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ArribaAbajoVida de Hernán Cortés

Fragmento anónimo


Creemos haber tratado ya bastante de quiénes son los Antictones, y los que propiamente se nombran Indios; también de la causa de llamarse Indias este Nuevo Mundo, de que pensamos escribir; asimismo de quién fue su primer descubridor, y cómo aconteció el descubrimiento. Dejamos indicado además en otro lugar lo que del Nuevo Mundo pensaron o escribieron Demócrito, Herodoto, Platón, Séneca y otros muchos. Vengamos ahora, pues, a las hazañas que ejecutó en las Indias vuestro padre, a cuya dirección y hacienda se debió principalmente, según más a la larga se explicará adelante, el que este otro mundo se descubriese y ganase; y no sólo quedara bajo el yugo de los monarcas españoles, sino también, lo que es mucho más ilustre y glorioso, que viniera al conocimiento del verdadero Dios.

Nació Hernán Cortés en Medellín, de Extremadura, el año de 1485, siendo sus padres Martín Cortés de Monroy y Catalina Pizarro, Altamirano: ambos en cuanto al linaje nobles, o Hidalgos, que llaman los Españoles, como quien dice Itálicos, esto es, que gozan del derecho itálico. Las familias de Cortés, Monroy, Pizarro y Altamirano son ilustres, antiguas y honradas. Mas si se atiende a los bienes de fortuna, lo pasaban a la verdad muy medianamente, aunque siempre llevaron arregladísima vida, pues Catalina no fue inferior a ninguna mujer de su tiempo en honradez, modestia y amor conyugal. Martín, aunque fue capitán de cincuenta caballos ligeros en la guerra que gobernando los reyes Don Fernando y Doña Isabel sostuvo Alonso de Cárdenas, maestre de Santiago, contra Alonso Monroy, clavero de Alcántara, y Beatriz Pacheco condesa de Medellín, se distinguió no obstante toda su vida por su piedad y religión. El niño recibió de sus padres, en su misma casa, una educación noble y cristiana. Fue su nodriza María de Esteban, vecina de Oliva. Enviado a Salamanca a los catorce años de edad para que estudiase, pasó dos aprendiendo gramática, hospedado en casa de su tía paterna Inés de Paz, casada con Francisco Núñez Valera. Tanto por aborrecimiento al estudio, como por aspirar a cosas más altas (pues para ellas había nacido), salió de allí y se volvió a su casa. Llevaron muy a mal sus padres aquel paso, pues por ser hijo único cifraban en él todas sus esperanzas, y deseaban que se dedicase al estudio de la jurisprudencia; profesión que siempre y en todas partes es tenida en tan alto honor y estima. Era el mozo de fácil ingenio, de elevación de ánimo superior a sus años, e inclinado por naturaleza al ejercicio de las armas. Vivía, pues, sin sosiego en el hogar paterno, revolviendo en su ánimo a qué país iría. Fijose por último en la resolución de pasar a Indias, a cuya conquista y población acudían entonces en tropel los Españoles incitados del cebo del mucho oro y plata que sin cesar se nos traía. Por el tiempo en que Cortés dejó los estudios y se volvió a Medellín, estaba en Cáceres Nicolás de Ovando, comendador de Lares en la orden de Alcántara, que luego fue comendador mayor de la misma orden. Por mandato y a costa de los reyes Católicos aprestaba una armada de treinta naves, la mayor parte carabelas, para ir a la Española con el empleo de presidente y gobernador, no sólo de ella sino también de todas las islas adyacentes. Con este capitán debía marchar Cortés lo mismo que otros muchos nobles españoles; pero en el intermedio, andando una vez por tejados ajenos (pues tenía amores con una joven), cayó de una pared ruinosa. Poco faltó para que así medio enterrado como estaba le atravesara un vecino con su espada, si no fuera porque saliendo una vieja de su casa, en cuya puerta vino a chocar con estrépito el broquel que Cortés llevaba, detuvo a su yerno, que también había acudido al mismo ruido, rogándole que no hiriese a aquel hombre hasta saber quién fuese. De suerte que a aquella vieja debió Cortés su salvación en este primer lance.

De este accidente le resultó una larga enfermedad, a que luego vinieron a agregarse unas cuartanas, que le fatigaron mucho y por largo tiempo. A causa de esta indisposición no pudo ir con Ovando; y a los diez y nueve años de edad, es decir en el de 1504, mismo en que falleció la reina Doña Isabel, pasó a Sevilla (la antigua Hispalis) donde por entonces iba a darse a la vela para la isla Española una nave mercante de que era capitán Alonso Quintero, de Palos. En ella, después de pedir a Dios feliz viaje, se embarcó la noche anterior al día en que salió del puerto. Logró próspera navegación hasta la Gomera, una de las islas Canarias. Quintero aprovechó el silencio de la noche para salir del puerto sin que le sintiesen otras cuatro naves que estaban allí cargadas de las mismas mercancías, con el fin de vender más caras las suyas, si lograba arribar antes a la Española, adonde todas se dirigían. Pero llegando a vista de la isla del Hierro, la fuerza de los vientos quebró el árbol de la embarcación, por la parte donde la gavia se fija al mastelero, o a lo menos no mucho más abajo, trayéndose consigo con grande estruendo la entena, velas y demas aparejos. Todo aquello hubiera sin duda matado a muchos, pasajeros o marineros, que poco antes dormían o paseaban en el cobertizo de la nave, si a la sazón no se hallaran todos en la popa comiendo de las viandas y confituras que Cortés había hecho embarcar para su propia despensa. Roto así el mástil, viéronse obligados los navegantes a volver al mismo punto de donde poco antes habían salido. Remediado allí el daño como se pudo, salió la nave con las otras cuatro que estaban todavía en el puerto; pues éstas no quisieron dar vela hasta que se compusiese el mástil de la en que iba Cortés. Luego que vio Quintero bien engolfadas las naves, intentó de nuevo adelantarse, y desplegó todas las velas de su velocísima embarcación, puesta como antes en la celeridad toda esperanza de lucro. Persona, sin embargo, de todo crédito y autoridad me refirió que Quintero había obrado por otra causa muy distinta de la que acabo de señalar; es a saber, que no pudiendo sufrir que Francisco Niño, de Huelva, piloto de la nave, hubiese sido preferido a su padre para aquel cargo, quería impedirle seguir su camino recto, con cuyo fin Quintero y su padre sedujeron o sobornaron a los que manejaban el timón mientras el piloto dormía, para que unas veces a diestra y otras a siniestra apartasen la nave de su derrota. Preferían estos perversos que la embarcación fuese a dar entre escollos, o en manos de Caribes o de Antropófagos, o se perdiese de cualquiera otra manera, más bien que el que llegase salva a la Española, con Niño por piloto. Tan profundo era el odio que abrigaban contra este hombre, que no pensaron en la suerte propia ni ajena. Por donde vino a acontecer que extraviando camino lo más del tiempo, ni el engañado ni los que le engañaron pudieron ya saber ni dar razón de los lugares por donde andaban. Admirados estaban los marineros; admirado y atónito el piloto; todos tristes y afligidos, sin hallar medio alguno para entender la navegación hecha ni por hacer. Porque no atinaban cuál estrella deberían seguir, puesto que ignoraban bajo qué región del cielo se veían, ni qué rumbo habían de tomar para alcanzar al cabo alguna tierra, aunque fuese de Antropófagos. Comenzaban ya a faltarles los víveres y les afligía la sed, pues en veinte días no bebieron otra agua que la llovediza que podían recoger en los lienzos y velas. Ni acababan aquí los males; que tenían la muerte en las fauces. Descubierto por fin el engaño y traición, Quintero y su padre, el mayor par de perversos que hubo jamás en la tierra, confesaban su culpa, pedían perdón y a todos suplicaban. El piloto Niño, al contrario, amenazaba, prorrumpía en imprecaciones y maldecía a los autores de la maldad. Los demás acusaban a la fortuna, se lamentaban, confesaban sus pecados, se perdonaban mutuamente, implorando tristes y rendidos el auxilio del Todopoderoso. En tan grave riesgo de muerte se hallaban aquellos desdichados y ya la noche se acercaba, cuando vieron una paloma revoloteando suavemente en el tope del mástil (era Viernes Santo), sin espantarse de los gemidos de los navegantes. Por mucho tiempo les pareció, no que volaba en derredor del mástil, sino que estaba fija; asentose al fin, y les trajo señal cierta de salvación. Grande ánimo cobraron los poco antes medrosos y desesperados; y pareciéndoles aquello un prodigio, lloraban todos de alegría, alzaban las manos al cielo, y daban gracias al clementísimo Dios, Señor de todas las cosas. Quién decía que la tierra ciertamente no estaba lejos; quién que era el Espíritu Santo, que bajo la forma de aquella ave se había dignado venir para consuelo de los tristes y afligidos. Seguían con su nave el vuelo de la paloma; pero ésta desapareció al día siguiente de su venida. Increíble fue la tristeza, miedo y dolor que sintieron cuantos iban en el navío; la esperanza, única compañera del hombre, era el solo sostén de sus miserables vidas. Al cuarto día, Cristóbal Zorno, vigía de la embarcación, descubrió una tierra blanquecina y comenzó a gritar tierra! A sus voces, como si despertasen de un profundo sueño, y cobrado nuevo ánimo, volaron todos a la proa donde Zorno estaba, para ver por sus propios ojos lo que tanto habían ansiado. Vista, pues, y reconocida la tierra, comenzaron a derramar lágrimas de alegría, saltaban de gozo, y se abrazaban mutuamente. El piloto Francisco Niño afirmaba que la costa que todos veían, era la de las Higueras, y el promontorio de Saman. «Si no es ella, cortadme la cabeza, decía, y echad a cocer mi cuerpo en esa caldera que está al fuego.» Quintero y su padre, obstinadísimos en aquel punto, sostenían porfiadamente no ser verdad. Sin embargo, al cuarto día de haberse presentado Saman a vista de los navegantes, entraron en el tan deseado puerto, donde estaban ya las cuatro naves antes mencionadas; en ellas eran considerados y llorados como perdidos Cortés y cuantos iban en la embarcación de Quintero. Mientras echaban anclas y aseguraban el navío con las amarras, Medina, secretario de Ovando y amigo de Cortés, luego que supo el arribo de la nave de Quintero, saltó en un esquife para ir al encuentro del amigo cuya feliz llegada le llenaba de placer. Saludáronse ambos, diéronse las manos y se abrazaron. Luego Medina, pasadas las mutuas felicitaciones, entre las cosas que refirió de las leyes de indígenas y conquistadores, añadió lo que a su juicio parecía más importante para Cortés, a saber, que en llegando a la ciudad de Santo Domingo, situada a la embocadura del río Ozamá donde estaba también el puerto, luego que saliera de la lancha, fuera a asentarse por vecino, pues de no hacerlo, no tendría derecho a los privilegios de tal, ni a las mercedes de conquistador; cuando, por otra parte, si entraba en el número de los vecinos, obtendría fácilmente un campo y un solar en la ciudad donde pudiera labrar su casa, con certeza de ser pronto señor de algunos Indios: por lo demás, pasados cinco años, durante los cuales debía permanecer precisamente en la isla, dando fiadores de no salir de ella sin licencia del gobernador, quedaba Cortés dueño de su voluntad, y libre para vender y cambiará su gusto cuanto tuviera, e irse donde creyera conveniente. A lo que respondió Cortés: «Ni en esta isla, ni en ninguna otra de este Nuevo Mundo, quiero ni pienso estar tanto tiempo; por lo mismo no me quedaré aquí con semejantes condiciones:» cuya respuesta tuvo a mal Medina. Cortés, sin aguardar la llegada del gobernador, se dispuso para ir, con los criados que había traído de España, a sacar oro, abundantísimo en aquella isla. Cuando llegó la nave de Quintero estaba ausente Nicolás de Ovando; mas luego que volvió, hizo llamar a Cortés, y después de haberse informado de las noticias de España, le asentó por vecino. Al tiempo de la llegada de Cortés a la Española vivían los Indios pacíficamente; pero poco después los de Baoruco, Aniguayagua, Higuey y otros, se alzaron contra los Españoles. Ovando les declaró guerra, porque negaban la obediencia, y no habían de hacer ya lo que se les mandaba; reunió soldados, formó un ejército, marchó contra los enemigos, peleó con ellos y los sujetó. Cortés, sin conocimiento ni práctica de la guerra hasta entonces, ejecutó en esta campaña muchos y muy notables hechos de armas, dando ya anuncios de su futuro esfuerzo: lo cual bastó para que desde entonces lo apreciase el jefe, y tuviera un lugar distinguido entre los soldados. Según era uso, los Indios con sus tierras fueron repartidos a los Españoles. Diéronle los suyos a Cortés, señalándole un campo que pudiera sembrar y cultivar: esta fue la primera recompensa de su valor. Arregladas a su gusto las cosas de la provincia, despachó Ovando el ejército a cuarteles de invierno, y él también volvió triunfante a la ciudad.

