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De la Ilustración al Romanticismo: el discurso sentimental en algunos textos españoles del Siglo XVIII


Juan Rodríguez


(Departamento de Filología Española Universitat Autónoma de Barcelona)

Durante bastante tiempo la historiografía de la literatura española cubrió impunemente nuestro siglo XVIII con el velo del desinterés. Era una herencia de los historiadores nacionalistas que entroncaba directamente con el pensamiento reaccionario del primer romanticismo: el siglo de las luces había sido, en España, un siglo afrancesado y sin demasiada originalidad, un siglo y una literatura excesivamente rígidos, dominados por la dictadura de la razón y el normativismo de la poética. El enfrentamiento se había fraguado en los inicios del siglo pasado -baste recordar las circunstancias de la llamada «polémica calderoniana»1- y, bajo el espíritu de la santa cruzada contra el liberalismo, había de servir de coartada a un siglo de historias de la literatura.

Cuando los historiadores de la literatura se decidieron a romper los viejos prejuicios y a entrar de lleno en uno de los siglos más injustamente olvidados, se percataron del interés y la originalidad de un proceso cultural que, fundamentado en los principios ideológicos que triunfan en toda Europa, intentaba desarrollar en nuestro país una élite procedente de una todavía insegura y heterogénea clase media. Pese a su carácter minoritario y a su presunto fracaso, la Ilustración española proporcionó, durante la segunda mitad del siglo, algunos de los textos literarios más interesantes del mismo.

Sin embargo, el movimiento ilustrado reforzó su identidad en las historias de la literatura en oposición con los períodos que le rodeaban. De este modo, la Ilustración española, con su abanderado estético, el Neoclasicismo, había llegado para poner un poco de orden en el caos que había dejado la muerte de Calderón y la degeneración de las propuestas barrocas; en el otro extremo, la rigidez de las poéticas clasicistas, el racionalismo a ultranza, se enfrentaban violentamente al grito de libertad estética, a la imaginación romántica.

Como en historia literaria los esquemas rígidos sólo sirven para ser enlatados en manuales escolares, muy pronto algunos investigadores empezaron a poner matices a esa idea monolítica. Procedente de las artes plásticas, el concepto de Rococó, aplicado fundamentalmente a la poesía, intentaba limar la frontera entre los epígonos del gongorismo y la rigidez clásica. También los límites con el Romanticismo aparecieron algo más diluidos con la invención del llamado Prerromanticismo y con la constatación de que las propuestas estéticas de los preceptistas neoclásicos siguieron siendo válidas, fundamentalmente en las escuelas, durante más de un siglo.

Me centraré, en estas páginas, en esa difusa frontera entre la Ilustración y el Romanticismo, con la intención de contribuir modestamente a derribar el muro que, desde los inicios del siglo pasado, los ha separado, pero también con la intención de reivindicar un período de nuestra literatura que, por su complejidad histórica, merece mejor suerte de la que le ha tocado hasta el momento.






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La invención del Prerromanticismo

No creo descubrir ningún mediterráneo al afirmar que la historiografía moderna ha pecado en demasiadas ocasiones de un cierto «romanticentrismo». No en vano estamos, hoy día, viviendo todavía los estertores de la revolución romántica. Si además tenemos en cuenta que cada momento histórico selecciona y reinterpreta la tradición literaria que ha heredado, podrá fácilmente comprenderse el éxito de un concepto a primera vista tan ahistórico como el de Prerromanticismo. Desde que, allá por los años treinta, Van Thieghem lo utilizara para caracterizar una buena parte de la literatura europea desde mediados del siglo XVIII, el término ha ido extendiéndose hasta llegar a ser moneda de uso común entre los historiadores que pretendían ver en ciertos autores y en ciertos temas un anticipo del Romanticismo.

Pero ese esquema unidireccional no tardó en despertar las réplicas de los críticos que reivindicaban nuestro Siglo de las Luces. Réplicas que, aunque añadieron matices a una visión del proceso excesivamente centrada en el Romanticismo, no sólo no lograron liberarse del dichoso término, sino que, con toda la buena voluntad del mundo, aportaron aún más confusión a ese fin de siglo.

Fue probablemente Joaquín Arce el primero que intentó solucionar los problemas de periodización que planteaba la poesía del siglo echando mano de tres conceptos -rococó, neoclasicismo y prerromanticismo- que pretendían definir las distintas sensibilidades presentes en la poesía de la segunda mitad del XVIII. Aunque Arce advertía que dichos términos no estaban pensados como etapas cerradas y coincidían muchas veces en un mismo autor, al caracterizar la poesía de los últimos años del siglo, la presentaba, a través de diversos testimonios, como escindida en dos bandos contrapuestos, el Neoclasicismo de un Leandro Fernández de Moratín, y el «movimiento prerromántico» de Cienfuegos o Quintana2.

A ese carro se subieron enseguida otros críticos. Pocos años después, José Miguel Caso intentó aplicar el esquema propuesto por Arce para la poesía al teatro del siglo XVIII; pero lo que en Arce era una reflexión compleja acerca de las diversas tendencias poéticas, se convirtió en Caso en una terrible simplificación. Al analizar la producción dramática del siglo, Caso veía tres períodos perfectamente delimitados, coincidentes además con los tres grupos generacionales. Lo más curioso era que, para Caso -y, en cierta medida, también para Arce, aunque menos claramente- el Prerromanticismo precedía en el tiempo al Neoclasicismo y estaba más estrechamente vinculado al pensamiento ilustrado que éste. No en vano, cuando Joaquín Arce elige a los dos máximos representantes del Neoclasicismo, nombra lugarteniente de Moratín hijo a Manuel Cabanyes, poeta nacido en 1808, el mismo año que Espronceda3. No es de extrañar, pues, que en 1970 el término «prerromanticismo» ya fuera objeto de polémica. Joaquín Arce hace un somero repaso de ella y advierte, junto a la seguridad de que ya no se puede prescindir de él, el error de considerarlo en función del Romanticismo y no como una matización de la Ilustración4.

