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ArribaAbajoCapítulo XX

Del fin que tuvo la prisión de Susana



I

Dejamos a Susana en el momento en que cayó sin sentido aterrada por la aparición y las palabras del loco. Cuando recobró el conocimiento, aquel terrible espantajo de la hopalanda negra y del rostro desencajado y cadavérico ya no estaba allí, si bien su voz se oía lejana, cual si riñera con alguien en el lugar más apartado de la casa. Susana se dirigió, o más bien se arrastró hacia el lóbrego cuarto de que había salido, y pudo a tientas hallar su jergón, donde se arrojó con desaliento. La luna había desaparecido y una obscuridad intensísima envolvía la alegría, no permitiendo ver objeto alguno, a excepción de la descarnada y alta columnata que daba la vuelta al cuadrilátero del patio.

La joven esperaba con ansiedad la aurora, creyendo que le traería la explicación del enigma de su rapto, y el conocimiento cierto del sitio en que estaba y de la gente en cuya compañía iba a vivir en lo sucesivo. Se engolfaba su pensamiento en conjeturas sin fin, tratando de hallar la oculta lógica de aquel suceso, y la figura de Martín pasaba sin cesar ante sus ojos, como el nombre daba vueltas en su cerebro. Alrededor de esta figura y de este nombre giraban todas las ideas y todas las imágenes que turbaron el espíritu y los sentidos de la noble dama en tan angustiosa noche. A veces creía que aquello había sido la estratagema de un amor arrebatado, o la venganza de un desaire, o el desahogo de un violento despecho. A veces pensaba que era simplemente víctima de una cuadrilla de ladrones, y que se la había secuestrado con el único objeto de exigir a su familia crecida suma por su rescate.

Con los primeros resplandores del alba comenzó a despuntar la esperanza en el pecho de Susana. Contaba las horas en su imaginación, porque no sentía sonido de reloj alguno, como si en la soledad y abandono de aquella casa ni aun debiera marcarse la marcha del tiempo. El día avanzaba. De pronto, y cuando hacía un rato que había   —236→   amanecido, sintió que se abría una puerta, ruido de pasos indicó que alguien entraba, y después creyó sentir la voz de Muriel. Detuvo su aliento para escuchar mejor, y, efectivamente, era él; hablaba con otro, cuya voz Susana no conocía; pero la conversación no duró mucho tiempo, y los dos se alejaron.

Un poco más tarde sintió el cacareo de una gallina y una voz de vieja que parecía venir del patio. Después, alguien subía la escalera, atravesaba el corredor y llegaba a la puerta. Era la tía Socorro, viuda del ilustre mártir del Rosellón. Susana se alegró al ver delante de sí un ser humano a quien interrogar sobre su situación. Creyó encontrar en aquella mujer la sensibilidad propia del sexo, y se incorporó en su jergón para hablarle. La vieja le traía de comer en un plato de barro, que puso sobre la silla, juntamente con un pan y un cántaro de agua.

-¿En dónde estoy? ¿Para qué me han traído aquí? ¿Quién vive en esta casa? -preguntó con angustia Susana.

La vieja, que por un contraste notable se llamaba la tía Socorro, volvió la espalda sin contestar una palabra; salió, cerró la puerta con llave, y se marchó. Al oír Susana el áspero chirrido de la mohosa llave, cuando la vieja la sacó para guardársela en el bolsillo, se sublevaron en su espíritu el orgullo y la cólera, abatidos por la sorpresa del primer momento. Al verse encerrada en aquel escondrijo, prorrumpió en gritos de dolor, exclamando: ¡Socorro, socorro! La vieja, que se oyó llamar por su nombre, volvió y aplicando su boca al ojo de la llave, dijo:

-¿Para qué me llamáis, madamita? Mejor cuenta os tendría dejarme en paz. Vaya, después que le he puesto ahí un almuerzo como el de una reina.

-¡Infames! ¡Bandidos! -exclamó Susana.

-¡Ah!, si no cerráis el pico, creo no faltará quien le ponga un punto en la boca. Vamos, silencio, y no me vuelva a llamar.

Susana tuvo miedo y calló; pero fue para derramar copioso llanto de rabia, que le escaldaba las mejillas. Arrojada sobre el jergón, movía sus brazos con convulsiones espantosas, ya golpeándose la frente, ya crispando los dedos entre los rizos de sus cabellos en desorden, ya clavando las uñas en sus propios brazos hasta acardenalárselos sin piedad.

El cuarto era pequeño, y la puerta, que era, aunque viejísima, muy sólida, tenía en su parte superior un gran hueco por donde entraba el aire y la luz. Susana observó   —237→   rápidamente todo esto, porque la idea de escaparse cruzó por su mente en medio del vértigo de su rabia, como cruza el fulgor del relámpago el ámbito renegrido de la atmósfera cargada de tempestades. Pero no era posible huir. Aun suponiendo que saliera del cuarto, ¿cómo salir de la casa?