Alonso de Ojeda y Diego de Nicuesa, no habiendo por entonces guerra en la isla, resolvieron ir a buscarla fuera; y tomando por pretexto el rescatar oro, acordaron pasar a Cuba, donde hasta entonces no se había hecho entrada. Comunicado el proyecto con los amigos, aprestaron tres naves, muy bien provistas de víveres y armas, y escogieron los compañeros de expedición. Cortés era uno de los señalados para la empresa; pero estaba enfermo de un tumor en el muslo derecho, que se extendía hasta la pantorrilla, y mantenía la pierna inflamada e inmóvil. Como la enfermedad le duró muchos meses no pudo ir a aquella expedición; pero disfrutaba de tanto crédito por su notorio esfuerzo, que Ojeda y Nicuesa, provistos ya de cuanto era necesario para la campaña, le aguardaron anclados tres meses, retardando todo ese tiempo el día de la partida.

Dada orden de cesar en el gobierno de la isla a Nicolás de Ovando, que administró la provincia con tanto acierto como integridad, envió el rey por sucesor suyo a Don Diego Colón, hijo de Don Cristóbal y heredero de los derechos de su difunto padre. Apenas llegó Don Diego a la Española, como todo allí estuviese pacífico, y él no olvidase el nombre y la gloria de su padre, pensó entrar de guerra en Cuba, tanto para sujetar por armas, si por razones no era posible, una isla de las primeras que su padre descubrió, como para evitar que los Españoles se enervasen con el descanso y la ociosidad. Así pues, preparó para aquella expedición armas, naves, víveres y gente, nombrando por capitán a Diego Velázquez, de Cuéllar. Era Diego, para darle aquí a conocer de una vez, soldado veterano, práctico en cosas de guerra, pues sirvió diez y siete años en la Española, hombre honrado, conocido por su riqueza, linaje y crédito; ambicioso de gloria, y algo más de dinero. Nombrado, pues, Velázquez por jefe, tomó grande empeño en llevar consigo a Hernán Cortés, buen soldado y su amigo, cuya actividad, talento y valor eran públicos desde la guerra del Baoruco. De modo que Velázquez rogó e importunó a Cortés para que le acompañase, prometiéndole mares y montes, como él le prometiese su ayuda en aquella guerra; y porque él era poco a propósito para ella por su obesidad, hizo a Cortés consultor y ejecutor de todos sus acuerdos. Cortés, tanto por su amistad con Velázquez en los siete años que había pasado en la isla, como por falta de otras guerras, a que él también era aficionadísimo, se dejó fácilmente persuadir; fuera de que no creyó oportuno perder tal ocasión de adelantar, esperando que lo futuro sería mejor que lo presente. Armose esta expedición el año del Señor de 1511. Dista de Cádiz la isla Española por vía recta (para decir algo de su situación y costumbres de sus naturales, antes que de ella salga Cortés), cinco mil millas, o mil doscientas cincuenta leguas, como dicen los Españoles: cada legua tiene cuatro millas. La isla corre a lo largo seiscientos mil pasos, y la mitad a lo ancho. Hacia el medio es por donde más se extiende, y mide de bojeo casi mil y quinientas millas. Tiene al Oriente la isla de Boriquen, llamada por los nuestros San Juan: al Poniente Cuba y Jamaica. Por la parte del Norte están las islas nombradas de los Caribes: la parte que mira al Sur queda bañada por el mar Veneciano, llamado así de Venezuela, que es el continente donde está el lago de Maracaibo, de admirable grandeza. Los indígenas llaman a esta isla Haytí: Cristóbal Colón, de cuyo linaje, vida y hechos largamente hemos hablado en otra parte, le dio el nombre de Española: hoy se le llama comúnmente Santo Domingo, a causa de la ciudad del mismo nombre, capital de toda la isla, de la cual era obispo cuando esto escribíamos, Alonso de Fuenmayor, varón doctísimo e irreprensible. Esta isla es el centro y emporio mas célebre de todas las vecinas. Cuenta por principales ríos el Ozamá, Neiva, Nizao, Yuna, Macorix, Cotuy y Cibao; los dos últimos famosísimos por el oro que llevan. El color de la gente es cetrino, y la benignidad del clima tanta, que les permite andar casi desnudos, cubiertos solamente con una manta de algodon sin teñir, que anudan sobre el hombro y baja hasta media pierna. Llevan en los pies culponcas o sandalias de lino: la cabeza descubierta: dejan crecer el cabello y se arrancan la barba. Las mujeres, si son casadas, cubren lo preciso; si vírgenes, van del todo desnudas. Son frecuentes los desórdenes entre hombres y mujeres; muy dados a liviandad y aun a sodomía. La gente común sólo toma una mujer; el rey, los señores y los ricos, cuantas pueden mantener, con tal que una sea superior a las demás. Nunca se casan con madre, hija o hermana; antes tienen por cierto que quien con ellas se junta, acaba al fin en muerte desastrada. Consideran también como gravísimo delito el llegar a la mujer durante el embarazo y la lactancia. Los pueblos tienen bastante vecindario: las casas son de maderos y zarzos en forma cónica o abovedada. Usan hamacas para dormir: guisan sus alimentos y celebran convites. El agua es su bebida; pero se embriagan con frecuencia, no con vino, que no tienen, sino lo que es más extraño, con humo. Tienen sus bailes y cantares, a lo que llaman areitos, donde refieren a una los hechos de sus dioses y varones ilustres. No tienen otros monumentos históricos sino los areitos, ni hay cosa que más estimen. Estos pasan tradicionalmente de padres a hijos, por vía de enseñanza y ejemplo, contentándose sólo con la palabra, a falta de letras. Daban a sus dioses gran reverencia y culto: tenían al demonio (que los Indios llaman Zemí) por el mayor de los dioses y como a tal le adoraban: sólo de él esperaban cuanto bueno y malo había de sucederles, teniendo en todas partes pintada su descomunal y horrenda efigie. Sus sacerdotes eran llamados Bohitios, o también Zemíes, por el nombre del mismo demonio, y a ellos pertenecía toda la ciencia y poder de la medicina y la adivinación. En la guerra usaban de picas, espadas, dardos, hondas, petos de algodón, flecha y arco, que manejan con gran destreza. A los prisioneros los matan y comen. Teniendo tanta abundancia de todos metales, no conocen el uso del oro ni la plata. Para partir cualquiera cosa se sirven de pedernales. En vez de trigo, se mantienen de maíz, cazabe y batatas (camotes), como también de una excelente especie de ají. Aquella tierra, de tan dichosa fertilidad por otra parte, carecía de caballos, asnos, toros y carneros. Oro tienen mucho; pero no saben aprovecharlo. Hay pepitas de este metal en ríos, arroyos y lagos; y acontece haber entre las piedras o terrones, granos de oro de increíble magnitud, que valen tres mil castellanos. Los trueques causaban risa, fuera por desprecio que hacían del oro, o por ansia de adquirir los artículos comunes de comercio. Navegan en pequeñas embarcaciones de un solo tronco, llamadas por los Indios canoas. Entierran a los muertos en el suelo: con los reyes, o caciques, y con los nobles, entierran cuantas cosas apreció el difunto en vida, y una o dos de sus mujeres, de las que él mas quería: éstas eran tenidas comúnmente por muy dichosas y honradas. Entre las leyes que dicen tenía aquella gente, una merece mencionarse en primer lugar; y era que al ladrón, aunque lo fuese por primera vez y el hurto muy despreciable, lo empalaban. Por lo demás, con el trato de Españoles todo ha venido a mejor, salvo que de tantos miles de hombres como poblaban la isla, apenas queda vivo uno que otro.

