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ArribaAbajoLas tres naranjitas de oro

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Lámina 7

Jugaba el hijo del Rey a la pelota en la plaza con varios jóvenes, tan locos como él, cuando, al pasar una espantosa vieja, de un pelotazo la rompió la alcuza, quedándose sin vasija, sin aceite   —38→   y obligada a cenar a obscuras, en unión del gatazo negro que la acompañaba. Como era hechicera, hizo mal de ojo al hijo del Rey, que enfermó gravemente, y desahuciado por los médicos de cámara, a la desesperada llamaron a la maldita y rencorosa vieja, para que remediase el mal que había hecho, amenazándola con desollarla viva, quemarla y aventar sus cenizas.

La diabólica curandera examinó al joven, y dijo que sanaría si cogía por su mano las tres naranjitas de oro, y que para evitar los riesgos del camino, debía llevar prevenidos siete panes, siete cántaras de leche y siete ruecas. El hijo del Rey montó en un soberbio caballo andaluz (en aquella época gustaba más lo español que lo extranjero), y emprendió el viaje, seguido de los bagajes necesarios.

Después de caminar varios meses, encontró siete gigantescos perros, que, al verlo, se disputaron el honor de tragárselo. Conforme   —39→   iban abriendo sus enormes bocas, el hijo del Rey les echaba un pan. Como el hambre satisfecha amansa a los animales furiosos y a los hombres políticos, le dejaron pasar sin causarle daño.

Andando leguas y leguas, al creerse próximo a terminar su viaje, se le interpusieron en el camino siete enormes culebras, silbando y amenazando herirle con sus puntiagudas lenguas. El joven las puso a cada una su correspondiente cántara de leche, la bebieron con ansia, se hartaron, y quedaron aletargadas completamente.

Cuando el hermoso príncipe iba más descuidado y contento, lo rodearon siete viejas desgreñadas y feas como visiones infernales. Eran brujas endemoniadas. Ya se preparaban, con gran algazara, a arrancarle el pellejo a tiras con sus largas y sucias uñas; pero el mozo las aseguró que en la corte del Rey su padre las damas más encopetadas hilaban que se las pelaban. Como a las mujeres,   —40→   aunque sean de la edad de Matusalén, las gusta seguir la última moda, quedaron los siete espantajos muy alegres, cada una con su rueca, instrumento que antiguamente ponían por burla y castigo a los soldados que en las batallas se portaban con cobardía. Tan solemnes brujas nada ignoraban; de ellas descienden nuestras actuales sabias, y en pago del valioso regalo, enseñaron el ansiado naranjal al hijo del Key. Éste, palpitándole el corazón, cogió una naranjita de oro, la partió, y salió de ella una señora muy guapa, que le dijo:

-Necesito jofaina para lavarme, toalla para secarme y peine para peinarme.

Como el joven no pudo complacerla, la dama desapareció. Al abrir la segunda naranjita de oro, encontró otra señora más bella que la anterior; tuvo la misma exigencia, y no satisfecha, se le escapó de entre las manos.

Desesperado el mozo, recurrió a las consabidas viejas, y a pesar de que las puercas   —41→   no se lavaban, secaban ni peinaban, tenían el utensilio necesario, y se lo dieron enseguida.

Partió el hijo del Rey la tercera naranjita de oro; se presentó a su vista la mujer más hermosa que puede imaginarse; le pidió lo mismo que las dos primeras, se lo presentó, y ella de un salto se colocó en la grupa del caballo, al cual le nacieron alas. Con la presteza del relámpago el nuevo Pegaso condujo al caballero y a la dama al palacio real.

Se casaron, y tuvieron un hijo muy bonito: el príncipe marchó a la guerra, que fue larga y sangrienta, y al ver sola a la hermosísima princesa, los palaciegos se conjuraron para matarla. Se encargó de ejecutarlo una camarista, y al peinar los rubios, sedosos y abundantes cabellos de la que llegaría a ser reina, la clavó un largo alfiler de oro en la cabeza.

