrir una brecha de luz en el oscuro panorama de nuestra narrativa: el Nadal. De este modo, Marías entra a formar parte de una nómina en la que figuran escritores indiscutibles en la historia literaria española de las últimas décadas, como Miguel Delibes (1948), Carmen Martín Gaite (1957), Ana María Matute (1959) y Francisco Umbral (1977); narradores de prestigio y reconocimiento, como Álvaro Cunqueiro (1968), Manuel Vicent (1986), Juan José Millás (1989) y Gustavo Martín Garzo (1999); y galardonados de más discutible calidad e interés, como José Ángel Mañas (1994) y Pedro Maestre (1996).

La novela premiada en esta edición comienza con una cita de Georges Arnaud, tan sugerente como adecuada: «que nadie busque en este libro esa exactitud geográfica que no es más que un engaño: Guatemala, por ejemplo, no existe. Lo sé: he vivido allí». Y si Guatemala no existe, tampoco Leonito, ese país caribeño al que se traslada Ferrer, un periodista a quien su jefa ha encargado una investigación sobre la Montaña Profunda, con motivo del Quinto Centenario. No obstante, Leonito podría ser cualquiera de los países donde las distintas dictaduras instalaron el terror de la tortura y las desapariciones, donde se refugiaron los acólitos del nazismo cuando acabó la Segunda Guerra Mundial.

En El Niño de los coroneles, subyacen la realidad y la fantasía, el cine y la literatura. Por eso, no resulta difícil verse tentado a apuntar que la novela es una recreación americana de El jardín de los suplicios, de Octavio Mirbeau; o una revisión del mito de Frankenstein, como sugiere la propia contraportada; o, como ha confesado su autor, una ficción que nació al amparo del informe Nunca más de Ernesto Sábato, y de las noticias sobre los secuestros de niños en la Rumania de Ceaucescu. Todo esos materiales se vislumbran en esta obra. Sin embargo, no ha de esperar el lector una novela sobre desaparecidos, sino una reflexión sobre la bondad y la maldad, una indagación sobre una pregunta básica: «¿por qué matan los hombres buenos?».

Y, para tratar de alcanzar una respuesta, El Niño de los coroneles juega a ser una novela de aventuras que, como si de una caja china se tratara, contiene una larga carta, que a su vez tiene dentro de sí otra carta en la que no se omite incluir nuevos documentos. Novela dentro de la novela, un recurso muy cervantino (o muy borgiano, si hemos de señalar todo lo posmoderno de la obra). Cada relato tiene un protagonista (el periodista, el psiquiatra que ha rechazado el Nobel de la Paz, el torturador) cuya conexión más evidente es El Niño de los coroneles, ese Frankenstein moderno del que nos hablaba la contraportada. Pero hay algo más: como en los folletines decimonónicos, casi nadie es de verdad quien parece, casi todos tienen algo que ocultar. Quizá el único que ha asumido su vida es ese torturador, capaz de los más horribles crímenes y las más refinadas torturas, a quien la enfermedad devuelve su mirada de hombre bueno.

Con tantos personajes principales, dos escenarios tan diferentes (el París de la Resistencia, y Leonito hasta 1992), y una mezcla de géneros tan llamativa (aventuras, policiaca, folletín, gótica, mítica, y hasta indigenista), Fernando Marías ha necesitado de un hábil ejercicio de integración para conseguir una novela unitaria, con descripciones creíbles, ambientaciones acertadas, y una trama seductora. Para lograrlo, ha recurrido a un narrador omnisciente que desaparece ante la lectura de una carta que, para mayor efectismo, leemos a la vez que el protagonista, pero al ritmo que él nos marca: con saltos puntuales para volver sobre el texto en el momento oportuno, y con esperas intencionadas para conocer determinados pasajes. Es decir: la metaficción de la lectura al servicio de la trama.

Alguna vez, sin embargo, las excesivas coincidencias nos parecen innecesarias; las pinceladas de realismo mágico se nos antojan fuera de lugar; y el final, tan cerrado, no contribuye a la sorpresa, sino al distanciamiento. Alguna vez, nos gustaría que nos explicaran (desde la lógica de la verosimilitud, no desde la necesidad de redondear el «más difícil todavía») cómo una violación que no impide a una indígena acabar con sus guardias sí la priva de la posibilidad de ser madre (p. 58); o cómo alguien que está en una fiesta, y es recogido por un helicóptero, aparece después con equipaje (p. 252); o cómo, en pleno Caribe, consiguen cultivar hojas de coca (que en la novela llama «hojas de cocaína», p. 328), o por qué un periodista usa su sangre y sus últimos segundos de vida para escribir «¡¡¡Muerte al rey de España» (p. 248), en un intento de delatar a sus asesinos, en lugar de dar un nombre o un lugar. Y echamos en falta una mayor profundización en ese pueblo que habita la Montaña, y que parece más una excusa que un motor de la trama. Quizá el autor se ha obsesionado con no caer en las trampas que él mismo se había ido tendiendo, y por ello no ha visto los cabos que quedaban sin atar.

Aun así, son pequeños errores para una obra de más de quinientas páginas, que usa un lenguaje adecuado, crea personajes interesantes, y pasa por temas tan escabrosos como la eutanasia, la tortura, los derechos de los indígenas, y las miserias de los héroes sin incurrir en la demagogia. El Nadal ha premiado, esta vez, a un autor preocupado por el estilo y por el relato, que ha retomado los recursos y los temas de sus obras anteriores para amalgamarlos en una novela construida desde una imaginación evidente, una tradición identificable, y una documentación que, lejos de ocultarse, llega a integrarse en el texto.




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Fietta Jarque, Yo me perdono, Alfaguara, 1998

Dicen que vivimos una Posmodernidad que comparte con el Barroco la necesidad de evasión, el sentimiento de desengaño, la estética de lo inestable. Si el Renacimiento creía que el mundo podía organizarse a la medida del ser humano, el Barroco supuso la crisis del racionalismo. Si la Modernidad nos garantizó que la historia siempre avanzaba, y que la ciencia y la técnica facilitarían nuestras vidas, la Posmodernidad constata que el conocimiento es relativo (D. Lyon, Posmodernidad, 1996), y concluye que «la historia no existe, Dios ha muerto si es que alguna vez estuvo vivo» (E. García Díez, Quimera, n.º 70-71). Sin embargo, «puesto que el pasado no puede destruirse [...], cabe volver a visitarlo con ironía, sin ingenuidad» (U. Eco, Apostillas a «El Nombre de la Rosa», 1984).

Esta forma de «visitar el pasado» ha dado lugar a la «Nueva Novela Histórica», un género que ha triunfado en las letras universales de las dos últimas décadas, y que nació con la publicación de El reino de este mundo (A. Carpentier, 1949). A diferencia de la narrativa histórica tradicional, esta «Nueva Novela» no se narra desde un punto de vista omnisciente y único, ni se centra en la aventura amorosa. Además, las dificultades de sus protagonistas no llegan del exterior sino de su propia condición de seres humanos. Son características que Yo me perdono (F. Jarque, 1998) comparte con obras tan emblemáticas y dispares como Memorias de Adriano (M. Yourcenar, 1951), El arpa y la sombra (A. Carpentier, 1979) y Vigilia del Almirante (A. Roa Bastos, 1992).

La periodista peruana Fietta Jarque, afincada en España desde 1983, vuelve a interesarse por el tema que la llevó a co-escribir el libro-reportaje Entrevista con los ángeles (El País-Aguilar, 1995), y consigue que su primera novela se convierta en una apasionante reinterpretación histórica. Igual que en El club Dumas (A. Pérez-Reverte, 1993), el motor de Yo me perdono está en la lectura de unos libros capaces de desvelar secretos. Como El nombre de la rosa (U. Eco, 1980), la novela de Fietta Jarque conjuga un argumento seductor con una minuciosa ambientación en el pasado, sobre la que planea la teoría literaria de J. L. Borges.

La acción de Yo me perdono se sitúa en lo que fuera el corazón del imperio inca, casi un siglo después de la llegada de los españoles a Cuzco. La estructura de la ciudad, visible todavía hoy, nos sirve de metáfora para explicar esta obra: las fachadas coloniales, adornadas de hermosos balcones, apenas disimulan las piedras incaicas sobre las que se alzan. Del mismo modo, en esta novela, la cultura indígena subyace bajo la religiosidad cristiana y las costumbres importadas del Viejo Continente; y Fietta Jarque encuentra el modo de explicar una y otras, sin perder el hilo que nos guía por un Perú aparentemente pacífico, pero desgarrado por tensiones subterráneas.

En Yo me perdono, la voluntad de poder conduce al intento de convertir el templo de Andahualillas en un nuevo libro sagrado que sea capaz de dominar al pueblo. Para ello se alían un párroco culto y tolerante, un comerciante con pasiones prohibidas, un indígena que aúna la sabiduría de los dos mundos, y el pintor que habrá de materializar el milagro. La pugna sorda de sus personalidades y sus propósitos genera una trama que une intrigas inventadas por la autora, acontecimientos documentados (descubrimientos, sublevaciones, publicaciones...) y personajes históricos (Luis Riaño, Diego Fernández de Córdoba...).

Sólo alguna repetición léxica y alguna discordancia verbal delatan la condición de opera prima de esta novela coral en la que lo real y lo ficticio, lo pasado y lo atemporal, lo cotidiano y lo inexplicable se amalgaman en un argumento interesante y bien narrado. Avanzar por las páginas de Yo me perdono supone someterse a un ejercicio de seducción, desvelar engaños, penetrar la mente humana, y concluir que nunca han existido verdades absolutas.




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Gonzalo Garcés, Los impacientes, Seix Barral, 2000

La concesión del Premio Biblioteca Breve 2000 a Los impacientes (Gustavo Garcés) nos obliga a plantearnos si la juventud sigue siendo un valor determinante en nuestras letras. En España, Garcés (Buenos Aires, 1974) era un perfecto desconocido: su única publicación anterior, la novela Diciembre (1997), apareció exclusivamente en Argentina, donde tuvo una buena acogida. El autor tenía entonces veintitrés años, y contaba con una formación bastante cosmopolita para su edad: tras pasar por las aulas de Alemania y Estados Unidos, había cursado Filosofía y Letras en su ciudad natal. Con veintiséis años, Garcés es un asiduo colaborador en la prensa cultural de su país; y el jurado del premio Biblioteca Breve, integrado por escritores de la talla de Cabrera Infante, Luis Goytisolo y Pere Gimferrer, ha decidido otorgar el galardón a su segunda novela.

La trayectoria de este premio lo ha convertido no sólo en uno de los más prestigiosos del ámbito español, sino también en un modo de estudiar la evolución de nuestras letras. Creado en 1958, las primeras convocatorias del Biblioteca Breve sirvieron para difundir obras objetivistas y de denuncia social, como las de García Hortelano, Luis Goytisolo y Caballero Bonald; en 1963, recayó en La ciudad y los perros, la novela de Vargas Llosa con la que estallaría el boom de la narrativa hispanoamericana que tanto iba a influir en la literatura española; Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé, que supuso la consolidación de la nueva forma de narrar, lo obtuvo en 1965; tras el éxito de Volverás a Región (1967), Juan Benet entró definitivamente en la historia literaria cuando lo consiguió, en 1969, por Una meditación; y la concesión a José Leyva, en 1972, por La circuncisión del Señor Solo fue un indicio de la etapa experimental que estaba comenzando en nuestra narrativa.

