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Cuentos para gente menuda

Romualdo Nogués



Portada



  —V→  

ArribaAbajoPrólogo

Grabado

Enamorado de los niños, deseoso de proporcionarles algún placer, calculando el que yo experimentaba cuando era chico, en tiempo de Fernando VII, al oír cuentos fantásticos, he escrito los que no había olvidado y los que me acaban de referir en las faldas de Moncayo. En casi todos ellos hay una idea moral y concluyen, como las comedias antiguas, con un casamiento. Lo maravilloso encanta a los párvulos, y a los adultos el observar   —VI→   con el gusto que aquellos escuchan los sucesos más inverosímiles.

La inocencia es una alhaja preciosa que admiramos los que no la poseemos y que no excita la envidia.

Grabado 2





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ArribaAbajoEl herrero de Calcena

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Lámina 1

Una tarde de verano llegaron muy cansados a Calcena, San José, la Virgen y Jesús, que, haciendo un pequeño rodeo, se dirigían a Egipto para escapar del decreto que Herodes, tetrarca de   —10→   Judea, había dado, mandando degollar a todos los niños. Como los sicarios del tirano les iban a los alcances, para hacerles perder la pista determinó San José que a la borrica, cabalgadura de la Sacra Familia, le pusiese al revés las herraduras el herrero de Calcena. Éste no pertenecía a la raza celtíbera, esbelta y ligera; era una mezcla de la romana con la negra de África; tenía la cabeza cuadrada, la boca ancha, corto el pescuezo y enorme barriga. Torpe de mollera, corto de alcances, dominaba en él la envidia, y más que todo el egoísmo. Jamás hacía nada sin creer que le serviría de utilidad.

-Sólo pagándome con anticipación cambiaré las herraduras. -le dijo a San José.

-Es el caso (repuso éste), que hemos salido precipitadamente de Belén, y nos hemos olvidado los denarios para el camino.

-Gratis, no me incomodo por nadie, replicó el panzudo egoísta.

-¿Y si consiguiera de Dios, que todo lo   —11→   puede, os concediese una gracia en pago de vuestro trabajo?

-Una, no; cuatro; a gracia por herradura.

-¿Cuáles queréis?

-Que si alguno sube a esa higuera (y señaló el herrero la que había junto a la puerta), no baje hasta que yo se lo mande; que quien se siente en el banco de la herrería, se pegue a él cuanto tiempo me acomode; que el que beba vino de esta bota, no pueda variar de posición sin mi permiso, y si hubiera un atrevido que meta la mano en el agujero que se halla al lado del yunque, no la saque mientras yo no lo disponga.

-Corriente, y a herrar. -añadió el Santo Patriarca.

Al ponerse el sol por detrás del excelso Moncayo, que parecía una inmensa pirámide de lapislázuli y plata, se veía en su cima a la Sagrada Familia, cuyas divinas figuras se dibujaban sobre el cielo teñido de púrpura y   —12→   oro. Aún no correspondía el magnífico pedestal al grupo que sustentaba.

Tan malo era el herrero de Calcena, que antes de morir ya recibieron en el infierno, orden de prenderle. El director del establecimiento penal comisionó para ejecutarlo aun diablo muy listo, que de un vuelo se trasladó a la herrería.

-Por ti vengo (dijo al egoísta); es inútil que trates de escaparte.

-Bueno (repuso el herrero); hazme un favor; ínterin me despido de mi mujer, que es una celtibera que me quiere tanto como la gente de esta tierra a la dominación extranjera, y se alegraría me llevara el mismo Satanás, chúpate unas cuantas brevas; son riquísimas.

El diablo se encaramó en la higuera, y quedó paralizado colgando de una rama y enganchado de una ala, como los murciélagos en invierno. Llamó el maldito artesano a los chicos de la escuela, que a pedrada   —13→   limpia pusieron al diablo más blando que un higo. Cuando el herrero le dijo:

-Vete.