Velázquez, pues, a los pocos días de partido de la Española llegó a Cuba, la que, parte por el trato y persuasión, parte por guerra, dejó sujeta en mucho menos tiempo del que esperaba. No entra en nuestro propósito referir los encuentros que hubo, el tiempo, la diligencia y los manejos que costó a Velázquez la conquista de Cuba: bastará decir lo que toque a Hernán Cortés. Luego que este vino a Cuba con Velázquez, a nada atendió tanto como a granjearse por todos los medios posibles la voluntad del comandante. En la guerra se condujo con tal bizarría, que en breve tiempo vino a ser el más experto de todos. Parecía multiplicarse en maniobras, marchas y vigilias: jamás lastimó el crédito ajeno, como suele hacerlo la ambición desordenada; mas nunca permitió tampoco que otro se le adelantase en el consejo o la ejecución: antes él se adelantaba a muchos; por cuyos medios fue muy pronto querido de los soldados, y estimadísimo del jefe. Conocido, pues, por Velázquez y hecho público el mérito de Cortés, aquel le juzgó capaz de arreglar cuantos negocios pudieran ofrecerse, y por lo mismo le dio participio en todos sus planes y secretos, según antes le tenía prometido, concediéndole el primer lugar entre todos sus amigos. Cuantas cosas difíciles y arduas ocurrían, las despachaba por medio de Cortés, a quien estimaba más y más cada día. Grande odiosidad se le suscitó por el favor y gracia del jefe. Había por entonces en el ejército muchos nobles españoles, y muchos aventureros; turbulentos, validos de Velázquez más que honrados. Estos se empeñaban todo lo posible en infundir a Velázquez sospechas y odio contra Cortés; pero en especial dos Antonios Velázquez, y un Baltasar Bermúdez, grandes amigos del gobernador, eran los más contrarios y enemigos de Cortés, por envidia de su favor y autoridad. Llevando a mal que Cortés fuese preferido a ellos en la dirección de los negocios, a la primera ocasión que hallaron de atacar al enemigo, fueron a Velázquez denunciándole un supuesto crimen, y acusando a Cortés de querer mudanzas en el gobierno, de manejar los negocios con intención torcida, y ejecutar sus mandatos de mala fe. Amigos sin duda fieles, pero en demasía oficiosos, todo lo descompusieron, pues encubriendo su malevolencia con capa de amistad y respeto, trataron de cebar su odio en el inocente que había hecho tan grandes servicios a su general. Velázquez, hombre por otra parte excelente, oyó primero los cargos, y al fin comenzó a darles crédito, pues prestaba atento oído a las acusaciones de envidiosos y calumniadores. Acontece a menudo que una vez creída la mentira viene a ocupar el lugar de la verdad; y a reyes, capitanes y poderosos suelen infundir más recelo los buenos que los malos, pues el mérito ajeno siempre les causa sobresalto. Así anda el mundo. Velázquez, pues, llevado de ira y odio al mismo tiempo, dio más crédito a las palabras de los contrarios que a los hechos de Cortés; le censuró públicamente, le apartó de sí, mandó luego prenderle, y una vez preso le entregó al alcaide de la fortaleza para que le custodiase. Hacíalo así por temor de que si se levantaba en el ejército un nuevo tumulto, los soldados proclamarían general a Cortés; pues bien sabía que en el aposento de éste habían tenido reuniones nocturnas muchos de los principales Españoles para conspirar contra él. Quejábanse aquellos de que Velázquez, sin consideración a los valientes y nobles, repartía no sólo los despojos que el valor había quitado a los enemigos, sino también los terrenos e Indios, dividiéndolo todo entre él, sus amigos y clientes. Fácilmente calmó Cortés con su influjo aquella agitación; y reprendiendo con palabras suaves a los autores de la conjuración, alcanzó con sus razones que ellos se arrepintieran de su conato y no rehusasen cumplir con su deber. Así libró de todo daño a Velázquez.

Una vez enviado a la fortaleza, como queda dicho, espiaba Cortés cualquier ocasión de evadirse. Temía la cólera del gobernador, no porque le acusase la conciencia, sino por las acriminaciones de algunos malévolos. Poníale grima la mala traza y asquerosidad de la cárcel, y le incomodaban mucho las prisiones. Pues padeciendo en su ánimo esta inquietud y aflicción, trató por la noche de romper la cadena de hierro y cordeles que le sujetaban. Logró al cabo, aunque con dificultad, romper los cordeles, por medio de un palo pequeño que para el caso había prevenido, y de la cadena se deshizo fácilmente. Pero al limar el cerrojo, hizo ruido. Rotas, pues, sus prisiones, echó mano a una estaca que estaba junto a la pared, y a pasos acelerados se fue para el lecho donde dormía el alcaide, con objeto de romperle la cabeza con la estaca, si antes de que él llegara daba voces, o se empeñaba en seguir gritando. Pero Cristóbal de Lagos (que así se llamaba el alcaide), o no oyó venir a Cortés, o si le oyó tuvo por bien hacerse sordo, puesto que ni se atrevió a chistar. Cortés tomó la espada y rodela, que estaba colgada a la cabecera del alcaide, y ceñida la una, y embrazada la otra, forzó una ventanilla y se descolgó por ella. Dirigiose inmediatamente a la cárcel donde estaban presos los amigos y compañeros que eran tenidos por partidarios suyos. Después de saludarles, alentándoles con la esperanza de verse pronto libres, pero previniéndoles que no saliesen sin orden del gobernador, se acogió a una iglesia de la ciudad. El alcaide Cristóbal luego que supo la fuga de Cortés, juntó a los soldados puestos en guarda de la fortaleza, precisamente para quitar toda ocasión y tiempo a tal fuga, les acusó de descuido y convivencia, y llenó todo de gritos, amenazas y alboroto. Al fin marchó a dar parte a Velázquez de lo sucedido, con no pequeño temor de verse acusado de descuido, o de traición, que era peor y más grave; pues era imposible que estando Cortés aherrojado en el mismo aposento en que él dormía, no le sintiera romper la cadena y la ventana. Mas si hemos de decir verdad, Cristóbal de Lagos fingió no sentir nada, por miedo no por amistad, como algunos le han imputado falsamente. Despertado Velázquez con aquella noticia, y alterado más de lo regular y debido, dio orden de buscar a Cortés. Cuando supo que estaba en la iglesia, quiso sacarle de ella, primero por tratos y después por fuerza; mas aprovechándole poco, porque Cortés defendía con resolución su persona y asilo, puso guardia a la iglesia. Discurría entretanto Velázquez qué medio hallaría de castigarle. Grandísima incomodidad e impaciencia le causaba, así el que se hubiera escapado de la cárcel, como que se atreviera a salir de sagrado y pasearse a vista suya delante de la iglesia, porque juzgaba ser hecho todo esto con ánimo de ofenderle y despreciarle, según aseguraban Bermúdez, los Antonios y demás émulos. Creciendo cada día su irritación, y desconfiando ya de prender a Cortés sin engaño, le preparó una emboscada. Por un postigo a espaldas del templo, introdujo en él a los soldados, previniéndoles que cuando Cortés, descuidado y sin sospechar tal cosa, pasease por delante de la puerta, salieran de repente, le prendiesen, y una vez preso le guardasen con gran cuidado. Ejecutose esto más pronto de lo que se pensó y esperaba, porque paseándose indefenso le acometió un alguacil llamado Juan Escudero, y antes que Cortés pudiera desasirse de él, le abrazó y le mantuvo estrechamente sujeto. Conociendo Cortés que toda esperanza de fuga consistía en la fuerza, comenzó a luchar con el alguacil, intentando soltarse de sus brazos antes que los soldados acudiesen, y con cuanto vigor y destreza podía le iba llevando para la iglesia. Pero cuando ya llegaba al quicio de la puerta, dio con los soldados que venían en auxilio del alguacil, quienes le estorbaron la entrada a la iglesia, y le llevaron a presencia del gobernador con las manos atadas a la espalda. Encendido Velázquez más de lo regular en ira y odio, mandó llevarle a una embarcación y tenerle allí encadenado: puso además guardia en la nave, para evitar otra fuga. Hizo conducir igualmente al navío a otros muchos Españoles, que le eran odiosos por la misma causa: así andan las cosas de los hombres. Acrecentáronse con esto los cuidados de Cortés, quien revolviendo mil ideas en su ánimo, trazaba todo género de proyectos, miraba y reconocía a cada momento la cadena y el cordel. Determinose por último a tentar la suerte, jugándolo todo a un golpe de dados, como dicen, ya que se veía en el estrecho punto de que pendían su vida y su fortuna. Corrían igual peligro otros muchos Españoles, cuyo empeño e indignación incomodaban infinito a Velázquez. Cortés de noche se quitaba de los pies la cadena con el mayor silencio, para no ser oído de un amigo que dormía preso en el mismo buque. Mas llegándolo éste a entender, comenzó a llorar quejándose de su mala suerte, fuese por temor o por pena. Cortés le rogaba por todos los santos y santas del cielo, que con nadie se diese por entendido de aquello, y le consolaba con esperanzas de verse pronto en libertad. A poco tiempo fue trasladado aquel compañero a otra parte. Nada pudo acontecer más deseado ni más oportuno para Cortés, quien la noche misma del día en que se vio solo, cambió vestidos con su criado, y para poder trepar a la cubierta desbarató la bomba. Una vez arriba, y antes de salir, asomó la cabeza, registró todo con la vista, nada dejó sin examen, y se acercó al fogón para engañar a los marineros y a sus guardas. Estos aunque le vieron, no pudieron conocerle por ir vestido con la ropa del criado. Viendo Cortés que todo le salía a medida del deseo, fingió hacer otra cosa, y se dejó caer en el esquife: soltó en seguida la cuerda con que estaba atado a la nave, tomó el remo y se fue para otra embarcación que estaba en el mismo puerto. Llegado que hubo, desató también la cuerda que sujetaba el esquife de aquella nave, para que le llevasen lejos las olas, y en caso de ser descubierta su fuga, no tuvieran modo de alcanzarle. A fuerza de remo llegó por último a la embocadura del río Macaguanigua que pasa por la villa de Barucoa; mas al ir a tomar tierra, la corriente del río y el reflujo del mar le rechazaron. No por eso perdió ánimo Cortés, antes empujando con más vigor la lancha hacia el río, logró alcanzar tierra. Apenas había escapado de este peligro, cuando se halló amenazado de otro no menos temible, y que debía sobre todo evitar. Había por allí un destacamento de soldados y marineros, de modo que por no caer en manos de los centinelas, hubo de apartarse algo del camino real. Descansó un rato hasta recobrar ánimo y fuerzas, y al fin tomando ciertas veredas para burlar mejor la vigilancia de los centinelas, llegó a casa de Juan Juárez, allegado suyo, donde se proveyó de espada, broquel y coraza. Fue de ahí a ver a los amigos que estaban encarcelados por su causa, y después de haberles saludado, infundiéndoles ánimo y buenas esperanzas, se acogió por fin a la iglesia, que aseguró cuanto pudo. Apenas había amanecido cuando acudió también a refugiarse en el templo el patrón de la nave de donde acababa de escaparse Cortés. No quiso este admitirle en la sacristía, lugar muy fuerte y seguro que él ocupaba, tanto por falta de confianza en el hombre, como porque no viniesen a faltar los víveres si el asedio se prolongaba demasiado.

Informado Velázquez de que Cortés se hallaba en la iglesia, conoció que no era ya tiempo de llevar adelante su enemistad, y reunió en su casa una junta para tratar de que se enviasen a Cortés personas que procurasen restablecer la paz y amistad. Consultado el punto, tuvo por conveniente enviar dos mensajeros, y los envió a pesar de los émulos de Cortés. Los encargados de aquel paso dieron su embajada en estos términos: comenzaron por recordar la pasada amistad, afirmando estar ya aplacado Velázquez, quien le ofrecía, no sólo ser su amigo como antes, sino serlo más todavía; y concluyeron prometiéndole que no se le impondría ningún castigo si quería reconciliarse con Velázquez. A todo respondió Cortés, que le eran muy gratas las expresiones de los enviados, y mucho más las del gobernador, cuya autoridad había siempre tenido y estimado en tanto: quejábase, sin embargo, de que Velázquez, grande amigo suyo en otro tiempo, le hubiese dado tal pago, porque había atentado a su vida, por engaño y por fuerza. De mucho tiempo atrás había puesto el mayor empeño en merecer la aprobación del gobernador y de todos los hombres honrados; pues por sus merecimientos, no por intrigas, había procurado siempre ganar el afecto de Velázquez; y por lo mismo que se había portado bien y con valor, estaba menos dispuesto a tolerar una ofensa. Ni tampoco necesitaba de la amistad de un superior cuyo afecto le era dudoso; pero que si Velázquez deseaba una reconciliación, estaba dispuesto a aceptarla, con tal que en lo sucesivo no volviera a servirse de él para nada; porque habiendo dado el gobernador más crédito a unos perversos calumniadores que a su mejor y más fiel amigo, ya no debía contar con los servicios de éste. Con tal respuesta despidió Cortés a los que trajeron el empeño de componer aquellas amistades. Parecía que por excusarse odios estaba más dispuesto a reconocer a Velázquez como superior que como amigo. Pero entretanto, para quitar a sus contrarios la ocasión de apoderarse de su persona, no quiso dar un paso fuera de la iglesia.

