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ArribaAbajoActo tercero


Escena I

 

DON PEDRO y DOÑA MATILDE.

 

DOÑA MATILDE.-  Por Dios, papá, déjese usted ablandar.

DON PEDRO.-  No, no; nunca consentiré en semejante bodorrio.

DOÑA MATILDE.-  ¿Pues no lo aprobaba usted antes?

DON PEDRO.-  No sabía entonces lo que sé ahora.

DOÑA MATILDE.-  ¿Pero qué sabe usted?

DON PEDRO.-  Mil cosas... Sé en primer lugar que tu don Eduardo no tiene un ochavo.

DOÑA MATILDE.-  ¿Y ése es acaso un gran defecto?

DON PEDRO.-  No te lo parece a ti ahora, que te sientas, por ejemplo, a la mesa, y si hay tortilla comes tortilla, sin informarte siquiera de a cómo va la docena de huevos; pero cuando seas ama de casa y veas volver a Toribio con la esportilla vacía, porque tu marido no dejó una blanca con qué llenarla, ya verás entonces si se te cae la baba por la gracia.

DOÑA MATILDE.-  (¡Qué preocupación!...)

DON PEDRO.-  En fin, te repito que no me acomoda el yerno que me quieres dar... ni yo sé tampoco lo que te prenda en él porque fisonomía menos expresiva...

DOÑA MATILDE.-  ¡Calle usted, señor, y tiene dos ojos como dos carbunclos!

DON PEDRO.-  Lo dicho, dicho, Matilde; no cuentes jamás con mi licencia... Si te quieres casar con ese hombre y morirte después de hambre... cásate enhorabuena y buen provecho te haga, con tal que yo no te vuelva a ver en mi vida... Esto es lo único y lo último que te digo... Adiós... (Bueno será que me vaya antes que empiecen los pucheros.)



Escena II

 

DOÑA MATILDE.

 

  ¡Que me case y que no lo vuelva a ver en su vida!... Y él mismo me lo indica... ¡Dios mío, qué entrañas tienen estos padres! ¡Que me case!... ¡Si sospechará alguna cosa de lo que Eduardo y yo tenemos tratado para cuando ya no haya otro recurso! ¿Y queda ya alguno por ventura? ¡Que me case!... Y bien, sí... me casaré... me casaré con el hombre de mi elección, con el único mortal que me es simpático y que puede proporcionarme la mayor felicidad posible en este mundo... la de amar y ser amada; porque o yo no sé en lo que se cifra el ser una mujer dichosa o ha de consistir necesariamente en estar siempre al lado de lo que ella ama; en jurarle a cada instante un eterno cariño; en respirar el aire que él respire... ¿Y cuesta acaso algo de esto dinero? No, no... por fortuna todo esto se hace de balde, por más que digan lo contrario... y todo esto lo haré con mi Eduardo... Con él pasaré mi vida en un continuo éxtasis, y cuando una misma losa cubra al cabo de muchos años nuestras cenizas, todavía inseparables, que vengan entonces a echarme en cara si lo que comí en vida fue potaje de lentejas o si mi esposo tenía un miserable arriero por tatarabuelo.



Escena III

 

DOÑA MATILDE, BRUNO y después DON EDUARDO.

 

BRUNO.-  ¿Está usted sola?  (Entreabriendo la puerta.) 

DOÑA MATILDE.-  Sí, ¿qué hay?

BRUNO.-  ¿Qué hay?... lo de siempre... que el señor don Eduardo está ya ahí con ganas de parleta y que yo, como me han hecho ustedes, velis nolis, su corre ve y dile, me adelanto a reconocer el campo.

DOÑA MATILDE.-  ¿Dónde le dejas?

BRUNO.-  En el descanso de la escalera.

DOÑA MATILDE.-  Que suba... y tú, oye.

BRUNO.-  Suba usted caballerito... y yo, oigo.

DOÑA MATILDE.-  Es necesario que te pongas en el cancel de esa puerta  (A BRUNO.) , y que nos avises de cualquier ruido que adviertas en el cuarto de papá, no sea que salga y nos sorprenda.

BRUNO.-  ¿Qué tenemos, Matilde mía?

DOÑA MATILDE.-  Nada bueno, Eduardo; papá me acaba de asegurar que jamás me dará su consentimiento.

DON EDUARDO.-  ¡Será posible!