Los impacientes es una novela ambiciosa, con unos personajes, un ambiente y un lenguaje marcadamente argentinos. Sin embargo, no nos parece que ello le otorgue la solidez y el nivel al que el Biblioteca Breve nos tiene acostumbrados, aunque sus aciertos eviten que el crédito del citado galardón peligre, como lo hiciera el del prestigioso Premio Nadal al avalar novelas como Historias del Kronen (Mañas, 1994) o Matando dinosaurios con tirachinas (Maestre, 1996).

Al contrario de lo que sucediera con ellas, no es difícil intuir una pluma valiosa en Los impacientes. No obstante, el pretendido distanciamiento de la adolescencia acaba resultando artificioso: tanto el autor como los personajes se hallan demasiado cerca de esos veinte años que creen ya tan superados. Por eso, las citas cultas y los alardes de conocimientos filosóficos y psicológicos no acaban de convencernos sino que, por el contrario, resultan un lastre para una novela que podría haber dado mejores resultados. Para ello, hubiera bastado ahondar en las figuras de Keller y Boris, despojar el texto novelesco de digresiones excesivas, ayudar al lector con algunos datos temporales, desarrollar las referencias a la música, y elaborar más la trama.

Garcés ha elegido bien sus maestros (cita a Nietzsche, Yourcenar, Plath, Hammett, Eliot y Wilde; evoca frases de García Márquez; y tiene presente Rayuela en la creación de Mila y en la importancia dada a la ciudad), maneja con soltura los recursos metaliterarios, se adentra con naturalidad en temas polémicos como la homosexualidad, se sumerge en un existencialismo posmoderno, y acierta con el uso del lenguaje. Son virtudes que comparte con otros compañeros de generación y de continente, recientemente galardonados o publicados con éxito en nuestro país. Cuando la madurez despoje sus obras de los errores propios de su edad, podrían llegar a producir un nuevo boom. Esperamos que el Biblioteca Breve haya valorado esa posibilidad: no queremos pensar que Los impacientes sea la mejor novela que se ha presentado al premio, ni que su jurado se haya dejado llevar por la moda de laurear la juventud más que la calidad.




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Gonzalo Suárez, Yo, ellas y el otro, Areté, 2000

Llevamos tres años de enhorabuena: Gonzalo Suárez (Oviedo, 1934) nos ha ofrecido ochenta relatos (La literatura, 1997), una biografía novelesca en la que el polémico marqués de Sade pasa a ser el exponente de una época (Ciudadano Sade, 1999), y una meritoria novela (Yo, ellas y el otro, 2000). Además, en 1997, Alfaguara publicó sus cuentos completos, y Plaza & Janés reeditó buena parte de su producción novelesca.

Suárez comenzó a dedicarse al cine y a las letras en la década de los sesenta, y sus dos actividades están estrechamente relacionadas: sus obras narrativas son tan cinematográficas como literarias sus películas y, en alguna ocasión, las primeras han servido de base a las segundas (como ocurrió con Mi nombre es sombra, 1996, basada en un cuento de El asesino triste, 1994). Ya su primera novela, De cuerpo presente (1963), aportaba una visión irónica de la literatura y el cine negro americanos. Además, si buscamos las claves de sus películas, hemos de recurrir a su novela Rocabruno bate a Ditirambo (1966).

Conviene recordar que mientras Gonzalo Suárez desarrollaba su cinematografía más experimental, apareció su primer libro de relatos, Trece veces trece (1964). Diez años más tarde, publicó su excelente novela de espías Doble dos, a la que siguieron Gorila en Hollywood (1980) y La reina roja (1981). Su primer éxito comercial llegó con la película Epílogo (1984), y se repitió con Remando al viento. En 1991, Javier Cercas estudió su producción narrativa en Obra literaria de Gonzalo Suárez; y, en 1997, Francia le concedió la Medalla de Caballero de las Artes.

Estamos, por tanto, ante un autor-director heterogéneo y atractivo, que acaba de sacar al mercado una novela divertida, inteligente, cuidada, estructurada y conseguida. La contraportada nos presenta Yo, ellas y el otro como un vodevil, pero es mucho más que eso. Tiene de vodevil las anécdotas rocambolescas que se conjugan para dar cuerpo al argumento; las mentiras y los malentendidos que provocan la sonrisa del lector; y poco más. El resto es una utilización posmoderna del género, que llega a la parodia. De hecho, la novela arranca con el texto de una vieja agenda en el que se cita a Freud, Kant, Simenon y Beethoven. Tan extraña mezcla es un claro indicio de la unión de subgéneros, registros y voces que, en manos del autor, pierden los contornos, para convertirse en modelos que se usan según la conveniencia.

En medio de las risas, los disparates, los resortes de novela negra, de folletín decimonónico, de comedia de intrigas y de historia pasional, emergen la prostitución, la homosexualidad, y los problemas conyugales. «Necesitamos ritos, trompetas, imágenes, discursos, mentiras» (p. 8), y eso es lo que la obra nos ofrece. Sólo que la realidad, a veces, no cabe en los disfraces que inventamos. Entonces, surge la locura que lleva al asesinato, y que engendra la trama de una novela en la que subyace una evidente denuncia a nuestra sociedad, nuestro arte, nuestro modo de vida desquiciado. Así, un autor es «alguien que reitera machaconamente un pensamiento redundante [...] para hacer durar [...] lo que se diría holgadamente en un telegrama» (p. 15), «los críticos no hacen preguntas, sólo saben las respuestas» (p. 40) y «la prensa había hecho de la piel de toro un pellejo de letra impresa para la pandereta que los medios audiovisuales hacían resonar» (p. 38).

La gente ha perdido sus valores para ganar dinero («bajo la égida del franquismo, ambos esperábamos a Godot. Ahora, en la España democrática, él era avezado corredor de bolsa», p. 19), porque vivimos «en un mundo donde el tráfico es creciente y el pensamiento menguante» (p. 100), y «la religión impone sus horarios como El Corte Inglés» (p. En medio del caos, la crítica y la desesperanza, Gonzalo Suárez rompe una lanza a favor de la mujer que, aunque no escapa de la mediocridad y la hipocresía, tiene el mérito de luchar contra su destino («una mujer deja de ser mujer cuando se casa para pasar a ser esposa, como un pez deja de ser pez para ser pescado, y ella no se resignaba», p. 124) y el valor de reconocer: «no me arrepiento de haber nacido [...] y no me importa morir [...] Lo que de verdad me asusta es vivir» (p. 188). Al final de este milenio, en el fondo de Yo, ellas y el otro, la vida ya no es sueño, sino que «el teatro y la vida son sólo vodevil» (p. 15). Y como a tal consigue Gonzalo Suárez que los miremos: sin perder la sonrisa ni la capacidad crítica.




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Gustavo Martín Garzo, El valle de las gigantas, Destino, 2000

Érase una vez un muchacho que se llamaba Lázaro, y acaba de dejar atrás su infancia; y llegó al pueblo, como cada año, a pasar el verano con su abuelo. Y érase un abuelo al que le gustaba contar historias; y una perra que vivía con él; y un grupo de amigas del chico, y de amigos del abuelo. Ése podría ser el comienzo del resumen de la última novela de Gustavo Martín Garzo (Valladolid, 1948), El valle de las gigantas. Claro que, si lo hiciésemos así, ustedes imaginarían que el muchacho se aburre con el abuelo, y descubre el amor en brazos de una de las adolescentes, de la que se separa al terminar el estío. Como no queremos tenderles esa trampa, comenzamos de nuevo.

En algún lugar de este país marcado por una guerra que ya sólo recuerdan los viejos, vivía un hombre que había luchado con el bando perdedor. Pasaba las tardes con un amigo que no hablaba, porque «hablar no era tan distinto a tender las redes [...] y no quería seguir enseñoreándose con el mundo» (p. 23). A veces, se confundía de hora, y no iba a recoger a su nieto adolescente; otras, su cuerpo achacoso le jugaba malas pasadas, y lo dejaba postrado. Pero no por ello perdía su amor por la vida, y su amor por contar historias. Unas historias que guardaban demasiado parecido con lo real para ser falsas, pero que tenían demasiadas dosis de fantasía para ser reales. Y, entre relato y relato, su nieto fue madurando, hasta que concluyó: «ninguno de nosotros entendemos gran cosa de los demás, y por eso la clave de la vida sólo podía consistir en estar al lado de los que queríamos, sin tratar de juzgarles ni pedirles explicaciones, tomando sólo lo que quisieran entregarnos» (p. 154).

A Lázaro, como a nosotros, le seducen las historias de ese abuelo entrañable que jura haber estado con su amigo en el Valle de las Gigantas, donde convivió con unas mujeres hermosas, dóciles y crueles; que reinventa la Biblia para explicar el mundo; y que acaba revelando un secreto tan atractivo como increíble. Mientras, la vida del pueblo sigue su curso, empujada por realidades de drogas, delincuentes reflexivos, discapacitados psíquicos, y chicas que se aburren con la cotidianidad, y evocan leyendas de reinas locas.

Con un lenguaje poético, un ritmo cercano al discurso oral, unos personajes sólidos, una historia seductora, y un gran alarde de imaginación, Gustavo Martín Garzo consigue implicarnos en esta novela que nos advierte que «la realidad no tiene por qué confundirse con la verdad» (p. 53), y se lamenta de que «los hombres no tengan nunca lo que las mujeres necesitan» (p. 167). Así, el tema del amor (que aparecía en La vida nueva, 1996; El pequeño heredero 1997; Los cuadernos del naturalista, 1998; y Las historias de Marta y Fernando, Premio Nadal 1999) se toca con las puntas de los dedos en El valle de las gigantas, que encierra personajes tan fantásticos como el extraterrestre de Ña y Bel; y sigue el camino de renovación literaria emprendido con sus primeras creaciones (Luz no usada, 1985, y Una tienda junto al agua, 1991), y consolidado en el derroche de imaginación de El lenguaje de las fuentes (Premio Nacional de Narrativa 1994).

Este licenciado en Psicología ha recibido el Premio Hurtado de León 1992 por sus relatos El amigo de las mujeres, y el Premio Miguel Delibes 1995 por Marea oculta. El valle de las gigantas es una expresión más de ese amor por las letras que lo lleva a colaborar en diversas publicaciones periódicas, y le hizo codirigir la revista Un ángel más (1987-1990) y cofundar El signo del gorrión. Un amor que le permite demostrar que, sin despegarse de los escenarios conocidos, la literatura puede ayudarnos a dejar atrás realidad roma y chata, y así enseñarnos, como a Lázaro, a enfrentar mejor la vida.




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Imma Monsó, Como unas vacaciones, Tusquets, 1999

De vez en cuando, las vacaciones se convierten en la válvula de escape imprescindible para mantener la cordura. Los nuevos paisajes y las nuevas gentes ayudan a enfocar los días de otra manera; y eso da fuerzas para volver enfrentar la cotidianidad desde otra perspectiva. De vez en cuando, entre los títulos que abigarran los estantes de las librerías, encontramos uno que transforma el hecho de leer en una aventura, que le da a nuestras horas de ocio el sabor de un viaje placentero hacia otros mundos, hacia otros personajes, hacia nosotros mismos.