Impuesto Velázquez por sus enviados, de la resolución de Cortés, dispuso rodear de soldados la iglesia, para que no pudiera escaparse por alguna salida oculta. Mandó en seguida pregonar jornada a la provincia de Xaragua, llamada después Trinidad, que se había rebelado, y hechos los preparativos necesarios para la expedición, marchó contra el enemigo. El mismo día de la salida de Velázquez llamó Cortés a Juan Juárez, y le confió sus proyectos; mandole que tomase lanza, ballesta y demás cosas necesarias para viaje y pelea; que fuese a un lugar que le señaló y allí aguardara para hacer lo que le ordenase. Al cerrar la noche, antes que viniera la guardia de la iglesia, se salió de callada, llegó al lugar convenido, tomó las armas, mandó a Juan que le siguiese de cerca, le dio sus instrucciones, y le impuso de lo que debía ejecutar. Habiendo caminado hasta muy entrada la noche, llegó por último a los reales de Velázquez, sentados en una granja propia de éste, quien por hallarse en tierra de paz no tenía puestos centinelas, causa de que Cortés pudiera llegar sin tropiezo hasta los aposentos del general. Una vez allí, atisbó y registró todo con gran cuidado; y no descubriendo a nadie fuera, se acercó a la puerta de la casa y vio a Velázquez hojeando un cuaderno de cuentas. «Hola, señores, gritó Cortés (pues había algunos con Velázquez además de los criados); Cortés está a la puerta, y saluda al Señor Velázquez, su excelente y bizarro capitán.» A la voz y saludo de Cortés quedó atónito el general por la novedad del caso. Admirole tanta seguridad, y se alegró de la venida de su amigo: rogole con empeño que entrase sin temor, porque siempre le había considerado como amigo y hermano muy querido. Ordenó a los criados y pajes que a punto preparasen cena, y dispusiesen mesa y cama. Entonces dijo Cortés: «Mandad que nadie se me acerque, porque a quien tal haga, le pasaré con este chuzo: si tenéis de mí alguna queja, decídmela claramente: por lo que a mí toca, como nada he temido más en mi vida que la nota de traidor, preciso me es vindicarme, y que no quede de mí sospecha. Por lo demás, os suplico me recibáis en vuestra gracia con la misma buena fe que yo a ella vuelvo.» «Ahora creo, contestó Velázquez, que no cuidáis menos de mi nombre y fama, que de vuestra lealtad.» Dicho esto, tendió la mano a Cortés, quien entró a la casa cuando hubo dado y recibido seguro; y pasados los mútuos saludos y cumplimientos, comenzaron de nuevo las explicaciones. Cortés negó los delitos que se le habían imputado, cargando la culpa a sus calumniadores; y en fin, por ahorrar palabras, asentada paz y concordia, en concepto de ambos perpetua, cenó Cortés y se acostó con Velázquez en la misma cama. Al otro día de la fuga de Cortés, el correo Diego Orellana, que venía a avisarla, quedó no poco sorprendido al ver acostados juntos a Cortés y Velázquez. Mas no pudiendo éste, a pesar de las paces hechas, alcanzar de Cortés que le prometiese su ayuda en aquella campaña, le despachó por entonces a su casa muy honrado, mientras él seguía contra el enemigo. No fue obstáculo, sin embargo, la negativa de Cortés para que dejara de ir a juntarse con su jefe luego que hubo dispuesto todo lo que necesitaba para aquella expedición. Su vuelta al ejército fue tanto más agradable al general, cuanto menos la esperaba. En aquella guerra, como en las pasadas, todo lo hizo por dictamen de Cortés, y todo le salió como deseaba. Rotos y sujetos los enemigos, regresó en triunfo Velázquez con su ejército victorioso; y desde entonces disfrutó Cortés de mayor honra y estimación que antes.

Quiero contar ahora el peligrosísimo naufragio, digno de referirse y lamentarse, que padeció el que después llegó a ser tan gran capitán. Búrlense cuanto quieran los que piensan que las cosas humanas dependen del acaso; yo para mí tengo que de toda eternidad está señalado a cada uno por decreto inmudable el camino que debe correr. Cuando faltaban guerras, solía Cortés ir a visitar con frecuencia, unas veces a sus Indios ocupados en sacar oro, y otras a los trabajadores que labraban sus campos. Pues navegando cierta ocasión de las bocas de Bani a Barucoa, soplaba un vientecillo terral blando y suave, pero que arreció más de lo acostumbrado durante la travesía. No se curó de él Cortés al principio; mas luego que hubo caminado un poco, como el viento arreciase más y más a cada instante, púsole gran temor, y vino a perder la esperanza de arribar salvo al puerto que llaman Escondido, porque la fuerza de los vientos le había llevado mucho mas allá; y si quería mudar rumbo volviendo a otra parte la canoa, era seguro que esta había de volcarse y hundirse en el mar. Así fue que cerrando ya la noche, y empeñado en ir más allá de punto de su destino, dio en una marejada donde arrebatada la canoa por las olas, y derrotando de costado, no obedecía al remo. Habíase ya quitado la ropa para echarse al agua; pero dudaba entre el peligro de nadar y el de seguir navegando. Trabajaban con doblado vigor los remos, luchando cuanto en fuerza humana cabe para contrarestar al empuje de las olas. Parecía que cada una iba a anegar la canoa, echándola a lo profundo. Volcose al fin; pero siendo Cortés hombre de grande ánimo y serenidad en el peligro, se asió de ella, como un recurso si el viento y las olas no le dejaban llegar a tierra nadando. Y no se equivocó, porque mientras más se esforzaba por alcanzarla, con más violencia se lo impedían y le rechazaban las encrespadas olas. Fuele allí de gran provecho la canoa. En toda la playa no había lugar de seguro acceso sino Macaguanigua, distante aún. Aquella costa está en su mayor parte ceñida de rocas y peñas tajadas, sin dejar más que entradas estrechas y arenosas entre los escollos. Quiso la fortuna que por ser lugar abrigado, hubiesen encendido allí lumbre unos Indios, quienes oían muy bien las voces de Cortés y de sus compañeros de peligro; pero no podían verlos por la oscuridad de la noche. Sospechando lo que era, atizaron y revolvieron la lumbrada, para que brillase más, y los náufragos tuviesen en su luz un punto fijo adonde encaminarse. Mucho valió por cierto a Cortés aquel fuego; pero mucho más los Indios, que le socorrieron a tiempo, cuando estaba ya rendido y casi ahogado, después de haber resistido tres horas el embate de las aguas.

Velázquez, adelantado de Cuba, por consejo y con ayuda de Cortés fundó siete poblaciones cuya cabecera fue Baracoa, a la que llamó Santiago en honra del apóstol, y está situada orillas del río Macaguanigua, con puerto capaz y seguro. Estableció cajas reales, casa de fundición y hospital, trazando además otros muchos edificios principales. Cortés fue el primer Español que halló en Cuba minas de oro, de las que después ha salido tanto que parece cosa increíble; fue también el primero que tuvo hato, habiendo hecho traer de la Española toda clase de ganados. De suerte que Cortés, casado ya (pues referir por puntos toda su historia sería largo y fastidioso), gozaba felizmente de su hacienda, que no era poca, aunque bien adquirida. No será fuera de propósito decir algo de Cuba y de sus habitantes, ya que tanto hablamos de Españoles. A la isla que los Indios llaman Cuba, los nuestros dan por nombre Fernandina, en honra del rey D. Fernando. Corre de Oriente a Occidente; tiene al Norte las islas Lucayas y las Guanajas, muchas en número y casi juntas. Dícese que son doscientas. Al Sur está Jamaica. De largo tiene unas trescientas leguas, o mil doscientas millas: de anchura cincuenta leguas. Dicen ser su figura semejante a una hoja de sauce. El color de la gente, su traje, costumbres, religión, ritos y leyes, todo es lo mismo que en la Española. La lengua es tan parecida, que aunque hay algunas diferencias, se entienden unos a otros fácilmente. Son muy mentirosos; toman muchas mujeres, unos cinco, otros diez y otros más, según su riqueza; pero nadie tantas como los reyes. De donde resulta, que distraído el ánimo con tal multitud, a ninguna tienen por compañera, y a todas las desprecian por igual. Por motivos leves deja el marido a la mujer; pero menos necesita la mujer para dejar al marido... La tierra es abundante en oro, cobre y rubia. De los indígenas quedan pocos o ninguno, consumidos todos por pestes o guerras; bien que en gran parte fueron trasportados a la tierra firme de México a poco de haber ganado Cortés esa ciudad.

