Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice Siguiente


Abajo

El aprendiz de amante

Farsa en tres actos1

Víctor Ruiz Iriarte

Juan Antonio Ríos Carratalá (ed. lit.)



El aprendiz de amante, como otras farsas o comedias de Víctor Ruiz Iriarte, nos alumbra la mentalidad de sus espectadores. Al leerla, resulta fácil imaginar a un público de matrimonios dispuestos a entretenerse y sonreír un sábado por la noche. Lo conseguirían gracias a la insólita situación protagonizada por Catalina y Andrés, dos personajes algo caricaturescos encarnados por intérpretes tan cualificados y adecuados como Carmen Carbonell y Antonio Vico. Ambos consiguieron un nuevo éxito profesional que se extendió a una obra aplaudida por unos espectadores satisfechos. Víctor Ruiz Iriarte había escrito la obra en el plazo de un mes como respuesta a una petición del citado actor y acertó con una farsa de «tema alegre, sentimental, ameno y divertido», según José Antonio Bayona (Pueblo, 18 abr. 1949). Su «calidad, gracia y finura», sigue Bayona, le habían permitido dirigirse a «un público alegre, sano y normal en sus concepciones de la vida», dispuesto a sonreír con historias protagonizadas por parejas con la seguridad de un desenlace feliz. «Un público liso y llano» -según el por entonces joven Eduardo Haro Tecglen- que había disfrutado con «un verdadero hallazgo de comicidad, donde puede reír a carcajadas sin que su buen gusto o su sensibilidad -embrionaria o desarrollada- se lo reprochen jamás» (Madrid, 18 abr. 1949). El buen gusto siempre estaba presente en aquellas reseñas, incluidas las de quienes derivaron hacia posturas más críticas.

El aprendiz de amante es «un juego de amor y de pequeñas pasiones confesables», según Eduardo Haro Tecglen. O «un vodevil blanco», de acuerdo con lo manifestado por un Alfredo Marqueríe que se deshace en elogios ante una obra donde su amigo Víctor Ruiz Iriarte había demostrado «destreza, garbo y brío» (ABC, 17 abr. 1949). El comediógrafo necesitaba estas cualidades para combinar la sonrisa provocada por situaciones paradójicas, el chispazo de una réplica ocurrente bien colocada por el intérprete y el diálogo fluido e ingenioso hasta desembocar en un desenlace al gusto de todos. En esta ocasión no se trataba de teorizar teatralmente acerca de la felicidad y la necesidad del sueño, sino de partir de unas convenciones bien asentadas para crear una farsa cuyo sentido lúdico prevalece sobre cualquier otra consideración.

Víctor Ruiz Iriarte conocía de sobra las cualidades de Antonio Vico para los personajes tímidos o apocados. Busca así su lucimiento con la creación de Andrés, un burgalés venido a Madrid que se enamora de Catalina, a quien intenta seducir aparentando ser un arrollador Don Juan. La noche de bodas en El Escorial, cuando ya nadie les rodea, pone al descubierto el engaño: «la timidez disfrazada de atrevimiento, de osadía amorosa y de audacia conquistadora, que además de ser la más difícil de sostener, es la que más deslumbra a las mujeres», según la reseña de Jorge de la Cueva (Ya, 17 abr. 1949). Andrés afronta con nervios la situación y debe confesar: «Catalina, yo no soy un Don Juan. Yo no soy un conquistador. ¡Todo es mentira! ¡Todo! Yo no soy más que un pobre hombre…», aunque para su relativa tranquilidad añade una aclaración: «¡No soy más que un pobre hombre que está loco por ti!» (I). El marido no consigue enternecer a su esposa con semejante confesión. Ella, todavía frívola e inconsciente, no acepta la cruda realidad: «Hay algo más maravilloso que querer a un hombre. Y es que nos quiera un hombre que vuelva locas a las demás. En el fondo, a muy pocas mujeres inteligentes les disgusta que su marido les engañe un poco de cuando en cuanto. Escandalizan porque es lo correcto..., pero te aseguro que es magnífico saber que una es la dueña del sueño de otras mujeres» (I). Esta respuesta conduce a una nueva sorpresa: el marido deberá seguir aparentando que es un Don Juan para satisfacción de una esposa feliz al saberse la dueña de tan solicitado varón. La farsa queda así planteada para su desarrollo como un juego de contrastes a lo largo del segundo y tercer acto.

El choque entre un Andrés que aspira a estar en casa en zapatillas y batín, y una Catalina que le obliga a salir todas las noches para alimentar su fama de «perdido» provoca numerosas situaciones cómicas bien servidas por el autor. La vida del marido se convierte en un infierno: «resulta que ser decente es más confortable; lo difícil es ser un libertino a la intemperie» (II). La frase es propia de un comediógrafo cercano al humor de sus colegas de «la otra Generación del 27», tan proclives a la hora de ironizar sobre un matrimonio casi nunca presente en sus biografías. Andrés piensa que «la felicidad es un sofá, una bata y una mujercita» (II) sentada junto a él mientras escuchan la radio. El marido termina por hartarse de una vida de sobresaltos y madrugadas a la intemperie. También de las mentiras que debe propagar para mantener su fama. Al final del segundo acto, el frustrado esposo decide volver a Burgos en busca de una paz que ha perdido, aunque hasta allí llegarán los ecos de su fama donjuanesca.

La presencia de Andrés en una capital castellana tomada como sinónimo de rancia tradición provoca nuevas situaciones humorísticas. El casto varón sigue empeñado en buscar una soledad que le proporcione paz, pero todos los días le llegan cartas de mujeres e, incluso, la visita de una desconocida de aires cabareteros empeñada en seducirle. Hasta el gobernador civil de Burgos está receloso ante semejantes alardes de frivolidad. No obstante, Andrés todavía sueña con María Luisa porque en una obra de Ruiz Iriarte no podía dejar de aparecer el sueño como sinónimo de ideal vinculado al amor. Y esa mujer ideal, al final, acaba siendo su esposa, que de manera repentina cambia y le acepta como «un mirlo blanco», que también tiene su encanto por ser ella la primera en el disfrute de sus caricias. El conflicto finaliza cuando la farsa ya no se podía prorrogar, la unidad matrimonial ha sido recompuesta y los mejores augurios anuncian la continuidad de una pareja que hizo sonreír a otras muchas en el teatro de aquella posguerra. El aprendiz de amante se ha doctorado en el matrimonio para felicidad propia y de sus espectadores.

En 1962 y en el curso de una entrevista, Víctor Ruiz Iriarte se definió como «un cazador de sonrisas». La farsa que presentamos a continuación es un excelente ejemplo, aunque su humor acabe prevaleciendo sobre el fondo poético de las comedias de la felicidad o de la ilusión del propio autor. Podríamos hablar de su levedad temática y habilidad técnica como constante de su producción teatral, discutir sobre la sorprendente clasificación de esta farsa como «comedia de costumbres» por parte del autor para diferenciarla de una etapa anterior presidida por el «teatro de imaginación», pero es evidente que el público tuvo otras sensaciones más concretas. Los espectadores acudirían a la nueva obra protagonizada por una pareja de éxito, Antonio Vico y Carmen Carbonell, con tantas giras a sus espaldas. Saldrían satisfechos al comprobar que Catalina, la esposa al principio frívola y egoísta en nombre de un falso sueño, descubre el auténtico valor de Andrés y renuncia a sus absurdas pretensiones. Todo había acabado bien después de haber disfrutado con unas sonrisas deparadas por la ruptura temporal de la armonía matrimonial. Equívocos, falsas impresiones, réplicas ocurrentes, sorpresas... El «cazador» había demostrado oficio de sobra y con el éxito de El aprendiz de amante se situó en un puesto destacado dentro del escalafón de los comediógrafos.

