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ArribaAbajoActo segundo


Escena I

 

DON PEDRO y BRUNO.

 

BRUNO.-  Aquí tiene usted una carta del señor don Eduardo.

DON PEDRO.-  Bueno. Déjala aquí.

BRUNO.-  ¡Qué! ¿No la lee usted?

DON PEDRO.-  ¿Para qué? Si ya sé, poco más o menos, lo que dirá. Que las... lamentaciones... Como si uno pudiera remediar el que Matilde no le haya querido al cabo.

BRUNO.-  Y vea usted, cualquiera hubiera dicho al principio que...

DON PEDRO.-  También me lo creí yo... y sólo cuando ella me hizo escribirle ayer aquella carta que tú le llevaste, fue cuando acabé de desengañarme.

BRUNO.-  Valiente trabucazo fue la tal carta.

DON PEDRO.-  ¿Qué había de hacer?... Decirle la verdad... Que mi hija no se quería casar con él, y que yo lo sentía mucho... Porque, en efecto, me pesa de ello por mil y quinientas razones... Ya ves tú... ¿Qué dirá su tío?... y luego... no se encuentra así comoquiera un partido tan ventajoso.

BRUNO.-  Pero, señor, ¡qué pero le puede poner la señorita a don Eduardo! Él es lindo mozo... muy afable...

DON PEDRO.-  Y muy callado.

BRUNO.-  Y siempre que entraba o salía me apretaba la mano.

DON PEDRO.-  Y nunca me hablaba de dote.

BRUNO.-  Como que es un caballero.

DON PEDRO.-  ¡Oh! Todo un caballero.

BRUNO.-  ¡Si las muchachas hoy día no saben lo que quieren!

DON PEDRO.-  Ni quieren tampoco.

BRUNO.-  No, lo que es querer... con perdón de usted... lo mismo que las de antaño... sino que se las figura allá yo no sé qué cosas del otro jueves, y... y con nada se satisfacen.

DON PEDRO.-  Quise indicar que no tienen al parecer tanta gana de casarse como tenían las de nuestros tiempos.

BRUNO.-  Yo diré a usted, las nuestras pasaban sus días y sus noches haciendo calceta... lo que no pide atención... y podían pensar entre tanto en el novio y en la casa... y... Pero las de ahora, como todas leen la Gaceta y saben dónde está Pekín, ¿qué sucede? Que se les va el tiempo en averiguar lo que no les importa... y ni cuidan de casarse, ni saben cómo se espuma el puchero.

DON PEDRO.-  Tienes mucha razón, Bruno, mucha... aquéllas eran otras mujeres.

BRUNO.-  Y éstas no son aquéllas, señor don Pedro.

DON PEDRO.-  También es verdad... en fin... ¡Cómo ha de ser! La cosa ya no tiene remedio... así...

BRUNO.-  Así, yo me vuelvo a mi antesala... a darle sus garbanzos a la cotorrita... que si me gusta por algo es porque de todas las del barrio es la única que no picotea el gabacho.