No pereció, sino que la pobre se convirtió en paloma, y escapó volando por el balcón.   —42→   El ave jamás se alejó de palacio, porque en él dejaba a su inocente y hermoso niño. Las madres, aunque sean irracionales, no abandonan a sus hijos. La palomita entraba siempre que podía por los balcones de palacio; llevaba a su hijo flores y frutas en el pico, lo arrullaba y lo besaba. Si alguno de sus enemigos se le acercaba, le volvía la cola, se marchaba, y se colocaba en la cornisa del alcázar, de modo que la fuera fácil ver al niño.

Al regresar triunfante el príncipe, preguntó en las inmediaciones de la capital por qué no salía su esposa a recibirle; le contestaron que de dolor por la ausencia de su marido, se había vuelto negra y fea. En palacio le presentaron una esclava africana, gran comedianta, instruida en el papel que debía representar y de la historia de la infeliz que por envidia habían sacrificado.

El príncipe se consolaba de la transformación de su mujer, acariciando a su hijo y a la palomita, que repetía sus visitas. Un día   —43→   que pasaba la mano por la cabeza de la avecilla, observó que tenía un bultito; separó las plumas, vio un alfiler de oro, tiró, lo sacó, y la paloma volvió a su primitiva forma de mujer, más hermosa que nunca.

Murió el Rey, heredó su hijo, mandó emparedar a la infame peinadora, arrojó a los intrigantes de su corte, se quedó casi solo, gobernó con justicia, no hizo caso de las recomendaciones de los altos ni de las adulaciones de los bajos, y vivió con su esposa y su hijo, que llegó a ser tan virtuoso, buen mozo y valiente como su padre.

Cuentito contado, por la ventanita se fue al tejado.

Lámina 8



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ArribaAbajoLa varita de virtudes

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Lámina 9

El secretario y fiel de fechos de un pueblo preguntó a sus tres hijas:

-¿Cuánto me queréis?

-Más que a mi vida, -contestó la mayor.

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-Más que a mi alma, -respondió la mediana.

-Yo (dijo la más chica), le quiero más que a la sal y el agua.

Como el padre no comprendió el sentido de la frase, y gustaba que le adulasen hasta las hijas, echó de casa a la más pequeña. Afligida la niña, caminaba sin saber adónde, cuando se encontró una perrita de aguas, casta la más inteligente de la raza canina. Un hechicero la había enseñado a hablar, y preguntó a la chiquilla:

-¿Por qué lloras?

-Porque no tengo pan para comer, ni paja donde dormir.

-Toma esta varita de virtudes (y señaló la perra con la pata un precioso palito con los extremos de oro, que el animal había soltado de la boca durante la conversación). Con ella (añadió), conseguirás cuanto desees, si al mismo tiempo dices las palabras que te voy a comunicar en secreto. La perrita,   —49→   puesta en dos pies, acercó el hocico a oído de la chica, y escapó como una exhalación.

La niña pidió albergue en el palacio real. La servidumbre creyó que una pobrecita tan mal atrapazada (vestida) no estorbaría; la admitieron y destinaron a cuidar los patos del jardín. La Reina la vio, le chocó su hermosura, supo se llamaba Mariica, el fútil motivo por qué la abandonó su padre, y la regaló un traje completo. Hubo quien se alarmó, temiendo llegara la pastorcita de patos a la privanza real. Conforme la paterita crecía, se aumentaban sus encantos y la rabiosa envidia que la tenían los bajos servidores de palacio. Para deshacerse de ella, refirieron a la Reina que la, al parecer, humilde chicuela, era tan orgullosa, que aseguraba podría dar de comer a mil convidados sin ayuda de nadie. La Soberana creyó el cuento, y sonriendo desdeñosamente, exclamó:

-«Mariica lo ha dicho, -Mariica lo hará; -si no, la cabeza- se le cortará.»