La trayectoria teatral de Víctor Ruiz Iriarte había estado hasta entonces repleta de obstáculos. Eran los habituales en un autor a la búsqueda de su público, pero nuevos e inmediatos éxitos terminarían de asentarle en una privilegiada situación desde la que, sin desmayo, alimentaría los sueños y las sonrisas de tantos matrimonios burgueses que asistían al teatro de la época con la confianza de no encontrar sorpresas. No es un demérito, sino una aportación necesaria y justificada. Leer, por lo tanto, esta farsa evoca costumbres y tipos de la España que empezaba a salir, con timidez, de la más negra posguerra para sonreír. El aprendiz de amante evoca el costumbrismo que nunca estuvo en el escenario de forma explícita por voluntad del autor, pero que resulta fácil de imaginar a partir del texto de Víctor Ruiz Iriarte.

Juan Antonio Ríos Carratalá

Universidad de Alicante



Esta comedia se estrenó por primera vez en España en el teatro Eslava, de Valencia, la noche del 27 de noviembre de 1947, y en Madrid, en el teatro Infanta Isabel, el 16 de abril de 1949, con el siguiente reparto:

PERSONAJES
 
ACTORES
 
CATALINA. CARMEN CARBONELL.
LA DESCONOCIDA. PILAR BIENERT.
GABY. ANTOÑITA MAS.
FELISA. MARÍA LUISA ARIAS.
CECILIA. AMPARO CERVERA.
JUANA. CELIA FOSTER.
UNA CAMARERA. CARMEN TEJADA.
OTRA CAMARERA. CARMEN ROMERO.
ANDRÉS. ANTONIO VICO.
EL MAÎTRE. JOSÉ ALBURQUERQUE.
TOMÁS. JULIO SAN JUAN.
UN BOTONES. CARMELO GANDARIAS.
OTRO BOTONES. JOSÉ MARÍA ARENAS.





ArribaAbajoActo I

 

Una gratísima estancia de alegre carácter, suavemente rural, en una residencia o refugio enclavado en el mismo borde de la carretera, a pocos kilómetros de El Escorial. Pequeño hotel de moda para fin de semana o para un día de campo, y en algunas noches como esta, por azar, para algo muchísimo más trascendental. Al fondo, una puerta al pasillo de cuartos. En chaflán, ventanal al campo con postigos y cortinas de bayadera [sic]. La noche -es cerca de la una de la madrugada-, a través de los cristales de la ventana, tiene la transparencia delicada del otoño. El cielo, estrellado, al fin de las sombras. A un lado, entrada a una alcoba; al otro, puerta al cuarto de baño. Chimenea de ladrillos. Una mesa, servida para una cena ligera, con fiambre y «champagne». Un gran sofá, cerca de la chimenea. Teléfono sobre una mesita.

 
 

(Cuando se levanta el telón no hay nadie en escena. Pronto, con gran apresuramiento y sofoco, irrumpe por el fondo UNA CAMARERA con su cofia y su delantal blanco sobre el vestidito azul, como es costumbre en estos establecimientos.)

 

UNA CAMARERA.-  ¡María! ¡María!

OTRA CAMARERA.-   (Dentro, en la alcoba.) ¡Aquí estoy!

UNA CAMARERA.-  Date prisa... ¿Has terminado?

OTRA CAMARERA.-  La alcoba está lista...  

(Entra en escena. Es una muchacha de muy parecida traza a la primera, que viste su mismo uniforme.)

  ¿Qué ocurre?

UNA CAMARERA.-  ¡Que ya han llegado los novios!

OTRA CAMARERA.-  ¡Ay! ¿De veras? ¿Dónde están?

UNA CAMARERA.-  En el coche. Han llegado por carretera en un auto monísimo.  

(Se asoman las dos a la ventana.)

  ¡Míralos!

OTRA CAMARERA.-   (Suspira.) En ocho días es la tercera pareja que viene a este hotel a pasar su noche de bodas...

UNA CAMARERA.-   (Filosóficamente.) Ahí está. Hace dos o tres horas, soltera, como tú y como yo. Y ahora...

OTRA CAMARERA.-   (Suspira.) ¡Ay, sí!

UNA CAMARERA.-  Pues ella no tiene nada de particular.

OTRA CAMARERA.-  ¡Nada!

UNA CAMARERA.-  Él está muy bien...

OTRA CAMARERA.-  ¡Muy bien! Claro que es un poco insignificante.

UNA CAMARERA.-  Es que a mí me gustan así.

OTRA CAMARERA.-  Y a mí.  (Suspira.)  La verdad es que algunas tienen una suerte...

UNA CAMARERA.-  Eso digo yo...

 

(Entra UN BOTONES uniformado, con dos maletas. Cruza desde el fondo a la puerta de la alcoba.)

 

UN BOTONES.-   (Guiña un ojo al pasar.) ¡¡Imponente!!

UNA CAMARERA.-  ¿Quién?

UN BOTONES.-  ¡La novia! Está de miedo.  (Entra en la alcoba con sus maletas.) 

UNA CAMARERA.-  Pero, ¿tú oyes?

 

(Aparece OTRO BOTONES con igual uniforme que el anterior y portador de otras dos maletas.)

 

OTRO BOTONES.-  ¡¡Fijarse bien!!

OTRA CAMARERA.-   (Con enfado.) ¿En quién?

OTRO BOTONES.-  Fijarse en la novia... Me he «mareao». ¡No digo más! (Entra en la alcoba con el equipaje.) 

OTRA CAMARERA.-  ¡Pchs!... Los hombres, ya se sabe. La verdad. La verdad, yo creo que no es para tanto.

 

(El primer Botones, corriendo, cruza la escena y desaparece.)

 

UNA CAMARERA.-   (Sentimental.) ¡Su noche de bodas! Debe ser más emocionante...

OTRA CAMARERA.-  ¡Cuidado!

UNA CAMARERA.-  ¿Qué pasa?

OTRA CAMARERA.-  Que viene el «maître». Y vendrá bueno. En estas ocasiones se pone nerviosísimo. Parece que es él quien se casa...

 

(Entra apresuradamente el MAÎTRE. Las dos muchachas cambian inmediatamente de gestos y actitudes.)

 

MAÎTRE.-  Vamos, vamos... ¿Todo preparado?

UNA CAMARERA.-  Sí, señor.

 

(El segundo Botones sale de la alcoba y desaparece aprisa por el fondo.)

 

MAÎTRE.-  ¿Los fiambres?

UNA CAMARERA.-  Sí, señor... Aquí están.

MAÎTRE.-   (Inspecciona brevemente la mesa servida.) Jamón en dulce, sobrasada, pavo... Demasiado, demasiado. Tanta cena para una noche de bodas no es de buen gusto. Debe servirse un pequeño refrigerio. Es lo correcto.

