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Cronistas coloniales

(Primera parte)

José Roberto Páez (editor literario)



Portada



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ArribaAbajoIntroducción

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Ningún conocimiento de mayor importancia para un pueblo que el de sus orígenes, porque en ellos se encierran los elementos que le dieron el ser y los que determinaron su formación a través del tiempo, así en sus caracteres racionales como en los que, integrándose con otros, llegaron por la evolución a constituir lo que se conoce, en un momento dado, como una nacionalidad determinada.

Pueblo que no sabe de dónde procede, cómo se ha ido estructurando con el correr de las edades, las vicisitudes por las que ha pasado y los acontecimientos que en él influyeron decisivamente, no merece el nombre de tal, ni puede estimarse poseedor de una individualidad jurídica y política digna de respeto.

El estudio y aprecio de la historia, se funda precisamente en estas consideraciones. No es la historia pasatiempo de desocupados o entretenimiento de eruditos ansiosos de hurgar en el ayer para satisfacción de su vana curiosidad. Si el pasado no interesara para el presente y sirviera para el porvenir, bien podría quedar enterrado y olvidado sin remedio, sin que valiera la pena preocuparse con él para nada.

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La célebre frase que asevera que la humanidad se compone más de muertos que de vivos y aquella otra que enseña que los muertos mandan, tienen un fondo de verdad indiscutible. Vivimos del ayer más que del presente. Somos la resultante de generaciones que actuaron antes que nosotros y de fuerzas que obraron activamente en épocas remotas. Ni el hoy se puede comprender sin conocer el ayer, ni el futuro preparar adecuadamente sin medir las fuerzas que influyeron en la evolución de la sociedad.

Se ha aseverado, con razón, que si conociéramos como es debido los siglos en que América vivió bajo la dominación de España, tendríamos resueltas las tres cuartas partes de los problemas que tanto nos agobian. La explicación de los acontecimientos históricos no es dable si se desconocen los antecedentes que los determinaron. El presente no se formó de manera espontánea: es una resultante de hechos anteriores reales y verdaderos.




ArribaAbajoLa historia, excelsa escuela de patriotismo

La historia es la más excelsa escuela de patriotismo. En realidad, no se puede amar lo que no se conoce y, correlativamente, mientras más se conoce más se ama, según la frase feliz de Leonardo de Vinci. Para amar a la Patria hay que conocerla. Hay que remontarse a sus orígenes, verla nacer y formarse; observar cómo crece y se va desarrollando; cómo avanza y también cómo retrocede, qué causas obraron para su progreso y cuales para su momentánea   —35→   decadencia; analizar, en suma, su vida tal como se haría con la de un ser orgánico.

Nunca ahondaremos suficientemente en el pasado, para apreciar como es debido a nuestra Patria.




ArribaAbajoElementos que integran la nacionalidad

Desde que en 1871 Mancini lanzara en su cátedra de la Universidad de Turín la cuestión relativa a la nacionalidad y a sus alcances, ella ha influido profundamente en las transformaciones de los Estados, dando lugar a sucesos de veras importantes.

Son variados y múltiples los elementos que integran la nacionalidad de un pueblo. Los hay histórico-geográficos, lingüísticos, sociales, culturales. ¿Cuáles son los más importantes de ellos? Sin base territorial no se puede hablar de nacionalidad, por tanto los factores histórico-geográficos son los de veras fundamentales para un pueblo y a ellos hay que dar atención preferente.




ArribaAbajoUna mirada a los relatos de los Cronistas Primitivos

Era del caso recordar estas verdades, que no por sabidas dejan de ser de perenne actualidad, para comprender   —36→   y aquilatar el valor de los relatos de los Cronistas Primitivos.

Si queremos afirmar nuestra posición internacional, si anhelamos que al Ecuador se le considere y estime en el concierto de los pueblos de América, es de todo punto indispensable que procuremos hacer valer los rasgos esenciales que le dan personalidad inconfundible y singular; que consideremos y veamos cómo en todo tiempo habitó en territorio propio un grupo humano que se distinguía de los otros, al parecer de idénticas costumbres y de común origen.

Hubo un asiento geográfico llamado Quito, en el que seres primitivos convivieron, más o menos ordenadamente, en la época anterior a la conquista de América por hombres blancos venidos desde Europa y antes también de la invasión incásica que partiera de las tierras del Sur.

Existió por lo menos un principio de nacionalidad quiteña, que hemos de tratar de poner en claro. No somos de ayer: nuestros orígenes se remontan muy lejos en la historia. Conocer esos antecedentes, así fuera de modo imperfecto y somero, es de todo punto necesario y ello podremos lograrlo recorriendo los relatos que nos conservaron los Primitivos Cronistas que escribieron sobre cosas de América.




ArribaAbajoPrimeros habitantes de nuestro territorio. Lo que escribe Luis Baudin

¿Cuáles fueron los primitivos habitantes de nuestro territorio y de dónde procedían?

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He aquí un problema que, como tantos otros, no ha sido aún resuelto satisfactoriamente. ¿Fueron, como parece probable, mayas procedentes de América Central los que desde las costas ecuatorianas subieron hasta las tierras andinas? ¿Vinieron acaso de más remotos países, de la China o de la Polinesia? La prehistoria de América es aún incierta y llena de oscuridades y vacíos. La de nuestra Patria se halla en sus comienzos, en cuanto a investigaciones se refiere.

¿De dónde procedían los indígenas que poblaron nuestro territorio, antes de la invasión de los Incas peruanos? Nada seguro podemos afirmar hasta el momento y hemos de contentarnos, por lo pronto, con lo que conocemos de la época histórica en que ocurre la conquista española y, a lo sumo, con lo que antes de ella nos han conservado ciertas tradiciones orales.

Conviene recordar, a este propósito, lo que escribe el publicista francés Luis Baudin, en su reciente libro sobre La Vida cuotidiana en tiempo de los últimos Incas, aparecido en París en 1955. Al estudiar las civilizaciones primitivas de América, nos encontramos, dice, con una en la que siendo desconocida la escritura, nos vemos forzados para conocerla, a interrogar a arqueólogos, folkloristas y cronistas.

La arqueología deja filtrar algunas luces relativas al pasado, al azar de los descubrimientos que sugieren hipótesis, antes que verdaderas soluciones; el folklore, muy rico, nos proporciona ecos que provienen del medio indígena, poco cambiante en el transcurso de los tiempos; en fin los escritos de los españoles, las crónicas, demasiado abundantes en cierto respecto, forman una masa caótica de informaciones políticas, económicas, sociales, militares, anecdóticas y científicas, por lo general mal presentadas, a menudo contradictorias y rara vez imparciales. Garcilaso de la Vega encomia a los Incas con exceso, mientras Sarmiento de Gamboa los vitupera sin medida; los   —38→   secretarios de los conquistadores se pierden en detalles militares, al paso que los misioneros se engolfan en sermones interminables. Poma de Ayala mismo, tan de moda entre los historiadores de hoy, por ser indio, por haberse descubierto su manuscrito no hace mucho y porque en su texto se introducen unos ingenuos dibujos, da prueba de poca cultura y objetividad.

Por lo expuesto puede medirse la cautela exquisita con la que hay que proceder, antes de sentar conclusiones que rara vez resultan acertadas. El mismo reputado investigador, autor, no lo olvidemos, de ese estudio sobre El Imperio Socialista de los Incas, traducido a varias lenguas, recuerda, a propósito de los habitantes de nuestro suelo ecuatoriano, anteriores a la invasión incásica, el relato recogido por el padre Anello Oliva, de un encargado de custodiar las cuerdas de nudos en que iban siendo guardadas las noticias sobre sucesos del Imperio, llamado Catari, reputado por su saber, según el cual relato los hombres que huyeron del Diluvio alcanzaron a llegar a las costas ecuatorianas y un grupo de ellos, que comandaba el capitán llamado Tumbe se asentó en la ribera meridional del golfo de Guayaquil, fundando allí la población que tomó el nombre de su jefe: Tumbes. Un hijo de este fundador, llamado Quitumbo, huyó de una invasión de gigantes que había capturado a un hermano suyo, franqueó la Cordillera, ganó tierras altas y creó la ciudad que después llevó su nombre: la ciudad de Quito.

En su reciente y celebrado libro sobre Las relaciones diplomáticas del Ecuador con los Estados limítrofes, su autor, don Jorge Pérez Concha, ha escrito con razón:

«Hablar de los primitivos pobladores del Ecuador es tan incierto, como es hablar de las diferentes inmigraciones que -ya procedentes del Asia, ya de Polinesia-   —39→   llegaron al Nuevo Continente; y como incierta es también, la teoría de Ameghino, según la cual el hombre americano surgió de su propio medio».






ArribaAbajo ¿Cuáles fueron las tribus primitivas?

Recordemos la grave disputa tocante a la existencia de los Shyris y sobre si éstos sojuzgaron a los Quitus, o si acaso fueron pobladores primitivos de la Costa, los Caras, los que subieron hasta la planicie andina. En tanto se aclaran estos puntos, diremos, siguiendo autorizadas opiniones, que las tribus principales asentadas en la que es hoy República del Ecuador, parece que fueron las siguientes: los Quillasingas, al Norte; los Quitus y Puruhaes, al Centro; los Cañaris, Paltas y Huancabambas, al Sur; los Huancavilcas y Punaes en la Costa. Refundidas estas tribus en tres principales, no quedaron en la época de la conquista, al parecer, sino las de los Quitus y Puruhaes; los Cañaris; los Huancavilcas, Punaes y Caraques.

Desde el Carchi hasta el Azuay se extendían Quitus y Puruhaes. Los Cañaris ocupaban el Azuay hasta el golfo de Jambelí y en la región de la Costa se asentaron Huancavilcas, Punaes y Caraques.

El señor Jorge Pérez Concha, trae, en la obra ya mentada, esta cita del señor don Jacinto Jijón y Caamaño, tomada de su libro sobre Sebastián de Benalcázar: «Lo que hoy es la República del Ecuador no formó antes de la conquista incaica una sola Nación, un solo pueblo. Sin contar con las varias razas de la   —40→   zona pacífica y de la amazónica, más o menos vinculadas con las de la serranía, existían siete clases de gentes, que, de Sur a Norte, eran: Los paltas, los cañaris, los puruhaes, los pantzaleos, los caranquis, los pastos y -ya en Nariño- los quillasingas. Ninguna de estas Naciones formaba un Estado propiamente dicho; cada una se encontraba fraccionada en varias parcialidades, que se hacían mutuamente la guerra, de lo que provenía el que ciertos caciques llegaran a predominar, formando pequeños principados. Ello no era un óbice para que estos Régulos se agruparan, en confederaciones, en momentos de peligro».




ArribaAbajoEl Inca Tupac-Yupanqui y la invasión de nuestro territorio

El Inca Tupac-Yupanqui emprendió desde el Sur la conquista de estas tribus, asentadas desde tiempos remotos en nuestro territorio. Parece que dominó fácilmente ciertas tribus del Sur, pero que se estrelló en un momento dado con la resistencia de los Cañaris, que le obligaron a retroceder en busca de refuerzos. Cuando volvió con ellos, los Cañaris se le sometieron y celebraron con él tratados de paz. Luego venció a las tribus del centro en Tiocajas y llegó hasta Quito, desde donde regresó al Cuzco.

Sus conquistas las continuó su hijo, el Inca Huayna-Cápac, nacido en Tomebamba, ciudad de los Cañaris.



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ArribaAbajo Huayna-Cápac extiende sus dominios

Huayna-Cápac aumentó sus dominios por el Sur, hasta la actual República de Chile y una parte de la Argentina, y por el Norte hasta Pasto, sojuzgando también las tribus de la costa.

El Inca incorporó, pues, el Reino de Quito al Imperio quichua, y para evitar toda oposición posterior y para congraciarse con los que había dominado, pidió en matrimonia a la princesa Paccha, hija del jefe del Reino de Quito. Así los vencidos pudieron ver en el Inca una especie de Rey propio, en cuanto esposo de la que había sido su princesa.

Según los historiadores, duró treinta y ocho años el gobierno de Huayna-Cápac, que lo ejerció como soberano del Cuzco y como sucesor de los reyes de Quito. No viene al caso ponderar la avanzada civilización que los Incas encontraron en las tierras del Norte del Perú que ellos sometieron por las armas. Es de estos días el asombro que despertó la orfebrería de Puná, en cuantos tuvieron ocasión de admirarla en la exposición realizada en Lima. Tomebamba de los Cañaris, ocupaba el segundo lugar después del Cuzco en importancia y sus edificaciones competían con las mejores del Imperio. Usos, costumbres, idioma, religión, subsistieron en muchas partes del Reino de Quito, pese a la conquista del Inca y ello contribuyó no poco para que se disgregara el Imperio a la muerte de Huayna-Cápac, quien en su testamento lo dividió entre sus dos hijos: Atahualpa, nacido en Quito, y Huáscar, dando a este último el Cuzco y al primero el Reino de Quito. Los españoles habían desembarcado ya en Atacames, cuando murió Huayna-Cápac.



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ArribaAbajoA la muerte de Huayna-Cápac, Huáscar declara la guerra a Atahualpa

Don Horacio H. Urteaga, Miembro del Instituto Histórico del Perú, en su libro El fin de un Imperio, publicado en Lima en 1935, ha puesto en claro cómo Huáscar, mal aconsejado por envidiosos y desleales que conocían su modo de ser, «incapaz de ejercitarse en empresas militares, ni en vastos planes de expansión», todo lo contrario de su hermano Atahualpa que era de espíritu emprendedor y activo, concibió contra éste odio mortal, al suponer, como le decían, que Atahualpa aspiraba a coronarse como Inca, no contento con ser Rey de la porción de los dominios imperiales que le habían sido dados en el testamento de Huayna-Cápac, esto es de los que formaban la gobernación o Virreinato de Quito.

Huáscar, de carácter violento e irascible, no sólo ultrajó a su madre, Arahua-Callo, sino que sometió al tormento a su tío Cusi-Tupac-Yupanqui, por creerlos adictos a Atahualpa. Por fin, habiendo Atahualpa enviado al Cuzco una embajada de nobles quiteños, portadora de mensajes de felicitación y de preciosos regalos para el nuevo Inca Huáscar, este último, en el colmo de su insensatez, hizo dar muerte a los embajadores y dio orden de abrir inmediatamente campaña sobre Quito, nombrando al valiente general Atoc jefe del ejército que debía marchar contra Atahualpa, al que calificaba de rebelde.

Vino a complicar la situación el haberse declarado los Cañaris y los Huancavilcas, que habían sido siempre rivales de los quiteños, ostensiblemente partidarios de Huáscar. Habiendo fallecido el curaca gobernador de los Cañaris, el que debía sucederle creyó del caso acudir no donde Atahualpa sino donde Huáscar para pedir la confirmación de su título. Atahualpa nombró curaca de los Cañaris a uno de sus partidarios, residente en Tumipampa, y al saber que Cañaris y Huancavilcas   —43→   se agitaban en rebeldía, sacó sus tropas de Quito y atacó a los destacamentos de Tumipampa y los pasó a cuchillo. Huancavilcas, Cañaris y los de la isla de Puná trataron de organizarse para resistir a los de Quito, pero los venció Atahualpa, arrasó Tomebamba y degolló a sus pobladores. Huáscar, entre tanto, declaraba traidor y sacrílego a su hermano Atahualpa y ordenaba al general Atoc partir sin dilación, para traerlo vivo o muerto a la capital del Imperio, el Cuzco.- Escribe Horacio H. Urteaga:

«La guerra fratricida fue ya inevitable. Las gentes pacíficas vieron con dolor este alistamiento para una lucha que había de ser cruentísima, motivada por pasiones tan violentas y odios tan encarnizados; y hubieron de llorar amargamente cuando las músicas militares anunciaron la salida de las tropas por la amplia vía abierta hacia el Norte, en dirección al Chinchasuyo: un respetuoso silencio los despedía, como fatal augurio de grandes calamidades».


(Obra citada, páginas 93 a 101)                


Empeñada la guerra fratricida, Atahualpa derrotó a los ejércitos de Huáscar, y con sus generales Calicuchima y Quizquiz abrió para sí las puertas del Cuzco. Huáscar mismo cayó prisionero.

Se ha notado, por distinguidos escritores, que la guerra entre Atahualpa y Huáscar fue una verdadera guerra de límites, pues que este último no acató las disposiciones de su padre Huayna-Cápac, que señaló lo que a Atahualpa debía corresponderle para su gobierno propio, entre Tumbes por el Sur y las tribus de los Quillasingas por el Norte.

Recordemos que Atahualpa fijó su residencia en Cajamarca, en donde había de perder el Imperio y la vida a manos de Pizarro.



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ArribaAbajoEl período indígena en la historia americana

Con la muerte de Atahualpa se cierra el período indígena en la parte de historia americana que con nosotros se relaciona, según la denominación aceptada por el doctor Juan Comas, Coordinador del Instituto Panamericano de Historia y Geografía.

En este período vemos cómo las tribus indígenas autóctonas de nuestro territorio, que no eran por cierto tribus salvajes, según los testimonios que han quedado de su civilización, fueron sometidas a la dominación incásica que llegó del Sur, como invasión reciente a las tierras que ahora llamamos Ecuador.

La ocupación del territorio por Conquistadores españoles, acabó con la autoridad de los Incas, pero también dio fin a la que había sido organización indígena propia de las tribus quiteñas, todas las cuales quedaron definitivamente sometidas al Conquistador extraño, venido desde Europa, que hizo tabla rasa de la que había sido autóctona civilización americana, en cuyo aprecio y conocimiento vamos adelantando día a día, a medida que progresan las investigaciones y descubrimientos arqueológicos.




ArribaAbajoDivisión de la historia patria según Belisario Quevedo

A propósito de la llegada de los españoles a América, escribió Belisario Quevedo en su Texto de Historia Patria, lo siguiente:

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«Mediante este suceso, nuestra Patria que como toda América, estaba separada del curso general de la Humanidad y de la Historia Universal, entró en ese curso y tomó parte en la Historia, recibiendo la sangre, la religión, las artes, las ciencias y las costumbres, de un pueblo altamente culto».