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Todos se apresuraron a comunicar tan cruel sentencia a la que por celos ya odiaban.

La paterita dijo a la varita maravillosa:

-«Con la virtud que tú tienes y con la que Dios te ha dado, me saques de este apuro. Sol y Luna, Dios me ampare y mi fortuna. Luna y Sol, Dios me ampare y su favor.»

Por encanto apareció en el principal salón de palacio una mesa ricamente puesta, llena de manjares exquisitos y con cubiertos de oro para mil personas. Las criadas de la Reina se mordieron los labios, y los criados del Rey se hincaron las uñas en la carne hasta hacerse sangre.

Pronto inventaron nueva falsedad. Aseguraron que la paterita ofrecía limpiar toda la ropa blanca de palacio, y la de los cien mil guardias del Rey, en quince minutos. La Reina dió una carcajada, y repitió:

-«Mariica lo ha dicho; -Mariica lo hará; -si no, la cabeza- se le cortará.»

De ésta no te escapas, pensaron los encarnizados   —51→   enemigos de la que guardaba los patos.

Esta, al noticiárselo, pronunció, mirando a la varita, la fórmula sibilítica referida, y se la presentó una urraca, ave parlanchina, que la dijo:

-Se ejecutará lo que deseas.

Levantó la picaza el pico, y dirigiéndose al Océano que se divisaba en el horizonte, cantó:

-«Pajaritos del mar, -unos a acarrear y lavar; -otros a secar y planchar, -los demás a guardar.»

Millones de aves marítimas, obedeciendo con pasmosa actividad las órdenes despóticas de la urraca, en menos de un cuarto de hora dejaron la ropa más blanca que la nieve, recogida en los armarios de palacio y repartidas las camisas a los cien mil soldados de la guardia real, sin necesidad de cabos furrieles ni lavanderas.

Los más intrigantes y aduladores del palacio   —52→   real inventaron un imposible mayor que los anteriores. Como la Reina tenía la inmensa pena de que su hijo mayor se hallaba encantado, le dijeron que la paterita juraba podía desencantarlo.

La Reina, al oírlo, vistos los prodigios que había llevado a feliz remate la de los patos, replicó muy confiada:

-Mariica lo ha dicho, -Mariica lo hará. -Y si lo hace, -Con mi hijo casará.

La niña recurrió a la varita, y antes de concluir de pronunciar «Luna y sol, Dios me ampare y su favor», brotaron de la tierra dos lindos pajes. Conducían un magnífico caballo, una copa de cristal de roca con adornos de oro esmaltado, y un pájaro de tornasolados colores. Uno de los pajes dijo a la heroína de esta fiel y verídica historia:

-Monta en el alazán, sigue al pájaro, y guarda la copa.

Arrebatados por el huracán, corrió el caballo y voló la avecilla, parándose de pronto   —53→   junto a una fuente. El pájaro mandó a su vez a Mariica:

-Coge una copa de agua y tírala al aire.

Al evaporarse el líquido, quedó el príncipe desencantado. A los pocos días se casó con la envidiada niña.

Barrieron la servidumbre de palacio.

La nueva no fue mejor. De lo malo indispensable, la menor cantidad posible.

Convidaron a comer a todos los secretarios de los pueblos del reino. La Princesa preguntó a su padre por sus hijas, y respondió:

-Tenía tres. Las dos mayores, muy cataplasmeras (aduladoras), me abandonaron cuando más las necesitaba. A la más pequeña, porque no las imitaba, la arrojé de casa.

-Esa soy yo (dijo la hermosa Mariica, abrazándole). Os quiero más que al agua y la sal, sin las cuales no se puede vivir.

Lámina 10



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ArribaAbajoLos hermanos gemelos

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Lámina 11

Un padre quería que sus dos hijos gemelos se dedicasen al estudio; como eran calaveras, valientes y de genio, le pidieron para cada uno un caballo, un perro y una lanza, y prometieron   —58→   se buscarían la vida como Dios les diese a entender. Visitaron a una maga, la cual les ofreció que si uno de ellos se hallaba en grave peligro, al otro se le volvería sangre el agua que fuera a beber.

