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Año de 1714

Grave y peligroso fue el sobreparto de la reina de España. Ya interiormente corrompidas las entrañas, la reducía a los extremos de la vida; pero se lo ocultaba la lisonja de los palacios: más la princesa Ursini, por no afligirla, cuyo imperio se extendía hasta las palabras que habían los médicos de proferir. Era la Reina pía, de la vida más ajustada y llena de virtudes; con todo eso, no era justo callarle el desengaño de la vida mortal para que aplicase el ánimo a la eterna; nadie se atrevía a quitarle la esperanza. El Rey, uniendo su amor y su piedad, halló el medio término que tomase los Sacramentos como por devoción, en un día de fiesta solemne, y ejecutó lo mismo para quitar a la Reina la aprensión; pero ya, sucediéndose unos a otros los mortales accidentes, comprendió su peligro, y recibiendo muchas veces los Sacramentos de la confesión y de la Eucaristía, con visible resignación murió en 14 de febrero, de edad de veinte y cinco años y pocos meses.

El Rey, herido del justo dolor, dejó luego el Palacio, y no queriendo renovar especies en ninguna Casa Real, mandó desocupar la que el marqués de Priego, como duque de Medinaceli, poseía en la calle del Prado. Embalsamado el cadáver de la Reina, se hallaron los livianos horadados, y de los pequeños agujeros que hizo lo corrosivo del humor, se sacaron unas piedrecitas. Diose, con la acostumbrada pompa, sepultura en El Escorial, en el panteón de los reyes, donde tienen su lugar las reinas que han dejado sucesión.

Embarazado el Rey del dolor, para no atender a los negocios dio entera autoridad al cardenal Judice para disponer la pompa funeral y que despachase las dependencias que tenían peligro en la dilación, saliendo las órdenes por el secretario del Despacho Universal, marqués de Grimaldo, en nombre del Rey, que le dio este poder por palabra y sin decreto.

El cardenal usó con la mayor moderación de esta confianza; sólo despachó lo más preciso, y el Rey, después de tres días, volvió al Despacho, a persuasiones de la princesa Ursini, cuya autoridad no expiró con la Reina, porque continuó en favorecerla el Rey y valerse de su consejo. Era el mayor fundamento de su poder el amor que la Reina la había tenido; conservábase en el Palacio como aya del príncipe y los infantes, y por no aventurar los oídos del Rey a alguna siniestra impresión de tantos émulos que en la corte tenía, lo ciñó de sus más allegados y amigos, y que siguiesen al Rey hasta en la caza, con pretexto de aliviarle su tristeza.

Era Juan Orry el hombre de la mayor confianza de la princesa, que, atenta a su seguridad, llena de mayores sospechas, inspiró en el Rey consintiese en mudar el método del Gobierno, según Orry le había ideado. Embarazaba a todos los que querían tener mano en el Gobierno la grande autoridad del que regía la presidencia de Castilla; y así, quitando su empleo, con honrado papel del Rey, a don Francisco Ronquillo, se crearon cinco presidentes, uno en cada sala del Consejo Real; aun en el Consejo del Gobierno del Rey se deputaron consejeros a cada línea de negocios, y se añadieron el marqués de Jamaica, ya duque de Veraguas, y el príncipe de Chelamar. Los negocios estaban divididos en cuatro clases: Iglesia, Justicia, Estado y Guerra. Sólo Juan Orry y el conde de Bergueick entraban en todos; pero aquél era el árbitro de la nueva planta.

Habíasele introducido y logrado su entera aprobación don Melchor Macanaz, hombre apenas conocido en la corte, y sólo había sido juez de confiscados en Aragón y Valencia, no sin queja de infinitos, y más de los eclesiásticos, por su rígida y pesada mano. Este influía en Orry nuevos y nunca vistos dictámenes, los más contrarios a la inmunidad eclesiástica; pero tan bien escondido el veneno, que lograba la gracia y la aprobación del padre Robinet, confesor del Rey. Por estos medios subió a ser fiscal del Consejo de Castilla con más autoridad que otro alguno. Diéronse cuatro presidentes al Consejo de Hacienda, tres al de Indias, otros tantos al de Órdenes; añadióse gran número de consejeros que esperaban poderlo ser.

Quitáronse los días feriados, y había juntas de tribunales aun por la tarde, Y sólo se vacaba de los negocios los días calendos, llamados vulgarmente de precepto.

Esta turba de consejeros, división de negocios, continuación de juntas, que parece contribuía a la brevedad de la expedición, la embarazaba. Sería prolijo referir cuántas novedades introdujo Macanaz con general desconsuelo, no sin risa de los hombres más serios. La Secretaría del Despacho Universal de Estado y Justicia se quitó al marqués de Mejorada, creándole consejero de Estado, y se dio a don Manuel Vadillo. Conservaba siempre la suya de Guerra e Indias el marqués de Grimaldo, hombre bien visto del Rey y de su mayor confianza, que también lograba con su buen modo el patrocinio de la princesa.

No acababa con el sitio de Barcelona el duque de Populi, por falta de gente y preparativos, ni quería agriar más los ánimos con nuevas contribuciones, por si podía reconocerse Barcelona, admitiendo el perdón que el Rey ofrecía; pero no atento a estas políticas Juan Orry, gravó cuanto le fue posible con nunca vistos impuestos el Principado, que todo estaba a la obediencia del Rey, menos Cardona. Heridos estaban de duras contribuciones los catalanes; vuelven a las armas, y, sublevada la provincia, no tenía el duque de Populi gente para el sitio, habiendo de destacar tantos partidos; porque en defensa de sus bienes, nunca con mayor fuerza se confirmó en la rebelión Cataluña, aunque caían sobre los míseros sublevados la llama, el cuchillo y el suplicio.

Esta nueva e inútil guerra embarazó mucho y costó no poca sangre; con esto tomaba tiempo Barcelona, previniéndose mejor a la defensa. Hizo nueva confederación con despacho del Emperador el marqués de Rubí, con clara infracción del tratado de Utrech. Se enviaron a Nápoles nuevas levas, y cada día se endurecían más aquellos ánimos, no faltando los continuos socorros de los reinos que en Italia poseía el César.

El rey Felipe, para quitarles esta esperanza, mandó pasar ocho naves de la flota de Indias; a éstas se añadieron tres naves que mandaba el marqués Esteban Mari, genovés. Otros doce navíos de menor porte, con las galeras del cargo de don José de los Ríos, no podían siempre estar a vista de Barcelona, por lo inquieto de aquella playa, y se abrigaban del seno de Tarragona.

También tenía Barcelona sus chicos navíos, y tres de guerra para convoyar los víveres que suministraba Italia, principalmente Génova, que se había hecho el refugio de los rebeldes; y así en alguna noche oscura no dejaban de entrar falucas y barcos chatos, que llaman laudes, cargados de comestibles. También recibía los suyos el ejército del Rey por mar, porque tenían los sublevados ocupados los pasos y vivían del latrocinio, sin perdonar a pasajeros algunos, hechos públicos salteadores de caminos. Quisieron ocupar a Manresa, pero la defendió el conde de Montemar; el marqués de Toy, a Solsona y Berga, porque lo intentaban los rebeldes; y aunque tuvieron alguna derrota en San Esteban, renacían de esta hidra cada día nuevas cabezas. Juntóse mayor número de ellos bajo la mano del señor de Poal de género que estaba tan ocupada la infantería del Rey, que era imposible adelantar el sitio.

Por eso acudió el Rey a su abuelo pidiéndole tropas y aun naves. Esto último no pudo ser en la cantidad que el Rey lo quería, y sólo vino el señor de Ducás, con el título de almirante del mar de España, y trajo tres naves de guerra al sueldo del Rey. Esto sintieron mucho los españoles, porque mandaba con esto a todos los jefes de Marina.

Determinó el Cristianísimo enviar quince mil hombres con el marqués de Berwick. El Rey agradeció el socorro, pero como estaba mal con él la princesa Ursini, pidió se le enviase al mariscal de Tessé, en lo que no quiso venir a bien el rey de Francia. Viendo la princesa podía venir Berwick a la corte, como sabía era su grande amigo don Francisco Ronquillo, le desterró de ella con decreto del Rey. Diose por pretexto que hablaba con insolencia del Gobierno, y que se había unido con el marqués de Brancas, entonces enviado de la Francia en España, el cual llevaba muy mal el método de aquel Gobierno y que por negligencias de él o poca armonía se metía en nuevos gastos y empeños la Francia, y aún estaba a pique de concluirse la paz de Utrech entre los holandeses y la España, porque como aquéllos no querían ser garantes del Estado que en Flandes había dado el rey Felipe en soberanía a la princesa Ursini, ésta mantenía el ánimo del Rey a no hacer la paz hasta que viniese a esta condición.

Sentía mucho estas dilaciones el Cristianísimo, porque la tenía ajustada y le embarazaba sus ideas y poder aplicarse todo a hacer buena paz con el Emperador, y quiso saber con fundamento de qué dependía la resistencia del Rey su nieto, y si era propio movimiento o influjo de la ambición de la princesa. Con esta ocasión soltó la pluma Brancas y dijo a su amo cuanto en el Gobierno de España pasaba, con tan negra tinta, que aseguró destruían el reino la princesa y Juan Orry, cada uno por su camino. Que aquélla se había apoderado de la voluntad del Rey. Que era árbitra del Gobierno, con máximas tan perjudiciales a la Francia como siempre, y aun perniciosas a los intereses de España, la cual sacrificaba por no perder en el Luxemburgués este Estado que le había concedido el Rey. Que ya prevenía tropiezos el acierto del duque de Berwick, que, como bajaba contra su voluntad, perdería sin duda en el sitio de Barcelona la gente y la honra de las armas de Francia, porque no hallaría los preparativos necesarios, ni Orry los suministraría sin la voluntad de la princesa, tirana de la España y perjudicial a la Francia; que ambos eran vasallos de Su Majestad Cristianísima, que la podía remediar con una orden de que se restituyesen a Francia, pues de otra manera no se haría la paz con los holandeses, ni se tomaría a Barcelona. Resumen de esta carta del marqués de Brancas hemos tenido en nuestras manos que no se desdeñó de mostrarla a algún confidente suyo en la corte, enemigo de la princesa, que no los tenía muchos.

Con estas noticias, Luis XIV insinuó a su nieto no quería enviar más tropas, y mandó contramarchar las ya destinadas al mando del duque de Berwick contra Barcelona, añadiendo que haría su paz con los holandeses y el Emperador, y dejaría a España en guerra con estos dos enemigos, volviéndole del todo las espaldas, porque no quería, por un particular interés de la princesa, dilatar la quietud de sus reinos y empeñarlos en nuevos gastos. Esta carta no la hemos visto, pero la refería Brancas en Madrid como comunicada del Rey su amo. El rey Felipe escribió a su abuelo desengañándole de tan siniestras impresiones, y explicó ser sólo autor de la resistencia de la paz de los holandeses por su propio decoro y ver que no tenía efecto la merced hecha a la princesa, de la cual se confesaba bien servido, y que contra su voluntad la había tenido en España después de la muerte de la Reina; también la princesa, por medio de la señora de Maitenon, se procuró sincerar con el rey de Francia, pero nada bastó, porque las tropas no se enviaban y cobraba fuerza la rebelión de Barcelona, cada día más prevenida a una vigorosa defensa.

El Rey, sabiendo era el marqués de Brancas quien fomentaba la discordia, pidió le sacasen de España, y éste añadía materiales a la ira del Cristianísimo, diciendo que la princesa interceptaba sus cartas y abría los despachos de la corte de Versalles. Esta mala inteligencia tomaba cuerpo, y así, para apagar tan perniciosa centella, envió el Rey por la posta a París al cardenal Judice, instruido de razones que pudieran convencer el ánimo del Cristianísimo, sumamente indulgente su nieto.

Los que todo lo aplicaban a lo malo, dijeron haberse la princesa valido del cardenal para sacarle de Madrid por celos de su autoridad, viendo que eran aceptos al Rey sus dictámenes Había la princesa ensangrentado la pluma contra Brancas, y viendo éste que podía el cardenal hacer alguna impresión en el rey de Francia, pidió licencia para ir a París, y la consiguió. Se dio tanta prisa en el viaje, que llegó antes que el cardenal, el cual llevó consigo a su sobrino, el príncipe de Chelamar, hombre maduro y prudente, capaz del más arduo negocio. En Madrid se ignoraba la incumbencia del cardenal, que salió con tanta prisa, aún el día de Viernes Santo, en que los catalanes están aplicados en rememorar solemnemente la Pasión de Cristo, y así sospechaban fuese de suma importancia; pero Brancas, de París escribió a sus amigos había ido el cardenal para componer en la corte de París a la princesa, lo cual era injurioso e indecente a la púrpura. Pero verdaderamente fue a quitar al Cristianísimo algunas siniestras impresiones, y que volviese a mandar bajas en las tropas contra Barcelona, porque ya en la contramarcha habían pasado los Pirineos, y esto dio grandes alientos a la rebelión, y el haber divulgado los holandeses que si no hacía el Rey la paz con ellos socorrerían a los sublevados y que lo propio haría el rey de Portugal, picado de saber que el Católico había dado orden a sus plenipotenciarios en Utrech no aceptasen la paz con los portugueses, con quienes estimaba mejor estar en guerra. Esto puso en cuidado al rey don Juan, creyendo que la España, desocupada, convertiría las armas contra sus dominios, y así recurrió a sus aliados, que le ofrecieron no le dejarían en guerra.

Aunque el marqués de Brancas llenó los oídos de su Soberano de grandes incentivos a la ira y dio noticia que para templarle venía armado de sofísticas justificaciones el cardenal Judice, fue éste recibido del Cristianísimo, con las mayores demostraciones de honra y aprecio cual ningún otro ministro extranjero jamás había conseguido, y fue tan feliz en su cargo, no desdeñando el patrocinio de la señora de Maitenon, que el Cristianísimo volvió a enviar con el duque de Berwick las tropas a Cataluña. Para sincerar a la princesa Ursini, era el mayor atolladero el dilatar la paz con los holandeses, porque esto se creía efecto de su ambicioso influjo; pero la ofreció el cardenal, que también quiso justificar a Juan Orry para que fuese en general aprobada la conducta del Rey.

Esto el Cristianísimo lo miraba como cosa de poca entidad, porque Orry era enteramente subordinado y dependiente de los ministros de España. Brancas no volvió a España, porque se había puesto en desgracia del rey Felipe y no era a propósito para este ministerio. Los políticos creyeron hubiera hecho el cardenal mejor su negocio si hubiese echado a la princesa de España, que con la mano del Cristianísimo estaba en la suya; pero quiso usar de la mayor lealtad, aunque no le fue muy agradecida la princesa, porque temió que, elevado el cardenal al favor del rey de Francia, no se alzase con el del rey Felipe, a quien había escrito su abuelo grandes encomios del cardenal, y que sería acertado en todo valerse de su consejo.

Esto tenía en sobresalto a la princesa, y le entretenía en París. Se confirmaba más en su absoluto poder cada día, y no pudiéndose subordinar a él el conde Bergueick, pidió licencia para volverse a Flandes y explicó con gran libertad la causa. Estaba el Rey tan acostumbrado a oír quejas contra la princesa, que ya no le hacían mella; creíalo todo impostura y efecto de rabiosa envidia y ambición.

En virtud del tratado de la cesión de Sicilia, firmado en Utrech, mandó el rey Felipe al marqués de los Balbases, que la gobernaba, evacuar aquel reino. Las condiciones fueron reservarse el Rey los bienes confiscados, con tribunal independiente en Palermo; que gozarían de sus antiguos privilegios los sicilianos; se mantendrían en sus empleos los provistos por el Rey; que tendría perpetua alianza con la España el que lo fuese de la Sicilia; que volvería ésta a los Reyes Católicos, extinta la línea varonil de la Casa de Saboya. Y se añadió la condición, que no cumplidas todas las que se habían impuesto, fuese la cesión de ningún valor, y devoluto el reino a la España.

El nuevo rey Víctor Amadeo, pasó con su mujer y el segundo hijo a Sicilia, con tres naves inglesas; no le reconocía Rey, ni el César ni los príncipes y repúblicas de Italia; antes unos y otros veían con disgusto crecer el poder del duque de Saboya, príncipe de altas ideas y mal contenido en los límites que prescribió la fortuna a su dominio. Los sicilianos, aunque tratados con humanidad y agrado, llevaban mal el nuevo amo, que para empeñar la nobleza en su obsequio y obediencia, formó para su guarda una compañía de nobles sicilianos, de la cual hizo capitán al marqués de Villafranca. Se informó por menor de las cosas principales del reino y de sus rentas, y dejando por virrey al conde Mafei y bien presidiadas las plazas, volvió al Piamonte.