Escena II

DON PEDRO.-   (Se sienta junto a la mesa, tomando la carta.) ¡Pobre don Eduardo!... ¿Quizá pida respuesta? ¡Qué disparate! Lo que pedirá será lo que yo no le puedo otorgar... que hable a Matilde... que me empeñe... que la obligue... cosas imposibles... ¿Dónde habré puesto las antiparras? Cosas que no pueden hacerse sin ruidos... Ya las encontré... Veamos sin embargo.  (Lee.)  «Señor don Pedro de Lara, etcétera, etc. Nada de lo que usted me escribe me ha sorprendido y yo ya estaba preparado para semejante fallo...» Más vale así, porque unas calabazas exabrupto son difíciles de digerir... «Lo que sí me ha llenado de satisfacción y de gratitud hacia usted son las finas expresiones con que se sirve manifestarme lo que siente este desenlace...» Como que le decía que hubiera dado un ojo de la cara por poder anunciarle un resultado favorable... no podía estar más expresivo... «y siendo aquéllas, en mi concepto, sinceras, me animan por lo mismo a solicitar de usted un favor...» Ya apareció el peine... «un favor de que va a depender la felicidad de toda mi vida...» ¡Si conoceré yo a mi gente! «la felicidad, quizá de su propia hija de usted, y es que cuando me presente otra vez en su casa me reciba usted lo peor...» ¿Qué ha puesto aquí, este hombre?... «lo peor que le sea posible» ¡Peor dice, y bien claro! «lo peor que le sea posible, esto es, que me trate desde hoy con el mayor despego, que murmure de mí en mi ausencia, que se burle sin rebozo de mi familia y circunstancias, que me calumnie, si fuese necesario, y finalmente...» Vaya, está visto, hay que atarlo... «Y finalmente, si Matilde algún día cediere a mis votos y consintiere en recompensar con el don de su mano tanta constancia y cariño, que usted nos niegue entonces y después su licencia, por más que ella lo solicite, y por más que usted mismo lo apetezca, hasta tanto que yo se la pida a usted en papel sellado.» ¡Repito que se le fue la chaveta...! «Si usted accede, pues, a mi súplica y me promete bajo su palabra de honor, hacer bien su papel y no confiar el secreto a nadie, en este caso nada me quedará que desear y estoy seguro que muy pronto se podrá firmar su obediente hijo el que ahora sólo se dice de usted atento y seguro servidor: Eduardo de Contreras.» Si comprendo una jota de toda esta jerigonza... «Posdata.» ¿Todavía le quedaron más disparates en el buche...? «Ya le explicaré a usted mi proyecto cuando pueda hacerlo a solas y sin dar qué sospechar; entre tanto me urge el saber si usted me concede lo que tanto anhelo, y para ello iré dentro de una hora a su casa y le haré entrar recado por Bruno de que deseo hablarle; usted entonces hágame decir secamente por él mismo que no me quiere recibir, y yo entonces interpretaré esta repulsa a mi favor. ¡Por Dios, señor don Pedro, que no logre yo el ver a usted!...» ¡Ah, con que es un proyecto!... que luego me explicará... y a fe que buena falta me hace... y yo entre tanto sólo tengo que hacer... pero... muy poco es lo que tengo que hacer: no recibirle, encerrarme en mi cuarto para mayor seguridad... la cosa no es difícil... pero, y si tropiezo con él antes de que pueda ponerme al corriente... entonces... no le miraré a la cara, ahuecaré la voz... y le volveré pronto las espaldas... Tampoco esto es muy difícil... Con todo no sé yo si podré... y por otra parte me parece tan extravagante...



Escena III

 

BRUNO y DON PEDRO.

 

BRUNO.-  El señor Eduardo desea con mucho ahínco hablar con usted.

DON PEDRO.-  (¡Jesús! Tan pronto...)

BRUNO.-  Dice que es materia muy grave...

DON PEDRO.-  (¡Qué compromiso!)

BRUNO.-  Y que despachará en un santiamén.

DON PEDRO.-  (¡Pero cómo puedo yo negarle un favor tan barato!)

BRUNO.-  Yo le he asegurado que usted tendría mucho gusto en recibirle.

DON PEDRO.-  Has hecho muy mal.

BRUNO.-  ¡Como usted le estima tanto!

DON PEDRO.-  ¿Quién te ha dicho eso?

BRUNO.-  Usted mismo, no hace un credo, por más señas que...

DON PEDRO.-  Qué señas ni qué berenjenas... Siempre has de meterte en camisa de once varas.

BRUNO.-  Ya las quisiera yo de tres y media.

DON PEDRO.-  (Pero yo, ¿qué arriesgo en darle gusto?)

BRUNO.-  Conque, por fin, ¿qué le digo?

DON PEDRO.-  Dile que... no le quiero recibir... anda.

BRUNO.-  Bueno... le diré que había usted salido por la puerta falsa y que...

DON PEDRO.-  No, no; que estoy en casa y que no le quiero recibir.

BRUNO.-  Ya estoy, que siente usted mucho no poderle recibir, porque...

