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El asesinato simbólico en cuatro piezas dramáticas hispanoamericanas

Daniel Zalacaín





Los dramaturgos modernos han moldeado dramáticamente la deformación que envuelve la violencia para mostrar de una manera concreta que la norma por la que se mide tal natural estado, situación o modo -i. e., los convencionalismos impuestos por la sociedad- exhibe asimismo signos grotescos que van contra la naturaleza del hombre y que necesitan ser corregidos. Con esos fines, se sigue el concepto revolucionario de destruir, con la esperanza de que después se vuelva a reconstruir, siempre anticipando un futuro lógico mejor. En el drama, se destruye la lengua convencional, el proceso argumental cronológico y racional y la ilusión verista; se violenta la realidad creando infrarrealidades; el personaje deja de ser heroico y se reduce a antihéroe grotesco, anónimo, mudo, víctima y marginado de la sociedad, es decir, se le deshumaniza para convertirlo en títere irrisorio. Al mismo tiempo, los personajes mismos se martirizan unos a otros a través de fuertes ataques tanto físicos como verbales, y se trata de violentar al público para que reaccione de manera violenta ante cómo son verdaderamente las cosas por medio de discursos dirigidos a ellos y de provocativas escenas proyectadas en pantallas. En fin, es un teatro en rebelión total en el que la violencia desplaza a todos los espacios y dimensiones dramáticos. La violencia es transmitida y receptada desde múltiples ángulos, formando simultáneamente una red de signos y de significantes que sostienen la trabazón teatral.

La violencia ha llegado a ser un elemento estructural complejo y esencial en el drama moderno. Martin Esslin se ha encargado de señalar tal complejidad identificando cinco rectas de violencia en el teatro contemporáneo: 1) entre los personajes dentro del drama; 2) del autor o el director hacia los personajes; 3) del escenario hacia el público; 4) del público hacia los personajes en el escenario; y, 5) del autor hacia el público1. En este trabajo nos concentraremos en la primera de las rectas de violencia que señala Esslin, entre los personajes del drama, para destacar un aspecto central de la violencia en el drama moderno: el asesinato simbólico, representado en cuatro piezas hispanoamericanas: El cepillo de dientes (1961, 1966), La noche de los asesinos (1964), Dos viejos pánicos (1968) y Segundo asalto (1969).

Los dramaturgos emplean el asesinato simbólico como recurso para exteriorizar al máximo estados interiores de angustia, represión, desesperación y frustración. Para el personaje, le sirve de forma de liberación y de exorcismo, de medio para alcanzar la libertad individual. En cierto sentido, los dramaturgos siguen el concepto de crueldad según lo define Antonin Artaud, es decir, crueldad en un plano mental. Indica Artaud: «La crueldad significa rigor, intención y decisión implacables, determinación irreversible y absoluta... La crueldad no es sinónimo de derramamiento de sangre, carne martirizada, enemigos crucificados»2.

Para él, el teatro debe penetrar hasta las entrañas del hombre mediante el exorcismo de la escena, «en el cual su gusto por el crimen, sus obsesiones eróticas, su salvajismo, sus quimeras, su sentido utópico de la vida y de la materia, hasta su canibalismo, fluyan, no en un nivel falso e ilusorio, sino interior»3. Estructuralmente, el asesinato tiene lugar durante los desdoblamientos de realidades que ocurren dentro del drama mismo. Las infraestructuras que presenta el drama moderno hace posible que el asesinato no cobre rigor melodramático ni sangriento, sino que forme parte del juego metateatral que ejecutan los personajes en su afán de escape y liberación de la realidad. Lo que se espera por esto es romper la ilusión verista y hacer del público siempre un observador especulativo y no un participante, es decir, establecer el distanciamiento emocional -Verfremdungseffekt como lo denominó Brecht- necesario para que el público pueda asimilar intelectualmente el mensaje que se desprende de la violencia dramatizada.