El enemigo malo se hundió por la grieta de una peña en los profundos infiernos. El demonio burlado, dio parte oficial del mal resultado de su expedición, y le reprendieron agriamente. Enviaron uno tras otro a los dos diablos de más acreditada bizarría en la milicia infernal, deseosos de cumplir misión tan importante. Al que se sentó en el banco para descansar un rato, no pudo moverse, y le pegaron una tremenda paliza. Su compañero, como venía del infierno, que es tierra caliente, tenía sed; empinó la bota, quedó con los brazos en alto, la cara hacia arriba, y más sufrió de tener que mirar al cielo, cuya morada a los demonios les causa horror, que por los tizonazos que los muchachos del pueblo le dieron con palos encendidos en la fragua. A los dos atormentaron hasta que el herrero quiso. Llegaron al   —14→   Averno hechos una miseria, y el diablo Cojuelo, que por el teléfono sabía la noticia, cuyo invento se usa en tal lugar desde el pronunciamiento de Lucifer1, pues no se comprende de otra manera que se hallen tan al corriente de lo que pasa en la tierra, encargó a un subalterno las calderas de Pedro Botero, y exclamó:

-Se ha malogrado la expedición por la ineptitud de tan malos oficiales. Voy a Calcena, y vuelvo más ligero que el pensamiento. A pesar de su pata coja, de un tranco se puso junto al herrero.

-Vamos. -le dijo a éste, amenazándole con la muleta.

-Espera; voy por las alforjas.

-Para este viaje no las necesitas.

-Es que las llenaría con el dinero que tengo dentro del hoyo que hay junto al yunque.

  —15→  

Como hasta los diablos tienen afición al oro, el Cojuelo metió la mano en el agujero, y quedó preso. Echaba de rabia espumarajos por la boca, blasfemaba, juraba como un endemoniado, y fue el que introdujo la moda de hablar mal en Aragón. A los gritos acudieron todas las mujeres y chicos de Calcena; le escupieron en la cara y le dieron puntapiés en el otro lado.

-Mira, moncaino (dijo el pata coja al artesano); juro por mi rabo que, si me sueltas, no me acordaré de ti ni te admitiré en mis reinos.

-Vete. -dijo el herrero, lleno de satisfacción, acariciándose la panza.

Aunque mala hierba nunca muere, al herrero de Calcena se le acabó la vida. Se dirigió al cielo; San Pedro, al abrir un poco las puertas, las cerró enseguida, y exclamó:

-¡Uf! ¡Huele a egoísta! ¡Fuera, fuera!

El condenado barrigudo llamó en el infierno;   —16→   los diablos, enterados con anticipación de su llegada, armaron gran algarabía, y se opusieron a su entrada. Desde entonces, a los egoístas no los quieren en el cielo ni en el infierno.

Lámina 2



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ArribaAbajoEl pelao de Ibdes

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Lámina 3

Pues señor; en un país muy lejos... se hallaba una buena mujer encerrada en profunda y obscura cueva. Dios la concedió un hijo despabilado y listo, que, en cuanto nació, preguntó a su madre:

  —20→  

-¿Qué hacemos aquí?

-¡Ay! Me encuentro encantada por un oso que mató a tu padre, sin poder salir ni ver el sol.

-¿A qué hora viene?

-A las doce de la noche. Pero es (añadió la pobre mujer al oído del recién nacido) el mismísimo demonio.

El niño halló en la cueva una tranca muy grande, y se escondió detrás de la puerta; al llegar el oso dando resoplidos, abierta la boca y enseñando sus formidables dientes, de un trancazo le hizo polvo. El muchacho arrojó los restos de la fiera a un río, y llevó a su madre a Ibdes, pueblo miserable de Aragón.

Los chicos del lugar, como aún no le había salido el pelo, le pusieron por mote o apodo El Pelao. Éste era mal estudiante, reñidor; se cansó de vida tan pacífica, y armado de la tranca con que mató al oso, salió de Ibdes a buscar fortuna. Su pobre   —21→   madre no consiguió detenerle, y se quedó llorando.

Pues señor; el Pelao, anda que te anda, días y días, camino adelante, encontró a un hombre descomunal que arrancaba pinos a tirón. Se llamaba Arrancapinos.

-¿Qué eres? -le preguntó.

-Leñador.

-¿Cuánto te dan por cada pino?

-Dos cuartos.

-Poco es; ¿quieres venir a ver mundo?