Una psiquiatra reconocida pero insatisfecha decide buscar un paciente que excite su curiosidad, un caso de investigación en el que pueda prescindir de todas las normas objetivas de la psiquiatría, un problema en el que pueda volcarse sin trabas profesionales. Por eso decide cerrar su consulta, y emprender la búsqueda de ese paciente ideal, cuya patología termine con su crisis vocacional como sólo son capaces de hacerlo unas vacaciones muy especiales. A su anuncio responden varias personas, pero Glenda elige a Poltern, un profesor de música desesperado por una fobia sin antecedentes científicos: la incapacidad de soportar las repeticiones que amenaza con convertir su vida en un infierno de soledad sin alicientes.

Con esos dos personajes, Imma Monsó (Lérida, 1959) ha elaborado Como unas vacaciones, una obra sin fisuras ni estridencias, capaz de capturar al lector con un ritmo sostenido, unas descripciones primorosas, un sentido del humor pausado, y una tierna ironía en el planteamiento de las situaciones. Creo que éstas son las principales características de esta novela, con la que Monsó confirma el buen hacer literario que la crítica alabó en sus publicaciones anteriores: el libro de cuentos Si és no és y la novela Nunca se sabe (Premio Prudenci Bertrana, mejor libro de la narrativa catalana 1998 y Premio Tigre Juan).

Además, Como unas vacaciones cuenta con una galería de interesantes personajes secundarios, cuyo comportamiento nos hace plantearnos nuestras emociones; concede una gran importancia a la satisfacción de las necesidades básicas, haciendo del tema de la comida un símbolo del modo de enfrentar la vida; y conduce a los protagonistas hacia un final tan lógico como extraordinario. Es el final con el que el libro comienza, y al que el lector habrá de volver al terminar la última página. En ese primer capítulo, un narrador en primera persona observa cómo ha acabado la historia de Glenda y de Poltern, y necesita conocer su evolución. Como el lector, ese narrador al que luego casi olvidamos empieza a tener algunas certidumbres: «supe que no serían unas vacaciones cortas. [...] Supe, en definitiva, que no me iría de allí hasta poder explicar aquellas vidas [...] Y me convertí en el huésped incógnito de aquella historia» (pp. 14-15).

El resto del libro se relata en tercera persona, con una estructura de linealidad casi intacta, y un aire evocador que parece el resultado de una mezcla perfectamente homogénea y actualizada de los recursos centroeuropeos y de las novelas sureñas. Monsó ha trabajado el artificio del lenguaje hasta dotarlo de una apariencia natural y poética; ha exacerbado el problema de la monotonía hasta convertirlo en el tema de su relato; ha concebido unos personajes tan similares a nosotros que únicamente pueden existir en una novela; y ha terminado ofreciéndonos una historia de amor que sólo puede salvar a esos personajes llevándolos hacia la más terrible de las locuras. Por eso, la evolución de Glenda, que en algún momento se nos antoja inexplicada, genera un clima similar al que, hace diez años, forjaron Jeannette Winterson en La pasión y Eduardo Mendoza en La isla inaudita.

De vez en cuando, la única manera de mantener la cordura es abandonarla definitivamente; el único modo de soportar lo cotidiano, mirarlo con los ojos de lo extraordinario; la mejor forma de conseguir unas vacaciones reparadoras, sumergirnos en una buena novela. Como la de Imma Monsó.




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Isabel Clara Simó, Mujeres, Alfaguara, 1998

El cuento está de moda en España. Por fin, parecen haber pasado los tiempos en los que cuentistas de la talla de Ignacio Aldecoa (1925-1969) tenían que escribir novelas para ser valorados. Gracias a escritores como José María Merino o Juan José Millás, el público ha ido desterrando la idea de que el cuento es un género menor y, desde los años ochenta, la narrativa breve vive un apogeo cuyo único precedente en nuestras letras se dio en el periodo que va desde el Romanticismo hasta la Guerra Civil. En estos meses, hemos asistido a la reedición de relatos clásicos, y al nacimiento de dos interesantes antologías: Los cuentos que cuentan (Anagrama, selección de F. Valls y J. A. Masoliver) y Cien años de cuentos (Alfaguara, recopilada por J. M. Merino). Son sólo los últimos síntomas de esa eclosión, que se unen a la proliferación de talleres y publicaciones sobre el arte de escribir relatos, y al gran prestigio alcanzado por algunos de los innumerables premios dedicados a este género (entre ellos, el Antonio Machado, el Gabriel Miró, el Emilio Hurtado, el Max Aub y el Ignacio Aldecoa).

Como apuntó certeramente Edgar Allan Poe, el cuento se caracteriza por «poder ser leído de un tirón». Esta particularidad lo convertiría en idóneo para los que buscan disfrutar sin mucho esfuerzo, pero no hemos de olvidar que un volumen de relatos exige la capacidad de cambiar continuamente de historia. Quizá por eso, el público sigue prefiriendo la narrativa larga, y las cifras de ventas del libro de cuentos casi nunca alcanzan las de una novela. La edición en catalán de Mujeres, con sus 100.000 ejemplares vendidos, constituye una auténtica excepción, un nuevo indicio del auge del relato breve. La clave de este éxito editorial reside en que Isabel-Clara Simó (Alcoy, 1943) tiene un buen número de lectores catalanohablantes cuyo incondicionalismo se ha ganado con obras como Ídols (Premio de la Crítica del País Valenciano 1986), La salvatge (Premio Serra d'Or 1993) y La inocent (Premio Valencia de Literatura). La traducción de Mujeres al castellano es una buena oportunidad para que el resto del público se acerque a su producción.

Hace veinte años, Isabel Clara Simó ganó el Premio Víctor Català de relatos con És quan miro que li veg, volumen al que siguieron otras aportaciones al mismo género. En Mujeres (Alfaguara, 1998), Simó abandona la influencia del realismo mágico que se vislumbraba en algunas de sus creaciones anteriores y, como hiciera en Històries perverses (Premio Sant Jordi 1993), aglutina sus cuentos en torno a un tema unificador que trata con comprensión, ironía y angustia. Y es que las trece narraciones de Mujeres, con su mirada heterogénea al universo femenino, reinciden en una inquietud que Simó había manifestado en relatos como «Plaer de dona» o «La bona persona» (Alcoi-Nova-York, 1987). Si estuviésemos en cualquier otro país europeo, el hecho de que el libro demuestre que «no todas las mujeres son iguales» podría contribuir a que la traducción repitiera el éxito del original. Sin embargo, como parece que en España no hay más lectoras que lectores, ese argumento no garantiza el triunfo. Me parece justo que así sea: frente a los cuentos tradicionales, en los que importa más «lo que se narra», el cuento literario ha de demostrar su calidad por «cómo se narra».

La autora de Mujeres evidencia su capacidad para crear personajes verosímiles y cercanos, domina el arte del diálogo, y perfila un lenguaje realista, elaboradamente espontáneo. Sólo nos decepciona cuando cae en argumentos demasiado obvios («Gorrioncillos», «Nike») pero, por lo general, saca partido a la destrucción de tópicos («Ya te lo decía yo»), y huye del maniqueísmo («Si me quisieras», «En el metro»). Además, hace incursiones meritorias en la corriente de conciencia («Mesa siete»), sabe captar nuestro interés ocultando datos («Amor de madre»), nos hace disfrutar con algún final sorprendente («Entre clase y clase», «La abuela Sixta»), nos arranca sonrisas («La chocolatería suiza»), y nos crea la sensación que provocan las injusticias irremisibles («La foto», «Leonor, te quiero»). En definitiva, hay más aciertos que errores en este libro que, por su prosa cuidada y llana, está al alcance de cualquier lector y, por sus recursos, puede satisfacer a quienes exigen algo más que un argumento con gancho.




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Jaime Romo, Un cubo lleno de cangrejos, Lengua de Trapo, 1998

La eclosión narrativa de los años ochenta coincidió con la crisis editorial: empresas con solera que desaparecían o se vinculaban a grandes grupos, y puesta en marcha de inusitadas estrategias comerciales. Dado el éxito de la «nueva narrativa», se produjo un desbordamiento de títulos, y proliferaron las colecciones que siguieron la pauta de «Nueva Ficción» (Alfaguara), «Novela Cátedra», «Nueva Narrativa Española» (Ediciones Libertarias) y «La Flauta Mágica» (Tusquets). El papel del escritor en la sociedad de la última década ha hecho de la literatura una profesión atractiva, un camino «fácil» para colaborar en la prensa, participar en las tertulias radiofónicas, y ser reclamado en cualquier tipo de evento. Ahora, además, escribir parece al alcance de cualquiera: en los quioscos, junto a los fascículos de punto de cruz y aeromodelismo, encontramos entregas que enseñan a elaborar obras literarias de todos los géneros.

Sin embargo, entre tanto advenedizo, hay autores excelentes y, frente a tanto libro innecesario, muchas buenas novelas no encuentran un editor dispuesto a arriesgar su capital en un mercado cada vez más fiel a los «jóvenes consagrados» (por lo visto, convertirse en escritor tiene, además, el aliciente de ser joven hasta la cincuentena). Con la difícil vocación de ser una editorial independiente y de calidad, nació, hace tres años escasos, Lengua de Trapo. En su catálogo de algo más de veinte títulos, conviven nombres conocidos (como Juan Madrid y Pedro Zarraluki) y narradores noveles. De sus proyectos colectivos destaca el aparecido a finales de 1997: Páginas amarillas (treinta y ocho relatos inéditos de nuevos narradores españoles), que pronto encontrará su complemento en Líneas Aéreas (cuentos de escritores hispanoamericanos jóvenes que no han sido difundidos en España).

Del heterogéneo repertorio de Lengua de Trapo forma parte la primera novela del periodista radiofónico Jaime Romo. Si hubiéramos de elegir un sólo adjetivo para describirla, no tendríamos ninguna duda: Un cubo lleno de cangrejos (1998) es posmoderna de la primera a la última página, sin excluir su portada (con un diseño pop-art), su contraportada (con un resumen coloquial e irónico) ni su solapa (con una biografía que dice: «Jaime Romo. Sietemesino [...] Declarado inútil para defender a la patria, [...] actor mediocre [...]. Ha escrito para múltiples revistas, pero sólo se acuerda de Surexpres»).

Hay libros, como los de Belén Gopegui, que nos interpelan sobre nuestras vidas, y nos reclaman una lectura sosegada, para degustar sus frases y sus ideas. Y hay libros para cuando no queremos plantearnos nada, para cuando sólo necesitamos una historia que nos resulte ajena aunque cotidiana. Un cubo lleno de cangrejos es el prototipo de estos últimos: un lenguaje descarnado, una acción cambiante que nos mantiene en la lectura trazando nuevos hilos entre hechos inconexos, una sátira social tan evidente que no duele, un humor tan negro que no admite sutilezas, y unos personajes que reúnen las características de los arquetipos caricaturizados (políticos seducidos por la erótica del poder, machos prepotentes, jovencitos caribeños dispuestos a satisfacer a señoras aburridas, vascos que cocinan «rico, rico», periodistas homosexuales capaces de cualquier cosa por una exclusiva...). Leyéndola, abundamos en la idea que cada día nos ofrecen los medios de comunicación: la sociedad se mueve por oscuros intereses y, como decía el más emblemático de los pesimistas, cada uno asciende hasta su límite de incapacidad. Eso sí, todo narrado en un tono que no da lugar a la amargura ni a la reflexión y que, tras los modismos vulgares, esconde algunos hallazgos narrativos.