(Obra citada, página 15. Edición de Quito, de 1942)                


La historia patria, como anota nuestro ilustre compatriota Quevedo, se divide naturalmente en tres partes: la primera, desde los más antiguos tiempos hasta la llegada de los españoles, la segunda, desde este hecho hasta la guerra de la Independencia, y la tercera desde esta guerra hasta nuestros días. Y agrega el mismo pensador que en la primera parte los datos son tanto más vagos y dudosos cuanto más lejos nos vamos remontando en el pasado; en la segunda tenemos ya relaciones escritas, monumentos y otras fuentes de saber precisas: se puede señalar cuándo comienza ese período y cuando termina. La tercera parte, en actual desarrollo, comienza con la guerra libertadora y llega hasta el momento actual.




ArribaAbajoParecer del historiador peruano, reverendo padre Rubén Vargas Ugarte

El notable investigador R. P. Rubén Vargas Ugarte, a su vez, al hablar de la historia del Perú dice que pueden distinguirse en ella tres épocas: Incaica, Colonial y Republicana, siendo de advertir eso sí, agrega, que sería un error creer que estos tres períodos no se hallan vinculados entre sí y que hay entre ellos   —46→   solución de continuidad. Lo afirma así en su celebrada monografía Síntesis del Perú Colonial, publicada en Lima el año de 1950. Anota el padre Vargas que los elementos de raza y medio, enlazan estos tres períodos unos con otros.

Si la historia del Perú arranca del Imperio fundado por los descendientes del legendario Manco, la de nuestra Patria ecuatoriana también se inicia con las noticias de las tribus indígenas que vivieron en nuestro suelo y con las luchas que hubieron de sostener en defensa de su autonomía, a las que antes hemos hecho referencia. Mas la historia verdadera de los países llamados a sobrevivir y desarrollarse incesantemente, comienza una vez que los Conquistadores españoles se asentaron definitivamente en suelo americano y se fundieron con el elemento indígena que encontraron en él.




ArribaAbajo ¿Cuál fue el ideal perseguido en la conquista española?

Una interrogación, dice el padre Vargas Ugarte, se han hecho en todo tiempo, los investigadores: ¿fue la conquista de América por España únicamente la hecatombe sangrienta del indígena, perpetrada por un grupo de aventureros, ávidos de riquezas?

La pregunta equivale a indagar cuál fue el ideal de la conquista, y el distinguido jesuita peruano recuerda que para algunos se redujo a saciar la sed de oro que consumía a los que a ella vinieron, al paso que otros han visto en el conquistador al cruzado de la fe, ansioso de extender el reino de Cristo en regiones ignotas.

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Ambas maneras de enfocar el problema se alejan de la verdad. Los hombres no proceden guiados únicamente por ideas abstractas o por inconfesables apetitos. Los españoles que pasaron a la América descubierta por Colón, lo hicieron a la vez con el afán de encontrar riquezas que les redimieran de necesidades y angustias y también movidos del celo de difundir la religión de Cristo. En la época de la conquista, subsistía en España el impulso guerrero que había llevado al pueblo a luchar con los moros y existía también en los espíritus una arraigada fe religiosa y un anhelo de que todos participaran de ella. Los dos impulsos no se excluyen ni se contradicen. Se podía trabajar por la fe católica y a la vez era dable obtener los bienes materiales, el oro y los servicios personales, que asegurarían el porvenir de los felices descubridores y pobladores de América. Fines económicos y fines espirituales integraban, así, el impulso que llevaría a cumplir hazañas de veras legendarias a una raza de hombres que a la distancia de siglos nos parece de titanes.

Se ha anotado, acertadamente, que a la época de la conquista el celo religioso por extender la fe y combatir las herejías, formaba parte del ideal de España y que ésta acometió la conquista del Nuevo Mundo como empresa civilizadora y cristiana, movida por altísimo idealismo. Si el cruzado de Palestina, escribe el padre Vargas, llevaba en su pecho el ideal religioso, también lo tenía el conquistador de América, conjuntamente con el ansia de enriquecimiento y de dominación sobre los habitantes del Continente descubierto hacía años. Pasión religiosa y pasión del oro: dos móviles que explican la conquista de América.



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ArribaAbajoUna ojeada a la sorprendente civilización de los Incas, según Rafael Kartsten

Después de una vida toda ella consagrada a estudios e investigaciones sobre el pasado de América, el notable profesor de la Universidad de Helsingfors, Rafael Kartsten, fallecido en 1956, nos dio su libro titulado La civilización del Imperio Inca. Un Estado totalitario del pasado, traducido al francés y publicado en 1952 en la Casa Payot de París.

Creo oportuno transcribir aquí algunos párrafos de la «Conclusión» de tan notable trabajo, que resumen adecuadamente lo que debemos opinar de aquella civilización y de la obra de España en el Nuevo Mundo. Dice así el profesor Kartsten.

«Se puede mirar como hecho bien establecido, que los Incas no se quedaron en el estado de organización por ayllus. Sobre las bases sentadas por las tribus peruanas, centenares y aun millares de años antes de que aparecieran los Incas, estos últimos crearon un nuevo orden social y político, un verdadero Imperio que, considerado en el cuadro de su época, ha de estimarse casi como sin paralelo alguno en la historia.

»El reino del Tahuantinsuyo en tiempo de Pachacutec, de Tupac Yupanqui y de Huayna Cápac, no era, como afirma Curnow por ejemplo, un mero agregado de tribus, más o menos hostiles entre ellas: era un Estado, en el sentido moderno de la palabra, de tal modo imponente que no puede menos de atraer nuestra admiración, pues, demuestra el genio de los hombres que lo fundaron.

»La enorme extensión del Imperio, resultado de un sorprendente poder militar y de una muy hábil política, a la vez que su organización interior con la jerarquía de funcionarios de todos los rangos y el maravilloso sistema administrativo que parece haber   —49→   funcionado con la precisión de un mecanismo bien regulado, todo ello se debió a los Incas.

»El hecho de que este gran Imperio tan bien organizado -diríamos que demasiado bien organizado- se haya desmoronado relativamente pronto bajo los golpes de un enemigo muy inferior es otro asunto, y proviene de circunstancias de las que dijimos ya algunas palabras. Hay que buscar la causa, en parte en la inercia y en la pasividad características aún hoy de los indígenas del Perú y de Bolivia, que viven en las montañas. El Imperio Inca estaba también ya en decadencia cuando aparecieron los españoles. Se había iniciado un proceso de desintegración que tarde o temprano habría ocasionado su ruina. Además y éste es un hecho capital, los Indios de la América del Sur hubieron de enfrentarse por vez primera con una raza de civilización superior y de 'diplomacia' de métodos violentos, desprovistos de escrúpulos, que les superaba en todo.

»Hay una cuestión que deseamos dilucidar en pocas palabras. En la época de la conquista española y después de ella, algunos escritores han tratado de acreditar la opinión según la cual la ley 'totalitaria' de los Incas era en esencia una tiranía insoportable que no merecía otra suerte que la de ser destronada. Los autores de la escuela de Toledo hasta han pretendido que la conquista española fue beneficiosa para el pueblo peruano. Es una idea que aparece constantemente, por ejemplo, en la Historia de Sarmiento de Gamboa. Es ésta una manera de presentar las cosas que conviene refutar. No es raro oír que el poder absoluto del soberano, por lo menos en el apogeo del Imperio, traía como consecuencia una cruel opresión para el pueblo y que el soberano era temido y odiado. La exposición que hemos hecho sobre el carácter teocrático del Imperio Inca y sobre las relaciones existentes entre los súbditos y su monarca 'divino', demuestran que ésta es una opinión injustificada.

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»La ley de los Incas era rigurosa y rígida, pero era justa. Es cierto que existía diferencia muy marcada entre las diversas clases sociales y que el gobierno ejercía supervigilancia muy estrecha sobre las clases medias e inferiores; pero esta supervigilancia la estimaba el pueblo perfectamente natural y los súbditos del Inca apreciaban mucho las precauciones tomadas para que los señores y los funcionarios no oprimiesen a los desvalidos.

»El aspecto más admirable de la civilización Inca, aparte de su sistema político, era, en mi opinión, su legislación social mediante la cual los soberanos habían tomado medidas cuya utilidad y necesidad sólo muy recientemente han asomado en las naciones civilizadas en Europa. Ningún Estado, ni aun en la época moderna tomó tanto afán para asegurar que los más humildes miembros de la colectividad, los más pobres y desheredados, fuesen protegidos por la sociedad y pudiesen llevar una existencia digna del ser humano.

»El período colonial español vio nacer un estado de cosas radicalmente diferente: una raza extranjera, completamente ignorante de la psicología de los Indios, animada del deseo desenfrenado de destruir y de enriquecerse, se apoderó del poder en el antiguo Imperio Inca. El libro del escritor indio, Huamán Poma Ayala, nos relata cuán profundamente sintieron los antiguos súbditos del Inca la terrible opresión bajo la cual vivieron después de la conquista española. Sabemos que el libro fue precisamente compuesto para llamar la atención del gobierno español hacia las graves faltas y los abusos de la administración colonial. Debemos subrayar, para concluir, que a pesar de todo no hemos de reprobar con exceso a los españoles su conducta, pues que ellos no se portaron en conjunto, con sus súbditos de color, peor que las otras potencias coloniales. Los anglosajones y los franceses que con el alcohol, las matanzas y las salvajes guerras de exterminio sometieron a los Indios de la América del   —51→   Norte, no fueron más humanos que los españoles en la América del Sur. Monarcas como Carlos Quinto y Felipe Segundo por lo menos ensayaron, mediante disposiciones legales, aliviar los sufrimientos de sus miserables súbditos de color, bien que estas leyes se mostrasen ineficaces en la práctica. Por regla general, los sacerdotes españoles hicieron esfuerzos para proteger a los indígenas y las razas anglosajonas no han sido capaces de producir en América del Norte un defensor de dos derechos de los Indios que pueda compararse a Bartolomé de las Casas.

»Y hay que recordar también que no es sólo bajo la dominación española cuando los indios del Perú han conocido la opresión. Todavía ahora, los herederos de la civilización del antiguo Imperio, viven en condiciones sociales casi intolerables, que llevarán fatalmente a una crisis, tarde o temprano».


(Obra citada, páginas 254 a 257)                





ArribaAbajoPronto se supo de las tierras situadas hacia el Sur. Trayectoria de Francisco Pizarro

En el afán conquistador y descubridor, pronto se conocen las noticias acerca de unas tierras situadas al Sur de las que ya se había encontrado en un primer momento. Allí estaría la verdadera Castilla del Oro que algunos descubridores creyeron hallar en las tierras del Istmo y en el Golfo de las Perlas.

Para la empresa en esas nuevas tierras del Sur, se comprometen con un contrato Pizarro y Almagro,   —52→   Luque, Andagoya y Basurto, cuyas labores de descubrimiento se inician en 1524. Las primeras tentativas no obtienen buen resultado y Luque pide ayuda al licenciado Espinosa el 10 de marzo de 1526. Andando los meses se rescindirá el contrato celebrado con él, pero se mantendrá en todo tiempo una especie de compañía entre los socios de la primera hora. El año de 1526 se señala en la historia como aquel que permitió llegar hasta la Bahía de Atacames a los expedicionarios, en tierras sometidas a los Incas. Hay que mirar al piloto Bartolomé Ruiz como al verdadero descubridor del Perú. Había él dejado a Pizarro a orillas del San Juan, mientras Almagro regresaba a Panamá en busca de refuerzos. Viene luego la hazaña de Pizarro y de los que en la Isla del Gallo decidieron con él atravesar aquella línea que marcaba el derrotero por donde se iría a la fortuna y a la fama, venciendo con audacia lo desconocido. Partieron de la Gorgona para descubrir el Sur en el pequeño barco que había traído Bartolomé Ruiz de Panamá. Quedaron asombrados al contemplar el golfo de Guayaquil, «rodeado de verdura, mientras en lontananza se dibujaban las crestas de los Andes, coronadas de nieve», como escribe el autor de la Síntesis del Perú Colonial.

En este sitio se encontraron con embarcaciones tripuladas por indígenas: eran los tumbecinos y guiados por ellos llegaron al puerto de Tumbes, entrada del Imperio peruano.

Decidieron regresar a Panamá, pues, lo que habían visto era suficiente para despertar la codicia del descubrimiento y conquista, pero faltaban para ello los medios necesarios. A buscarlos partió Pizarro a España y a firmar también con el gobierno español las «capitulaciones» de la conquista del Perú, porque hay que recordar que la empresa de la conquista de América era un negocio de interés particular, en   —53→   el que los conquistadores españoles tenían que actuar por su cuenta y riesgo, sujetándose a las concesiones que les había hecho la Corona de España, en orden a los territorios que descubrieran y pacificaran. Toda conquista y descubrimiento entrañaba un contrato bilateral. Anota el padre Vargas que en ese contrato «el Estado se comprometía a otorgar mercedes y franquicias y otros gajes al Capitán o Adelantado, y éste, en cambio, se obligaba a costear la empresa, llevarla adelante con su persona y bienes y sujetarse a las instrucciones que se le diera al respecto».

Las capitulaciones para la conquista del Perú se firmaron en Toledo, entre la reina doña Juana la Loca y Francisco Pizarro, el 26 de julio de 1529, «para continuar, dicen ellas, la dicha conquista y población, a su costa y minsión». Desde luego, esas capitulaciones tenían un molde legal al cual debían sujetarse, pues, ya el 17 de noviembre de 1526, Carlos Quinto había mandado promulgar en Granada las Ordenanzas e Instrucciones sobre Descubrimientos, en previsión de los que habían de ocurrir en el devenir de los años.

Salió Pizarro de Sevilla, acompañado del padre Valverde, en 1580, y en diciembre de ese año tomaba rumbo a Tumbes, «sin la gente y vitualla que convenía», como dijo en carta al Rey el licenciado La Gama. Con Pizarro viajaron desde Sevilla sus hermanos Hernando, Gonzalo y Juan y, a más de Valverde, el dominico fray Reginaldo de Pedraza.

De Panamá salieron ciento ochenta infantes y veintisiete caballos. Recalaron en San Mateo y acordaron continuar por la costa. Sin los auxilios que llegaron con el tesorero Riquelme y en especial sin los que desde Nicaragua trajo Benalcázar, que alcanzó a Pizarro en Puerto Viejo, habría sido imposible seguir adelante, pues, enfermedades y muertes afligieron a las tropas del descubridor del Perú.

El cuartel general lo establecieron en la Isla de Puná y con los refuerzos que allí llevó en dos navíos   —54→   Hernando de Soto, consistentes en cien infantes y unos pocos caballos, pasó el conquistador a Tumbes, que habían asolado sus habitantes.




ArribaAbajoHacia Cajamarca. Mayo 24 de 1531

En mayo 24 salió Pizarro hacia Cajamarca con sesenta y siete hombres de a caballo y ciento diez de a pie. La lucha entre los partidarios de Atahualpa y los de Huáscar seguía cada vez con más violencia. El día viernes 15 de noviembre de 1531 pudo contemplar Pizarro por vez primera la ciudad incaica de Cajamarca, desde una eminencia. Dividíase en dos partes: en una de ellas se alzaban las casas reales, en otra el campamento del ejército del Inca, bajo toldos de campaña.

Son conocidos los sucesos posteriores y cómo, en un arranque de audacia y de valor propio de esos tiempos y esos hombres, Pizarro tomó preso a Atahualpa en su propio campamento.

Dos puntos ha aclarado el padre Vargas Ugarte en la valiosa monografía antes citada y de la que nos hemos servido para resumir los acontecimientos que estamos recordando.

Fray Vicente Valverde leyó al Inca el «requerimiento», alegato en que se exhortaba a las nuevas gentes a reconocer la soberanía de los Reyes de Castilla, a recibir de paz a sus enviados y a aceptar la fe que se les iba a predicar. Se prescribía esta lectura en las Instrucciones para los nuevos descubrimientos; el texto lo había compuesto el doctor Palacios Rubio.   —55→   Valverde, al ver la actitud amenazadora de Atahualpa, no tuvo más que hacer que volverse a los suyos y animarles a hacer uso de sus armas.

El otro punto se relaciona con el número de indios muertos en la refriega que siguió a este hecho. Parece que debe fijarse en el de dos mil el número de muertos.




ArribaAbajoMuerte del Inca, 29 de agosto de 1533

Conocemos ampliamente lo relativo a la oferta de rescate que hizo el Inca, y lo que del oro que reuniera Atahualpa correspondió a los españoles que le habían apresado. No se han conservado ni el proceso ni la sentencia dictada contra el Inca, ajusticiado el 29 de agosto de 1533 y al que se le acusó de dos delitos: haber ordenado la muerte de su hermano Huáscar y haber dispuesto que se acometiera a los españoles. Ninguna de estas acusaciones es válida, pues, no consta que fuera Atahualpa quien dispuso el suplicio de su hermano y en cuanto a lo segundo, como todos convienen en ello, no es delito jamás la propia defensa, sino por el contrario cosa enteramente lícita.

Salió Pizarro de Cajamarca el día 15 de setiembre de 1533, con dirección al Cuzco. Antes fundó, en el mismo año, la población de Jauja. Ocupó con sus tropas, unidas a las de Almagro y a las de Hernando de Soto, la llanura de Jaquijaguana, aquella en la que años más tarde sería vencido su hermano Gonzalo Pizarro. En Jaquijaguana fue quemado Calicuchima, acusado de haber asesinado al hermano menor de   —56→   Huáscar, Tupac-Huallpa, al que había proclamado Pizarro como soberano indio, y de estar en conversaciones con Quisquis para atacar a los españoles.

El día 15 de noviembre de 1533 entró Pizarro en el Cuzco, cuya defensa habían abandonado las fuerzas del Inca, luego de incendiar los almacenes y palacios reales. La fundación española del Cuzco se hizo el día 23 de marzo del año siguiente, 1534.




ArribaAbajoQué causas facilitaron la Conquista del Perú

Al sociólogo y al historiador le interesa averiguar qué causas contribuyeran a facilitar a las huestes de Pizarro la conquista del poderoso Imperio del Perú. No he hallado mejor resumen de ellas que el elaborado por el padre Rubén Vargas Ugarte en su Síntesis del Perú Colonial, que me place reproducir aquí.

