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ArribaAbajoMicrocuentos

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ArribaAbajoGenealogía

Una raza más agresiva de monos expulsó de los árboles a otra raza más pacífica y conformista. La Tribu vencida se exilió de la arboleda y fue a instalarse en la llana tierra. Pero allí el pastizal era alto y tupido, y para verse unos a otros y para observar el peligro, los monos derrotados tuvieron que aprender a andar erguidos, sobre dos patas. Y fue así que sin proponérselo, los conquistadores de los árboles, partiendo del pariente más infeliz, inventaron al Hombre, que se vengaría conquistando al Mundo.




ArribaAbajoFúnebre

Cuando nacía, murió su madre de parto. Fue hijo huérfano de padre viudo. Se casó y enviudó a su vez, pero antes de morir, su esposa le dio un hijo que resultó ser el hijo huérfano de un padre viudo que era hijo huérfano de un padre viudo. Viven los tres en la misma casa, y cuando paso frente a ella, camino con solemnidad, como si pasara frente a un panteón.




ArribaAbajoComienzo

De pronto cayó en la cuenta de que era inteligente. Hizo de la caverna un hogar. Fabricó herramientas, aprendió a encender y conservar el fuego e inventó las armas. Se sintió orgullosamente superior a toda criatura viviente sobre la faz de la tierra, y necesitó una medida de su propia importancia. Entonces, creó a Dios a su imagen y semejanza.



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ArribaAbajoMestizaje

El conquistador español tomó para sí a una joven india y tuvieron un hijo. Otros conquistadores lo imitaron y hubo muchos españoles con muchas mujeres indias. El mestizaje perfecto, con el varón de una estirpe y la mujer de otra. La dama española veía pasar al indio gallardo, desnudo y elástico, y suspiraba. Lo demasiado perfecto, deja de serlo.




ArribaAbajoEn el origen

El fruto que había arrancado tenía sabroso aspecto, pero la cáscara era dura. Entonces, en la mente elemental surgió una idea: podía golpear el fruto con una piedra y romper la envoltura. Así lo hizo con éxito, e inventó de esta manera la primera herramienta: el martillo. Contento, fue a buscar otro fruto. Lo halló y al repetir la operación se aplastó el dedo. Entonces, inventó la primera palabrota.




ArribaAbajoDentro de 20 años

El muchachito de aspecto saludable y vigoroso montaba una bruñida bicicleta. Pasó pedaleando raudamente junto a un lustrabotas descalzo y flaco que inopinadamente arrojó un palo entre los rayos de las ruedas que produjeron un ominoso ruido de metales rotos. El ciclista se detuvo y con enojo se dispuso a castigar al malhechor. El lustrabotas esgrimió amenazante su cajón, como porra y escudo al mismo tiempo. Un señor que pasaba los separó. La pelea no empezó, pero tampoco terminó. Simplemente estaba postergada.



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ArribaAbajoLa diferencia

El perro lustroso y bien comido contempló a través de las rejas de la mansión al perrillo sin nombre y con pulgas que pasaba trotando con sus costillas a flor de piel. El perro de la mansión era de raza seleccionada. El perrillo era de todas y de ninguna. Y entre los dos perros había una gran diferencia: las rejas.




ArribaAbajoEl vencedor

El poderoso Doberman atacó al raquítico perrito callejero y lo dejó maltrecho y sangrante. No lo mató porque apareció el dueño, le colocó el dogal y la cadena, y se lo llevó para atarlo al poste de siempre. Allí cautivo, el Doberman sentía en la boca el gusto de la sangre, y era amargo. El perrito se arrastró hasta el arroyo, dejó que el agua lavara sus heridas, y bebió. Y el agua era dulce, porque tenía el gusto de la libertad.




ArribaAbajoLa pandorga

La pandorga quedó preciosa. Los «palitos» de tacuara pulidos y rectos. El armazón redondo y equilibrado. Las «tajaditas cortadas» azules y rojas, perfectas y minuciosamente pegadas. Las largas «piriritas» amarillas rodeaban a la pandorga como una cabellera rumorosa de viento y rubia de sol. Y finalmente, los «barbijos» simétricos, milimétricos, matemáticos. Era toda una pandorga hecha para conquistar todos los cielos y las alturas más azules. Una obra de arte volandera que el padre fabricaba para la admiración del hijo. Salieron a la calle llenos de gozo para asistir al vuelo inaugural de ese nuevo astro de tacuaras y papel de seda. El padre esperó viento, que sopló,   —106→   tironeó de la pandorga y el padre dio hilo permitiendo que se elevara con un rumor de alegría sedosa. Vino otra ráfaga, y la pandorga la escaló victoriosa, sacudiendo su melena dorada. Ya se hacía pequeña en la altura, cuando de pronto sobrevino el fin del mundo. Aflojó el empuje del viento, que quedó calmo, y luego sopló en ángulo distinto. La armonía se rompió, los barbijos enloquecieron, la larga cola se agitaba buscando apoyo en el viento que había dado la espalda, y de pronto, una ráfaga inesperada, impetuosa, salvaje, y la pandorga cabeza abajo que cae trazando un itinerario de meteoro que se estrella estrepitosamente, con un rasguido de palitos y seda rotos, en los hilos eléctricos. Y allí queda, irremediablemente prisionera. El niño mira al padre, pensando que aquel hacedor de estrellas no es tal genio ni tan infalible como creía.




ArribaAbajoEl patito feo

El patito feo, después de tanto sufrir, se miró en el espejo de las aguas y se vio convertido en un bello cisne. El hijo del granjero gritaba alborozado que tenían el más hermoso cisne de los contornos. Orgulloso, el expatito feo pensó que sus problemas terminaban. Pero no era así, pues vino el granjero, lo miró ceñudo, murmuró que los cisnes no se comen, y lo echó a patadas del estanque.




ArribaAbajoCírculo vicioso

Ella era rica. Él era pobre. Se enamoraron. El padre de ella, oligarca y plutócrata, dijo que no. La mamá de él, humilde y ambiciosa, dijo que sí. Por ambos lados opinaron los parientes, aconsejaron los amigos, sentenciaron los viejos y tomaron banderas los jóvenes. Por dos años permanecieron firmes en su amor, y sucedieron cosas.   —107→   El padre de ella perdió su fortuna y la madre de él ganó la lotería. Ellos siguen amándose, pero la madre de él dice que no, y el padre de ella que sí, y los parientes opinan y los amigos aconsejan, los viejos sentencian y los jóvenes toman banderas.