DON PEDRO.-  ¡Habrá mentecato igual con sus malditos cumplidos!... No que no puedo, sino que no quiero recibirle, que no quiero; sin preámbulos ni sentimientos ni... ¿Lo entiendes ahora?

BRUNO.-  Pero eso no se le dice a nadie en sus bigotes.

DON PEDRO.-  Pues tú se lo vas a decir en los suyos... ¡Y cuidado que no se lo digas!... Que no quiero recibirle, ni más ni menos... (No dudará ahora de mi amistad.)  (Vase.) 



Escena IV

 

BRUNO, y luego DON EDUARDO.

 

BRUNO.-  ¡Qué mosca le habrá picado! Jamás le vi tan fosco... La carta traería sin duda alguna pimienta y... pero esto no quita que yo trate de dorar la píldora... no sea también que se enfade y que yo vaya a pagar lo que no debo.

DON EDUARDO.-   (A la puerta.)  ¡Lo que tarda este Bruno! Ya me falta la paciencia... Aquí está, solo... ¡Dios mío, si no se lo habrá dicho todavía!

BRUNO.-  Nadie puede responder de un primer pronto y...

DON EDUARDO.-   (Entrando.)  Bruno, le dijo ya usted a su amo...

BRUNO.-  Perdone usted, señor don Eduardo, si no he vuelto tan luego como... me entretuve aquí en...

DON EDUARDO.-  No importa, no importa; y ¿qué ha contestado su amo de usted?

BRUNO.-  Ya ve usted... el amo puede salir por la puerta trasera sin que nosotros lo sintamos...

DON EDUARDO.-  ¡Había salido!... Y bien, esperaré a que vuelva; ¡cómo ha de ser!...  (Se sienta.) 

BRUNO.-  No digo que haya salido, sino que...

DON EDUARDO.-  ¿No me quiere recibir? Acabe usted.  (Se levanta.) 

BRUNO.-  A veces, con la mejor voluntad del mundo, hay momentos tan ocupados en que no se puede...

DON EDUARDO.-  En que no se quiere recibir, ¿querrá usted decir?

BRUNO.-  En que no se puede...

DON EDUARDO.-  En que no se quiere... ¿a qué andar con rodeos?

BRUNO.-  (¡También es empeño el de los dos!)

DON EDUARDO.-  Vaya... ¿no es cierto que don Pedro no quiere recibirme?

BRUNO.-  (Estoy por cantar de plano.)

DON EDUARDO.-  Ea, no tenga usted empacho... ¿no es cierto?...

BRUNO.-  Cierto... ya que usted exige absolutamente...

DON EDUARDO.-  ¡Oh! ¡Qué fortuna!

BRUNO.-  ¡Fortuna!

DON EDUARDO.-  La de no morirme aquí de repente al oír semejante desengaño.

BRUNO.-  (¡Qué lástima me da!)

DON EDUARDO.-  ¿Y don Pedro, por supuesto, se serviría de palabras agrias y malsonantes?

BRUNO.-  ¡Oh, no señor! El amo es incapaz de...

DON EDUARDO.-  Pero al menos se expresaría... así... con cierta sequedad... ¿eh?

BRUNO.-  Oiga usted, no necesita uno humedecerse mucho la boca para decir «no quiero».

DON EDUARDO.-  ¡Y bien, tanto mejor!

BRUNO.-  Si es a gusto de usted...

DON EDUARDO.-  Porque es bien claro que lo que más importa a un desgraciado es llegar a serlo tanto, que ya no pueda serlo más.

BRUNO.-  ¿Eso llama usted claro?

DON EDUARDO.-  ¿No ve usted que así se pierde toda esperanza y toma uno al cabo su partido?

BRUNO.-  Cuando hay partido que tomar, no digo que no.

DON EDUARDO.-  Ahora quisiera yo que usted, mi querido Bruno...

BRUNO.-  (¡Su querido Bruno!...)

DON EDUARDO.-  Me concediera una gracia que le voy a pedir y que será probablemente la última que le pediré en mi vida.

BRUNO.-  Si está en mi arbitrio...