También se entregaron las galeras del reino, de que era general el príncipe de Campo Florido, siciliano, que no queriendo dejar el servicio de España, se pasó a ella con toda su familia, no queriendo como algún otro hacer a dos palos.

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En este año murió en París Carlos de Borbón, duque de Berry, y en Londres la reina Ana, a quien sucedió Jorge, duque de Hannover, consintiéndolo ambos partidos, aunque los que adherían secretamente al rey Jacobo, que estaba retirado en Lorena, divulgaban era la intención de la Reina dejarle heredero, pero que obruida de una grave apoplejía no había podido articular acento alguno. Esto desengañó al infeliz Rey, frustrándosele las esperanzas que tenía en el rey de Francia, porque no le pareció a éste entrar en nuevos empeños, habiéndose todos convenido a la exaltación del rey Jorge y queriendo gozasen los pueblos de la Francia de la quietud que les prometía la paz ya establecida en Rastad con el Emperador, en la cual fue reconocido Rey Católico; porque aunque no tenía los reinos, se contentaba el César con la vanidad del título, que no le pareció al Cristianísimo escasearle, siendo insustancial, ya que poseía los reinos de España su nieto, y ofreció no darle ayuda contra el César para que no hiciese éste la guerra sin aliados. Ni aquélla podía ser más que idea respecto a los alemanes, porque la distancia embarazaba las armas.

Con la elevación al trono del rey Jorge, renacía el poder de los wigs, que habían sido adversos a la paz, y recelando que la turbasen mandó el Rey Católico a su plenipotenciario el duque de Osuna que reconociese en su nombre al rey Jorge cuando pasase por los estados de Holanda a embarcarse, y envió a Londres al marqués de Monteleón con la paz establecida entre la Francia y el César; tomó éste enteramente posesión de la Flandes, porque habían sido reintegrados en sus Estados y dignidades Maximiliano Manuel, duque de Baviera, y José Clemente, elector de Colonia.

El César no quiso reservar el Estado señalado a la princesa Ursini, ni había cómo obligarle a esto; y así, los holandeses no podían ofrecerse garantes sobre lo que no subsistía. Quitado este embarazo, se firmó entre el Rey Católico y los Estados Generales de los Países Bajos la paz en 26 de junio. Poco se añadió a las antiguas convenciones, más que el capítulo 31, en que ofrecía el rey Felipe que ninguna nación comerciaría en las Indias, excepto la española, sin perjuicio a los que tenían el asiento de negros. En el capítulo 37 se dejó asentado no se unirían en unas mismas sienes la corona de España y Francia. Hubo un artículo separado en que se dejaba entera la acción a los herederos del príncipe de Orange, que había sido rey de Inglaterra, para pedir al Rey Católico lo devengado de las rentas anuales ofrecidas por el rey Carlos II al príncipe de Orange en el año de 1687.

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El nuevo dominio de Inglaterra, que daba al Rey no pocos recelos, aunque el rey Jorge había significado mantendría religiosamente la paz, y el estar desembarazado de la guerra, hizo se aplicase con el mayor vigor el sitio de Barcelona a la cual bombeaba incesantemente el duque de Populi; los rebeldes de la provincia corrían la campaña, más los nuestros contra ellos. Habían salido en varios destacamentos el conde de Fienes, don Feliciano Bracamonte, el marqués de Caylus, don Diego González y don Jerónimo de Solís y Gante; éste los había derrotado en Alcober, Bracamonte en la plana de Vich, don José Vallejo en la Conca, hecho prisionero un cabo de ellos, llamado Marogas.

A 15 de mayo se levantó trinchera contra la ciudad; batía la artillería al convento de los capuchinos, bien fortificado, y hacía no poco fuego el baluarte de San Pedro; tomóse el convento, y en él cuatrocientos catalanes. Con esto se adelantó la trinchera a la muralla; parte del pueblo se salió a la orilla del mar, y se puso entre la ciudad y Monjuí para salvarse de las bombas. Las naves del Rey, que corrían a la ribera, los obligaron con la artillería a retirarse dentro de los muros. A treinta de mayo se puso una batería contra el convento de Jesús, que también estaba fortificado, y contra el bastión de la puerta que llaman del Ángel. En este estado llegó el duque de Berwick con veinte mil franceses. Retiróse a la corte el duque de Populi, bien recibido del Rey, que le honró con el Toisón de Oro. Las cosas estaban en estado que no pudo el duque de Berwick adelantar mucho, y a 13 de julio hicieron los sitiados una salida por dos partes; los de la puerta del Mar asaltaron las trincheras por un lado; los otros por la frente.

Todos eran cuatro mil infantes y trescientos caballos. Querían destruir una nueva paralela que se había levantado, y se trabó sangriento combate. Empezaba ya a romper la línea, pero acudió el mismo Berwick con más gente, y fueron rechazados con igual pérdida de una y otra parte. Sesenta piezas batían el baluarte que mira al Oriente, que tenía ya la brecha abierta. Con la azada se adelantó el foso de la última paralela, para que abrazase aquellos ángulos de los baluartes de Santa Clara y Puerta Nueva, y se puso otra batería contra el mismo camino encubierto. A 30 de agosto se dio el asalto; tan vigorosamente se defendían los sitiados sobre ésta, que era la piedra fundamental de su seguridad, que fue una de las acciones más vivas que hubo en esta guerra. Al fin le ocuparon los españoles y franceses.

Aquí demostró no vulgar esfuerzo don José Delitala, sardo, teniente de granaderos, que acometiendo el primero con los suyos adelantó mucho el asalto, y muriendo en él su capitán, sostuvo el lugar toda la noche, ceñido de peligros. En premio de su valor se le dio luego aquella compaña. Por donde amenazaba el asalto, minaron el terreno los sitiados; dio esta noticia un desertor, y le contraminaron los españoles. Acometieron al baluarte de Santa Clara, donde fue bien dura la disputa; alojáronse los franceses no muy bien, porque fueron rechazados con pérdida de mil hombres. El duque de Berwick mandó minar este baluarte; aplicóse fuego a la mina; volaron lo de él y la puerta Nueva.

Dispusiéronse tres asaltos; antes avisó a la ciudad el duque de Berwick, compadecido de la ruina que les amenazaba. Estaban endurecidos los ánimos, y lo avigoraban con sus persuasiones los eclesiásticos y frailes. Los cabos de rebeldes, Dalmao y Villarroel, determinaron morir por la libertad de la patria; decían, aunque tenían tantos brechas abiertas, que era inevitable su desgracia, sitiados por mar y por tierra. Hasta las mujeres tomaron las armas para defender sus propias casas; aún después de una respuesta insolente, no precipitosa, sino lenta, la ira del duque de Berwick difería el asalto por compasión aun de los suyos, porque había de costar gran sangre.

Al fin, al amanecer del día 11 de septiembre se dio general. Cincuenta compañías de granaderos empezaron la tremenda obra; por tres partes seguían cuarenta batallones y seiscientos dragones desmontados; los franceses asaltaron al bastión de Levante, que estaba enfrente; los españoles, por los lados de Santa Clara y Puerta Nueva. La defensa fue más obstinada y feroz. Tenían armadas las brechas de artillería, cargadas de bala menuda, que hizo gran estrago. No fueron rechazados los que asaltaron, pero morían en el fatal lindar, sin vencer, hasta que, entrando siempre gente fresca, aflojó precisamente la fuerza de los sitiados, menores en número. Todos a un tiempo montaron la brecha, españoles y franceses; el valor con que lo ejecutaron no cabe en la ponderación. Más padecieron los franceses, porque atacaron lo más difícil; plantaron el estandarte del rey Felipe sus tropas en el baluarte de Santa Clara y Puerta Nueva; ya estaban los franceses dentro de la ciudad, pero entonces empezaba la guerra, porque habían hecho tantas retiradas los sitiados, que cada palmo de tierra costaba muchas vidas.

La mayor dificultad era desencadenar las vigas y llenar los fosos, porque no tenían prontos los materiales, y de las tropas de las casas se impedía el trabajo. Todo se vencía a fuerza de sacrificada gente, que con el ardor de la pelea ya no daba cuartel, ni le pedían los catalanes, sufriendo intrépidamente la muerte.

Fueron éstos rechazados hasta la plaza Mayor; creían los sitiadores haber vencido, y empezaron a saquear desordenados. Aprovecháronse de esta ocasión los rebeldes, y los acometieron con tal fuerza, que los hicieron retirar hasta la brecha. Los hubieran echado de ella si los oficiales no hubieran resistido. Empezóse otra vez el combate, más sangriento, porque estaban unos y otros rabiosos. Los españoles, que por los lados poseían gran parte de la ciudad, viendo, habían retrocedido los franceses, también ellos se retiraron a la brecha; todos empezaban nueva acción.

Cargados los catalanes de esforzada muchedumbre de tropas, iban perdiendo terreno. Los españoles cogieron la artillería que tenían plantada en ha esquinas de las calles, y la dirigieron contra ellos. Esto los desalentó mucho, y ver que el duque de Berwick, que a todo estaba presente, mandó poner en la gran brecha artillería. Desordenáronse los defensores, pero mantenían la guerra; parecióles a los españoles que la acabarían felizmente, tomando el baluarte de San Pedro, que incesantemente disparaba, y a pecho descubierto le acometieron. Ninguno de los jefes dio esta orden, pero ya empeñados y encendidos, con la gran cantidad de gente que perdían, determinaron perficionar la obra a espada en mano; al fin, a costa de mucha sangre vencieron. Ocupado el baluarte, convirtieron las piezas contra los rebeldes; otros los acababan, divididos en partidas.

Villarroel y el cabo de los Conselleres de la ciudad juntaron los suyos y acometieron a los franceses, que se iban adelantando ordenados; ambos quedaron gravemente heridos. Entonces desmayaron los defensores, pero en todas las partes de la ciudad se mantuvo la guerra por doce continuas horas, porque todo el pueblo peleaba.

No se ha visto en este siglo semejante sitio, más obstinado y cruel. Las mujeres se retiraron a los conventos. Vencida la plebe, la tenían los vencedores arrinconada; no se defendían ya ni pedían cuartel: morían a manos del furor de los franceses. Prohibió este rigor Berwick, porque algunos hombres principales, que se habían retirado a la casa del magistrado de la ciudad, pusieron bandera blanca. El duque mandó suspender las armas manteniendo en el lugar las tropas, y admitió el coloquio.

En este tiempo salió una voz (se ignora de quién) que decía en tono imperioso: Mata y quema. Soltó el ímpetu de su ira el ejército, y manaron las calles sangre, hasta que con indignación lo atajó el duque. Anocheció en esto, y cubrió la ciudad de mayor horror; porque, aun durando la pequeña tregua, de las troneras de las casas disparaban sin ser vistos los catalanes. Los que fueron a hablar a Berwick, sobre la misma brecha, mostraron la insolencia mayor, porque pidieron perdón general y restitución de privilegios. El duque moderó con una falsa risa su ira, y dijo que si no se entregaban antes del amanecer los pasaría a todos a cuchillo. Esta respuesta inflamó los ánimos, y se volvió a la guerra, más perniciosa para los vencedores, porque de todas las casas llovían llamas, y había prohibido el duque aplicarlas a los edificios: en ellos se habían los rebeldes encerrado.

No parecía pueblo, pero todos disparaban, aunque con objeto incierto, no siempre en vano. La noche fue de las más horribles que se pueden ponderar, ni es fácil describir tan diferentes modos con que se ejercitaba el furor y la rabia. Mandó el duque sacar de la ciudad los muertos y retirar los heridos; y a las tropas, que estuviesen en orden hasta la aurora y que se previniesen los incendiarios. Amaneció, y aunque la perfidia de los rebeldes irritaba la compasión, nunca la tuvo mayor hombre alguno, ni más paciencia que Berwick. Dio seis horas más de tiempo; fenecidas, mandó quemar, prohibiendo el saqueo; la llama avisó de su último peligro a los rebeldes. Pusieron otra vez bandera blanca; mandóse suspender el incendio; vinieron los diputados de la ciudad a entregarla al Rey, sin pacto alguno. El duque ofreció sólo las vidas si le entregaban a Monjuí y a Cardona; ejecutóse luego.

Dio orden el magistrado a los dos gobernadores de rendir las dos fortalezas; a ocupar la de Cardona fue el conde de Montemar, y así, en una misma hora, se rindieron Barcelona, Cardona y Monjuí. Hasta aquí no había ofrecido más que las vidas Berwick; ahora ofreció las haciendas si luego disponían se entregase Mallorca. Esto no estaba en las manos de los de Barcelona, a la cual se la quitaron sus privilegios y se la pusieron regidores, como en Castilla, arreglando a estas leyes todo el gobierno.

En esto paró la soberbia pertinaz de los catalanes, su infidelidad y traición. El Rey mandó quemar sus estandartes, envió veinte de los principales cabos a varias prisiones de España; entre ellos Villarroel, el general Armengol, el marqués del Peral y el hermano del coronel Nabot, porque no había capitulado el duque de Berwick la libertad, sino la vida.

Cuatro mil hombres costó este asalto, con dos mil heridos; tantos murieron de los rebeldes. No faltó quien aconsejase al Rey asolar la ciudad y plantar en medio una columna. No había rigor que no mereciese ciudad que había sido el origen de tantos males y que había quitado a la Monarquía tantos reinos. El Rey se excedió en clemencia, y la conservó, pero abatida. El gobierno de Barcelona se dio al marqués de Lede, y capitán general del principado se quedó el príncipe de Sterclaes. Berwick pasó a la corte, y fue recibido con el mayor aplauso y estimación del Rey. Diose el Toisón de Oro a su hijo primogénito, conde de Timout. Así descansó por breve tiempo la España.

* * *

La robusta salud del Rey y la pureza de su conciencia le precisaban a nuevas bodas. Participó esta resolución a su abuelo el Cristianísimo, enviando a París al príncipe de Chalay a este efecto; se discurrió a proponer al Rey, para que eligiese, a la infanta doña Francisca, hermana del rey don Juan de Portugal; a una de las hijas del duque de Baviera; a la princesa Isabel Farnesio, hija del duque Odoardo (ya difunto); o, si quisiera una de la sangre real de Francia, se le propuso la hija del príncipe de Condé. El Rey se inclinó a la parmesana, a lo que cooperó mucho la princesa Ursini, contra las instancias del conde Albert, enviado a este tiempo del duque de Baviera en Madrid, que proponía grandes ventajas al Rey de casarse con la hija de su Soberano.

A este tiempo hacía en aquella corte los negocios del duque de Parma el abad Julio Alberoni, de quien hemos dado alguna noticia; éste, después de la muerte del duque de Vandoma, que le había sacado sobre el arzobispado de Valencia una pensión de 4.000 ducados, se retiró a Madrid a ser huésped del marqués de Casali, enviado que fue de Parma, a tiempo que éste estaba para salir de la corte; que habiéndolo ejecutado, dejó a cargo de Alberoni los negocios de su amo. El duque Francisco Farnés tenía entonces poco a que atender, porque en Italia casi se habían concluido las dependencias de la corte, y con la de Parma no se tenían intereses, hasta que se ofreció la ocasión de haber de elegir el Rey esposa.

Alberoni, cuya fortuna no había sido igual en el Palacio, no estaba a este tiempo mal con la princesa, y tuvo oportunidad de exponer las utilidades que hallaba el Rey en este casamiento, porque no teniendo hijos su tío, era heredera del Estado de Parma y Plasencia, y tenía los derechos inmediatos a la Toscana, que aunque estaba el príncipe Antonio Farnés, hermano del Duque, no se había querido aún en edad tan adelantada casar, y engordaba, con disposiciones de no poder tener sucesión; que era éste el único medio de volver a poner el pie en Italia el Rey Católico, y que al fin no había otra princesa heredera en Europa digna del tálamo del Rey.

No desagradaban a la princesa Ursini estas razones; la que más la hacía fuerza era creer que mantendría con esta nueva reina la misma autoridad, no sólo publicándose autora del hecho, mas aún porque sacando una princesa del modestísimo retiro de las cortes de Italia, le pareció fácil de acomodarla a la seria gravedad de la etiqueta española; con esto la tendría retirada, y siendo su camarera mayor, a quien toca instruirla, creyó adquiriría el mismo dominio en su voluntad. La viveza de las francesas no la pareció a propósito para ser sujetada, y con la portuguesa temió que la vecindad del país trajese a la corte favores de la reina, que la embarazasen su autoridad. Sin descubrirse a Alberoni, ni hacerle participe de la resolución, adhirió a la Farnesia, y trajo su dictamen al Rey informando de las altas calidades de esta princesa, educada en un palacio ejemplar, serio y el más bien arreglado, y doctrinado de la duquesa Dorotea Sofía de Neoburg, princesa de sublimes virtudes, pía y religiosa.