DOÑA MATILDE.-  Y tanto como lo es... Me ha dicho también mil horrores de usted...

DON EDUARDO.-  ¡De mí!

DOÑA MATILDE.-  En primer lugar, y según costumbre, que era usted pobre...

DON EDUARDO.-  Pero usted le habrá respondido, según costumbre...

DOÑA MATILDE.-  Lo bastante para indicarle que ésta es la mayor perfección que usted tiene a mis ojos.

DON EDUARDO.-  Muchas gracias.

DOÑA MATILDE.-  En seguida se ha ensangrentado con la familia de usted... con su persona... Vamos, le aborrece a usted con sus cinco sentidos... ¡Ya ve usted si es injusticia!

DON EDUARDO.-  ¿Y ya ve usted si me lo parecerá a mí?

DOÑA MATILDE.-  Así, confieso que ya no me queda esperanza alguna.

DON EDUARDO.-  Ni a mí tampoco... verdad es que nunca la tuve... De ahí que no me haya dormido, y que si usted quiere...

DOÑA MATILDE.-  Explíquese usted.

DON EDUARDO.-  Sepa usted que si bien es cierto que he gastado hasta el último real que poseía, también lo es que ya tengo todo listo para nuestro casamiento... Dispensa, cura, testigos, cuarto en qué vivir, un poco alto sin duda... como que está en un quinto piso... pero en buena calle... en la calle del Desengaño... en fin, nada falta... sino que usted se decida... y dentro de media hora...

DOÑA MATILDE.-  ¡De media hora!

DON EDUARDO.-  Nos sobra aún tiempo, porque ni usted necesita más de diez minutos para prepararse, ni yo más de veinte para dar mis últimas órdenes, volver a esta calle, aprovechar el primer momento en que no pase gente, avisar a usted de ello con tres palmadas, recibirla cuando baje y conducirla en dos brincos a la iglesia, cuya puerta, por fortuna, tenemos casi enfrente de esa reja.

DOÑA MATILDE.-  No decía yo eso, sino que tanta precipitación... estas cosas, Eduardo, necesitan siempre pensarse algo.

DON EDUARDO.-  ¡Al revés, Matilde! Estas cosas, si se piensan algo no se hacen nunca... porque... ya ve usted... a cada paso ocurren nuevas dificultades. Se trasluce entretanto el proyecto... se suscitan persecuciones... hay encierros a pan y agua en calabozos subterráneos, hay vapuleo no pocas veces... y si desgraciadamente hubiera esto para nosotros, no sé yo luego cómo nos habíamos de casar.

DOÑA MATILDE.-  ¡Oh! Eso es muy cierto... dígalo si no Ofelia... la del castillo negro.

DON EDUARDO.-  Y Malvina y Etelvina y Carolina y otras mil víctimas desventuradas de la injusticia paternal, a quienes han enterrado con palma por andarse con miramientos.

DOÑA MATILDE.-  No, lo que es Etelvina murió de parto, si es que no he olvidado su historia.

DON EDUARDO.-  Llámelo usted hache... de parto o emparedada... allá se va todo... Ello es que Etelvina debió hacer mala sangre con los disgustos que le dieron para que... Con que vamos, Matilde mía, ¿qué resuelve usted? Mire usted que cada instante que se pierde...

DOÑA MATILDE.-  No sé lo que haga... salirse una así de su casa sin...

DON EDUARDO.-  Pues si no ¿qué otro camino tenemos? A menos que usted, arredrada con los peligros que pueden amenazarnos, no se arrepienta de sus juramentos y...

DOÑA MATILDE.-  ¡Yo arredrada! ¡Yo arrepentida! No creía yo que me calumniara usted de ese modo, Eduardo, después de tantas pruebas como le tengo a usted dadas de mi amor...

DON EDUARDO.-  No es que yo dude... ¿ni cómo había de dudar... cuando esta misma mañana... allí... delante de aquel cuadro de Atala moribunda, me prometió usted casarse conmigo y seguirme, aunque fuera al fin del mundo? Sino que... haciendo una hipótesis casi imposible, decía...

DOÑA MATILDE.-  Dichoso usted que tiene la cabeza para hipótesis... No me sucede a mi otro tanto... y si al cabo cedo a las instancias de usted...

DON EDUARDO.-  ¿Cede usted a mis instancias? ¡Oh, qué ventura!