Tanto si se puede prescindir de él o no -no hay más que proponérselo-, lo cierto es que el término parece, a todas luces, claramente inapropiado, cuando, más que definir, confunde y es necesario estar aclarando en todo momento su correcto significado.

De hecho, Rinaldo Froldi no tardaría en denunciarlo al criticar, además de la aplicación del método generacional a la historia literaria del siglo XVIII, el que se hubiera elevado a la categoría de época lo que él denomina «momentos estilísticos»5, a saber, los denominados barroco, rococó, neoclasicismo y prerromanticismo. De este modo el crítico italiano reivindica, en comunión con toda la cultura occidental, el término «Ilustración» para designar un movimiento cultural complejo capaz de contener en sí manifestaciones muy diversas. Para Froldi, las nuevas tendencias literarias que, al socaire de la introducción del pensamiento sensista, se producen en España en la segunda mitad del siglo -el llamado «prerromanticismo»- encajan perfectamente dentro del marco de lo que denomina «pensamiento ilustrado». El error, insiste Froldi, heredado del Romanticismo, consiste en reducir un fenómeno complejo como la Ilustración a un rígido racionalismo, cuando «el hallazgo de la sensibilidad y el reconocimiento del sentimiento como modalidad fundamental, junto con la razón, de la naturaleza humana, provienen de la Ilustración»6.

El problema de un concepto como «prerromanticismo» no es ya tan solo el de la utilización de un término que pertenece a la historiografía elaborada a posteriori -hasta principios del siglo XIX lo «romancesco», que no «romántico», remitía exclusivamente al ámbito de la novela y su mundo fantástico e irreal-, ni siquiera de la pirueta histórica que obliga a definir un período en relación al cronológicamente posterior. Lo perverso del término «prerromanticismo» es que resta entidad, valor propio, a una etapa de nuestra literatura y nuestra cultura que lo tiene en sí mismo, y obliga a interpretarla inevitablemente en función de lo que anticipó, de la gran revolución romántica que se avecinaba.

Con todo, Froldi se resiste a desterrarlo del diccionario de la historiografía literaria y admite su uso para la definición de aquellos elementos innovadores, siempre y cuando «se conserve clara conciencia del valor metafórico u alusivo de la definición»7. Un interesante paseo que, sin embargo, nos devuelve al mismo lugar en el que estábamos.

Quizás debido a toda esa confusión, el profesor Russell P. Sebold decidió cortar por la tangente y, con la idea de sustituir un término tan impreciso como «prerromanticismo» y de limar las diferencias que en la historiografía tradicional separaban el siglo XVIII del XIX, configuró la teoría del «primer romanticismo español». La tesis de Sebold parte de la constatación de las innovaciones producidas en la literatura española a partir de la generalización de la filosofía sensacionista derivada de Locke y Condillac, que provoca en los escritores de la segunda mitad del siglo una nueva actitud frente a la naturaleza, cuyo mundo material pasa a reemplazar la seguridad del Dios cristiano. El importante papel que juegan ahora los sentidos como modo de relacionarse con ese mundo material deriva en una representación más dinámica del entorno natural. Para Sebold, en esos poetas del último tercio del siglo, se halla ya plenamente manifestada la cosmogonía romántica, esa -en palabras de Américo Castro- «concepción panteísta del universo cuyo centro es el yo»8.

Sebold postula la idea de una evolución natural en el proceso que lleva del neoclasicismo al romanticismo, una evolución, podríamos decir, de grado. De este modo, afirma, en el poeta de la nueva tendencia sensacionista neoclásica se halla «todo el andamiaje necesario para la representación del drama romántico»; sólo es preciso que ese poeta se desilusione, es decir, sustituya el optimismo ilustrado por el pesimismo más negro, para dar lugar al poeta romántico, que no es sino un «neoclásico desilusionado»9. Desengaño romántico al que Meléndez Valdés habría dado, en su elegía moral dedicada a Jovellanos -El melancólico (1794)-, el primer nombre «que esta emoción recibió en cualquier lengua»: fastidio universal10.

De este modo, la denominada «comedia lacrimógena o sentimental» -El delincuente honrado de Jovellanos o El precipitado de Cándido María Trigueros- y la poesía descriptiva de finales de siglo formarían, según Sebold, el corpus de textos de ese «primer romanticismo español». Y en medio de ellas, la figura de Cadalso emerge pionera como el primer romántico «europeo» de España.

Enfrentada a esa teoría, Eva Marja K. Rudat, que ya advertía acerca la «vacilación y falta de exactitud» que mostraban las ideas de Caso y Arce11, despliega un abanico de erudición para plantear la necesidad de reconsiderar las denominadas tendencias prerrománticas como un elemento más del neoclasicismo español, al que otorga el nombre, siguiendo a Patrick Brady, de «racionalismo sentimental». Así, denuncia la diferenciación tradicional entre Neoclasicismo y Romanticismo como contraposición entre razón y sentimiento, y desarrolla una precisa caracterización de ese empirismo sensualista que, sostiene, nada tiene que ver con el romanticismo, pues desemboca en un individualismo exagerado, en una separación total del hombre con la naturaleza que el romanticismo combatirá. Y es que, como sostiene la profesora Rudat, el Neoclasicismo no está reñido con el sentimiento. Y no sólo no lo está, sino que además explora esa faceta del conocimiento humano con un interés inusitado.