También le hicieron fuerza al Rey los derechos al ducado de Parma y Toscana, porque en aquél no había más varón que el príncipe Antonio, que no gustaba de casarse, y el Gran duque no tenía más hijos que el príncipe don Juan Gastón, imposibilitado de tenerlos. Participó a su abuelo la elección, y le fue aprobada. Los castellanos hubieran querido fuese la infanta de Portugal, por lo bien que han probado en España las reinas portuguesas.

Diose al cardenal Aquaviva el encargo de tratar este matrimonio, que se concluyó el 16 de septiembre, y habiéndose enviado poderes del Rey al duque de Parma, se celebraron magníficamente en Parma las bodas, y se saludó reina de España la princesa Isabel. Mandóse prevenir la escuadra de galeras del duque de Tursis, y se enviaron navíos a cargo del jefe de escuadra don Andrés Pes. Se nombró mayordomo mayor de la Reina al marqués de Santa Cruz, y a su real familia se mandó fuese a encontrarla a Alicante. El duque de Medinaceli fue el nombrado para llevar la joya a la Reina.

Todo lo dispuso la princesa Ursini, que siempre recelándose de no perder un punto de su alta autoridad, se quiso congratular con la reina viuda María Ana de Neoburg, que estaba en Bayona, tía de la nueva Reina, y dispuso se le diese libertad para volver a España, lo que rehusó la reina María Ana por entonces, hasta componer (como dijo) muchas cosas que debían preceder. Estudiando en su seguridad la princesa Ursini, procuró apartar de París al cardenal Judice, porque como éste se había introducido demasiado con el Rey Cristianísimo, temió por allá su caída, y propuso al Rey razones que le obligaron a mandarle volver a la corte; pero se atravesaron accidentes tales, que esto no pudo ser tan presto, con no poco perjuicio de la princesa.

Algunos meses antes, don Melchor Macanaz, fiscal de Castilla, presentó al Consejo Real una súplica contra la inmunidad eclesiástica, expresando sus abusos, y cuánto se había en el Derecho Canónico adelantado. Concibió este papel Macanaz en términos temerarios, poco ajustados a la doctrina de los Santos Padres, a la inmunidad de la Iglesia, y que sonaban a herejía. Había bebido esta doctrina de algunos autores franceses y quería introducir en España el método de la iglesia galicana y una directa inobediencia al Concilio Tridentino; no porque dejaban de ser justas algunas cosas que pedía, pero el modo era irreverente a la Iglesia, y no con palabras dignas de un ministro católico. En muchas cosas tenía la súplica exceso, y todo respiraba adversión a la Santa Iglesia.

Este papel esparcido, hizo dudar a muchos en la religión de Macanaz. Los más serios juzgaron que era un católico lisonjero y ambicioso, y que protegido de Juan Orry y del padre Robinet, creyó por allí hacer su fortuna. Orry no entendió lo que aprobaba, pero nunca hemos creído -aunque Macanaz lo dijese- que lo aprobase el padre Robinet, confesor del Rey, porque repugnaría a su estado religioso, y los jesuitas comúnmente son hombres sabios, defensores de la Iglesia y acérrimos antagonistas de la herejía.

Al Consejo Real le causó horror este papel. Muchos disimularon de miedo; otros, con más modestia, según el genio, dijeron que la materia era grave y que se pasase el papel al Rey, que le dio a examinar al padre Robinet con las propuestas más expresivas; que nada quería quitarle a la Iglesia de la inmunidad que le daban los sagrados cánones, y que se descargaba de este negocio sobre el cual no quería más que lo justo.

Macanaz, en una audiencia secreta, quiso quitarle al Rey el temor. Dijo había declinado la autoridad real con el abuso de los eclesiásticos, cuya inmunidad les daba ocasión al delito, al robo y al escándalo, porque estaba extendida más de lo justo. Que se habían hecho los templos refugio de facinerosos, y adelantado el asilo aún fuera de los sagrados a las casas contiguas, a las bodegas y plazas. Que usurpaban las rentas reales los monasterios, los frailes y clérigos con la superflua adquisición de bienes de los seglares, eximiéndolos de tributos. Que tenía la Iglesia más súbditos en los reinos que el Rey, y los que añadía innumerables la nunciatura, cuyo tribunal había extendido su autoridad a intolerable despotismo. Que la ambición de muchos ministros de acomodar sus parientes con beneficios eclesiásticos, había tolerado estos abusos, y que la mayor causa de ellos había sido el pasado fiscal, don Luis Curiel, cuya negligencia era falta de celo y amor al Rey, o una adhesión inconsiderable a lo eclesiástico: había dejado fundar una posesión injusta, sin noticia ni consentimiento del Rey. Que mayores cosas habían pedido y presentado los antiguos ministros, doctos y celantes. Que no había en aquel papel cláusula alguna que no estuviese apoyada de los canonistas más clásicos y tenidos en el mundo por sabios. Que él daría la vida por la fe católica, pero que esto no embarazaba su oficio, que era ser procurador del Rey, y de cuanto le pertenecía, que tocaba juzgarlo al Consejo.

Al Rey no le hizo fuerza Macanaz, pero sí muchos ejemplares que para moderar los abusos le había éste representado. Verdaderamente los había, y quería el Rey remediarlos con inocencia y pureza de ánimo. El padre Robinet no aprobó muchas proposiciones, y de las demás dijo que, puestas en otra forma, no serían tan escandalosas. Mandó el Rey que sobre ello diese cada uno de los consejeros de Castilla su voto por escrito; con esto fue preciso darles copia del papel, que llegó a manos del inquisidor general, cardenal Judice, antes que éste fuese a París. Entregósele uno de los mismos consejeros, o por amistad o por escrúpulo; el cardenal le dio al Tribunal de la Suprema; éste a los calificadores, como es estilo; pasaron algunos meses -porque la Santa Inquisición obra con esta madurez-, y después de bien ventilado el negocio, estando el cardenal en París, le envió el Tribunal a firmar un edicto que era contra el dicho papel, sin expresar autor. Mandóle fijar en todos los lugares públicos y puertas de las parroquias; condenábase el escrito como temerario, escandaloso, turbador de la potestad pontificia, no conforme a la verdadera doctrina de la Iglesia, erróneo y herético.

En este mismo papelón se condenaron los autores legales franceses Barclayo y Talon; éste vivía, y era uno de los ministros del Parlamento de Francia. No se nombraba a Macanaz por respetos al Rey, pero era infalible que si el Rey no le impedía con la plenitud de su potestad, o reservaba, la Inquisición pasaría a prenderle.

De esto tuvo un justo temor y dio grandes quejas al Rey, que alentadas de Juan Orry y la princesa, le hicieron indignar contra los inquisidores, creyendo poco respetoso a la Majestad un edicto contra su ministro, sin que se le hubiese prevenido. El objeto más principal de la ira era el cardenal Judice, porque le había firmado en París, donde no podía tener, ausente, jurisdicción para un acto del tribunal del Santo Oficio de España, el cual mandó el Rey que no procediese adelante en esta materia, no esparciese por los reinos el edicto, y que le revocase. Esto último dijeron que no podían ejecutar, y que sobre lo demás se debía intimar esta orden al Inquisidor general. Inspiraban en el Rey muchos, de no muy sana doctrina, que suspendiese la Inquisición; que habían sido nulos todos aquellos actos precipitados o irreverentes; porque mandó hacer una junta de los teólogos más sabios y ejemplares para que, vistos todos los autos, dijesen al Rey cuanto era la potestad regia en este caso, la del Tribunal y la del Inquisidor general.

Mientras esto se discurría, votaron los consejeros de Castilla en la materia; los más decían una misma cosa, y que el papel de Macanaz necesitaba de gran corrección por la temeridad de sus proposiciones, contra el cual procedió justamente la Inquisición. El voto más libre, claro y sin contemplación fue el de don Luis Curiel; dijo mucho más que los otros contra el papel del fiscal; que aunque era verdad que había muchos abusos, debía suplicar al Papa los enmendase, pero que en la regia potestad no había jurisdicción para el remedio, si se había de estar a los cánones y el Concilio Tridentino.

Este voto le expresó con demasiada viveza don Luis, más quizá de lo que debía un ministro, encarado directamente contra Macanaz y tenido en el concepto del Rey por poco defensor de la jurisdicción real; por eso fue, por un decreto, privado de la toga y de los honores de ella, y desterrado a Segura de la Sierra. También fue desterrado de la corte un religioso dominico, porque era del mismo parecer de don Luis y le había dado a uno de los consejeros, preguntado.

Los pueblos de España, que son tan religiosos, profesan la mayor veneración a la Iglesia; creían que ésta se atropellaba, y hubo alguna interna inquietud, no sin fomento de los adversos al Rey, cuyo puro y sincero corazón podía ser engañado, pero no inducido a un evidente error contra los Sagrados Cánones, porque su primer cuidado era el acierto. Obraba según el voto de muchos que tenia por sabios, porque no faltaban ministros parciales de Macanaz y que contemplaban a Juan Orry. La junta de los teólogos desengañó al Rey de la impresión de muchas cosas, y principalmente que pudiese mandar arrancar los cedulones de las puertas de las iglesias; dijo que a esto no se extendía la potestad real, que la tenía el Tribunal de la Inquisición contra cualquier ministro en semejantes casos de fe y de la religión, porque nadie está exento.

Que se había obrado bien contra aquel papel lleno de mil errores y temerario. Que era válido el edicto, porque estaba firmado de Cuatro inquisidores de la Suprema, pero no por la firma del cardenal Judice, inquisidor general, que fuera de los reinos de España no tenía jurisdicción en ella, y que hubiera podido el cardenal, sin faltar al secreto, participárselo sólo al Rey, porque se trataba de causa contra un ministro, el cual tenía difícil remedio si no se retractaba ante el Tribunal de la Inquisición, borrando las proposiciones condenadas, porque de otra manera persistiría el reato contra él, y que si Su Majestad impedía el castigo faltaba a los cánones y a los fundamentales estatutos de la Inquisición aprobados por sus antecesores; que si no lo estorbaba, estaba el Tribunal precisado a obrar contra el que suponía reo.

El Rey se aquietó con esta consulta, ni mandó otra cosa a la Inquisición, ni dejó por entonces de proteger a Macanaz, y así convirtió toda su indignación contra el cardenal Judice, con aquel moderamen de ánimo que era preciso para escucharle. Había éste partido de París y se mandó al príncipe Pío le fuese a encontrar a Bayona a intimarle la orden de Rey que no entrase en los reinos de España y diese al Rey satisfacción con mandar quitar aquellos cedulones, por la desatención de haberlos firmado sin participárselo, de haber violado la jurisdicción de la España queriendo mandar en ella ausente; haber condenado un autor francés que estaba en actual ministerio del Rey Cristianísimo, que era lo propio que condenar la doctrina de que el Rey de Francia se servía, cometiendo el atentado de haber hecho esto en la propia casa real de Marly, sin noticia de ambos reyes, siendo contra ellos indirectamente, porque era contra sus ministros.

Diose esta comisión al príncipe Pío, porque era amigo del cardenal, y deseaba el Rey componerlo. La princesa Ursini, a quien la grande autoridad del cardenal daba celos, olvidada de lo que había hecho por ella en París, quería que se volviese a Roma sin entrar en España. Esto era lo que deseaban Orry y Macanaz, pero el Rey, naturalmente benigno, y que quería lo más justo, no quiso darle esta orden, sino buscar temperamento a lo arduo del negocio.

El cardenal se disculpaba era operación del Tribunal, que obraba según sus constituciones, inviolablemente observadas sin humanos respetos; que aquel dictamen había sido de los calificadores, después de ponderado el negocio con la mayor seriedad, y caminando en él con pies de plomo. Que de esto había resultado un decreto, el cual daba fuerza y autoridad el Tribunal, sin que se pudiese negar a firmarle el Inquisidor general, cuando era con plenos votos, sin faltar a su obligación, porque la potestad residía en el Tribunal según bulas pontificias, y que la firma del Inquisidor general era formalidad, que no es necesaria cuando no le hay, pero que habiéndole lo era, como cabeza de aquel Cuerpo; el cual juzgó conservaba la misma autoridad aún fuera de los reinos de España, porque ésta dependía de las bulas concedidas a las personas, y no revocadas éstas, la autoridad era indeleble. Que en ésta creyó hacer la lisonja y servicio a un Rey tan católico por hacerle entrar en el conocimiento de los errores que le influían muchos malos ministros; que no podía faltar a la veneración del Rey, al amor de su real persona y al mayor celo de sus intereses un individuo de una familia toda sacrificada a su servicio; que los autores franceses condenados en el mismo edicto, lo estaban también en Roma; que la pureza de la doctrina no se podía conservar atada a humanos intereses. Que los reyes no se valían de toda la de sus ministros, y que así no estaban aquéllos heridos en el respeto cuando era la temeridad y error de éstos reprobada por la Iglesia. Que no estaba en su mano quitar los cedulones, porque por sí solo no podía más que todo el Tribunal, el cual no se debía retractar de una cosa que con tanta madurez y lentitud había determinado. Que haría dejación de su empleo si el Rey gustaba, y que el nuevo Inquisidor general los quitase. Que era el mejor medio tildar sus proposiciones Macanaz, y dar representación más moderada y digna de un católico.

Esta fue la respuesta del cardenal, y lo mismo escribió al Rey con cartas entregadas a su sobrino el príncipe Chelamar, que, aunque recibido con benignidad, le pareció al Rey se saldría mejor del empeño haciendo que el cardenal dejase el empleo, el cual lo ejecutó luego; pero no admitió la dejación el Pontífice, porque habían llegado estas noticias y competencias de jurisdicción a la corte de Roma, y temió cobraría fuerza la representación de Macanaz si se daba al Tribunal de la Inquisición un jefe menos constante y se dejaba tomar pie a la potestad real contra el Santo Oficio, porque el Rey había nombrado, con consejo de muchos, dos inquisidores para el de la Suprema; uno, el padre Robinet; otro, un religioso dominico, hermano de Macanaz. Robinet no admitió el empleo; el otro no fue admitido del Tribunal, porque replicó éste que no tenía autoridad de nombrar inquisidores más que el Pontífice y el Inquisidor general, que esto fue lo acordado con Ferdinando el Católico; y así establecidas aquellas leyes, que se desharía luego el Tribunal si se violaban, y que el Rey lo podía extinguir, pero no alterar.

Con esto llegaron las cosas al más alto punto de confusión, porque el Pontífice no quería otro Inquisidor general, y el Rey había dado permiso al cardenal para hacer su defensa. Dios, cuya providencia es infinita, previno un insensible remedio con la venida de la nueva Reina. Había dispuesto el Rey que ésta pasase a Génova sin tocar los Estados que poseía el Emperador, y que embarcada en la escuadra de navíos que mandaba don Andrés de Pes, pasase a España. Para esto fue preciso que la Reina pasase por la áspera montaña de Cien Cruces, donde linda el Estado del duque de Parma con el de Génova.

El día 26 de septiembre llegó la Reina a Sestri, lugar de la ribera de Levante, en el Genovesado. El día 30 se embarcó en la galera capitana de la escuadra del duque de Tursis, servida también de la escuadra de galeras de la República, que llevaba los seis caballeros enviados para cumplimentarla. Venía con la Reina el cardenal Aquaviva y los marqueses de Scoti y Maldachini; la playa es abierta y desahogada, y como el día no era apacible y había mareta gruesa, molestó mucho a la Reina el mar, aún en la corta distancia de treinta millas que navegó hasta desembarcar en Génova.

En San Pedro de Arenas se la previno magnífico hospedaje a expensas públicas, en la casa de Carlos Lomelino; había el Rey mandado al marqués de los Balbases la fuese sirviendo de mayordomo mayor hasta España, y aunque la Reina ignoraba el gusto del Rey en que fuese por mar y habían venido dos expresos de Madrid al cardenal Aquaviva, para que se ejecutase así, era tanto lo que en él padecía, que se resolvió hacer el viaje por tierra; asistida de la Princesa de Pomblin como camarera mayor, y de la familia que trajo de Parma hasta la raya de España, y como no podía pasar en el Modenés sin tocar un poco por el Estado de Milán y llegar a Turín, hizo el viaje por las montañas del Genovesado en silla de manos, y partió de San Pedro de Arenas el día 10 de octubre.