DOÑA MATILDE.-  Sí, hombre injusto, y para ceder mejor a ellas cierro los ojos sobre todas las consecuencias... Diga usted ahora que soy tímida o que soy...

DON EDUARDO.-  Digo, Matilde, que es usted una hembra extraordinaria... una verdadera heroína de novela... y arrojándome a sus pies protesto...

BRUNO.-  Que el amo bosteza.  (Sin dejar su puesto.) 

DON EDUARDO.-  ¡Caramba! Si se fastidia de estar solo y sale... No, no...  (Levantándose.)  Aprovechemos los momentos... Ahora son las ocho de la noche... conque así, Matilde, a las ocho y media me tiene usted al pie de aquella reja.

DOÑA MATILDE.-  Bueno, entonces ya me tendrá usted también pronta.

DON EDUARDO.-  No olvide usted la seña, tres palmadas mías.

DOÑA MATILDE.-  Me parece mejor que intercale usted entre la segunda y la tercera un gran suspiro para que no sea tan fácil el que yo pueda equivocarme, si acaso hubiera otra intriga amorosa en la calle.

DON EDUARDO.-  Observación muy prudente... suspiraré entre la segunda y la tercera.

DOÑA MATILDE.-  Pues lo demás déjelo a mi cargo, que Bruno y yo dispondremos el cómo burlar la vigilancia de mi padre.

DON EDUARDO.-  No hay más que hablar. Adiós, bien mío.

DOÑA MATILDE.-  Adiós...

DON EDUARDO.-  ¡Ah!, se me pasaba el recomendar a usted que no traiga consigo alhaja alguna, ni dinero ni cosa que lo valga, porque dirían que yo...

DOÑA MATILDE.-  Pierda usted cuidado... Una muda o dos cuando más, con las cartas que usted me ha escrito, el retrato de Atala, la sortija de alianza, y la rosa que usted me dio en el primer rigodón que bailamos juntos, y que conservo en polvo, envuelta en un papel de seda. Esto es todo lo que pienso llevar.

DON EDUARDO.-  Ni necesita usted más. Adiós otra vez.



Escena IV

 

DOÑA MATILDE y BRUNO.

 

DOÑA MATILDE.-  Adiós... ¿Bruno?...

BRUNO.-  ¿Señorita?

DOÑA MATILDE.-  ¿Te enteraste de lo que hemos tratado?

BRUNO.-  Ni jota... como tenía que atender a lo que pasaba por allá adentro...

DOÑA MATILDE.-  Pues has de saber... pero antes jura que no lo has de decir a nadie.

BRUNO.-  Digo que no se lo diré a nadie.

DOÑA MATILDE.-  Júralo.

BRUNO.-  ¡Cuando prometo yo una cosa!...

DOÑA MATILDE.-  Bueno... escucha ahora.

BRUNO.-  ¿Qué es ello?  (Con curiosidad.) 

DOÑA MATILDE.-  ¿Me quieres, Bruno?

BRUNO.-  Toma ¿y para eso tantos aspavientos?

DOÑA MATILDE.-  Es que si tú no me quieres... (y mira, Bruno, que me has de querer mucho) de lo contrario es inútil que te refiera nada, porque ni me ayudarías ni... conque así, responde: ¿me quieres mucho, Bruno?

BRUNO.-  ¿Que si la quiero a usted? Buena pregunta, cuando la he visto a usted nacer, como quien dice, y la he arrullado y la he dado papilla y la he...

DOÑA MATILDE.-  Tienes razón... y por lo mismo me decido ahora a confiarte que me caso esta noche con don Eduardo.

BRUNO.-  ¡Oiga! Su padre de usted consintió al cabo...

DOÑA MATILDE.-  No tal; antes al contrario, se opone a ello.

BRUNO.-  ¿Y dice usted que se casa?

DOÑA MATILDE.-  Dentro de media hora... ahí está el misterio.

BRUNO.-  No puede ser eso entonces, niña.

DOÑA MATILDE.-  Te digo que sí... Don Eduardo lo ha arreglado ya todo, y me vendrá a buscar dentro de media hora para llevarme a la iglesia.

BRUNO.-  No será el hijo de mi madre el que le abrirá la puerta.

DOÑA MATILDE.-  No importa, porque precisamente tengo decidido el salir por la ventana.

BRUNO.-  ¿Por la ventana?

DOÑA MATILDE.-  Por esa reja, quise decir, cuya llave tienes tú, y que está tan baja que con la ayuda de una silla cualquiera puede...