Las conquistas incaicas habían dado a sus dominios una extensión desmesurada. Muchas tribus o naciones no habían sido sometidas sino en parte, como ocurría precisamente con las de la comarca de Quito. Los orejones, nervio del Estado, se habían enervado en el mando y perdido la unidad con los privilegios creados por el Inca; se había multiplicado la clase de los yanaconas o siervos, y el reparto de las tierras a los orejones había disminuido la producción y aumentado las cargas sobre los demás. Las crueldades de Huayna-Cápac le enemistaron con muchos súbditos. Las matanzas de Atahualpa hicieron que fuera odiado y que desapareciera la veneración con la que se trataba al Inca. El régimen socialista de los Incas había acostumbrado a los indios al yugo   —57→   y a la sumisión; su inercia y pasividad les llevaba a someterse fácilmente, en cuanto despareciera el jefe; su estrecha mentalidad no negó a medir el alcance de un cambio de dominación. Pizarro se aprovechó de su docilidad y del respeto a la autoridad del Inca y se sirvió hábilmente de miembros de la familia de este último y de los principales jefes, para tener a raya a los súbditos del Inca. En suma, sin las luchas intestinas en el país de los Incas, la conquista no se habría realizado tan rápidamente.




ArribaAbajoAlvarado en Bahía de Caráquez

Estando Pizarro en el Cuzco, recibió aviso de que don Pedro de Alvarado había desembarcado en la bahía de Caráquez y al saberlo destacó inmediatamente a Almagro para que fuera a unirse a Sebastián de Benalcázar que desde la primera población fundada por el Conquistador en el Perú había partido a Quito, en razón de figurar el Reino de Quito dentro de los territorios que la Corona de España reconocía en favor de Francisco Pizarro en las estipulaciones acordadas con él.

En Riobamba se juntaron Almagro y Benalcázar y la lucha con las hueste de Alvarado se evitó con el acuerdo a que llegaron estos capitanes. Almagro y Alvarado partieron en busca de Pizarro que a la sazón se hallaba en Pachacámac. Hízose la paz en términos satisfactorios y Alvarado regresó a Guatemala dejando en tierras de Quito y del Perú la gente que con él había venido.



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ArribaAbajoFundación de Lima. Los Cabildos Civiles

Pizarro resolvió fundar una ciudad en el valle del Cacique de Lima, repartiendo solares a los vecinos de Jauja, que abandonaron su primer asiento y pasaron al nuevo. Surgió así el 18 de enero de 1535 la Ciudad de los Reyes, que había de ser Metrópoli de la América Austral.

El año anterior, 1934, había sido fundada ya la Ciudad de San Francisco de Quito. Las ciudades habían de ser los asientos civilizados desde donde irradiarían a las regiones todas del territorio los beneficios de la cultura traída a América desde el antiguo Continente. Sus Cabildos Seculares serían el trasunto de los Municipios castellanos y la fuente de donde emanaría todo impulso civilizador y creador, no menos que el baluarte de las libertades que comenzaban a decaer en la Península. El estudio fundamental sobre esta materia, del que no se puede prescindir, es el del insigne americanista padre Constantino Bayle, de la Compañía de Jesús, titulado: Los Cabildos Seculares en la América Española, publicado en Madrid el año de 1952, al que hemos de recurrir en todo caso.

La fundación de las ciudades fue el arraigo que a la tierra tuvieron los que habían venido en son de guerra al Continente Americano. Nacía así una nueva forma de cultura y de vida; nacía América española. Dejadas de lado las armas, comenzaba el roturar y cultivar de las tierras; se iniciaba el laboreo de las minas, principiaban los trabajos e industrias que habían de llenar necesidades imprescindibles de los núcleos de vida. Se lograba también así, como lo han anotado los historiadores, la fusión entre la ciudad y el campo. Quedaron, claro es, algunos que empleaban su tiempo en empresas bélicas: Almagro partió a Chile, Gonzalo Pizarro se fue a las Charcas, pero la generalidad se asentó en las tierras que les tocó en el reparto de las mismas para cultivarlas y hacerlas   —59→   valer. No pocos mezclaron su sangre con la indígena, y desde luego religión, idioma y costumbres trataron de introducir entre los habitantes autóctonos de la tierra que habían venido a descubrir y conquistar.

La lectura de los Libros de Cabildos, es, por todos estos motivos, la única que puede capacitarnos para seguir acertadamente y apreciar como es debido el desarrollo y crecimiento de nuestra Patria Ecuatoriana. Por ello, no hay empresa que pueda estimarse de mayor interés patriótico que la encaminada a publicar por la imprenta la totalidad de los Libros de Cabildos que guardan en sus Archivos las Municipalidades ecuatorianas. Muchos de esos venerables Libros se han perdido ya, desgraciadamente; es tiempo de que se salve de extravíos, incendios y robos lo que aún queda de los mismos, pues, en ellos se consignan día a día los esfuerzos creadores de nuestros antepasados, merced a los cuales se formó la que hoy llamamos República del Ecuador.




ArribaAbajoBreve apreciación de las Fuentes para la historia de América

Vale la pena, con esta oportunidad, de ahondar un tanto, siguiendo a escritores de renombre, en lo que podríamos llamar estimación o valuación de las fuentes para la historia de América.

El ilustre profesor de las Universidades de Buenos Aires y La Plata, doctor Fernando Márquez Miranda, en su Ensayo sobre los artífices de la platería en el Buenos Aires colonial, expresa que debemos, hoy por hoy, negarnos al fácil halago de las vastas   —60→   síntesis, cuando tratamos de la historia de América, debiendo limitarnos, humildemente, a reunir materiales sólidos que habrá de utilizar ágilmente el historiador de mañana, materiales que reposan todavía en su mayor parte en los Archivos del Continente Americano y de fuera de él.

Esta observación y llamamiento a la humildad y sensatez, es particularmente preciosa para nuestra historia ecuatoriana, pues, apenas hemos comenzado a catalogar nuestros Archivos y ponerlos en orden, no se diga a hacer valer en debida forma documentos que ellos guardan y que son indispensables para el conocimiento acertado de los hechos.

El notable Rector de la Universidad de Tucumán, ya fallecido, doctor Juan B. Terán, del que escribió Javier de Cardaillac que en sus obras recuerda a Taine por la técnica y a Michelet por el estilo, en su libro sobre El Nacimiento de la América Española, traducido al francés, hace notar que para la historia de América, los documentos más importantes son los del siglo XVI: la época de la Conquista, la de la gestación creadora, la que ha decidido y determinado las demás. El doctor Terán analiza las fuentes de que disponemos para el estudio del período colonial en nuestra América, discrimen que raros publicistas han realizado con tanto acierto y competencia. No da importancia mayor, el célebre Rector, a las Leyes y Decretos Reales, al revés de otros que los han mirado como la más autorizada y pura. Esas leyes y decretos no expresan la realidad social: son meras manifestaciones de ideas y proyectos. Tienen un estilo enfático y elevado y abundan en consideraciones filosóficas y morales. Su tono autoritario haría creer que son órdenes que un capitán dirige a sus soldados. Atenernos a las Cédulas Reales y a las Reales Órdenes, para juzgar de la condición social de América en el siglo XVI, sería suponer que ellas fueron no sólo «acatadas» sino también «cumplidas». Y eso es lo que rara vez pasó. Las mismas Cédulas reconocen a cada   —61→   paso que las que se dictaron antes fueron vanas y recomiendan «que en el porvenir haya mayor vigilancia y celo por cumplirlas».

Tomando como base las disposiciones reales en favor de la raza indígena dominada y vencida, se podría creer que la conquista de América no redujo a dura esclavitud a los aborígenes de ella y que fue tan sólo empresa enderezada a su bienestar espiritual y material. Basándose en las ordenanzas reales se podría juzgar que los abusos de autoridades y encomenderos fueron refrenados a tiempo y corregidos, mas, como anota Terán: «Lo único que ellas nos revelan es la existencia de esos abusos y de esos atropellos, en perjuicio de los indígenas de América, sin que debamos hacernos ilusiones suponiendo que hicieron cesar el abuso y la esclavitud».

Las leyes, en la América colonial, se respetan por pura fórmula: en el fondo jamás se las observa. En frase lapidaria el historiador argentino agrega: «El respeto escrupulosa de la forma, era el rescate del desprecio que se hacía del fondo de la ley». Las Leyes de Indias no tienen, pues, todo el valor que podría suponerse a primera vista, para juzgar del pasado de América.

Mayor valor poseen los Expedientes de servicios y méritos, presentados a la autoridad real por los conquistadores y sus hijos, en busca de mercedes y de concesiones. Allí se reúnen y relatan hechos que ayudan a penetrar mejor en la confusa época colonial, si bien como piezas preparadas ad hoc para alcanzar un fin determinado, tienen que mirarse con prudente recelo. Cita don Juan Terán estas palabras de un Auditor del Monarca español: «Tenga desconfianza, porque entre testigos e interesados, hay muchas colusiones tratándose de servicios que se pretende haber prestado a Vuestra Majestad».

No se ha de descuidar, para el estudio de la Colonia, los procesos civiles y criminales; los testamentos   —62→   y las memorias secretas de las Órdenes Religiosas. Allí, mejor que en las Cédulas y que en los Expedientes de servicios, se descubre la realidad que tanto importa conocer.

Ocupan sitio de honor muy merecido, las Relaciones de los Cronistas que fueron a la vez actores en los acontecimientos que relatan. Así acontece con Bernal Díaz del Castillo, con Pedro de Cieza de León, con Zárate, con Jerez. Ocurre lo propio con el insigne dominico fray Bartolomé de las Casas, un tiempo encomendero de indios en Santo Domingo, convertido luego y que ingresó al sacerdocio abrasado de amor por los indios, para emprender su defensa en América y en España. Su vida acaba de ser escrita nuevamente, en forma sencilla, emocionada y hermosa, por una hermana suya de hábito, sor María Rosa Miranda, en volumen que ha publicado en Madrid en 1956 el editor Aguilar y que ha prologado el Director de la Biblioteca Nacional, don Luis Morales Oliver, conocido y apreciado ya en el campo de las letras por sus estudios sobre Miguel de Cervantes Saavedra. Sin ningún aparato bibliográfico, ni acopio de citas y documentos, sor María Rosa Miranda nos ha dado un libro ceñido a la verdad, que ella lo ha preparado con muchos años de asiduo estudio y meditación sobre El Libertador de los Indios. Como obra de divulgación serena de un difícil tema histórico, merece señalarse este libro a la atención de los que no juzgan que sólo han de leerse los escritos de firmas consagradas por la fama.

Del respeto que por la verdad tuvieron, en hora buena, algunos Cronistas de Indias dan testimonio las palabras de don Antonio de Herrera, que desgraciadamente jamás estuvo en América, y que cita también don Juan Terán. Dicen así:

«Se debe tener en cuenta el honor del Cronista que escribió su historia con documentos traídos de las Indias. Si hay piezas nuevas que desmienten las primeras, desde ahora y sin necesidad de ningún proceso   —63→   este historiador se declara convencido». Hermosa frase, que revela todo el valor que Herrera atribuía a la verdad.

Fuente principalísima para el conocimiento de nuestro pasado colonial, obscuro e intrincado, de ese que aún pesa duramente en el presente, son las «Actas» en que se asentaron las resoluciones, ordenanzas y disposiciones de nuestros Cabildos. Ellas expresan las preocupaciones, necesidades y problemas de los tiempos en que la nacionalidad comenzaba a afirmarse. En ellas se consignan desde el primer momento normas para la defensa de la raza autóctona, sometida a dura servidumbre, al paso que se consagra también en no pocas veces la distinción de razas, como ocurre con las severísimas penas que se impone al infractor de una Ordenanza cuando él pertenece a la clase indígena. Los Libros de Cabildos arrojan así torrentes de luz sobre la realidad social y a ellos habrá de acudir quien trate de conocer el estado miserable de los indígenas en nuestro suelo, para entregarse luego a amargas reflexiones acerca de lo poco que en cuatrocientos años hemos hecho en bien de una clase de veras infeliz.




ArribaAbajoFunda Quito Sebastián de Benalcázar, con independencia de la Gobernación del Perú, en 1534

Desde la primera población fundada por Francisco Pizarro en el Perú, avanzó a Quito el que había sido su capitán y apoyo eficaz en las horas difíciles de la conquista: Sebastián de Benalcázar, encargado de actuar   —64→   en nombre del Marqués en las tierras comprendidas dentro de la concesión que le había hecho la Corona de España.

La obra conquistadora de Benalcázar se facilitó grandemente con el apoyo que encontró en los Cañaris, en cuyo recuerdo se conservaban frescos los degüellos inmisericordes de Atahualpa en el Cañar. Se había alzado con el gobierno de los territorios indígenas de Quito, Rumiñahui, y contra él cooperaron los cañaris, ayudando a Benalcázar.

Los Libros de Cabildos de Quito enumeran en detalle los actos de fundación cumplidos en territorio del antiguo Reino de Quito, a partir de 1534, fecha en la que se asientan los primeros vecinos para crear la Ciudad de San Francisco de Quito, llamada así en recuerdo del conquistador Francisco Pizarro.

De ella partió Benalcázar para descubrir y conquistar el territorio de la Nueva Granada. Digno es de notar que Benalcázar organizó el antiguo Reino de Quito con independencia de la Gobernación del Perú, y encargó a sus compañeros de armas hacer fundaciones en los territorios descubiertos y conquistados, que debían llamarse «asientos» y servir en el futuro para que se convirtieran en villas y ciudades. Al Sur de Quito teníamos así los asientos de Latacunga, Ambato, Cañar, mientras al Norte se creaban los de Cayambe, Otavalo, Huaco y en la costa los de Portoviejo y Guayaquil, en tierra de los huancavilcas. A Benalcázar tampoco le fue desconocida la región de la Canela.



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ArribaAbajoEspaña y Quito

Cuando se fundaba Quito, ¿cuál era la situación de España? ¿Qué le debe a España la causa de la civilización?, preguntó un día Mr. Masson, queriendo dar a entender que en realidad nada le debía. ¿Fue una desgracia para América el que la conquistaran los españoles? Muchos lo han afirmado así, pero, afortunadamente si un tiempo fue elegante y aceptado denigrar todo lo español, hoy se hace el indispensable discrimen entre lo que de censurable tuvo la conducta de los conquistadores y la obra laudable cumplida por ellos en el Nuevo Mundo. La verdad es muy compleja casi siempre, para que se la pueda encerrar en una sola frase, cuando se trata de la conducta de los hombres. Muchos libros y documentos vieron la luz en la primera mitad del siglo veinte que ya no permiten denigrar sin distingos lo español.

Al tiempo que se descubría el Perú y se fundaba Quito, la nación española tenía la primacía en las letras, en las artes y en las ciencias, así filosóficas y religiosas como físicas y naturales. Los estudios de don Marcelino Menéndez y Pelayo, de don Julio Cejador, de don Antonio Ballesteros y Beretta, de don José María Salaverría, para no citar sino los más conocidos, confirman ampliamente este aserto. A esas voces de España se han juntado las de distinguidos investigadores extranjeros, en la tarea de volver por el buen nombre de la raza ibérica, acusada injustamente de todos los defectos y de todas las taras, por los que no quisieron ver en ella sino sombras. Fitz Maurice Kelly, Annig Bell en Inglaterra; Arturo Farinelli en Italia; Morel Fatio, Pierre Paris y Alfredo Baudrillart en Francia; Ludwig Pfandl en Alemania; Archer Milton Hungtinthon, Artur Schevill y Charles Lumis, en los Estados Unidos, han conseguido destruir la leyenda formada en torno a España, por los que en ella querían que a lo sumo se vieran sólo las   —66→   hogueras de la Inquisición, quitándole toda parte en el progreso de la especie humana y abominando totalmente de su obra en América del Sur.

No es indiferente para nosotros que, cuando se descubría el Perú y se fundaba Quito, España se hubiera hallado en decadencia u ocupara, por el contrario, la primacía entre todos los pueblos; que cuando sus hijos se asentaban por vez primera como vecinos de Quito, fueran parte de una raza endeble y gastada, sin virilidad ni iniciativas y en plena decadencia, o, por el contrario, miembros de un pueblo magno en la investigación de la verdad, desbordante de energías, pleno de vida, valeroso y audaz en los combates, fuerte en la resistencia, capaz de soportar la adversidad y recio en todas las circunstancias de la existencia. Si los hijos son trasunto fiel de los padres y si no es indiferente que éstos gocen de salud y de virilidad cuando trasmiten la vida a sus descendientes, el proceder nosotros los quiteños de padres que alcanzaron su apogeo cuando se asentaban en la Villa de San Francisco de Quito, es prenda de que poseemos virtualidades que bien encaminadas harán del nuestro un pueblo de los primeros de este Continente.

Cuando España fundaba Quito, extendía sus dominios desde Flandes hasta Roma; Carlos Primero de España era Quinto en Alemania. Ni era sólo el poderío militar y material el que hacía de ella la primera potencia del siglo dieciséis: su aporte era magno en todos los aspectos de la cultura. Para convencerse de ello basta abrir el libro de don Julio Cejador y Frauca, dedicado a La Época de Carlos Quinto. Todas las grandezas españolas del siglo XVI, debiéronse a la raza, afirma Cejador, por aquel entonces sana, entera y como llegada a su cabal madurez; bien encauzada en la reventazón juvenil de sus ardimientos y bríos por reyes tan notables como Fernando, Isabel y Carlos Quinto. Agrega luego Cejador, que la raza aquella daba de sí capitanes y maestros de capitanes; teólogos y maestros de teólogos; conquistadores y estadistas,   —67→   prosistas y poetas; santos y fundadores religiosos.

El siglo XVI español, siglo de la fundación de Quito, fue el de Francisco de Vitoria, creador del Derecho Internacional; de Domingo de Soto, padre de la Filosofía del Derecho. Fue también el de Fernando de Córdova, que hacía reunir a la Universidad de París para discutir si cabía tanta ciencia en cerebro humano o si acaso era el Anticristo o tenía pacto con el demonio. El siglo de la fundación de Quito fue el de José Acosta y de Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdez, observadores insignes de la naturaleza, cuyos libros no han pasado de moda y se reeditan y se leen en nuestros días; el de Sebastián del Cano, que por vez primera dio la vuelta al mundo; el de Juan de la Cosa, autor del primer Mapa de América; el de Martín Fernández de Enciso, que escribió la primera geografía de América. Fue también el de Eduardo López, primer viajero a las fuentes del Nilo; el de Melchor Cano, renovador de la pedagogía y de la cultura; el de Andrés Laguna, insigne botánico; el de Miguel Francés, llamado por las universidades de París y de Bolonia el Aristóteles español; el de Juan de Herrera, arquitecto, matemático e inventor de renombre perdurable. También fue el siglo de los primeros Cronistas de las Indias: Francisco de Jerez, Pedro de Cieza de León, Francisco López de Gómara, Oviedo y Valdez, Bernal Díaz del Castillo, merced a los cuales sabemos algo de lo que hubo en el Nuevo Continente a la llegada de los conquistadores.