El Rey Cristianísimo, en el tránsito de sus reinos, la mandó prestar los obsequios debidos a la Majestad, y para darle gracias envió la Reina a París a don Carlos Grillo, que la servía en el viaje, aunque había venido de España jefe de escuadra en la que mandaba don Andrés de Pes. También venía en ella otro jefe de escuadra, que era el marqués Esteban Mari, genovés. Estos grados creó nuevamente el Rey sin alterar la antigüedad del servicio.

Como ya la Reina venía por tierra, se mandó retroceder la real familia, que la esperaba en Alicante; el Rey salió hasta Guadalajara; la princesa Ursini se adelantó a encontrarla a Jadraque; más adelante pasó el abad Julio Alberoni, que ya había explicado el carácter de enviado de Parma desde que se ejecutó la boda, y había sido honrado de su Soberano con el título de conde.

La reina viuda María Ana pasó desde Bayona a San Juan de Pie de Puerto para ver a la reina Isabel, su sobrina. Dos días duró la conferencia; mucho influjo tenía en ella el cardenal Judice, aunque ausente, porque por no descubrirse autor de lo que tramaba, no quiso salir de Bayona, y porque ignoraba cómo sería recibido de la Reina estando en desgracia del Rey. Había tenido en Bayona oportunidad de frecuentes audiencias con la Reina viuda, a cuyo favor se introdujo fácilmente, porque eran ambos enemigos de la princesa Ursini; deseaban sacarla de España porque esperaban mejor fortuna en su ausencia. Armó de tan eficaces razones a la reina María Ana para que la inspirase a su sobrina, que tuvieron el éxito que deseaban, pues no sólo logró el poner a la reina Isabel mal con la princesa, pero poner en su gracia al cardenal.

Es muy oscuro lo que quedó acordado en San Juan de Pie de Puerto entre las dos Reinas; cierto es que la reinante salió instruida y noticiosa de la inmoderada autoridad de la princesa, de su ambición al mandar y del rígido sistema de apartar de los oídos de los Reyes cuantos no eran sus parciales y amigos. En Pamplona, donde la encontró Alberoni, acabó de confirmarse en el dictamen, que era ya insufrible en el Palacio la princesa, porque aquél, con la libertad de ministro de su tío, tuvo ocasión de dar a entender a la Reina sería la princesa su inquietud; con esto no descuidaba de sí mismo, porque le pareció que faltando aquélla tendría más entrada en el cuarto de la Reina y crecería su autoridad.

No dejó de favorecer Alberoni al cardenal Judice, de quien siempre había sido amigo, aunque después que le vio en desgracia del Rey hubo quien dijo que le volvió las espaldas para contemplar a la princesa. Estas son las continuas traiciones y laberinto de la corte, de donde desterrada la amistad y la gratitud, nadie estudia que para sí mismo, aun con ajeno perjuicio.

Preocupada de estas impresiones la Reina, llegó a Jadraque; encontró con la princesa, que después de las primeras palabras de obsequio la quiso advertir que llegaba tarde en noche tan fría, y que no estaba prendida a la moda. Escandalizada la Reina del modo o de la temprana licencia de advertir, mandó en voz airada al jefe de las guardias del Rey, que la servía, que se la apartasen de delante y que, puesta en un coche, la sacasen luego y condujesen fuera de los reinos de España, dándola el epíteto de loca. Valor hubo menester la princesa para resistir este golpe; más la Reina para mandarlo, sin haber visto aún la cara del Rey. Fue luego obedecida la orden sin dejar que amaneciese, y en la noche más fría de aquel año, cuyo invierno fue rigurosísimo, sacaron en su propio coche por caminos incómodos a la princesa, entrando en él el jefe de los soldados, para que saliese como prisionera la que había venido servida como camarera mayor y aya del príncipe y los infantes de España.

Ninguna acción en este siglo causó mayor admiración. Cómo esto lo llevase el Rey es oscuro; hay quien diga que estaba en ello de acuerdo; no conviene entraren esta cuestión, por no manosear mucho las sacras cortinas que ocultan a la Majestad; dejaremos misterioso este hecho, y en pie la duda si fue con noticia del Rey, y si la Reina traía hecha la ira y tomó el pretexto, o si fuese movida de las palabras de la princesa. No faltó quien asegurase había sido disposición del rey de Francia por influjos del cardenal Judice; otros, que no lo ignoraba el duque de Parma. Nuestro dictamen es que se formó el rayo en San Juan de Pie de Puerto.

La Reina avisó luego de este hecho al Rey; después envió al abad Alberoni, y prosiguió sus jornadas hasta Guadalajara, donde fue recibida de su esposo con las mayores demostraciones de fineza. Debió el Rey aprobar lo ejecutado, pues luego ordenó que prosiguiese la princesa hasta salir de España, y que se entregasen sus alhajas, papeles y lo que había dejado en Madrid, a su caballerizo.




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Año de 1715

La corte del Rey Católico estaba llena de júbilo con la entrada de la Reina, y más con la salida de la princesa Ursini, que puso a la Reina en el concepto mayor de los españoles, habiéndola visto ejecutar con tanto desembarazo aún en los preliminares del Trono una acción que tan difícil parecía.

La opinión que se tenía de la Reina correspondía a sus bellas calidades de viveza de espíritu, comprensión y genio político, y lo que es más, de una habilidad extraña para hacerse amar del Rey, que hacía por la nueva esposa extraordinarias finezas; por lo cual se adelantó más el creer que había consentido el Rey en sacar de sus reinos a la princesa.

Vino embajador de la Francia a Madrid el duque de Sant Agnan para cumplimentar al Rey de las nuevas bodas, y se quedó ministro extraordinario.

Como la Reina era extraña en la corte, y se había vuelto de la raya de España toda la familia que trajo de Italia (menos la princesa de Pomblin, que pocos meses después se volvió a Roma), comunicaba necesariamente más con el abad Alberoni, a quien la fortuna deparó la oportunidad de adelantarse al más superior grado que podía desear.

Fortificóse con la gracia de la Reina y se insinuó en la del Rey; suspiraba en aquélla dictámenes con que poder traer a sí la voluntad de su esposo, en lo cual no hubo descuido; acompañábale siempre en la caza, donde disparaba con acierto; no dejaba con esto de satisfacer su genio, y encontraba con el del Rey.

El más arduo negocio que estaba pendiente era el de la Inquisición; trabajaba mucho el príncipe de Chelamar con Alberoni para imponer al Rey por medio de la Reina en las razones del cardenal Judice, a quien ya había ofrecido la Reina su protección, recomendado en San Juan de Pie de Puerto por la Reina viuda, como dijimos. Faltábales a Juan Orry y a don Melchor Macanaz el grande apoyo de la princesa, que llenaba siempre los oídos del Rey de impresiones contrarias a los que la podían impedir su autoridad, y así, ausente ésta, quedó todo el campo para la Reina, y con los papeles que su ministro Chelamar por medio de Alberoni, compuestos por hombres muy sabios y virtuosos, hizo entrar al Rey en el conocimiento de que estaba engañado de la ambición de Macanaz y de la impetuosa ignorancia de Orry. Estos ya no tenían más familiar comunicación con el Rey, después que llegó la Reina, y así faltaba director para sostener el tomado empeño contra la Inquisición, por la cual se había declarado. El Pontífice no quería admitir la dejación del cardenal Judice.

Había Orry separado los negocios de la Secretaría del Despacho Universal, apartando cuanto era posible al marqués de Grimaldo del Rey, porque no le había dejado más que los negocios de Estado y Ministros Extranjeros; los de Indias y Marina dio a don Bernardo Tinagero; los de Guerra, a don Miguel Fernández Durán, y los de Justicia y Eclesiásticos tenía don Manuel Vadillo.

Habiendo decaído Orry de su autoridad, la habían perdido sus hechuras, y el marqués de Grimaldo, que nunca perdió la íntima gracia del Rey, le comunicaba ya más y se había introducido en la Reina, que le nombró su secretario; Grimaldo, cuyo genio dulce y apacible inclinaba a sosegar el ánimo del Rey y no embarazarle en inútiles empeños, influía en componer el de la Inquisición; inspiraba en el marqués estos dictámenes un hermano suyo, el abad don Francisco Grimaldo, muy amigo del príncipe Chelamar; concurría también a ellos Alberoni, para hacer a la Reina autora de una cosa muy grata a los españoles, y todo el precedente ruido le apagó el Rey con permitir volviese a la corte y a ejercer su empleo de Inquisidor general el cardenal Judice. Con esto desmayó el contrario partido.

Hizo el cardenal al Rey evidente cuánto estaba mal informado, y cuánto erróneo, temerario y escandaloso era el papel de Macanaz; descubrió que por adulación a la princesa le ocultaban la verdad cuantos la contemplaban, y que, como ésta quería mantener a Orry, muchos consejeros, poseídos del miedo, habían votado menos claro que don Luis Curiel, que era el fundamento de la conservación de la Monarquía y la religión católica, y que ésta la conservaba pura en España la nunca intermitente vigilancia del Tribunal y los inquisidores, no crueles ni rigurosos como los pintaban los franceses, sino los más justos y considerados, como era preciso que fuesen jueces que trataban materia tan grave y tan delicada. Que precedía mucho examen y voto de los calificadores más sabios para el mínimo decreto. Que no se habían de posponer todos al dictamen de Macanaz, hombre nuevo en los Tribunales, poco jurisperito, y envanecido del grado a que le había llevado la atropellada resolución de Orry; que los autores que citaba no hablaban en estos términos irreverentes y mal consonantes a la fe y a los dogmas, y que los autores franceses hablaban, fundados en los privilegios de la Iglesia galicana, sobre la inmunidad eclesiástica y potestad pontificia, porque no se había en Francia admitido el Concilio de Trento, del cual eran los Reyes Católicos protectores. Que el padre Robinet, viendo inclinado al Rey a Orry y Macanaz, no había querido exponerle la conducta arrojada de los dos, aunque la conocía. Que los abusos que habían introducido muchos eclesiásticos eran dignos de reparo, pero que se podían remediar de acuerdo con el Pontífice, sin sacar papelones heréticos presentados a un Rey que tiene por blasón el sublime título de Católico.

Estas razones convencieron el pío ánimo del rey Felipe, y en 10 de febrero hizo un decreto, el más demostrativo de la piedad de su ánimo, en el cual mandaba a todos los Tribunales representarle claramente los perjuicios que del pasado Gobierno había sufrido la religión y el Estado, porque pudo, mal informado, haber resuelto algo contrario al sistema que tenía hecho del bien de sus reinos y pureza de la religión.

Este decreto, en que parece se acusaba el Rey a sí mismo, fue mal visto de los que creen que es heroísmo la pertinacia; túvose por inmediato dictamen del cardenal Judice, y sus émulos se lo atribuían a arrogancia y blasonar del triunfo. Como quiera, él perfeccionó la obra, porque el Rey mandó a Juan Orry saliese de la España, dándole pocas horas de término para dejar la corte. Don Melchor Macanaz huyó a Francia y se retiró a Pau, ciudad capital del principado de Bearne; don Luis Curiel volvió a la corte, reintegrado a su plaza y honores; dióse al Consejo Real de Castilla el antiguo método de gobierno, quitando tanta superfluidad de presidentes. Lo propio se hizo con los demás Tribunales, y al fin mudaron todas las cosas de semblante y se introdujo en España una no esperada tranquilidad, que, aunque efímera, dejó respirar algún tiempo.

El padre Robinet, viendo tan mudado el teatro, siendo de genio entero y no acostumbrado a contemplar a otro que al Rey, le insinuó que el padre Guillelmo Daubanton sería más acepto a los españoles, como antes lo había sido, y pidió licencia para retirarse a Francia. Vino en uno y otro el Rey, y mandó luego venir de Roma para su confesor al padre Daubanton, sujeto de singulares prendas en el saber y en la amabilidad, aunque algunos del nuevo Ministerio no gustaron mucho de la elección por la grande autoridad que había tenido siempre su dictamen para con la Majestad, por haber sido su maestro y confesor desde niño.

Al cardenal Judice se le hizo ministro de Estado y de los Negocios Extranjeros; no era éste un ministerio absoluto, pero habían de tratar con él todos los ministros forasteros y tenía la incumbencia de representar sólo al Rey lo que en esta línea se ofrecía, después de oír al Consejo de Estado. A su sobrino, el príncipe de Chelamar, se nombró caballerizo mayor de la Reina; ésta fue hechura enteramente de Alberoni, que cada día se adelantaba más en el favor; y por que no se introdujese con la Reina algún hombre de elevado espíritu que entendiese mucho el laberinto de la corte, cooperó a que se le diese por confesor a don Domingo Guerra hombre retirado, nada ambicioso, y sacerdote muy ejemplar, aunque a todos pareció persona de muy moderadas prendas para tan alto empleo.

* * *

A 6 de febrero firmaron en Utrech la paz con la España y Portugal seis plenipotenciarios; por el rey Felipe, el duque de Osuna, y por el rey de Portugal, don Juan Gómez de Silva, conde de Trauca, y don Luis de Acuña. Los capítulos fueron veinticinco. En el sexto se dio al Rey Católico el territorio y colonia del Sacramento, situada sobre el borde septentrional del Río de la Plata; en el otro capítulo siguiente se reservó un año y medio para ofrecer a Portugal un equivalente por dicha colonia. Restituyeron los españoles a Noudar y la isla Verdejo, en América; los portugueses, a la Puebla y Alburquerque, en Extremadura.

Querían los mallorquines imitar en la pertinacia a Barcelona; no se pudo, inmediatamente a la rendición de ésta, atacar a la ciudad de Palma, capital de Mallorca, porque la escuadra de navíos del rey Felipe había pasado, como dijimos, a Génova a conducir la Reina. Con esto tuvo tiempo el marqués de Rubí, virrey de aquel reino, de llamar algunas tropas al sueldo de la ciudad y abastecer sus almacenes. Perdióse el tiempo en negociados inútiles, y aunque los ingleses, a instancias del rey de Francia, hacían apariencias de amenazar a los mallorquines, pero no llegaba este caso, porque las tropas que tenían en Mahón eran pocas, y el nuevo rey de Inglaterra, como era alemán, contemplaba más al Emperador, no ignorando que éste sostenía el ánimo de los mallorquines y mandaba fuesen de Nápoles y Cerdeña socorridos. El Rey Cristianísimo, que penetraba la intención de la corte de Viena, por no empeñarse en otra guerra envió al conde de Lue su embajador a aquella corte, para que con arte dejase caer la proposición que haría cualquier fineza por la Casa de Austria Luis XIV, si ésta quería hacer la paz con el rey Felipe, cediendo sus derechos a la España.

Había la Puerta Otomana intimado la guerra a los venecianos y atacado la Morea sin dar motivo alguno. El armamento era considerable; mas porque hallaba a los venecianos desprevenidos para dar ocupación a la izquierda de los genízaros, había movido las armas el Sultán, rompiendo la paz de Carlowitz, y despreciando las amenazas del ministro austríaco, que estaba en Constantinopla, y aunque el Diván daba por pretexto a la guerra que los venecianos socorrían secretamente a los sublevados de Montenegro, se sabía que buscaba aquella guerra para su seguridad el reinante otomano, porque estaban las tropas cansadas del ocio y censurado el Sultán de hombre inútil.

Veía el Emperador que había de recaer en sus armas el empeño, porque ni los venecianos podían resistir solos al turco, ni estaban seguros los Estados hereditarios de Dalmacia y Hungría quedando aquél victorioso; con todo, no se declaró luego a favor de los venecianos, porque tenía otras ideas sobre la Italia, y no quería empeñarse en una guerra tan difícil como era sostener a los venecianos, que no tenían medios ni tropas.

Nada de esto se escondía a la alta penetración del rey de Francia, y creyendo coger al Emperador necesitado, le ofreció su auxilio contra el turco si hacía la paz con España. El Emperador no abrazó este partido, pareciéndole harían una fingida guerra los franceses, porque no ignoraba que el ministro de Francia en Constantinopla había ofrecido al Sultán ser neutral en ella y aun ver de buena gana oprimir a los venecianos, con quienes estaba mal el Cristianísimo, por lo que habían obrado contra la Casa del cardenal Pedro Otobono, porque éste había tomado la protección de Francia.