A los siete años de la llegada de Velázquez y los Españoles a Cuba, es decir, el de 1517, estando la isla ya pacificada, Francisco Fernández de Córdoba, Lope Ochoa de Salcedo, Cristóbal Morante, antiguos vecinos de la isla, y otros muchos Españoles notables por su nombre y riqueza, ajustada compañía entre todos y nombrado por comandante de la expedición Francisco Fernández de Córdoba, aprestaron cuatro naves, las cargaron de víveres y armas, y allegaron gente, disponiéndose a partir en el día convenido, con dirección a las Lucayas y Guanajas. Era su objeto cautivar por fuerza o por engaño a aquellos insulares, gente bárbara e indómita, y traerlos a Cuba como esclavos. Yacen dichas islas entre el Sur de Cuba y el Norte del cabo de Honduras. A ellas, pues, pensaron ir los arriba dichos a invadir y robar; no a Yucatán, como con poca verdad escribe Gonzalo Fernández de Oviedo. A causa de estar Yucatán rodeado de agua casi por todas partes y parecer una isla, Pedro Mártir dice que lo es; pero se equivoca como en otras muchas cosas. Al tiempo de partir Córdoba con sus compañeros, el adelantado Diego Velázquez les dio una barca de las que servían para llevar provisiones a los Indios de las minas, bajo condición que le diesen parte de los Guanajos que cautivasen. Partidas las naves y distantes ya del puerto, sobrevino un viento muy fuerte y contrario, de manera, que en vez de arribar a las Guanajas, que era adonde iban, fueron a parar a la punta de Mujeres. Diéronle entonces este nombre, porque en un adoratorio hallaron muchas figuras de mujeres o diosas, colocadas en hileras; el edificio era de piedra. No se había encontrado ni visto hasta entonces en aquellas tierras ningún edificio tal, sino sólo de madera o paja. Partiendo de allí Córdoba con la proa a Poniente, navegó hasta el cabo Cotoche. Llamose así porque los Indios, como ignoraban la lengua española, respondían cotoche, cotoche, a cuanto los nuestros les preguntaban. Cotoche significa casa, y querían decir que no estaban lejos las casas y el poblado. Puestos en tierra sus soldados acometió Córdoba a los naturales que se le presentaron con armas; pero el ataque fue para él desgraciado, pues perdió veinte y seis Españoles: los Indios muertos fueron casi innumerables. Ya fuese por aquella desgracia, o por haber perdido la esperanza de poblar y rescatar oro, se reembarcó disgustado, y siguió navegando hasta llegar a una ciudad que se veia no lejos de la costa, llamada por los naturales Campeche, donde mandó a sus compañeros que bajasen a tierra. Acercábanse los Indios al mar atraídos de curiosidad; les admiraba aquella nueva especie de hombres, y no menos la grandeza de los navíos, quedando atónitos con tan extraño espectáculo. Al principio acogieron los Campechanos a los nuestros muy de buenas, engolosinados por las bujerías de rescate; pero no les dejaron acercarse más al pueblo. Los Españoles entretanto hicieron aguada en un pozo, por ser la tierra escasa de aguas, tanto que en toda aquella comarca no hay fuente ni río alguno, excepto dos medianos arroyos. A otro día de haber llegado los Españoles, los de la ciudad enviaron un embajador a intimarles que de no irse, los exterminarían; y como no obedeciesen, los Indios comenzaron a atacarlos. Aceptaron los nuestros la batalla con denuedo; mas pelearon con poca fortuna, y este nuevo contratiempo les obligó a reembarcarse. No navegaron mucho para llegar a Mochocoboco (que en otra lengua se llama Champoton), donde se determinaron a saltar otra vez en tierra armados. Ya los vecinos les aguardaban de guerra por las noticias que los Campechanos les habían enviado relativas a los Españoles; y confiados en su muchedumbre querían probar la suerte de las armas. Acometen con intrepidez y algazara, derrotan a los Españoles y les ponen en fuga. Veinte quedaron allí, y Córdoba recibió veinte heridas; pero alarmado más que por ellas por la gravedad del peligro, se entró en los navíos con los que escaparon. Casi ninguno iba ileso; pero tampoco los Indios lograron sin sangre la victoria. Córdoba, Salcedo, Morante y los demás que quedaron vivos, perdida la esperanza, y sin haber siquiera reconocido la tierra, regresaron tristes y apesarados. De cuanto vieron, hicieron y les aconteció dieron cuenta al adelantado Velázquez, quien impuesto de todo, concibió grandes esperanzas, aprestó tres navíos pequeños, juntó soldados y dio el mando de la armada a Juan de Grijalva, amigo y pariente suyo, a quien comunicó sus instrucciones. Cargó las naves de bastimento y mercaderías para el rescate de oro, pues sabía por Córdoba que le había con abundancia en aquella tierra, y que le usaban mucho los Indios con quienes tan desgraciadamente habían peleado los Españoles. Mandó además a Grijalva que explorase todas las entradas de la costa de Yucatán, y que una vez desembarcado se internase cuanto fuera posible, averiguando con toda diligencia las cosas de la provincia, para lo cual le serviría de intérprete un Indio Julián, cautivado por Córdoba en Cozumel. Recibidas las instrucciones, puestos a bordo ciento treinta Españoles, y hechos los acostumbrados actos religiosos, salió Grijalva del cabo de San Antonio el 1º de Mayo de 1518, llevando por piloto a Antón Alaminos que navegó antes con Córdoba. Al segundo día arribó a la isla de Cozumel, de que luego hablaremos largamente, y dejándola llegó a Cotoche el 14 del mismo mes. Pretenden algunos que Grijalva arribó a Champoton y no a Cotoche. Al día siguiente de su llegada echó a tierra los soldados, y como empezara a sentirse ya falta de agua, adelantó algunos en busca de ella, y él les siguió con el resto de la gente. Trabajo le costó hacer aguada, porque se lo estorbaban los de Champoton, quienes le enviaron mensajeros intimándole que saliera lo más presto de la tierra, si no quería probar el poder de los Champotones, que eran muy numerosos. Grijalva despachó también mensajeros a los Indios con el intérprete Julián para que les apartasen de su obstinada resolución de pelear, convenciéndolos con razones, o aterrándolos con amenazas; puesto que por crecido que fuese su número, era una temeridad y el colmo de la demencia pelear hombres inermes y desnudos contra otros armados; y además los Españoles ni les habian hecho mal, ni pensaban hacérselo. De modo que si querían deponer las armas, les recibiría por amigos; pero de lo contrario, serían tratados como enemigos. La respuesta de los Indios fue con flechas, que no con palabras. Entonces se embistieron ambas tropas, trabando reñida pelea, en que Grijalva perdió dos dientes, con algún daño de la lengua, y Juan de Guetaria murió peleando como bueno. Quedaron además heridos muchos Españoles. Conociendo Grijalva que había obrado con imprudencia, embarcó la gente y todo lo demás, y se hizo a la vela hacia Poniente. Pocos días después arribó al río de Tabasco, al que dio su nombre y se llamó de Grijalva. Allí tuvo consejo en su nave con los principales Españoles y pilotos; y por voto de todos envió para informar a su tío Velázquez del descalabro padecido y de la navegación hecha, a Pedro de Alvarado, durante cuya ausencia se proponía continuar el descubrimiento. Cuéntase que cuando Velázquez recibió la infausta nueva dijo: «No debía yo esperar otra cosa de ese necio; justamente pago la pena de mi imprudencia, ya que le envié.» Cuando Alvarado llegó, había ya despachado Velázquez a Cristóbal de Olid con una carabela en busca de Grijalva, para saber cómo andaban las cosas. Pero viéndose en el preciso caso de acometer de nuevo la obra, ya que la fortuna había desvanecido sus primeras esperanzas, y reflexionando que tantas desgracias habían prevenido de la temeridad, negligencia e ignorancia de los capitanes Córdoba y Grijalva, mandó llamar a Hernán Cortés, vuelto había poco a su casa, pues se hallaba ausente cuando Alvarado trajo la nueva de la derrota. Trató con él acerca del modo de seguir aquella guerra, y de aprestar otra armada, mezclando en la conversación muchas protestas de amistad. Díjole que no había en toda la isla persona a quien con más gusto encomendara aquella empresa, pues confiaba en su probado valor; y que como él quisiese, no habría tampoco quien mejor pudiera y debiera poner mano en tal expedición, así por su hacienda como por su pericia militar. Podía además ir con el pretexto de llevar a Grijalva el socorro que Alvarado pedía. Y finalmente, que sería muestra de poco discurso y ánimo, dejar ir de entre las manos tal ocasión de ejecutar grandes hechos, y la esperanza de dar cima a las más gloriosas hazañas.

Gustoso aprovechó Cortés como venida de lo alto tan favorable coyuntura, sin desconocer por eso la fuerza del enemigo con quien iba a combatir. Y como siempre había deseado guerra nueva, ejército numeroso y mando absoluto en que pudiera brillar su valor, meditando ya cosas más altas, y lleno de esperanzas, dio a Velázquez gracias muy expresivas; aunque correspondientes a la dignidad de ambos, por su buena disposición hacia él. Aceptó el cargo de general, y ofreció su cooperación para el apresto de la armada. Pero a fin de que el negocio se hiciera más llanamente, rogó a Velázquez que por ser cosa importantísima para lo venidero, escribiese a los Padres Alfonso de Santo Domingo, Luis de Figueroa y Bernardino de Manzanedo, monjes gerónimos, gobernadores entonces de la Española, sin cuya licencia él no osaría emprender nada; el objeto era que informados ellos de la nueva jornada, diesen poderes a Cortés, así para llevar socorros a Grijalva como también para rescatar oro. Velázquez escribió a los frailes, cuya contestación no tardó en venir: en ella no sólo daban permiso a Cortés y Velázquez para enviar armada, sino aún mandaban que cuanto antes marchase Cortés, pues era el capitán nombrado. Confirmado éste en su empleo por la dicha carta, y autorizado para mover guerra, comenzó a alistar naves y hacer gente. En tales aprestos no sólo gastó su hacienda, sino que contrajo deudas considerables. Tenía ya prontas cinco carabelas, y fletó otras dos, que hizo aderezar y cargar de muchas mercaderías y ropas para el rescate; armas, artillería, anclas, cables, velas y demás pertrechos para las naves. Aunque al principio había estado contento Velázquez, vino luego a arrepentirse de haber nombrado general a Cortés, pensando que el mérito de éste acabaría por dañar a su gloria, por no decir a su codicia. Asustábale la propensión de Cortés al mando, la confianza que mostraba en sí propio, y su largueza en el apresto de la armada: temía por lo mismo que una vez ido Cortés, ningún fruto había de resultarle a él, ni en honra ni en provecho. Así pues, cavilaba día y noche buscando medio de apartar a Cortés de la empresa, y al efecto empezó a tratar de persuadirlo por bajo de cuerda valiéndose del tesorero real Amador de Lares, y sin darse él por entendido. Mas nada se ocultó a la perspicacia de Cortés, quien muy bien comprendió adonde iba a parar el tesorero, o más bien Velázquez por su mano. De manera que mientras más procuraba Velázquez apartar a Cortés del armamento, mayores esfuerzos hacia éste; pues aunque tenía ya gastados de su hacienda seis mil pesos de oro, tomó en préstamo otros seis mil ducados a Andrés de Duero, Pedro de Jerez, Antonio de Santa Clara y otros varios. Todo lo empleó en aumentar la armada y mantener la tropa, sin contar lo que le había prestado Velázquez, así en dinero como en mercancías. Más podía en él la esperanza que el dispendio. Considerando que nada hay que descuidar cuando la gloria va por medio, arengó a los soldados, sedientos de oro y fama, y por lo mismo contrarios de Velázquez, y mal vistos de él. Les animó infundiéndoles grandes esperanzas; quejose de que el adelantado en quien esperaba encontrar su principal apoyo, le suscitaba dificultades; mostroles las pruebas que tenía de su mala voluntad y de que envidiaba su gloria; y se dio por muy sentido de que Velázquez, por malignidad y envidia, quisiera arrebatarle la honra de tan grande empresa. Llenos entonces de esperanzas los soldados, ofrecieron su cooperación a Cortés. Introducida ya entre ambos mútua sospecha, Cortés empezó a usar una cota debajo del vestido, se rodeaba de gente armada cuya fidelidad ganó con promesas; y lleno de indignación y recelo daba calor a los aprestos, mostrando no tener el ánimo en otra cosa sino en el pronto despacho de la armada. Pero, por Dios, ¿en qué pensaba Velázquez? ¿Acaso en malquistarse con Cortés y tantos otros Españoles? Además, hacer tentativas inútiles, y a fuerza de fatigas concitarse odios, es el colmo de la demencia. Viendo aprestar la nueva armada, se despertaba en Velázquez el pesar de la que había perdido, y miraba como enemigo a quien disponía una flota más numerosa y mejor provista que la que él proyectaba. Admirábale de dónde había podido enaltecerse tanto Cortés, que sus esperanzas excedieran a sus fuerzas, y su ánimo fuese superior a su fortuna. Negaba que aquel debiera emprender semejante expedición, porque era de temerse más daño que provecho. Añadía que importaba averiguar los designios de Cortés; que el mandar soldados era grave cargo, peligrosa aquella navegación, y dudoso el éxito de la guerra. Todo esto divulgaba Velázquez. Pero le inquietaba al mismo tiempo el temor de que se originase alguna sedición o guerra intestina; porque estando los Españoles divididos en dos bandos, uno seguía a Cortés, quien era además temible por su poder y valor; los Españoles le eran apasionadísimos, y de muchos se había apoderado el deseo de acompañarle, contando cada uno con regresar breve a su casa cargado de laureles y despojos. Rodeado, pues, Velázquez de tantas dificultades, y convencido de que no lograría apartarle de su intento, ni por fuerza, porque estaba armado, ni con persuasión o engaño, porque era muy precavido, vino a fijarse en negarle los víveres. Mandó al efecto que nadie vendiera ni regalara nada a Cortés; pero el resultado fue en verdad muy distinto de lo que se proponía, porque siendo Cortés hombre activo e ingenioso, dispuso que de noche, con el mayor silencio y brevedad posibles, cuidasen los suyos de traerle a las naves cuanto maíz, cazabe y carne tuviesen; él entretanto tomó todos los bueyes, carneros y cerdos del mercado, quitándolos al obligado de la carnicería, Hernando Alfonso, a pesar de su oposición y protestas. Mas para que no pagase de sus bienes la multa que le imponía su compromiso con la ciudad, le dejó en prenda una cadena de oro que llevaba al cuello. Detuviérase todavía Cortés por la falta de bastimento, si no le diera prisa el temor de que se le obligara a quedarse. Recelaba además que si Grijalva volvía a Cuba antes que él se apartase de Velázquez, le estorbaría éste la ida; y sintiendo así la inquietud consiguiente a la gravedad del caso, resolvió partir, por no perder su trabajo y hacienda. Al salir Cortés del puerto de Santiago llevaba seis naves, pues aunque tenía siete, dejó allí la otra para aderezarla y proveerla. Llevó hasta trescientos hombres, entre soldados y voluntarios, juntamente con mucha ropa y mercancías de rescate. A un tal Diego, Español, compró una tienda entera de buhonería. En disponer todo esto empleó cerca de quince mil pesos de oro, sin que Velázquez gastara un maravedí.