Las teorías del profesor Sebold tienen la virtud de concebir la historia literaria como una continuidad, y no como una sucesión de departamentos estancos, y de subrayar la relación existente entre Romanticismo e Ilustración, de combatir la vieja e insostenible teoría de que el primero llegó a España de un modo tardío en la década de los treinta del siglo pasado. Sus documentadas aportaciones arrojan con frecuencia mucha luz acerca de ese complejo período de nuestra literatura. Pero sus conclusiones son a menudo precipitadas y no siempre muestran claramente el vínculo con la exposición de los hechos.

El análisis que, en general, hace el profesor Sebold de la influencia de la filosofía sensista me parece enormemente sugerente, pues enriquece con nuevas perspectivas la comprensión de la literatura española de todo el siglo XVIII. De todo el siglo, y me parece importante subrayar que el crítico norteamericano no limita dicho influjo a los últimos años del mismo, sino que lo ha rastreado en el Fray Gerundio de Campazas del Padre Isla, en la Poética de Luzán o en la ingente obra de Feijoo. Lo que se produce hacia finales de siglo es, por decirlo así, una intensificación de ese sensismo, que se combina con la moda sentimental. Los escritores de ese momento se sintieron atraídos por el fenómeno del sentimiento, e indagaron en sus obras acerca de sus efectos, generalmente perniciosos según el planteamiento ilustrado.

Lo que me parece más discutible es identificar ese sentimentalismo y ese modo de aproximación a la naturaleza con el egotismo romántico. Probablemente tengan el mismo origen, estén en la misma línea de descendencia, pero no son la misma cosa. La melancolía ilustrada, ese «racionalismo sentimental», obra, como quiere la teoría sensista, de afuera hacia adentro, se plantea como una aproximación inductiva a la naturaleza. Cuando, en ese ámbito, se apunta el movimiento inverso, es decir, la analogía entre el estado anímico del poeta y la naturaleza, ese contagio se concibe, generalmente, como algo anómalo, como una alteración de los sentidos provocada por la tristeza. En el Romanticismo, en cambio, el «yo» del poeta se manifiesta como un dios transformador, recreador, inventor de la naturaleza, se manifiesta de dentro hacia afuera. Utilizando la célebre metáfora de Abrams, el poeta deja de ser espejo en cuyos sentidos se refleja la naturaleza, para convertirse en lámpara cuya subjetividad arroja nueva luz sobre cuanto le rodea. La Ilustración muestra, probablemente, el camino que conduce de una a otra concepción; pero se halla, por el carácter didáctico que impone sobre las desviaciones de la norma, todavía más cerca de la primera que de la segunda.

Por otra parte, el profesor Sebold basa con frecuencia su análisis en algunas obras puntuales, a veces incluso en fragmentos de obras que, insertos en su contexto, darían lugar a interpretaciones contrarias a las que hace el crítico norteamericano. No parece muy lógico que, por ejemplo, Jovellanos manifestara una cosmovisión plenamente romántica cuando escribía El delincuente honrado, y se olvidara de ella en la mayor parte de su obra, plenamente integrada dentro del pensamiento ilustrado. Del mismo modo, desgajar algunos monólogos de Tediato, en las Noches lúgubres, o los parlamentos de Don Amato y Cándida al principio del Acto quinto de El precipitado de Trigueros, sin tener en cuenta el sentido global de ambas obras, no es la mejor manera de constatar la existencia de ese «primer romanticismo español».

Sin embargo, y esa es quizá la lección más importante de Sebold, la relación existe. Parece obvio que esa cosmogonía romántica deriva directamente del sensismo ilustrado, aunque a veces tenga manifestaciones, si no opuestas, sí muy divergentes; unen sus raíces en un mismo concepto de individuo derivado del racionalismo cartesiano y del empirismo12. Y es que no siempre se ha señalado con la suficiente claridad que Ilustración y Romanticismo forman parte de la misma modernidad inaugurada por Descartes, Locke, Newton y Bacon, y sus semejanzas -más claras que las que puede existir, por ejemplo, entre el Romanticismo y el mundo caballeresco medieval tan reivindicado por aquél- no deben extrañarnos, como no nos extrañan sus diferencias.

Empeñados en diluir las rígidas fronteras que la historiografía tradicional estableció entre los diferentes movimientos y tendencias, a veces olvidamos que todo momento histórico es, en sí mismo, un período de transición, y merece como tal una entidad propia. La Ilustración marca el inicio de la modernidad en Europa, la liquidación del Antiguo Régimen. Un inicio tímido todavía en España, que desarrollarán a trompicones las revoluciones burguesas del siglo XIX. Pero considerar la Ilustración como un movimiento prerromántico, o arrebatarle lo más interesante de su evolución estética para concedérselo al Romanticismo me parece menospreciar un movimiento que tiene por sí mismo enorme coherencia.

Tal vez, en definitiva, no sea más que una cuestión de nombres. Podremos discutir eternamente cuál sea el más apropiado para designar ese momento, pero, al fin y al cabo, la última palabra siempre la tendrán los textos.




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Del Cadalso ilustrado al Cadalso desenterrador

El mito del Cadalso romántico se hunde en lo más profundo de nuestra historiografía literaria y entronca con la imagen que del célebre coronel elaboraron las lecturas y continuaciones que, a lo largo del siglo XIX, se hicieron de sus archiconocidas Noches lúgubres. Ya Menéndez Pelayo hablaba de él como «el primer romántico en acción», idea que retoma, en 1934, Lidia Santelices y que Edith Helman, al editar las Noches, desarrollaba al calificarlo de «romántico antes del romanticismo»13. Algún tiempo después, y más allá del mito romántico que hoy todavía muchos confunden con la realidad, Russell P. Sebold reelaborará esa idea para desarrollar su teoría acerca del romanticismo presente, no ya en las mismas Noches, sino en toda la obra del escritor.