OTRA CAMARERA.-  Sí... Pero recuerde lo que ocurrió el miércoles con la última pareja que tuvimos: la novia se pasó la noche pidiendo «sandwichs» de jamón.

MAÎTRE.-   (Estremeciéndose.) ¡Qué barbaridad!

UNA CAMARERA.-  ¡Ay! Una servidora, en semejante noche, no podría probar bocado...

MAÎTRE.-  ¡Basta! No diga tonterías una servidora.

UNA CAMARERA.-  Sí, señor.

MAÎTRE.-  Y no se quede ahí pasmada. Arregle esas flores. ¡Aprisa!

UNA CAMARERA.-  Sí, sí, señor.

UN BOTONES.-   (Dentro.)  Por aquí, señora...

MAÎTRE.-   (Conmovidísimo.) ¡Oh! Ya están aquí...

 

(En el fondo aparecen los dos Botones: uno, portador ahora de un neceser, y otro, de una pequeña maleta.)

 

MAÎTRE.-   (Lanzándose a la puerta.) Buenas noches, señora. Buenas noches, señor...

 

(Y en la puerta del fondo, CATALINA y ANDRÉS. Se detienen en el umbral y miran hacia la estancia con cierta tímida curiosidad. CATALINA tiene algo de burla y desenfado en los ojos. Viste un traje sastre con gracioso sombrerito y lleva entre las manos su ramo de flores blancas de novia. Se apoya suavemente en el brazo de ANDRÉS. Este es un hombre de aspecto inofensivo. Una chispa brillante en los ojos es la muestra de su emoción. Los sirvientes -las Camareras y los Botones- se colocan a ambos lados de la puerta.)

 

LAS CAMARERAS.-  ¡Oh!

CATALINA.-   (Sonríe.) Buenas noches.

ANDRÉS.-  Buenas noches...

MAÎTRE.-   (Feliz ante la pareja.) Un gran honor para nosotros, señora. La casa les desea toda clase de felicidades...

CATALINA.-  ¡Gracias! Es usted muy amable. Todos son muy amables...

OTRO BOTONES.-   (Bajo, al salir por el fondo con el primero.)  Lo dicho: es un bombón.

 

(Salen.)

 

UNA CAMARERA.-  Que sea muy feliz la señora.

CATALINA.-   (Sonríe: es auténticamente dichosa.) ¡Gracias! ¡Muchas gracias!

MAÎTRE.-   (Extraordinariamente solícito.) He mandado encender la chimenea... Estas noches de octubre, aquí, a cinco kilómetros de El Escorial, son un poco peligrosas.

CATALINA.-  Todo es muy bonito... Es un sueño. ¿Verdad, Andrés?

ANDRÉS.-  ¡Oh! Sí, sí...  (Bastante turbado por las miradas de las Camareras.)  Ya lo creo. Un sueño.

 

(CATALINA, sonriente y feliz, abre la puerta de la alcoba, mira y entra. UNA CAMARERA la sigue, llevando el neceser. Cuando las dos han desaparecido, la OTRA CAMARERA coge la maleta e intenta seguirlas. Pero ANDRÉS se interpone presuroso.)

 

ANDRÉS.-  ¡Cuidado! ¡Esa maleta es mía!

OTRA CAMARERA.-  Sí, sí, señor...

ANDRÉS.-  ¿Adónde la lleva?

OTRA CAMARERA.-  Al dormitorio de los señores...

ANDRÉS.-   (Enfadadísimo.)  ¡¡De ninguna manera!!

OTRA CAMARERA.-  ¡Señor!

ANDRÉS.-   (Casi ruborizado.) Supongo que no pretenderá usted que yo me cambie de ropa en esa habitación...

OTRA CAMARERA.-   (Asombrada.)  ¡Señor! Yo...

MAÎTRE.-   (Interviene.) ¡Silencio! El equipaje del señor, al cuarto de baño...

ANDRÉS.-   (Más tranquilo.)  Eso es. Muchas gracias... (Y se sienta en una butaca cerca de la chimenea.) 

OTRA CAMARERA.-  Sí, sí, señor.  (Y mirando extrañadísima a ANDRÉS sale con la maleta.)  La verdad es que algunos en estas ocasiones, son más raros...

 

(ANDRÉS intenta inútilmente encender un cigarrillo. El MAÎTRE, sonriente, se acerca y le ofrece la llama de su encendedor.)

 

ANDRÉS.-  ¡Gracias!

MAÎTRE.-   (Gentilmente.) Un poco fatigado, ¿no es cierto, señor?

ANDRÉS.-   (Suspira.) Cansadísimo.

MAÎTRE.-  Se comprende. ¡Oh! Es un día terrible... La ceremonia, el cóctel, los invitados, casi cincuenta kilómetros de carretera para llegar hasta aquí... Atroz. Lo sé perfectamente.

ANDRÉS.-  ¿Es usted casado?

MAÎTRE.-  ¡Oh, no señor! Soltero. Pero desde hace diez años soy el encargado de recibir a las parejitas que deciden pasar aquí su primera noche de matrimonio... Y siempre sucede igual: ellas dan envidia. ¡Son tan felices! Ellos dan lástima... Palabra.

ANDRÉS.-  ¿De veras?

MAÎTRE.-  ¡Oh! Tengo una gran experiencia: diez años en este cargo. Claro que, como soy tan sentimental, lo paso muy bien. Me conmueven tanto estos momentos... Por ejemplo: esta noche estoy tan emocionado como el señor.

ANDRÉS.-   (Extrañado.) ¡Caramba! Se lo agradezco muchísimo...

MAÎTRE.-   (En voz baja, misteriosamente.)  ¿Puedo permitirme dar un consejo al señor?

ANDRÉS.-  Hombre, sí. Estoy un poco desorientado.

MAÎTRE.-   (Sonríe.) Mientras la señora está ausente, tome el señor una copa de «champagne»... Le conviene...  (Y se la prepara.) 

ANDRÉS.-   (Tímidamente.)  ¿Es... la costumbre?

MAÎTRE.-  Es necesario, señor. El señor está muy abatido...

ANDRÉS.-  ¿Se me nota mucho?

MAÎTRE.-   (Le mira, suspira y le ofrece la copa.) Beba el señor.

ANDRÉS.-  Sí... Gracias.

MAÎTRE.-   (Contemplándole severamente.) Claro que hay caballeros que en estos momentos necesitan más de una copa de «champagne». Los pobres... Pero yo creo que el señor no es de esos...

ANDRÉS.-   (Bebe otra vez.) Es usted muy amable.

 

(Entran las dos Camareras, cada una por donde salió.)

 

UNA CAMARERA.-  La señora está servida.

MAÎTRE.-  Perfectamente. Pueden ustedes retirarse...

OTRA CAMARERA.-   (Al salir con la primera.) Ya te contaré... Es más vergonzoso...

UNA CAMARERA.-  ¡Ay! ¿Sí?

 

(Salen. Mientras, ANDRÉS tiene puestos los ojos en la puerta de la alcoba. El MAÎTRE le contempla, suspira y llega a su lado. Y habla solemnemente.)

 

MAÎTRE.-  Buenas noches, señor...