BRUNO.-  Según eso, ¿usted cree que yo le voy a dar la llave?

DOÑA MATILDE.-  ¿Por qué no?

BRUNO.-  ¿Y también quizá que yo mismo le pondré la silla para encaramarse?

DOÑA MATILDE.-  ¿Quién había de ser?

BRUNO.-  ¿Y quién la sostendrá de los brazos hasta que el señor don Eduardo la recoja en los suyos?

DOÑA MATILDE.-  Sí.

BRUNO.-  Pues se engañó usted de medio a medio.

DOÑA MATILDE.-  ¡Cómo!

BRUNO.-  Y ahora mismo voy a noticiar al amo todo este fregado.  (Hace que se va.) 

DOÑA MATILDE.-  ¡Detente!

BRUNO.-  No faltaba más... ¡Una niña bien nacida pensar en semejante gitanada!

DOÑA MATILDE.-  ¡Bruno!

BRUNO.-  ¡Y proponérmela a mí, que he comido treinta y cinco años el pan de su padre!

DOÑA MATILDE.-  Pero escucha, por Dios...

BRUNO.-  Ni por la Virgen... Todo lo sabrá el señor don Pedro.

DOÑA MATILDE.-  Recuerda que prometiste...

BRUNO.-  Si prometí fue en la suposición de que sería cosa inocente...

DOÑA MATILDE.-  ¿Qué hará luego mi padre?

BRUNO.-  ¿Qué? Encerrar a usted bajo llave si no desiste...

DOÑA MATILDE.-  ¡Encerrarme... a mí!...Bruno, está visto... me quieres precipitar... Pues bien... lo lograrás... ¿Ves este papel?

BRUNO.-  ¿Y qué hay en ese cucurucho?

DOÑA MATILDE.-  Píldoras.

BRUNO.-  ¿De Jalapa?

DOÑA MATILDE.-  De rejalgar.

BRUNO.-  ¡Jesús mil veces!

DOÑA MATILDE.-  Que don Eduardo me trajo esta mañana.

BRUNO.-  ¡Habrá bribón!

DOÑA MATILDE.-  A petición mía... porque una mujer desgraciada no puede estar sin un poco de veneno en su ridículo.

BRUNO.-  Maldita la necesidad que veo yo de eso...

DOÑA MATILDE.-  A grandes males, grandes remedios... Así... tenlo por cierto... si das otro paso hacia la puerta con tan vil propósito, ni una píldora dejo de todo el cuarterón que no me trague.

BRUNO.-  ¡Condenadas boticas!

DOÑA MATILDE.-  Y me verás caer aquí redonda, lo mismo que si me hubieras dado un trabucazo.

BRUNO.-  No haga usted tal... Tenga usted compasión de su pobre padre y de mí...

DOÑA MATILDE.-  Tenla tú de la desventurada Matilde.

BRUNO.-  Yo... sí... pero...

DOÑA MATILDE.-  ¿En fin, qué determinas?

BRUNO.-  Vaya... no diré nada, con tal que me dé usted esas píldoras para...

DOÑA MATILDE.-  ¿Y me ayudarás también?

BRUNO.-  Eso no, porque...

DOÑA MATILDE.-  Que me las trago.

BRUNO.-  Sí, sí, ayudaré... haré todo lo que usted quiera... pero vengan esas píldoras, repito.

DOÑA MATILDE.-  ¡Qué desatino!... ¿No ves que me desarmaría si te las diera?... Lo que haré será guardarlas en donde las guardaba antes, para el caso en que intentes todavía venderme.

BRUNO.-  ¡Paciencia!

DOÑA MATILDE.-  Ahora paso a decirte lo que exijo de ti, y es que si papá viene a esta sala, en tanto que yo entro en mi cuarto a recoger algunas frioleras, trates de alejarle de aquí con cualquier pretexto.

BRUNO.-  (Ojalá viniera.)

DOÑA MATILDE.-  Que cuides de que no haya luz...

BRUNO.-  En soplando las que están encendidas...

DOÑA MATILDE.-  ¡Y que la reja esté abierta para cuando yo vuelva!

BRUNO.-  Sí sé dónde puse la llave, que me...

DOÑA MATILDE.-  Ya la encontrarás... No se te olvide nada... ¿Lo entiendes? Y yo me voy a lo que dije... ¡Cuidado que es menester que una mujer tenga cabeza para atar tantos cabos!