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Javier Reverte, La noche detenida, Plaza y Janés, 2002

La noche detenida lo tiene casi todo para convertirse en un éxito de ventas: un personaje que comparte experiencias vitales con su autor; un lenguaje sin complicaciones, que se acerca al del periodismo; un escenario que remite a hechos que, no hace mucho, nos mantuvieron pendientes de los telediarios; un enfoque humano de los problemas ajenos; una dosis de crítica a los compañeros de profesión; una historia de amor tan previsible como necesaria para la trama; y un premio, el Ciudad de Torrevieja 2002, que lleva consigo una importante labor de marketing, y una tirada de cien mil ejemplares para la primera edición de la obra. Sumemos un autor suficientemente conocido por el gran público (Javier Reverte ha escrito poemarios, libros de viajes, y novelas como Los dioses debajo de la lluvia, Trilogía de Centroamérica, Muerte a destiempo, La dama del abismo y Todos los sueños del mundo), y restemos el hecho de que el lector tiene aún reciente otra novela española (que, además, fue llevada al cine), ubicada en un escenario similar: Territorio comanche, de Arturo Pérez Reverte.

Javier Reverte confiesa: «a veces, para aproximarse mejor a la verdad, es necesario recurrir a la ficción» (p. 11). Por eso, aunque estamos leyendo literatura, tendemos a creer en la veracidad del relato. Y no sólo porque el autor estuvo en Sarajevo por las mismas fechas que su protagonista, y porque éste es un novelista al que le encargan una serie de reportajes, sino porque todos sabemos que los viajes son una ocasión propicia para despertar los sentimientos y acercarnos a nosotros mismos; y porque los personajes que rodean al principal (los otros reporteros, la traductora, los habitantes del hotel) nos recuerdan a otros seres que hemos conocido en otros libros, en otras películas y en otros documentales televisivos.

La noche detenida contiene algunos deslices (nombres de ciudades que se recuerdan en una página, y se han olvidado páginas más tarde), algunas opiniones que parecen pertenecer más al autor que a sus personajes («todos los nacionalismos quieren falsificar la historia», p. 123; «el crimen del nuevo siglo será el nacionalismo», p. 188) y una curiosa mezcla de lenguaje sencillo, introspección y frases supuestamente poéticas («una lluvia lánguida lloraba sobre Sarajevo», p. 198). Pero, sobre todo, es una cita con los hombres que se han acostumbrado a las guerras, y necesitan la tensión de las balas y la visión de los cadáveres para seguir viviendo; con las ciudades que hemos amado nada más verlas, sin importarnos siquiera si son hermosas o infernales; con las críticas que todos hemos esgrimido en ocasiones («la televisión es antes espectáculo que información», p. 82); con las necesidades banales (un folio donde escribir, unas cuerdas para una guitarra) que, sin embargo, son capaces de sacarnos de la desesperación; con las paradojas que todos encerramos («viajaba al lado de la muerte [...] y mi existencia parecía cobrar sentido», p. 163; «hay algo inaprensible que une a la guerra y al amor», p. 171); y con los amores que siempre perduran, porque «terminan [...] antes de empezar a morir», p. 177). Una cita a la que podríamos faltar sin perder nada imprescindible; o a la que podemos acudir para revisitar territorios conocidos por senderos diferentes.




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Javier Sarti, El estruendo, Espasa, 2002

¿Bastan dos novelas y un Premio de Cuentos Gabriel Miró para consolidar a un narrador? Francamente, yo no lo sé. Pero sí sé que habrá que seguir la interesante trayectoria que Javier Sarti Barrachina (Valencia, 1954) iniciara el año 2000, con la publicación de La memoria inútil. Quienes comentaron aquella obra, destacaron la madurez de una opera prima que combinaba recursos de metanovela y novela de intriga, sin desdeñar ni el retrato generacional, ni el buceo en el ser humano, ni temas tan trascendentes como la soledad, la vejez y la importancia de las rupturas amorosas.

Al igual que sucede en su segunda incursión en el género, La memoria inútil comenzaba presentando a una mujer en una situación desesperada. Aquí se trataba de María, decidida a suicidarse tras haber matado a su hermano y a otras cuatro personas. Desde la cárcel, María ofrece una entrevista en exclusiva a su vecina Rosa, a quien la soledad de su reciente y forzada separación ha obligado a replantear su vida. Los hilos de la historia se complican: cuando María descubrió que Rosa era amante de su hermano, empezó a espiarle, hasta que éste la sedujo, iniciando así el proceso que acabaría en asesinato múltiple. A raíz de las entrevistas con María, la vida de Rosa da un vuelco, y atrapa definitivamente al lector en un laberinto que Sarti teje con maestría.

También el relato con el que ganó la XLVII edición del Concurso Gabriel Miró, «No hay mensajes», se desarrolla a través de la resolución de un misterio: un mensaje anónimo en un contestador automático es el inicio de una serie de llamadas cuya importancia acabarán descubriendo los protagonistas.

En El estruendo, la estructura de los veintiséis capítulos supone un continuo salto del presente (la conversación entre dos hombres mientras una mujer amordazada se desespera en la habitación contigua) al pasado (el remoto, de los recuerdos del tiempo en que los dos hombres convivieron; y el cercano, de lo acontecido desde el decisivo y fortuito reencuentro). La mujer es Laura, una chica ambiciosa y sencilla, que abandonó la mediocridad familiar para vivir con un novio mucho mayor que ella. Y quienes dialogan son ese novio (Julio, un ejecutivo de éxito, que trabaja en una financiera) y Andrés (un mendigo que fuera amigo de Julio, y que tiene un enorme poder sobre éste).

El concepto de locura y el de éxito se tambalean: ante Adrián, la vida de la pareja se desmorona, aplastada por el peso de un pasado que dejó heridas incurables (Julio), y de un presente en el que la verdad que se ha querido ignorar irrumpe sin concesiones (Laura). El camino que Sarti elige para narrar ese proceso es una prosa clara y trabajada, trufada de incursiones psicológicas, descripciones urbanas, recursos típicos del thriller, y sorpresas bien dosificadas. De ese modo, la novela mantiene el interés del lector, seducido por el contraste entre dos hombres que fueron amigos, y compartieron a una mujer que nunca dejó de obsesionar a Julio; y que condujo a un médico prometedor, Adrián, hasta el alcoholismo y la miseria.

Con sus dos novelas, Javier Sarti ha conseguido labrarse un estilo, aprovechar los resortes de algunos de los subgéneros que más atraen al público, y profundizar en el ser humano sin caer en la retórica ni en las trampas discusivas. Así, este autor que entretiene y trasciende, se perfila como mucho más que una promesa.




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Releyendo a Borges

Si cualquier excusa es buena para releer a este argentino afrancesado que se nutrió de literatura inglesa, el centenario de su nacimiento se vuelve un argumento ineludible. Saco de la estantería Ficciones, y encuentro mi caligrafía de hace años anotando márgenes, subrayando frases, invadiendo vacíos. Y veo en esas palabras escritas a lápiz un indicio del sentimiento que ha hecho de Ficciones un clásico. Porque «clásico no es un libro [...] que necesariamente posee tales o cuales méritos: es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad» (Borges, «Sobre los clásicos»).

Por encima de los mitos borgianos (tigres, laberintos, agua, bibliotecas, puñales...) me asalta una cita que, hace mucho tiempo, quedó grabada en mi memoria: «los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres». Gracias a esa frase de «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», comprendí que el ser humano sólo tiene tres modos de convertirse en un dios: espejos, cópula y creación artística. Y, tal vez, un cuarto: la complicidad con los creadores. Dado que, para nuestro autor, «todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare, son William Shakespeare», hoy les propongo convertirnos en Borges, releyendo «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius».

Este cuento tiene la estructura de cajas chinas tan típica de Borges: un mundo imaginario (Uqbar) produce exclusivamente literatura fantástica, en la cual se hace referencia a una región (Tlön) en cuyo lenguaje se describe un tercer mundo fantástico (Orbis Tertius), que sirve de aglutinante de la realidad. Como en las novelas de terror, el lector acabará invadido por lo narrado: «el mundo será Tlön». Como en El Quijote, un libro avala los hechos que desmienten los límites entre realidad y fantasía. Y es que, en Tlön, la realidad son las paradojas con las que Borges se burla del experimento llevado a cabo en Cambridge en los años veinte: el intento de cambiar la metafísica cambiando el lenguaje. Por eso, las escuelas filosóficas de Tlön se corresponden con las que Borges conoció. Y, por eso, «los metafísicos de Tlön no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica».

El cuento está, desde su primera frase («debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar»), plagado de símbolos: bien mirada, una enciclopedia no es sino un espejo imperfecto del mundo en el que se refleja la memoria. Como Tlön, nuestra realidad es «un laberinto urdido por los hombres [...] destinado a que lo descifren los hombres». Por eso, este relato trata de crear un nuevo lenguaje con el que criticar el lenguaje. Y, puesto que Tlön tiene demasiados parecidos con lo «real», nos planteamos si la ciencia (que creemos que explica las cosas) no explicará sólo la naturaleza de nuestra mente.

Otros cuentos de Ficciones, como «El jardín de senderos que se bifurcan», «Pierre Menard, autor del Quijote» y «La Biblioteca de Babel», resultan también inolvidables. Además de su trama y de su prosa magistral, estos relatos contienen la clave para comprender a Borges. Para saber, por ejemplo, que pasada su etapa ultraísta, concluyó que «todas las obras son obras de un solo autor que es anónimo e intemporal», y que nuestra vida no es sino «una apariencia que alguien estaba soñando».

Y, aunque conviene recordar que Borges escribió que «el tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges», mientras paso las páginas, comprendo que «el hoy fugaz es tenue y es eterno» como esa fotografía del autor con su gato... Y empiezo a dudar si él ha soñado mi artículo o si, al escribir estas líneas, no me estaré inventando a Borges.




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José Luis Ferris, Bajarás al reino de la tierra, Planeta, 1999

Leer Bajarás al reino de la tierra (José Luis Ferris, Premio Azorín 1999) es sumergirse en un relato de estructura circular donde lo intuido no evita la sorpresa. Es avanzar por el camino de una prosa jalonada por la presencia constante de la poesía. Y no digo esto con el afán crítico con que se han escrito frases similares cuando otros poetas de nuestro país se internaron por primera vez en el mundo de la novela. Ni siquiera insinúo que Ferris (Alicante, 1960) use un lenguaje poético, pues no lo usa. La poesía está presente porque el protagonista de Bajarás al reino de la tierra es un doctorando cuya vida gira en torno al concepto de amor que nos ha llegado a través de la lírica. Y porque quienes conozcan la producción anterior de José Luis Ferris encontrarán, en la base de esta obra, ideas que el autor ya había perfilado en sus versos.