Viendo el Rey Católico que ya eran precisas las armas porque todas estas negociaciones y el perdón general ofrecido a los mallorquines habían sido inútiles, determinó enviar diez mil hombres contra Palma. El Cristianísimo permitió que fuese el caballero Asfelt con tropas francesas; aguardaron los mallorquines el desembarco, pero no la guerra, y a 15 de junio capituló el marqués de Rubí salir libre la guarnición, y concediendo vidas y haciendas a los naturales, entregó el reino. Luego dio el Rey perdón general, y no fueron tratados con el rigor que los catalanes, porque recordaron más en tiempo. Con esto quedaba enteramente la España en paz, pues aunque no la había con el Emperador, tampoco había guerra.

De Madrid salieron ministros para las cortes extranjeras. A París fue embajador el príncipe Chelamar; a los holandeses, don Luis de Miraval, oidor del Consejo Real de Castilla; a Turín volvió don Antonio de Albizu, marqués de Villamayor, después que pasó a Génova.

Ya se había el Rey Católico pacificado con esta República por el arte y buen modo de Francisco María Grimaldo, enviado a Madrid a este efecto, a quien sirvió mucho la protección del cardenal Judice, cuya familia es originaria de Génova. Había el rey Felipe sentido que esta República comprase al Final del Emperador, y que hubiese demolido sus fortificaciones; pero era preciso disimularlo todo, porque tenía necesidad para sus ideas de ministro de Génova y de la neutralidad de aquel puerto en la Italia, la que más ocupaba la memoria y voluntad del Emperador y el rey de España. Éste no había olvidado los derechos a Nápoles y a Milán, y aquél no podía llevar que el duque de Saboya fuese rey de Sicilia, e instaba al rey de Inglaterra le asistiese para tomarla.

El nuevo ministro de Londres era adverso al que estableció la paz, pero no se atrevía a romperla, porque no había del todo opreso a sus contrarios y se habían declarado los holandeses que les era necesaria la quietud, ni era de su cuenta el volverse a empeñar por la Casa de Austria, con quien aún no habían podido concluir el señalar la barrera de las plazas en Flandes. Los sicilianos estaban disgustados del nuevo dominio y suspirando siempre por el de España, y con las disputas que se habían suscitado entre el rey de Sicilia y el Pontífice sobre el Tribunal que llaman de la Monarquía, estaba aquel reino inquieto, entredicho, y los eclesiásticos, perseguidos.

* * *

Apenas dio entera quietud a sus vasallos Luis XIV de Francia cuando cayó sobre aquel reino la infelicidad mayor, porque a 30 de septiembre murió el Rey, príncipe el más glorioso que han conocido los siglos; ni su memoria y su fama es inferior a la de los pasados héroes, ni nació príncipe alguno con tantas circunstancias y calidades para serlo. La religión, las letras y las armas florecían en el más alto grado en su tiempo; ninguno de sus antecesores coronó de mayores laureles el sepulcro ni elevó a mayor honra ni respeto a la nación. Y después de haber trabajado tanto para prosperar su reino, le dejó en riesgo de perderse, porque dejó por heredero un niño de cinco años, su bisnieto, último hijo del duque de Borgoña, a quien se aclamó rey, con nombre de Luis XV. La regencia tocó al duque de Orleáns, como primer príncipe de la sangre; confirmósela el Parlamento de París, con dominio absoluto, y aunque se formó un Consejo de Regencia, quedó todo el gobierno al arbitrio del duque, más que como regente, como rey.

En España no se llevó esta independiente autoridad dada al duque de Orleáns muy bien, porque no se creía muy afecto a ella el duque, que, aunque se había reconciliado con el rey Felipe antes que muriese Luis XIV, siempre quedaban recíprocamente enajenados los ánimos de las pasadas desconfianzas que fomentó la princesa Ursini. El abad Alberoni, que ya, con el favor de la Reina; entraba en parte del secreto del Gobierno, no dejaba de influir en el Rey Católico reflexiones de la injusticia que en Francia se le había hecho, no habiéndole nombrado a la regencia como primer príncipe de la sangre y el más inmediato, según las disposiciones de la ley Sálica, sin que embarazase el poseer otro trono, porque le favorecían los ejemplares de Enrico V, rey de Inglaterra, tutor de Carlos VI de Francia, y de Balduino, conde de Flandes, que lo fue de Felipe I.

No era fácil de explicar con las armas este resentimiento, no tanto porque ya estaba bien sentada la autoridad del duque de Orleáns, cuanto porque se opondrían los príncipes de la pasada Liga, no consintiendo a que una misma mano gobernase ambos reinos, que era una indirecta revocación a la renunciación que había hecho el Rey Católico a la Francia; porque si, por primer príncipe de ella, le tocaba la regencia, era consecuente a la sucesión en caso de la muerte del Rey, que era difícil quitársela poseyendo ambos reinos.

Este gran peso de dificultades, y la religiosidad de su palabra, contuvo al rey Felipe; pero queriendo vender Alberoni este servicio al duque de Orleáns, publicó su intención, que ya la había penetrado el duque de Sant Agnan, y estos fueron los primeros fundamentos de la enemistad que contrajo el Regente contra Alberoni, tan perjudiciales a la España. No le disuadía al Rey ideas de Italia, y le iba buscando enemigos. Oponíase a muchos intempestivos proyectos el cardenal Judice, celoso de que se tomaba mucha mano en el gobierno político Alberoni, que ya estudiaba cómo apartar al cardenal. Habíale nombrado el Rey a éste ayo del príncipe de Asturias, ya sacado del poder de doña María Antonia Salcedo, marquesa de Montehermoso, que le había criado con grande atención y amor e introducido en el tierno corazón del príncipe particular afecto a los españoles. Esto en tiempo de la princesa Ursini era delito, pero tenía la marquesa tal arte, que se pudo mantener en el empleo y perficionar su sistema, porque el príncipe, de nadie que no fuese español se dejaba servir con gusto, y nada sino las cosas y modas de España merecían su aprobación. Esto se admiraba en edad incapaz de reflexiones, y se atribuía a la educación.

El cardenal Judice no varió del sistema, que le pareció justo; pero Alberoni, que quería sacarle del Palacio, ponía a la Reina en aprensión que inspiraba el cardenal en el príncipe una enajenación de ánimo hacia ella. Como vivía con estos recelos, no se le introdujo jamás en la gracia el cardenal, que no tenía poca dificultad en quitarle esta impresión que ya había penetrado, y en hablar sinceramente al Rey contra muchas ideas de Alberoni, porque éste, para lisonjear a la Reina y asegurarla, como decía, la sucesión de Toscana y Parma, quería mover la guerra de Italia; pero estaba discurriendo por dónde.

El Emperador, a quien nunca le habían faltado buenas y secretas espías en Madrid, tenía estas noticias puntuales, y le embarazaban declararse contra el turco, temiendo que, ocupado en esta guerra, enviase a Italia sus armas el Rey Católico. Los venecianos iban perdiendo la Morea, porque se habían rendido Corón, Modón y Nápoles de Romania, y corría peligro el Adriático. Veíase la Casa de Austria precisada a embarazar los progresos del otomano, e instándola por socorro los venecianos, no se atrevió a ofrecerle si antes no hacían ellos con la Casa de Austria una liga ofensiva y defensiva para defenderle los Estados de Italia en caso de ser atacados; y que se hiciesen nuevamente garantes de su neutralidad dando doce navíos y ocho mil hombres cuando el Emperador los necesitase a este efecto. Estaban los venecianos necesitados a admitir cualquier condición de la corte de Viena, porque últimamente habían perdido la isla de Tine, y así venían en la liga con condición que ésta durase mientras la guerra del turco, porque el Emperador la quería absoluta, en que no convinieron.

Aun después de ajustado este tratado, no movía la Casa de Austria sus armas; tenía sobre ojo los derechos de la reina de España a la Toscana y Parma; sintió por esto mucho este casamiento, y sabiendo que el Gran Duque había hecho su testamento, en que llamaba a la sucesión de sus Estados a su hija Ana Luisa, mujer del Palatino del Rhin, faltando la línea de varones, ignorando la familia que a la heredera sustituía, recelando fuese la Casa de Parma heredera de la Toscana, por Margarita de Médicis, hija de Cosme, que casó con Eduardo I, duque de Parma; y así, dándose por quejoso con el Gran Duque que hiciese estas disposiciones sin su noticia, insinuó que era de su aprobación le sucediese la hija; mas que era preciso admitir en los presidios de su dominio guarnición palatina, con jefe nombrado por el Emperador. Para que esto pareciese menor violencia, dispuso la corte de Viena que lo instase así el Palatino.

El negocio se encargó al conde Carlos Borromeo, vicario imperial de Italia, y con sus credenciales envió éste al barón Bonifacio Visconti; pero como los despachos no venían a gusto del Gran Duque, porque no le trataban en ellos de Alteza Real, no dio respuesta categórica a los puntos que se le propusieron, y todo paró en pedir contribuciones, que entonces no las quiso dar el Gran Duque, porque ya veía que el Emperador, con la idea de hacer la guerra al turco en Hungría, llamaba las tropas de Milán y aún de Nápoles, aunque lo repugnaba el conde Daun, virrey en este reino, lleno de malcontentos y amigos de novedades, donde no se había querido dar naturaleza a los españoles que habían seguido el partido austríaco. Todo esto significa cuán malcontentos estaban con la dominación alemana. No lo dejaba de conocer la corte de Viena, y así tenía tantos celos de los españoles.

Había pasado a servir al Rey Católico de caballerizo mayor el duque de la Mirándula, despojado de sus Estados, y como recelaba de alguna liga en Italia con la España, mandó hacer nuevas levas en Lombardía para suplir los regimientos que había sacado, porque no se fiaba del duque de Saboya. Pasaban estos recelos aún a dudar de la Francia, porque ésta había hecho un asiento de su escuadra con el duque de Tursis, despedido del servicio de España. El contrato le hizo Ludovico XIV; confirmóle el regente, duque de Orleáns, pero sin intención de cumplirle, porque nunca se pagó en los prefijados términos el dinero, ni la Francia se valía de estas galeras, con que insensiblemente se hizo nulo el contrato; después quiso la Francia comprar algunas de ellas, dejando la escuadra en Génova con jefes franceses, y para eso envió al señor de la Patería, pero no tuvo efecto este designio. El ministro de España, que residía en Génova, aplicó secretamente cuantos medios pudo para turbarle, porque veía de mala gana que otro príncipe gozase en Génova las prerrogativas que había gozado el suyo, y esta escuadra daba siempre celos a la España si llegase el tiempo de no serle la Francia amiga; al fin, todo se deshizo, porque compraron los genoveses las galeras.

Como el duque de Orleáns fingía grande amistad con el Rey Católico, todos los pasos de la Francia eran sospechosos al Emperador, estrechado a mover guerra al turco y a conservar la Italia, a la cual, para hacerse temer, trataba como si fuese soberano de ella, con despótico imperio. Unía a las amenazas movimientos de tropas, y porque en Génova prendieron un catalán que tenía patente de capitán, dada en Barcelona cuando el Emperador la poseía, con pretexto que el senador Rolando de Ferrari, mostrándole, había dicho que en Génova sólo mandaba el Senado, hizo entrar hasta Novi, lugar de la República, seis mil hombres, señalando la diaria contribución; hizo suspender de su empleo al senador, y dar libertad al capitán y otros catalanes, que estaban presos por un atentado que hicieron contra los alguaciles que guardaban las cárceles del que llaman Palaceto. Estas operaciones, que eran todas contra la neutralidad de Italia, las acumulaba el Rey Católico con razones a sus designios, porque no podía juntamente mover la guerra en Italia sin suponer la infracción de la neutralidad, violada por el Emperador.




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Año de 1716

Echaba más profundas raíces la autoridad de la reina de España con el alumbramiento de un infante el día 20 de enero: púsosele por nombre Carlos; fueron padrinos el duque de Parma y la Reina viuda, que estaba en Bayona; por aquél sirvió su ministro Alberoni; por ésta, la condesa viuda de Altamira, camarera mayor de la Reina, porque no quiso la viuda pasar a Madrid, aunque se lo permitía el Rey. No hizo su sobrina gran fuerza por esto, ni Alberoni quería que hubiese otro a quien escuchar (aunque no había de vivir la Reina viuda en la corte, sino en una ciudad de España), pero no quiso aventurar otra vez su respeto al arbitrio de los ministros, y se quedó en Bayona.

Este nuevo infante de España, que nacía en los derechos de la Reina, puso en alguna advertencia al Emperador, porque ya los españoles le miraban como heredero de los Estados de Toscana y Parma, y se podía dar el caso -aunque a este último infante le precedían tres príncipes- de volver a tener Estados en Italia el Rey Católico, o administrarlos, aun sin esperar tanta fatalidad. Esto la hizo discurrir a la corte de Viena con más aplicación en procurar por interpuesta persona que se casase el príncipe Antonio de Parma, cuyo genio adverso al matrimonio miraba con indiferencia la extinción de la familia.

De esta tibieza culpaba al Duque su hermano, y se la acriminaba el Emperador como delito. No había recibido en su corte ministro de Parma después del casamiento de su sobrina con el Rey Católico, y creía que su mujer, madre de la Reina, le mantenía en el dictamen de no aclarar el casamiento del príncipe Antonio, para que heredase los Estados su hija. Esta era sola presunción natural, porque era difícil saber lo que pasaba en una corte tan cerrada como la de Parma, y en un príncipe tan misterioso y reservado; como quiera, no mostraba el Duque la mayor aplicación al casamiento de su hermano, y más después que había logrado del Pontífice una bula en que permitía disponer de los Estados a favor de las hembras, en falta de línea de varones, usando del alto dominio, por ser estos Estados feudo de la Iglesia (aunque lo niegue el Emperador con el fundamento de haber sido en un tiempo unidos al ducado de Milán).

Parecíale a la Reina que colocar a su hijo en las dos soberanías de Toscana y Parma se debía esperar más de la negociación y del arte que de la razón de la sangre, y que el ministro más a propósito para manejar esto era el abad Alberoni. De aquí nació permitirle mayor autoridad e introducción en los negocios, y el abad, nada desaliñado, se aprovechó de la oportunidad, esperando a la Reina de sus mayores ventajas en la Italia. Entró el Rey en este sistema y permitió que tratase este negocio Alberoni a su arbitrio, y como con él estaban encadenadas muchas dependencias, se hizo insensiblemente dueño de todas. Conocía que el Papa podía ser embarazo a esto, y trató ganarle la voluntad sin explicarle el fin, porque en esto de secreto y disimulado pocos hombres habrá habido más exactos.

Había nuevamente llegado de París, después de tantas repugnancias, el nuncio del Papa, Aldrobandi, arzobispo de Neocesárea, con el cual le estrechó Alberoni con más facilidad, porque el nuncio no era amigo del cardenal Judice, ni Alberoni lo era ya. No estaban ajustadas las controversias de la corte de España con la Dataría de Roma, ni deslindados muchos puntos de jurisdicción, y de esta favorable coyuntura se valió Alberoni para ofrecer al Papa conveniente ajuste, si entraba propicio en las dependencias del Rey Católico.

Más grande oportunidad de ganar al Pontífice se le ofreció instando éste por socorros para la guerra contra el turco, que ya, ganada toda la Morea, tiraba más altas las líneas. Había hecho un gran armamento naval de sesenta navíos, sin la armada sutil de treinta galeras. Era comandante de estas armas Gujano Copia, un turco feroz, aunque no muy experimentado. Concurrieron con sus naves armadas los africanos de Argel y Túnez, y habiendo armado todos sus bastimentos los dulcinotes, estaba infestado el mar Jonio, el Egeo y el Adriático. Había hecho un gran acampamento el turco en Gianina, tomado ya el castillo de Parge, que le facilitaban los transportes contra Corfú, cuyo sitio meditaba.

Había salido con su armada el general Pisani, muy inferior en número, aunque más bien armadas las naves. Cubrían éstas a Corfú, y en el cabo del Zante se vieron ambas armadas; pudo haber batalla; ninguno de los dos la quería; el turco, porque su designio sólo era emplear las naves y galeras en pasar tropas a Corfú; el veneciano, porque tenía instrucción de su República de no darla hasta que viniesen las armas auxiliares, por las cuales clamaba el Pontífice, e instaba en las cortes de España y Portugal con gran calor. Él envió sus galeras y cuatro navíos armados bajo el mando del comendador Ferrer. También envió las suyas el gran duque de Toscana, y dos la República de Génova. Los duques de Parma y Módena asistieron con infantería; de aquél se valió el Pontífice para que la corte de España se determinase al socorro, al ejemplo del rey de Portugal, que había enviado siete naves de guerra con el conde de Ríogrande. Alberoni dispuso que enviase el rey Felipe las galeras de España a cargo del jefe de escuadra don Baltasar de Guevara, y seis navíos de guerra mandados por el marqués Esteban Mari.