Un dragón espantoso tenía atemorizada a una nación entera. Cada mes, para evitar que devorase a sus habitantes, le echaban para que se tragara a una hermosa doncella, sorteada entre todas las del país. Le tocó a la hija del Rey, la vistieron magníficamente, y la llevaron desmayada a un gran palacio situado fuera de la ciudad, para que el monstruo la devorase. Cuando la conducían al sacrificio, llegó a la población por casualidad uno de los referidos hermanos; preguntó por qué lloraban hombres y mujeres, grandes y chicos. Le dijeron la causa, se colocó a caballo en el patio del palacio, entró el dragón dando rugidos espantosos, y lo atravesó con su lanza. Un lago donde podían navegar barcos se formó con   —59→   la sangre que derramó la horrenda fiera. Como sucede siempre, el valeroso paladín se casó enseguida con la Infanta, hermosísima muchacha.

Al día siguiente de la boda estaban los novios en los miradores de palacio; preguntó el caballero a su mujer qué eran unas murallas que se divisaban en el horizonte, y contestó:

-El castillo llamado No entrar, si la vida quieres conservar.

Por más esfuerzos que hizo la Infanta, no pudo detener a su marido. El espíritu aventurero lo dominaba; quería llevar a cabo las más peligrosas hazañas; y aunque le aseguraron que de cuantos iban ninguno volvía, montó a caballo y se dirigió a la referida fortaleza. Una vieja que encontró en la puerta, con voz temblorosa dijo al caballero:

-Tengo miedo que me muerda el perro que lleváis; haced el favor de atarlo con esta cuerda.

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En cuanto el aventurero la tocó, quedaron encantados jinete, caballo y perro.

Al instante al otro hermano, que estaba a miles de leguas, se le volvió sangre el agua que iba a beber. Emprendió la marcha, y arribó a la capital donde acababan de suceder hechos tan estupendos. Se alojó en palacio; como era igual a su hermano el encantado, la Infanta, loca de alegría, lo equivocó con él, lo abrazó, y le dijo:

-¡Ay, mi querido esposo! Desde que te fuiste no he cesado de mirar hacia aquel maldito castillo. -y señaló con su rosado dedo índice las lejanas murallas.

Lo oyó el nuevo caballero, calculó que allí estaba su hermano, y para libertarle, sin pensar en los peligros que le amenazaban, montó, y veloz como paja arrastrada por el viento, se halló delante de la puerta que guardaba la vieja encantadora, la cual le pidió que atase el perro, pretextando que podría morderla, y alargándole la cuerda.   —61→   Pero el caballero la amarró con una correa ala cola de su caballo, y la amenazó con llevarla de pueblo en pueblo para que los muchachos se divirtiesen en apedrear a una bruja, si no reducía a cenizas el castillo de No entrar, si la vida quieres conservar, desencantando antes a su hermano. A éste, convertido en estatua de mármol negro, juntamente con el caballo y el perro, formando artístico grupo, le sopló la vieja en el oído, y los tres volvieron a la vida. El castillo fue pasto de las llamas; el hermano libertador se casó, como era consiguiente, con otra hermosísima infanta, y de la vieja no se ha vuelto a saber más. De seguro el diablo cargaría con ella.

A los hermanos que se quieren y protegen, Dios les ayuda.

Lámina 12



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ArribaAbajoEl gigante y la niña

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Lámina 13

Un gigante poseía una huerta donde se criaban riquísimas peras. Una señora tuvo el capricho de comerse una, el dueño se empeñó en no dársela ni vendérsela por más dinero que le   —66→   ofreció, sino cambiársela por la primera hija que ella diese a luz. La señora aceptó, creyendo que jamás la tendría, y se engañó. Al poco tiempo fue madre de una hermosa niña; la ocultó sin permitir que la viesen, temiendo que el gigante se la reclamara. A los seis años creyó que nadie se acordaría; la encontró el coloso, y la advirtió que no olvidase mandarle lo que le pertenecía.