DON EDUARDO.-  Lo está, y consiste sólo en que usted me proporcione una conferencia de dos minutos con su señorita.

BRUNO.-  Pero ¿cómo quiere usted que yo?...

DON EDUARDO.-  Aquí mismo, en presencia de usted... dos minutos tan sólo.

BRUNO.-  ¡Así podré oír!...

DON EDUARDO.-  Cuanto hablemos... que yo no soy partidario de misterios ni de cosas irregulares... Lo único que solicito es ver todavía otra vez a doña Matilde... y probarla con sólo tres palabras que yo no soy enteramente indigno del tesoro que codiciaba.

BRUNO.-  ¿Quién puede dudarlo?... Y muy digno que era usted. Con todo, ¿yo qué puedo hacer?; decírselo cuando más a la señorita... pero si ella sale con lo que su padre... entonces...

DON EDUARDO.-  Entonces, tendremos los dos paciencia... y no la volveré a importunar más.

BRUNO.-  Siendo así, voy, pues, y Dios haga que no la coja de mal talante.  (Vase.) 



Escena V

 

DON EDUARDO, y luego BRUNO.

 

DON EDUARDO.-  ¡Qué miedo tenía que don Pedro no quisiera prestarse a mi proyecto sin saber antes!... y también que el buen Bruno... pero hasta aquí todo va viento en popa; ahora sólo falta el que Matilde venga, y que me dé ocasión para entablar la comedia... porque si no consigo hablarla, entonces no sé cómo podré...

BRUNO.-  Pues... lo mismo que su padre.  (Entrando.) 

DON EDUARDO.-  ¡Malo!

BRUNO.-  Me echó con cajas destempladas, y...

DON EDUARDO.-  ¿Tampoco quiere verme?

BRUNO.-  Tampoco.

DON EDUARDO.-  (Voto va... ¿qué haré? Si tuviera papel y tintero... quizá cuatro renglones... bien torcidos, como si me temblara mucho el pulso... y cuatro expresiones bien campanudas...bien misteriosas...)

BRUNO.-  Dijo que nada tenía que añadir ni quitar a lo que la carta rezaba...

DON EDUARDO.-  Allí creo hay uno y otro.  (Se dirige a la mesa.) 

BRUNO.-  Y que de consiguiente era inútil que ustedes se hablasen.

DON EDUARDO.-  En efecto, aquí hay papel...  (Sentándose y escribiendo.)  Y también pluma... Escribamos. «Matilde...» sin adjetivo; cuando uno está muy agitado deben dejarse los adjetivos en el tintero.

BRUNO.-  ¿Qué escribirá?

DON EDUARDO.-  «¡¡Matilde!!» Dos signos de admiración... «No tema usted que la importune, no...» Este segundo «no» vale un Perú. «Ya sé que las condenas de amor no admiten apelación, y que no es culpa de usted el que yo no haya sabido agradarla;» punto y coma... «pero al menos que la vea yo a usted hoy, que la vea a usted siquiera otra vez, antes que nos separe para siempre el océano...» ¡No vaya a parecerla todavía poco el océano!... «el océano o la eternidad.» Ahora sí que hay tierra de por medio... Nada de firma... ni de sobre... Bruno, entregue usted este papel a doña Matilde.

BRUNO.-  Sí.

DON EDUARDO.-  Entréguelo usted por la Virgen.

BRUNO.-  Cuando...

DON EDUARDO.-  Mire usted que me va la vida.

BRUNO.-  ¡Santa Margarita!  (Entra precipitadamente.) 



Escena VI

 

DON EDUARDO, y luego DOÑA MATILDE y BRUNO.

 

DON EDUARDO.-  Si esto no la ablanda, digo que es de piedra berroqueña... ¡Pobre de mí, y a lo que me veo obligado para obtener a Matilde!... ¡A engañarla, a fingir un carácter tan opuesto al mío!... ¡Oh, si yo no estuviera tan convencido como lo estoy de que Matilde me prefiere a pesar de pesares... y que me deberá su futuro bienestar... jamás apelaría!... ¡Pero ella es!... Pongámonos en guardia...  (Se sienta como absorto en una profunda meditación.) 