No fue España pueblo sin importancia cuando vinieron a América sus primeros hijos; ni su aporte al progreso de la humanidad despreciable. En América continuó la obra de cultura fundando las primeras escuelas y las primeras universidades, preocupándose también con la educación de la raza dominada, dígalo fray Jodoco Ricke, más notable que por haber importado el trigo a nuestra Patria, por haber creado   —68→   en ella el primer instituto de educación de los indios en territorio ecuatoriano. Oigamos a Julio Cejador:

«¿Qué se debe a España, qué ha hecho por la civilización europea? La supina ignorancia que suponen semejantes preguntas sube de punto cuando las oímos de labios españoles, no de varones maduros que tienen bien tanteado el valor real de nuestra raza, que conocen lo que España fue, que tienen bien asentado juicio sobre la vida, la religión, la política, sino de ciertos mozos que todavía no han tenido espacio bastante sino para pasear de sobrepeine ojos y pensamiento sobre las cosas y hojear algunas revistas y libros de los que hoy andan de moda, que son extranjeros, pues, para apechugar con viejos librotes españoles forrados de pergamino no habrían de descalzarse los guantes, retraídos a la soledad, y si son todavía de los que no saben vivir a solas y no salen de los salones, tertulias y Ateneos».






ArribaAbajoGonzalo Pizarro, Gobernador de Quito. Descubrimiento del Amazonas

El año de 1540 Francisco Pizarro nombró Gobernador de Quito a su hermano Gonzalo Pizarro, dándole autonomía para que rigiera el territorio comprendido entre los Pastos por el Norte y Tumbes por el Sur. En lo tocante a la región oriental, le dio amplias facultades para que pudiera conquistar así el País de la Canela como los ríos y tierras circundantes.

Es de 1541 la magna empresa de Gonzalo Pizarro que, con el propósito de descubrir el País de la Canela y la vía fluvial que podría llevarle hasta el Océano y   —69→   de la que ya se tenía alguna noticia, partió de Quito con gentes de esta ciudad y de la de Guayaquil, según testimonios que nos han conservado los primeros que escribieron sobre este viaje por siempre memorable.

La expedición de Pizarro permitió encontrar el mayor río de la tierra: el Amazonas, llamado Río de San Francisco de Quita, con sobra de justicia. Jamás podríamos prescindir de rememorar este acontecimiento de los más notables en la historia de todos los tiempos y que es timbre de orgullo para nuestra Patria, como quiera que fueron habitantes de ella los que llevaron a cabo el descubrimiento con recursos materiales y humanos sacados de nuestro territorio. Ningún investigador imparcial podrá dejar de reconocer que el descubrimiento del Amazonas fue obra de las gentes de Quito. En su reciente libro, ya citado, don Jorge Pérez Concha ha sintetizado así aquella inmortal hazaña:

«Benalcázar había abandonado la Gobernación de Quito y dirigídose hacia el Norte, en busca de nuevas y peligrosas aventuras. Para reemplazarlo, Pizarro designó primero a Lorenzo de Aldana y, luego, a su hermano Gonzalo, quien arribó al lugar de sus funciones al término de 1540. Por entonces, Gonzalo Díaz de Pineda había realizado un intento de penetración a las selvas orientales, llegando a surcar las aguas del río Cosanga, afluente del Coca. Con las informaciones recibidas, Gonzalo Pizarro concibió la idea de organizar una expedición capaz de adentrarse en la región desconocida, cuyas extraordinarias riquezas deslumbraban la imaginación de los conquistadores. Era, para unos El Dorarlo, y para otros el País de la Canela. No escatimó, pues, el Gobernador cuanto estuvo a su alcance para la realización de esta hazaña, que habría de inmortalizar su nombre. Y saliendo de quito, a principios de 1541, con 350 españoles, 4.000 indígenas y 5.000 cerdos, perros, caballos, etc. -que, en suma, daban a la expedición un aspecto gigantesco-, siguió las huellas dejadas por Díaz de Pineda,   —70→   llegando hasta Muti, donde, con reducido contingente, se le incorporó Francisco de Orellana, quien había abandonado Guayaquil para tomar parte en tal empresa. La marcha era lenta y angustiosa, pues, a medida que los expedicionarios avanzaban, los víveres escaseaban sin tener cómo reemplazarlos. Y así, adelantándose Pizarro, con 80 hombres, caminaron durante setenta días, soportando, según la relación del padre Gaspar de Carvajal -uno de los religiosos que formaban parte de la expedición- 'grandes trabajos y hambres por razón de la aspereza de la tierra y variación de los guías, del cual trabajo murieron algunos españoles'. Al fin, llegaron a un lugar cercano al volcán Sumaco, donde Pizarro dispuso esperar a Orellana, para continuar juntos, con dirección al Coca. Así lo hicieron. Y una vez en presencia de este río, resolvieron construir una embarcación en la que Orellana habría de adelantarse en busca de recursos.

»Y aquí comienza la epopeya: Orellana, al mando de 50 hombres, asume la dirección de la nave, con la cual desciende el Coca, sale al Napo, continúa hasta el Curaray y desemboca en el Amazonas. Era el 12 de febrero de 1542. La hazaña estaba consumada. El fundador de Guayaquil, a órdenes de Gonzalo Pizarro, Gobernador de Quito, había descubierto la más importante arteria fluvial que ojos humanos hubieran visto. Y al inmortalizar, con esto, su nombre, unió el de la antigua Capital de los Schyris a la realización de tal hazaña.

»Pero la acción no estaba concluida. Y ante la imposibilidad de regresar en busca de Pizarro, Orellana continuó por las aguas del Amazonas -que, por sus dilatadas dimensiones, era a la manera de un mar interior- hasta desembocar, el 20 de agosto, en el Océano Atlántico, que habría de llevarlo a España.

»Entre tanto, Pizarro, luego de haber perdido las esperanzas de que algún día retornara Orellana, emprendió viaje de regreso. Era algo doloroso y trágico,   —71→   pues, durante la marcha caían los expedicionarios, después de consumidos todos los recursos y defraudadas todas las esperanzas. Era el viaje de retorno, que se realizaba con los últimos alimentos y con la inseguridad de arribar, alguna vez, al punto de partida.

»En efecto, cincuenta leguas antes de llegar a Quito, Gonzalo Pizarro, con el reducido número de supervivientes, recibió los primeros socorros, que el Gobernador rechazó por no alcanzar para todos. A la sazón habían devorado hasta los correajes puestos a los caballos. Y, para completar el cuadro de desolación e infortunio, a su arribo a Quito, quien había visto fracasar su esfuerzo, quedó informado de que, durante su ausencia, había sido ultimado en Lima, víctima de las contiendas civiles, su hermano don Francisco. Era en junio de 1542».


(Obra citada, página 19 y 20)                





ArribaAbajoProvincias - Audiencia - Virreinato

Se ha anotado, acertadamente, que el régimen administrativo español establecía la Provincia como la unidad territorial y administrativa de la colonia, y que el conjunto de provincias formaba la Audiencia, siendo a su vez el Virreinato el conjunto de las Audiencias. Así, pues, el territorio se dividía en Provincias, las Provincias unidas formaban la Audiencia y la reunión de éstas creaba el Virreinato.

La Audiencia de Los Reyes, se creó en 1542. Los vecinos de Quito iniciaron desde el año 1560 gestiones   —72→   conducentes a la creación de una Audiencia propia, habiendo contribuido poderosamente a ello la fundación de la ciudad de Cuenca, llevada a cabo en 1557. No olvidemos que la ciudad de Portoviejo, en la provincia de Manabí, se fundó en 1535 y que la de Santiago de Guayaquil se realizó definitivamente en 1537, habiendo una fundación anterior verificada por Benalcázar en 1535. En 1541 el Rey había expedido la Cédula Real que concedía escudo de armas a la Muy Noble y Muy Leal ciudad de San Francisco de Quito.

Los empeños en pro de la creación de la Audiencia de Quito, culminaron el 27 de agosto de 1563, en que el Rey la erigió por decreto en los siguientes términos:

«En la ciudad de San Francisco de Quito, en el Perú, resida otra nuestra audiencia y chancillería real, con su presidente; cuatro oidores, que también sean alcaldes del crimen; un fiscal; un alguacil mayor; un teniente de gran chanciller y los demás ministros y oficiales necesarios; y tenga por distrito la provincia de Quito, y por la costa hacia la parte de la ciudad de los Reyes, hasta el puerto de Paita exclusive; y por la tierra adentro, hasta Piura, Cajamarca, Chachapoyas, Moyobamba y Motilones exclusive; incluyendo hacia la parte susodicha los pueblos de Jaén, Valladolid, Loja, Zamora, Cuenca, la Zarza y Guayaquil con todos los demás pueblos que estuvieren en sus comarcas, y se poblaren; y hacia la parte de los pueblos de la Canela y Quijos, tenga dichos pueblos con los demás que se descubrieren; y por la costa hacia Panamá, hasta el pueblo de la Buenaventura inclusive; y la tierra adentro a Pasto, Popayán, Cali, Buga, Champanchica y Guarchicona, porque los demás lugares de la Gobernación de Popayán son de la Audiencia del Nuevo Reyno de Granada, con la cual y con la Tierra Firme parte términos por el Septentrión, y con la de los Reyes por el Mediodía, teniendo al Poniente la mar del Sur, y al Levante provincias aún no pacificadas, ni descubiertas».



  —73→  

En resumen podríamos, pues, decir que la Audiencia de San Francisco de Quito limitaba, por el Sur con la de los Reyes (creada en 1542) en Paita, San Miguel de Piura y tierras adentro; por el Norte con la de Panamá (establecida en 1535), en el puerto de Buenaventura y por el Noroeste con la del Nuevo Reino de Granada.




ArribaAbajoLa Audiencia de Quito fue muy combatida

En los primeros años de su creación, la Audiencia de Quito tuvo muchos adversarios de ella. En 1565 y 1566 el Presidente de la Audiencia de Lima pretendió conseguir que, aboliéndose la de Quito, se creara una en Santiago de Chile, alegando que en Quito no había negocios suficientes para justificar la existencia de la misma. No fueron escuchadas estas pretensiones y si bien se creó la Audiencia de Chile, no se suprimió la de Quito.

Si subsistió la Audiencia de Quito, su gobierno, por instancias y gestiones del licenciado Castro, Presidente de la Audiencia de los Reyes, le fue concedido a él, por Real Cédula, de 15 de febrero de 1566, fechada en Madrid, y en la que se dice:

«Avemos acordado que por ahora entre tanto por nos otra cosa se provea, vos solo tengáis el gobierno de todos los Distritos ansí de la Audiencia de esa ciudad de los Reyes, como de las Audiencias de las Charcas y Quito, en todo lo que se ofreciere, por ende por la presente os damos poder y facultad para ello y mandamos a nuestros Presidentes y Oidores de las   —74→   dichas audiencias de las Charcas y Quito que no se entrometan ni se puedan entrometer en el gobierno de los distritos de las dichas audiencias».



El hecho de conferir el gobierno de un distrito a una entidad distinta de la propia del distrito, según los tratadistas del derecho indiano, no significaba un cambio territorial. Se ha aclarado por suerte, definitivamente, que en la legislación española, un mismo territorio podía pertenecer en lo político a un determinado gobierno, en lo judicial, a otro gobierno, y a un tercero en lo eclesiástico y militar, lo que por cierto no ha dejado de provocar graves problemas, cuando aconteció la creación de las Repúblicas Americanas.




ArribaAbajoLas Guerras Civiles del Perú

Imposible es prescindir de ellas en una ojeada, por breve y sumaria que sea, de la vida de la Colonia en sus primeros años y más cuando se trata de elaborar una sencilla introducción a la lectura de los Cronistas Primitivos.

El padre Rubén Vargas Ugarte ha aseverado, con justicia, que no hay época en que más se hayan ocupado los primeros que escribieron sobre cosas de América, que ésta de las guerras o luchas civiles, llamadas así porque ya no se pretendía combatir con los primeros pobladores del Continente americano, sojuzgarlos y vencerlos; se trataba ahora de las diferencias surgidas entre los Conquistadores y de sus ambiciones, que no sufrían contrarresto y querían imponerse a todo trance.

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¿Cómo surgieron las disputas que por tanto tiempo conmoverían a estos países, ocasionando daños incalculables en las nacientes poblaciones y mortandad muy grande en la raza indígena, víctima una vez más de los acontecimientos?

La rivalidad entre Pizarro y Almagro es el origen verdadero de las luchas. Parecía, en un primer momento, que la concesión a Almagro del título de «Adelantado» y de una considerable extensión de tierras al Sur de la gobernación de Pizarro, iba a permitir que se viviera en paz. Pero aconteció lo contrario, ya que había forzosamente que determinar los límites de los respectivos territorios de Pizarro y Almagro, y ante todo a quién le pertenecía el Cuzco, que era la manzana de la discordia.

Las ilusiones de Almagro se desvanecieron cuando en su viaje a Chile pudo conocer que la tierra se hallaba desprovista de oro y habitada por tribus bravías. El Cuzco, más que antes, fue su sueño dorado. La presencia de Hernando Pizarro, tenaz adversario de Almagro, impidió que pudieran entenderse éste y Francisco Pizarro. Surgió así la lucha armada entre los Conquistadores. El historiador peruano Vargas Ugarte, que ha sintetizado admirablemente la historia de su patria, tan estrechamente vinculada con la nuestra, distingue tres períodos o etapas, al tratar de las Guerras Civiles: el primero se inicia con la toma del Cuzco por Almagro y prisión de Hernando Pizarro (18 de abril de 1537) terminando este período con la derrota de Almagro en el campo de las Salinas y su muerte en la prisión el 8 de julio de 1538. La victoria había quedado para el campo de Pizarro, pero sus adversarios juraron vengarse tarde o temprano. Se demoraron en lograrlo, mas, el 26 de junio de 1541, caía el Marqués a medio día en su Palacio de Lima, atravesado por los estoques de los almagristas.

El segundo período se cuenta desde la muerte de Francisco Pizarro hasta la sangrienta batalla de   —76→   Chupas, en que Vaca de Castro triunfa sobre Almagro el Mozo, que muere después en el Cuzco en 1542, habiendo causado su ruina con sus imprudencias.

El tercer período, el más largo y complejo de todos, se inicia con la resolución tomada por Gonzalo Pizarro para ponerse al frente del movimiento de protesta a que dan lugar las Ordenanzas que Blasco Núñez promulga contra los encomenderos. Deja Pizarro su repartimiento de Chaqui para ir al Cuzco a asumir el cargo de Procurador de los encomenderos agraviados por las nuevas leyes, en abril de 1544. Termina la lucha con la victoria de don Pedro de La Gasca en el campo de batalla de Jaquijaguana y ejecución de Gonzalo Pizarro en el mismo lugar el 8 de abril de 1548.

Si Pizarro procedió con ambición, anota el padre Vargas, Blasco Núñez actuó sin la prudencia digna de un mandatario sesudo, que le aconsejaba aplazar la vigencia de las nuevas Ordenanzas, tal como se hizo en México. Se habrían evitado así las matanzas de indios y el grave retroceso que sufrió todo el país, en los primeros pasos que comenzaba a dar hacia adelante.

Muchísimos problemas surgidos en la penosa marcha de las colonias de la parte Sur de nuestro Continente se explican únicamente con el episodio importantísimo en la historia de América, llamado «Las Guerras Civiles del Perú», sin cuyo cabal conocimiento no puede haber historia verdadera.

La pacificación total después de esas guerras puede decirse que sólo se logró en el período del virrey don Andrés Hurtado de Mendoza, que va desde el año de 1550 hasta el de 1561.



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ArribaAbajoConquistadores y Conquistados. Un capítulo de Belisario Quevedo

No he hallado mejor resumen de la psicología de conquistadores y conquistados, indispensable de conocer para explicarnos el devenir histórico del país, los acontecimientos ocurridos en él y los mil sucesos del diario vivir que van formando la trama de la historia, que el que nos dejó el malogrado historiador y sociólogo Belisario Quevedo, autor de unas preciosas Notas sobre el carácter del pueblo ecuatoriano. La prematura muerte de Belisario Quevedo, privó al Ecuador de uno de sus grandes valores intelectuales.

El capítulo que ahora se reproduce, pertenece al que, con modestia ejemplar, denominó Texto de Historia Patria, es el séptimo de esa obra tan valiosa y me ha parecido que con él podría terminar este breve resumen acerca de la evolución de nuestra nacionalidad en los primeros años de su existencia, antes de entrar a consignar algunos datos sobre los Cronistas Primitivos, que han de ser recordados, entre otros muchos, por haberse referido a asuntos relativos a nuestra historia.

Dijo así el pensador latacungueño:

«Como la historia es el conocimiento de los hechos y de sus causas y como una de estas causas es el carácter de los pueblos, Vamos a tratar del carácter de los españoles y de los indios, siguiendo a notables psicólogos. Así comprenderemos mejor el momento actual y los hechos que la historia cuenta.

»En las diferentes regiones de España se notan diferencias de carácter sobre un fondo común.

»Entre los castellanos, que fueron los que en mayor número vinieron a América, se notan estos rasgos: estatura mediana, fuertes músculos, sobrios, avezados a la fatiga y capaces de soportar grandes privaciones.   —78→   De temperamento bilioso, nervioso, saben ocultar bajo un continente sereno, hondas y a veces terribles pasiones.

»Las dos características más notables son la irritabilidad y el amor propio. Se muestran serios, lentos, graves, solemnes y altaneros. Aun en la miseria y la desgracia, su actitud es orgullosa de señores y amos, apáticos ante las necesidades de la vida. Son generosos pero no humanitarios, obsequiosos como amigos pero no como hombres.

»Duros con los animales, con los hombres, consigo mismos, contrastan con otros pueblos por falta de bondad simpática y sociable. Su insensibilidad que experimentaron los indios, llegó con grande frecuencia a la crueldad fría y hasta la indiferencia. Su varonil voluntad es inflexible, seca, sin arranques de ternura ni sentimentalismo.

»Aspira siempre a lo grande, a lo solemne y es ritualista y amigo de muchas formalidades y expedientes. Por hacer las cosas perfectamente bien, del mejor modo que puede realizarlo, medita proyectos quiméricos y se queda en la inacción más completa.