ArribaAbajoEl círculo

Cuando tenía 6 años, fue preso, denunciado por hurtar caramelos. A lo largo de su vida volvió a ir preso por distintas razones. Llevó serenatas sin permiso, conspiró, hizo una que otra estafa, pegó a su mujer y peleó con el vecino. También estuvo preso por «escándalo en la vía pública» y por insultar a la autoridad. La última vez que estuvo preso, era ya un anciano de 85 años, denunciado por hurtar caramelos.




ArribaAbajoPolicial

La hija del ladrón se enamoró del policía, y fue correspondida. Pero el policía tuvo que arrestar al ladrón. Entonces la hija fue a suplicar a su amado por la libertad de su padre, pero el policía tenía en su despacho un cartelito que decía: «El Deber Ante Todo». Al final, todo resultó bien, porque como era su deber, dejó preso al ladrón, y como era su deber, se casó con la hija para no dejarla desamparada.




ArribaAbajoSecreto

Tenía 18 años y los lucía como si fueran kilates. Vestía con elegancia y distinción, siempre lo de última moda y lo más caro, a pesar de no ser rica. Sus amigas le preguntaban   —108→   su método, pero ella callaba, porque sencillamente había descubierto que para vestir bien, el secreto era desvestirse bien.




ArribaAbajoEl hijo

Pecaron. Vino un hijo que ella quiso y él no. «Es tu problema», le dijo, y desapareció. El chico creció, y al aprender a hablar aprendió a preguntar. «¿Dónde está mi papá?» Ella le contestaba que se había ido a un largo viaje, y al decirlo, se preguntaba a sí misma a qué distancia queda el desprecio.




ArribaAbajoMujer...

Él amaba a su gato y ella adoraba a su canario. Un día, el gato se comió al canario y ella estuvo inconsolable. Él fue a la tienda de animales y le trajo un nuevo canario, más hermoso y más cantor que el anterior. Ella devolvió a la tienda de animales el canario y lo cambió por un perro.




ArribaAbajoTragedia

Su esposa salió de compras con el auto y tuvo un accidente, del cual le informó telefónicamente un amigo. Al escuchar la noticia sintió un desfallecimiento de pánico, una sensación de pérdida, una predestinación de tragedia irreparable, y con voz temblorosa, le preguntó al amigo: «¿Qué le paso al auto?»...



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ArribaAbajoEl jardinero

Él tenía 55 años y ella 20. Ella quiso diseñar un nuevo jardín y el esposo consintió. Se dividieron el trabajo y mientras él compraba las semillas, ella contrató al jardinero. Las rosas florecen y resplandecen. Y ella, más.




ArribaAbajoDefensa

La viuda joven y la divorciada hermosa iban siempre juntas, pero no eran amigas, sino aliadas, como soldados de infantería que se ponen espalda contra espalda para combatir mejor.




ArribaAbajoSexo y H. P.

Él manejaba un traqueteante 2 CV. Ella lo pasó como una centella al volante del Alfa Romeo Super Sport. Él no tuvo más remedio que sentirse menos masculino, pero se consoló en lo menos femenina que era la chica al volante de aquella bestia mecánica. Y al final, dedujo filosóficamente que la igualdad de sexos también puede ser una cuestión de H. P.




ArribaAbajoAmor y celos

Fue el primer amor, y como siempre sucede, ella se casó con otro, y él permaneció soltero, un poco por desengaño y otro poco por comodidad. Ella tuvo una hija que era su vivo retrato. Él, maduro ya, conoció a la hija   —110→   de su antiguo amor, y la amó como había amado a la madre, y la muchacha amó al galán maduro como no lo había amado su madre. La madre siente unos celos ardientes, pero todavía no está segura de quién.




ArribaAbajoLocuras

La loca me miró a través de las rejas y sonrió. Era joven y hermosa y soñé con hacer mía a aquella mujer después de rescatarla de la obscuridad. Volví una y otra vez, pero el médico me dijo: «Es incurable». La miraba y me dolía su hermosura y su sonrisa de niña confiada. Mi sueño de curarla y tenerla se hizo trizas, pues ella nunca sería cuerda. Sin embargo, ahora somos felices. Yo me volví loco, estamos juntos.




ArribaAbajo¿Vivir...?

Carlos murió a los 76 años. A los 20 había entrado a trabajar de dependiente en un gran almacén, y se jubiló a los 50. Joven aún, volvió a emplearse en otro almacén, y se jubiló a los 75, muriendo un año después, casi sin gozar de su doble jubilación. Por su parte, Raúl murió a los 32 años. A los 15 se había fugado de su hogar y viajó como ayudante de cocinero en un barco de ultramar. Fue mozo en París, músico en Atenas, soldado en África, croupier en Montecarlo y gondolero en Venecia. Cuando tenía 32 años, lo mató un marinero celoso. Carlos vivió mucho, pero vivió poco. Raúl vivió poco, pero vivió mucho.



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ArribaAbajoMinistro

Se pasaba murmurando «Si yo fuera Ministro». Y un buen día lo fue. Le abrumaron los problemas, tanto que olvidó las fórmulas milagrosas que pensaba cuando quería ser Ministro. Entonces salió a la calle, y encarándose con un ciudadano con aire de infeliz, le preguntó: «¿Qué haría usted si fuera Ministro?»




ArribaAbajo50 años

Cuando cumplió 50 años, decidió celebrarlo con los amigos de cuando tenía 25. Eduardo, el bailarín incansable; Federico, el seductor; Arsenio, el infatigable contador de chistes; Juan Carlos, el prodigioso bebedor de cerveza. La idea era rememorar tiempos felices y vinieron todos, pero los recuerdos habían ido quedando a pedazos en el itinerario de los años. Además, el bailarín tenía reuma, y el seductor miraba su reloj con angustia, deseoso de irse a casa, y el contador de chistes se los había olvidado todos, enterrada su alegría bajo los escombros de una jubilación mísera, y el bebedor de cerveza sólo tomaba Coca Cola, por su hígado. Cuando se fueron todos, se dijo desconsolado: «Los 50 años no se cumplen. Se nos vienen encima».




ArribaAbajoDiferencia

El viejecito estaba sentado en un banco de la plaza. La viejecita en otro. Pasó una jovencita y el viejecito la miró con lujuria. Pasó un jovencito y la viejecita lo miró con ternura. El viejecito soñaba con volver a ser joven,   —112→   para Vivir. La viejecita estaba contenta de seguir siendo abuela, antes de Morir.




ArribaAbajoCastigo

Cuando era niño, cazaba pajaritos con un rifle de aire comprimido. La carne casi inmaterial de los canarios y gorriones se desgarraba al impacto de sus municiones. Plumajes azules, verdes, amarillos, rojos, se manchaban con el púrpura de la sangre. Creció, se hizo hombre y ya no mataba pajarillos sino jabalíes asustados, tapires bonachones, tigres acosados, venados que aun en la muerte tenían en los ojos el pánico y la angustia. Llegó a viejo y murió. En el Infierno inventaron un castigo nuevo para él: pasear por un bosque encantado, iluminado de trinos y lleno de piezas de caza. Y él iba desarmado.