BRUNO.-  Allí le tiene usted hecho una estatua.  (A DOÑA MATILDE.) 

DOÑA MATILDE.-  No nos ha sentido... y, en efecto, le encuentro muy desmejorado... retírate un poco... No, no tan lejos.

BRUNO.-  ¿Si se habrá dormido?

DOÑA MATILDE.-  He consentido, caballero... (No me oye.)

DON EDUARDO.-  ¡Ay!

DOÑA MATILDE.-  ¿Suspiró?  (A BRUNO.) 

BRUNO.-  Ya lo creo... y de mi alma.  (A DOÑA MATILDE.) 

He consentido, señor don Eduardo...  (Acercándose.) 

DON EDUARDO.-  ¿Quién?... ¡Ah! Perdone usted, Matilde, si absorto en mis tristes meditaciones... perdone usted... La desgracia hace injusto al mísero a quien agobia... y yo ya me había rendido al desaliento, persuadido a que usted persistiría en su cruel negativa.

DOÑA MATILDE.-  Quizá hubiera sido más prudente; porque... ya ve usted, antes de tomar un partido irrevocable he debido pesar todas las circunstancias y... no soy ninguna niña de quince años.

BRUNO.-  Como que tiene usted ya sus diecisiete.

DOÑA MATILDE.-  Dieciocho son los que tengo, si vamos a eso.

BRUNO.-  Diecisiete.

DOÑA MATILDE.-  Dieciocho. ¡Habrá pesado igual!

BRUNO.-  Pero hija, si nació usted el día de los innumerables mártires de Zaragoza, que cayó en viernes en el mes pasado, y entonces hizo usted los diecisiete.

DOÑA MATILDE.-  Bueno, diecisiete, y lo que va desde entonces acá ¿no lo cuentas? Si sabré yo que tengo dieciocho años.

DON EDUARDO.-  ¡Indudablemente! Dieciocho años tiene usted, y más bien más que menos, edad, por mi desgracia, en que ya se calcula y se tiene la experiencia necesaria para conocer lo que se quiere y lo que conviene. Por eso, Matilde, no tema usted que la importune con mis súplicas ni la entristezca con el relato de mis padecimientos... no por cierto... ¿De qué serviría? Usted ha hecho lo que ha debido... cerciorarse primero de que no me amaba, y quitarme luego de una vez toda esperanza... Nada más natural ni más de agradecer... Otro más afortunado que yo habrá quizá obtenido...

DOÑA MATILDE.-  ¡Oh, no!, por lo que es eso puede estar usted bien satisfecho... ni siquiera me he vuelto a acordar de que hay hombres en este mundo, desde ayer que creí necesario el desengañar a usted.

DON EDUARDO.-  Siempre es ése un consuelo... aunque, por otra parte, si usted podía ser dichosa con otro hombre, ¿por qué no me había de alegrar? ¡Ah, Matilde!, su felicidad de usted es la única idea que me ha preocupado siempre, y si algún día, en medio de los países remotos en que voy a arrastrar mi mísera existencia, me llegara por acaso la noticia...

DOÑA MATILDE.-  ¡Qué! ¿Se va usted tan lejos?

DON EDUARDO.-  ¡Oh, sí, muy lejos!

DOÑA MATILDE.-  Arrima unas sillas, Bruno... ¿Y dónde? Esto es, si usted no tiene interés en callarlo.

DON EDUARDO.-  Apenas lo sé yo todavía... Cualquier país me es indiferente, con tal que sea bien agreste y selvático.

BRUNO.-  (¿Si se irá a Sacedón?)

DON EDUARDO.-  He titubeado algún tiempo entre California y la Nueva Holanda; pero al cabo puede ser que me decida por la isla de Francia.

DOÑA MATILDE.-  ¡Allí nacieron Pablo y Virginia!

DON EDUARDO.-  Y el negro Domingo también.

DOÑA MATILDE.-  En efecto... Siéntese usted, siéntese usted.

DON EDUARDO.-  Es que temería...