Gonzalo Beltrán, el joven doctorando, llega a Salamanca (la misma ciudad en la que el autor concluyó su licenciatura en Filología Hispánica) cuando la apertura intelectual ensayada por Ruiz-Giménez ha terminado con su destitución, y la atmósfera literaria se ve dominada por «falsos poetas que se empachan de consignas y convierten su oficio en una lamentable labor de propaganda» (p. 34). Aparentemente ajeno a la represión franquista, y a su respuesta por parte de los intelectuales, Gonzalo piensa que «a la hora de escribir no hay más ideología ni consigna que el relato bien construido o la historia que consiga remitirnos a pasiones humanas» (p. 65). Por eso le «preocupa la literatura tanto como la vida» (p. 35), y decide dedicar su tesis a estudiar la lírica del Siglo de Oro, en la que el amor aparece «como hecho inevitable que conduce, sin otra escapatoria, hacia el dulce tormento» (p. 40).

Dos meses en esa ciudad castellana bastan para que se opere la transformación que hará que Gonzalo «baje al reino de la tierra». La presencia de una mujer, y el asesinato de un niño, son suficientes para demostrarle que, en un régimen dictatorial, las delaciones no tienen por qué sustentarse en realidades, y que, como piensa su director de tesis, «nadie, salvo algún alma desprovista de la más elemental experiencia en el asunto, podría defender a estas alturas la idea del amor platónico» (p. 77). Sin embargo, la sorpresa final viene a confirmar que, incluso «a estas alturas», el amor puede ser un «bendito sufrir o pena deleitosa» (p. 170) y, como en el siglo XVI, sigue siendo capaz de unir el hielo y el fuego, la vida y la muerte.

Debajo de ese duro aprendizaje, el lector encuentra la realidad española de los años cincuenta. El metódico seguimiento de Ferris de las noticias del diario La Gaceta de esa época le ha ayudado a recrear con fidelidad ese mundo opresivo, en el que «todos estamos vigilados» (p. 29). Pero la opresión no llega sólo del exterior: casi todos los protagonistas de la novela se ven constantemente condicionados por el pasado, como le sucede al periodista que «llevaba veinte años huyendo de un cadáver» (pp. 9 y 236) o al mismo Gonzalo Beltrán, a quien su enfermedad ha privado de las experiencias propias de la adolescencia.

«A veces hay que leer por el placer que ello comporta, no con el único fin de emitir una sentencia pública que exculpe o condene al autor del libro» (p. 62), nos advierte un personaje de esta novela. Y así lo hemos hecho. Esto no evita que, a posteriori, nos veamos en el compromiso de enjuiciarla. De decir, por ejemplo, que Ferris consigue un narrador verosímil a pesar de que en algún momento olvide su omnisciencia (p. 119). De señalar que la prosa tiene un ritmo sostenido, con momentos especialmente logrados (como el de la página 184), pero con algunas citas excesivamente largas y eruditas, que restan intensidad a la narración (como la de Castiglione, en página 174). De anotar que los personajes adquieren solidez cuando los vemos actuar y debatirse, enfocados por una mirada certera que deduce de sus actos incluso lo que ellos ignoran (como ocurre en la página 121 con Alicia). De valorar, en definitiva, que Bajarás al reino de la tierra tiene méritos suficientes para haber alcanzado el Premio Azorín.

La publicación de la obra por la editorial Planeta le garantiza una difusión de la que no disfrutaron las novelas que consiguieron este prestigioso premio (actualmente, el segundo mejor dotado de nuestras letras) antes de que, en 1994, la citada editorial empezara a apoyar la iniciativa de la Diputación Provincial de Alicante. Seguro que Ferris aprovechará los diez millones de pesetas de este galardón para seguir dedicándose a las letras, al igual que utilizó la Beca a la Creación Literaria del Ministerio de Cultura para escribir su primer libro de poemas (Piégalo, 1985, Premio de la Crítica de la Comunidad Valenciana).

Decíamos al comienzo que, en Bajarás al reino de la tierra, los conocedores de la poesía de José Luis Ferris iban a encontrar ideas que ya habían leído en sus versos. Aunque Gonzalo esté convencido de la posibilidad del «amor como utopía, como estado de perfección en el que no cabe la posibilidad de consumar el deseo» (p. 40), el autor sabe (como expresó en Cetro de Cal, 1985, accésit al Premio Adonais) que «de nada sirve / si estar solo / son pájaros de fiebre que me habitan / Pero de nada sirve y para nada, / este amor / que hace trizas la noche y / hace incendios la noche» (p. 44). Y, aunque no suceda, no es difícil imaginar a Gonzalo suplicando, como el propio Ferris en Niebla Firme (1989), «Dame el bálsamo carnal que no conozco» (p. 18); dictando un epitafio que diga: «Yo he sido el habitante más triste de tu cuerpo / el que odiaba las leyes de los dioses absurdos. / He sido aquel muchacho que comía en tus ojos / fragmentos de ternura hasta dolernos» (Niebla Firme, p. 15).




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José Luis Sampedro, El mercado y la globalización, Destino, 2002

Unos se reúnen en foros internacionales para proclamar que la globalización es inevitable y positiva, y que la tecnología nos conduce hacia un futuro de información y riqueza. Otros se lanzan a las calles para denunciar que, meced a esos argumentos, vivimos en un planeta cada vez más injusto, porque la diferencia entre los ricos y los pobres es progresivamente mayor, y nadie parece dispuesto a evitarlo. En este contexto, se hace imprescindible evaluar las consecuencias de esa globalización que, lo queramos o no, nos afecta a todos; y plantearnos cómo queremos que sea el mundo en el que vivimos.

En su nuevo libro, El mercado y la globalización, Sampedro recoge las tesis del Foro Económico de Nueva York y del Foro Social de Porto Alegre; pasa de puntillas sobre algunas de las concepciones del mercado; y ataca sin demagogia la injusta situación internacional, dominada por un país como Estados Unidos, ese gigante herido que se niega a consentir un mundo mejor para todos. Si globalizamos algo más que la economía, sostiene Sampedro, lograremos «otro mundo posible».

El planteamiento es atractivo porque, sin entrar en la política, recoge las inquietudes de quienes siempre defendieron que el progreso no ha de sumir en la miseria a la mayoría en beneficio de una minoría; porque las ideas se defienden con argumentos, y no con atentados contra bancos y sedes de grandes sociedades; y porque el autor de este trabajo maneja con rigor la lengua que utiliza. Solo que, incluso los profanos en la materia, echamos en falta algo más de profundidad en esta reflexión crítica. Y, si no fuera porque Sampedro tiene una trayectoria tan sólida como intachable, estaríamos tentados a pensar que se ha aprovechado del mercado para criticar al mercado; y de nuestro dinero para demostrarnos que sólo con dinero se puede comprar la «libertad» que tratan de vendernos los defensores de la economía globalizada.

El hecho de que un libro que critica el mercado se haya convertido en uno de los más vendidos en la última feria no deja de ser una paradoja. Además, sus ciento cuatro páginas bellamente encuadernadas (e ilustradas por Santiago Sequeiros) serían apenas treinta si el tamaño de la letra y los espacios en blanco se redujeran a los habituales en una obra divulgativa. Por eso, aunque estemos convencidos de que hay «otro mundo posible», los lectores quisiéramos encontrar algo más que unas pocas ideas expresadas con claridad y buena prosa. Por ejemplo, no estaría mal que el libro respondiera a las atractivas preguntas que surgen de su propia contraportada: «¿cómo sería ese mundo?» «¿cómo lograr que el poder político de los gobiernos vuelva a controlar el hoy supremo poder económico transnacional?».

A pesar de eso, en El mercado y la globalización, subyace la valentía de un hombre que ha sabido ganarse sus lectores, y no necesita entrar en una polémica de actualidad que podría hacerle perder algunos. Subyace también el propósito didáctico de un catedrático de economía que consigue una obra para el gran público; y la lucidez de quien, a los ochenta y cinco años, ha decidido seguir pensando, comprometiéndose, y creando para nosotros «otros mundos posibles», en las páginas de una novela o de una obra de divulgación.




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José María Guelbenzu, Un peso en el mundo, Alfaguara, 1999

«No quiero ser Dios, pero quiero ser alguien. Quiero saber que tengo un peso en el mundo» (p. 121). Para enunciar esta frase, la protagonista de la última novela de Guelbenzu ha conducido cuatrocientos kilómetros, ha insultado a su interlocutor, ha llorado, ha tratado de esgrimir razones superficiales que explicaran su estado... Una vez formulado su deseo más íntimo, esa mujer habrá de recorrer la parte más difícil del camino: bucear en las heridas, tratar de dilucidar qué es «tener un peso en el mundo», y tomar partido. Porque ese deseo sólo le deja dos opciones: o asumir la «insoportable levedad del ser», con la desazón que producen las elecciones que sabemos erróneas de antemano; o tomar una decisión dolorosa y excluyente, que la privará de sus muletas y sus máscaras, y la dejará desarmada para siempre.

Un peso en el mundo plantea una reflexión sobre el hombre contemporáneo, que se siente desgarrado por la insatisfacción aunque posea lo que hace unos años se consideró la panacea de la felicidad. A quienes conozcan las primeras obras de Guelbenzu, esta frase puede inducirles a creer que Un peso en el mundo exige un gran esfuerzo intelectual. Si a ello añadimos que carece de narrador, muchos se alejarán de la tentación de leerla. Por eso, conviene aclarar desde el principio que, a esta novela, le sobran recursos para atraer al lector: el diálogo nunca desfallece, la trama tiene fuerza, las escenas se suceden con soltura, y la estructura está perfectamente equilibrada. Pensarán que es demasiado atrevida la afirmación, pero estoy segura de que Un peso en el mundo será una de las mejores obras que se editen este año.

Con ella, Guelbenzu (Madrid, 1944) ha logrado crear su novela más ambiciosa, y mantenerse fiel a su trayectoria como escritor. Una trayectoria que comenzó con El mercurio (1968), ese texto que asumía explícitamente su condición de «derivado de otros textos», y nos mostraba unos personajes que leían y vivían en el desarraigo. El mercurio se publicó cuando nuestra literatura necesitaba una renovación urgente (que ya había sido ensayada por Tiempo de silencio), cuando los autores de nuestro país empezaban a conocer las novelas de los escritores hispanoamericanos (Vargas Llosa, García Márquez, Carpentier), y las de los españoles exiliados (Sender, Ayala, Max Aub). Esas circunstancias hicieron que los de «la generación del 68» acercaran al lector a unos modos de escribir y de leer poco usuales, conectando con la vanguardia interrumpida por la guerra, y liquidando una literatura social cada vez más simplista y menos satisfactoria. La renovación de El mercurio no sólo afectaba a la forma del relato, sino también a su contenido. Por ello, a las influencias de Durrell, Joyce, Kafka, Rimbaud y Quevedo, el propio autor añadía la de Cortázar (por sus planteamientos morales), y la de las técnicas del cine, el jazz y el cómic.

Tras esa primera novela, Guelbenzu moderó la experimentalidad en Antifaz (1970), para después centrarse en testimonios de personajes solitarios, atormentados y acechados por la imposibilidad de comunicación. El pasajero de ultramar (1976), La noche en casa (1978) y El río de la luna (1981) emplean recursos estructurales novedosos para expresar la dialéctica del hombre consigo mismo y con el exterior. Ya en ellas se apunta el camino de sus siguientes creaciones: El esperado (1984), La mirada (1987), La tierra prometida (1992) y El sentimiento (1995) suponen una apuesta por la introspección que une lo moral y lo psicológico. Una apuesta en la que profundiza con Un peso en el mundo, novela en la que, además, continúa con su escritura arriesgada, al presentarnos exclusivamente el diálogo de dos personajes.