»En todo español típico hay un don Quijote idealista y soñador y un Sancho observador y socarrón.

»Su imaginación se exalta interiormente y vive de visiones internas que se traducen en proyectos irrealizables. Muy amigo del descanso, se entrega, bajo el acicate de la necesidad pasajera, a trabajos duros y violentos antes que a la labor metódica y permanente y además es lleno de prejuicios contra el trabajo manual y en pro de la nobleza de apellidos y de sangre.

»A América vinieron aventureros, fantaseadores febriles, amigos del azar, y la ociosidad llegó a ser motivo de orgullo y el trabajo de menosprecio.

»Se cree que para el trabajo manual no se ha menester de talento. Todo el que se cree con medianas   —79→   facultades se entrega al ocio o busca títulos académicos o empleos.

»Los vagos creen rebajarse al trabajar y no juzgan deshonroso vivir de limosna, de prestado o de otros modos peores. La aversión por el esfuerzo sostenido y perseverante, la idea de superioridad que se atribuye a la vida ociosa por mezquina que sea, dice un español, la admiración y simpatía que se tiene por los que gastan y derrochan estérilmente su fortuna, la especie de altanería con que se mira todo lo que es previsión, orden, trabajo personal, son rasgos de nuestro pueblo.

»El mérito de la buena conducta es postergado ante el de las recomendaciones de la nobleza o de los personajes.

»Es muy amigo de crearse personajes indiscutibles, aptos para todo.

»Bajo un manto de individualismo falso, es inclinado al gregarismo alrededor de su persona, más que alrededor de una idea o institución; personajes para el gobierno, caudillos para la política, directores para la conciencia. Con frecuencia se oye decir a un subalterno dirigiéndose a su superior: no le hago caso como autoridad, pero hago lo que Ud. me manda como amigo. Tenemos respetos personales pero difícilmente respetamos una ley, una autoridad, una institución, por el solo carácter de tales. Obedecemos mejor órdenes personales que disposiciones generales.

»No es buen militar el español por indisciplinado, pero es buen guerrero, formado de espontaneidad, de valor individual, fundamentalmente aventurero, contrario a toda organización verdadera. La autoridad de un jefe le deja inmóvil, pero puede ir hasta la muerte atraído por un caudillo. Si conoce el fin, el objeto preciso, decae su entusiasmo; en cambio, lo desconocido, lo imprevisto le atrae.

»Exagerado en la piedad religiosa, fácilmente llega al fanatismo. Desmedido en amor propio, es orgulloso   —80→   y exaltado; en el amor es celoso. Es absoluto y difícilmente reconoce la relatividad ni el límite hasta donde se debe creer, amar, obrar, imponer u obedecer y desde donde no se debe creer, amar, obrar, imponer u obedecer.

»Es incondicional en todo sentido. El subalterno, o es insolente o es sumiso; el amante mata o adora; el superior le manda todo o no manda nada. En la árida llanura castellana, en los horizontes sin matices, las almas no reconocen la realidad y las cosas son buenas o malas y los credos verdaderos o falsos y los hombres santos o perversos. Le gusta la línea recta, seca, fría, aunque le lleve al abismo. De aquí que es intolerante. Hombres fieros defienden principios absolutos con fe agresiva y convierten la historia en tragedia sangrienta. A nombre de ideas simples, rígidas y de una intolerancia a la vez política y religiosa, arrojó de la península a los moros y a los judíos y quemó a un sinnúmero de españoles.

»El clero es todo poderoso y se confunden la Iglesia y el Estado, la religión y la política.

»En religión es ritualista, dogmático, de devoción inflexible y ciega a los actos externos del culto, vacío de sentimientos hondos, dulces, caritativos; desconoce el derecho ajeno a la libertad de conciencia e impone la fe por el terror. Tiene afán de proselitismo y de conquistas espirituales, de unidad, de uniformidad, de monotonía.

»Políticamente ha sido España una democracia anarquista, contraria a la jerarquía, indisciplinada y orgullosa. El español echa la culpa de todo lo malo al gobierno, y de éste lo espera todo, hasta la felicidad eterna.

»Es el pueblo más amigo de leyes y reglamentos, juntas y discusiones y todo lo quiere hacer con estatutos y decretos. Y las resoluciones y leyes quedan escritas, porque nadie quiere tomarse el trabajo ni la responsabilidad de llevarlas a cabo. Es un rasgo común   —81→   del español el miedo a cargar sobre sí una responsabilidad. 'Pero no dirá que yo he dicho', es la muletilla que va después de una delación o queja.

»Se dice con frecuencia que el español es individualista, profundamente impregnado del sentimiento de libertad personal. Desde luego no es un individualismo como el de los ingleses, de voluntad verdaderamente enérgica que no excluye la obediencia a la regla y que, por el contrario, exige el dominio de sí mismo. Y esta energía no existe en el individualismo de los españoles. Al contrario, indisciplina, movilidad, facilidad en el olvido de las reglas, dificultad para ofrecer una obediencia sostenida y paciente, hábito de contar con el apoyo ajeno, de esperar siempre de otro, en la ayuda extraña, de evitar responsabilidades y de descargarla sobre el vecino, todo esto no constituye un individualismo positivo, fundado en la energía y el valor personal. Es más bien un individualismo negativo por falta de voluntad e imperio sobre sí mismo, como también por falta de unión y cooperación.

»Si podemos decir que el español peca por falta de disciplina, el indio peca por el extremo opuesto. Tiene una alma tan largamente disciplinada por la servidumbre, por el despotismo, que ya lleva en sí como carácter la bajeza, el servilismo, el miedo. Nunca visto es un indio que sepa defender con entereza y dignidad su persona y sus derechos.

»Paciente, sumiso, resignado, no se subleva ni por el honor, ni por la virtud, ni por la patria, ni por la ambición, ni por la codicia. Sólo el instinto de conservación, cuando se siente atacado, es capaz de moverle. A porciones se ofrecieron los indios para servir de espías en contra de su misma raza. Es callado y taciturno, hipócrita y desconfiado. Suele guardar mucho tiempo el sentimiento de la venganza.

»Físicamente no es enérgico, pero es resistente; no es capaz de trabajos de empuje, pera sí de aquellos que no requieren sino una fuerza media de larga duración.   —82→   Es sobrio y los españoles, que pasan por muy sobrios en Europa, se admiraban de que una familia india pudiera vivir con la ración de un español.

»Es desaseado y de pocas necesidades; por consiguiente, consume poco y no siente el afán ni la exigencia de una producción y un trabajo intensos: vive con poco y trabaja también poco.

»Su talento es diestro para la imitación: notables artesanos, hábiles ejecutantes, diestros copiadores de su raza, que para la inventiva no se muestra favorecida.

»Sentimentalmente es melancólico, triste, de pasiones sencillas y monótonas, incapaz de fuertes arranques y grandes complicaciones espirituales. En el corazón del indio no hay dramas pasionales. Sus quereres no tienen profundidades ni misterios; el diapasón de ellos muy bajo y de mínimas alternativas. Sus decisiones para hacer o no hacer son rápidas, sin vacilaciones, sin equilibrios ni contrapesos de motivos varios. Las luchas del alma rara vez las padece.

»Su vida es en gran parte instintiva y tradicional; la invención y la reflexión desempeñan en ella un papel muy escaso. De impulsos violentos y pasajeros, su acción es así mismo violenta y pasajera y pronto cae en la inacción y la indiferencia. Pasa horas de horas a la puerta de su choza contemplando el cielo y el suelo.

»La codicia, el afán de enriquecerse no es conocido por él, que es perezoso y amigo de la vida indolente. Imprevisivo, no guarda para el porvenir y consume a medida de sus deseos presentes. Muy difícil en ofrecer, no vuelve a acordarse de sus promesas. Para él no existen eventualidades lejanas, ni remotas probabilidades, ni compromisos contraídos si no van afianzados por el temor. Para él la suprema norma de conducta es la aprobación de sus iguales. El tener a la reprobación le lleva a sacrificar su fortuna y hasta   —83→   su libertad, con tal de hacer una fiesta que le traerá los respetos y consideraciones de los suyos.

»Cada uno es duro para con los que tiene a sus órdenes: el marido con la mujer, la mujer con los hijos, los hijos con los animales de la manada que pastan. En sus observaciones se fija más y con mucha precisión en nimios detalles insignificantes y deja pasar los caracteres fundamentales de las cosas que pueden servir de base a pensamientos generales.

»En religión es supersticioso y en moral obediente únicamente a las apariencias.

»Tales eran los dos pueblos que convivieron y se mezclaron en la larga época colonial».






ArribaAbajoCronistas e Historiadores de Indias. Los Cronistas según Raúl Porras Barrenechea

Es interesante determinar con precisión, si hay diferencias y cuáles son éstas, entre Cronistas e Historiadores de Indias, o si es indiferente llamar de uno o de otro modo a los que se ocuparon en relatar los hechos ocurridos en América en los siglos XVI, XVII y XVIII.

Don José Tudela ha estudiado el punto en un artículo del Diccionario de Historia de España, publicado en Madrid en 1952, por la Revista de Occidente.

Siguiendo a Rómulo D. Carbia, que en Buenos Aires y en 1942 estudió la Crónica Oficial de las Indias Occidentales, juzga Tudela que debe reservarse   —84→   la denominación de «Cronistas de Indias» sólo para los que recibieron ese título dado por la autoridad española.

El afán por conocer la verdad de lo que acontecía en las tierras recientemente descubiertas induce muy pronto a los Reyes a crear la Crónica oficial de Indias, de carácter eminentemente histórico, tarea que se encarga al Cronista mayor. La institución nace bajo Felipe Segundo, pera ya antes de él hubo personas encargadas de confeccionar las Crónicas. Cítanse los nombres de Pedro Mártir de Angleria, de fray Antonio de Guevara, de Juan Cristóbal Calvete de Estrella.

El establecimiento oficial de la Crónica y del Cronista mayor, data de 1571 y es obra de Felipe Segundo, aconsejado por el licenciado Juan de Ovando. A su vez el Consejo de Indias ordenaba a descubridores y conquistadores consignar en un diario todos sus actos, a la vez que disponía se recogieran cuidadosamente las relaciones que de conquistas y descubrimientos se hubieran consignado por escrito, cualquiera que fuera el que las hubiera redactado.

Rómulo Carbia ha intentado determinar los nombres de los «Cronistas mayores de Indias» y sus actividades. Un resumen de ello sería el siguiente. El primero digno de mención es Juan de Velasco, autor de una Geografía universal de Indias; luego el licenciado Arias de Loyola, del que nada se conserva de provecho; viene luego Ambrosio de Onderiz, cosmógrafo y cronista; le sigue Antonio de Herrera y Tordesillas, autor de las famosas Décadas, para las que utilizó sin escrúpulo cuantos relatos tuvo a la mano, muchos de ellos ahora desaparecidos, sin citar a los autores. El valor de sus Décadas radica precisamente en que muchos datos importantes sólo en ellas han quedado consignados, por lo cual la obra es de interés perdurable y de obligada consulta en todo tiempo. El licenciado Luis Tribaldos de Toledo, nos   —85→   ha dado informes sobre las guerras civiles de Chile; el doctor Tomás Tamayo de Vargas, trató de escribir una crónica religiosa de las Indias, sin realizar el proyecto.

El maestro Gil González Dávila nos dio su Teatro eclesiástico del Nuevo Continente, al que hay que recurrir con frecuencia. Son conocidos los trabajos de Antonio de León Pinelo, maestro de eruditos y bibliógrafos. Don Antonio de Solís nos dejó su Historia de la Conquista de Méjico, más poética que histórica, como se ha notado con justicia. De Pedro Fernández del Pulgar, se citan unas Décadas inéditas. Luis Salazar y Castro y Miguel Herrero Ezpeleta, nada han dejado de provecho. Fray Martín de Sarmiento fue el último Cronista individual, pues, luego de él viene la Academia de la Historia como cronista perpetuo de Indias. Juan Bautista Muñoz recibió comisión extraordinaria del Rey, para escribir la Historia del Nuevo Mundo, de la que apenas logró imprimir el tomo primero en Madrid en 1793. De la Historia de Muñoz, escribió don Diego Barros Arana, en el tomo primero, página 18 de su Historia de América lo siguiente: «Es el de Muñoz el primer tomo de una historia general de América, preparada con vastísimo estudio, concebida con espíritu crítico y escrita con arte y elegancia».

Rómulo D. Carbia, en su Historia de la leyenda negra hispano-americana, asevera que la obra de Muñoz constituye el punto de partida de una nueva historiografía. Por fin, don Primo Feliciano Velázquez, en su Biografía de Joaquín García Icazbalceta, publicada en México en 1943, se expresa así: «Por extender el campo y abrir las nuevas vías, dedicó cincuenta años de su vida don Juan Bautista Muñoz a la acumulación de materiales sobre el descubrimiento y conquista de América: no publicó más que el primer tomo de su Historia en 1793, pero lustró su nombre con su preciosa colección de manuscritos, que tiempo adelante tradujo Terneaux Compans   —86→   al francés». En 1954, la Real Academia de la Historia de Madrid, publicó el tomo primero del Catálogo de la Colección de Juan Bautista Muñoz. Los estudiosas podrán ya utilizar así el esfuerzo de tan renombrado y paciente recopilador de materiales para la historia.

No participamos del parecer de Carbia que excluye expresamente del número de los Cronistas de Indias a Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdez, del que dice que escribió motu proprio, su Historia General y Natural de las Indias y no en calidad de cronista oficial. La Academia de la Historia de Madrid, al editar en 1851 la obra de Oviedo y Valdez, le llamó expresamente «el Primer Cronista de las Indias» y Julio Cejador y Frauca, al estudiar la época de Carlos V, dentro de su monumental historia de la literatura española, anota que fue el Emperador el que nombró a Oviedo como tal cronista. A la cabeza de los cronistas de Indias coloca a Oviedo y Valdez el académico colombiano doctor Julio César García, en la monografía que dedicó al insigne historiador y naturalista madrileño, con la que ingresó en la Academia Colombiana de Historia en año de 1957. Recordemos en fin que don Marcelino Menéndez Pelayo al escribir en 1893 sobre Los Historiadores de Colón calificó a nuestro autor de «el primero y más antiguo de los cronistas de Indias».

La denominación de «Historiadores de Indias», se aplica, según José Tudela, no sólo a los llamados propiamente «Cronistas de Indias», que sabemos ya quiénes son, sino a todos los que, con encargo oficial o sin él, escribieron sobre América en los siglos XVI, XVII y XVIII.

Se ha tratado de clasificar a los historiadores de Indias en grupos, atendiendo a criterios determinados; tendríamos así una primera clasificación según que los historiadores hubieren o no presenciado las hechos que relatan: los hay que estuvieron en América y   —87→   otros que escribieron desde Europa, sin haber estado jamás en las tierras recién descubiertas.

Según el campo geográfico historiado, los hay generales, particulares y locales. El momento histórico narrado divide a los historiadores en prehispánicos, del descubrimiento, de la conquista, de la colonización o de los virreinatos y de la independencia. La profesión del cronista, permite clasificarlos en cronistas legistas, soldados, geógrafos o religiosos. En fin, la clase social a la que pertenecen, da margen para llamarlos cronistas indios, blancos o mestizos.

Como anota Tudela, los historiadores y cronistas de Indias representan un género nueva en la historiografía hasta entonces conocida, toda vez que careciendo la mayor parte de ellos de formación humanística, no podían sujetarse en sus narraciones a los cánones de los historiadores clásicos de la antigüedad. Narraron, pues, con espontaneidad y objetividad todo aquello que les parecía sorprendente y maravilloso del Nuevo Mundo, así en lo tocante a las gentes que allí vivían, como en sus costumbres y hábitos, satisfaciendo la curiosidad del público ávido de conocer costumbres y formas de vida diferentes de las del Viejo Mundo. Unos historiadores dieron preferencia a las hazañas de los descubridores y sus padecimientos; otros describieron minuciosamente las costumbres de las tribus y naciones conquistadas; otros, en fin, dieron atención preferente a la naturaleza americana, sin descuidar la parte moral de la conquista. Los historiadores religiosos dedicaron gran parte de sus desvelos a narrar los acontecimientos de sus órdenes y el proceso de la conversión. No faltó quien se preocupara con defender la acción de España en las Indias o con la censura de los excesos en ellas cometidos.

La denominación de «Historiadores de Indias», amplia y general, abraza aún a los que escribieron diarios y narraciones privadas extensas, sin pensar en que un día podrían publicarse, y que encierran datos dignos de ser por todos conocidos.

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El tema apasionante de los Cronistas de Indias, ha sido estudiado con afán y profundidad por el notable publicista peruano, doctor Raúl Porras Barrenechea, cuyo último libro, publicado en Lima en 1955, titulado Fuentes Históricas Peruanas ha sido recibido con aplauso por la crítica sabia de América y Europa.

Séame lícito resumir brevemente el capítulo cuarto de ese notable trabajo, que lleva como epígrafe «Los Cronistas», en beneficio sobre todo de quienes no hayan podido tener a la mano la obra, ahora agotada, del historiador peruano.

La crónica es tan antigua como el país en que ella aparece. La crónica castellana tuvo una tendencia ascética y moralizadora; busca ser advertencia y consejo de buenos gobernantes, espejo de verdad y ejemplo de doctrina, por ello Gonzalo Fernández de Oviedo dice que «el oficio de cronista es de evangelista y conviene que esté en persona que tema a Dios». La crónica primitiva que es puro relato de los hechos y que en España se escribe generalmente y en loor del príncipe, cuando pasa a América se hace popular y reclama, por boca de Bernal Díaz del Castillo, que se incluye en las gestas los nombres de los soldados junto al del jefe de la hueste.

La crónica se traslada a Indias por mandado real. Las ordenanzas relativas a los descubrimientos disponen que todos los que vayan a su costa y minción, lleven un Veedor que describa la tierra y sus riquezas y los usos y costumbres de sus habitantes. De ese encargo y de la espontaneidad natural de los soldados, dice Porras Barrenechea, brotan inmediatamente relaciones, cartas, crónicas y coplas.

Los cronistas soldados son sobrios, rudos y ascéticos en su relato; narran las hechos sin comentario ni reflexión alguna. Si alguna vez se permiten una digresión, es para elogiar la bondad de Dios, condenar la mendacidad de los indios o ponderar el valor de   —89→   los españoles. Sus impresiones sobre la naturaleza que han contemplado son rápidas y sumarias.