ArribaAbajoHistoria

Cuando él era niño, su madre enviudó y se casó de nuevo. Su padrastro quería tener familia suya, y lo enviaron a vivir con una tía. Apretó los labios y no se quejó. Se hizo hombre y castigó a su madre en todas las mujeres. No amó a ninguna y usó a todas. Cuando necesitaba compañía femenina, la pagaba. Pagaba a sus amantes, a sus enfermeras, a sus compañeras de excursión, a la que le cuidaba la ropa y a la que limpiaba su departamento. Murió viejo y solo, y en la soledad del gran dormitorio, cuando sentía que se hundía en aquella nada sin nombre, tendió las manos y susurró el llamado tierno y desesperado que postergó desde siempre: ¡Mamá!



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ArribaAbajoFrustración

Su manía eran los velorios. Gustaba del morboso placer de dar las condolencias. Envidiaba el dolor de los parientes y hasta la triste majestad del cadáver yacente entre maderos lustrosos y raso. Vivía soñando en su propio velorio como el pobre sueña en su casita propia, y se pasaba horas de insomnio imaginando su ataúd, la montaña de coronas y las frases patéticas estampadas en el álbum a la luz de los cirios. Tanto esperó que al fin se cumplió el sueño de su vida: morir. Pero al único velorio al que no pudo asistir fue al suyo, porque murió ahogado y se lo llevó el río.




ArribaAbajoLa vida continúa

Llevaba ocho días de enterrado. Al noveno, su viuda se decidió a abrir las ventanas de la casa y entró el sol con un brillo casi irreverente. Por la tarde ella se miró al espejo, se vio pálida y se permitió un toquecito de maquillaje. Un poco después su hija regresó del Colegio, puso un disco en el combinado y la música sacó como a empujones a la tristeza que había estado fermentando en la obscuridad de la casa cerrada. Más tarde sonó el teléfono y el hijo atendió la llamada de una chica, y hubo risas. El olvido había empezado.




ArribaAbajoSuceso

Inmensa pena causó en diversos círculos la muerte de aquel ciudadano de excepción. El Comercio, la Industria, el Deporte y la Cultura rindieron banderas enlutadas.   —114→   Los diarios le dedicaron sentidos artículos necrológicos, y uno de ellos expresó que la Patria inclinaba la testa, entristecida por la pérdida. Sin embargo, poquísima gente fue al entierro. Llovió.




ArribaAbajoEncuentro

Volví a ver a mi primer amor. Me regaló la sombra de una sonrisa y se fue del brazo de su esposo. Le devolví su esbozo de sonrisa y me fui del brazo de mi esposa. Pero las dos sonrisas quedaron allí, se tomaron de la mano y se fueron caminando por las calles de la nostalgia.




ArribaAbajoExtremos

El nieto y el abuelo, sentados en el verde césped, veían pasar el tren, como de juguete, allá en el fondo del valle. El abuelo, que había venido de muchas partes y estaba llegando a destino, se preguntaba: «¿De dónde vendrá?» El nieto, que aún tenía que andar todos los caminos, se preguntaba: «¿Adónde irá?»




ArribaAbajoHombre feliz

Volvieron los mensajeros e informaron al Rey que el hombre feliz no tenía camisa. Entonces el Rey firmó un Decreto prohibiendo a todos los hombres del reino que usaran camisa. Pero en vez de una epidemia de felicidad hubo otra de pulmonía. Furioso, el Rey hizo ahorcar a los mensajeros por mentirosos.



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ArribaAbajoEl fin del mundo

Todos los observatorios astronómicos del mundo, los científicos y las computadoras, confirmaron que el fin del mundo ocurriría dentro de cien años. Cada habitante del planeta suspiró de alivio porque no vería el cataclismo. Y en realidad, ese día, cien años antes, empezó el fin del mundo.




ArribaAbajoEl río

Cuando iba río arriba, divisé desde el barco el ranchito que se alzaba en la costa. Una mujer lavaba ropa, dos chiquillos jugaban en la playita, y el hombre pescaba la comida del día. Tiempo después, regresando río abajo, vi que las aguas habían crecido y del ranchito apenas se veía el techo pajizo. Los cuatro se habían marchado a empezar de nuevo. Y entonces pensé que el río es como la vida: nos alimenta de a poco, y nos come de golpe.




ArribaAbajo49 años

Cuando cumplí cuarenta y nueve años, miré un álbum y encontré un retrato de mi padre, que murió a los 42. Absurdo y real, allí estaba mi padre, más joven que yo, destruyendo una relación que creía eterna. Entonces me di cuenta que me acababa de recibir de viejo.



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ArribaAbajoNicanor

Nicanor no sabía qué hacer. Campesino bueno como era, tenía ideas simples y rectas. Y se enfrentaba a un problema, común a muchísimos campesinos como él, encarados de pronto, demasiado rápido para su gusto, a las nuevas exigencias del progreso.

El camino, que ahora pasaba por su rancho y su capuera, lo había trastornado todo. Desde siempre aquello fue una carretera arenosa y desierta. Ahora era camino, con asfalto, y con un tránsito veloz y rugiente. Como hombre de trabajo, Nicanor se alegró en cierto modo. Vendió la carreta cansina y la yunta de bueyes, con alguna tristeza, porque se había encariñado con «Número» y «Letra», como había bautizado a sus animales de tiro, más que nada para demostrar que él, el dueño, no era analfabeto. Ahora le bastaba sacar su cosecha a la vera del camino y el acopiador venía en camión a llevársela.

Hasta ahí todo iba bien. Pero quedaba «Guapo», como un problema vivo. «Guapo» era su montado, compañero de largas jornadas hasta el pueblo, paciente, sufrido, caminador, sin caprichos temperamentales aun cuando el peso se sobrecargaba algún domingo de fiesta patronal, y se hacía triple, con María, su esposa, en las ancas, y Niño, el retoño, sobre la cruz. «Guapo» no era simplemente el montado, era un compañero, un alivio en la angustia de la soledad, del aislamiento y la distancia. Pero el camino también había anulado a «Guapo», que había quedado fuera de época, sobre todo cuando Nicanor compró la moto, que devoraba alegremente las distancias,   —117→   y ponía al pueblo allí cerca, a la vuelta de la primera curva.