El punto de arranque de la tesis de Sebold fue una peculiar lectura de uno de los poemas que el gaditano escribió a la muerte de su amada María Ignacia Ibáñez, la Filis poética, considerado por el crítico norteamericano como el «Manifiesto romántico de 1773»14. Pero, significativamente, cuando, en su monografía dedicada a Cadalso, se adentra en el conjunto de la obra poética del coronel, sitúa el «blando númen» que la caracteriza dentro del ámbito de una poética neoclásica suavizada por el sensismo; de ese modo, Cadalso se convierte en pionero de la poesía descriptiva dieciochesca por el tratamiento que la naturaleza recibe en su obra y la importancia que en ésta tienen las impresiones sensuales, en estrecha conexión con las ideas de Locke y Condillac. Hasta ahí, nada que objetar. El problema empieza cuando Sebold identifica ese sensismo con el «panteísmo egocéntrico» de los románticos, y aquel «neoclásico Cadalso»15 acaba por convertirse en el primer exponente español del romanticismo.

Sin embargo, un análisis detallado del «manifiesto» de 1773 pone en evidencia los límites entre ese nuevo modo de aproximarse a la naturaleza -lejana ya, es cierto, del modo renacentista- y el panteísmo egocéntrico romántico, por mucho que éste se halle prefigurado en aquél.

Lo primero que merece la pena destacar del poema es su género; pese a que Sebold afirma que dicho texto «es una anacreóntica sólo en el nombre»16, creo que, por el contrario, Cadalso se sitúa dentro de los cánones y la tradición del género anacreóntico, aunque sea para invertirlos. Y es que, no por negativa, es menos convencional y arquetípico el entorno descrito. Poco hay en él de aquella naturaleza realista que, de la mano de la filosofía sensista, la poesía descriptiva iba a poner de moda.

Habrá que conceder que, en todo caso, la innovación de Cadalso consiste en subvertir el género, en hacer una interpretación a lo tenebroso de la convención pastoril17; pero no hay que buscar en estos poemas la sinceridad romántica, ni mucho menos ese panteísmo egotista que transforma la naturaleza a impulsos del poeta. Al fin y al cabo, la pena, en última instancia, no es de Cadalso, sino de Dalmiro. Y esto que puede parecer una boutade no lo es tanto: después de todo. Cadalso establece el filtro de la cultura clásica entre su dolor y el lector. Utiliza el mundo convencional de la anacreóntica para imitar, mediante la ficción del pastor enamorado, el dolor que le produce la muerte de su amante.

Sin embargo, aun sin ser romántico, hay otro aspecto moderno en la concepción del poema. Se trata de la constatación, perfectamente encuadrable dentro del sensismo ilustrado y que podemos encontrar en muchos otros textos del momento, de que un determinado estado anímico puede alterar la percepción de los sentidos y enturbiar la razón. La modernidad de dicha constatación reside, sin duda, en ese materialismo derivado del empirismo, y tiene como consecuencia una nueva percepción de la propia individualidad. Pero en el marco del pensamiento ilustrado, ese rasgo, no por ilustrado menos moderno, se plantea como una indagación en torno al sentimiento y sus efectos, y busca constantemente un equilibrio con la razón.

Probablemente el «engaño a los ojos», como diría Cervantes, de la crítica en relación a esta anacreóntica se deba a que, fuera de lo que era habitual en el tono sentimental de esta segunda mitad del siglo, Cadalso únicamente expone, debido sin duda a la brevedad e intensidad del género, una parte del problema. La otra, la de la explicación racional del fenómeno, se le debía suponer al lector de la época, aunque en cierta manera está contenida en el poema.

A lo largo del mismo, Dalmiro va explicando cómo sus sentidos, alterados por la tristeza, perciben transformados los elementos amables de la anacreóntica: los pámpanos de Baco y los mirtos de Venus ve convertidos en lúgubres cipreses; «el siempre dulce tono / del tierno jilguerillo» hiere sus oídos «cual ronca voz del cuervo»; el arroyo «resuena cual peñasco / con olas combatido»; etc18. Pero en los últimos versos, al establecer la correlación de los elementos desplegados a lo largo del poema, la naturaleza ha vuelto repentinamente a la normalidad, la correlación no está, y es significativo, compuesta por los elementos -llamémosles así- «fantásticos» (cipreses, cuervo, peñasco, leones, sombras, truenos), sino por los «reales» (Baco, Venus, aves, arroyos, pastorcillos, sol, luna); es decir, el poeta, que ha visto cómo la naturaleza se transformaba ante sus ojos, parece recuperar en el último momento la cordura y reconoce implícitamente que esa transformación no es más que fruto de su «pena». Ese giro final está subrayado por el cambio de perspectiva: aunque el individualismo derivado de la filosofía sensista ha situado al poeta en el centro del orbe, el significado último del poema sugiere que la relación entre ambos sigue siendo de fuera hacia adentro; si hasta ese momento la mirada apenada del poeta ha alterado la naturaleza que le rodea, ahora el poeta pide a ésta que lo mire con compasión para aliviar su pena. En definitiva, no es el poeta quien, finalmente, acaba transformando con su mirada la naturaleza, sino ésta la que, con su amabilidad, su mirada compasiva, terminará por consolar al poeta. Uno de los tópicos más frecuentes en la poesía bucólica.