No faltó en el Consejo de Estado quien sintiese mal de esta resolución del Rey, porque era indirectamente favorecer al Emperador, que ya con el príncipe Eugenio había enviado treinta mil hombres a Hungría, después que en 13 de mayo firmaron con él la Liga ofensiva y defensiva los venecianos; y el día 5 de agosto ganó el príncipe Eugenio una batalla a los turcos en Petervaradin, victoria que le abrió el camino al sitio de Temesvar, que, rendida ya, facilitaba otras conquistas, y más, distraídas con tanta armada de los cristianos las fuerzas del turco en Corfú. Esta era mucha sutileza y política, y entonces le importó al abad Alberoni parecer muy celante de la Cristiandad, y condescendió con los ruegos del Pontífice, que ponderó mucho lo que estaba aventurado el mar Adriático si Corfú se rendía.

Estaba no muy bien abastecida la plaza, aunque la defendía contra tres mil hombres el general Scolemberg, alemán, que llamaron a su servicio los venecianos; sufría ya el sitio, desde el mes de julio; faltaba agua y municiones; treinta mil turcos la combatían, y más estrechamente después que tomaron los fuertes de Montes Abrahan y el Salvador; cubrían el sitio las naves del Sultán. No se atrevían los venecianos a acometerlas porque aún no habían llegado los auxiliares de España y Portugal; éstas del conde de Ríogrande no llegaron a tiempo, y las de España, guiadas con el mayor cuidado del marqués Esteban Mari, tuvieron la felicidad de juntarse a la armada veneciana el día 28 de agosto; eran más en número de las que el Rey había dado, porque el comandante se llevaba consigo cuantas encontraba en el viaje, para abultar el poder y poner mayor terror a los turcos. Dios fue propicio a la idea, porque luego que la armada otomana vio entrar esta escuadra de España, avisando al comandante del sitio de que por necesidad le desamparaba, con las sombras de la noche hizo vela, y aunque el viento no era favorable, pasó no muy lejos de la armada de los cristianos y tomó la costa de África.

La misma noche se levantó el sitio y empezaron a embarcar los sitiadores en la armada sutil, y ya el día 29 estaba desembarazado el campo. Dejaron la artillería, muchos víveres y pertrechos; la gente que no llegó a tiempo a embarcarse quedó prisionera, porque hizo una bien ordenada salida el gobernador, glorioso con haber defendido plaza tan importante.

El Rey Católico quedó gustoso del accidente con fausto, porque su natural piedad le inclinaba siempre a proteger la religión católica y todo lo que es piedad. El Papa quedó agradecido, y muy bien puesto en su gracia el abad Alberoni, a quien puso en el ánimo el nuncio Aldrobandi el deseo del capelo. No lo oyó Alberoni con desagrado, e hizo el mismo nuncio lo significase a la Reina, que abrazó luego empeño. El Papa oyó esto primero con desprecio cuando se lo insinuó, como novedad penetrada, su nuncio, quien le callaba haber sido el autor de esta desproporcionada pretensión.

Como no estaban ajustadas las dependencias con la corte de Roma, no estaba corriente la nunciatura, ni había explicado del todo su carácter Aldrobandi, y como él también aspiraba al capelo, y era el medio más inmediato ser admitido nuncio, estaba precisado a contemplar y aún lisonjear a Alberoni; por eso le propuso y le facilitó la púrpura de cardenal, que es el último objeto de los eclesiásticos.

No la soñaba Alberoni tan presto, aunque su elevado espíritu le llevaba a cosas grandes; todas sus líneas tiraba a alzarse con la privanza del Rey; ayudábale la Reina, pero le embarazaba dentro del Palacio el cardenal Judice. Por eso dispuso Alberoni sacarlo de él, quitándole el empleo de ayo del príncipe; esto era arduo, porque no podía hallar en el cardenal culpa que esto mereciese; pero como no le era propicia la Reina, avivándole siempre Alberoni la aprensión que el cardenal criaba al príncipe no sólo desafectado a la Reina, pero aún enajenado el ánimo y con poco amor al Rey, se resolvió a quitarle al cardenal su empleo de ayo, como lo hizo con un decreto muy honroso, porque decía el Rey le quitaba tanta ocupación para atender a la de Inquisidor general; esto expresaba el papel que le escribió el marqués de Grimaldo.

Nombróse ayo del príncipe al duque de Populi; el cardenal se volvió a su casa, y luego hizo dejación del cargo de Inquisidor general; admitióla el Rey, y ya sin dificultad también el Pontífice, porque había escrito Aldrobandi que ya no podía servir en aquella corte el cardenal Judice, habiendo el Rey tomado a mal que se mostrase resentido de la resolución de sacarle de Palacio, como si estuviesen los reyes precisados a valerse siempre de un mismo sujeto.

Inquisidor general se nombró a don José Molines, decano de la Sacra Rota; había tenido éste los negocios de España a su cargo desde la salida del duque de Uceda, como dijimos, y en algunas controversias y disputas que después con el Papa se tuvieron, mostrando Molines más ardor que creía el Pontífice era justo, había algunas veces pasado a perderle el respeto. Todo se le sufrió y aprobó en España, hasta que ya Alberoni, inflamado del deseo del capelo, le importaba dar gusto en todo a la corte de Roma, y porque con mano armada defendió la inmunidad de la plaza de España don José Molines, y en ella se había dado de palos y aún herido a unos alguaciles, el Rey, por dar satisfacción a las quejas del Pontífice, bien llevadas de Aldrobandi, y no menos ponderadas de Alberoni, quitó a Molines la atendencia de los negocios reales y la dio al cardenal Francisco Aquaviva, o porque se creía hombre de mayor representación por su sangre y por la púrpura, o porque trataría con más dureza y política los negocios con el Pontífice. Desde entonces también tomó parte en los intereses del abad Alberoni el cardenal Aquaviva, necesitado a contemplarle; y por eso enajenó enteramente su ánimo del cardenal Judice.

De repente y sin que lo supiese el Pontífice, salió de España para Roma el nuncio Aldrobandi; dio por pretexto que se lo ordenaba el Rey; no era falso, pero todo fue disposición de Alberoni para tratar a boca con el Papa los medios más oportunos a componer las diferencias de la Dataría y Jurisdicción, y explicar que, sin alteración de los tolerados abusos, era el medio mejor el capelo para Alberoni, porque habiéndose ya empeñado el Rey en esto por dar gusto a la Reina, no podía desistir sin desaire.

La corte de Roma quedó sorprendida del atrevimiento y mal ejemplo que daba Aldrobandi de salir de una corte un ministro sin licencia del Soberano que le había enviado, y sin violencia del príncipe cerca de quien servía; porque ni el rey Felipe se la había hecho, ni confesado habérselo mandado. El Papa estuvo resuelto a no dejar entrar en Roma a Aldrobandi, pero viendo que esto era romper del todo con la corte de España, porque tenía su patrocinio, se dejó persuadir de los interesados en la Dataría, y le escuchó, hecho enteramente el nuncio procurador de Alberoni con el pretexto que era lo que a la quietud del Pontífice convenía.

El Emperador, ya victorioso del turco, no se descuidaba de la Italia, haciéndose cada día más temer en ella y usando de una jurisdicción que renovaba los antiguos derechos del Imperio, y violaba directamente el tratado de la neutralidad, y había tomado a su arbitrio contribuciones de Génova, metido en su Estado tropas a discreción, y pretendiendo entrar la sal de Cerdeña por San Pedro de Arenas a Lombardía, había determinado hacer en este arrabal almacenes. Envió la República a Clemente Doria a Viena, y se redimió esta vejación con dinero.

Aún no habían salido las tropas de los términos de Novi, y por si podía lograr esta oportunidad el marqués de San Felipe, ministro de España, insinuó al Gobierno asistiría su Rey con tropas, si querían resistirse a las del Emperador; ponderó cuán ignominiosa era esta servidumbre. Ya la conocían los genoveses, pero no se atrevían a remediarlo por no aventurarse; no fiaban mucho de los socorros de España, por estar lejos, y aunque había algunas republiquitas de espíritu ardiente, le templaba la flema de las otras, que es lo que sucede en un congreso de muchos individuos. Por esto emprenden pocas veces cosas grandes las repúblicas, porque difícilmente se conforman a un dictamen tantas cabezas, y así, determinaron los genoveses obedecer antes que ver la cara al menor riesgo, porque veían se había hecho la corte de Viena árbitro en Italia.

En unas diferencias entre el duque de Masa y la república de Luca, había dado el Consejo Áulico la sentencia, usando de alto dominio; esto miraban los príncipes de Italia con dolor y miedo, y más el gran duque de Toscana y el duque de Parma, perseguidos del Emperador.

Por creer los parciales de España a éste, le amenazaban con que habían de presidiar a Plasencia los alemanes, consulta que hizo por escrito el ministerio español de Viena y el duque de Uceda. Para invigilar sobre el Gran Duque envió el Emperador a Florencia, al conde Sajago, caballero veronés, hombre astuto y de genio turbulento; todos eran grillos que iba tejiendo el Emperador a la Italia, siempre receloso de ella, porque no ignoraba las ideas del Rey Católico ni el descontento de sus príncipes. No se atrevía a inquietar al rey de Sicilia, no sólo por ser más poderoso que los demás príncipes de Italia, sino porque estaba procurando que le cediese la Sicilia, dándole un equivalente en dinero y algo más en el ducado de Milán; no le había reconocido rey de ella, y sentía sobre el corazón verla desmembrar del reino de Nápoles.

Para asegurarse más, hizo en el mes de mayo una liga ofensiva y defensiva con el rey de Inglaterra, que vino en ella de buena gana, porque recelaba perder los Estados de Bremen y Werden en Alemania, que había comprado de los enemigos del rey de Suecia; y porque no pareciese era contra el Rey Católico, hizo que el ministro de Inglaterra, que residía en Madrid, llamado el señor Bubb, diese noticia de esta alianza. Ya lo sabía el Rey Católico por sus ministros, y todo lo que el Emperador obraba en Italia, con lo cual le fue fácil al conde hacer entrar a Alberoni en el sistema, que se perdería la esperanza de volver a poner el pie en ella si dejaba al Emperador perficionar sus designios.




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Año de 1717

Preveníase el Rey Católico a dar mayores socorros a los venecianos, a instancias del Pontífice, que había vuelto a enviar a Madrid al arzobispo de Neocesárea, Aldrobandi, y fue admitido explicando el carácter de nuncio, porque trajo favorables noticias a la pretensión del capelo para el abad Alberoni, que era todo lo que se pretendía en Roma; y por eso no había cuidado el ministro de España de ajustar con la corte romana parte de aquellos abusos que pretendían quitar en la Dataría y otros puntos de jurisdicción, porque ya Alberoni no servía más que a sí mismo después que estuvo tocado de la ambición del capelo.

Ofrecía tropas al Pontífice para guardar sus marinas, que creyó se admitirían, porque de un desembarco que hicieron en el reino de Nápoles, en la provincia de Pechi, los corsarios dulcinotes, empezó a temer Roma. Tomaron un castillejo, hicieron cuarenta cautivos y se ausentaron los turcos; pero dejaron tan consternadas las riberas del Adriático, que se creyó perdido, porque la fama del nuevo armamento era grande y se habían en Dardaneli espalmado sesenta naves gruesas, sin infinitas zaicas de transporte, y temían se volviese a emprender el sitio de Corfú. Alberoni se valía de estos temores del Pontífice para hacerse necesario, y como se habían concedido al Rey Católico unos breves para donativos de eclesiásticos no sólo en los reinos que posee en la Europa, pero aún en las Indias, por este beneficio persuadía al Rey se debían hacer los mayores esfuerzos contra los otomanos, y verdaderamente entonces era fija su intención de enviar una poderosa armada a Levante.

Había siempre impuesto al Rey que era preciso mover la guerra de Italia, pero después, esperando el capelo, no quería distraer las armas por no enojar al Pontífice. En el ínterin se iba apoderando más de la voluntad del Rey. Sacó de la secretaría del Despacho Universal a don Manuel Vadillo, y puso a don José Rodrigo, fiscal que era del Consejo Real de Castilla. Quitó también la presidencia de Hacienda al obispo de Cádiz, que se retiró a su Iglesia. Puso los mayores esfuerzos en apartar del Rey al marqués de Grimaldo, pero no pudo; y aunque tenía la misma intención contra don Miguel Fernández Durán, no hallaba sujetos a propósito para la secretaría del Despacho, y así se sirvió de los que estaban, reservando en sí lo más principal de los negocios con un secreto el mayor que se ha visto en España.

Llegó a este tiempo noticia que quería el rey de Sicilia cederla al Emperador por un equivalente en el Estado de Milán; y como todavía no había salido en Roma el capelo que Alberoni esperaba, hasta engañar al Papa templaba los designios de la guerra, dejando perder la mayor oportunidad, ya que la tenía ideada porque se había resuelto en Viena proseguir la guerra contra el turco, contra los votos de todo el ministerio español y aún de muchos príncipes del Imperio; tanto, que en casa del conde Guido Staremberg, encendidos en esta porfía sacaron las espadas el conde de Scomborvice, canciller del Imperio, y el de Ulcindisgratz, presidente del Consejo Áulico; fue el motivo de decir éste debía ser guerra de Círculos la de Hungría, porque perdida ésta, estaba ya Alemania descubierta.

El príncipe Eugenio, venciendo todas las dificultades, había obtenido permiso de sitiar a Belgrado, porque habían distraído los turcos gran partida de su ejército con el Orreschier, hermano del gran visir, hacia Epiro y Albania. Esto descubría no sólo nuevo designio contra Corfú, pero aún encender la guerra en Dalmacia.

Alberoni, esperando el capelo, mandaba proseguir el armamento, y ni socorría a los venecianos ni invadía en Italia los Estados poseídos por el Emperador. Había ya salido la escuadra portuguesa, y unídose al general Pisani con las naves maltesas, mandadas por el bailío Vella Fontana. Habíase adelantado con veinte y seis naves venecianas más de lo que debía el general Fangini hacia Dardaneli; salieron treinta y seis otomanas, y en las aguas de Tenedo hubo una batalla por tres continuos días; separábalos la noche, y volvían a ella al amanecer, hasta que, muerto Fangini y maltratadas las venecianas, se retiraron a Zante. Esto empeñaba a la guerra en el mar Jonio, e hizo empeñar al príncipe Eugenio en el sitio de Belgrado, que se rindió en 19 de agosto, después de haber ganado una batalla los alemanes a los turcos, rompiéndoles sus líneas; en ella se portaron con gran valor y se distinguieron mucho los regimientos españoles e italianos, y mostró su brío el infante don Manuel de Portugal.

Tanto tiempo dejaba perder Alberoni, sin que se supiese a qué estaba destinado su armamento, y porque no se le descubriese la intención y no cansase con consultas el Consejo de Estado los oídos del Rey, ni estuviesen informados de lo que pasaba en el mundo sus ministros, mandó a los que servían en las cortes extranjeras que nada participasen al Rey por vía de Estado, sino directamente por los secretarios de Universal Despacho, que llaman vía reservada.

Pasaba a España don José Molines a ejercer su empleo de Inquisidor general, aunque en edad decrépita y tullido; no se atrevió a hacer viaje por mar, y con pasaporte del Pontífice y una oscura palabra del cardenal Wolfango Anníbal de Scotembach, que hacía los negocios del Emperador en Roma, dada al cardenal Fabricio Paoluci, secretario de Estado, tomó el camino de tierra, y siendo preciso para entrar en Francia -no queriendo pasar las montañas del Genovesado- tocar en el Estado de Milán, fue allí, de orden del gobernador, arrestado y puesto en el castillo con su familia, y enviados a Viena sus papeles, porque como había pasado por Plasencia, creyeron los ministros alemanes que hubiese tratado con el duque de Parma negocios de grande importancia, y de todo estaban recelosos con el rumor del armamento de España, en cuyos, puertos que baña el Mediterráneo, se detenían cuantas embarcaciones venían para que sirviesen al transporte.