«Guapo» pastaba y engordaba en el potrero, con el aire levemente ofendido de desplazado, ignorante de que varias veces se había detenido frente al rancho el «camión jaulero», enorme como una cárcel rodante, ofertando la compra de «Guapo». Pero Nicanor se había negado. Sabía el destino de aquellos caballitos que iban en la gran jaula rodante. Primero, la humillación de ser despojados de crines y cola, y luego, haciendo figura triste, irían al matadero.

Semejante destino para «Guapo» no gustaba a Nicanor, aunque en realidad, aquellos guaraníes ofertados por «Guapo» no podía tasarse en dinero, sino en cariño. «Guapo» no significaba tantos kilos de carne y unos cuantos billetes, sino mucho más, el sacrificio callado, la camaradería extraña del hombre con las cosas, vivas o no, que conforman su mundo, su esperanza y sus raíces. Entregar a «Guapo» para que lo mataran, despedazaran y enlataran, era como arrancar sus raíces de la tierra y quedar flotando en un mundo nuevo y más cómodo, pero desconocido. Por tanto decidió conservar a «Guapo», vivo y ágil, engordando en el potrero, con su estampa buena, que recordaba a Nicanor que el progreso, con sus muchos cambios, perfecciona al hombre, pero no cambia su naturaleza, hecha de bondad, de sencillez y de amor.

Sí. «Guapo» quedaría en paz, y de vez en cuando, cuando la estampa del macho debía lucirse, no sería sobre la maloliente trepidación de la moto, sino en lomos de «Guapo», oloroso de cuero vivo a sudor alegre, que iría devorando distancias hacia la fiesta pueblerina con el júbilo viril de una polka desgranando desafíos, silbada a todo pulmón, y rompiendo el silencio del atardecer.



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ArribaAbajoLo grotesco

Mucha gente suele preguntarse qué es lo grotesco. El Diccionario, desde luego, lo define, pero se queda corto, porque en lo grotesco hay una sutileza de transfondo, un emerger insidioso de entrelíneas, una sugestión burlona de lo no dicho, pero lo pensado. Lo grotesco no se define, se lo siente, a veces como el cosquilleo de una pluma suave sobre la manzana de Adán, donde suponemos nace la risa; y a veces como una punzada de acero en el corazón, donde nace el llanto.

En cierto modo, lo grotesco es como esa tenue línea divisoria entre la luz y la sombra, pues está ahí, entre lo que da risa y da pena, las dos cosas al mismo tiempo; y entre lo que no sabemos si mueve nuestra compasión o nuestra hilaridad. Es el fruto híbrido de la unión avergonzada de lo cómico y lo trágico.

Indefinible como es, lo grotesco exige, más que la explicación, el cómodo expediente del ejemplo. Y a tal ejemplo voy, para dar mi propia versión de lo grotesco, versión tan mía que es mi propia historia. Si el amigo lector se apena por mí, muchas gracias. Si se ríe, no le culpo.

El caso es que éramos tres hermanos en mi familia. Pero ahí no está lo grotesco, sino en que me tocó en suerte (!) ser el segundo, es decir, más joven que el mayor, pero más viejo que el menor, situación «cronológica» que, en cierto modo, ya me convertía como en ese espacio vacío encerrado entre paréntesis.

Ya de niño, esa incómoda posición del queso en el sandwich se me insinuaba con visos de tragedia. Mi   —119→   padre contemplaba orgulloso al mayor, y decía que era el heredero de su responsabilidad y de sus virtudes. Mi madre mimaba al menorcito por la sencilla razón de que, como menorcito, era el depositario de toda su ternura. Entre el mayor endiosado por papá, y el menor idolatrado por mamá, yo flotaba en una especie de limbo sentimental, sin ubicación en el orgullo de mi padre, y sin cabida en el corazón de mi madre.

La familia, naturalmente, tenía que ahorrar. No éramos ricos. Y se ahorraba en ropa, especialmente de acuerdo a un sistema fijo: yo heredaba la ropa «que le dejaba» a mi hermano mayor, con el resultado de que «mis» pantalones eran hasta las rodillas y con tremendos bolsones por detrás, ahí donde mis escuetas nalgas no tenían capacidad para llenar los espacios vacíos. Ahora que lo recuerdo, caigo en la cuenta del porqué de aquel «marcante» (debería decir «mote», pero «mote» no es, es «marcante») que me adjudicaron y que llevé como Cristo sus espinas: Pandorga.

Nunca tuve la satisfacción de ver cómo unos pantalones «míos», o una camisa, eran traspasados a mi hermanito menor, en primer lugar, porque mi madre se empeñaba amorosamente en reproducir todos los figurines en él, y en segundo lugar, porque después de haber yo usufructuado en herencia unos pantalones, quedaban en tal estado que sólo servían para lustrar zapatos.

Cuando mi padre iba a la cancha de fútbol, se llevaba al mayor, «porque era el más entendido». Y cuando mamá iba de visita a casa de algunas de sus amigas, donde posiblemente se repartían caramelos, se llevaba al menor, «porque viajar en tranvías con dos niños es peligroso», y desde luego, «no puedo dejar al chiquilín en casa».

Pasó el tiempo. Nos hicimos jóvenes los tres, y me acostumbré a salir con mi hermano mayor. Al mismo tiempo conocimos a una linda chica, y nos enamoramos los dos de ella. Como ya el lector supone, ella aceptó a   —120→   mi hermano porque «yo era demasiado joven». Mi hermano se casó con ella, y naturalmente serví de testigo. Dos o tres años después, mi hermanito menor empezó a salir conmigo. Se repitió la historia de la misma chica, y esta vez fui postergado en beneficio de mi hermano, porque yo era demasiado viejo para ella. El querubín se casó con ella y yo serví de testigo.

Finalmente, me casé yo también. Tengo tres hijos varones. Verá usted, amigo lector, que al final soy muy afortunado. Tres hijos no son poca cosa, cuando son fuertes y saludables, sobre todo el mayorcito, que lleva mi nombre, y es todo un carácter, y revela una madurez de criterio que me hace mirar feliz el porvenir, porque el chico es todo un hombrecito, lo que se dice un verdadero sustituto del padre cuando la Parca me lleve, sí señor.

En cuanto al menorcito, es la delicia y el embeleso de mamá, el adorno de la casa, la sonrisa que atenúa mi cansancio, las manecitas que ahuyentan mis preocupaciones.

Y aquí está la lección, amigo lector. No hay que desesperarse. De lo grotesco uno puede evadirse, como me evadí yo, creándome una familia, con una mujercita cariñosa y dos, perdón, tres hijos saludables, en los que hay tema para rato, pero no puedo seguir escribiendo, pues mi mujer me está llamando para darle la paliza correspondiente al segundo de mis hijos, que esta tarde rompió los pantalones (casi nuevos) que la semana pasada empezaron a quedarle chicos al mayorcito.