Un repaso del resto de la obra poética de Cadalso permite entender mejor el sentido último de esta anacreóntica. Son numerosos los pasajes en los que un Dalmiro melancólico y tedioso encuentra consuelo en diversos aspectos de la realidad que le rodea. En el poema que sirve de introducción a los Ocios de mi juventud, Cadalso explica «los motivos que tuvo para aplicarse a la poesía». El fundamental de ellos fue el consuelo hallado en la lectura de sus poetas favoritos:


    Huyendo de los hombres y su trato
que al hombre bueno siempre ha sido ingrato,
sentado al pie de un álamo frondoso
en la orilla feliz del Ebro undoso,
¡cuántas horas pasé con los sentidos
en tan sabrosos metros embebidos!
¡Ay, cómo conocí que en su lectura
derramaban los cielos más dulzura
que en el divino néctar y ambrosía!
Mi tristeza en consuelo convertía
y mis males yo mismo celebraba
por la delicia que en su cura hallaba;
(...)
así los tristes versos que leía
templaban mi fatal melancolía...19



Nótese que la capacidad terapéutica de la poesía ejerce su balsámico efecto sobre los sentidos del poeta, del mismo modo que, en los «Desdenes de Filis», Ortelio intenta sacar a Dalmiro del triste letargo en que se halla sumido ofreciéndole «sabrosos alimentos» y flores olorosas20. El fracaso de Ortelio en tal intento es el mismo fracaso de la primavera «triunfante del invierno triste y frío», que no consigue consolar a Dalmiro de la pérdida de la amada: «... muerta Filis, el orbe nada espera, / sino niebla espantosa, noche helada, / sombras y sustos, como el pecho mío».

Y es que, como afirma el poeta en la «Carta a Augusta»,


    Al filósofo, Augusta,
en cada punto la naturaleza
obsequia, sirve y gusta.
Todo es para él quietud, todo riqueza,
ni se acaba el contento que recibe;
vive feliz y muere como vive.21



El poeta ilustrado hallará en su relación con la naturaleza a través de los sentidos un marco ideal para la introspección, para el conocimiento de sí mismo, para la paz de su espíritu. Por ello son tan frecuentes en la poesía del siglo XVIII los paseos solitarios por el campo; en ellos se combinan la tradición estoica del menosprecio de corte y alabanza de aldea con el nuevo sensismo. Cadalso hace, en la mencionada «Carta a Augusta», uno de los primeros ejercicios en el género de la poesía descriptiva a pintarle a su amiga la enorme variedad de goces que el campo puede deparar a sus sentidos. Aunque se trata todavía de una naturaleza escasamente realista, idealizada y convencional.

Pero cuando el estado anímico del filósofo decae, la percepción a través de los sentidos es alterada y la naturaleza se presenta de un modo mucho menos amable. Desde su destierro en Aragón, Dalmiro explica a Ortelio cómo el tedio ha transformado a sus ojos aquella amable naturaleza que elogiara a Augusta:


El cielo se muestra
airado y tremendo;
las yerbas sus verdes
matices perdieron;
las aves no forman
sus dulces conciertos,
como acostumbraban,
de armoniosos metros.
Del sueño no grato,
cuando me despierto,
sólo oigo la ronca
voz del negro cuervo,
murciélago triste,
gavilán siniestro,
o de otros animales
para mal agüero.
Ni sueño gustoso
cosas de contento;
sólo se aparecen
(si alguna vez duermo)
imágenes tristes,
de horroroso aspecto;
si salgo a los campos
a hablar con los ecos,
los ecos se espantan
de mi devaneo,
y nunca repiten
de tales lamentos
las sílabas duras; [...]22



El pastor, que ya no apetece los deliciosos manjares ni la distracción de los bailes, pide a los dioses que le fulminen con un rayo, a la tierra que se lo trague y se arroja al mar «con mortal intento»; se percata entonces de que es la «fuerza del hado» la que ha dispuesto su sufrimiento, que no puede «frustrar de los dioses / los altos decretos» y, finalmente, hallará consuelo a sus cuitas en la amistad de Ortelio, tema de gran rendimiento en la poesía ilustrada.

Algo parecido sucede en los sáficos-adónicos dedicados a cupido y titulados «Sobre los peligros de una nueva pasión»; en ellos Dalmiro se viste de luto, acude a la tumba de su amada y jura no querer a ninguna otra pastora:


Las losas duras, a mi acento triste,
mil veces dieron ecos horrorosos,
y de dudosos aires resonaron
      túmulo y ara.
Dentro del mármol una voz confusa
dijo: Dalmiro, cumple lo jurado;
quedé asombrado, sin mover los ojos,
      pálido, yerto.



Pero Cloris le ofrece su amor, y cuando Dalmiro parece que se inclina hacia ese nuevo querer, su razón flaquea y vuelve a aparecer la alucinación:


Ante mis vista se aparece Filis,
en mis oídos su lamento suena:
todo me llena de terror y espanto;
       tímido caigo.23



Los poemas dedicados a la muerte de Filis no son, al fin y al cabo, una excepción en la obra de un poeta que, antes y después del fallecimiento de su amada, se mueve entre los cánones de la poesía clasicista. En ocasiones el sentimiento parece vencer momentáneamente a la razón, rompe el equilibrio con la naturaleza; pero no nos hallamos todavía ante el «panteísmo egotista» del romanticismo que, mediante la «falacia patética», busca la analogía entre el estado anímico del poeta y cuanto le rodea, transforma el entorno según el sentir de aquél. No es la naturaleza, la realidad, la que es alterada, sino la percepción de la misma a través de unos sentidos condicionados por la tristeza. Y, en última instancia, la expresión de ese sentimiento no encuentra todavía más camino que el mundo convencional de la imaginería clásica.

Sin ir más lejos, las Noches lúgubres contienen una profusa reflexión acerca de ese trastorno. No voy a entrar a discutir de qué modo la lectura autobiográfica que de ese texto hizo el romanticismo ha alterado la correcta interpretación del mismo; como ya expuse en otro lugar, la distancia que media entre la obra que escribió Cadalso y la que leyeron los lectores del siglo XIX proporciona un argumento de peso para negar el romanticismo de las Noches lúgubres.