Esta prisión de Molines fue a los últimos de mayo, y a los 29, que alcanzó esta noticia el marqués de San Felipe, la dio con extraordinario al Rey Católico, y ponderó como agravio hecho a la Majestad arrestar al Inquisidor de España, que con la buena fe de un pasaporte y una palabra, pasaba por los Estados del Emperador; que ésta era nueva infracción de la neutralidad de Italia, que tenía fuerza de tregua; y al fin, con más dilatadas reflexiones, inflamó cuanto pudo el ánimo de su soberano a que tomase satisfacción del Emperador. Creyó con esto el marqués acabar de determinar el ánimo del Rey a mover la guerra de Italia; pero nada hubiera bastado si Alberoni no hubiera prevenido de antemano el ánimo del Rey para ella. En unos resúmenes de manifiesto sacados por dicho Alberoni, o cartas escritas a Roma, como después veremos, no queriendo cargarse de ser autor de la guerra, dice que esta carta del ministro de Génova movió mucho el ánimo del Rey; que se la envió a consultar, y que fue él de contrario dictamen; y carga al duque de Populi como el primero que dio su parecer para la guerra.

Estaba el Rey a este tiempo con la salud muy quebrantada, que podía dar cuidado, y los médicos le persuadieron a apartarse de los negocios de la mayor aplicación, y con este motivo los había absolutamente dejado en manos de Alberoni, no con decreto de hacerle primer ministro, pero con permisiones de serlo, y así, esta carta de Génova no tuvo necesidad de que el Rey se la enviase a consultar, porque todos los despachos pasaban por su mano.

Estaba ya a este tiempo en Madrid, como dijimos, Aldrobandi, que instaba por los socorros contra el turco, y como aún no se había resuelto a dar el capelo a Alberoni, éste escondía su intención de todos, aunque ya la tenía hecha de mover la guerra, y dispuso que el Rey pidiese parecer al duque de Populi, pero en forma que conociese claramente el duque que ya estaba el Rey determinado. Se le envió la carta misma del marqués de San Felipe, que la había menester Alberoni para nuevo pretexto, y viendo el duque, que era sumamente avisado y gran cortesano, que el espíritu de la carta era mover la guerra, votó por ella, y dijo se debía emprender la recuperación de Nápoles o Cerdeña; no mentó a Milán, porque sabía no era ese el dictamen de Alberoni, que quería indirectamente asegurar los Estados de Parma, pero no acercarle tanto el fuego; no por amor que tenía al Duque, a quien contemplaba poco, sino por obsequio a la Reina, para fingir mejor y no fiarse de viviente alguno.

Escribió al duque de Populi quejándose de haber sido de dictamen de mover la guerra no estando la España para eso ni pudiendo el Rey faltar a la palabra de socorrer a los venecianos; esto lo hizo para que llegase a oídos de Aldrobandi que persistía Alberoni en lo ofrecido a Su Santidad. El duque de Populi, que por entonces no entendió a Alberoni, escribió al Rey otro papel más considerado; expuso las dificultades de cualquier empresa por lo exhausto del Real Erario, y casi se retractó de lo dicho. Hizo Alberoni que el Rey le replicase como ofendido de su contemplación a Alberoni, y aun dispuso que él mismo reprendiese, por boca de su confesor, el padre Daubanton, de que se oponía a la ingenuidad de los dictámenes y que estorbaba la guerra. Todos estos artificios usaba para engañar al Pontífice y cubrirse en cualquier caso, dando siempre por autor a la mera voluntad del Rey, a la cual nadie se podía resistir; tanto es esto, que en un libro en octavo que salió después, de la vida de dicho Alberoni, escrita de un grande amigo suyo, para el cual él mismo dio los papeles y materiales, confiesa el autor, cuando narra el orden de las cosas y la noticia que a Madrid llegó del arresto de don José Molines, que Alberoni encendió el ánimo del Rey preparado con más altas reflexiones para la guerra que iba premeditando, hasta que la ejecutó con las secretas disposiciones que nadie entendía.

Al fin, el Papa, en el Consistorio de 12 de julio, se resolvió a crear cardenal a Julio Alberoni, precisado a ello no sólo de las instancias del rey Felipe, llevadas con el mayor ardor del cardenal Aquaviva, y escritas con no menos solicitud del nuncio; pero aún, como dijimos, por los servicios hechos a la Iglesia en el socorro dado a los venecianos el año pasado de 1716, el que había ofrecido y el ajuste de las controversias entre las cortes de Roma y España.

El cardenal Judice, que asistió a este Consistorio, o arrebatado de su odio o movido de su conciencia, como dijo, no asintió a esta elección, y como explicó que esto le inspiraba su conciencia, hacía una breve, pero horrible sátira a Alberoni, que ya con su púrpura, desenfrenó lo despótico y violento. Era su genio impetuoso, y con el favor de los Reyes se hizo a toda España insufrible, porque sobre ser hombre de primera impresión, tenaz y muy sobre sí, no toleró España gobierno más rígido, aunque tampoco más al pro del común del reino, desde que subió el rey Felipe al Trono, a cuya noticia no llegaban muchas violencias, porque nadie se atrevía a hablar de Alberoni, ni dejaba acercar a los oídos del Rey más que los que quería, y eso dictándoles las palabras y retirando todas las consultas de los tribunales.

No se le ocultaron al cardenal Alberoni las palabras que en el Consistorio profirió el cardenal Judice, y mostrando luego su venganza, hizo que el Rey ordenase al cardenal Aquaviva que en su nombre mandase a Judice bajar de la puerta de su casa las armas de España, y juntamente se ordenó a todos los vasallos de la Corona no tratasen al cardenal, que, replicando a esta orden, escribió al Rey con la más humilde veneración, e interpuso al duque de Orleáns para que se revocase este decreto. Alberoni hizo persistir al Rey en él, y repitió la orden con más viveza, y pasaron con Aquaviva y Judice algunos sinsabores en los papeles y recados. Al fin, éste obedeció y bajó las armas del Rey Católico; pero, desde luego, trató de ser admitido a la gracia del Emperador por medio del cardenal Scotembach y otros del ministerio español de Viena.

Estaba a este tiempo en Madrid consejero de Estado el duque de Jovenazo y servía al rey Felipe de embajador a éste tiempo en París su sobrino el príncipe de Chelamar, en quienes no se halló la menor mudanza de ánimo hacia el amor y la fidelidad del Rey; pero es infalible que Alberoni cobró odio para la familia, pero no se atrevió a sacar de París a Chelamar, porque era difícil llenar aquel hueco con hombre de iguales medidas, y se corría con el Rey de extender tanto su venganza; y arrancada de las manos del Pontífice la apetecida púrpura, soltó las riendas a sus ideas, encaminadas todas a adquirirse gloria; bien es verdad que no ganó poca en su tiempo la nación española, ni poco crédito las armas del Rey, y aunque no ignoraba la necesidad que de socorros tenían los venecianos, no se acordó de cumplir la palabra y se aplicó todo al armamento, que ya con prevención de naves de transporte era claro no servía contra el turco, porque no había de enviar tropas.

Hizo pasar con plena autoridad sobre todos a don José Patiño, intendente general de Marina, a Barcelona; y éste, con su actividad y prontitud, en pocos días después tenía en orden aún la gran nave que se fabricó en San Filiú, y las seis nuevas que se hicieron en Vizcaya. Este armamento, que ya se conocía no ser contra el otomano, puso en cuidado a muchos príncipes; más al Emperador, que se quejó con la Francia y el Regente. Éste aseguró no tener parte en él ni saber su destino, porque todavía, aun mandando labrar pesebres para la caballería, decía el cardenal Alberoni que era contra el turco; fijo es que nadie más que los Reyes, el duque de Populi y el padre Daubanton sabían su destino, y aún le recataba cuanto podía de los secretarios del Despacho Universal, que muchas órdenes daba escritas de su mano, y para perficionar el armamento no era menester explicar la intención.

Resolvió atacar a Cerdeña, y como de lo que allí pasaba daba frecuentes noticias el ministro que residía en Génova, se valía de ellas sin encargarle las continuase, y ya estaba informado que había pasado nuevamente por virrey a aquel reino el marqués de Rubí, que se había sacado de él el regimiento de Borbón para Nápoles, porque el armamento de los españoles hacía poner en defensa a los que temían ser invadidos; así, había mandado el Emperador a sus ministros de Italia, e instruido al gobernador de Milán, que en todo caso retirase las tropas a Mantua si veía poderoso desembarco en Génova contra Lombardía, porque estaban persuadidos en la corte de Viena que el duque de Parma entraba a la parte de este secreto y que era casi autor de la guerra; pero podemos asegurar lo contrario.

* * *

Al duque de Orleáns le sosegó los recelos de ver que se prevenían naves; pero eso mismo los dio a Inglaterra, en la cual, aunque se había aparentemente aquietado la rebelión de Escocia y, vencidas las armas del rey Jacobo en una batalla que ganó el duque de Argille, había sido aquél obligado a retirarse a los Estados del Pontífice, andaban algunos de sus parciales por el mundo, solicitando las potencias que creían poder ser adversas al rey Jorge; éstos eran el duque de Ormont, el de Pert, milord Marexal y su hermano, y el conde de Maar. Como la Inglaterra funda su seguridad en lo opuesto de los partidos, no faltaba esta discordia, y una conjura contra el Rey y su hijo el príncipe de Gales, fomentada por el enviado del rey Carlos de Suecia, conde de Gilemberg, que fue de orden de la corte preso y reconocidos sus papeles.

A su hermano le hizo arrestar en Holanda el rey Jorge, y también al conde de Goartz, que en ella hacía, sin carácter, los negocios de Suecia. De ésta se hallaron más los autores que los cómplices, y como no podía obrar absoluto, no quiso entrar en el individual examen el Rey, pero todo le hacía sombra, pues aunque había conseguido sacar de Francia al pretendiente de la Corona, sus parciales solicitaban al rey de Suecia y al zar de Moscovia para convertir las armas contra Inglaterra, valiéndose de la liga del Norte, por si podían otra vez sublevar la Escocia. Había sido bien admitido y tratado de los príncipes de Italia el rey Jacobo cuando pasó a Pesaro, y dudaban los ingleses que fuese Roma la oficina de su inquietud; y como juzgaban aquella corte muy unida con la España, su armamento les daba alguna aprensión.

No dejaba de inquirir adónde se encaminaban estas armadas el rey de Sicilia, por el abad de Mari, su ministro, que residía en Madrid, porque no ignoraba el descontento de los sicilianos y creía podía el Papa, con quien estaba muy mal, fomentar esta invasión. Recelaba también que concurriesen secretamente con dinero, porque éstos habían descubierto una conjura en el Final, donde su gobernador, Juan Francisco Gropallo, con la prisión de un fraile y aprehensión de sus papeles, descubrió indicios que los finalinos se querían entregar al rey de Sicilia. Esta intención del Duque creían los genoveses que se daba la mano con la que había tenido siempre contra Saona, y enviar a su castillo la más gente, y más presidiarios al Final. No ignoraba, por el enviado de Inglaterra, Enrique de Abenant, que residía en Génova, que el rey de Sicilia había pedido a la reina Ana le ayudase a tomar a Saona, y así estaban muy advertidos. El rey de Sicilia, con un papel que presentó al Gobierno su ministro que residía en Génova, el abad Angroña, se sinceró de esta mal fundada voz que se había esparcido; pero sabía que en España se la había dado crédito, y así, en tanto secreto que el cardenal Alberoni observaba, no carecía de algún cuidado, y mandó al conde Mafei, virrey de Sicilia, que estuviese prevenido.

* * *

Mandó el Rey Católico pasase a Barcelona el marqués de Lede, para comandante general de las tropas de esta expedición, y las naves se pusieron a cargo del jefe de escuadra, marqués Esteban Mari. Alberoni, luego que recibió la noticia del capelo, hizo partir esta armada; constaba de doce naves de guerra y cien de las de transporte; las tropas eran ocho mil infantes y seiscientos caballos; iban los tenientes generales don José Armendáriz y el señor de Graferon; los mariscales de campo conde de Montemar, marqués de San Vicente, y el caballero de Lede. Habíanse embarcado cincuenta cañones de batir, doce de campaña, gran cantidad de pertrechos, víveres y municiones para tres meses.

Esta secreta expedición, sólo con despacho de 9 de Julio la fió el cardenal al marqués de San Felipe, encargándole mucho el secreto y ordenándole en nombre del Rey pasase a Cerdeña cuando se le enviase un navío, para cooperar a su rendición; porque creyó que el marqués, como natural de aquella isla, con entero conocimiento de ella y de sus moradores, facilitaría su recuperación. Diole el Rey plena autoridad, menos en las armas; le envió copia de las instrucciones que se habían dado al marqués de Lede, en que se le ordenaba se valiese en todo del dictamen de San Felipe.

Después de haber partido esta armada de Barcelona, en despacho de 9 de marzo dio el marqués de Grimaldo a todos los ministros que servían en las cortes extranjeras las razones porque continuaba el Rey la guerra contra la Casa de Austria, aunque embarazada ésta en la del turco.

Mostró todas las infracciones que el Emperador había hecho de las neutralidades de Italia, la mala fe con que había evacuado a Cataluña, el socorro que había dado a Barcelona y a Mallorca, haciendo durar la rebelión dos años más, con dispendio de la España; haber hecho tantas invasiones en la Italia, y que aún después de haber enviado una escuadra contra los turcos, que indirectamente contribuía a la seguridad y victoria de los austríacos, se había hecho en Milán el atentado de prender pasajero al inquisidor general de España, que iba fiado en un pasaporte pontificio y palabra del ministro austríaco; y que habiéndolo sido muchos años de España en Roma don José Molines, se le habían tomado los papeles faltando a la fe pública y rompiendo claramente el armisticio que tenía embebido la neutralidad. Que ya violada ésta, quedaba el Rey Católico en libertad de proseguir la guerra, porque con el Emperador no se había hecho la paz.

Esto era una especie de manifiesto, que se esparció por la Europa, porque los ministros dieron muchas copias de este despacho, que, según los negocios y los afectos, tuvo su aprobación y censura. El Emperador se quejó fuertemente en Roma, con términos de pedir una satisfacción extraordinaria; quería que el Papa quitase a Alberoni el capelo y derogase las bulas concedidas al Rey Católico para subsidio y donativo de los eclesiásticos, ya que se empleaban estos caudales en guerra contra católicos, siendo la intención de la Santa Sede concederle contra infieles.

El Pontífice se halló sumamente embarazado, profirió palabras gravísimas contra el cardenal Alberoni, indignóse mucho y confesó haber sido engañado; pero ni podía ejecutar lo que el Emperador quería, ni hallaba otro medio de satisfacer. Envióle copia de un breve muy resentido, que escribía al Rey Católico, a cuyas manos nunca llegó, o porque en la realidad no le enviase el Pontífice, o porque no se atreviese a presentarle el nuncio Aldrobandi, porque conocía el ímpetu violento de Alberoni, que después de haber logrado el capelo, ya no contemplaba más la corte de Roma, aunque con el nuncio conservaba, a su modo, una aparente amistad.

Esta carta del Pontífice se divulgó por el mundo en varias copias; una de ellas no dejó de llegar a las manos del Rey, que escribió a sus ministros de las cortes extranjeras estuviesen en la inteligencia que este breve no le había recibido, ni se podía el Pontífice atrever a escribirle, porque, como le esparcían los romanos para satisfacer la corte de Viena, tenía algunas cláusulas licenciosas. El Emperador mandó luego se enviasen de Milán y Nápoles tropas a Cerdeña, que las pedía con instancia el marqués de Rubí, y se resolvió a enviar seiscientos hombres de Milán, para lo cual se pidió paso a la República de Génova, porque se habían de embarcar en San Pedro de Arenas, y cuatrocientos de Nápoles.

La armada española partió en dos escuadras; toda la mandaba Esteban Mari, y con él partió la primera, tomando el rumbo a derechura por el golfo de León a Puerto Eseus; la segunda partió a cargo del jefe de escuadra don Baltasar de Guevara, y, enderezando la proa por la costa de Francia a la Córcega, llegó antes a Cerdeña y se encaró en Pusa, uno de los promontorios que forman la bahía de Caller; la primera escuadra llegó veinte días después, porque la dieron calmas en las aguas de Mallorca, y fue preciso entrar dos veces en Palma para hacer agua, por la caballería. La escuadra que llegó antes no pudo empezar las hostilidades, porque estaba subordinada, y así se dio tiempo a que el marqués de Rubí se previniese a la defensa, porque, cuando parecieron los primeros navíos, ni una pieza de artillería tenía bien montada. No había en el castillo víveres, y si cuando llegó Guevara hubiese toda la escuadra dado fondo y hecho su desembarco, era preciso rendirse luego Caller, porque no había forma de defenderlo.