La violencia en el drama hispanoamericano moderno es motivada principalmente por el miedo, no el miedo a la muerte sino a la vida. Los personajes sienten miedo de confrontar su terrible realidad, miedo de no poder comunicarse y, sobre todo, miedo por su soledad. Esta es la condición en que Jorge Díaz presenta a los protagonistas de El cepillo de dientes, Él y Ella, quienes, para substituir la monotonía de su diario vivir, realizan juegos absurdos que llegan a adquirir, dada la repetición, carácter ritual. Su vida es cerrada y concéntrica, y de la misma manera que un tiovivo, gira y gira sobre su propio eje, en un movimiento estático, circular, atemporal: sin salida. Mientras discuten durante el desayuno, les es imposible establecer comunicación dialéctica. Su discusión culmina cuando El se entera que Ella ha usado su cepillo de dientes -último símbolo de su individualidad- para limpiar sus zapatos blancos. El único refugio que le quedaba, el cuarto de baño, había sido violado por el hurto de su cepillo de dientes. Lleno de cólera, la «estrangula» con la correa de su radio de transistores y, tomándola por las axilas, la arrastra hacia el dormitorio. Regresa silbando un tango, se cambia la corbata por una negra, de luto, y lee del periódico, en alta voz, la noticia del estrangulamiento de una mujer. La noticia es un recuento paralelo al «crimen» cometido por Él; además, adelanta la entrada al próximo día de Antona, la criada.

El acto segundo comienza con la entrada de Antona (es Ella, sólo que lleva un vestido barato, peluca y pendientes), que viene a hacer la limpieza de la casa. Él trata de seducirla, pero ella se niega. Antona, eventualmente, entra en el dormitorio y «encuentra» el cadáver de Ella. La escena concluye en una grotesca y violenta pantomima paródica del acto sexual, acompañada de una música distorsionada que acentúa la «incomunicación física». «Esta especie de absurda lucha amorosa frustrada lleva una progresión que culminará con la destrucción de objetos. Jarrones, sillas, cuadros caen al suelo». También «algún muro de la habitación caerá hacia atrás»4. Después de hacer el amor, Antona vuelve a asumir el papel de Ella y, otra vez, discuten, en esta ocasión sobre el nombre de su perfume. Frenética, Ella toma un tenedor, se lo entierra a Él en el vientre, y lo arrastra hacia el dormitorio. La rutina de su juego comienza de nuevo, pero ahora con los papeles inversos.

Él y Ella son personajes grotescos que constantemente viven distorsionando y violentando la realidad mediante juegos escapistas, en un intento por recuperar la identidad perdida. Por medio de sus diarios juegos absurdos procuran evadir la confrontación y liberarse de su terrible realidad, que les produce miedo. Ellos han sido deformados por la misma realidad que tratan de escapar, es decir, son reflejos de una realidad que en sí es grotesca. Como observa Wolfgang Kayser, lo grotesco «es fundamentalmente la expresión de nuestro fracaso en orientarnos en el universo físico... Lo grotesco es un juego con lo absurdo»5. Al hombre, confrontado con la desilusión de su Weltanschauung, le invade el miedo, miedo por no poder comunicarse y por su soledad:

ELLA.-    (En la oscuridad y con voz susurrante.)  Dame la mano. Tengo miedo.

ÉL.-    (Con la misma voz.) Es imposible. No te veo. ¿Dónde estás?

ELLA.-  Muy cerca tuyo.

ÉL.-  Es lo mismo que si no estuvieras.


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Es evidente en la cita que, aunque se hallan juntos físicamente, están separados por sendas barreras de tiniebla y de incomunicación. Ante esta terrible realidad, su reacción no puede ser otra que violenta, en un esfuerzo por buscar seguridad en lo inseguro y falso. Porque como sostiene Kayser: «Sobre y más allá de la ridiculez sugerida por lo absurdo y la distorsión, lo grotesco inspira un miedo que nace del súbito reconocimiento de que la posición del hombre es precaria»6.