Ya que hablamos del gasto, la ocasión pide que aclaremos con brevedad, si Velázquez puso o no algo de su hacienda para el apresto de la armada, pues veo que muchos están creídos de que él compró o fletó todas las naves a su costa, y las entregó a Cortés con la licencia para la jornada. Todos saben que por ignorancia, cuando no por malicia, propagó esta especie Gonzalo Fernández de Oviedo en el libro de la Historia Natural de las Indias, que escribió en castellano. Refiere que Córdoba, Grijalva, Pánfilo de Narváez y Cortés recibieron de Velázquez las naves de que fueron capitanes. De Grijalva y Narváez bien dijo; mas no de Córdoba ni Cortés. Así lo asegura Pedro Mártir, diciendo que Córdoba, Salcedo y Morante alistaron tres naves a su costa, y cuando habla de las diez carabelas de Cortés, sólo dice que la armada se hizo con licencia del gobernador. Viven todavía muchos Españoles honrados, que presenciaron el apresto de la armada en cuestión, y que cuando fue acusado Cortés en el Real Consejo de Indias, afirmaron con juramento que Velázquez no gastó nada de su hacienda en la flota de Cortés; antes a varios de la expedición vendió muchas cosas muy caras, les prestó a logro, y les llevó mucho más de lo justo por el flete de dos barquichuelos suyos. El precio de todo lo exigió después en México a los deudores, por medio de su apoderado Juan Díez, a quien envió en la expedición con tal objeto. Mas como en su lugar diremos, pereció él con todo el dinero, cuando Cortés fue echado de México. Lo que a éste prestó Velázquez fueron ropas, mercaderías y muchas cosas para cambios y rescate de oro.

Pues para que no permanezcan en igual error los que interpretan malignamente los esclarecidos hechos de Cortés, cuya grandeza aún no puede graduarse, pero cuya verdad está fuera de duda, diremos que Oviedo escribe haber visto y leído en la ciudad de Santiago el convenio que Velázquez y Cortés celebraron ante Alonso Escalante escribano público; mas debe entenderse que aquel concierto se refería al mandato e instrucciones, no a los caudales y gastos. Porque Velázquez sólo dio poderes a Cortés para llevar socorro a Grijalva, y permutar oro por mercaderías; mas no para poblar ni hacer guerra en Yucatán. Juan de Saucedo, testigo en la defensa de Cortés, que fue a Yucatán con Grijalva, y trajo a Velázquez la noticia del regreso de éste a Cuba, afirma con juramento haber dicho el gobernador que había enviado a Cortés sólo para auxiliar y recoger a Grijalva. Este mismo testigo fue despachado por Velázquez a los monjes gerónimos de la Española para conseguir que Cortés pudiese hacer guerra en Yucatán y poblar en la tierra firme; lo que sin dificultad obtuvo con pretexto de los gastos hechos en la armada. De esto hay muchos testigos. Córdoba, Salcedo y Morante denunciaron ante la Audiencia de Cuba a Velázquez por haber dicho falsamente a los monjes, que las naves que ellos habían armado a su costa, lo habían sido a expensas de él, obteniendo de ese modo el permiso de pasar a tierra firme, en virtud del cual despachó a Grijalva. De igual modo se condujo Velázquez en lo que informó de la armada de Cortés. De suerte que Oviedo, el más diligente historiador de cuantos han escrito de cosas de Indias, me parece haberse expresado con poca libertad, aunque era por lo demás hombre honrado. No puedo dejar de creer que al escribir de Cortés cosas falsas, más bien lo hizo engañado por Velázquez, gobernador entonces de Cuba y por lo mismo poderoso, que llevado de odio o amistad.

Declaremos ahora, lo que pone en duda Pedro Mártir. Refiere que Velázquez por medio de su apoderado citó en juicio a Cortés llamándole reo de lesa majestad, y que el Consejo de Indias no llegó a dar sobre esto sentencia alguna. Mas ya que Pedro Mártir dice: «corren aquí muchas especies de infidelidad de Cortés, que algún día se aclararán, y al presente omito;» por Dios quisiera me dijesen ¿qué infidencia pudo haber donde no se debía fidelidad? Lo que hizo Cortés en Yucatán, no fue a nombre de Velázquez, ni por su orden, pues antes trató de estorbarle la ida, ni a su costa, ni siquiera bajo sus auspicios; sino por consejo propio, a sus propias expensas, y bajo los auspicios del Emperador. ¿Quién fue nunca tan fiel a su rey como Cortés a Carlos V? ¿Quién llevó más lejos sus estandartes, ni ensanchó más sus dominios? Pero digamos al cabo cómo vino a ser absuelto Cortés en aquel juicio. Juan de Fonseca, obispo de Burgos y primer presidente del Consejo de Indias, protegía con empeño la causa de Velázquez, cuando se acusaba a Cortés de traición, intriga y crimen de majestad. A pedimento de Francisco Núñez de Paz, hombre activísimo, procurador y pariente de Cortés, se inhibió al obispo de conocer en los negocios de éste en el Consejo, por sospecha de parcialidad. Dio margen a la sospecha el verle tan inclinado a favor de Velázquez, a quien había prometido una sobrina en matrimonio. Apesarado el obispo de no poder tomar conocimiento de aquella causa, y desconfiando del éxito, se retiró del Consejo, y poco después falleció.

Hallábase el Emperador en Valladolid el año de 1522, y como Manuel de Rojas y Cristóbal de Tapia, procuradores de Velázquez, esforzasen cada día mas sus acusaciones y cargos contra Cortés, nombró seis jueces que sentenciasen aquel pleito, pendiente tan de antiguo en el Consejo, y fueron Mr. de Laxao, camarero mayor; de la Roche, Flamenco; Fernando de Vega, comendador mayor de Castilla; Vargas, tesorero general de Castilla; el doctor Lorenzo Galíndez de Carbajal, y Mercurino de Gatinara, Italiano, gran canciller del Emperador, que fue nombrado presidente. Todos absolvieron a Cortés, no tanto por admiración de sus hazañas, cuanto por justo derecho; y como iban tan prósperamente los negocios de aquella tierra, le prorrogaron el gobierno por muchos años. Francisco de las Casas, pariente cercano de Catalina Pizarro, fue quien hizo saber a Cortés en Nueva España la sentencia del Consejo; y ella, según Oviedo dice, fue causa de que Diego Velázquez muriese a poco de haber sido pregonada en Cuba. Con lo referido se prueba claramente, si no me engaño, que Cortés alistó la armada a su costa. Es verdad que el primer pensamiento y la autorización vinieron de Velázquez; mas el trabajo, el empeño y el gasto fueron de Cortés.