ANDRÉS.-   (Con cierto apuro.) Pero, ¿se marcha usted ya?

MAÎTRE.-  Ha llegado el momento... A todas las señoras, en este instante, les gusta encontrarse a solas con el señor. (Conmovidísimo.)  Deseo a los señores una larga luna de miel y muchos días de felicidad. Y... de verdad, créame el señor. ¡Estoy tan emocionado como el señor!

ANDRÉS.-   (Solícito.) ¿Quiere usted un poco de «champagne»?

MAÎTRE.-  Gracias, señor.  (Va hacia ANDRÉS y le apoya fraternalmente una mano en el hombro.)  ¡Valor!

ANDRÉS.-  ¡Hombre! Le diré.

MAÎTRE.-   (Ya en la puerta.) Ni una palabra. Ya sé que mañana por la mañana los señores no tienen prisa. ¡Como siempre! ¡Buenas noches!

 

(Y sale, cerrando tras sí la puerta del fondo. ANDRÉS, solo, absolutamente solo, mira en derredor y corre hasta la mesita y se sirve muy deprisa una nueva copa de «champagne», que se zambulle de un trago. Se abre la puerta de la alcoba y aparece CATALINA. Se ha despojado de su traje, y viste ahora una bata de noche muy vaporosa. Sin avanzar, se apoya en la pared y mira a ANDRÉS, que está lejos. Uno y otro se contemplan así, sonrientes e inmóviles. ANDRÉS está como fascinado, pero nerviosísimo. CATALINA, femenina y triunfal.)

 

CATALINA.-   (Muy bajo.) ¿Se han ido todos?

ANDRÉS.-  Sí... Creo que sí.  (Decidido.)  Pero si necesitas algo, llamaré.

CATALINA.-   (Casi en un grito.)  ¡No! ¡Eso nunca! ¡Viva la libertad! (Y corriendo y riendo se lanza a sus brazos locamente.) 

ANDRÉS.-   (Trémulo, emocionadísimo, se le quiebra la voz.)  ¡Oh! ¡Catalina, mi Catalina!

CATALINA.-   (Con coquetería: su cabeza en el hombro de él.) ¿Has visto cómo me miraban las camareras? ¡Descaradas!

ANDRÉS.-  ¡Je! Una recién casada siempre llama la atención. Sobre todo en estos momentos...

CATALINA.-   (Con risueña picardía.) ¿Crees que se me nota que me he casado esta tarde a las siete?

ANDRÉS.-   (Sonríe.) Yo creo que sí...

CATALINA.-  No me extraña. Tengo un poco de sofoco y estoy muy cansada. Pero es una fatiga maravillosa, Andrés. ¡Qué feliz soy!

ANDRÉS.-  Catalina...

CATALINA.-  ¡Andrés!  (Le mira a los ojos y sonríe incrédula.) Pero, ¿qué es eso? ¿Lloras?

ANDRÉS.-   (Todo confusión.) Sí... No. No lo sé. No sé lo que me ocurre. Estoy como trastornado. ¡Te quiero mucho, Catalina! Y luego han sido tantas emociones las de hoy. Y esta noche, aquí, solos los dos. Este momento... ¿Comprendes?

CATALINA.-  Pero, querido... Te advierto que la novia soy yo.

ANDRÉS.-  ¡Je! Tienes razón. Me estoy portando de un modo ridículo.  (Inspirado.) Yo creo, Catalina, que lo mejor será...

CATALINA.-   (Alegre.)  ¿Un beso?

ANDRÉS.-  No, no. Lo mejor será que tomemos un bocadillo.

CATALINA.-  ¡Andrés! ¿Eres capaz de comer ahora?

ANDRÉS.-  Tengo un hambre horrible, querida. Esta tarde, en el Palace2, no he probado bocado.

CATALINA.-   (Indignada.)  Está bien. ¡Puedes comer!  

(ANDRÉS se sienta a la mesa. Ella, enfurruñada, se refugia en el ventanal. Una pausa. Desde allí le mira a hurtadillas verdaderamente sorprendida.)

  ¡Andrés!

ANDRÉS.-   (Asustado, sin dejar de comer.)  ¿Qué?

CATALINA.-  ¿Qué luces son esas?

ANDRÉS.-  El Escorial.

CATALINA.-  Me gusta El Escorial. Pero me fastidia el monasterio. Es demasiado grande y no deja sitio para el pueblo...

ANDRÉS.-  Es verdad. No se me había ocurrido.

CATALINA.-  ¡¡Andrés!!

ANDRÉS.-  Catalina...

CATALINA.-  ¿Todavía estás comiendo?

ANDRÉS.-  ¡Je! Dispénsame. Es que estos «sandwichs» de jamón están riquísimos.

CATALINA.-  ¡Oh!

ANDRÉS.-   (Muy solícito.)  ¿Quieres uno?

CATALINA.-  ¡¡No!!  

(Una pausa. Suena el teléfono. Los dos, inmóviles, vuelven los ojos al aparato.)

  ¿Eh?

ANDRÉS.-  El teléfono... Tiene gracia.

CATALINA.-  En este momento no tiene ninguna gracia. Llamarnos ahora es de muy mal gusto.

ANDRÉS.-  Debe ser una equivocación...

CATALINA.-  Quizá. No contestaremos...

 

(Pausa. El teléfono sigue sonando. Los dos le miran fijamente, sin moverse.)

 

ANDRÉS.-  ¡Je! Me parece que no es una equivocación... Debe ser mi primo Germán.

CATALINA.-  ¡Ah!

ANDRÉS.-  Sí... Ya le conoces. Como es tan bromista. Me prometió que nos llamaría de madrugada para preguntarme qué tal... Vamos, para saber si lo estábamos pasando bien. Yo creí que no se atrevería; pero, está visto, es un desahogado.

CATALINA.-  ¡Oh!  (Sonríe.) Contestaré yo. Verás...  (Toma el auricular del teléfono.) Diga... ¡Ah! ¿Eres tú?  (Se vuelve riendo hacia ANDRÉS.)  No es Germán.

ANDRÉS.-  ¿No?

CATALINA.-  Es mi hermana Marisa. Por lo visto, la pobre mamá está nerviosísima. No duerme pensando que nos puede haber ocurrido algún accidente en la carretera...

ANDRÉS.-  ¡Pobre mamá!

CATALINA.-   (Al teléfono.) No, no, Marisa. Estamos perfectamente. No había ningún peligro. Figúrate: conducía yo el coche... Si, sí. No, no... Eso, no ¿Andrés? Está cenando... Como te lo digo.  

(ANDRÉS casi se atraganta.)

  Pues estamos charlando. Sí, sí.  (Ella habla con alguna melancolía.)  No. Todavía no... ¡Palabra!  

(Baja el teléfono, vuelve sus ojos hacia ANDRÉS y le ofrece en silencio los labios. Él se ruboriza, pero se acerca y la besa. Luego, muy de prisa, se sienta otra vez a la mesa. Ella habla por el teléfono.)

  Sí. Ahora sí.  (Ríe.)  ¡Oh, chiquilla!  (De pronto deja el auricular y se encara, indignadísima, con ANDRÉS.)  ¡¡Andrés!! ¡¡No comas más!!

ANDRÉS.-   (Asustado.) ¡Catalina!