Conviene, de nuevo, empezar reflexionando acerca del género de un texto que ha sido visto de las más variopintas maneras; no siempre se ha destacado que nos hallamos ante un «diálogo filosófico», género de antigua tradición, más idóneo para la exposición argumental que para la expresión del sentimiento, que se caracteriza por su escaso o nulo dramatismo y en el que los personajes son casi exclusivamente verbo24. Aunque ese carácter verbal ofrecía también a Cadalso la posibilidad de que los personajes expresaran de forma directa sus sentimientos, cabe preguntarse por qué no echó mano de la comedia sentimental que, por esos mismos años, empezaba a ponerse de moda y que hubiese cumplido, quizá mejor que el diálogo, esa tarea expresiva.

La cuestión, además, acentúa su importancia si tenemos en cuenta que las Noches ultrapasa el género estricto del diálogo tradicional e incorpora elementos de dramatización y un importante uso del monólogo. Podríamos decir que Cadalso renueva dicha tradición, al dotarla de un carácter sentimental y al aproximarla a la dramática. Pero si, pese a ese carácter sentimental, no se decidió por ésta fue, quizás, no tanto por liberarse, como sugiere Sebold, de las reglas del género dramático25, que respeta sin ningún problema en sus tragedias, sino porque quiso, al no estar destinado a la representación sobre un escenario, subrayar el didacticismo de un texto en el que predomina la reflexión por encima de la expresión.

Y es que, en ese debate que sostienen Tediato y el sepulturero Lorenzo, el caso particular de Tediato aparece constantemente trascendido por una reflexión universalizadora, el sentimiento convertido en filosofía. Quienes han defendido el romanticismo de las Noches lúgubres acostumbran a quedarse únicamente en la expresión del dolor de Tediato, sin desarrollar una interpretación global de un texto que, a mi juicio, encaja perfectamente en el marco del humanitarismo ilustrado. Veamos por qué.

La primera noche se inicia con un monólogo del protagonista, uno de los fragmentos más citados de la obra, en el que Tediato expresa la tristeza de su corazón. Cumpliendo esa función dramatizadora que corresponderá a los personajes en un texto a medio camino entre el diálogo y el teatro, Tediato describe su percepción, a través de los sentidos, del entorno que le rodea: la oscuridad de la noche, «el silencio interrumpido por los lamentos que se oyen en la vecina cárcel»26, la luz de los relámpagos, el sonido de los truenos, una naturaleza y un entorno que, en definitiva, se ve alterada por el estado anímico del personaje.

Esa percepción sensorial va a desempeñar, a lo largo de la obra, dos funciones principales. Una función, como ya he comentado antes, dramatizadora ante la ausencia de acotaciones; la otra, más importante, como modo de relación entre Tediato y cuanto le rodea, un modo de relación anormal por causa de la desazón sentimental del personaje; así, al recordar «otros tiempos», éste se muestra convencido de que «todo ha mudado en el mundo; todo, menos yo»27, cuando en realidad, el lector ilustrado de la época se dio, sin duda, cuenta del error de Tediato, de su trastorno.

Trastorno del que, paradójicamente, el propio Tediato parece consciente en algunos momentos. Insiste Cadalso en esa idea a lo largo de la «Noche primera». Ante los temores de Lorenzo, el protagonista responde con una racionalidad que extrañaría en un texto romántico:

TEDIATO.-  ¡Necio! Lo que te espanta es tu misma sombra con la mía. Nacen de la postura de nuestros cuerpos respecto de aquella lámpara. Si el otro mundo abortase esos prodigiosos entes a quienes nadie ha visto, y de quienes todos hablan, sería el bien o el mal que nos traerían siempre inevitable. Nunca los he hallado: los he buscado.

LORENZO.-  Si los vieras...

TEDIATO.-  Aún no creería a mis ojos. Juzgara tales fantasmas monstruos producidos por una fantasía llena de tristeza: ¡fantasía humana!, ¡fecunda sólo en quimeras, ilusiones y objetos de terror! La mía me los ofrece tremendos en estas circunstancias... Casi bastan a apartarme de mi empresa.

LORENZO.-  Eso dices, porque no los has visto: si los vieras, tamblaras aún mas que yo.

TEDIATO.-  Tal vez en aquel instante; pero en el de la reflexión me aquietara.28



El sueño de la razón, provocado por la tristeza, produce monstruos. Tediato se detiene, a continuación, a explicar a su acompañante un ejemplo de esa circunstancia. Atenazado por el dolor ante la tumba de su amada, «más que sujeto sensible, parecía yo estatua», confiesa Tediato; en esa situación de insensibilidad queda una noche encerrado en la iglesia y padece una alucinación en la que los sentidos adquieren una especial importancia:

TEDIATO.-  [...] Quedé en aquellas sombras rodeado de sepulcros [...], cubierta mi fantasía, cual si fuera con un negro manto de densísima tristeza. En uno de estos amargos intervalos yo vi, no lo dudes, yo vi salir de un hoyo inmediato a ése, un ente que se movía. Resplandecían sus ojos con el reflejo de esa lámpara, que ya iba a extinguirse. Su color era blanco, aunque algo ceniciento. Sus pasos eran pocos, pausados, y dirigidos a mí [...].

Me mantuve en pie, sin querer perder el terreno que había ganado a costa de tanto arrojo y valentía. Era invierno. Las dos serían cuando se esparció la oscuridad por el templo. Oí la una... las dos... las tres... las cuatro... siempre en pie; haciendo el oído el oficio de la vista.

LORENZO.-  ¿Qué oíste? Acaba, que me estremezco.