En narrativa, el arte del diálogo es uno de los recursos más complicados de desarrollar: requiere un ritmo apropiado, un tono que lo haga creíble, y un asunto que lo convierta en necesario. Al prescindir del narrador, Guelbenzu da un salto al vacío, y consigue caer de pie. Y es que no es fácil que dos personajes que hablan nos aporten los datos imprescindibles para seguirlos, sin incurrir en explicaciones inverosímiles; no resulta sencillo insertar poesía (Keats, Baudelaire, Yeats, Byron) y filosofía (Kant, San Agustín, Platón, Sartre) sin que el tono conversacional se resienta. Por si eso fuera poco, Guelbenzu ha logrado el «más difícil todavía»: ubicar al lector, y hacerlo partícipe de las reacciones de los personajes, sin necesidad de acotaciones.

Así, por medio el diálogo desnudo, vamos conociendo a una mujer, de unos cuarenta años, que se ha trasladado hasta un pueblecito del norte para hablar con Fausto. Él fue su profesor en la universidad, y ella necesita aclarar sus ideas. En los días que pasan juntos, se apoyan, se enfrentan, se acaloran, sufren y comparten. Y Fausto obliga a la mujer a tomar conciencia de sí misma, a saber que «ser mejor es algo parecido a merecerse la felicidad» (p. 296). Mientras la relación entre ambos se transforma, la figura de ella se va perfilando a través de sus palabras y de sus actos. Y, cuando ya pensábamos que Guelbenzu se había encariñado más con su anónima protagonista que con el viejo profesor, Fausto empieza a desnudarse tras un biombo traslúcido que sólo al final del relato se hará transparente.

Como señalaba el autor (Babelia, 20-2-99), «cualquier persona que intente hacer algo bien, se juega algo». Eso lo sabe Fausto, lo descubre la mujer, lo experimenta Guelbenzu en su escritura. Y lo asumirá cualquier lector capaz de arriesgarse con una obra que es clara sin caer en la superficialidad, que habla del hombre contemporáneo sin aludir a los tópicos, que sorprende sin deslumbrar. Un peso en el mundo se disfruta como disfrutamos de la conversación con esos pocos amigos que no nos dicen lo que queremos oír, sino lo que no nos atrevemos a enunciar. Por eso, conviene guardarla bien: quizá hayamos de releerla cuando la búsqueda de nuestro peso en el mundo ponga en peligro esa seguridad que tratamos de forjar cada mañana.




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José Ovejero, Qué raros son los hombres, Ediciones B, 2000

¿Se ha planteado alguna vez por qué decidimos comprar un libro? Los expertos en mercadotecnia sí lo han hecho, y han concluido que sólo la tercera parte de los libros se selecciona de forma impulsiva. Para el resto de las adquisiciones, se sigue la intuición, la recomendación de amigos, y la crítica de diarios y revistas. La Cambra del Llibre de Catalunya ha llegado a establecer, en orden decreciente, los factores que determinan la compra. La lista está encabezada por el tema, seguido del autor, el precio, el consejo de los conocidos, el estilo literario, y las críticas que la obra ha recibido. Es decir, que en ningún momento se contempla que un título pueda influir en la elección. Sin embargo, he de confesar que, en esta ocasión, todo comenzó por el título. Me pareció llamativo, provocador, incluso divertido. Supongo que lo mismo pensó el escritor, o quienquiera que se lo pusiese.

Sólo después descubrí que José Ovejero (Madrid, 1958) no me era del todo desconocido. Este licenciado en Geografía e Historia, dedicado a la interpretación, y afincado en Bruselas, es autor de China para hipocondríacos, obra que ganó el Premio Grandes Viajeros 1998. Además, se había acercado a la literatura con el poemario Biografía del explorador, con Cuentos para salvarnos a todos, y con las novelas Añoranza del héroe y Huir de Palermo. Sus protagonistas habituales, esos héroes modernos y algo trágicos, están presentes también en Qué raros son los hombres.

Ante todo, hemos de decir que éste es un libro dispar, compuesto por diez relatos que tratan de mostrarnos el «eterno masculino». Por sus páginas desfilan hombres que viajan a Cuba, y se resisten a convertirse en prototipos del españolito que se permite echar una cana al aire con una mulata; maniacos que llaman a una mujer siempre a la misma hora; heterosexuales que observan con curiosidad a los homosexuales con los que conviven; profesores de tenis de señoras maduras; padres que desean a sus hijas o que basan su vida en la posesión de un automóvil; divorciados que no soportan un retraso mínimo; «progres» que no perdonan que los demás hagan lo que ellos predican... Personajes a los que trata con ironía o con cariño. Personajes que consiguen atraernos o que nos dejan indiferentes. Como los hombres.

En las ambientaciones, se nota que José Ovejero no reside en España. En los relatos, que sólo a veces consigue hilvanar todas las hebras que convierten un puñado de líneas en algo que llega al lector, hay frases bien construidas y aseveraciones profundas junto a argumentos tópicos y finales mal resueltos. Cuentos que no aportan nada («Los conquistadores») y relatos sugerentes («Las penas del infierno», «El peso de las horas»).

Aunque «los hombres sólo se parecen a sí mismos» (p. 122), a veces, una pareja consigue que estar juntos se convierta «en una costumbre sin sabor a rutina» (p. 212). Por eso, si lo que el autor pretendía demostrar es lo que ya sabíamos (que los hombres son tan raros como las mujeres, y en ello reside su atractivo), José Ovejero ha cumplido su propósito. Pero si trataba de conseguir un volumen de relatos de calidad sostenida, tendrá que exigirse más a sí mismo, porque, en algunos momentos, nos parece que, de su libro, puede afirmarse lo que una de sus protagonistas afirma de los hombres: «lo atractivo [...] es su fachada». O, lo que es lo mismo, su título.




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José Saramago, Memorial del convento, Alfaguara, reedición de 1998

La figura Saramago (Azinhaga, Portugal, 1922) siempre ha estado rodeada de polémica. El Vaticano lo define como un «comunista recalcitrante», y el subsecretario de cultura portugués Sousa Lara vetó El evangelio según Jesucristo (1991) para el premio Europa, por considerar que atentaba contra el catolicismo. Ni la calidad de su prosa, ni los doctorados honoris causa por las universidades de Turín, Sevilla y Pisa, ni la admiración de grandes autores preocupados por los derechos humanos consiguieron impedir la controversia y el autoexilio. Por eso, aunque llevaba varios años apareciendo como candidato al Nobel, la concesión de este premio en 1998 no dejó de ser una sorpresa. En nombre de la Academia Sueca, el catedrático Kjell Espmark valoraba «la ironía, la simpatía y la distancia sin distancia» de las novelas de Saramago, y decía esperar que «con este premio se anime a conocer su obra un numeroso público».

Al repasar esas declaraciones, pensé que el prestigio del Nobel podría alentarnos a algo que, a buen seguro, satisfaría a Saramago: tal vez, gracias al conocimiento de su producción literaria, empecemos a superar la secular indiferencia española por nuestro país vecino. Porque, leyendo a Saramago, comprendemos que la frontera que nos separa es menos importante que todo lo que nos une. Y captamos las sensaciones que los portugueses transmiten a sus visitantes: una dulzura expresada sin alarde, un espíritu crítico que no amarga, una «saudade» que no evita el vitalismo, y un detenerse en los detalles más ibérico que europeo. Son rasgos que se perciben, especialmente, en la trilogía que consolidó a Saramago en el mundo de las letras (Memorial del convento, El año de la muerte de Ricardo Reis y La balsa de piedra), y en sus libros posteriores (Historia del cerco de Lisboa, El evangelio según Jesucristo, Casi un objeto, Viaje a Portugal, Ensayo sobre la ceguera, Cuadernos de Lanzarote y Todos los nombres).

Aunque Saramago publicó su primera novela en 1947, fue Memorial del convento (1982) la obra que le otorgó la valoración de la crítica no condicionada por criterios extraliterarios. En las páginas de Memorial del convento, documentación e imaginación se dan la mano para sorprendernos. Cuando creemos estar leyendo un relato sobre reyes portugueses del siglo XVIII, nos descubrimos ante una historia de amor en la que nadie habla de amor. Cuando confiamos en una prosa tradicional, nos sumergimos en una puntuación que dicta sus propias reglas. Cuando nos preguntamos quién es el narrador omnisciente, éste se limita, se comenta a sí mismo, se multiplica cambiando de persona y de perspectiva. Cuando consideramos la minuciosidad de la ambientación histórica, los anacronismos intencionados aparecen para darnos una nueva visión del mundo.

La aparente sencillez de su prosa oculta la complicada estructura de Memorial del convento, y hace patente la posición crítica de José de Sousa (ése es el auténtico nombre de Saramago) frente a las instituciones: la Iglesia y la nobleza coartan las libertades, obstruyen el progreso, y condicionan la vida de un pueblo que no puede sino volverse hipócrita, conservador y entrometido. Es un placer leer esta novela que aúna magia e historia, y cuestiona lo establecido sin romper con la ficción (su ritmo sólo decae en algunas páginas de descripción excesivamente exhaustiva). Saramago merece ser paladeado con tanta calma como su país. Y Memorial del convento se convierte en una novela tan esclarecedora como El año de la muerte de Ricardo Reis (1984) para adentrarnos en el mundo literario de este polémico portugués.




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Josefina Pla, in memoriam

El correo electrónico plagado de dolor de Guido Rodríguez Alcalá (uno de los mejores escritores de la literatura paraguaya actual) me anunciaba la muerte de Josefina Pla once días después de comenzar el año. Se trataba de una noticia especialmente triste ya que, siendo española de origen, la ignorancia de su obra en nuestro país no tiene visos de cambiar. Y ello a pesar de que, en España, Josefina Pla obtuvo la Medalla de Oro de Bellas Artes 1995, fue postulada para el Premio Cervantes 1989, y nombrada Miembro Correspondiente de la Real Academia de la Historia y Dama de la Orden de Isabel la Católica.

La importancia de su figura viene avalada por algo todavía más importante que los premios (como el de la Sociedad Internacional de Juristas, por su defensa de los derechos humanos), los nombramientos (miembro de las Academias de la Historia de Colombia, Puerto Rico y Paraguay, «Doctora Honoris Causa» de la Universidad Nacional de Asunción, y «Mujer del año 1977» en Paraguay), los trofeos (como el Ollantay de Venezuela, por su investigación teatral), y las medallas (como la del Ministerio de Cultura de Brasil): Josefina Pla contaba con el reconocimiento de todos los autores y artistas del país en el que pasó la mayor parte de su vida. Esa unanimidad, difícil en cualquier medio, resulta particularmente llamativa en un lugar donde el reducido ámbito intelectual está plagado de rencillas, donde la larga dictadura stronista maleó la vida cultural llenándola de favoritismos y de enfrentamientos personales.