CATALINA.-  ¡Me estás poniendo nerviosa! ¡Me estás poniendo en ridículo delante de mi hermana!

ANDRÉS.-  No, no... Ya, ya he terminado.

CATALINA.-  ¡Oh! (Al teléfono.)  No, no es nada. Hablaba con Andrés...  (Sonríe.) Bueno. Es verdad: con mi marido... Claro que soy feliz. Muy feliz.  

(ANDRÉS, que ha comenzado a dar paseos cerca de ella, y que realmente no sabe qué hacer, toma de pronto una resolución y entra rápidamente en el cuarto de baño. Cuando CATALINA, que le sigue con los ojos, se ve sola, cambia su voz y su gesto al hablar por el auricular.)

  Oye, Marisa, escucha. Ahora estoy sola. Oye: resulta que estas cosas no son como creemos nosotras. Quia. Ni muchísimo menos... ¡No! En el automóvil, no. Yo llevaba el volante y él se quedó dormido. Y aquí... (Ríe.)  Aquí... Es gracioso. Pero como tenía tanto apetito... No lo comprendo, está nerviosísimo. Es increíble; un hombre como él, tan acostumbrado. Desde luego, es la primera que se casa. Pero hay tantas noches de amor en su vida. ¡Qué raros son los hombres, Marisa! Andrés es otro. No le reconocerías. Desde esta tarde está trastornado. Ayer, todavía me contaba uno de sus últimos amoríos y nos reíamos los dos. Esta noche parece como si quisiera borrar de pronto todo su pasado... Es extraño...  (Escucha en una pausa más larga.)  ¡Oh! Eso, sí... Sí, Marisa. Descuida. Te contaré todo. Todo, todo, todo... Sí. Adiós, Marisa. Mañana por la noche os llamaremos desde Lisboa. Entra en la alcoba de mamá y dale un beso de los míos. ¡Tírale del pelo! Claro que soy una señora casada, pero no importa.  (Un poco emocionada.)  Que descanses, Marisa. Buenas noches, pequeña...
 

(Cuelga el teléfono, ensimismada. Una pausa. Enciende un cigarrillo muy pensativa. Otra pausa. Sonríe, mira a la puerta del cuarto de baño y vuelve a sonreír. La puerta del cuarto permanece inalterablemente cerrada. CATALINA se impacienta. Su mirada, poco a poco, es casi agresiva. Su impaciencia es cada vez mayor: un pie golpea maquinalmente sobre el suelo. Se levanta, da unos pasos. De pronto se detiene, cambia su gesto de enfado por una sonrisa de adorable feminidad. Mira de nuevo al cuarto de baño, como en un guiño; tira el pitillo y despacio, casi de puntillas, entra en la alcoba y deja la puerta abierta. Durante un breve tiempo la escena está sola. Al cabo se abre la puerta del cuarto de baño y aparece ANDRÉS. Se ha cambiado de ropa, viste una elegantísima bata. Ve, asombrado, que la habitación está sola. Ve asimismo la puerta de la alcoba abierta. Da unos pasos, con la cabeza baja, en actitud de profunda meditación. Muy decidido se dirige a la alcoba, va a entrar... pero, ya casi en el umbral, se detiene y vuelve muy deprisa y se deja caer en un sillón cerca del ventanal. Suspira y piensa. Abre una hoja del ventanal y respira el aroma de la noche. Una pausa corta. Por la puerta de la alcoba, entreabierta, asoma la cabeza de CATALINA, que verdaderamente estupefacta, ve cómo ANDRÉS contempla tranquilamente el paisaje. Entra. Y casi de puntillas llega a él y se acomoda a su lado en el ventanal.)

 

CATALINA.-  ¿Sabes que has tenido un verdadero acierto al elegir este hotel para nuestra noche de bodas? Es muy bonito todo esto. Y luego, cómo huele a campo. ¡Qué delicia! Y el jardín es precioso: apenas tiene flores, pero los pinos son tan verdes... Mañana, si hace sol, quiero que desayunemos en el jardín, debajo del porche...  (Silencio. Ella sonríe.)  ¡Andrés!

ANDRÉS.-   (Azorado.)  ¿Qué?

CATALINA.-  ¿Conocías tú este refugio? ¿Estuviste aquí otras veces?

ANDRÉS.-  Sí... Pero apenas. Pasé en este hotel un día del invierno pasado con unos amigos. Nada.

CATALINA.-   (Con mucha picardía.) ¡Huy, huy, huy!

ANDRÉS.-  ¿Te ríes?

CATALINA.-  Tendría gracia que en este mismo sitio, en estas mismas habitaciones, hubieras vivido alguna de tus aventuras...

ANDRÉS.-   (Estremeciéndose.) ¡Catalina! ¿Estás loca? No te hubiera traído aquí jamás...

CATALINA.-  Pero, tonto, no te enfades. Después de todo, no tendría nada de particular. Ya sabes que yo soy una mujer muy comprensiva y muy moderna. Y reconozcamos que esta casita, en medio del campo, a cincuenta kilómetros de Madrid, tiene gracia, tiene eso que vosotros llamáis ambiente...  (Se sienta graciosamente en un brazo del butacón de ANDRÉS.)  Dime la verdad. Conozco la larguísima historia de tus amoríos, porque tú mismo me la has contado... (Sonríe.)  ¿Viniste aquí con aquella Gisèle alguna noche?

ANDRÉS.-   (Sonrojado.)  ¡Oh, no! ¡Te lo juro!

CATALINA.-  ¿Y con Lydia Valdés?

ANDRÉS.-  No, no...

CATALINA.-  ¿Y con la «madame» que conociste en Nápoles?

ANDRÉS.-  ¡No! ¡Por Dios!

CATALINA.-  ¿Y con la florista de «Troika»3?

ANDRÉS.-   (Desesperado.) ¡No, no, no! Nadie, ninguna... Tú, tú eres la primera mujer que entra conmigo en estas habitaciones. ¡Lo juro!

CATALINA.-  Es una lástima.

ANDRÉS.-   (Boquiabierto.) ¿Qué dices?

CATALINA.-  Lo que pienso...  (Se pone en pie y pasea suavemente por la estancia.)  En esta primera noche de nuestro matrimonio me hubiera gustado encontrarme entre las huellas de todos tus amores pasados. Quisiera verme rodeada de los fantasmas de esas mujeres para decirles una a una: «Buenas noches, "mademoiselle" Gisèle... ¡Hola, Lydia! ¿Cómo estás, querida? "Au revoir madame". ¿Con que eres tú la muchacha que vende flores a la puerta de "Troika"? Mírala: con esos ojos de inocente... Pues aquí me tienen ustedes. Soy la señora de Andrés Torner. Sí, sí, yo... Catalina. La boda ha resultado preciosa: automóviles, flores, regalos, el todo Madrid... La marcha nupcial de Mendelssohn a gran orquesta4. De manera, queridas amigas, que os he vencido a todas: vosotras, una a una, habéis sido la aventura. Yo soy para siempre. ¡Soy la eternidad! Lo que importa para una mujer cuando llega a la vida de un hombre no es pasar, sino quedarse. Pasar, pasa cualquiera, pero quedarse es más difícil. Yo soy de las que se quedan. Yo, Catalina, soy la única mujer que ha sabido conquistar definitivamente a nuestro Don Juan...»