En La noche de los asesinos, José Triana presenta, haciendo uso de la técnica del absurdo y del teatro dentro del teatro, el conflicto generacional existente en las relaciones entre padre e hijo. Ocupa el padre en este caso el puesto del opresor y el hijo el del oprimido. La reacción del hijo (el oprimido) es de rebelión, de violencia; es la de asesinar.

En la pieza, tres hermanos, Lalo, Cuca y Beba, encerrados en un sótano o desván de su casa, se entregan, una vez más, a una especie de ritual en el que discuten y ejecutan un simulacro de asesinato de sus padres, motivados por el odio, la incomprensión y la violencia de que son objeto por parte de ellos. Lalo, en un acto de rebeldía, los acuchilla simbólicamente y luego es castigado y torturado, también simbólicamente, por la sociedad, sus jueces y policías (representados por sus hermanas). Termina la obra de manera abierta, aunque se implica la repetición del ritual, ahora a cargo de una de sus hermanas. Toda la obra se plantea como un juego que gira en torno a esa posibilidad de asesinato, o como lo explica Julio Ortega, «[...] de exorcismo patético, de misa negra de la rebelión»7.

Lalo, dentro de su frustración, termina por estallar violentamente en contra de todo tipo de valores establecidos, todo lo que considera «lógico». Es la sociedad supra-racional en que vive Lalo la que lo aplasta y no le permite llegar a realizarse, por eso su rebelión contra el orden. Le dice a su hermana Cuca:

LALO.-  [...] En esta casa el cenicero debe estar encima de una silla y el florero en el suelo.

CUCA.-  ¿Y las sillas?

LALO.-  Encima de las mesas.

CUCA.-  ¿Y nosotros?

LALO.-  Flotamos, con los pies hacia arriba y la cabeza hacia abajo8.


Así como en la obra de Díaz, el miedo aquí es también un elemento importante. Lalo es de la opinión que para vivir hay que olvidarse de su existencia. Es el miedo el que, en parte, les hace crear esa otra realidad mediante el juego, realidad que es el espejo de sus conciencias.

El juego a la muerte se presenta aquí, de igual forma que en las demás piezas incluidas en este trabajo, como un acto ritual dentro del role playing, en el que la realidad se revela ilusoria, como parte de una obsesión o de un sueño, que se repite infinitamente. Se encuentra de nuevo la yuxtaposición de realidad y fantasía, en que la realidad es un objetivo inasequible e inalcanzable y que en la obra Lalo trata sin éxito de aprehender jugando su danza de la muerte. Por medio del asesinato, espera escapar de su soledad y de su estado enajenado y marginado. Sin embargo, puesto que todo es falso y producto de la imaginación, el y sus dos hermanas tienen que jugar continuamente para poder mantener el mito, ya que es sólo a través de la fantasía que les es posible continuar viviendo. Al final de la obra, en vez de ellos romper de una vez y para siempre esa repetición que constituye un laberinto de espejos que distorsiona grotescamente su realidad, terminan añadiéndole otro espejo más al juego de la muerte al una de las hermanas iniciar otra vez el juego que volverá a repetir el mismo patrón ritual. Esta repetición simbólica del asesinato suplementa la comunicación verbal con el auditorio, logrando el tipo de lenguaje calificado por Artaud como «[...] equidistante entre el gesto y el pensamiento»9. Triana le añade a la escena una dimensión plástica que a la palabra en sí le es imposible comunicar. Objetos, movimientos, entonaciones, gestos, sonidos, vienen a formar parte del «lenguaje espacial» que Artaud considera una forma de «encantación».