Escena V

 

BRUNO.

 

  Más cabeza se necesita para desatarlos... y a fe que la mía no acierta el cómo... ello sin las malditas píldoras... Bastaba con que yo cantara de plano... pero si la chica... que se ha echado el alma atrás... lo sospecha y en un abrir y cerrar de ojos... zas... se engulle media docena de los tales confites... ¡Vea usted entonces qué desgracia!... ¡Qué sentimiento para todos!... Y que es capaz de hacerlo lo mismo que lo dice... sí, señor, lo mismo, porque hay mujeres que por salirse con lo que se les pone entre ceja y ceja comerán... no digo yo rejalgar, sino... ¿Por otra parte, puedo yo callarle a mi pobre amo una cosa que tanto le interesa? Que tanto interesa al honor de la familia... imposible... y mucho más cuando quizá su merced encontraría algún medio término... alguna estratagema... Calle ¡una palmada junto a nuestra reja! ¡otra! Si pudiera atisbar... ¡San Bruno y qué suspiro! ¡Suspiro de alma en pena!... ¡Tercera palmada!... si será nuestro perillán... Cabalito... él es... ¡ce!, ¡ce!, don Eduardo... soy yo... el mismo que viste y calza... ¿Qué? No, no está todavía aquí... tenga usted un poco de paciencia... En efecto, van a dar las ocho y media... Ya veo que es una pistola lo que usted me enseña... Ésta es otra que bien baila; que se levantará la tapa de los sesos si al dar la campanada de la media no está ya doña Matilde en la calle. ¡Qué diablura! Diga usted, don Eduardo... diga usted... sí. Se marchó renegando a la esquina opuesta... pues por Dios... que estamos frescos... veneno por aquí... pistoletazo por allá, y a todo esto el amo metido en su aposento...



Escena VI

 

DON PEDRO y DICHO.

 

DON PEDRO.-  (Necesito no descuidarme si he de llegar a tiempo de ponerme junto a un confesionario sin que me vean...)

BRUNO.-  ¡Ah! ¡Señor don Pedro de mi vida!... ¡Algún ángel le ha traído a usted tan a punto!

DON PEDRO.-  No me entretengas, Bruno, que estoy muy de prisa.

BRUNO.-  Dos palabras tan sólo.

DON PEDRO.-  Ni media.

BRUNO.-  Sepa usted...

DON PEDRO.-  No quiero saber nada, déjame.

BRUNO.-  Que la señorita...

DON PEDRO.-  Ya me lo dirás cuando vuelva... ¡suelta!

BRUNO.-  Es que cuando usted vuelva ya no quedará mucho que decir, porque doña Matilde...

DON PEDRO.-  ¡Suelta, suelta, o vive Dios...!

BRUNO.-  Ya suelto, pero luego no se queje usted...

DON PEDRO.-  Luego me las pagará todas juntas el que haya contribuido a ofenderme.

BRUNO.-  ¡Oídos que tal oyen!

DON PEDRO.-  Y para eso hice afilar el otro día mi espadín de acero.

BRUNO.-  Y por eso cabalmente quiero yo hablar ahora, y contar a usted...

DON PEDRO.-  Calla.

BRUNO.-  Pero si no me deja usted hablar, ¿cómo quiere usted...?

DON PEDRO.-  Calla, y hasta después que ajustaremos cuentas. (Pobre Bruno, no le queda mal susto en el cuerpo.)



Escena VII

 

BRUNO, y después DOÑA MATILDE.

 

BRUNO.-  ¡No sabía yo lo de la afiladura del espadín! Con esto, y con que después se le antoje el que yo tuve arte o parte en el negocio... y me atraviese como un palomino... Dígole a usted que... vamos, por más que lo miro y lo remiro... no hay escapatoria... tiene que acabar en tragedia... porque a la altura en que estamos... es claro que o se matan ellos o los mata don Pedro, o me mata éste a mí... o se mata él... o nos morimos todos de pesadumbre... lo dicho... tiene que haber muertes... tiene que haberlas necesariamente... a menos que un milagro.

DOÑA MATILDE.-  ¿Salió mi padre?

BRUNO.-  (Adiós con mi dinero... ya está aquí doña Matilde.)

DOÑA MATILDE.-  ¿No me respondes si salió mi padre?

BRUNO.-  Salió, y como un rehilete... No sé yo lo que podía urgirle tanto... pero... ¿qué hace usted?...