La crónica oficial primitiva tuvo una doble consigna: disminuir los vejámenes y crueldades de los conquistadores y amenguar también las demostraciones de barbarie de los indios. Escribe Porras Barrenechea: «Los cronistas primitivos enaltecieron al pueblo vencido, al punto de merecer por algunas de sus exageraciones sobre la magnificencia de las cosas indígenas, las censuras de Robertson».

La crónica de los soldados casi no da importancia a las costumbres e instituciones de los Incas; los cronistas de las guerras civiles están atentos a narrar las peripecias de las luchas que han surgido; es sólo cuando el país se ha pacificado, cuando los cronistas castellanos comienzan a recoger las tradiciones del pasado indio y a descubrir, por el afán de la evangelización, las creencias religiosas, los ritos y las supersticiones de los gentiles. Las voces indígenas van apareciendo en las crónicas, y las informaciones que ordenan hacer La Gasca, Cañete y Toledo, forman la base que subsiste de la historia incaica. De esas Informaciones nacieron, luego, crónicas fundamentales sobre el Incario. Las de La Gasca, sirvieron a Cieza; las de Cañete a Betanzos; las de Toledo a Sarmiento de Gamboa.

Distingue nuestro autor la Crónica anterior al virrey Toledo, que la llama pre-toledana, de la que se origina en las Informaciones del Virrey, que la denomina toledana.

La crónica pre-toledana es por lo general adversa a los conquistadores y favorable a los indios, cuyas virtudes y civilización elogia, al par que hace resaltar los abusos de los españoles, así la posición de Cieza de León es netamente contraria a los conquistadores y equilibrada para juzgar a los indios. Escribe Porras Barrenechea: «En la época de la Gasca y de la debelación de la revolución de Gonzalo Pizarro, la crónica   —90→   inspirada por el Pacificador es contraria a la obra y al predominio de los primeros conquistadores; trata de arrebatar a éstos sus encomiendas y, con este fin, acentúa la crueldad de la conquista, atenúa la barbarie de los indios y contagiada de ímpetu lascasista sostiene la tesis de la despoblación del Perú».

Las Informaciones del tiempo de Toledo permiten conocer más a fondo la época de los Incas y se insiste mucho en probar su tiranía, para justificar la pérdida del señorío de éstos. Sarmiento de Gamboa es el tipo cabal de este género de crónica. Se salva de toda exageración el ecuánime y sabio jesuita José de Acosta, que halla en los Incas «cosas dignas de admiración».

Surge una crónica que quiere corregir los excesos de la tesis toledana. Asoman en ella escritores criollos y mestizos, fusión de razas y culturas. Es su intérprete más cabal el Inca Garcilaso de la Vega, nacido en el Cuzco en 1539, hijo de un capitán español y de una ñusta incaica. La crítica severa de Riva Agüero rehabilitó en un sagaz análisis la autenticidad de las noticias del Inca, sus errores incidentales y la verdad general del cuadro por él trazado.

Podemos aplicar al Ecuador, nuestra patria, lo que del Perú dice Porras Barrenechea. La crónica de la conquista es el crisol en que por obra del impulso misionero y humanitario de la metrópoli, se funden esencias de los dos pueblos, bajo el signo cristiano y español. El servicio fundamental prestado por los cronistas castellanos, es el haber salvado la historia de la raza indígena que sin ellos habría perecido, como desapareció la de las razas anteriores a los Incas.

Los catequistas describieron las creencias religiosas de los indios. Los quechuistas la estructura de la lengua indígena; los cronistas soldados, como Cieza y Estete, la geografía de los territorios; otros inventariaron su fauna y su flora y alguno, como José de Acosta, fue el primero en coordinar las leyes físicas   —91→   del Nuevo Mundo, como años más tarde lo hiciera Humboldt.

El historiador peruano sintetiza así el papel de los Cronistas de Indias:

«Historia, Geografía, Ciencia de la Naturaleza, lenguaje y alma del primitivo Perú, hay que aprenderlos, pues, en las obras de los cronistas del siglo XVI. Ellos son los verdaderos forjadores de la cultura mestiza y original del Perú».






ArribaAbajoEstos volúmenes de «Cronistas de Indias»

Vale la pena aclarar, desde el primer momento, que los volúmenes en que se han reunido algunas páginas de Historiadores Primitivos y Cronistas de Indias, no de todos ellos, por cierto, sino de un reducido grupo de los mismos, tiende únicamente a servir como libros de divulgación, encaminados a poner al alcance del mayor número de lectores hechos sobresalientes de la historia de América del Sur y en especial de nuestra patria ecuatoriana.

Ningún dato nuevo o desconocido hallarán los estudiosos en ellos. No se han escrito para investigadores y peritos en las disciplinas de la historia; no fueron el resultado de descubrimientos y pesquisas en archivos o repositorios de antiguos documentos: son dos libros sencillos de divulgación de cosas conocidas, compuestos con el único afán de servir al mayor número de personas, particularmente a aquellas que no pueden tener a la mano obras raras o agotadas, cuyo costo en el mercado excede toda posibilidad de   —92→   adquirirlas para quien no dispone sino de limitados recursos pecuniarios.

Preciso es publicar las páginas de los que antes que otros escribieron sobre América, porque así y sólo así podremos llevar a las gentes a interesarse por ese pasado del que no es dable prescindir. Las páginas entresacadas de los libros venerables que tratan de América, han de despertar forzosamente el anhelo de conocer esos libros en su integridad. Cuántas veces la lectura de un relato histórico despertó la vocación del hombre de talento por esas arduas disciplinas, cuya necesidad se siente cada vez con mayor fuerza. Recuérdese a este propósito lo que nos cuenta en sus Memorias Íntimas el más grande de los historiadores de la patria, el ilustrísimo doctor González Suárez.

Los doctos, los eruditos, los historiadores consagrados, harán bien en prescindir de la lectura de estos sencillos y modestos libros. No se escribieron para ellos. El público al que se dirigen está formado por hombres de buena voluntad que ansían saber, sin mayor esfuerzo, algo de la historia del Continente Americano y en especial del Ecuador, al mismo tiempo que se informan de los textos a los que tendrían que acudir si ansían completar sus conocimientos en tan notables temas.

Para información de los lectores se consignan algunos datos biográficos, relativos a los autores cuyas páginas se insertan en el tomo. Se ha procurado que esos datos se ajusten a las más recientes investigaciones realizadas.







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ArribaAbajoNotas biográficas y selecciones

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ArribaAbajoFrancisco de Jerez

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ArribaAbajoBiografía de Francisco de Jerez

En Sevilla el año de 1534, el mismo de la fundación de la ciudad de San Francisco de Quito, salía de las prensas de Bartolomé Pérez un tomo en folio en escritura gótica, que llevaba como título el de Verdadera relación de la Conquista del Perú y provincia, del Cuzco, llamada la nueva Castilla. Su autor era Francisco de Jerez, Secretario del Marqués don Francisco Pizarro.

Digna es, por muchos títulos, de recordarse la figura del Secretario de Pizarro que en el año preciso en que se fundaba Quito imprimía ya el relato de los altos hechos castellanos. Nos hubiera sido acaso desconocida, si el insigne Cronista del emperador Carlos V, Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdez, no hubiera puesto a continuación del retrato de su amigo y compañero de aventuras, Jerez, unas quintillas con datos para su biografía.

El fecundo polígrafo español, don Julio Cejador y Frauca, incluyó el libro de Francisco de Jerez entre   —98→   los más notables del siglo XVI, de ese siglo del que don Marcelino Menéndez y Pelayo escribió: «No hay, no ha habido ni habrá en la tierra pueblo que, en una misma época, presente en igual grado de desarrollo todas las ramas de la cultura, como lo presentó el pueblo español».

¿Quién era este Francisco de Jerez, que tan pronto consignaba en el papel los hechos de la conquista de América? Había nacido en Sevilla hacia 1497 o 1499. Era hijo de Pedro de Jerez «ciudadano honrado». Salió de Sevilla con Pedro Arias de Ávila y se embarcó en Sanlúcar rumbo a Tierra Firme el once de abril del año 1514; tendría entonces diecisiete años de edad, si le suponemos nacido en 1497. En Tierra Firme ejerció el oficio de Escribano y, en 1524, decidió acompañar a Francisco Pizarro en la empresa de la conquista del Perú, en calidad de Secretario suyo.

Se halló en la isla del Gallo y por enfermedad hubo de retornar a Panamá. Allí estuvo hasta la vuelta de Pizarro de España, con el que nuevamente se juntó y le acompañó hasta Cajamarca, en donde quedó cojo a consecuencia de una caída de caballo. Mientras recuperaba la salud comenzó a escribir su Verdadera Relación, la que terminó en España.

En el rescate de Atahualpa o botín del Inca, le correspondió ciento diez arrobas de plata que condujo a España en nueve cajones. Llegó a Sevilla el 3 de junio de 1534.

A salvo de pobreza, retirado de las armas, no hizo vida egoísta ni miserable, pues, con los recursos llevados del Perú, socorrió abundantemente a los necesitados: «repartió, escribe Cejador, entre pobres grandes cantidades». Gonzalo Fernández de Oviedo alabó a Jerez como a soldado valiente que dio siempre buena cuenta de su persona, recibió herida en una pierna y sirvió con bizarría y buen comportamiento.

En 1547 hizo la segunda edición de la obra de Jerez, Juan de Junta en Salamanca, mas en ella no   —99→   reimprimieron todas las quintillas relativas a la vida del autor. Como dato curioso debemos anotar que un ejemplar de esta segunda edición de Jerez figuró en la venta de libros sobre América que pertenecieron al emperador Maximiliano de México y que se llevó a cabo en casa del librero José Baer, en Francfort, a fines del siglo XIX.

La obra de Jerez se tradujo al italiano y al alemán, según anota Cejador, y volvió a imprimirse en Madrid en 1740 y luego en la estimadísima colección de Historiadores Primitivos de Indias que, como parte de la Biblioteca de Autores Españoles, editó don Enrique de Vedia en Madrid en 1853, en la imprenta de Rivadeneira, benemérito de las letras. Don Enrique de Vedia reimprimió también las quintillas de la edición príncipe.

En el Prólogo de la Verdadera Relación, anota Jerez que los conquistadores de España no pueden compararse ni con los griegos ni con los romanos: «porque si los romanos tantas provincias sojuzgaron, fue con igual o poco menor número de gente y en tierras sabidas y proveídas de mantenimientos usados y con capitanes y ejércitos pagados; mas nuestros españoles siendo pocos en número, que nunca fueron juntos sino doscientos o trescientos y algunas veces ciento y aun menos, los que en diversas veces que han ido no han sido pagados ni forzados, sino de su propia voluntad y a su costa».

Del oro que fue a España en los primeros años de la conquista. hace Jerez la siguiente relación:

«Año de 1534 a nueve días de enero, llegó al río de Sevilla la nao nombrada Santa María del Campo, en la cual vino el capitán Hernando Pizarro, hermano de Francisco Pizarro, gobernador y capitán general de la Nueva Castilla. En esta nao vinieron para su majestad ciento y cincuenta y tres mil pesos de oro y cinco mil y cuarenta y ocho marcos de plata. Más, trajo para pasajeros y personas particulares, trescientos   —100→   y diez mil pesos de oro y trece mil y quinientos marcos de plata, sin lo de su majestad. Lo sobredicho vino en barras y planchas y pedazos de oro y plata, cerrado en cajas grandes. Allende la sobredicha cantidad, trujo esta nao para su majestad, treinta y ocho vasijas de oro y cuarenta y ocho de plata, entre las cuales había una águila de plata que cabían en su cuerpo dos cántaros de agua, y dos ollas grandes: una de ora y otra de plata, que en cada una cabrá una vaca despedazada; y dos costales de oro, que cabrá en cada uno dos hanegas de trigo, y un ídolo de oro, del tamaño de un niño de cuatro años».


La historia ha fallado ya cómo fue de poco provecho el oro que de América pasó a España y cómo el verdadero beneficio que de la ambición por obtenerlo se siguió, fue el ansia por los viajes y exploraciones en la América del Sur, en pos del oro cada vez más deseado, viajes y exploraciones que abrieron a la navegación y al comercio nuevas vías, completando a la vez el conocimiento del mundo recién descubierto.

Jerez se casó dos veces y su segunda mujer fue doña Francisca de Pineda. Le hallamos el año de 1554 en Valladolid, gestionando nuevamente pasar a Tierra Firme. Se le dio permiso para pasar al Perú, pero no sabemos a ciencia cierta si llegó a realizar el proyectado viaje o se quedó en España. Se ha creído encontrar su nombre en unos autos de la Audiencia de Lima de los años 1563 a 1565 en que figura como Escribano un Francisco López, que acaso podría ser nuestro autor, como quiera que su nombre completo era el de Francisco López de Jerez.

La Relación del Secretario de Pizarro ha sido muy apreciada por los historiadores en todo tiempo. Don Enrique de Vedia dice de ella, que es parte oficial de los sucesos «extendido, por decirlo así, al otro día de la batalla y sobre el mismo campo del combate, y obra digna de atención por ser de un testigo presencial de ellos y revestido de la confianza, del hombre   —101→   singular que los dirigía». Robertson, por su parte, ha llamado a la de Jerez, «narración sencilla e ingenua que sólo alcanza hasta la muerte de Atahualpa, acaecida en 1533, porque el autor volvió a España en 1534, e hizo imprimir inmediatamente de su llegada su reducida historia de la Conquista del Perú, que dedicó al Emperador». Añade el historiador escocés que el autor merece el mayor crédito en todo cuanto dice de las operaciones de Pizarro.

Un compatriota nuestro, cuyo nombre no debe ser olvidado, el reverendo padre fray Alberto María Torres, de la Orden de Predicadores, que escribió un libro muy notable sobre El Padre Valverde, al presente agotado por completo y cuya reimpresión debería hacerse sin tardanza, enuncia este juicio sobre nuestro autor:

«Habiendo sido Jerez actor y testigo presencial de los sucesos de Cajamarca; y habiéndolos consignado en el papel en la misma ciudad, a raíz del acontecimiento, bajo la inspección ocular, y quizá dictado, del mismo protagonista responsable de los hechos, Francisco Pizarro, no vacilamos en declarar su Relación como la fuente más autorizada de la historia del Perú y de Sud América en general».


(Obra citada, 2.ª edición de Quito, año de 1932, página 5)                


El doctor Raúl Porras Barrenechea, publicó en setiembre de 1941 su notable estudio Los Cronistas de la Conquista, en el Número 3, tomo I, de los Cuadernos de Estudio de la Universidad Católica del Perú, Instituto de Investigaciones Históricas. Del capítulo consagrado a Francisco de Jerez, reproducimos unos párrafos esenciales, pues, no es fácil hallar aquel estudio en nuestras Bibliotecas. Dice así:

«El relato de Xerez es el más importante de todos los que refieren la empresa de la conquista del Perú y la caída del Imperio Inkaico. Ningún otro cronista ha contado con más detalles los sucesos del descubrimiento y las escenas del viaje de Tumbes a Cajamarca.   —102→   Su versión de la prisión y del proceso del Inka representa con la crónica de Sancho, que la continuó, la palabra oficial de Pizarro. La objetividad más constante y la calma son las dotes de Xerez como cronista. Ninguna apreciación subjetiva se le escapa sobre hombres ni sucesos. Prefiere narrar o transcribir secamente el diálogo, con frialdad de micrófono.

»Defecto y mérito, su sobriedad le defiende del cargo de parcialidad. No recarga, ni insiste, ni juzga, ni acusa: refiere únicamente, lo más conciso posible. Pero en sus apuntes hay filones insospechados. Fue el primero que trató de describir el territorio y recoger la tradición histórica de los Inkas. Y es tal la exactitud de sus apuntaciones que, desapercibidas a veces, algunas verdades, por los historiadores, resultan descubiertas más tarde por otros documentos y volviendo a Xerez, se halla en él una comprobación anticipada. Tal ocurre, por ejemplo con los sacrificios humanos, negados por Garcilaso y afirmados por los demás cronistas. Basta el testimonio primicio e inobjetable de Xerez, para resolver la discusión. Él nos dice, inadvertidamente, al paso de los españoles por Motupe, que los vio y era costumbre general: 'Sacrificar cada mes a sus propios hijos y con la sangre dellos untar las casas de los ídolos y las puertas de las mezquitas'. Exactamente, como lo recogieron cincuenta años más tarde de boca de los quipocamayos, Sarmiento, Ondegardo y Molina. Así guarda el relato de Xerez, en su sobriedad y sencillez, otras anotaciones, etnográficas e históricas, sobre costumbres, vestidos, casas y aun sobre historia de los Inkas, que hay que leer cada vez con mayor atención y acuciosidad. La crónica de Xerez resulta así como un texto sagrado de la conquista del Perú».




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ArribaAbajoRelato de Francisco de Jerez de la prisión de Atahualpa. Guerra entre Atahualpa y Huáscar. Riquezas de Atahualpa1

Luego el Gobernador mandó secretamente a todos los españoles que se armasen en sus posadas y tuviesen los caballos ensillados y enfrenados, repartidos en tres capitanías, sin que ninguno saliese de su posada a la plaza; y mandó al Capitán de la artillería que tuviese los tiros asentados hacia el campo de los enemigos, y cuando fuese tiempo les pusiese fuego. En las calles por do entran a la plaza puso gente en celada; y tomó consigo veinte hombres de a pie, y con ellos estuvo en su aposento porque con él tuviesen cargo de prender la persona de Atabalipa si cautelosamente viniese, como parecía que venía, con tanto número de gente como con él venía. Y mandó que fuese tomado a vida; y a todos los demás mandó que ninguno saliese de su posada, aunque viesen entrar a los contrarios en la plaza, hasta que oyesen soltar el artillería. Y que él ternía atalayas, y viendo que venía de ruin arte, avisaría cuando hobiesen de salir; e   —104→   saldrían todos de sus aposentos, y los de a caballo en sus caballos, cuando oyesen decir: «Santiago».