En La noche de los asesinos, José Triana justifica la violencia como un medio posible para lograr la extorsión y la erradicación del mundo envejecido y decadente, representado aquí por la casa y sus habitantes: Lalo, Beba y Cuca. Había que asesinar a sus padres (los dirigentes del poder), virar la «casa» al revés: «La sala no es la sala. La sala es la cocina. El cuarto no es el cuarto. El cuarto es el inodoro» (50), para así crear una nueva realidad que le permitiese al individuo recuperar su identidad y libertad individual.

Dos viejos pánicos, de Virgilio Piñera, exhibe asimismo el patrón del asesinato simbólico gesticulado por los personajes dentro de los desdoblamientos de realidades que permite el teatro dentro del teatro. Aquí sus protagonistas, Tabo y Tota, encerrados en un espacio concreto, luchan constantemente entre sí con el fin de cometer un asesinato: matar el miedo. Ellos crean otros personajes con la intención de personificar el miedo y poder asesinarlo. Crean especialmente otro Tabo y otra Tota, sus dobles, con quienes también pelean y a quienes insultan y asesinan. El miedo también es representado en forma de un cono de luz, que brinca y salta, y al que los dos viejos tratan inútilmente de atrapar. Al final, el cono de luz se ensancha hasta rodearlos por completo. La pieza no tiene principio ni fin, es un juego fijo que se repite cíclicamente. El miedo es el motivo que impulsa la obra, y éste se presenta como un hecho cotidiano que envuelve al hombre a cada momento: en el día y en la noche, en la vigilia y en el sueño. Es el miedo del hombre a la existencia y al vivir dentro de la realidad.

Tabo y Tota están encerrados en su cuarto porque sienten miedo de la vida. Tabo le tiene miedo a los niños y, para sentir seguridad, recorta diariamente de periódicos y revistas figuras de personas para luego quemarlas. Le dice a Tota: «Ya te he dicho que es lo mejor que podemos hacer. Recortar y quemar. Sí, Tota, hay que quemar a la gente. Ayer quemé doscientas, y hoy pienso quemar quinientas»10. Ellos se encierran porque sienten miedo; pero ese enclaustramiento, a su vez, les produce miedo y por eso recurren al juego como medio de mantenerse vivos. El juego consiste en matarse el uno al otro y considerarse muertos, estado de «vida» que juzgan impenetrable por el miedo:

TABO.-   (Mirándola, le da un puntapié.)  Te moriste, puta vieja.

TOTA.-  Me morí, Tabo, estoy muerta.

TABO.-  ¿Cómo es?

TOTA.-  Bueno, uno siente que la respiración va faltando, la vista baja hasta quedarse ciego, se deja de oír, y [...].

TABO.-  ¿Y qué más Tota?

Tota.-  Bueno, como uno ya está muerto puede decir y hacer lo que quiera.

TABO.-  ¿Lo que uno quiera, Tota? ¿Estás segura?

TOTA.-  Segurísima. No falla.

TABO.-  ¿Y las consecuencias? ¿Te has puesto a pensar en las consecuencias?

TOTA.-  Cuando uno está muerto ya no hay consecuencias. La última fue morirse.


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Este juego vida-muerte lo repiten continuamente, en una especie de zigzagueo que no conduce a ninguna parte.

El miedo se convierte en angustia constante. Sienten miedo por todo: la vejez, la juventud, mirarse en el espejo, la policía, los sueños, la cuenta de la luz y hasta de ellos mismos. Aunque sienten miedo el uno del otro, saben que la única forma de subsistir es mantenerse juntos. La compañía se transforma en antídoto contra el miedo. El miedo que les acorrala viene, en parte, de las experiencias de un pasado frustrado. Aparece en escena, por ejemplo, un Tabo que fuerza a Tabo a casarse contra su propia voluntad con Tota, y una Tota que obliga a Tota a hacer lo mismo. Aunque no sentían el más mínimo amor, consintieron en casarse sólo por miedo. Para eliminarlo, asesinan a Tabo y a Tota y arrojan sus cadáveres imaginarios frente del escenario, en la fosa de la orquesta. Sin embargo, como todo es falso, no logran eliminar el miedo.