Volviendo, pues, al punto en que dejamos nuestra narración, diremos que salido Cortés del puerto de Santiago, fue a Macaca, ciudad y puerto de la isla de Cuba. Al tiempo de partir adelantó a Pedro González de Trujillo a Jamaica con una carabela, a fin de que trajese bastimento para la escuadra. Compró éste en Jamaica mil y quinientos tocinos, y dos mil cargas de cazabe, mantenimiento de los indígenas. Las cargas eran de hombre, y los Indios llaman tamenes a los que las llevan a cuestas. Compró también aves, y otras muchas provisiones de esta especie. Mientras tanto, compró Cortés en Macaca mil cargas de maíz de las ya dichas, y algunos cerdos al tesorero real Tamayo; y como se decía que Grijalva había vuelto a la isla, fuele forzoso apresurar la partida, no sucediese que Velázquez, tan empeñado en detenerle, o los frailes, le revocasen la comisión, puesto que era vuelto Grijalva, a quien iba a llevar socorro. Enviadas por delante las naves al cabo de San Antonio, con orden de que allí le aguardasen, navegó Cortés con dos carabelas hacia el puerto de la Trinidad. Luego que hubo llegado compró a Alonso Guillén un navío y quinientas cargas de maíz: en esto arribó Francisco de Salcedo con la carabela que Cortés dejó aderezando en el puerto de Santiago, y trajo nueve caballos con un refuerzo de ochenta voluntarios. Por entonces dieron noticia a Cortés de que iba para unas minas un navío bien cargado de bastimento. Mandó luego a Diego de Ordaz que fuese a buscarle, lo apresase, y en seguida lo trajese al cabo de San Antonio. Ordaz fue, lo tomó y trajo. Luego que el capitán Juan Núñez Sedeño y los mercaderes bajaron a tierra, recibieron orden de presentarse a Cortés, en cuyas manos pusieron el registro de las mercancías y provisiones que llevaban, señalando su valor. Eran dos mil cargas de tamène, mil y quinientos tocinos secos, y muchas gallinas del tamaño de pavos. Todo lo pagó Cortés por su justo precio, y aun compró el navío a Sedeño, quien se avino a seguirle en aquella guerra, y hoy vive en México. Del puerto de la Trinidad pasó Cortés a la Habana, mandando que la tropa fuese por tierra. Está situada dicha ciudad en la embocadura del río Onicaginal, y entonces tenía buen vecindario; hoy se halla casi despoblada. Al llegar Cortés encontró dispuesto cuanto era necesario para la partida, menos los víveres, que nadie osaba vender ni dar, por la prohibición del adelantado Velázquez. Estaban a la sazón en la Habana un Rodrigo de Quesada, colector de diezmos del obispo, y otro a quien llamaban receptor de bulas; a éstos compró Cortés cuanta carne, maíz y cazabe habian recogido de los vecinos en pago de diezmos y bulas, pues no podían esperar otra ocasión de venta, por no sacarse allí ningún oro. Ya iba a salir Cortés de la Habana, cuando llegaron en un navío Pedro de Alvarado, Cristóbal de Olid, Francisco de Montejo, Alonso de Ávila y otros muchos de los que fueron con Grijalva. Vino entre ellos un Garnica, a quien Velázquez había dado cartas para Cortés y otros varios, en que rogaba al primero aguardase un poco mientras iba a conferenciar con él sobre cosas de la mayor entidad. Y a Diego de Ordaz, gran partidario suyo, le instigaba para que se apoderase de Cortés por cualquier medio, aun usando de la fuerza. Ordaz, jefe del bando de Velázquez, dispuso un banquete en la nave de su cargo, que era quizá la mayor y la que juzgó más propia para una celada, y convidó a Cortés. Mas éste, pretextando indisposición de estómago, despidió a los que habían venido para acompañarle al navío, y dejó burlado a Ordaz. Armose luego, dio la señal de partir, y entró en su navío para hacerse a la vela. Tenía Cortés cuando salió de la Habana, once embarcaciones, hechas, compradas o fletadas a su costa, y otras dos más de transporte, que por entonces arribaron y quisieron hacer con él aquella expedición. Llevó veinte y cuatro caballos, y quinientos treinta infantes: víveres pocos; de maíz y cazabe cinco mil cargas de Indio, dos mil tocinos, y nada de dinero. Tal fue el armamento con que Cortés movió guerra a un Nuevo Mundo: tan escasas las fuerzas con que ganó para Carlos aquel grande imperio, y abrió, el primero, a la española gente, el reino de Nueva España donde está la nobilísima ciudad de México. Y a no ser porque esto nos apartaría mucho de nuestro propósito, encareceríamos ahora la inmensa gloria de los Españoles, que después de haber mostrado su valor con Franceses, Italianos y Turcos, llevaron sus armas a remotas tierras, de que no alcanzaron noticia los Romanos.




ArribaAbajoDe rebus gestis Ferdinandi Cortesii

Incerto auctore


Qui sint Antichthones, qui proprie dicantur Indi, cur etiam Indiae Novus hic Orbis, de quo scribere instituimus, appellentur, quis, quove casu mortalium primus Indias, ut vocaut, invenerit, abunde a nobis dictum esse arbitror. Praterea, quid Democritus, Herodotus, Plato, Seneca et multi alii de Novo terrarum Orbe vel senserint vel scripserint, suo loco indicavimus. Nunc ad res in Indiis a patre tuo fortissime gestas veniamus; cujus ductu et impensis, ut latius paulo post explicabitur, alter hic terrarum Orbis potissimum est et inventus et debellatus; quique non modò in regum Hispanorum ditionem venit, verùm etiam, quod multò est pricelaritis atque gloriosius, in cognitionem veri Dei.

Ferdinandus Cortesius, Martini Cortesii Monroii et Catharinae Pizarrae Altamiranae filius, Metellini ortus est anno quinto et octogesimo supra millesimum ac quadrigentesimum humanae salutis. Parentes, si genus spectes, nobiles: ldalgos quasi Italicos, hoc est, jure Italico donatos, Hispani vocant. Cortesiorum, Monroiorum, Pizarrorum et Altamiranorum familiae clarae, antiquae atque honorate. Si fortunam vitamque inspexeris, mediocrem quidem vitam egerunt; vixerunt tamen innocentissime. Catharina namque probitate, pudicitia et in conjugem amore, nulli aetatis suae feminae cessit. Martinus verò, tametsi in eo bello, quod auspiciis Ferdinandi regis et Elisabethae Alphonsus Cardenas, equitum Divi Jacobi magister, contra Alphonsum Monroium, Alcantarae, ut vocant, clavigerum, et Beatricem Paciecam Metellini comitem gessit, levis armaturae equitum quinquaginta dux fuerit; pietate tamen et religione toto vitae tempore clarus. Puer sanctè ac liberaliter educatus atque institutus domi est a parentibus. [Maria Stephana ex oppido Oliva nutrix.] Quartodecimo aetatis suae anno Salmanticam studiorum gratià missus, biennium in contubernio amitae Agnetis Pazae, quae Francisco Nonio Valerae nupta erat, mansit. Grammaticaeque studuit. Inde, cùm studii taedio, tum rerum majorum exspectatione (ad maxima ením natua erat) abscessit, patriumque solum revisit. Id aegre atque impatienter parentes tulerunt, quippe quod spem omnem in eum qui unicus erat filius, collocaverant, cuperentque illum Juris scientiae, quae ubique gentium in magno honore atque praetio semper habita est, operam navare. Erat in puero mira ingenii docilitas, animi praeter aetatem altitudo, et armorum tractandorum innata cupido. Ergo cùm domi apud parentes esset, aetatemque inquietus agitaret, fluctuabat animo, quonam terrarum sese conferret. Stat tamdem animo sententia in Indias navigare, ad quas eà tempestate inhabitandas, belloque subigendas, Hispani, auri et argenti cupidine illecti, quod multum crebròque ad nos convebebatur, frequentissimi confluebant. Erat Gereae, nune Cáceres dicimus, per id tempus quo ab studiis Cortesius Metellinum redierat, Nicolaus Ovandus, Laris commendatarius, militiae ut dicitur Alcantarae, qui postea major ejusdem equestris ordinis commendatarius est factus. Is, jussu et impensis Ferdinandi et lsabellae regum, classem triginta navium, cujus magna pars carabelis constabat, paraverat, in Hispanam insulam trajecturus, ut ibi non tautùm illius, verùm omnium quoque circumjacentium insularum gubernator praesesque esset. Hunc Cortesius, ut plerique nobiles Hispani, ducem secuturus erat. Sed interim dum per aliena tecta incedit (tenebatur enim puellae cujusdam consuetudine) e caduco pariete cadit. Parum abfuit quin ille, ita ut erat obrutus, telo fuerit a quodam confossus, ni anus quaedam domunculam egressa, ostiolum cujus parva pelta ferrea quam ipse gestabat, magno cum strepitu impegerat, generum, qui et ipse eodem strepitu domo fuerat excitus, detinuisset, precata ne hominem feriret, priusquam quis is esset nosset. Beneficio itaque hujus aniculae tunc primum est Cortesius servatus.