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ArribaAbajoEl puente

Era un viejo puente de ladrillos y piedra, construido en arco sobre el riacho turbio y maloliente que arrastraba los desperdicios de la curtiembre cercana.

Nadie se acodaba en sus gruesas defensas para contemplar el paisaje, que no existía, porque a la derecha la perspectiva era interrumpida por el feo murallón de un maloliente depósito de cueros, y a la izquierda el riacho se precipitaba en una barranca roja y áspera, como una gran boca desdentada que en los días de lluvia parecía hacer monstruosas gárgaras con las aguas pluviales que la ciudad descargaba en sus fauces.

Era un puente sin el amable misterio de todos los puentes. La gente no lo cruzaba con esa curiosa sensación de victoria que se siente el pasar por encima de obstáculos vencidos. Más que cruzarlo, lo huía. Huía de su hedor, de su fealdad, de su aspereza de piedra. Bajo su arco corría el agua verdosa, arañada por la roca ribereña, sin dar vida ni al pasto ralo que entre las junturas toscas moría envenenado a la vera del agua.

Aun uniendo los dos sectores del pobre río, no era en sí mismo un elemento de unidad. Centrado en el hedor del riacho, las casitas escuetas de ambas márgenes se alejaban de él, como un círculo curioso pero asqueado de personas que contemplan un cadáver tirado al sol.

El vecindario no amaba ni odiaba el puente, con su leyenda o su romance, sino una manera fácil y un poco molesta de cruzar el riacho.

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Pero Tobías era la excepción. Amaba al puente. Y en cierto modo, intuía que el puente y él constituían una unidad, aglutinada en el común denominador de la indiferencia ajena. En la barriada de casuchas apretadas, Tobías no tenía casa, ni familia, ni nombre. Alguien le llamó una vez «Tobías», después de escuchar en la radio un poema sobre un loco que se llamaba así, y en Tobías quedó.

La de Tobías era una locura extraña, tal vez difícil de ubicar en algún escalón concreto de ese sombrío descenso al abismo que es la locura. Todo en él era mansedumbre. Una vivencia fofa y maleable, débil a los empujones, de callada paciencia; y más que eso, indiferencia ante la crueldad de los niños, y una cerrada, absoluta timidez para aproximarse a la gente. Sólo el hambre era capaz de vencer su encogida reserva, y entonces, con paso tardo, como si cada pie diera valor al otro con el ejemplo, se llegaba hasta la cerca más a mano, se apoyaba en los alambres de púas, y cuando por fin alguien se daba por enterado de su presencia, modulaba una sola palabra, que parecía salir abollada después de un difícil viaje a través de una apretujada angustia: «Pan».

Conquistado el mendrugo, volvía presuroso, con velocidad de huida, en dirección al puente. Se sentaba a su sombra, apoyando la espalda contra el nacimiento robusto del arco, y consumía su pan.

Tal vez, en su enredada escala de valores, el puente le había ayudado a extraer una conclusión concreta, específica, una idea completa, elemental y redonda, que no se echaba a rodar hasta perderse en la sombra inalcanzable de más allá de su corta zona de luz, sino se quedaba allí, en su cerebro, como un farillo débil, pero ya capaz de hacerle vislumbrar los perfiles de su condición humana. Entonces el puente era para él el «sitio donde-se-vuelve», el hogar, el punto donde coincidían todos los caminos del regreso, la tranquilidad de   —123→   estar en un sitio propio, defendido por la posesión ejercida y no discutida.

Tobías amaba el puente con el amor egoísta que da la posesión. Por la mañana, cuando los hombres iban a sus obscuros trabajos en el Puerto o en las fábricas, y las mujeres lo cruzaban con sus amplias canastas de recolectores de botellas, Tobías se sentaba en la colinilla que dominaba el puente, y su mirada se iluminaba con el generoso brillo del propietario amable que permite el usufructo de su legítima propiedad. Después, cuando la bronca sirena de la curtiembre sonaba a las 7.30 y el último transeúnte se perdía en la curva de la calle arenosa, Tobías bajaba a revisar su puente, a tirar al agua colillas de cigarrillos o cáscaras de banana, y tras dejarlo limpio, a acariciar sus defensas de piedra con el aire de quien acaricia un caballo bueno y paciente y sudoroso que acaba de soportar sobre su lomo el peso de todas las miserias del mundo.

Finalmente, ejecutaba el rito de todas las mañanas. Se ubicaba en un extremo del puente, se erguía con una majestad que sus harapos no amenguaban, y con paso airoso cruzaba SU puente, la cara barbuda y sucia iluminada por el señorío total sobre aquella estructura de piedra y ladrillo. Cruzado el puente, volvía a ser él mismo, una máquina de caminar, rumbo a la Escuela donde la compasión de una maestra reservaba para él un pedazo de pan y un vaso de desvaída leche en polvo.

Una mañana, con un cortejo espantable de rugir de motores, asomó por la calle arenosa la chata narizota de una topadora, amarilla como la destrucción. Iniciando la tarea desde el límite del murallón, empezó a cruzar en vaivén el riacho, empujando en cada regreso, con el hocico, un enorme terrón que echaba al agua, como un gran perro previsor enterrando un hueso para peores momentos, mientras más allá, casi en la lejanía, tendía   —124→   una gruesa tubería desde la curtiembre, como para aprisionar al riacho viejo en una celda circular.

Tobías, instalado en lo alto de su puente, contemplaba fascinado el trabajo de la máquina. Al principio parecía divertido e interesado. Pero luego, cuando los terrones interrumpieron el fluir del agua y bajo el puente sólo quedó la arena verdosa y húmeda acunando la muerte de miles de latas herrumbrosas, el espanto fue dibujando trazos nuevos en su cara desde siempre ausente de expresión.

Sepultada el agua... ¿De qué serviría el puente? La intuición de un peligro crecía y germinaba en su cerebro con una intensidad sincronizada con el movimiento de la máquina, péndulo que iba aproximando el tiempo de la muerte en cada vaivén que la acercaba un poco más al puente. Con ese mismo ritmo la intuición maduraba, y se convertía en certidumbre razonada y doliente. Durante dos días Tobías olvidó salir a buscar su pan, y su pan, y su leche. Vigilaba el trabajo de la máquina amarilla, y cuando al atardecer paraban sus motores y el hombre encaramado al asiento se iba, Tobías seguía vigilando, hasta que caía la noche, y con paso furtivo, dando un gran rodeo para no aproximarse al monstruo amarillo, se acercaba al murallón donde empezara a morir el riacho, y con un palo a guisa de herramienta, trataba de cavar de nuevo el cauce borrado por la eficiente máquina, arañando escombros, y murmurando a solas sus escombros de ideas tristes hasta el amanecer.