La repetición de estos actos desprovistos de realidad, que cobran en la obra carácter ritual, viene a significar una expresión de aguda protesta hacia la realidad que no les permite existir dentro de ella. El miedo les hace formar siempre su propia realidad absurda, pero esta realidad al cabo de un tiempo llega a desvanecerse a causa del mismo miedo, y se ven obligados de nuevo a crear inmediatamente otra realidad. De esta manera, sólo tienen el mínimo contacto con la realidad «real». Su relación con el mundo real se presenta esporádicamente. Quiere decir que, al vivir la mayor parte del tiempo en un mundo irracional, sus acciones son de igual forma, irracionales. Por otro lado, su miedo les empuja a la destrucción y al sadismo irracional. Se vejan, se chantajean, se amenazan, se insultan y se asesinan a todo momento, pero todo como parte del juego y de la necesidad de identificarlo con un objetivo concreto, como una forma de liberación y de exorcismo.

El asesinato simbólico lo vemos también en Segundo asalto, escrito por José de Jesús Martínez. El autor presenta aquí los conflictos y rivalidades de dos amantes que se esfuerzan infructuosamente por establecer la comunicación entre ellos. Su frustración se revela en la violencia que rige todos sus actos. La rivalidad domina sus relaciones y tratan de resolverla sin éxito por medio de la separación. Su incapacidad de vivir juntos y en paz va poco a poco socavando las raíces de su ser, destruyéndolo lentamente.

Los protagonistas de Segundo asalto, también nombrados Él y Ella como en El cepillo de dientes, para poder llevar la carga de su vida angustiosa y para evadirse de la realidad, rigen su diario vivir por actuaciones. De repente dejan de actuar en un nivel -como actores en un ensayo- para continuar actuando casi inmediatamente, pues es sólo a través de la actuación que les es posible subsistir. La actuación les sirve de terapia a su psicología anormal ya que la realidad los ha llevado a un estado de histeria total. Durante las actuaciones alivian el peso de emociones reprimidas, inexorable destrucción para quienes lo soportan.

Él y Ella -de la misma forma que los protagonistas de El cepillo de dientes- aunque se hallan juntos físicamente en escena, actúan como si no se oyeran, como si estuvieran distantes y se interpusiera entre ellos una barrera de incomunicación. El hilo que sigue el diálogo y el argumento es ilógico, fraccionado, sin pie ni cabeza, que llega a producir en el público una sensación de desesperación y de frustración al no comprenderlos lógicamente. Los personajes actúan como muñecos de cuerda, sus movimientos son rígidos y mecánicos. Tanto Él como Ella considera a su compañero como una cosa o un objeto. Él piensa que una vez Ella es un libro, y Ella piensa en otra ocasión que Él es un país. Ambos viven en un estado de locura, en la que se mezcla la actuación con su vida real. Ella muestra síntomas de un complejo de persecución y se siente perseguida e invadida por un ejército de «ellos». Exclama: «Gesto al pecho, al corazón, directamente al sexo, a los oídos. Aquí, aquí, aquí [...] De ellos [...] (Señala al público.) Me están viendo por dentro, están saqueándome [...]»11.

En Segundo asalto, José de Jesús Martínez dramatiza la violencia ligada al deseo sexual, así como a la perversión sexual, como se observa en las acusaciones que cada uno de los personajes hace de haber dormido con su amante, rompiendo de esa manera las normas del buen comportamiento social. La traición se presenta como forma de crimen, y la imagen de asesinato surge continuamente a todo lo largo de la pieza, especie de leit motif que se reitera a través de la confusión que expresan ambos protagonistas ante la presencia de un puñal y una flor:

ÉL.-  ¿Un puñal?

ELLA.-  Es una flor.

ÉL.-  ¡Un puñal!