Con este concierto y orden que se ha dicho estuvo el Gobernador esperando que Atabalipa entrase, sin que en la plaza paresciese algún cristiano, excepto el atalaya que daba aviso de lo que pasaba en la hueste. El Gobernador y el Capitán General andaban requiriendo los aposentos de los españoles, viendo cómo estaban apercibidos para salir cuando fuesen menester, diciéndoles a todos que hiciesen de sus corazones fortalezas, pues no tenían otras, ni otro socorro sino el de Dios, que socorre en las mayores necesidades a quien anda en su servicio; y que aunque para cada cristiano había quinientos indios, que tuviesen el esfuerzo que los buenos suelen tener en semejantes tiempos, y que esperasen que Dios pelearía por ellos; y que al tiempo del acometer fuesen con mucha furia y tiento, y rompiesen sin que los de caballo se encontrasen unos con otros. Éstas y semejantes palabras decían el Gobernador y el Capitán General a los cristianos para los animar; los cuales estaban con voluntad de salir al campo más que de estar en sus posadas. En el ánimo de cada uno parecía que haría por ciento, que muy poco temor les ponía ver tanta gente.

Viendo el Gobernador que el sol se iba a poner, y que Atabalipa no levantaba de donde había reparado, y que todavía venía gente de su real, enviole a decir con un español que entrase en la plaza y viniese a verlo ante que fuese noche. Como el mensajero fuese a Atabalipa hízole acatamiento, y por señas le dijo que fuese donde el Gobernador estaba. Luego él y su gente comenzaron a andar, y el español volvió delante, y dijo al Gobernador que venía, y que la gente que traía en la delantera traían armas secretas debajo de las camisetas, que eran jubones de algodón fuertes, y talegas de piedras y hondas, que le parecía que traían ruin intención. Luego la delantera de la gente comenzó a entrar en la plaza; venía delante un escuadrón de indios vestidos de una librea de colores a manera de escaques; éstos venían quitando las pajas del suelo y barriendo el camino. Tras   —105→   éstos venían otras tres escuadras vestidos de otra manera, todos cantando y bailando. Luego venía mucha gente con armaduras, patenas y coronas de oro y plata. Entre éstos venía Atabalipa en una litera aforrada de pluma de papagayos de muchas colores, guarnecida de chapas de oro y plata.

Traíanle muchos indios sobre los hombros en alto, y tras désta venían otras dos literas y dos hamacas, en que venían otras personas principales; luego venía mucha gente en escuadrones con coronas de oro y plata. Luego que los primeros entraron en la plaza, apartaron y dieron lugar a los otros. En llegando Atabalipa en medio de la plaza, hizo que todos estuviesen quedos, y la litera en que él venía y las otras en alto: no cesaba de entrar gente en la plaza. De la delantera salió un Capitán, y subió en la fuerza de la plaza, donde estaba el artillería, y alzó dos veces una lanza a manera de seña. El Gobernador, que esto vio, dijo a fray Vicente que si quería ir a hablar a Atabalipa con un faraute; él dijo que sí, y fue con una cruz en la mano y con su Biblia en la otra, y entró por entre la gente hasta donde Atabalipa estaba, y le dijo por el faraute: «Yo soy sacerdote de Dios, y enseño a los cristianos las cosas de Dios, y asimesmo vengo a enseñar a vosotros. Lo que yo enseño es lo que Dios nos habló, que está en este libro; y por tanto, de parte de Dios y de los cristianos te ruego que seas su amigo, porque así lo quiere Dios, y venirte ha bien dello; y ve a hablar al Gobernador, que te está esperando». Atabalipa dijo que le diese el libro para verle, y él se lo dio cerrado; y no acertando Atabalipa a abrirle, el religioso extendió el brazo para lo abrir, y Atabalipa con gran desdén le dio un golpe en el brazo, no queriendo que lo abriese; y porfiando él mesmo por abrirle, lo abrió; y no maravillándose de las letras ni del papel, como otros indios, lo arrojó cinco o seis pasos de sí. E a las palabras que el religioso había dicho por el faraute respondió con mucha soberbia diciendo: «Bien sé lo que habéis hecho por ese camino, cómo habéis tratado a mis caciques y tomado la ropa de los bohíos». El religioso   —106→   respondió: «Los cristianos no han hecho esto; que unos indios trajeron la ropa no lo sabiendo el Gobernador, y él la mandó volver». Atabalipa dijo: «No partiré de aquí hasta que toda me la traigan». El religioso volvió con la respuesta al Gobernador. Atabalipa se puso en pie encima de las andas, hablando a los suyos que estuviesen apercibidos. El religioso dijo al Gobernador lo que había pasado con Atabalipa, y que había echado en tierra la sagrada Escriptura. Luego el Gobernador se armó un sayo de armas de algodón, y tomó su espada y adarga, y con los españoles que con él estaban entró por medio de los indios; y con mucho ánimo, con solos cuatro hombres que le pudieron seguir, llegó hasta la litera donde Atabalipa estaba, y sin temor le echó mano del brazo izquierdo, diciendo: «Santiago». Luego soltaron los tiros y tocaron las trompetas, y salió la gente de a pie y de a caballo. Como los indios vieron el tropel de los caballos, huyeron muchos de aquellos que en la plaza estaban; y fue tanta la furia con que huyeron, que rompieron un lienzo de la cerca de la plaza, y muchos cayeron unos sobre otros. Los de caballo salieron por encima dellos, hiriendo y matando, y siguieron el alcance. La gente de a pie se dio tan buena priesa en los que en la plaza quedaron, que en breve tiempo fueron los más dellos metidos a espada. El Gobernador tenía todavía del brazo a Atabalipa, que no le podía sacar de las andas, como estaba en alto. Los españoles hicieron tal matanza en los que tenían las andas, que cayeron en el suelo; y si el Gobernador no defendiera a Atabalipa, allí pagara el soberbio todas las crueldades que había hecho. El Gobernador, por defender a Atabalipa, fue herido de una pequeña herida en la mano. En todo esto no alzó indio armas contra español; porque fue tanto el espanto que tuvieron de ver al Gobernador entre ellos, y soltar de improviso el artillería y entrar los caballos al tropel, como era cosa que nunca habían visto, que con gran turbación procuraban más huir por salvar las vidas que de hacer guerra. Todos los que traían las andas de Atabalipa pareció ser hombres principales, los cuales todos murieron, y también los que venían en las literas y hamacas; y el de la   —107→   una litera era su paje y señor, a quien él mucho estimaba; y los otros eran también señores de mucha gente y consejeros suyos; murió también el cacique señor de Caxamalca. Otros capitanes murieron, que por ser gran número no se hace caso dellos, porque todos los que venían en guarda de Atabalipa eran grandes señores. Y el Gobernador se fue a su posada con su prisionero Atabalipa, despojado de sus vestiduras, que los españoles les habían rompido por quitarle de las andas. Cosa fue maravillosa ver preso en tan breve tiempo a tan gran señor, que tan poderoso venía. El Gobernador mandó luego sacar ropa de la tierra y le hizo vestir; y así, aplacándole del enojo y turbación que tenía de verse tan presto caído de su estado, entre otras muchas palabras le dijo el Gobernador: «No tengas por afrenta haber sido así preso y desbaratado, porque las cristianos que yo traigo, aunque son pocos en número, con ellos he sujetado más tierra que la tuya y desbaratado otros mayores señores que tú, poniéndolos debajo del señorío del Emperador, cuyo vasallo soy, el cual es Señor de España y del universo mundo, y por su mandado venimos a conquistar esta tierra, porque todos vengáis en conocimiento de Dios y de su santa fe católica; y con la buena demanda que traemos permite Dios, criador de cielo y tierra y de todas las cosas criadas; y porque lo conozcáis y salgáis de la bestialidad y vida diabólica en que vivís, que tan pocos como somos subjetamos tanta multitud de gente; y cuando hubiéredes visto el error en que habéis vivido, conoceréis el beneficio que recibís en haber venido nosotros a esta tierra por mandado de Su Majestad; y debes tener a buena ventura que no has sido desbaratado de gente cruel como vosotros sois, que no dais a ninguno; nosotros usamos de piedad con nuestros enemigos vencidos, y no hacemos guerra sino a los que nos la hacen, y pudiéndolos destruir, no lo hacemos, antes los perdonamos; que teniendo yo preso al cacique señor de la isla, lo dejé porque de ahí adelante fuese bueno; y lo mismo hice con los caciques señores de Túmbez y Chilimasa y con otros, que teniéndolos en mi poder, siendo merecedores de muerte, los perdoné. Y si tú fuiste preso, y tu gente   —108→   desbaratada y muerta, fue porque venías con tan gran ejército contra nosotros, enviándote a rogar que vinieses de paz, y echaste en tierra el libro donde estaban las palabras de Dios, por esto permitió Nuestro Señor que fuese abajada tu soberbia, y que ningún indio pudiese ofender a ningún cristiano».

Hecho este razonamiento por el Gobernador, respondió Atabalipa que había sido engañado de sus capitanes, que le dijeron que no hiciese caso de los españoles; que él de paz quería venir, y los suyos no lo dejaron, y que todos los que le aconsejaron eran muertos. Y que también había visto la bondad y ánimo de los españoles; y que Maizabilica, sintiendo que envió a decir de los cristianos, y como ya fuese de noche, y viese el Gobernador que no eran recogidos los que habían ido en el alcance, mandó tirar los tiros y tañer las trompetas porque se recogiesen. Dende a poco rato entraron todos en el real con gran presa de gente que habían tomado a vida, en que había más de tres mil personas. El Gobernador les preguntó si venían todos buenos. Su Capitán General, que con ellos venía, respondió que sólo un caballo tenía una pequeña herida. El Gobernador dijo con mucha alegría: «Doy gracias a Dios Nuestro Señor, y todos, señores, las debemos dar, por tan gran milagro como en este día por nosotros ha fecho; y verdaderamente podemos creer que sin especial socorro suyo no fuéramos parte para entrar en esta tierra, cuanto más vencer una tan gran hueste. Plega a Dios, por su misericordia, que, pues tiene por bien de nos hacer tantas mercedes, nos dé gracia para hacer tales obras, que alcancemos su santo reino. Y porque, señores, vernéis fatigados, váyase cada uno a reposar a su posada, y porque Dios nos ha dado victoria no nos descuidemos; que, aunque van desbaratados, son mañosos y diestros en la guerra, y este señor (como sabemos) es temido y obedecido, y ellos intentarán toda ruindad y cautela para sacarlo de nuestro poder. Esta noche y todas las demás haya buena guarda de velas y ronda, de manera que nos hallen apercibidos». Y así, se fueron a cenar, y el Gobernador hizo asentar a su mesa a Atabalipa,   —109→   y haciéndole buen tratamiento, y sirviéronle como a su misma persona; y luego le mandó dar de sus mujeres que fueron presas las que él quiso para su servicio; y mandole hacer una cama en la cámara que el mismo Gobernador dormía, teniéndole suelto sin prisión, sino las guardas que velaban. La batalla duró poco más de media hora, porque ya era puesto el sol cuando se comenzó; si la noche no la atajara, que de más de treinta mil hombres que vinieron quedaron pocos. Es opinión de algunos que han visto gente en campo, que había más de cuarenta mil; en la plaza quedaron muertos dos mil, sin los feridos. Viose en esta batalla una cosa muy maravillosa, y es, que los caballos que el día antes no se podían mover de resfriados, aquel día anduvieron con tanta furia, que parecía no haber tenido mal. El Capitán General requirió aquella noche las velas y ronda, poniéndolas en conveniente lugar. Otro día por la mañana envió el Gobernador un Capitán con treinta de a caballo a correr por todo el campo, y mandó quebrar las armas de los indios; y entre tanto la gente del real hicieron sacar a los indios que fueron presos los muertos de las plazas. El Capitán con los de a caballo recogió todo lo que había en el campo y tiendas de Atabalipa, y entró antes de mediodía en el real con una cabalgada de hombres y mujeres, y ovejas y oro y plata y ropa; en esta cabalgada hubo ochenta mil pesos y siete mil marcos de plata y catorce esmeraldas; el oro y plata en piezas monstruosas y platos grandes y pequeños, y cántaros y ollas y braseros y copones grandes, y otras piezas diversas. Atabalipa dijo que toda ésta era vajilla de su servicio, y que sus indios que habían huido habían llevado otra mucha cuantidad. El Gobernador mandó que soltasen todas las ovejas, porque era mucha cuantidad y embarazaban el real, y que los cristianos matasen todos los días cuantas hobiesen menester; y los indios que la noche antes habían recogido mandó el Gobernador poner en la plaza para que los cristianos tomasen los que hobiesen menester para su servicio; todos los demás mandó soltar y que se fuesen a sus casas, porque eran de diversas provincias, que los traía Atabalipa para sostener sus guerras y para servicio de su ejército.

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Algunos fueron de opinión que matasen todos los hombres de guerra o les cortasen las manos. El Gobernador no lo consintió, diciendo que no era bien hacer tan grande crueldad; que aunque es grande el poder de Atabalipa y podía recoger gran número de gente, que mucho sin comparación es mayor el poder de Dios Nuestro Señor, que por su infinita bondad ayuda a los suyos; y que tuviesen por cierto que el que los había librado del peligro del día pasado los libraría de ahí adelante, siendo las intenciones de los cristianos buenas, de atraer aquellos bárbaros infieles al servicio de Dios y al conoscimiento de su santa fe católica; que no quisiesen parecer a ellos en las crueldades y sacrificios que hacen a los que prenden en sus guerras; que bien bastaba los que eran muertos en batalla; que aquellos habían sido traídos como ovejas a corral; que no era bien que muriesen ni se les hiciese daño; y así, fueron sueltos.

En este pueblo de Caxamalca fueron halladas ciertas casas llenas de ropa liada en fardos arrimados hasta los techos de las casas. Dicen que era depositado para bastecer el ejército. Los cristianos tomaron la que quisieron, y todavía quedaron las casas tan llenas, que parecía no haber hecho falta la que fue tomada. La ropa es la mejor que en las Indias se ha visto; la mayor parte della es de lana muy delgada y prima, y otra de algodón de diversas colores y bien matizadas. Las armas que se hallaron con que hacen la guerra y su manera de pelear es la siguiente. En la delantera vienen honderos que tiran con hondas piedras guijeñas lisas y hechas a mano, de hechura de huevos; los honderos traen rodelas que ellos mesmos hacen de tablillas angostas y muy fuertes; asimesmo traen jubones colchados de algodón; tras déstos vienen otros con porras y hachas de armas; las porras son de braza y media de largo, y tan gruesas como una lanza jineta; la porra que está al cabo engastonada es de metal, tan grande como el puño, con cinco o seis puntas agudas, tan gruesa cada punta como el dedo pulgar; juegan con ellas a dos manos; las hachas son del mesmo tamaño y mayores; la cuchilla de metal de anchor de un   —111→   palmo, como alabarda. Algunas hachas y porras hay de oro y plata, que traen los principales; tras éstos vienen otros con lanzas pequeñas arrojadizas, como dardos; en la retaguardia vienen piqueros con lanzas largas de treinta palmos; en el brazo izquierdo traen una manga con mucho algodón, sobre que juegan con la porra. Todos vienen repartidos en sus escuadras con sus banderas y capitanes que los mandan, con tanto concierto como turcos. Algunas dellos traen capacetes grandes, que les cubren hasta los ojos, hechos de madera; en ellos mucho algodón, que de hierro no pueden ser más fuertes. Esta gente, que Atabalipa tenía en su ejército, eran todos hombres muy diestros y ejercitados en la guerra, como aquellos que siempre andan en ella, e son mancebos e grandes de cuerpo, que solos mil dellos bastan para asolar una población de aquella tierra, aunque tenga veinte mil hombres. La casa de aposento de Atabalipa, que en medio de su real tenía, es la mejor que entre indios se ha visto, aunque pequeña; hecha en cuatro cuartos y en medio un patio, y en él un estanque, al cual viene agua por un caño, tan caliente, que no se puede sofrir la mano en ella. Esta agua nasce hirviendo en una sierra que está cerca de allí. Otra tanta agua fría viene por otro caño, y en el camino se juntan y vienen mezcladas por un solo caño al estanque; y cuando quieren que venga la una sola, tienen el caño de la otra. El estanque es grande, hecho de piedra; fuera de la casa, a una parte del corral, está otro estanque, no tan bien hecho como éste; tiene sus escaleras de piedra, por do bajan a lavarse. El aposento donde Atabalipa estaba entre día es un corredor sobre un huerto, y junto está una cámara, donde dormía, con una ventana sobre el patio y estanque, y el corredor asimesmo sale sobre el patio; las paredes están enjabelgadas de un betumen bermejo, mejor que almagre, que luce mucho, y la madera que cae sobre la cobija de la casa está teñida de la mesma color; y el otro cuarto frontero es de cuatro bóvedas, redondas como campanas, todas cuatro encorporadas en una; éste es encalado, blanco como nieve. Los otros dos son casas de servicio. Por la delantera deste aposento pasa un río.

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Ya se ha dicho de la victoria que los cristianos hobieron en la batalla y prisión de Atabalipa, y de la manera de su real y ejército. Agora se dirá del padre deste Atabalipa, y cómo se hizo Señor, y otras cosas de su grandeza y estado, según que él mesmo lo contó al Gobernador. Su padre deste Atabalipa se llamó el Cuzco, que señoreó toda aquella tierra; de más de trecientas leguas le obedecían y daban tributo. Fue natural de una provincia más atrás de Quito, y como hallase aquella tierra donde estaba apacible y abundosa y rica, asentó en ella, y puso nombre a una gran ciudad donde estaba la ciudad del Cuzco. Era tan temido y obedecido, que lo tuvieron cuasi por su dios, y en muchos pueblos le tenían hecho de bulto. Tuvo cien hijos y hijas, y los más son vivos; ocho años ha que murió, y dejó por su heredero a un hijo suyo llamado así como él. Éste era hijo de su mujer legítima. Llaman mujer legítima a la más principal, a quien más quiere el marido; éste era mayor que Atabalipa. El Cuzco viejo dejó por señor de la provincia de Quito, apartada del otro señorío principal, a Atabalipa, y el cuerpo del Cuzco está en la provincia de Quito, donde murió y la cabeza lleváronla a la ciudad del Cuzco, y la tienen en mucha veneración, con mucha riqueza de oro y plata; que la casa donde está es el suelo y paredes y techo todo chapado de oro y plata, entretejido uno con otro; y en esta ciudad hay otras veinte casas las paredes chapadas de una hoja delgada de oro por de dentro y por de fuera. Esta ciudad tiene muy ricos edificios; en ella tenía el Cuzco su tesoro, que eran tres bohíos llenos de piezas de oro y cinco de plata, y cien mil tejuelas de oro que había sacado de las minas; cada tejuelo pesa cincuenta castellanos; esto había habido del tributo de las tierras que había señoreado. Adelante desta ciudad hay otra llamada Callao, donde hay un río que tiene mucha cantidad de oro; y camino de diez jornadas desta provincia de Caxamalca, en otra provincia que se dice Guaneso, haya otro río tan rico como éste. En todas estas provincias hay muchas minas de oro y plata. La plata sacan en la sierra con poco trabajo; que un indio saca en un día cinco o seis marcos, la cual sacan envuelta con plomo y estaño y piedra azufre, y después la apuran, y   —113→   para sacarla pegan fuego a la sierra; y como se enciende la piedra zufre, cae la plata a pedazos; y en Guito y Chincha hay las mayores minas. De aquí a la ciudad del Cuzco hay cuarenta jornadas de indios cargados, y la tierra es bien poblada. Chincha está a medio camino, que es gran población. En toda esta tierra hay mucho ganado de ovejas; muchas se hacen monteses por no poder sostener tantas como se crían. Entre los españoles que con el Gobernador están se matan cada día ciento y cincuenta, y parece que ninguna falta hace ni harían en este valle aunque estoviesen un año en él. Y los indios generalmente las comen en toda esta tierra.