Longam eo casu traxit valetudinem. Accesit ad id malum non multò post quartana febris, quae illum diu multùmque anxit. His malis implicitus, Ovandum sequi non potuit. Undevigesimo aetatis anno, qui salutis millesimus quingentesimus quartus fuit, quo et Isabella regina moritur, Seviliam (Hispalis olim fuit) pergit, quo tempore oneraria quaedam navis, cujus erat magister Alphonsus Qunterus Palensis, in procinctu ad navigandum in Hispanam insulam erat. Eam navim, faustum precatus cursum, eà nocte ascendit quae diem quo e portu solvit, praecessit. Prosperà es navegatione usus Gomeram usque, quae una Fortunatarurn insularum est. Quinterus de nocte, ne ab aliis quatuor navibus quae in eodem portu eisdem mercibus onustae erant, preesentiretur, silentio inde abscedit, ut cariùs suae quam illarum merces venderentur, si celeriùs ad Hispanam, quo iter suum oranes intenderant, adpellere contigisset. Ceterùm cùm in conspectum insulae quam vocant Ferri pervenisset, navis arbor, qua parte carchesium malo figitur, aut certe non multò inferiùs, vi ingrentium ventorum frangitur, secumque maximo cum fragore antenam, vela, ceteraque impedimenta deorsum trahit. Quae quidem multos dubio procul vel ex vectoribus, vel ex navitis, qui paulo ante in stego aut jacebant aut deambulabant, confecissent, ni omnes in puppim ivissent ad edenda conditanea ac bellaria quaedam, quae Cortesius in navim sibi pro penu importari fecerat. Malo itaque fracto, coacti sunt navitae cursum eo flectere unde paulo ante solverant. Refecto ibi utcumque malo, navis cum aliis quatuor quae in portu adhuc erant, solvunt: illae namque solvere noluerant antequàm arbor navís qua Cortesius vehebatur, reficeretur. Quinterus, cùm multum essent in altum naves progressae, omnibus, velocissimae navi datis velis, iterum progredi tentat, omni spe lucri, uti priùs, in celeritate posità. Quidam tamen magnae auctoritatis atque fidei aliam mihi causam, multum ab eà quanì modò dixi diversam, Quinterio fuisse retulit. Videlicet ne Franciscus Nignus Huelvensis, navis gubernator, quem ipse molestissimè ferebat patri suo in gubernandà navi esse praelatum, reetà iter quo tendebant, agere posset, Quinterus paterque, seductis vel pecuniis corruptis qui clavurn dum nauclerus dormitabat reggebant, dextrorsùm modò, modò sinistrorsùm, aliò navim quàm quò ibat, ducere. Malebant pessimi illi mortales navim in scopulos, in Caribes, in Antropophagos incidere, aut quovis alio modo perditum iri, quàm reducem in Hispanam adpellere, Nigno nauclero. Adeò hominis odium altè illis insederat, ut neque sui neque aliorum rationern haberent ullam. Quo accidit ut dum plurimum temporis errant, nec qui falsus est, nev qui illum fefellerant, scire cognoscereve possent ubi locorurn aut terrarum agerent. Mirari nautae, mirari stupereque nauclerus, tristes maestique cuncti esse. Quippe quod neque navigationis actae, neque deinceps navigandi ullo modo iniri poterat ratio. Namque parùm constabat, quam stellarum sequi deberent, cùm, sub qua caeli plagà essent, nescirent, aut quà, quòve cursum intenderent, ut terram tamdem aliquam vel Antropophagorum attingere daretur. Commeatus penurià laborare inceperant. Siti adeò premebantur, ut aquam non nisi pluviatilem, quam linteis ac velis congregare poterant, per viginti dies biberent. Nec is finis malorum. Mors penè in faucibus erat. Cognità demum fraude atque proditione, Quinterus paterque, omnium quos terra aluit umquam scelestissimi, fateri culpam, precari veniam, prehensare omnes. Contrà verò Nignus nauclerus minitari, mala imprecari, diris agere qui eum dolum fecerant. Cuncti praetereà fortunam incusare, lamentari, peccata fateri, omnia omnibus condonare, Dei O.M. auxilium supplices maestique implorare. In hoc vitae discrimine erant miseri illi mortales, jamque nox appetebat, cùm supra arboris summitatem placidè volantem columbam vident [die crucis Domini] navigantium gemitibus haud territam. Diu circa navim pendenti magis quàm volanti similis apparuit: sedit monstravitque haud dubium felicitatis auspicium. Ingens porrò alacritas aut fiducia paulò ante deterritos deque salute desperantes cepit, et quod digna res admiratione visa est, collacrimare prae gaudio omnes, in caelum manus tendere, gratias clementissimo Deo rerum omnium domino agere: clamare alius, haud quidem terram longe abesse; alius, Sanctum esse Spiritum, qui in illius alitis specie, ut maestos et afflictos solaretur, venire erat dignatus. Quò columba volabat, eò navis ducebatur. Ceterùm altero die quàm eò venerat, columba disparuit. Quantum maeroris metùsque et luctùs qui in nave erant contraxerint, incredibile est memoratu. Ceterùm altero die quàm sola comitatur mortales, vitam trahebant maestissimi. Quarto deinde die Cristophorus Zorzus, navis proreta, albicantem terram videt, clamitatque se terram conspexisse. Ad ejus acclamationem cuncti, velux ex altissimo somno experrecti, omni animi languore pulso, ad proram ubi Zorzus erat, advolant, propriis oculis inspecturi quod tantopere expetiverant. Visà itaque atque terrà agnità, oculis lacrimae prae laetitia manare coeperunt; gestire omnes, alter alterum amplecti. Franciscus Nignus nauclerus affirmabat eam terrarum oram, quae ab omnibus conspiciebatur, Higueram, et Samanae esse promontorium. «Id ni ita est, inquit, caput mihi abscindite, et corpus, ut coquatur, in istum cacabum qui in foco est, injicite.» Quinterus tamen et pater pertinaciter, ut ea in re animo erant obstinatissimo, verum illud non esse contendebant. Ceterùm die quarto quàm Samana se navigantibus videndam obtulit, optatissimum intrant portum, quem jampridern quatuor illae naves, quarum supra mentio facta est, tenuerant, quaeque pro perditis ac deploratis Cortesium et ceteros qui in Quinteri navi erant, habuerant. Interim dum jaciuntur anchorae, rudentibusque navis obfirmatur, Medina, Ovandi secretarius, Cortesiique amicus, ut primùm accepit Quinteri navem portum ingressam, cymbam intrat, amicoque, quem salvum advenisse gaudebat, obviam ire pergit. Salutant sese ambo, dextram dextrae jungunt, mutuò sese amplectuntur. Ceterùm Medina, post mutuam gratulationem, inter ea quae de insulanorum debellatorumque legibus retulit, illud addit quod Cortesio maximè conducere, ut ipse putabat, videbatur: ut cùm primùm ad Sancti Dominici civitatem ad Ozamae fluminis os sitam, ubi et portus erat, e scapha descendisset, civis conscriberetur: namque alioqui neque civis jure, neque debellatoris munere frui licebat. Ceterùm si in civium ordinem esset relatus, agrorum partem, et in oppido solum, ubi domum facere posset, facilè obtenturus, et brevi aliquot Indorum dominus erat futurus. Praetereà Cortesium, transactis quìnque annis, quibus vellet nollet in insulà, datis etiam vadibus ab eà non discedendi sine praesidis commeatu, manendum erat, sui juris fore. Vendere commutareque omnia arbitratu suo posse, et quoquò vellèt migrare. Ad quae Cortesius: «Ego, inquit, nec in hac insulà, nec in quavis alià hujus Novi Orbis esse volo aut spero tantum temporis. Quapropter hic loci haud equidem conditione ista manebo.» Molestè tulit id responsum Medina. Cortesius, ne exapectato quidem praesidis adventu, cum his famulis quos ex Hispanià secum adduxerat, ad effodiendum aurum, cujus ea insula feracissima est, ire parat. Aberat Nicolaus Ovandus tunc temporis cùm Quinteri navis eò adpulit. Sed ut primùm domum redit, Cortesium accersire jubet: eum, ut est de rebus patriis certior factus, civem dixit. Sub id tempus quo ad Hispanam Cortesius venit, pacatè aetatem agebant indigenae. Sed haud multò post Baorucani, Aniguiaguani, Higuey et alii populi ab Hispanis desciverunt. Ovandus bellum hostibus, quia imperium detrectaverant, facturique imperata non essent, indicit: delectum habet militum, exercitum comparat, in hostes movet, pugnat denique, atque hostes debellat. Cortesius, rudis antea et ignarus belli, multa in eà pugnà et praeclara rei militaris facinora fecit, specimenque futurae virtutis dedit. Quo factum est ut jam inde duci carus, et inter milites clarus fuerit. Partiti de more Indi cum eorum agro inter Hispanos sunt. Cortesio Indi dati sunt, attributus ager qui coli serique possit. Id fuit Cortesio primum virtutis praemium. Ovandus, hoste debellato, rebusque in provincià ex voto compositis, exercitum in hiberna dimittit: ipse ovanti similis in civitatem revertitur.

Alphonsus Ojeda et Didacus Nicuesa cùm domi eà tempestate bellum deesset, foris quarere decernunt; in Cubamque, quae nondum fuerat bello tentata, ire statuunt, auri redimendi praetentà causà. Hi itaque consilio cum amicis communicato, naves tres parant, commeatibus complent et armis, socios sibi ad eam expeditionem deligunt. Erat Cortesius illorum comes iturus, ni apostemate quodam ejus femur dextrum ad suram usque eo maxime tempore distentum tetanicumque fuisset. Et quia plures menses is morbus tenuit, ad id belli ire non potuit. Ceterùm tantae dignationis Cortesius ob praeclaram virtutem est habitus, ut Ojeda et Nicuesa, omnibus quae bello usui forent paratis, tres ipsum menses in anchoris exspectaverint; diesque profectionis sit dilatus.

Nicolao Ovando, qui optimè se sanctissimè provinciam administrarat, ab insulà discedere jusso, Didacus Columbus, Cristophori filius, in demortui patris locum suffectus, succesor est a Rege datus. Is cùm primùm in Hispanam venit, et omnia pacata essent, paterni nominis et gloriae haud immemor, animum ad Cubam insulam bello petendam adjecit, tum ut eam insulam, quam pater omnium ferè primam repererat, ipse armis, si verbis fieri non posset, domaret, cùm ne Hispani otio ac desidià torpescerent. Arma igitur ad id bellum, naves, commeatum, militem comparat; ducem ejus expeditionis Didacum Velazquium Cuellarensem creat. Erat Didacus, ut hoc in loco de eo semel tantùm dicamus, veteranus miles, rei militaris gnarus, quippe qui septem et decem annos in Hispanà militiam exercitus fuerat, homo probus, opibus, genere et famà clarus, honoris cupidus, pecuniae aliquanto cupidior. Velazquius igitur dux designatus, pro magno habuit negotio Ferdinandum Cortesium, strenuum militem et sibi amicum, cujus a bello Baorucano diligentia, solertia et virtus nota erat, secum ducere. Ergo Velazquius diu multùmque Cortesium rogat, ut secum eat: maria ac montes pollicetur, si operam ad id bellum polliceatur. Et quoniam ipse minus aptus bello ob corporis habitudinem erat, socium et ministrum consiliorum omnium adsumit. Cortesius, tum ob amicitiam qua Velazquio illud septenium quo in insula egerat, obstrictus erat, tum etiarn quod bellum, cujus ipse esset cupidissimus, deerat, facilè exorari est passus. Ad haec captandarum quoque majorum rerum occasionem illam non esse praetermittendam censuit, praesentibus futura meliora sperans. Fuit is annus quo expeditio haec fìeri contigit, undecimus post Christum natum millesimusque ac quingentesimus. Distat Hispana insula, rectà a Gadibus navigatione (ut de ejus situ ac gentis moribus, antequàm Cortesius ab eà digrediatur, aliquid dicamus) milliaria quinque mille, mille ducentas quinquaginta leucas, ut Hispani dicunt. Harum singulae quaternis constant milliaribus. Ejus longitudo pasuurn sexcenta millia. Latitudo duplo minor. Maximè circa sui medium patet. Ambitus mille ferè quingenta milliaria. Ab ortu Boriquenam insulam, quam nostri Sancti Joannis appellant, habet. Ab occasu Cubam et Jamaicam. Quà boream spectat, insulae sunt cognomento Canibalum. Quà austro obversa est, mari Veneto alluitur; a Venetiola, quae continens est in qua Macaibus lacus visendae magnitudinis, appellari placuit. Eam insulam Haity vocant indigenae. Cristophorus Columbus, de cujus origine, vità et gestis abunde alibi diximus, Hispanam nuncupavit. Nunc Sancti Dominici vulgò dicitur, ab urbe ejusdern nominis, totius insulae metropoli. Cujus, cùm haec commentaremur, erat episcopus Alphonsus Fuenmayor, vir doctissimus atque integerrimus. In eà omnium finitimarum insularum conventus: emporium celeberrimum. Fluvii in eà insulà maximi, Ozama, Neiva, Nizaus, Yuna, Macorix, Cotuyus, Zibaus: quorum duo postremi auro nobilissimi. Gentis color subfuscus. Aeris tanta temperies, ut nudi ferè agitent, sericà tantum induti chlamyde nativi coloris, ad media crura demissà, nodoque humeris collectà. Culponcas [aliter, lineas soleas] pedibus inducunt: nullum capiti tegumentum: comam promittunt: barbam deglabrant. Feminae, si nuptae, ab umbilico crus usque pudenda obtegunt: si virgines, nihil obtegunt. Facilis cum femini virorurum congressus. Libidini supra quàm dici possit deditissimi: paedicones, cinaedi. Unicam tantùm uxorem vulgo ducere: rex, dynasta, dives, quotquot alere potest, modò una ceteris dignitate praestet. Matrem, filiam aut sororem numquam ducere. Persuasum habuit natio illa, qui cum filià, matre aut sorore congrederetur, infelicissimae mortis exitum subiturum. Cum conjuge, si uterum gestet vel lactet, cubare piaculum maximum. Urbes frequentes: domicilia ex pluteis cratibusque, in pyri aut testudinis speciem. Lecti pensiles. Obsonia condiunt, convivia celebrant. Aqua potus: inebriari tamen crebrò, non quidem vino quo carent, sed quod magis mireris, fumo. Choreas ducunt, cantilenam accinunt, areitum ipsi dicunt, deorum virorumque illustrium facta complexim. Nulla alia rerum monumenta quàm quae in areito: quo nihil illis antiquius. Id liberis ad vite institutionem parentes per manus tradere, ut voce tantùm, quando litterarum nullus esset usus, referrent. Maxima circa deos religio et cultus; daemonem (Zemi appellant indigene) deorum maximum et credere et colere: ab eo uno omnia prospera aut adversa sperar