ANDRÉS.-   (Contrariado.)  Catalina, yo no soy un Don Juan.

CATALINA.-  ¡Sí lo eres!

ANDRÉS.-  Te digo que no.

CATALINA.-  Lo eres...

ANDRÉS.-  Si te empeñas...

CATALINA.-  Eres el tipo de Don Juan más peligroso. ¡El que no lo parece!  (Mirándole cariñosa de arriba abajo.) Porque, realmente, tienes un aspecto insignificante.

ANDRÉS.-   (Ofendido.) Mujer, no tanto.

CATALINA.-  ¡Completamente insignificante! A primera vista casi, casi pareces un infeliz...

ANDRÉS.-   (Sonríe.) Un infeliz. Eso, sí, sí. Di, Catalina... ¿Te gustaría que yo fuera un infeliz?

CATALINA.-   (Riendo.) ¡Ah! No lo sé.

ANDRÉS.-  ¡Oh!

CATALINA.-  No, no lo sé... Cuando te conocí y me enamoré eras un sinvergüenza.

ANDRÉS.-  ¡Catalina! Te juro que soy una persona decente.

CATALINA.-  Un sinvergüenza. Un hombre que no es guapo, que no tiene figura, un hombre insignificante..., que tiene un secreto. Sí, un secreto, una seducción misteriosa con la que conquista a toda clase de mujeres. La verdad, Andrés. No sé si me enamoré de ti o de tu secreto...

ANDRÉS.-  Pero eso es terrible, Catalina. ¡No sabes lo que dices!

CATALINA.-  Andrés... Recuerda el día que nos conocimos.

ANDRÉS.-   (Rememora con ilusión.) ¡Oh! Una mañana, hace dos meses justos, en un bar americano... Estabas sentada a la barra, con tu hermana Marisa. Hacíais un grupo perfecto. Marisa, rubia; tú, morena. Marisa, tan callada; tú, tan alegre. Yo, cerca de vosotras, tomaba el aperitivo con mi primo Germán, que era amigo vuestro. ¿Te acuerdas? Pedí a Germán que me presentara a ti... Nos acercamos. Os invité. Tú pediste un «whisky», y yo una gaseosa.

CATALINA.-  Lo normal... Así pasa siempre. Pero lo cierto es que en aquel momento yo me estaba burlando de ti...

ANDRÉS.-   (Con un eco de angustia en la voz.) ¿Es cierto? ¿Te burlabas de mí, Catalina?

CATALINA.-  Sí; ahora ya te lo puedo decir... Empezaste a interesarme al día siguiente, cuando tu primo Germán me contó de ti unas cosas espantosas. Unos amoríos de escándalo. Después... la gente coincidía con los informes de Germán. Todas mis amigas, una a una, comenzaron a enamorarse de ti... Y ya no me burlé, ni muchísimo menos. Resultaba que tú eras un hombre tremendo.

ANDRÉS.-   (Aterrado.)  ¡Yo un hombre tremendo!

CATALINA.-  Un hombre irresistible. Y ya ves, me enamoré de ti con toda mi alma. Luego, tú mismo, durante los dos meses de nuestro noviazgo, me has contado todos los días un par de amores pasados. ¡Si supieras cuánto te he agradecido esa sinceridad! Todavía ayer me contaste lo de la manicura de la peluquería. (Transición.)  La muy...

ANDRÉS.-   (La interrumpe, asustado.)  ¡Catalina!

CATALINA.-  Supongo que todavía tendrás algo más que decirme, porque como nuestras relaciones han sido tan cortas...

ANDRÉS.-   (Modestamente.) ¡Pchs! Quedan algunas aventurillas sin importancia... Pequeñeces... ¡Nada!

CATALINA.-   (Le mira y sonríe.)  Andrés... ¿Cuándo vas a empezar a engañarme?

ANDRÉS.-  ¿Yo? ¡No te engañaré nunca, Catalina!

CATALINA.-   (Superior.)  No digas tonterías.

ANDRÉS.-   (Apasionado.)  Te lo he jurado. ¡Te lo juro!

CATALINA.-  Y dale... Yo sé que un día me engañarás. Un hombre como tú no puede ser fiel eternamente. Mira, Andrés: yo soy muy moderna, ¿sabes? Una mujer como yo puede permitirse el lujo de ser sincera... ¿Entiendes? Si un día me engañas, no es que me alegre, naturalmente, pero no te pongas demasiado colorado. La fidelidad en las mujeres es un encanto más. En los hombres es casi un defecto...

ANDRÉS.-   (Aterrado.)  ¡Catalina!

CATALINA.-  Sí, sí, sí... Yo sé lo que digo.  (Casi romántica, con una adorable frivolidad.)  Hay algo más maravilloso que querer a un hombre. Y es que nos quiera un hombre que vuelva locas a las demás. En el fondo, a muy pocas mujeres inteligentes les disgusta que su marido las engañe un poco de cuando en cuanto. Escandalizan porque es lo correcto..., pero te aseguro que es magnífico saber que una es la dueña del sueño de otras mujeres. Es un placer extraordinario... Pero no está al alcance de cualquier mujer. (Sonríe.)  Si doña Juana la Loca se hubiera enterado a tiempo de estas cosas, no habría hecho la pobre tantas tonterías...5

ANDRÉS.-   (Que la ha oído estupefacto.) ¡Calla! ¡No sabes lo que dices, Catalina! Da frío oírte. ¿Quieres decir que yo debo engañarte?

CATALINA.-   (Sonríe.)  Te diré. No he dicho eso precisamente. Yo solo quiero que sigas siendo el hombre de quien me he enamorado. El único hombre con quien puedo ser feliz... ¿No comprendes?

ANDRÉS.-  ¡Calla! ¡Qué horror!

CATALINA.-   (Absorta.) ¡Andrés!

ANDRÉS.-  Entonces... ¡Estoy perdido!

CATALINA.-  ¿Que estás perdido?

ANDRÉS.-  ¡Claro!  (Desconsolado.) Tendré que flirtear: me veré obligado a conquistar a otras mujeres... ¡Es espantoso!

CATALINA.-  ¿Por qué?

ANDRÉS.-  Porque no sé hacerlo... (Y abatido, deshecho, se deja caer en un sillón, con la cara tapada entre las manos. Un sollozo sordo.) 

CATALINA.-  ¡Andrés! ¿Qué dices?

ANDRÉS.-  Que no sé, Catalina, que no sé... No sé flirtear, no sé hacer el amor... ¡No sé!  (Casi llorando.)  ¡Soy un desdichado!

CATALINA.-  ¿Eh? ¿Que tú eres un desdichado? (Se arroja de rodillas a los pies de Andrés e intenta verle la cara.)  ¿Qué dices?

ANDRÉS.-  ¡La verdad! La única verdad... Yo no soy un Don Juan. Yo no soy un conquistador. ¡Todo es mentira! ¡Todo! Mi fama, mis conquistas, mi secreto. ¡Todo! ¡Todo! Yo no soy más que un pobre hombre...

CATALINA.-  ¡Un pobre hombre! ¡Tú!

ANDRÉS.-  Un pobre hombre, sí... Un desgraciado. Ya lo sabes todo. No podía más, Catalina, no podía más. ¡Perdóname mi engaño!