-Sí.

Y los dos, tan amigos como si se hubieran conocido toda la vida, echaron a andar.

A las cien leguas de marcha los envolvió una gran nube de polvo que obscurecía el sol. La causa era que otro gigante a puñetazos tiraba las más altas montañas.

-¿Se trabaja? -le dijeron.

-¡Quiá! (contestó Batemontes.) Estoy abriendo un camino real.

-¿Cuánto jornal ganas?

  —22→  

-Un sueldo (ocho cuartos).

-¡Mira qué cosa! Vente con nosotros a correr aventuras.

Pues señor; ya eran tres; dos gigantes y el Pelao, que valía por cuatro. Llegaron ala orilla de un río, tan ancho, que ni con catalejo se divisaba la otra, y preguntaron por una barca a un gigante que, echado, miraba de alto abajo a los otros que estaban de pie; era tonto; pescaba con caña.

Barbancha, -así se llamaba el pescador-, colocó la suya de modo que subieran en ella los tres compañeros, y en dos zancadas los desembarbó en la margen opuesta. Lo mismo hacía con carros, coches y galeras. A tan grande animal lo convencieron que dejase el oficio y se fuese con ellos. Aceptó. Caminaban a pasos de gigante, y un día que amenazaba furiosa tempestad, se metieron en un palacio deshabitado, cuya despensa se hallaba bien provista.

-Oid (dijo el Pelao): Arrancapinos hará   —23→   la comida, mientras nosotros registramos el palacio.

El gigante llenó un caldero con los manjares más exquisitos, encendió leña, se sentó en el hogar, hervía a borbotones el caldo, echó un cigarro, levantó la cabeza al lanzar una bocanada de humo, y vio en la chimenea, entre el hollín, a un viejo que lo miraba con ojos que parecían ascuas. Arrancapinos salió escapado, no supo disimular el miedo, que es en lo que consiste el valor, y dijo al Pelao:

-¡Hace un humo en esa cocina! Manda a otro en mi lugar.

-Vaya Batemontes. -añadió el chiquillo de la cuadrilla, a quien los gigantes obedecían sin murmurar, porque la inteligencia siempre acaba por dominar la fuerza bruta.

Batemontes arregló la lumbre, cogió una brasa, y al encender un cigarro observó que el viejo, desde el cañón de la chimenea, le clavaba los ojos con resplandor infernal. Echó   —24→   a correr, y rogó que, para no cegar del humo, lo reemplazara Barbancha. A éste le sucedió pintiparado lo mismo que a sus compañeros. El Pelao se encargó de cocinar, encendió también su cigarro, reparó en el viejo que despedía fuego por los ojos, y de un trancazo lo hizo añicos. Como la libertad y la educación consisten en no hacer ni decir nada que mortifique a los demás, el Pelao no habló a los gigantes del humo de la cocina, y trató de distraerlos mientras en ella comían, asegurándoles que la escena que se representaba, capaz de asustar a una estatua de piedra, nada tenía de particular. Por arte de encantamiento, gran recurso para explicar lo imposible, la sangre, los huesos y la carne del viejo, en pedacitos, uno tras otro, marchaban poco a poco, atravesaban la cocina, subían a la ventana, se arrojaban al corral y se metían en un pozo sin agua.

-En cuanto comamos (dijo el Pelao), lo reconoceremos.

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Los gigantes se miraron con espanto. Atado a una cuerda, bajaron a Arrancapinos al pozo diez mil varas; tocó la campana que llevaba para avisar si encontraba algo, lo subieron, y les juró, tiritando de miedo, que no se podía resistir el frío. Batemontes bajó veinte mil varas, y Barbancha cuarenta mil; y los muy bestias no supieron inventar nada, y repitieron que el frío era irresistible. Para mentir se necesita algo de talento, mucha memoria y poca vergüenza.