DOÑA MATILDE.-  No, no; siéntese usted... y como iba diciendo, allí fue donde pasó toda su trágica historia, que tengo bien presente.

DON EDUARDO.-  (Más la tengo yo, que la leí anoche de cabo a rabo.)

DOÑA MATILDE.-  ¡Y aquella madre, señor, aquella madre tan cruel que se empeñó en que su hija había de ser rica!

BRUNO.-  Más cruel me parece a mí que hubiera sido si se hubiera empeñado en lo contrario.

DON EDUARDO.-  Luego hallaré en dicha isla todo cuanto puedo apetecer en mi posición actual: cascadas que se despeñan, ríos que salen de madre, precipicios, huracanes...

BRUNO.-  (¡No iré yo a la tal isla!)

DON EDUARDO.-  Y bosques inmensos de plátanos, cocoteros y tamarindos, con cuyos frutos podré sustentarme, o a cuya sombra podrán reposar tal cual vez mis fatigados miembros.

DOÑA MATILDE.-  ¡Y qué! ¿No tendrá usted miedo de los negros cimarrones?

BRUNO.-  (¿Quiénes serán esos demonios?)

DON EDUARDO.-  ¿Y por qué quiere usted que les tenga yo miedo? ¿Qué me pueden quitar por ventura? ¿La vida, que es lo único que me queda?

BRUNO.-  (¿Y es grano de anís?)

DON EDUARDO.-  ¡Ah, Matilde, si viera usted qué poco vale la vida cuando se vive sin deseos, ni porvenir!

DOÑA MATILDE.-  ¡Pobre Eduardo!

DON EDUARDO.-  ¿Se enternece usted?

BRUNO.-  También a mí me empiezan a escocer los ojos, si vamos a eso.

DOÑA MATILDE.-  Ciertamente que no puedo menos de agradecer y admirar el que vaya así a exponerse por mi causa a tantos peligros un joven de tales esperanzas, tan rico...

DON EDUARDO.-  ¿Yo rico?

DOÑA MATILDE.-  Contando con la herencia del tío...

DON EDUARDO.-  No hay duda que he podido ser rico, pero...

DOÑA MATILDE.-  ¿Pero qué?

DON EDUARDO.-  Nada, nada.

DOÑA MATILDE.-  Explíquese usted.

DON EDUARDO.-  Son cosas mías, que ya no pueden interesar a usted.

DOÑA MATILDE.-  ¡Oh!, Sí, sí... hable usted... lo quiero... lo exijo...

DON EDUARDO.-  Bueno, sepa usted que cuando el señor don Pedro creía que mi tío aprobaba nuestro proyectado enlace, éste me instaba a que me casase con la hija única del conde de la Langosta...

BRUNO.-  (Familia muy noble en tierra de Campos.)

DOÑA MATILDE.-  ¿Y bien?

DON EDUARDO.-  Y que mi tío me ha desheredado en seguida, porque no he querido darle gusto.

DOÑA MATILDE.-  ¿Le ha desheredado a usted?

DON EDUARDO.-  Así me lo anuncia en una carta que recibí ayer suya, dos o tres horas antes que Bruno me entregara la de su padre de usted.

DOÑA MATILDE.-  ¿Le ha desheredado a usted?

DON EDUARDO.-  Pues, y por lo mismo nada sacrifico, en punto a bienes de fortuna, al desterrarme para siempre de mi patria.

DOÑA MATILDE.-  ¿Y había de consentir yo en ese destierro?

BRUNO.-  Perrada fuera.

DOÑA MATILDE.-  ¡Yo, que tengo la culpa de todas las desgracias de usted!

DON EDUARDO.-  Pero ¿qué remedio?...

DOÑA MATILDE.-  No, jamás se realizará tan terrible separación... si es cierto que usted me quiere...

DON EDUARDO.-  ¿Lo duda usted todavía?

DOÑA MATILDE.-  ¡Desheredado por mí! ¡Y yo he podido, Dios mío, desconocer un instante tanto mérito!

DON EDUARDO.-  ¡No llore usted, por mi vida, Matilde mía!