CATALINA.-  Oye, oye, oye... ¿Qué quiere decir esto? Entonces, si todo es falso, ¿quién ha inventado la historia de tus amores?

ANDRÉS.-   (Sonrojadísimo.) Yo.

CATALINA.-   (Del estupor queda sentada en el suelo, sobre la alfombra.) ¡Tú! ¡Tú mismo!

ANDRÉS.-  Sí.

CATALINA.-  Es fabuloso...

ANDRÉS.-  Sí, Catalina. Soy un embustero enorme. Ya lo sé... Pero todo lo hice por ti. Escúchame... Tú sabes muy poco de mí, Catalina. Apenas hace dos meses que me conoces. Unos días antes acababa yo de llegar a Madrid de mi vieja casa de Burgos. No te he hablado nunca de los primeros años de mi vida: de aquel niño rico y huérfano que vivió mucho tiempo en el internado de un colegio de provincias, sin más ternura que la triste ternura que cabe en las cartas lejanas de un tutor... Aquel niño solitario enfermaba de soledad y de melancolía. Solo era feliz a la noche, con los ojos cerrados, en sus sueños... Después, ya adolescente, fue peor todavía: encerrado en la vieja casa de Burgos entre criados viejos y malhumorados... Y así, día tras día, fue creándose en mí este hombre tímido que ahora soy y que no puedo dejar de ser. He vivido muchos años sin más compañía que mis libros y mi imaginación. Solo, atrozmente solo. Un día me dio miedo tanta soledad, me asustó mi vida estéril e inútil y me fui a Madrid. Tenía un ansia infinita de amar y de vivir. A los pocos días, mi primo Germán nos presentó en aquel bar...; yo me enamoré de ti como un loco, como un pobre loco. Estabas tan bonita aquella mañana... ¡Había tanta alegría en esos ojos tuyos! Y decidí conquistarte... Pero era muy difícil. Tú eras una mujer moderna, nada vulgar. ¡Y tienes tanta imaginación! Si me hubiera presentado a ti como soy, tan insignificante, te hubieras burlado de mí. Yo tenía que ofrecerte algo excepcional... Por lo menos, una leyenda; eso es, una leyenda de hombre extraordinario... Y tenía que ser otro hombre. Y eso hice. Me inventé a mí mismo. Le conté a Germán una larga serie de episodios amorosos que solo habían existido en mi imaginación. Como Germán es tan charlatán, los propaló por todas partes, aumentados... Y ya puedes figurarte. En Madrid, la fama de sinvergüenza la consigue uno en un par de días y ya le dura toda la vida. Al poco tiempo, la gente ya no tenía bastante con lo que se decía de mí y me achacaban todos los escándalos amorosos que ocurrían. Pero al mismo tiempo comencé a interesarte. Ya era lo que vosotras llamáis un hombre interesante. Como verás, es facilísimo... No me explico cómo no lo son todos.  (Con otra voz. Por primera vez vuelve los ojos a CATALINA, que le mira atónita.)  Todo lo hice por ti, Catalina. Te quiero locamente. Hace unos momentos, mientras te oía, yo hubiera querido ser realmente ese hombre que te he hecho creer que soy, para que estuvieras orgullosa de mí. Lo he intentado...  (Avergonzado.)  Pero no sirvo. En Burgos, cuando al atardecer, intentaba seguir los pasos de alguna muchacha, me entraba un sofoco... Parecía que me seguía ella a mí. Y nada.  (Baja la cabeza.)  Por eso temblaba como un chiquillo cuando hemos entrado en estas habitaciones. Y ahora, solos entre estas cuatro paredes, en nuestra noche de bodas, ante la verdad de nuestro amor, ahora que ya eres mía, no puedo engañarte... No tengo fuerzas para seguir mintiendo. Ya lo sabes todo, Catalina, ya lo sabes. ¡No soy más que un pobre hombre que está loco por ti!

CATALINA.-   (Después de un pequeño silencio, casi sin atreverse.)  Pero ¡si no puedo creerlo! ¿Todo es mentira?

ANDRÉS.-   (Con humildad.) Todo.

CATALINA.-  ¿Lo de Gisèle?

ANDRÉS.-  ¡Gisèle no existe! ¡Pobrecita Gisèle!

CATALINA.-  ¿Lo de Lydia Valdés?

ANDRÉS.-  Calla, por Dios. Lo de Lydia lo inventó Germán para despistar, porque el verdadero amante de Lydia es él.

CATALINA.-  ¿Y los anónimos que yo he recibido denunciándome tus fechorías?

ANDRÉS.-  Los escribía yo mismo. Para escribir tengo mucha facilidad...

CATALINA.-   (Atónita.) ¡Es admirable! Pero, ¿no hubo ni una sola mujer en tu vida?

ANDRÉS.-   (Avergonzado.) No, ninguna.  (Sonríe.) Es decir, una: María Luisa.

CATALINA.-  ¿Quién era?

ANDRÉS.-  No la conocí jamás...

CATALINA.-  ¡Otra mentira!

ANDRÉS.-  No. Es la única verdad. Y es un sueño. María Luisa es un sueño. Desde niño, en mis noches de colegial, he imaginado a mi manera la felicidad y el amor. En el fondo de mis sueños aparecía siempre la imagen de una mujer. Más tarde, cuando me convertí en un hombre, en mi soledad imaginaba también la llegada milagrosa de una mujer que me esperaba para ser mía. En todos los sueños era la misma. Y me acostumbré a llamarla María Luisa. Yo estaba bien seguro de que un día la encontraría. Cuando te encontré a ti aquella mañana estaba seguro de que María Luisa eras tú...

CATALINA.-   (Con los ojos fijos en él.) ¡Mírame, Andrés!

ANDRÉS.-  ¡Catalina!

CATALINA.-  ¿Nunca has besado a una mujer?

ANDRÉS.-  Nunca... Bueno, en realidad... Una vez. ¡Je! En el tren... Yo iba hacia Burgos. A mi lado se sentó una señora de Vitoria que no hacía más que mirarme. De pronto, se apagó la luz en el departamento y, ¡zas!, la señora se aprovechó y me dio un beso... Fue un atropello.

CATALINA.-   (Bajísimo. Aterrada.) Entonces... ¿yo soy la primera?

ANDRÉS.-   (Sonríe, con vergüenza.) Sí... La primera.

CATALINA.-  ¡Ah, no! Entonces, no.

ANDRÉS.-  ¡Catalina!

CATALINA.-  Que no.  (Comienza a pasear, excitándose a medida que habla.)  ¡Que no! ¡Me niego! Resulta que yo, Catalina, me he casado con un pobre hombre...

ANDRÉS.-   (Casi con dignidad.) Con un hombre decentísimo.

CATALINA.-  ¡Me he casado con un infeliz!

ANDRÉS.-   (Desesperado.)  Mira: eso, sí. Un infeliz, sí soy. ¡Si pudiera dejar de serlo! ¡Si pudiera llegar a ser un golfo!

CATALINA.-   (Encarándose con él, enfurecida.)  Pero entonces ¡me ha timado usted!

ANDRÉS.-  ¡Catalina!

CATALINA.-  Sí, sí. ¡Esto es un timo! ¿Con quién me he casado yo?