El cuarto día de trabajo el poderoso hocico de acero rozó los costados del puente, arrancando un lamento a la piedra. El monstruo retrocedió, jadeante y dispuesto al ataque. Tobías, anhelante, de pie sobre su puente, parecía esperar la embestida. Pero el conductor descendió de su asiento. De un jeep que se aproximó entre polvaredas bajó un hombre joven, el Ingeniero de la Empresa. Ambos miraban al puente y discutían tal vez la mejor forma de   —125→   matar al enemigo. ¿La topadora o el piquete de demolición?

El Ingeniero se aproximó a la estructura, se introdujo debajo de su arco, palpando, calculando resistencias y debilidades. Luego salió de allí y lo cruzó en uno y otro sentido, examinando, midiendo, evaluando el costo de una cuadrilla frente al riesgo de una biela rota. Pesaba posibilidades cuando una mano sucia y tímida le tiró la manga de la camisa sudorosa. Se volvió y se enfrentó a una figura triste y a unos ojos implorantes y a una boca que hacía un desesperado esfuerzo para modular una palabra: -Puente.

Tobías decía «puente» con el mismo tono implorante que decía «pan», pero el joven Ingeniero no tenía por qué entenderlo. -Sí, sí -dijo riendo-, es un puente. Luego, al maquinista. -Probemos empujando, pero primero, saquen Paul Belmondo, de ahí arriba.

Un ayudante se aproximó a Tobías, y sin muchos miramientos lo descendió del puente. El maquinista volvió a trepar a su asiento. Se oyó el chirrido del embrague, y el furioso morderse de engranajes al colocar la palanca en primera. Luego la máquina aceleró con un rugido triunfal, y se fue acercando suavemente, con deliberación asesina. Apoyó con delicadeza su robusta nariz de hierro en la mampostería, y su motor empezó a trepar hasta agudos tonos de victoria, empujando, empujando siempre, hasta que una ancha rajadura, como la herida de un machetazo invisible, apareció en el costado del puente. La rajadura creció, cayeron piedras y ladrillos al lecho seco. El puente pareció combar más aún la curva de su lomo antiguo, cediendo al empuje, vaciló un poco, y se derrumbó y se deshizo en grandes trozos.

Y fue en ese mismo momento que se vio a una figura andrajosa y desesperada perderse en el polvo, convertirse en una silueta frenética que se introducía bajo el arco   —126→   herido, tratando de detener la caída, y terminar borrada por los grandes trozos de escombros que le caían encima.



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ArribaAbajoLos dos diarios

En el diario de Ana - 10-V-69

Acaba de mudarse un muchacho bastante pasable en la casa de enfrente. Le mandé a Pocholito que le mirara el dedo mientras ayudaba a bajar los muebles. No tiene anillos, es soltero. Puede ser mi oportunidad. Necesito más datos para trazar mi estrategia.

En el diario de Hugo - 10-V-69

Acabo de mudarme en una casita independiente. No está mal. Es un barrio tranquilo y bastante alejado de la pensión. Creo que a la vieja le resultará difícil encontrarme para reclamar el clavo de seis meses que le dejé. Hoy estuve reflexionando. Ya no puedo vivir así, haciendo del vivo que vive del zonzo. Me miré en el espejo. No estoy mal: 25 años, pelo negro, tipo amante latino. Un buen casamiento puede ser...

En el diario de Ana - 11-V-69

Empiezo a conocerlo. Hoy se asomó a la ventana, leyendo un libro. Usé el largavista que suele llevar papá al hipódromo, y pude leer el título del libro: AZUL, de Amado Nervo, es decir, el tipo es un relamido a la antigua, de los que gustan de convertir a la mujer en vaporosas apariciones celestiales, y tienen sueños llenos de doncellas de «trigal cabellera» y de «ojos profundos como   —128→   el mar» (ja ja). Ya sé con cuánta azúcar toma el hombre este el café con leche de la vida.

En el diario de Hugo - 11-V-69

Hoy amanecí seco. Lo que se dice sin un céntimo. Pensé llamar a Arsenio, el único que todavía no ataja mis penales financieros, pero me costó encontrar el número del teléfono. Menos mal que recordé haberlo anotado en un libro que hice volar de la sala de espera del dentista. Lo robé por el título: AZUL, pensando que era un manifiesto del Partido Liberal, pero resultó ser de versos de un tal Amado Nervo. Al final encontré el número en una de sus páginas. Nota: En la casa de enfrente vive una fulana con cara de necesitada. Vieja no es. Además, la casa puede valer como 2 millones. Y tiene antena de TV. Parece ser hija única, y el padre tiene un lindo Mercedes 1965. Vale la pena investigar más. Lo dicho, un buen casamiento puede terminar con mis angustias de eterno moroso.

En el diario de Ana - 15-V-69

Hoy empecé el ataque. Esta vez no debo fallar. Debo mostrar a Raúl, a Marcelo, a Antonio, José y Anastasio, que no supieron valorarme en lo que soy y en lo que valgo. Como decía, empecé el ataque, como buena generala del amor, atacando al adversario en su punto débil: su romanticismo de naftalina. Por la mañana temprano me puse un juvenil vestido de percal, corto y acampanado, y salí a regar el jardín, «dejando que el sol mañanero jugueteara con mi suelta cabellera (ja ja)». Se asomó y me miró desde su ventana.

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En el diario de Hugo - 15-V-69

Averigüé. La casa es propia y ella es hija única de padre viudo. Y empiezo a conocerla. La fulana es del tipo romántico, de las que gustan vestirse como muñequitas de porcelana y salir a regar las flores del jardín por la mañana temprano, como en esas películas idiotas de antes, con cantos de pajaritos y toda esa utilería que gusta a las tilingas destinadas a vestir santos. La conquista será fácil. Mañana empiezo. Necesito una corbata de lazo. Y ensayar ante el espejo una lánguida mirada de poeta. Creo que también me voy a dejar un bigote, o mejor, un bigotazo bien bohemio, como ese no sé cómo se llama de Los Tres Mosqueteros, la novela esa de Cervantes que leí hace unos años. Nota: la fulana esa debe ser medio ida de la cabeza. Yo no sé para qué regaba el jardín si anoche llovió a cántaros. En fin...

En el diario de Ana - 19-V-69

Hoy estuve regando el jardín, procurando que la alergia que me dan las rosas no me haga estornudar, cuando él pasó por la acera de mi casa, con pinta de completo estúpido, tal como me imaginaba. En vez de corbata, un lazo mal atado. Tiene un proyecto de bigote que, cuando crezca, le va a hacer parecer un cosaco con hambre. ¡Y la mirada, Señor!, lánguida, romanticona, exhibiendo, como diría su Amado Nervo, «La tímida virilidad del enamorado...» (ja ja). Me saludó y yo le contesté «ruborizada». Claro que para ruborizarme tuve que aguantar la respiración durante un minuto y medio, como recomienda Helene Curtiss en Para Ti.