Al fin, el día 20 de agosto llegaron todas las naves; iban también las galeras de España a cargo del jefe de escuadra don Francisco Grimáu, que protegió el día 22 el desembarco, ejecutado con poca oposición aparente en la playa de San Andrés, donde hay un río caudaloso que hacía al caso, porque en todo aquel terreno hasta Caller, que dista dos leguas, no hay más que pozos de agua muy mala, y los habían gastado los alemanes. Era ardiente la estación; el lugar, intemperoso y malsano, y las mutaciones de Cerdeña, las más ejecutivas y dilatadas, que, naturalmente, duran hasta diciembre, porque, como nacen de los vapores nocivos que levantan tantos pantanos, estanques y lagunas que tienen la isla cubierta con altísimos montes al norte, hasta que se purifique con nieve y grandes lluvias, el aire persevera malsano.

Por esto creían los de Caller tener en él otra defensa, y que morirían sin otra guerra las tropas del Rey. Tenía la ciudad seiscientos hombres de guarnición, mandada por el teniente coronel don Jaime Carreras; alguna parte de la nobleza se había salido de ella; los más parciales de la Casa de Austria se aplicaron a la defensa; hicieron entrar milicias urbanas, parte de las cuales mantenía don Antonio Genovés, marqués de la Guardia, gobernador de los cabos de Caller, hombre rico y declarado parcial del Emperador, como dijimos en el año de ocho. Había también una compañía de catalanes y valencianos, y hasta unos doscientos caballos.

Las tropas del rey Felipe marcharon a formar la línea, y se acamparon a la falda del monte Urpino, entre la iglesia de la Virgen de Lluch y la de los mercenarios. No podían levantar trincheras por falta de fajinas; éstas venían por mar de las tierras de Pula, porque el país no había prestado todavía la obediencia al marqués de Lede más que una legua de tierra en contorno, que es adonde podían llegar sus partidas, porque los caminos de internarse los ocupaban las milicias del país, mezclados con algunos veteranos por cabos, y el camino principal le cubría el castillo de San Miguel de la Condesa, que habían los sardos fortificado, y dista media milla de la ciudad. Eran pocas las tropas españolas para formar línea de circunvalación, ni la artillería dejaba acercar las naves al puerto; pero como la bahía es segura, por quince millas de distancia se ancoraron en ella, y mientras se desembarcaba la artillería y morteros, la gente de mar puso una batería de cañones contra el fortín de Darcena, ocupado ya por los españoles el convento de Buen Aire y el de la Trinidad, porque se habían de abrir los ataques a espaldas del convento de Jesús, hasta la iglesia de San Lucifero, adelantándolos a batir el baluarte de Monserrat, el cual llaman el Espolón, y el de la Seca, donde se había de abrir la brecha, no teniendo la plaza otro ataque, por su situación, que la hace fuerte, porque está fundada sobre una peña escarpada y muy alta, continuada por todo el recinto del castillo, para el cual es menester tomar antes un arrabal que tiene fortificado, que llaman la Marina; los otros, llamados Estampache y Villanueva, están abiertos y separados de la plaza, que hacia poniente tiene un foso considerable, contra el cual no se puede abrir trinchera ni adelantar aproches, ya por lo inaccesible de la roca, ya por el terreno cubierto de peñascos.

El recinto de este castillo y arrabal es muy dilatado, y así no se le pudo poner sitio formal, porque era preciso atacarle por lo más fuerte, porque sólo allí lo permitía el terreno. La plaza es irregular, y así, caminaban a oscuras los ingenieros. Esto hacía perder tiempo, y la noche del día 13 de septiembre se abrió la trinchera, mandada por el teniente general Armendáriz y el mariscal de campo, caballero de Lede. Esta misma noche llegó el marqués de San Felipe en el mismo navío que se le envió, mandado por don Cayetano Pujadas; no usó de la autoridad que tenía del Rey, por no dar ocasión a la emulación de los sardos; sólo asistía en cosas fuera de guerra con su dictamen al marqués de Lede. Escribió luego varias cartas por todo el reino, y en pocos días todo el país abierto rindió la obediencia al Rey, y las ciudades, menos las que son plazas cerradas: Caller, Alguer y Castillo Aragonés. La nobleza, que estaba fuera de ella personalmente, por cartas prestó al marqués de Lede la obediencia. En Sacer, capital de la parte occidental del reino, intentaron prender al gobernador, marqués Benites, los parciales del rey Felipe don Domingo Vico, marqués de Solemnis; don Pedro Amat, barón de Sorso; don Juan Guío, barón de Osi; don Antonio Miguel Olibes, marqués de Montenegro, y otros, que fiándose para el hecho de uno que no les guardó fe, fueron descubiertos; algunos huyeron, otros fueron presos y enviados a la torre del Espolón de Alguer. Con algunos no se atrevió Benites, y quedó en confusión la ciudad.

El marqués de Montenegro, se puso en campaña con mucha gente del país, y se declaró por el rey Felipe, sirviendo con aplicación y vigilancia. Para adelantar la sedición se enviaron las galeras a Puerto Torre; el día 16 llegaron con el marqués de Montealegre otros trescientos caballos y un regimiento de infantería. Con esto se adelantó el bloqueo de Caller hasta un lugar que llaman el Más y la Escafa; para que no viniesen víveres por Uta y Asemine a la ciudad en barquillos por el estanque, iba continuamente don José Patiño enviando víveres de Barcelona con el mayor cuidado, y abundaba de ellos el campo, porque con haberse salido de la plaza el virrey, marqués de Rubí, retirándose a la de Alguer, se consternó aquella comarca.

El día 18 se tuvo noticia en el campo y se mandó al coronel de dragones conde de Pezuela, seguirle; alcanzóle en un lugar que llaman Siamana; pero, protegido de algunos del país, se escapó, y quedó prisionero don Pedro Branchifort, conde de San Antonio, general de las galeras de Cerdeña, y muchos soldados de caballería; quedó el mando de la plaza a don Jaime Carreras. Batíase ésta con cuarenta cañones y veinte morteros, y teniendo ya la brecha abierta la marina, sin esperar asalto la desampararon los alemanes. También tenían las brechas abiertas el bastión de la Seca y el Español, aunque no capaces de ser montadas, ni con ganarlas se estaba dentro del recinto de la plaza, donde se habían retirado los presidiarios, guarneciendo los baluartes que llaman de Santa Catalina, de Palacio y del Viento.

Hicieron una cortadura después de la primera cortina del castillo, desde la torre que llaman del Elefante a la del León, en la plaza del Bath; aún tenían que hacer mucho los sitiadores, pero la tarde del día 30, estando de trinchera el marqués de San Vicente, hizo la plaza Ramada. El día 1 de octubre se capituló de salir desarmada la guarnición, que se le había de dar barcos para llevarla hasta Génova; el día 2 se ocupó la puerta de San Pancracio; al otro día entraron las armas del rey Felipe, y se quedó en Caller el marqués de San Vicente, porque Armendáriz estaba malo, y de presidio, los regimientos de Bustamante y Basilicata, con cien dragones.

El día 6 se destacó al conde de Montemar con mil granaderos para tomar los puestos contra Alguer; después de tres días partió el resto del ejército con el marqués de Lede; quedó mandando la provincia de Caller Armendáriz. Esta marcha de un cabo a otro del reino era peligrosa por las mutaciones; se había de pasar por los lugares malsanos, distando Alguer de Caller más de cuarenta leguas. Conducir estas tropas y que tuviesen en la marcha víveres, se encargó al marqués de San Felipe, como práctico del país, y para huir de las lagunas de Oristán, que son las más dañosas, se tomó el camino por Fuerte y Aguilara, y de allí, por Itire, a Alguer, donde se llegó el 20 de octubre.

Habían el día 11 hecho desembarco cuatrocientos cuarenta y seis alemanes del regimiento de Walis en Terranova, que enviaron de Nápoles, convoyándolos las galeras de aquel reino, de quien era general el conde de Foncalada, el cual, habiéndolos dejado en tierra, luego se hizo a la vela, porque sabía estaban en aquellos mares muchas naves y fragatas españolas. Era el lugar en que desembarcaron muy afecto al rey Felipe, por lo cual, en la malograda expedición del año de 1710 había padecido mucho, y se habían ahorcado muchos. Esta playa, aunque no es de la jurisdicción de Gallura, la gobernaba entonces, de orden del marqués de San Felipe, don Juan Bautista Sardo de Tempio. Había éste tomado las armas por el Rey y puesto a su devoción la Gallura, e invigilaba en las marinas más cercanas a Tempio, donde se hallaron sesenta hombres cuando desembarcaron los alemanes.

Fingieron los sardos serles amigos, y para engañarlos mejor, con dirección de un sacerdote que allí se hallaba, aclamaron en alta voz al Emperador; con esto se fiaron de ellos y mostraron las instrucciones que tenían de socorrer la plaza de Alguer o mantener la Gallura en armas contra los españoles, bajo la mano de don Francisco Pez, marqués de Villamarín, o de don Juan Valentín, conde de San Martín, autores de la primera rebelión, como referirnos aquel año. Estos y los demás cabos que entonces referimos de la edición de Gallura, se habían retirado luego que se rindió Caller a Bonifacio, y no tenía gente en campaña. Toda la provincia de la Gallura estaba por el rey Felipe; y así, aquellos sesenta sardos engañando a los alemanes los guiaron por los estrechos de los montes, y puestos en una canal muy angosta, que no tenía por los lados salida, convirtieron las armas contra ellos; no estaban los alemanes desarmados; pero, sorprendidos de aquella novedad y encerrados en las entrañas de un monte no conocido, capitularon con el clérigo su rendición, hasta que, avisado, llegó don Juan Bautista Sardo y formó sus capitulaciones, ofreciéndoles su libertad para volverse a Nápoles. Éstas no las observó el marqués de Lede, porque fueron dadas de quien no tenía autoridad para ello, y así se condujeron prisioneros de guerra a Sacer.

Con esta novedad desmayó mucho el presidio de Alguer, aunque de los seiscientos hombres que enviaron de Milán en las noches del día 10 y el 12, con unos falucones prevenidos y en una galeota, les había entrado el socorro de ciento y ochenta hombres del regimiento de Hamilton. No pudieron entrar todos los que de Italia vinieron, porque los navíos españoles, que bordeaban en las aguas de Puerto Conde, lo embarazaban. Quedaron las saetías y naves que los condujeron, en los puertos de Córcega más vecinos a Cerdeña; y con falucas también, introdujeron en Castillo Aragonés ciento cuarenta hombres del mismo regimiento.

Esto fue antes que al puerto de Alguer llegasen las galeras de España; después no pudo entrar más socorro, y se volvió la gente a Génova; ni con la que había recibido tenía bastante presidio Alguer, de donde la noche del día 21 de octubre también se salió el marqués de Rubí y se pasó a Castillo Aragonés en una galeota; de allí se fue a Córcega, desamparando el reino, porque no le podía defender. La plaza quedó a cargo de su gobernador, don Alonso Bernardo de Céspedes. Esta es una obra coronada, regular, pero chica; tiene foso, mas no entrada encubierta; no se le pudo atacar más que por una parte, porque a más de la mitad de la ciudad ciñe el mar.

El día 25 de octubre le intimó la rendición el marqués de Lede; la respuesta fue pedir tres días de tiempo; se le dieron seis horas; en este tiempo envió el gobernador al sargento mayor de la plaza para capitular. En el mismo día se hizo un destacamento de ochocientos granaderos, a cargo del marqués de San Vicente, para bloquear a Castillo Aragonés. Concedióse a la guarnición de Alguer salir con armas; pero dejarlas antes de embarcarse, porque también se capituló conducirlos a Génova. El día 29 se entregó la plaza.

Con esta noticia capituló en 30 de octubre Castillo Aragonés, y se le concedió lo mismo. Este es un castillo grandísimo, ceñido de baluartes, puesto en una eminencia, que no se le puede abrir brecha, toda la subida es peña viva, y no se puede tomar sino por hambre o por falta de agua, porque tiene muy pocas cisternas y la fuente de que bebe el pueblo está fuera del recinto y se pueden apoderar de ella los sitiadores.

Con esta rendición de Castillo Aragones, recobró en dos meses y pocos días el reino el Rey Católico; dio indulto general y licencia para que saliese cualquiera aun del país. Ejecutáronlo cuantos en el año de ocho habían sido declarados parciales de la Casa de Austria, y algunos otros, por veleidad o porque habían sido beneficiados del Emperador. Se extrañó del reino al arzobispo de Sacer, don Bernardo Fúster, porque no había querido cantar en su catedral el acostumbrado himno en acción de gracias; echóle el Rey las temporalidades, embargó las rentas, y el arzobispo se pasó a Bonifacio; este era un canónigo valenciano, muy parcial de los austríacos; le había el Emperador propuesto a esta mitra. También se salió voluntariamente don Antonio Sellent, obispo auxiliar de Caller.

El marqués de Lede dejó en el reino tres mil hombres de presidio, y por gobernador general a don José Armendáriz. Perdió el Rey en esta expedición seiscientos hombres, más de las mutaciones del aire que del fuego de la guerra, porque sólo la hubo en Caller por espacio de quince días; con lo restante de las tropas, volvió el marqués de San Felipe a su ministerio de Génova; los navíos y galeras de España se restituyeron a sus puertos. Los de transporte no se despidieron, porque tenía el cardenal Alberoni meditada otra empresa, aunque corrían las voces, como ciertas de que hacía el Emperador la paz con el turco, porque, armados los españoles, recelaba perder la Italia, donde ejercía su despótico imperio.

Había enviado a ella plenipotenciario al conde Orcolam, que tenía una liga con sus príncipes, pero no tuvo efecto, y sólo logró sacarles contribuciones, no solo con el pretexto de la guerra de Hungría, pero para defender la Italia, que suponía amenazada, por el Adriático del turco, y por los españoles del Mediterráneo. Éstos le daban más cuidado, porque ya sabía que le pedían los turcos la paz; le ofrecían el condado de Temesvar, como quedase por ellos la Morea y se demoliese Belgrado, dejando en libertad a los príncipes de Transilvania, Valachia y Moldavia, que tomasen el patrocinio de la Puerta Otomana o del Emperador. Al ministro español le parecían razonables estas proposiciones; pero las juzgaba el príncipe Eugenio indecentes y no dignas de proponer al vencedor.

Toda esta disputa de los ministros de Viena nacía de la aprensión de perder la Italia, y aunque el ministro veneciano aseguraba en Viena que su República contribuiría con las naves y tropas ofrecidas en la nueva Liga para defenderla, no les bastaba esto, como recelaban tanto de sus príncipes, y más del gran duque de Toscana y el de Parma. Dispusieron poner tropas alemanas en la Lunegiana y ducado de Masa. Con esto se ponían entre Toscana, Parma y Génova, y les parecía formar otra cadena, y aún ofrecieron al duque de Masa, que se hallaba en Viena, el feudo de Mirrebalt, en Alemania, si daba sus Estados de Italia al Emperador.

Estaba el Duque mal con sus vasallos por una sublevación poco antes sucedida, y daba oídos a dejarlos, pero vendiéndolos. Esto no tuvo efecto, porque los alemanes raras veces hacen contrato de dar dinero, sino de tomarle. Desahogaban su ira con el Papa; sacaron al nuncio de Nápoles, y el Tribunal que llaman de las Obras Pías, para la fábrica de San Pedro. Enviaron tropas a Benevento, con pretexto que no se escapasen los que de Nápoles se destinaban a las prisiones por difidencia del Gobierno. Cierto es que el cardenal Alberoni había enviado emisarios a aquel reino, y que algunos napolitanos se correspondían con los ministros del Rey Católico, porque la intención de Alberoni era, si se desembarazaba a prisa de Cerdeña, pasar estas tropas a Nápoles, con otras que meditaba enviar; pero el cardenal no las sacó de España para Cerdeña hasta tener el capelo, en que perdió mucho tiempo, y también tardó en el viaje más de lo que se pensaba la escuadra del marqués Esteban Mari, de lo que se le quería hacer cargo; pero se halló haber sido sin su culpa, y alegó que no era dueño de los mares ni los vientos.

En este año perdió el Emperador su hijo primogénito, que llamaban en Viena príncipe de Asturias, y parió la Emperatriz a la archiduquesa María Teresa en 13 de mayo. La Reina de España parió a 21 de marzo otro infante, a quien se le dio por nombre Francisco, pero vivió sólo treinta y seis días.



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