Josefina Pla, de orígenes valencianos, había nacido a principios de siglo en Isla de Lobos (Canarias). En 1924, conoció en Villajoyosa al ceramista paraguayo Julián de la Herrería, y se casó con él dos años más tarde. Ya en su país adoptivo, ejerció como ceramista, pintora, ensayista, crítica, periodista y profesora. Además, fue propietaria y directora del Museo de Cerámica y Bellas Artes. Y desarrolló una gran actividad literaria marcada por el intimismo, por la influencia del simbolismo, la poesía pura y el relato conversacional. Fue la única mujer del grupo poético Vy'a raity, surgido en la Asunción de los años cuarenta, e integrado por autores como Augusto Roa Bastos y Elvio Romero. Además de sus quince volúmenes poéticos, escribió literatura infantil, una treintena de obras teatrales, un buen número de cuentos y una novela.

Helio Vera, probablemente el mejor de los cuentistas paraguayos actuales, afirmaba (Noticias, 17-1-99): «Josefina Plá fue una de esas personas excepcionales que dio a la cultura todo lo que pudo dar. No sólo en cantidad sino también en calidad [...]. Como narradora, como poetisa y como crítica, Josefina Plá deja una obra cuyo conjunto impresiona por su coherencia y por su rigor estético [...]. Josefina Plá logró lo que casi nadie alcanza: una función emblemática en la cultura paraguaya. Y, como mujer, ocupó un espacio que ya quisieran para sí muchos escritores de pelo en pecho».

La coordinadora del Taller «Cuento Breve» de Asunción, Dirma Pardo, me contaba que Josefina fue enterrada en el Cementerio Español de la capital paraguaya. Sin embargo, los medios de comunicación de nuestro país ni siquiera se han hecho eco de su muerte. Valga este artículo como modesto homenaje a una gran escritora y artista, que supo defender con pasión su condición de persona y de mujer, y que apoyó a cuantos se acercaron a reclamar su mecenazgo. Ojalá el público español pudiera acceder a la obra de quien, habiendo crecido en nuestra tierra, trabajó sin desaliento en ese rincón postergado de América Latina. Y ojalá otros valiosos autores del continente gozaran de mejor suerte que Josefina, y consiguieran penetrar en este país que les dio su lengua y los condenó al olvido.




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Juan Carlos Arce, El matemático del rey, Planeta, 2000

Si algún subgénero parece estar en alza en la literatura universal, éste es el de la novela histórica. Lukács, en su célebre estudio de 1966, constató su nacimiento en el siglo XIX, y lo vinculó a la Revolución Francesa (que favoreció el desarrollo de la burguesía, y el sentimiento popular de ser parte de la historia). No obstante, la tendencia más común en nuestros días, la «nueva novela histórica», tiene pocas de las características de su predecesora decimonónica: cuestiona las versiones oficiales, y se acerca a los acontecimientos sin la «distancia épica» a la que las obras clásicas nos tenía acostumbrados.

En nuestro país, la nueva etapa de esplendor de la novela histórica empezó tras la muerte de Franco, cuando el público lector encontró en ella un medio para conocer el pasado, y entender el presente. Tantos fueron los relatos sobre la historia del periodo franquista que, ya en 1978, Juan Marsé los parodió en La muchacha de las bragas de oro. Por otra parte, su auge se ve acreditado por los numerosos premios literarios que han recaído en novelas de tema histórico; por los éxitos de ventas de las obras de Eco y Yourcenar; y por la favorable acogida que el subgénero ha tenido en narradores tan dispares como Arturo Pérez Reverte, Julio Llamazares, Antonio Muñoz Molina, Lourdes Ortiz, José Luis Sampedro, Juan José Armas Marcelo, Paloma Díaz-Mas, Rosa Chacel, Raúl Ruiz, Jesús Fernández Santos, Eduardo Mendoza y Luis Mateo Díez, por citar sólo algunos.

Parece que el tema del franquismo y de la guerra civil sigue siendo un motivo recurrente en la novela del cambio de siglo, pero ya no lo es tanto como a comienzos de la democracia: nuestros escritores han vuelto su mirada hacia otras épocas y otros problemas que, no por lejanos, resultan menos interesantes. Y, quizá, uno de los momentos con los que el lector actual (tan acosado por el concepto de «crisis», en su acepción etimológica de «cambio») se siente más identificado es el Barroco, con sus tensiones entre lo material y lo espiritual, sus excesos, su ruptura de lo racional y lo canónico.

Juan Carlos Arce (Albacete, 1958) ha situado El matemático del rey en la corte de Felipe IV, para fotografiar esa época de renacimiento científico, de luchas políticas y corrupciones económicas. Ha sazonado su historia con algunos asesinatos, un amor que perece por falta de comprensión, y otro que lucha a pesar de la sociedad. Y ha hecho convivir a diplomáticos y ladrones, a científicos y truhanes, cuestionando así unas instituciones que prefieren el inmovilismo a la verdad. Es decir, que, como viene sucediendo en otras novelas históricas recientes, ha mezclado el subgénero con los recursos de la novela de aventuras y la sentimental.

Juan Lezuza es el vehículo de tal entramado: un matemático enamorado del cielo y sus misterios, que, como tantos otros, ha descubierto que la Tierra gira alrededor del Sol, y por ello ha de enfrentarse a una Inquisición empeñada en no cuestionar ni una línea de la doctrina oficial. Se plantea, de ese modo, una trama atrayente, desde la que abordar los entresijos de una época, y algunos temas tan intemporales como el de las dificultades que pone la sociedad al individuo para alcanzar la verdad, y vivir en concordancia con ella. Pero Arce no ha sabido prescindir de algunas repeticiones machaconas que dicen poco a favor del concepto que el escritor tiene de sus lectores; ni ha querido profundizar en el eje central de la novela a costa de sacrificar los temas adyacentes, tal vez por creerlos más interesante para un público acostumbrado a la fórmula del best-seller. Por ello, podemos afirmar que se trata de una novela atractiva y razonablemente bien escrita, pero que no alcanza el nivel deseable. Y es una lástima, porque su creador (acostumbrado al lenguaje teatral, ganador de premios de relatos, y autor de la novela Melibea no quiere ser mujer) podría explotar mejor sus recursos, si dejara de lado lo típicamente comercial.




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Juan José Millás, Dos mujeres en Praga, Espasa, 2002

La obra ganadora del Premio Primavera 2002, Dos mujeres en Praga, invita a un juego que nos lleva a través de la omnisciencia de un narrador-testigo que, poco a poco, nos ofrece las pistas para que entendamos el porqué de su falta de limitaciones. En ella, Juan José Millás (Valencia, 1946) mantiene los ejes temáticos de su producción anterior: la presencia de seres angustiados; y la tendencia a hacer de la literatura un medio para tratar sobre la propia literatura. Como El desorden de tu nombre (1986), Dos mujeres en Praga introduce un personaje-escritor; como No mires debajo de la cama (1999), esta novela vuelve a la reflexión metaliteraria; como en Cerbero son las sombras (Premio Sésamo 1974) y en La soledad era esto (Premio Nadal 1988), se adentra en los entresijos de la soledad; como en El jardín vacío (1983), la memoria sirve para que el hoy y el ayer se relacionen; como en Papel mojado (1983), vida y escritura rivalizan; como en Volver a casa (1990), se acerca a la suplantación de la identidad; y, como en Tonto, muerto, bastardo e invisible (1995), encontramos personajes cuyo pasado ha sido una farsa.

Luz Acaso acude a Álvaro Abril para que éste redacte su biografía; pero, en cada entrevista, le va narrando una vida que desmiente la información anterior. María José, que quiere ser escritora, se instala en el piso de Luz, porque su cocina le hace tener la sensación de estar en una ciudad que no conoce: Praga. Álvaro, que alcanzó el éxito con su primera novela, y no consigue concebir nuevas historias literarias, empieza a inventarse una vida que acabará convergiendo con la de Luz. Y el narrador, un periodista que en su día publicó un cuento, se siente atraído por las coincidencias entre ese relato y lo que Álvaro le narra.

En medio de esa maraña de cajas chinas, donde cada historia es el resultado de otra, la vida y la invención de la vida no tienen límites ni para quienes las perfilan: María José le regala al narrador el título de la novela que nosotros leemos («Dos mujeres en Praga suena bien [...]. No escribo novelas, pero si algún día me decido, te tomaré la palabra», p. 172); y no se elude autocrítica metaliteraria («no le parecería creíble en la ficción, y sin embargo acababa de suceder en la realidad», p. 106; «todo es demasiado novelesco», p. 115). Así, la literatura y la vida se funden: «la vida está llena de novelas» (p. 144), «todo el mundo cree que su vida es un best-seller» (p. 153), «estaba siendo víctima de una ficción» (p. 163), «leí la carta [...] asombrado por la mezcla que había en ella entre realidad y ficción. Comprendí que toda escritura es una mezcla diabólica de las dos cosas» (p. 209).

Una mezcla que Millás ha amalgamado con acierto, ha amasado con cuidado, ha cocinado con mesura, y nos ha servido sobre un hojaldre de palabras, entre cuyas capas no encontramos sino otras palabras que configuran otras historias. Se aconseja servir con una copa de vino blanco y frío, porque fría es la soledad de esos protagonistas desesperados que sólo encuentran en la ficción el motor de sus realidades; y frío el sentido crítico de este autor, que desentraña nuestra sociedad manteniéndose fiel a sí mismo gracias a su ironía.




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Juan Marsé, Rabos de Lagartija, Areté, 2000

Rabos de lagartija pone fin a los siete años pasados sin esos barrios barceloneses en los que los personajes sólo escapan de la mediocridad cotidiana a través de los sueños. Marsé ha ido creando un universo literario propio desde su primera novela, y se ha mantenido fiel al mismo en toda su producción. Por eso, los lectores de Marsé encontrarán en la prosa de Rabos de lagartija muchos elementos que les resultarán familiares.

Este barcelonés de sesenta y siete años formó parte la llamada generación del medio siglo, la de los escritores del realismo social que, a partir de los años cincuenta, decidieron usar la novela para denunciar la situación española. Desde comienzo de la década hubo obras en las que se llevó a cabo esa denuncia, como Las últimas horas (1950, J. Suárez Carreño), La colmena (1951, C. J. Cela), La noria (Premio Nadal 1952, L. Romero) y Los bravos (1954, J. Fernández Santos). Pero fue en 1956 cuando los editores Seix y Barral llegaron a un acuerdo con varios escritores para usar la narrativa como arma de oposición al régimen franquista.

Al contrario que la mayoría de los integrantes de su generación, universitarios de clase media-alta que trataban de denunciar la situación de los obreros y campesinos españoles, Marsé era autodidacta y conocía bien las circunstancias de la clase obrera: a los trece años comenzó a trabajar, y hasta los veintiséis vivió de su salario en un taller de joyería. Ni sus colaboraciones en Ínsula desde 1958, ni el premio Sésamo 1959 por su relato Nada para morir lo alejaron del mundo laboral: en 1959 se trasladó a Francia, donde tuvo que continuar ejerciendo diversas profesiones.

Aunque la crítica estaba ya patente en sus dos primeras novelas (Encerrados con un solo juguete, 1960; y Esta cara de la luna, 1962) fue la tercera, Últimas tardes con Teresa (Premio Biblioteca Breve 1965; llevada al cine en 1984), la que supuso un hito en la evolución del realismo social. Últimas tardes con Teresa desarrollaba la crítica característica de este movimiento (a través de la historia de amor de una señorita de la alta sociedad catalana y un muchacho de los barrios bajos), pero lo hacía desde planteamientos formales innovadores: mezcla de registros, uso de la parodia, introducción de la subjetividad del narrador, y combinación de la tradicional tercera persona y una novedosa segunda persona autorreflexiva.