TEDIATO.-  Oí una especie de resuello no muy libre. Procurando tentar, conocí que el cuerpo del bulto huía de mi tacto: mis dedos parecían mojados en sudor frío y asqueroso; y no hay especie de monstruo, por horrendo, extravagante e inexplicable que sea, que no se me presentase. Pero ¿qué es la razón humana, si no sirve para vencer a todos los objetos, y aun a sus mismas flaquezas? Vencí todos esos espantos; pero la primera impresión que hicieron; el llanto derramado antes de la aparición; la falta de alimento; la frialdad de la noche; y el dolor que tantos días antes rasgaba mi corazón, me pusieron en tal estado de debilidad, que caí desmayado en el mismo hoyo de donde había salido el objeto terrible.29



La razón, venciendo incluso sus mismas flaquezas, puede vencer todos los objetos; pero un estado de tristeza y debilidad puede llevar al individuo a una excitación de la fantasía, a una mala interpretación de lo que los sentidos nos transmiten, o incluso a una alteración de esos mismos sentidos. Inmediatamente, Lorenzo proporciona a Tediato la clave para que halle una explicación racional al fenómeno: el mastín del sepulturero había quedado encerrado en la iglesia con Tediato; «qué causa tan trivial para un miedo tan fundado al parecer», exclamará éste.

La percepción sensorial ocupa un lugar predominante en las lamentaciones de Tediato; una percepción, como corresponde a su estado, trastornada, anormal. Así, cuando las campanas y los pájaros anuncian la llegada del nuevo día, Tediato permanece en la oscuridad:

Sólo mi corazón aún permanece cubierto de densas y espantosas tinieblas. Para mí nunca sale el sol. Las horas todas se pasan en igual oscuridad para mí. Cuantos objetos veo en lo que llaman día, son a mi vista fantasmas, visiones y sombras, cuando menos... algunos son furias infernales.30



Y al llegar la noche siguiente, explica Tediato cómo la melancolía ha modificado su visión del sol:

¡Con qué dolor han visto mis ojos la luz del astro a quien llaman benigno los que tienen el pecho menos oprimido que yo! El sol, la criatura que dicen menos imperfecta imagen del Criador, ha sido objeto de mi melancolía.31



En la cárcel, Tediato escucha voces de un preso que, parece, va a morir. Cuando éstas se acallan, se produce un espantoso silencio, y, a continuación, percibe una serie de sonidos que le estremecen y a los que sigue una reflexión acerca de su estado, en contraste con los placeres de la vida que otrora había disfrutado:

Las pisadas de los que salen de su calabozo, las voces bajas con que se hablan, el ruido de las cadenas que sin duda han quitado del cadáver, el ruido de la puerta, estremecen lo sensible de mi corazón, no obstante lo fuerte de mi espíritu. Frágil habitación de un alma superior a todo lo que naturaleza puede ofrecer, ¿por qué tiemblas? ¿Ha de horrorizarme lo que desprecio? ¿Si será sueño esta debilidad que siento? [...] Sí; reclínome. Agradable concurso, música deliciosa, espléndida mesa, delicado lecho, gustoso sueño encantarán a estas horas a alguno en el tropel del mundo. No se envanezca; lo mismo tuve yo; y ahora... una piedra es mi cabecera, una tabla mi cama, insectos mi compañía.32



No me detendré a analizar, pues ya lo hizo con acierto Glendinning, la función universalizadora que se halla presente incluso en los momentos en que la expresión sentimental de Tediato alcanza su máxima intensidad. Únicamente me gustaría destacar que la profusión del debate y de la reflexión general sorprende en un individuo atenazado por el dolor. Es cierto que dicha reflexión se halla condicionada por el pesimismo del personaje, pesimismo que Glendinning vincula al carácter burgués y, por lo tanto, antijerárquico y anticonvencional del sentimentalismo, y que entronca con la temática humanitaria que aparece en muchos textos del momento33. Porque buena parte de las reflexiones de Tediato -tales como la exaltación de la amistad, la crítica de la aristocracia, el lujo, la superstición, la tortura o la pena de muerte- podrían sin ningún problema ser asumidas por el ideario ilustrado.

También analizó Glendinning con detalle la diferente motivación de ambos personajes y la consiguiente lección humanitaria, la evolución del sentimiento de Tediato desde el egoísmo absoluto hasta un reconocimiento del dolor universal, aunque, ciertamente, nunca llegue el protagonista a liberarse totalmente de él.

Destaco someramente estos dos aspectos porque inciden, creo, de manera determinante en la interpretación del texto. La crítica ha estado con demasiada frecuencia influida por el talante autobiográfico que el romanticismo otorgó a las Noches lúgubres. Esa circunstancia, y las posteriores interpretaciones románticas de la obra, han ocultado su más que probable intencionalidad didáctica, si no explícita en el texto, sí sugerida, a mi juicio, por el contraste entre el egoísmo enfermizo de Tediato y el dolor del resto de la sociedad, representada por Lorenzo. Ya Glendinning sugirió que ese contraste de perspectivas podía sugerir que Cadalso no asumiese necesariamente el punto de vista de Tediato, y Manuel Camarero destaca un fragmento de una carta a Iglesias de la Casa en la que Cadalso habla un tanto irónicamente de algunas opiniones de su personaje34. Ambos críticos comentan la evolución del personaje, su paulatino descubrimiento de los sufrimientos del resto de la sociedad y del valor de la amistad.

Pero creo que, además, puede señalarse, en la estela del tema que tratan estas páginas, otra razón didáctica que estaría en consonancia con la que manifiesta la mayor parte de la literatura sentimental del siglo XVIII. Cadalso pretendería, en última instancia, plantear una reflexión acerca de los trastornos que en el hombre racional provoca un estado de exaltación sentimental. Trastornos, ya se ha visto, de índole perceptiva, pero también trastornos en la relación con la sociedad, provocados por un exceso de egoísmo. En ese sentido, la obra del gaditano sería una manifestación más de ese necesario equilibrio entre la fantasía y la razón que la moda sentimental nacida en el seno de la Ilustración española reivindicaba.