DOÑA MATILDE.-  ¡Sí, hace usted bien en llamarme suya... que de usted soy y seré... que de usted he sido siempre; porque ahora lo conozco, y no tengo vergüenza en confesarlo!

BRUNO.-  ¡Pobrecita, qué ha de hacer más que conocerlo y confesarlo!

DON EDUARDO.-  ¡Puedo creer tamaña dicha!

DOÑA MATILDE.-  ¡Ojalá estuviera aquí mi padre, para que en su presencia...!



Escena VII

 

DON PEDRO y DICHOS.

 

DON PEDRO.-  (¿Si se habrá ya ido?)

DOÑA MATILDE.-  Papá, papá, aquí está don Eduardo.

DON PEDRO.-  ¡Hola! Conque...  (Risueño.) 

DON EDUARDO.-  ¡Hum!  (Tosiendo.) 

DON PEDRO.-  (¡Canario!, que se me olvidaba el encargo...)

DOÑA MATILDE.-  Y ya nos hemos explicado cierto quid pro quo que había... y... nos hemos mutuamente satisfecho... y...

DON PEDRO.-  ¡Oh, pues si se han satisfecho ustedes! Entonces...  (Risueño.) 

DON EDUARDO.-  ¡Hum!  (Tose.) 

DON PEDRO.-  (¡Maldita carraspera!)

DOÑA MATILDE.-  ¿No es verdad, papá, que usted se alegra de ello y que...?

DON EDUARDO.-  ¡Achís!  (Estornuda fuerte.) 

BRUNO.-  Dominus tecum.

DON PEDRO.-  No, hija mía, no me alegro de semejante cosa ni tampoco puedo aprobar... porque... después de todo, y... en fin... yo me entiendo, yo me entiendo.

DOÑA MATILDE.-  Yo soy la que no entiendo a usted, papá mío, porque...

DON EDUARDO.-  Su papá de usted, Matilde mía, se habrá irritado al verme aquí en conversación con usted, cuando me había hecho decir que no quería recibirme.

DON PEDRO.-  Precisamente.

DON EDUARDO.-  Y creerá que en esto le hemos faltado al respeto.

DON PEDRO.-  Cabal.

DON EDUARDO.-  Y que nuestra conferencia clandestina es contra las leyes del decoro.

DON PEDRO.-  Sí, señor, clandestina, y contra las leyes del decoro.

DON EDUARDO.-  Y al notar yo el furor de sus miradas y el calor con que se expresa, le protesto a usted, empiezo a temer además que ya no quiera atender a otras razones, que nos quiera separar, y aun para separarnos más pronto que la coja ahora mismo del brazo y se la lleve a su gabinete.

DON PEDRO.-  Eso es, eso es, ni más ni menos, lo que voy a hacer... Vente conmigo.  (A DOÑA MATILDE.) 

DOÑA MATILDE.-  ¿Pero, papá?...

DON PEDRO.-  ¡Vente conmigo!  (Llevándola como por fuerza.) 

DON EDUARDO.-  Pero, señor don Pedro...

DON PEDRO.-  ¡Eh!  (Volviéndose para oír lo que va a decir.) 

DON EDUARDO.-  Decía que yo también me retiraba para no ofender a usted más con mi presencia.

DON PEDRO.-  Bien hecho. Vamos.  (A DOÑA MATILDE.) 

DOÑA MATILDE.-  Adiós, Eduardo.

DON EDUARDO.-  Adiós, Matilde.

DON PEDRO.-  ¡Vamos, repito!

DOÑA MATILDE.-  Fíate en mi constancia.  (Al entrarse.) 

DON EDUARDO.-  Ya me fío.  (Yéndose.) 

DOÑA MATILDE.-  Adiós.  (Desde dentro.) 

DON EDUARDO.-  Adiós.  (Vase.) 

BRUNO.-  ¡Cómo se quieren! Como dos tortolillos... y el amo, a pesar de eso y sin saber por qué, los separa y los... Vaya, no hiciera otro tanto Herodes el ascalonita.