Pues señor; el Pelao, sonriéndose de la pavura de sus compañeros, se ató, le dieron cuerda, llegó al fondo del pozo, encontró una galería tapizada con telas bordadas de seda, las arañas eran de cristal de roca, los muebles de marfil y la alfombra de plumas de cisne. Llamó a una puerta de bronce, le preguntaron qué deseaba, contestó que abriesen y lo sabrían; apareció una señora muy guapa encantada por un león que, al presentarse rugiendo, el Pelao, con la tranca,   —26→   al primer golpe lo aplastó. Ató a la señora a la cuerda, tocó la campana, los gigantes la subieron, y continuó su excursión.

Llamó a otra puerta de plata, salió una señora joven y bonita, encantada por una serpiente de siete cabezas, y, sin arredrarle los silbidos del monstruo, lo mató. Mandó a la segunda dama para arriba. Volvió a llamar a una puerta de oro, y otra hermosa señora le manifestó llorando que se hallaba encantada por el diablo en figura de horrible viejo, el cual, al recibir el trancazo que le tiró el Pelao, se ladeó, y sólo perdió una oreja que éste se metió en el bolsillo. Los gigantes subieron la última dama, y cuando tuvieron una para cada uno, se escaparon con ellas, y se portaron peor que enanos cochinos, dejando en el pozo al valeroso Pelao.

-Mira (le dijo el diablo), si me das mi oreja, porque sin ella no puedo presentarme en el infierno, te haré muy rico, y te daré,   —27→   por mujer a una infanta hermosísima; las señoras que has visto en el pozo no sirven para descalzarla. Agárrate a la oreja que me queda, y te convencerás.

El Pelao lo verificó, y el diablo cumplió su promesa. En volandas lo llevó a un magnífico palacio; el Rey lo casó con su hija, que era preciosa; le dio el mando de las tropas del reino, y fue siempre feliz. Todo porque libró a su pobre madre, y ni al diablo tuvo miedo.

Cuentico contao, por la ventanica se fue al tejao.

Lámina 4



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ArribaAbajoEsgarrachupas

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Lámina 5

Esgarrachupas era un perdido, que gastaba más que tenía: llegó a entramparse con todos los vecinos de su lugar, que lo perseguían sin dejarlo a sol ni a sombra. Una tarde corrió la noticia   —32→   de que había muerto de repente; que, amortajado de fraile capuchino, se hallaba depositado en la iglesia, y que lo enterrarían cuando el cura volviese de predicar de un pueblo inmediato. Los acreedores se acercaban al muerto, que tenía casi cubierta su cara con la capucha, y perdida la esperanza de cobrar, echándola de generosos, aunque deseando ardiese en los infiernos, exclamaban:

-¡Pobre Esgarrachupas! Para que salga del purgatorio, le perdono lo mucho que me debe.

El sacristán Furigañas, que lo velaba, añadía siempre:

-¡Dios se lo pague! Yo también le presté una peseta.

Llegó la noche, el monago se durmió en un confesonario, se olvidó cerrar la iglesia, y entró en ella, para robarla, una cuadrilla de ladrones. Calcularon que, habiendo un cadáver de cuerpo presente, nadie se atrevería a   —33→   sorprenderlos, y podrían pacíficamente repartirse el dinero que acababan de quitar a unos ricos comerciantes que volvían de ferias. Se sentaron en el suelo, formando corro alrededor del muerto, que alumbraban cuatro velas: vaciaron un saco de onzas de oro: al ruido se despertó el sacristán, el difunto se incorporó, extendió los brazos, dio un grito, y los ladrones huyeron espantados, abandonando el tesoro.

Furigañas y Esgarrachupas se convinieron en que éste se haría el muerto para que le perdonasen las deudas, como lo consiguió. Se durmió en el ataúd, lo despertó el sonido del precioso metal al caer en las losas del templo, le deslumbró el brillo, y no pudo contener el ademán ni la exclamación, que asustaron a los bandidos. El sacristán y el perdido cerraron la iglesia y se repartieron el dinero. Como Furigañas no quiso perdonar la deuda a Esgarrachupas, al repetirle: «Dame mi peseta», lo oyó por el ojo de la   —34→   llave de la puerta de la iglesia Galdrapas, el más valiente de los ladrones, que se había acercado a ver lo que pasaba, echó a correr, y, lleno de miedo, les dijo a sus compañeros:

-¡Tantos muertos se han levantado, que a peseta les ha tocado!

Lámina 6



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