Esta simbiosis de crítica social y renovación formal se mantuvo en sus obras posteriores, en las que, desde La oscura historia de mi prima Montse (1970, más tarde llevada al cine), la memoria adquirió un valor fundamental. En 1973, Marsé recibió el Premio Internacional de Novela de México por Si te dicen que caí, que no había podido ser publicada en España. El levantamiento de su secuestro en nuestro país, en 1977, convirtió esta novela en un auténtico éxito de ventas durante la transición.

Manteniéndose fiel a sus escenarios, sus críticas, su lenguaje y la importancia de la memoria y la oralidad, Marsé consiguió el Premio Planeta 1978 por una obra que no tardó en ser convertida en película: La muchacha de las bragas de oro, una metanovela que caricaturiza la figura de un viejo falangista que recrea e inventa el pasado. Volvió a las memorias ficticias en Un día volveré (1982), donde presenta el tema del franquismo con un tratamiento imaginativo, que se repetirá en su libro de relatos de Teniente Bravo (1987), y en su novela de intriga Ronda del Guinardó (1984, Premio Ciudad de Barcelona), donde pone la tensión al servicio de su propósito de contar una historia.

En la década de los noventa, Marsé abrazó la novela de aventuras con El amante bilingüe (1990, Premio Ateneo de Sevilla), una obra paródica que analiza irónicamente los problemas lingüísticos catalanes; y con El embrujo de Shangay (1993, Premio de la Crítica y Premio Europa), en la que volvió a recuperar el tema de la posguerra española. Tras publicar Un paseo por las estrellas (1995), recibió el Premio Juan Rulfo 1997 por Las mujeres de Juanito Marsé.

Rabos de lagartijas hereda elementos de todas ellas: la subjetividad de Últimas tardes con Teresa se acrecienta hasta convertir ahora en narrador a un feto que observa lo que ocurre a su alrededor desde el útero materno; la memoria, que conducía la trama de La oscura historia de mi prima Montse y de Un día volveré, es el motor de esta novela que vuelve a usar el tema de la guerra como lo hiciera Si te dicen que caí; la parodia y la oralidad de La muchacha de las bragas de oro son, de nuevo, dos elementos fundamentales; el protagonista de Rabos de lagartija, David Bartra, aparecía ya en uno de los relatos de Teniente Bravo; el tiempo de la historia, 1945, coincide con el de Ronda del Guirnaldó; los sueños y la idealización del padre ausente ayudan a sobrevivir a David igual que ayudaron a la protagonista de El embrujo de Shanghai; y el tema de los «charnegos», tan presente en El amante bilingüe, se materializa a través de la figura del amigo maltratado por su tío. Además, se repiten las referencias al cine, el uso del diálogo, la figura de los héroes que dejan de serlo, el aparente desorden de la trama, la obsesión por los registros lingüísticos, y la moralidad de un escritor comprometido con la realidad y con la novela.

Pero no todo es repetición de lo anterior: el mundo de David no es sólo el de la mediocridad y la escasez de la posguerra. David construye sus propias realidades a través de un perro, un amigo de su edad, un confidente que baja desde el recorte de una revista para hablar con él, y un padre que, aunque ausente, se le aparece para mostrarle «su verdad». Gracias a ellos, el protagonista emprende una huida que borra los límites de la realidad, y le hace vencer su odio por Galván, ese inspector que busca a su padre y se enamora de su madre. Sólo en el último capítulo, David, que ya ha superado los veinte años, decide optar por la verdad y perseguirla con su cámara para dar constancia de la situación en la Barcelona de 1951. Es ese capítulo el que da un salto en el tiempo, amarra los cabos sueltos, y concluye la historia de un modo algo precipitado. A esas páginas les falta la fuerza del resto de la novela... pero, a la vez, consiguen que Rabos de lagartija nos demuestre que, a pesar del paso de los años, Marsé sigue empeñado en demostrarnos que hay que comprometerse porque, como dice el padre de David, «si se pierde la memoria, se pierde todo».




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Laura Espido Freire, Melocotones helados, Planeta, 1999

El Premio Planeta, que nació en 1952 con el propósito de galardonar obras inéditas de narradores desconocidos, lleva años recayendo en famosos y «famosillos» que se han decidido a escribir novelas sencillas y fáciles de leer. Afortunadamente, la comercialidad y la calidad literaria a veces coinciden en la misma obra; y Planeta fue capaz de apreciarlo cuando premió a novelistas como Soledad Puértolas (1989), Antonio Muñoz Molina (1991) o Juan Manuel de Prada (1997). La concesión de este año ha supuesto otra agradable sorpresa.

Aunque Laura Espido Freire (Bilbao, 1974) no fuera del todo desconocida en el mundo de las letras, se la puede considerar una escritora que está comenzando. Eso sí, que comienza con la fuerza de los que están convencidos de sí mismos. Esta colaboradora de la prensa abandonó Derecho para estudiar Filología, tras haber asistido a un taller literario. Centró su primera novela en la historia de una adolescente que, al madurar, aprende a odiar. Y, con menos de veinticinco años, consiguió que Planeta se la publicara. La crítica recibió Irlanda (1998) con entusiasmo; y la obra fue traducida al francés y al alemán al año siguiente de su edición en España. Esas traducciones coincidieron con la aparición de su segunda novela, Donde siempre es octubre (1999), en la que realiza una indagación onírica en la realidad, a través de la recreación de dos mundos paralelos. Melocotones helados (1999) es su tercera obra publicada, aunque, gracias al «empujón» del Premio Planeta, no tardaremos en tener en las librerías sus libros de relatos, hasta ahora inéditos.

Melocotones helados cumple los requisitos del premio al que se presentó: se trata de una novela entretenida, sencilla y agradable de leer. Pero, además, está bien escrita, resulta interesante, y contiene una estructurada trazada con minuciosidad: es el juego temporal lo que da lugar a la historia de una familia cuyas protagonistas (las tres Elsas) parecen marcadas por una especie de destino siniestro.

El narrador omnisciente de Melocotones helados hace que el tiempo gire sobre sí mismo para combatir el olvido. Y lo que creímos que iba a ser la explicación del pasado de Elsa grande acaba conduciéndonos a la tragedia de la soledad y las sectas que vive Elsa pequeña; al misterio de la desaparición de la niña Elsa; y, sobre todo, a la España de la Guerra Civil, en la que el abuelo se convierte en protagonista de amores, elecciones y sinsabores.

Todas las historias no contadas van cobrando cuerpo en el relato, y el peso de la memoria, que cautivó a los narradores del grupo leonés, se convierte en la materia prima del texto. Entonces, la realidad y el mito pierden sus límites, como esas tres Elsas cuyos destinos parecen confluir. Y la prosa equilibrada de Espido Freire alza sus vuelos para conectar con esa familia de Aurelianos, Remedios y Arcadios que construyera García Márquez. Como ella, la familia de las tres Elsas se nos descubre con sus soledades, rebeliones y símbolos.

Sin necesidad de recurrir a un exceso de datos históricos, Melocotones helados nos transporta a la España de la posguerra, y nos retrata la vida contemporánea de nuestro país. Sin ahondar demasiado en los personajes, la novela consigue crear seres cercanos y verosímiles. Sin alardear de artificios expresivos, la prosa oscila entre la agilidad y el lirismo. Sin buscar culpables, la memoria se erige en la única posibilidad de salvación contra el olvido.

Esperemos que Laura Espido Freire sea capaz de mantener sus virtudes en futuras novelas porque, igual que «existen muchos modos de matar a una persona y escapar sin culpa» (p. 9), existen muchas formas de acabar con la calidad literaria de un autor. Una de ellas es presionarle para que publique sin tregua, y mantenga así la fama repentina que le dio el Premio Planeta.




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Leopoldo Alas, El extraño caso de Gaspar Ganijosa, Seix Barral, 2001

El nombre de Leopoldo Alas (Arnedo, La Rioja, 1962) se convirtió en uno de los símbolos de la posmodernidad madrileña. Algunos lo conocerán por su actividad como columnista, primero en El Mundo (1989-1999), y ahora en Diario 16. Para otros, será la voz que, cada tarde, pone los comentarios culturales en el programa Así es la vida, de Radio Nacional. Los aficionados a la poesía, sabrán de él por su labor como director (1987-1992) de la revista Signos, y como autor de unos poemarios (Los palcos, 1988; La condición y el tiempo, 1992; y La posesión de miedo, 1996) que aúnan la preocupación por el compromiso y por una estética que trata de romper con el clasicismo.

A esas actividades literarias o paraliterarias, habría de añadirse que Alas ha escrito y estrenado las obras teatrales Última toma (1985) y La pasión de madame Artú (1992), codirige la colección Signos de Huerga y Fierro, y es autor de los libros de ópera Sin demonio no hay fortuna (1987) y Estamos en el aire (1997), y de los ensayos La orgía de los cultos (1988), De la acera de enfrente (1994), Hablar desde el trapecio (1995) y Los amores periféricos (1997). En el campo de la narrativa, había publicado los volúmenes de relatos África entera tocando el tam tam (1981) y Descuentos (1986), y la novela Bochorno (1991). Por tanto, El extraño caso de Gaspar Ganijosa es la segunda novela de un hombre que, desde hace veinte años, está dedicado plenamente a las letras.

Tal vez por eso, el título de esta obra tiene resonancias literarias, que se confirman en los guiños, en la trama, e incluso en un protagonista dedicado a la docencia de la literatura. Gaspar Ganijosa es un cuarentón desengañado y solitario, que se refugia en la cultura, y predica la búsqueda del placer. Hasta que un día, unos versos de Lezama Lima rompen su monótona existencia para conducirlo a una extraña metamorfosis que, cuando se opera, lo convierte en un esclavo de su sexo.

La trama, salpicada de referencias a literatos, músicos y filósofos, aliñada con descripciones casi costumbristas y con personajes fracasados, es un muestrario de las diversas formas de enfrentarse al amor, a la soledad, a la satisfacción de las necesidades básicas del ser humano. Todo ello desde la voz de un narrador que parece objetivo y omnisciente, y se desvela mordaz e irónico.

El protagonista de El extraño caso de Gaspar Ganijosa, dominado por «su fabuloso falo» que despierta al ritmo de los versos, se verá abocado a transgredir sus inhibiciones, a romper las convenciones, a convertirse en un hombre brutal... a romper con todo lo que había creado para sentirse anclado a la sociedad y a la vida. Esta atractiva historia, que se relata con un lenguaje cuidado, rezuma imaginación, y expone sin piedad el estado de nuestra sociedad, tiene el aliciente añadido de demostrar que un libro puede cambiar nuestra vida.

Lástima que ese libro no vaya a ser la novela de Alas. Porque parece que, como a Gaspar Ganijosa su vida, al autor se le ha ido de las manos su obra, pasando de la diversión crítica al vodevil, de las situaciones curiosas a las consecuencias esperables y absurdas. Alas confesaba en una entrevista que, con la creación de un protagonista homosexual, no había pretendido hacer una novela para homosexuales sino para que cualquier lector pudiera entretenerse. Lo hubiera conseguido, si hubiera medido mejor el devenir de su argumento.



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