La pobre mujer, asustada, escondió a la niña hasta que cumplió diez años. Entonces el gigante escribió a la señora que si no le enviaba a su hija, la mataría. Afligidísima la infeliz, y segura de que el malvado ejecutaría la amenaza, se la entregó. La chica era muy mona, y llegó a conquistar el afecto de tan grande animal.

La muchacha cumplió los dieciséis años, lo pasaba bien en el magnífico palacio del gigante, y no sufría sino recordando el cariño de su buenísima madre. Como la chica eclipsaba en hermosura a las flores del   —67→   jardín, calculó el gigante que si la veían se la robarían.

-Mira (la dijo): te prohíbo te asomes al balcón; los hombres son perversos a proporción de su edad y estatura. Si alguno te quiere coger, echa una hoja de este árbol a sus pies antes que te toque, y te separará de él un río caudaloso de agua amarga. Si el infame lo pasara a nado, le arrojas una hoja de este otro árbol, y el río que le impedirá atravesar será de vino muy agrio. Si esto no fuera obstáculo para detener al que te persiga, le tiras una hojita del árbol que se halla en medio de los otros dos. El río que impedirá te alcancen será de aceite que hervirá a borbotones.

La muchacha poseía las tres potencias del alma, y sabía aprovecharse de ellas. Mientras el gigante dormía la siesta, la niña se asomaba al balcón, por hacer lo contrario de lo que le mandaban. Observó que un joven guapo y elegante la miraba; se hablaron,   —68→   amaron, y convinieron que por la noche, vendría, la sacaría del palacio, la conduciría a casa de su madre, y si ésta consentía, se casarían enseguida. A las pocas horas, los amantes huían en un veloz caballo. El gigante, al levantarse todos los días, llamaba a la chica:

-Lucero del alba, péinate los cabellos de oro.

Como no respondió la niña, entró en su cuarto, y del grito y patada que dio de rabia, retembló el edificio. Le habían robado la única persona que había querido en su larga vida. Por la pista del caballo, averiguó el camino que llevaban los que huían a toda brida, y, furioso el hombrón, de cada paso adelantaba una legua. Pronto alcanzó al noble bruto que conducía sobre sus lomos la feliz pareja. El joven temblaba pero la muchacha, sonriéndose, arrojó al gigante una de las hojas maravillosas que había cogido en la huerta la tarde anterior entre ellos y su perseguidor   —69→   se interpuso un ancho y profundo río. El monstruo lo pasó a nado. Tiritaba de miedo el enamorado mozo; la niña, muy serena, tiró al suelo la hoja del segundo árbol, y un río de vino más caudaloso que el anterior atajó los pasos del gigante. Éste, con sus anchas tragaderas, de un sorbo lo dejó seco.

No había remedio. De nada servía al caballero espolear al ligero animal, que corría más que el viento. Ya tenía el feroz gigante levantada la manaza para aplastar a los que se le escapaban, cuando la dama, apoyada en el brazo derecho de su amante, dejó caer la tercera hoja. En el acto, olas inmensas de aceite hirviendo, de un olor insoportable, ahogaron al monstruo horrible y a sus maldiciones.

Libres y alegres se apearon; llegó la noche, y se durmieron. Se creían dichosos y próximos al término de su viaje, cuando un ejército de gigantes, más espantosos que el que acababa de perecer en un mar de aceite,   —70→   agitando sus larguísimos brazos, trataban de despedazarlos; como la niña no tenía ya las hojas portentosas para detenerlos del susto despertó, abrió los ojos, y se halló en la cama junto a su madre, de la cual no se había separado nunca.

Las muchachas, a los dieciséis años suelen tener sueños semejantes.

Lámina 14



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