En el diario de Hugo - 19-V-69

Cayó la pájara. Debería dedicarme a actor. Pasé por su lado luciendo la delicada y a la vez varonil estampa del   —130→   poeta enamorado. La saludé, y me contestó todo ruborosa. ¡Había que ver lo colorada que se puso! Llevarla al altar es pan comido. Mujeres que ruborizan así, aunque ya sean mayorcitas, como ésta, no saben decir «no». Mañana me quedo a charlar dos palabras.

En el diario de Ana - 20-XII-69

Ayer me casé con Hugo. Pero pasa algo raro: ¡Qué cambiado está!

En el diario de Hugo - 20-XII-69

Ayer me casé con Ana. Pero pasa algo raro: ¡Qué cambiada está!





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ArribaAbajoAnticuentos

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ArribaAbajoDel miedo

Me avisaron -no recuerdo cómo- que Valerio me buscaba para matarme. No recuerdo quién me susurró aquello. Lo entreví apenas, como una sombra, diciendo cosas en mis oídos, con una voz reptante y pegajosa, como de caracol. Cuando me volví, ya no estaba -¿estuvo realmente?-. Una duda saludable me ensanchó el pecho y por mi garganta se coló un intento de risa. Tal vez fuera todo imaginación, y Valerio no quisiera realmente matarme. Sin embargo -es innegable- entreví la sombra amorfa y sentí cómo aquella voz soplada por el miedo, retorcida y desagradable, me introducía por los oídos este reptar tembloroso de gusano herido, que me llena la boca de acidez -será el gusto del pánico, pienso- y desde entonces vivo así, esperando que Valerio aparezca, echando lumbre por los ojos y mordiéndose la lengua para no soltar la palabra del perdón. Aparecerá, desde luego. No hay escondite posible, porque Valerio está en todas partes, es infernal, muere dentro de una burbuja dorada cuando enciendo una linterna y vuelve a nacer como un borrón vivo de tinta china al apagarla. Valerio está en todas partes, y en cada minuto es parido, incluso por las cosas que parecen refugios. Es inútil buscar protección. Valerio rompe el cascarón de la noche y sale y se levanta y exhibe uñas y sacude su cabellera mojada de sombras que se desparraman como gotas de alquitrán. Y entonces hay que huir, porque la noche es el nido abismal donde miles de Valerios patean la envoltura interior de los grandes huevos del miedo, resquebrajando la cáscara, que hace   —134→   un ruido -lo oigo nítidamente- como de botas policiales marchando sobre grava suelta que se acercan rítmicamente, con crujidos de masticación inexorable, y quiere atraparme, sin darme tiempo a explicar, a gritar a Valerio que reflexione, y que se duela conmigo. Yo estuve allí, es cierto. Ni siquiera intenté huir, porque el pavor empapó las suelas de mis zapatos y me dejó clavado al piso. Miles de ojos me miraban con reproche, y yo sentía la garganta quemada por el llanto comprimido, pues en todo había una injusticia tremenda con su carga de vergüenza y miedo que me pesaba sobre la cabeza, y me obligaba a inclinarla sobre el pecho. Odié a la gente que me miraba con reproche, sin compasión. La odié porque ninguna de esas personas había aprendido que se debe mirar la culpa del prójimo a través de su miedo, para que la culpa se filtre, se limpie, y asome al otro lado un poco más humanizada y más comprensible y más disculpable, porque al final de cuentas uno no mata por gusto, y hay miles de razones incomprensibles para que la muerte nos ponga en la mano su cuchilla, pues sucedió que las zapatas del freno se mojaron al cruzar el charco aquel, y que la pizarra húmeda no muerde el acero pulido, y el coche sigue avanzando aunque toda la pierna, todo el cuerpo, toda el alma incendiada de espanto empujen con angustia el pedal inútil. Pero Valerio no me comprenderá jamás. El mundo está saturado de su odio. Lo respiro y reconozco porque tiene el mismo olor de aquel vestidito celeste y rojo -de sangre- apretado entre la rueda y el asfalto mojado, donde vi reflejada por primera vez la cara de Valerio, como en un espejo negro que devuelve las imágenes exactas de la desesperación, del rencor, y del odio que me condena irremisiblemente a morir no sé cuando, ni cómo. Hecho cierto como la luz del sol, que da la razón a la voz de caracol y me induce a imaginar a Valerio luciendo en los ojos la tranquilidad mortal del cazador, mientras retuerce los hilos dorados de una cabellera   —135→   rubia -de niña- convirtiéndola en cuerda que me cortará el aliento. La presa soy yo, y mi vida es cerrar ventanas y puertas y asfixiarme por falta de aire y por exceso de espera. Precaución inútil, porque Valerio ya está adentro, y siento su respiración que silba y se acerca con lenta y letal eficacia de serpiente, que va trepando pecho arriba, buscando hacerse nudo en mi garganta, hasta que el viejo instinto de vivir libera sus resortes aplastados por la resignación y la espera, y de un salto, enciendo la luz, pero inútilmente, porque Valerio se me ha metido adentro, en el cerebro, preñándolo con el feto tentacular de la angustia, que se aposenta en el punto más alto de mi conciencia y grita su mandato de morir, con tanta persistencia, con tan infernal acoso que mi brazo -o el de Valerio, ya no lo sé- busca la mesita de luz, sus manos -o las mías tal vez- abren el cajón, empuñan la reluciente pistola y apoyan su caño azul sobre mi corazón, sobre el que -¿anticipo feliz de lo que está próximo a llegar?- siento el agradable frío del metal...