Y asimismo dijo Atabalipa que después de la muerte de su padre, él y su hermano el Cuzco estuvieron en paz siete años cada uno en la tierra que le dejó su padre; y podrá haber un año, poco más, que su hermano el Cuzco se levantó contra él con voluntad de tomarle su señorío, y después le envió a rogar Atabalipa que no le hiciese guerra, sino que se contentase con lo que su padre le había dejado; y el Cuzco no lo quiso hacer, y Atabalipa salió de su tierra, que se dice Guito, con la más gente de guerra que pudo, y vino a Tomepomba, donde hubo con su hermano una batalla, y mató Atabalipa más de mil hombres de la gente del Cuzco, y lo hizo volver huyendo; y porque el pueblo Tomepomba se le puso en defensa, lo abrasó, y mató toda la gente dél, y quería asolar todos los pueblos de aquella comarca, y dejolo de hacer por seguir a su hermano; y el Cuzco se fue a su tierra huyendo, y Atabalipa vino conquistando con gran poder toda aquella tierra, y todos los pueblos se le daban sabiendo la grandísima destrucción que había hecho en Tomepomba. Seis meses había que Atabalipa había enviado dos pajes suyos, muy valientes hombres, el uno llamado Quisques, y el otro Chaliachin, los cuales fueron con cuarenta mil hombres sobre la ciudad de su hermano, y fueron ganando toda la tierra hasta aquella ciudad donde el Cuzco estaba, y se la tomaron, y mataron mucha gente, y prendieron su persona y le tomaron todo el tesoro de su padre, y luego lo hicieron saber a Atabalipa,   —114→   y mandó que se lo enviasen preso, y tiene nueva que llegarán presto con mucho tesoro; y los capitanes se quedaron en aquella ciudad que habían conquistado, por guardar la ciudad y el tesoro que en ella había, y tenían diez mil hombres de guarnición, de los cuarenta mil que llevaron, y los otros treinta mil hombres fueron a descansar a sus casas con el despojo que habían habido, y todo lo que su hermano el Cuzco poseía tenía Atabalipa subjectado.

Atabalipa y estos sus capitanes generales andaban en andas, y después que la guerra comenzó ha muerto mucha gente, y Atabalipa ha hecho muchas crueldades en los contrarios, y tiene consigo a todos los caciques de los pueblos que ha conquistado, y tiene puestos gobernadores en todos los pueblos, porque de otra manera no pudiera tener tan pacífica y subjecta la tierra como la ha tenido; y con esto ha sido muy temido y obedecido, y su gente de guerra muy servida de los naturales, y dél muy bien tratada. Atabalipa tenía pensamiento, si no le acaesciera ser preso, de irse a descansar a su tierra, y de camino acabar de asolar todos los pueblos de aquella comarca de Tomepomba, que se la había puesto en defensa, y poblalla de nuevo de su gente, y que le enviasen sus capitanes, de la gente del Cuzco que han conquistado, cuatro mil hombres casados para poblar a Tomepomba. También dijo Atabalipa que entregaría al Gobernador a su hermano el Cuzco, al cual sus capitanes enviaban preso de la ciudad, para que hiciese dél lo que quisiese; y porque Atabalipa temía que a él mesmo matarían los españoles, y dijo al Gobernador que daría para los españoles que le habían predicado mucha cuantidad de oro y plata; el Gobernador le preguntó qué tanto daría y en qué término; Atabalipa dijo que daría de oro una sala que tiene viente y dos pies en largo y diez y siete en ancho, llena hasta una raya blanca que está a la mitad del altor de la sala, que será lo que dijo de altura de estado y medio, y dijo que hasta allí henchiría la sala de diversas piezas de oro, cántaros, ollas y tejuelos, y otras piezas, y que de plata daría todo aquel bohío dos veces lleno, y que esto cumpliría dentro de dos meses.   —115→   El Gobernador le dijo que despachase mensajeros por ello, y que cumpliendo lo que decía no tuviese ningún temor. Luego despachó Atabalipa mensajeros a sus capitanes, pues estaban en la ciudad del Cuzco, que le enviasen dos mil indios cargados de oro y muchos de plata, esto sin lo que venía camino con su hermano, que traían preso. El Gobernador le preguntó que qué tanto tardarían sus mensajeros en ir a la ciudad del Cuzco; Atabalipa dijo que cuando envía con priesa a hacer saber alguna cosa, corren por postas de pueblo en pueblo, y llega la nueva en cinco días, y que yendo todo el camino los que él envía con el mensaje, aunque sean hombres sueltos, tardan quince días en ir. También le preguntó el Gobernador que por qué había mandado matar a algunos indios que habían hallado muertos en su real los cristianos que recogieron el campo; Atabalipa dijo que el día que el Gobernador envió a su hermano Hernando Pizarro a su real para hablar con él, que uno de los cristianos arremetió con el caballo, y aquellos que estaban muertos se habían retraído, y por eso los mandó matar.

Atabalipa era hombre de treinta años, bien apersonado y dispuesto, algo grueso; el rostro grande, hermoso y feraz, los ojos encarnizados en sangre; hablaba con mucha gravedad, como gran señor; hacía muy vivos razonamientos, y entendidos por los españoles, conoscían ser hombre sabio; era hombre alegre, aunque crudo; hablando con los suyos era muy robusto y no mostraba alegría. Entre otras cosas, dijo Atabalipa al Gobernador que diez jornadas de Caxamalca, camino del Cuzco, está en un pueblo una mezquita que tienen todos los moradores de aquella tierra por su templo general, en la cual todos ofrescen oro y plata, y su padre la tuvo en mucha veneración, y él asimesmo; la cual mezquita dijo Atabalipa que tenía mucha riqueza; porque, aunque en cada pueblo hay mezquita donde tienen sus ídolos particulares en que ellos adoran, en aquella mezquita estaba el general ídolo de todos ellos; y que por guarda de aquella mezquita estaba un gran sabio, el cual los indios creían que sabía las cosas por venir, porque hablaba con aquel ídolo   —116→   y se las decía. Oídas estas palabras por el Gobernador (aunque antes tenía noticia desta mezquita), dio a entender a Atabalipa cómo todos aquellos ídolos son vanidad, y el que en ellos habla es el diablo, que los engaña por los llevar a perdición, como ha llevado a todos las que en tal creencia han vivido y fenescido; y diole a entender que Dios es uno solo, criador del cielo y tierra y de todas las cosas visibles e invisibles, en el cual los cristianos creen, y a éste solo debemos tener por Dios y hacer lo que manda, y recebir agua de baptismo; y a los que así lo hicieren llevará a su reino; y los otros irán a las penas infernales, donde para siempre están ardiendo todos los que carecieron deste conocimiento, que han servido al diablo haciéndole sacrificios y ofrendas y mezquitas; todo lo cual de aquí adelante ha de cesar, porque a esto le envía el Emperador, que es Rey y Señor de los cristianos y de todos ellos, y por vivir, como han vivido, sin conoscer a Dios, permitió que con tan gran poder de gente como tenía, fuese desbaratado y preso de tan pocos cristianos; que mirase cuán poca ayuda le había hecho su dios, por donde conoscería que es el diablo que los engañaba. Atabalipa dijo que, como hasta entonces no habían visto cristianos él ni sus antepasados, no supieron esto, y que él había vivido como ellos; y más dijo Atabalipa, que está espantado de lo que el Gobernador le había dicho; que bien conoscía que aquel que hablaba en su ídolo no es dios verdadero, pues tan poco le ayuda.

Como el Gobernador y los españoles hubieron descansado del trabajo del camino y de la batalla, luego envió mensajeros al pueblo de San Miguel, haciendo saber a los vecinos lo que le había acaescido, y por saber dellos cómo les iba, y si habían venido algunos navíos, de lo cual mandó que le avisasen; y mandó hacer en la plaza de Caxamalca una iglesia donde se celebrase el santísimo sacramento de la misa; y mandó derribar la cerca de la plaza, porque era baja, y fue hecha de tapias de altura de dos estados, de largura de quinientos y cincuenta pasos. Otras cosas mandó hacer para guarda del real.   —117→   Cada día se informaba si se hacía algún ayuntamiento de gente, y de las otras cosas que en la tierra pasaban.

Sabido por los caciques desta provincia la venida del Gobernador y la prisión de Atabalipa, muchos dellos vinieron de paz a ver al Gobernador. Algunos destos caciques eran señores de treinta mil indios, todos subjectos a Atabalipa, y como ante él llegaban, le hacían gran acatamiento besándole los pies y las manos; él los recebía sin mirallos. Cosa extraña es decir la gravedad de Atabalipa, y la mucha obediencia que todos le tenían. Cada día le traían muchos presentes de toda la tierra. Así, preso como estaba, tenía estado de señor y estaba muy alegre; verdad es que el Gobernador le hacía muy buen tratamiento, aunque algunas veces le dijo que algunos indios habían dicho a los españoles cómo hacía ayuntar gente de guerra en Guamachuco y en otras partes. Atabalipa respondió que en toda aquella tierra no había quien se moviese sin su licencia; que tuviese por cierto que si gente de guerra viniese, que él la mandaba venir, y que entonces hiciese dél lo que quisiese, pues lo tenía en su prisión. Muchas cosas dijeron los indios que fueron mentira, aunque los cristianos tenían alteración. Entre muchos mensajeros que venían a Atabalipa, le vino uno de los que traían preso a su hermano, a decille que cuando sus capitanes supieron su prisión habían ya muerto al Cuzco. Sabido esto por el Gobernador, mostró que le pesaba mucho, y dijo que no le habían muerto, que lo trujesen luego vivo, y si no, que él mandaría matar a Atabalipa. Atabalipa afirmaba que sus capitanes lo habían muerto sin saberlo él. El Gobernador se informó de los mensajeros, y supo que lo habían muerto.

Pasadas estas cosas, desde algunos días vino gente de Atabalipa y un hermano suyo que venía del Cuzco, y trújole unas hermanas y mujeres de Atabalipa, y trujo muchas vasijas de oro, cántaros y ollas y otras piezas, y mucha plata, y dijo que por el camino venían más; porque, como es tan larga la jornada, cansan los indios que lo traen y no pueden llegar tan ahína; que cada día entrará más oro y plata de lo que queda más atrás. Y así,   —118→   entran algunos días veinte mil, y otras veces treinta mil, y otras cincuenta, y otras sesenta mil pesos de oro en cántaros y ollas grandes de a dos arrobas y de a tres, y cántaros y ollas grandes de plata, y otras muchas vasijas. Todo lo mandó poner el Gobernador en una casa donde Atabalipa tenía sus guardas, hasta tanto que con ello y con lo que ha de venir cumpla lo que ha prometido. Veinte días eran pasados de diciembre del sobredicho año, cuando llegaron a este pueblo ciertos indios mensajeros del pueblo de San Miguel, con una carta en que hacían saber al Gobernador cómo habían arribado a esta costa, a un puerto que se dice Cancebi, junto con Quaque, seis navíos en que venían ciento y cincuenta españoles y ochenta y cuatro caballos; los tres navíos venían de Panamá, en que venía el capitán Diego de Almagro con ciento y veinte hombres, y las otras tres carabelas venían de Nicaragua con treinta hombres, y que venían a esta gobernación con voluntad de servir en ella, y que desde Cancebi, como hobieron echado la gente y los caballos para venir por tierra, se adelantó un navío a saber dónde estaba el Gobernador, y llegó hasta Túmbez, y el cacique de aquella provincia no le quiso dar razón dél ni mostralle la carta que el Gobernador le dejó para dar a los navíos que por allí viniesen. Y este navío se volvió sin llevar nueva del Gobernador, y otro que tras él había salido siguió la costa adelante hasta que llegó al puerto de San Miguel, donde desembarcó el Maestre y fue al pueblo, en el cual hubo mucha alegría con la venida de aquella gente. Y luego se volvió el Maestre con las cartas que el Gobernador había enviado a los del pueblo, en que les hacía saber la victoria que Dios había dado a él y a su gente, y la mucha riqueza de la tierra. El Gobernador y todos los que con él estaban hobieron mucho placer con la venida destos navíos. Luego despachó el Gobernador sus mensajeros, escribiendo al capitán Diego de Almagro y algunas personas de las que con él venían, haciéndoles saber cuánto holgaba con su venida, y que, llegados al pueblo de San Miguel, porque no le pusiesen en necesidad, se saliesen a los caciques comarcanos que están en el camino de Caxamalca, porque tienen mucha abundancia   —119→   de mantenimientos, y que él proveería de hundir oro para pagar el flete de los navíos, porque se volviesen luego.

Como de cada día venían caciques al Gobernador, vinieron entre ellos dos caciques que se dicen de los ladrones, porque su gente saltea a todos los que pasan por su tierra; éstos están camino del Cuzco. Pasados sesenta días de la prisión de Atabalipa, un cacique del pueblo donde está la mezquita, y el guardián della, llegaron ante el Gobernador, el cual preguntó a Atabalipa que quién eran; dijo que el uno era señor del pueblo de la mezquita y el otro guardián della, y que se holgaba con su venida, porque pagaría las mentiras que le había dicho; y pidió una cadena para echar al guardián porque le había aconsejado que tuviese guerra con los cristianos, que el ídolo le había dicho que los mataría todos; y también dijo a su padre el Cuzco, cuando estaba a la muerte, que no moriría de aquella enfermedad. Y el Gobernador mandó traer la cadena, y a Atabalipa se la echó diciendo que no se la quitasen hasta que hiciese traer todo el oro de la mezquita, y dijo a Atabalipa que lo que quería dar a los cristianos, pues que su ídolo es mentiroso; y dijo el guardián: «Yo quiero agora ver si te quitará esta cadena ese que tú dices que es tu dios». El Gobernador y el cacique que vino con el guardián despacharon sus mensajeros para que trujesen el oro de la mezquita y lo que el cacique tenía, y dijeron que volverían dende en cincuenta días con todo esto. Sabido por el Gobernador que se ayuntaba gente en la tierra y que había gente de guerra en Guamachuco, envió el Gobernador a Hernando Pizarro con veinte de caballo, y algunos de pie a Guamachuco, que está tres jornadas de Caxamalca, para saber qué se hacía, para que hiciese venir el oro y plata que está en Guamachuco. El capitán Hernando Pizarro se partió de Caxamalca víspera de los Reyes del año 1533; quince días después llegaron a Caxamalca ciertos cristianos con mucha cuantía de oro y plata, en que vinieron más de trescientas cargas de oro y plata en cántaros y ollas grandes y otras diversas piezas. Todo lo mandó el Gobernador poner con lo que primero habían   —120→   traído, en una casa donde Atabalipa tenía puestas guardas, diciendo que él lo quería tener a recaudo, pues había de cumplir lo que había prometido, para que venido lo entregase todo junto; y por tenerlo a mejor recaudo puso el Gobernador cristianos que lo guardasen de día y de noche, y al tiempo que se mete en la casa lo cuentan todo, porque no haya fraude. Con este oro y plata vino un hermano de Atabalipa, y dijo que en Jauja quedaba mayor cuantidad de oro, lo cual traían ya por el camino, y venía con ello uno de los capitanes de Atabalipa, llamado Chilicuchima. Hernando Pizarro escribió al Gobernador que él se había informado de las cosas de la tierra, y que no había nueva de ayuntamiento de gente ni de otra cosa, sino que el oro estaba en Jauja, y con ello un Capitán, y que le hiciese saber qué mandaba que hiciese, si mandaba que pasase adelante, porque hasta ver su respuesta no se partiría de allí. El Gobernador respondió que llegase a la mezquita, porque tenía preso al guardián della, y Atabalipa había mandado traer el tesoro que en ella estaba, y que despachase presto de traer todo el oro que en la mezquita hallase, y que le escribiese de cada pueblo lo que le sucediese por el camino; y así lo hizo. Viendo el Gobernador la dilación que había en el traer del oro, envió tres cristianos para que hiciesen venir el oro que estaba en Jauja y para que viesen el pueblo del Cuzco, y dio poder a uno de ellos para que en su lugar, en nombre de Su Majestad, tomase posesión del pueblo del Cuzco y de sus comarcas ante un escribano público que con ellos iba; y con ellos envió un hermano de Atabalipa. Y mandoles que no hiciesen mal a los naturales ni les tomasen oro ni otra cosa contra su voluntad, ni hiciesen más de lo que quisiese aquel principal que con ellos iba, porque no los matasen, y que procurasen de ver el pueblo del Cuzco, y de todo trujesen relación; los cuales partieron de Caxamalca a 15 días de hebrero del año sobredicho.

El capitán Diego de Almagro llegó a este pueblo con alguna gente, y entraron en Caxamalca víspera de Pascua Florida, a 14 de abril del dicho año; el cual fue bien recebido del Gobernador y de los que con él estaban. Un   —121→   negro que partió con los cristianos que fueron al Cuzco volvió a 28 de abril con ciento y siete cargas de oro y siete de plata; este negro volvió desde Jauja, donde hallaron los indios que venían con el oro, y otros cristianos se fueron al Cuzco; y dijo este negro que vernía el capitán Hernando Pizarro muy presto, que era ido a Jauja a verse con Chilicuchima. El Gobernador mandó poner este oro con lo otro, y contáronse todas las piezas.





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