DOÑA MATILDE.-  Lo que tú has olvidado... apagar las velas...

BRUNO.-  ¿Qué, es de rigor en tales aventuras el andar a tientas?

DOÑA MATILDE.-  Es prudencia por lo menos para evitar el que la vecina de enfrente fisgonee lo que va a pasar en este cuarto.

BRUNO.-  ¡Ay!

DOÑA MATILDE.-  ¿Qué es eso?

BRUNO.-  No es cosa, un chichón que debo a la vecina de enfrente.

DOÑA MATILDE.-  ¡Y todavía no has abierto la reja!

BRUNO.-  ¿Para qué? Si se ha de ir usted al cabo, ¿no vale más el que se salga usted por la puerta?

DOÑA MATILDE.-  No lo creas... eso cualquiera lo haría... y es también menos dramático.

BRUNO.-  ¿Menos qué?

DOÑA MATILDE.-  Vaya, despáchate en abrir la reja... mira que creo que ya ha dado la media.

BRUNO.-  Qué había de dar, no, señora... ni por pienso... Dios nos libre de que hubiera dado.

DOÑA MATILDE.-  ¿No abres?

BRUNO.-  Aquí tengo la llave; pero antes reflexione usted, hija mía, la pesadumbre que va usted a dar a su padre con este escándalo... y lo que...

DOÑA MATILDE.-  ¿Oyes ahora la media?

BRUNO.-  ¡Virgen del Tremedal!...  (Corriendo a la ventana.)  ¡Allá va, allá va!...  (Gritando a DON EDUARDO.) 

DOÑA MATILDE.-  ¡Cómo! ¿A quién gritas?

BRUNO.-  Nada, nada.

DOÑA MATILDE.-  ¡Ah traidor, ya te entiendo!... pero antes que vengan a sorprendernos apelaré a mi último recurso.  (Hace como que saca las píldoras.) 

BRUNO.-  Tenga usted el brazo.  (Corriendo a DOÑA MATILDE.)  Tire usted esas píldoras, que es a don Eduardo a quien yo avisaba...  (Vuelve a la ventana.)  ¡Allá va, allá va!... Repito que es don Eduardo a quien yo...  (Vuelve a DOÑA MATILDE.)  ¡Ay qué sudor frío me ha entrado!

DOÑA MATILDE.-  ¿Pues por qué no me decías que don Eduardo estaba ya esperándome?

BRUNO.-  Porque... porque... bueno estoy yo ahora para decir el porqué de nada, y si me sangraran...

DOÑA MATILDE.-  En suma, ¿quieres o no quieres abrir la reja?

BRUNO.-  En este instante... (Empecemos al menos por salvar dos vidas...) ¡Qué premiosa está!

DOÑA MATILDE.-  Pon luego una silla.

BRUNO.-  Pongo una silla.

DOÑA MATILDE.-  ¿Y está ya don Eduardo?

BRUNO.-  Le estoy tocando con la mano la copa del sombrero.

DOÑA MATILDE.-  Entonces... ¿dónde dejaré la carta para papá?... y muy contenta que estoy con ella... ¡Oh!, me ha salido muy tierna y muy respetuosa... mucho más tierna que la de Clari en la ópera... Aquí la pondré sobre la mesa... ahora, vamos... No, me falta todavía que implorar al cielo, y rogar también por mi padre.

BRUNO.-  ¡Si la tocara Dios en el corazón!

DOÑA MATILDE.-  Ahora quiero besar la poltrona  (Se levanta.)  en que duerme papá la siesta... la mesa... la jaula de la cotorra... adiós, muebles queridos... adiós, paredes que me guarecisteis durante mis primeros... mis más dichosos años... y que quizá no volveré a ver más... Dame la mano, Bruno... adiós, Bruno... que seas feliz... que me vengas a ver... ¡ay, que me caigo...!

BRUNO.-  No tenga usted cuidado... y déjese usted ir... ¡Maldito alfiler!

DOÑA MATILDE.-  Que consueles a mi padre.

BRUNO.-  ¡A buena hora mangas verdes! Téngala usted, don Eduardo... así... ya llegó al suelo... Y corren como gamos... y ya llegan a la iglesia... y ya entran... y... Dios los haga buenos casados... Quitémonos ahora de la reja... cerrémosla... y cuidemos antes de todo esconder el espadín de acero.