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ArribaAbajoDe la furia

Siempre que quería decir algo estallaba un infernal ruido de cadenas, y mi voz quedaba ahogada, y las palabras y las ideas se hundían en un mar de hierro sonoro, denso como cieno, que gorgoteaba con júbilo grosero cada vez que tragaba una palabra, una frase. Quería gritar más fuerte que el ruido, pero no podía, porque el ruido tenía un poder de marejada, capaz de hincharse de pesada furia y reventar en un estruendo que me dejaba parado, ridículo, moviendo la boca para modular silencios. Pero uno tiene una reserva de rebeldía, y una dignidad, y un orgullo que me impelía a pelearle a aquella mudez impuesta. Entonces me ponía a correr como loco a lo largo de los médanos de mi soledad buscando al enemigo, hasta caer agotado y furioso, arañando la arena que se deslizaba entre mis dedos con un ruidito que parecía la contenida risa maligna del mundo. Y todo seguía igual, durante horas y horas, con mi cuerpo convertido en la lisa superficie de un campo donde bullía el torneo entre mi voz que quería hacerse oír y el ruido de chatarra que la aplastaba contra el piso, una y otra vez, hasta que la fatiga lo anulaba todo, menos la desesperada ansiedad de aire. Lo terrible es que todo seguirá así hasta que el Capitán muera, o se canse. No me persigue, pero me acecha. Y eso es lo peor. En el que nos persigue hay algo tristemente heroico, pero en el que nos acecha, algo de deliberada maldad de zarpa, el salto inesperado, la risa cortada en el gorgoteo de una yugular abierta. Tenían que habérmelo dicho, avisármelo. Uno no tiene la culpa de haber   —137→   nacido con un millón de ideas vírgenes en las células, ni de haber escogido unas cuantas para ir puliéndolas a lo largo de los años, y llevarlas colgadas del pensamiento y exhibirlas, fecundas y poderosas, como testículos del alma que guardan el secreto de nuestra inmortalidad auténtica, o por lo menos de nuestra supervivencia. Pero del otro lado está el Capitán, recio como un tronco reseco y duro que nutre sus raíces en el arenal, y está orgulloso de eso, con un orgullo que integra la frialdad de su mirada disciplinada y fija, que tiene filo de guadaña, ansioso de castrar.

Recordarle produce un temor enfermizo, pero ya lo dije, uno tiene su orgullo, y amor propio que substituye al coraje, y una conciencia vaga que parece agarrada al espinazo y nos induce a pensar y a creer que uno está -aquí- para algo más importante que correr sobre los médanos calientes y arañar la arena. Entonces, de la misma manera que salía a desafiar al ruido, salía a desafiar al Capitán. Pero el ruido no estaba en ninguna parte y el Capitán estaba en todas, de modo que debía soportar la condena de quedarme quieto, incapaz de someter a mi alma a la indignidad de hacer la figura ridícula del pugilista que pega puñetazos a su sombra.



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ArribaDel fuego

La persecución ya dura demasiado. Lo vengo persiguiendo a lo largo de una pesadilla que empezó cuando alguien, no sé quién, bajó corriendo con sus pies descalzos, con su crinada y sucia cabellera al viento, con su vestido de pieles podridas tremolando en torno a su cuerpo flaco, de la cima humeante de la montaña, y trayendo un leño encendido, un trozo de fuego nuevo robado al fuego viejo del volcán. Y entonces miró la inocencia, que fue asesinada por el fuego, no por la manzana. Y empezó la pesadilla que dura hasta hoy, porque el fuego proyectó una sombra en la pared pedregosa de la cueva, y la sombra danzaba, y nadie podía acercarse a ella, porque desaparecía, chupada por la piedra reseca. Fue entonces que empecé a entrever el principio de esta persecución sin fin: uno era uno, y era otro. Uno, íntegro, sólido, real, y otro, huidizo, vago, que el fuego esboza siempre a un milímetro más lejos del alcance de nuestras manos. Y tiene nuestro contorno, y es como un mapa en blanco de nuestra geografía personal, donde quisiéramos transferir los ríos y los mares, los cielos y los vientos que sólo podrán caber en ese gemelo elástico con que el fuego nos maldice y nos bendice al mismo tiempo. Yo empecé a perseguirlo, porque por la boca de mi inocencia herida brotaba a borbollones la convicción rebelde de que no se puede ser dos, sino uno, que en un instante uno no puede ser Abel corriendo tras Caín pidiendo Venganza, y al siguiente Caín corriendo detrás de Abel pidiendo Perdón. La herida dolía y urgía, y manaba de los costados por veinte bocas   —139→   escalonadas y simétricas, como si por la carne hubiera rodado el círculo dentado de una espuela, doliendo siempre, con un dolor que se calmaba cuando la persecución era más fatigosa y desesperada, pero el otro siempre estaba delante, a veces al alcance de la mano, a veces como un puntito perdido en la lejanía, pero siempre el mismo, el que yo debía capturar para ser realmente yo, es decir, un continente soleado con ríos cristalinos y mares tranquilos, de cielo amplio y de vientos mansos, que iría caminando hasta la cima de todas las montañas después de dejar en el camino la chatarra del otro, que pronto moriría de sed y se volvería ceniza y se esparciría por el paisaje como una nube de polvo, tenue testimonio de algo que no tuvo por qué existir. Una vez, sólo una vez, lo alcancé. Se había detenido a esperarme en la sombra suave de una colina, tersa y comba como un seno lleno de leche. Y fuimos uno. Y por primera vez desde aquel día perdido en el milenio de la cueva, mi nombre sonaba a noble, porque ya no era más una atemorizada máquina de perseguir. Pero todo duró poco, porque el tumulto crecía al pie de la colina, donde una multitud se agitaba y arañaba la tierra y el cielo con una furia indecible. Y todos me miraban a mí, y tuve miedo, y el miedo corrió por mis venas y abrió en mi pecho un ancho ventanal hacia la angustia, y por allí escapó el otro, que fue rodando colina abajo, hasta caer en la vorágine de esa hambre de mil bocas ansiosas que se agitaba abajo, como cae una abeja entre hormigas voraces. Y la multitud se lo llevó valle abajo, hasta alcanzar otra colina, donde le clavaron en cruz. Después vinieron a buscarme, y me acusaron de todos los horrores, y los ancianos que guardan la tradición me miraban con severidad y con miedo, y Torquemada se lavaba la boca con agua bendita después de pronunciar mi nombre, y me metían en una celda donde para respirar un poco de aire tenía que apoyar la boca ansiosa en un agujero del piso, sorbiendo con gratitud   —140→   humillante un resto de oxígeno sumergido en el olor agrio de los sudores de los que odian y temen al mismo tiempo. No sé si merecía aquel sentimiento, pero la magnitud de mi crimen, que a veces me daba pavor a mí mismo, y a veces me hacía entrever en el fondo de mi carne un leve resplandor de orgullo rebelde, me aplastaba, porque yo había desatado el miedo, yo había pecado capturando el secreto del fuego, y por mi culpa la gota de agua empezó a gotear sobre la testa empalada, rompiendo el hueso gota a gota, hasta perforar el cerebro, y por mi culpa se alzó la guillotina, y el garrote atornilló sobre el grito rebelde su cuerda nudosa, y la verdad se despedazó en mil mentiras que se erigieron en mitos por cuya grandeza vacía morían los hombres y se quemaban ciudades. Finalmente, se olvidaron de mí, y me condenaron a ser libre sin ser yo mismo.