ANDRÉS.-   (Empequeñecido.)  Catalina, por Dios... Te has casado conmigo.

CATALINA.-  ¡Mentira! No sé quién es usted. ¡A usted le acabo de conocer! Yo me he casado con el otro, con el que usted me hizo creer que era...

ANDRÉS.-  Catalina, no me llames de usted, que soy tu marido...

CATALINA.-   (Prosigue en sus paseos.)  No, no, no... Usted no es mi marido. Usted no es el hombre extraordinario con quien yo creí que me casaba esta tarde en la iglesia de San Ginés6. ¡Usted es un impostor! ¡Usted es un farsante!

ANDRÉS.-  ¡Oh, Catalina! Calla, calla, por piedad...

CATALINA.-   (En el colmo de la indignación y de la amargura.)  ¡Me hizo creer que acababa de llegar de París, y venía de Burgos7!

ANDRÉS.-  ¡Ya sabía yo que lo que menos me perdonaría era lo de Burgos!

CATALINA.-  ¡Cállese! ¡No quiero oírle!

ANDRÉS.-  ¡Oh!

 

(CATALINA se deja caer en un sillón y, como fin de su crisis nerviosa, rompe en silenciosos sollozos. ANDRÉS, muy lejos, se derrumba en otro sillón.)

 

CATALINA.-  De manera que me ha engañado durante dos meses, día a día. Se ha burlado de mí como si fuese una chiquilla o una aldeana... ¡Yo, Catalina, una de las mujeres más exigentes de todo Madrid, la que ha desdeñado a tantísimos hombres, engañada por uno de Burgos! ¡Y yo creyendo que me llevaba una joya! (Furiosísima.)  Con que la conquista de Gisèle fue la más difícil de todas, ¿eh?; con que se le rindió una noche de verano en el Parque del Oeste8. ¡Y no existe Gisèle! ¡Y lo más probable es que no exista el Parque del Oeste!

ANDRÉS.-  Mujer... El parque, sí.

CATALINA.-  Cuando pienso que me seducía de él todo lo que era mentira. Yo le escuchaba fascinada, loca de alegría, creyendo que era mío el príncipe, el héroe, el Don Juan con quien soñaba de muchacha... ¡Contaba sus aventuras con tanta modestia!

ANDRÉS.-  No era modestia. Es que me daba vergüenza mentir tanto...

CATALINA.-  Ahora ya sé lo que me espera. Se reirá de mí todo el mundo. Mis amigas, naturalmente... ¡Oh! Yo era una mujer que sólo podía enamorarse de lo extraordinario. Me horrorizaba un hogar vulgar, con un hombre vulgar. Eso, jamás; eso, nunca, nunca... Antes, soltera para siempre. ¡Y ahora quedaré en ridículo ante todos; se burlará de mí todo Madrid! Parece que ya los oigo: «¿No sabe usted? Catalina se ha casado con un muchacho de provincias... Un hombre insignificante. No es lo que decían. ¡Pobre Catalina!» ¡¡No!! ¡Eso, jamás! ¡Eso, nunca!

ANDRÉS.-  ¡Oh! ¡Oh!  

(Una pausa larga, muy larga. Él la observa, angustiado. Ella se pone bruscamente en pie. ANDRÉS, también.)

  Catalina, ¿qué piensas?

CATALINA.-   (Con otra voz, como después de una reflexión.)  Déjame... No me toques.

ANDRÉS.-  Catalina.

CATALINA.-  No te acerques...  (Marcha lentamente hacia la puerta de la alcoba.)  Es tarde y estoy muy cansada.

ANDRÉS.-  Catalina...

CATALINA.-   (Ya en el umbral de la puerta, se vuelve rápida y corta el paso a ANDRÉS, que la seguía disponiéndose a entrar tras ella.) No... Eso, no.

ANDRÉS.-   (Inmovilizado.) ¡Catalina!

CATALINA.-  No, no...  (Mirando al suelo.)  Voy a pasar la noche sola...

ANDRÉS.-  ¿Qué dices?

CATALINA.-  Compréndelo... Yo quería a un hombre y resulta que me he casado con otro. Con un desconocido... Sí, sí. Con un desconocido, al que tú mismo me acabas de presentar. Y, claro, mi noche de bodas con un desconocido sería completamente inmoral. Yo soy una mujer decente, Andrés...

ANDRÉS.-  ¿Qué estás diciendo? ¿Te has vuelto loca? Ese hombre lo inventé para ganarte... Soy yo mismo. ¡Yo, Catalina!

CATALINA.-  ¡Oh, no! Pobre Andrés... Tú ya no eres nadie. Yo amaba al hombre que tú me hiciste creer que eras. Un hombre fabuloso. Le quería con todas mis fuerzas, hasta con la fuerza del orgullo, que es la mayor de todas... Tú, ahora, le has hecho desaparecer. Ya no eres él. Ya no te quiero, Andrés.

ANDRÉS.-  ¿Estás loca?

CATALINA.-  Comprenderás que te acabo de conocer tal como eres, y no puedo enamorarme de ti en diez minutos. Es una pena. ¡Hubiera sido tan dichosa con aquel hombre! Nuestro matrimonio hubiera sido una larga aventura, muy alegre y muy bonita, que hubiera durado toda la vida...

ANDRÉS.-    (Con la voz velada.) Yo te ofrezco todo lo que tengo: mi soledad, mis sueños, mi amor. ¡Todo mi corazón!

CATALINA.-   (Sonríe.) No es demasiado. El corazón lo ofrecen casi todos los hombres que no pueden ofrecer otra cosa.

ANDRÉS.-  ¡Catalina! Vas a volverme loco... ¡Yo soy tu marido!

CATALINA.-  No. Serás mi marido cuando yo me enamore de ti...  (Y se seca una lágrima.) 

ANDRÉS.-  ¿Por qué lloras?

CATALINA.-  Por el otro...  (De pronto.) ¡Buenas noches!

 

(Entra y cierra rápidamente la puerta tras ella. Se oye el ruido de la llave al girar en la cerradura. ANDRÉS da un paso, va a golpear con furia en la puerta, pero se contiene.)

 

ANDRÉS.-  ¡Catalina! Yo te quiero... Yo... Catalina.  

(Casi con lágrimas, Retrocede. Da unos pasos por la estancia. Se ve irremediablemente solo y algo le tiembla en la garganta. Suena de pronto el timbre del teléfono. ANDRÉS toma el auricular de un modo maquinal.)

  ¿Eh? ¿Quién? ¿Quién? ¡Ah! ¡Eres tú, Germán! ¡Querido Germán! Yo, Andrés, claro. Ya..., ya, ya... Sí, todo maravilloso... Todo. Catalina es una delicia. Sí, chico, sí. Está loca por mí.  (Sonríe modestamente.)  No, hombre, no tanto; que se me dan bien las mujeres, nada más. Bueno; pues, si te empeñas, sí, tienes razón. Soy eso que tú dices: un Don Juan fantástico, un hombre imponente. ¡Sí, Germán! Claro que sí... Soy feliz. ¡Muy feliz!  (Se le cae el auricular de las manos, que rueda hasta el suelo. Solloza como un niño.)  Muy feliz, muy feliz, muy feliz...

 
 
TELÓN
 
 

Indice Siguiente