ELLA.-  ¡Es una flor! ¡Una flor, te digo! ¡Todo lo confundes! ¡Aquí, en el pecho!  (Se la hunde en el pecho, con odio, como si fuera un puñal. ÉL cae muerto.) 

 

(Dejan de actuar. Ahora es ELLA quien le ayuda a ÉL a levantarse.)

 

(261)                


Como Artaud, José de Jesús Martínez también considera la crueldad ingrediente esencial del verdadero drama. En su teatro se presenta un mundo mágico, de sueños, en el que las realidades desaparecen, como desaparece la realidad dramática una vez terminada la obra. Su teatro se concentra en estados mentales del individuo en vez de en el desarrollo de un argumento narrativo, le resta a la lengua el valor de comunicación que exhibe en el teatro tradicional y confronta al auditorio con la violenta realidad de su propio aislamiento.

En las cuatro piezas analizadas, el asesinato representa la culminación del juego ritual que ejecutan los personajes, especie de comunión para liberarse de la angustia y del peso que les produce ser y existir en la realidad. Ellos llevan la violencia a su expresión máxima de destrucción -el asesinato- como medio de liberación y de exorcismo. Mediante los juegos escapistas tratan de desprenderse del miedo que les persigue en forma constante. Paradójicamente, a través del asesinato procuran inyectarle vida a lo que muere, ya que la muerte es impenetrable por el miedo y representa una realidad liberada. Así como declara Tota en Dos viejos pánicos, «[...] como uno ya está muerto puede decir y hacer lo que quiera». Estructuralmente, el asesinato significa el eslabón que cierra una actuación y que engancha con el principio de otra actuación paralela, permitiendo de esta manera el patrón circular vida-muerte que marca la configuración de las obras en cuestión.

Jorge Díaz, José Triana, Virgilio Piñera y José de Jesús Martínez toman una misma postura de rebeldía hacia los aspectos de la vida moderna que consideran irrazonables. En sus dramas emplean la violencia como testimonio de su protesta. Y dentro de la violencia, el asesinato simbólico les sirve de recurso para permitir que las obras adquieran finales abiertos, puesto que no se dan conclusiones definitivas a los hechos, sino que se implica la repetición. De esta forma, se deja la puerta entreabierta a la posibilidad de un desenlace que conduzca a un cambio positivo futuro, aunque éste tendrá que realizarse fuera de la ficción dramática no ya por el autor ni por los personajes que la representan, sino por el auditorio dentro de la realidad americana a través de su toma de conciencia.

Los cuatro dramaturgos exploran, por medio del simbolismo ritual, el mundo marginado del hombre, su triste y desesperada condición y su desamparada soledad. Ellos no están interesados en presentar en sus obras seres individualizados, diferentes del resto de los hombres. Más bien, se interesan por presentar tipos alegóricos o metafísicos que representen las condiciones básicas que sufre el latinoamericano y el hombre universal. Así, aspiran a captar más de cerca la realidad. Y una forma de acercarse más a ella es a través de la violencia. Jorge Díaz resume este sentir de los dramaturgos hispanoamericanos cuando declara: «Sólo me siento próximo a la realidad en la violencia y la destrucción porque creo en ellas como el primer paso del amor»12. Sobre la violencia y la realidad latinoamericana expresa:

«Yo siento mis posibilidades de expresión de una realidad latinoamericana a través de los contrastes entre una realidad absurda y la certeza de que existe una lógica interna de los acontecimientos que es despreciada por esta realidad absurda, tanto en el aspecto social, como cultural o económico [...] Estos contrastes, para mí, llegan a ser de una violencia tan desmesurada, que producen el absurdo en la forma dramática»13.


La violencia viene a ser en ellos expresión latinoamericana de posible cambio. Es decir, la situación violenta crea la posibilidad de lucha. El mensaje que se desprende de sus obras queda claro: sólo la violencia, con la consiguiente destrucción de la capa absurda de la realidad, logrará la reordenación del mundo.





 
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