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Cuatro notas para dos poetas: a modo de conclusión

La idea de buscar en el siglo XVIII una sensibilidad prerromántica se ha cebado con frecuencia en una serie de poetas que, en las últimas décadas del siglo, profundizaron en ese tono sentimental y marcaron una ruptura con el mundo convencional del bucolismo neoclásico. Por exigencias de espacio, me concentraré en un par de textos de los que son, sin duda, los dos poetas más importantes de las postrimerías del siglo, Meléndez Valdés y Cienfuegos, y apuntaré en estas últimas páginas algunas ideas que espero desarrollar con más detenimiento en otro lugar.

Ya he comentado de qué modo ese sentimentalismo ilustrado se manifiesta como una indagación acerca de los efectos que el sentimiento tiene en la percepción de la realidad a través de los sentidos y busca un necesario equilibrio entre el alma sensible y el alma racional. Esos mismos temas están presentes en algunas de las producciones más características de la mal denominada «poesía prerromántica». Temas y motivos que, por otra parte, junto a una concepción más realista de la naturaleza y al humanitarismo, forman parte de la ideología ilustrada del último tercio del siglo.

Podemos aproximarnos, por ejemplo, a uno de los poemas más famosos de esa tendencia, aquel en el que, según Sebold, Meléndez Valdés había inventado, en 1794, el nombre español del dolor romántico. Comparte «El melancólico» con la obra de Cadalso esa ambientación nocturna en la que la el poeta encuentra las condiciones idóneas para enfrentarse a su propia tristeza: la soledad y la ausencia de todo estimulo sensible procedente del exterior. La noches es, pues, el escenario propicio para el ensimismamiento35.

Al analizar el poema, Sebold insiste en lo aparentemente inmotivado de la tristeza de Meléndez, lo que la emparentaría con el «dolor romántico», y advierte del uso de la falacia patética precisamente en los versos en que da nombre a su estado: el «fastidio universal»36. Pero si lo contemplamos con detenimiento advertiremos que más que esa «falacia patética», lo que hallamos de nuevo es el trastorno de los sentidos:


Doquiera vuelvo los nublados ojos
nada miro, nada hallo que me cause
sino agudo dolor o tedio amargo.
Naturaleza en su hermosura varia
parece que a mi vista en luto triste
se envuelve umbría y que, sus leyes rotas,
todo se precipita al caos antiguo.
    Sí, amigo, sí: mi espíritu insensible
del vivaz gozo a la impresión süave,
todo lo anubla en su tristeza oscura,
materia en todo a más dolor hallando
y a este fastidio universal que encuentra
en todo el corazón perenne causa.



De ese modo, continúa el poema, cuando llega la «rubia aurora» y la luz del sol inunda el mundo, el poeta cierra a ese brillo sus «lagrimosos fatigados ojos» y anhela la llegada de la noche37. Se ha vuelto, «como fría estatua», «insensible a las bellezas que ora / al ánimo doquiera reflexivo / natura ofrece en su estación más rica» y corre «ciego» y «sin seso» por los valles cuya belleza antaño admirara. Y es que, en definitiva, ese «fastidio universal» que lleva al poeta a implorar la muerte está contemplado en el poema de Meléndez como una enfermedad de la razón que hace padecer su tierno pecho:


En él su hórrido trono alzó la oscura
melancolía, y su mansión hicieran
las penas veladoras, los gemidos,
la agonía, el pesar, la queja amarga,
y cuanto monstruo en su delirio infausto
la azorada razón abortar puede.
(...)
    ¡Ay! ¡si me vieses ¡ay! en las tinieblas
con fugaz planta discurrir perdido,
bañado en sudor frío, de mí propio
huyendo, y de fantasmas mil cercado!
    ¡Ay! ¡si pudieses ver... el devaneo
de mi ciega razón, tantos combates,
tanto caer y levantarme tanto,
(...)
¡hacer al cielo mil fervientes votos
y al punto traspasarlos... el deseo...
la pasión, la razón ya vencedoras...
ya vencidas huir...38



Pero queda una última esperanza: el valor de la amistad de Jovino, «salud y suspirado puerto», que puede ayudarle a domeñar «la rebelde razón», a templar «tan insano furor».

También, finalmente, en diversas composiciones de Cienfuegos -el poeta que, indagando en el lenguaje de los sentimientos, había, a juicio de Larra, luchado denodadamente con su instrumento y lo «había roto mil veces en un momento de cólera o de impotencia39»- hallamos ese trastorno y la apelación a la razón como necesaria morigeradora de la melancolía.

En uno de sus poemas más conocidos, el que dedica, en los primeros años del nuevo siglo, a la marquesa de Fuentehíjar en consuelo por la muerte de su amiga, la marquesa de las Mercedes -«La escuela del sepulcro»-, el exaltado poeta desarrolla el tópico estoico de ubi sunt -ésa es la enseñanza del sepulcro- para concluir defendiendo en triunfo de la razón por encima de cualquier pasión:


...tal es el hombre
por el mar de la vida navegando.
Siempre a merced de sus pasiones corre
entre tinieblas y borrascas tristes
en eterna inquietud, allá en el alma
hondamente clavada la amargura,
y la zozobra y el cruel fastidio,
y desesperación; sin que los ojos
vuelva jamás al relumbrante faro
de la pura razón. En cada instante
vota acogerse a su sagrado puerto,
y a cada instante, quebrando el voto,
se aparta más y más; y a nuevos mares
se confía, y a míseros naufragios.
(...)
La razón, la razón; no hay otra senda
que a la alegre virtud pueda guiarte
y a la felicidad. Por ella fácil
tus deseos prudente moderando
aprenderás a despreciar el mundo,
la gloria y la opinión, preciando sólo
lo que inflexible la razón aprueba.
Así constante vivirás contigo,
vivirás para ti, y harás más larga
la próspera carrera de tus años,
porque al fin vivirás. [...]40








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Bibliografía

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