Una sobreexcitación cerebral muy violenta, acompañada de fuerte irritabilidad nerviosa, no puede durar mucho tiempo, porque rompería la máquina humana, incapaz de resistir la excesiva actividad de sus propios resortes. Pasando el tiempo, Susana se calmó; se extendieron sus brazos, reposó su cuerpo dolorido como si acabara de sufrir una ruda caída, y su aliento se apaciguó cansado de su misma sofocación. Al entrar en este período de reposo, Susana sintió un hambre vivísima; miró a su lado y vio la comida; pero apartó la vista con asco de aquel plato lleno de abundante bazofia, y únicamente tomó el pan. Pero apenas lo hubo probado, lo arrojó lejos de sí; el hambre que sentía era ilusoria. Creyó entonces tener sed; aplicó el vaso a sus labios, mas lo apartó en seguida. Tampoco deseaba beber.

Fue poco a poco cayendo en un lento y perezoso sopor, resultado de la gran vigilia que había experimentado su cuerpo; pero no reposó su espíritu en el seno blando y profundo del sueño; se aletargaba tan sólo, sintiendo todos los trastornos dolorosos del delirio, sin perder la terrible pena de la realidad. Dormitaba con ese sueño más parecido a la locura que a la dulce muerte; estado de aberración en que presenciamos el desfilar disparatado de todo lo imposible en el mundo de la idea y de la imagen.




II

Así estuvo largo rato sin apreciar el tiempo que transcurría, hasta que al fin su excitación se fue calmando y durmió, aunque brevemente. Al despertar notó ruido de voces en el patio; pero no reconoció la voz de Martín. Se alejaron y todo volvió a quedar en silencio. Esto la hizo pensar que su prisión iba a durar indefinidamente, y que habían resuelto abandonarla, con lo cual su aflicción fue indescriptible, y empezó a llorar, sin la violenta desesperación de antes, pero con más dolor real y mayor tribulación en el alma.

Pasaron las horas con lenta monotonía, sin que ningún   —238→   accidente alterara la tristeza de aquella mansión encantada, y llegó la noche. Sintiose entumecida y con deseos de andar, y se levantó para dar algunas vueltas por el cuarto; pero bien pronto se sintió débil y hubo de tenderse otra vez. El cuarto estaba enteramente obscuro, y la alucinada fantasía de la infeliz prisionera, débil por el insomnio y el ayuno, se complacía en revestir aquella densa obscuridad con los jirones resplandecientes de una fantástica y confusa visión de colores. El hastío, la pena y la obscuridad desarrollan en nuestro sentido óptico la facultad de poblar de rayas, círculos y fajas de luminosas tintas el espacio en que lloramos y nos aburrimos.

Aletargada aquella noche, como lo había estado por la mañana, se creyó transportada a otro recinto. Las paredes de aquel tugurio se extendían y separaban formando un ancho salón; algún genio invisible colgaba de estas paredes soberbios tapices, con hermosísimas flores, pájaros y ninfas. Grandes cornucopias sostenían multitud de luces, reflejadas hasta lo infinito por hermosas lunas. Jarrones de plata sostenían espléndidos ramilletes, y el suelo, abrigado por blanda alfombra de mil colores, apagaba el ruido de las pisadas. Las pisadas, ¿de quién? Allí entraba uno, el más hermoso y el más amado de los hombres; uno cuya vista tan sólo imponía respeto; era grave y tenía en sus modales como en sus ademanes la majestad del que vive acostumbrado a mandar y a ser obedecido. En su vestido, lo mismo que en su rostro, todo revelaba la superioridad, y era tan noble de aspecto como correspondía a la elevación y firmeza de su carácter, hecho a la dominación y templado al rigor de las luchas sociales. El corazón creía reposar de un largo e inútil ejercicio amándole, y la vista descansaba en él como hallando el término de mil investigaciones ansiosas en busca de aquel mismo objeto. Aquel hombre era el único que existía digno de ella. Pero en la preocupación de sus graves asuntos, en su afán continuo por imponer su voluntad y dirigir la sociedad humana, apenas era accesible a lo que él llamaba las frivolidades del amor. Sin embargo de esto, era indispensable amarle. Si él hubiera puesto los ojos en otra, habría sido preciso morir de pena, dando por terminada la jornada de este mundo... Todos le rodeaban considerándose felices con merecer de él una mirada; los más expertos se sometían a sus dictámenes; los más ancianos le consultaban todos; los jóvenes pugnaban por parecerse a él remotamente, y los niños decían a sus madres que querían ser lo que él era.

Como desaparecen las imágenes de un juego de óptica   —239→   recreativa al extinguirse la luz que las produce, así huyó aquella fantasmagoría. Martín recobró ante la imaginación de la joven su aspecto habitual, y se representó con su humilde traje, brusco, áspero, con su torva seriedad y su vivo y atrevido lenguaje. El carácter era el mismo; pero, ¡ay!, cuán distinto aparecía con la ruda corteza de un hombre del pueblo, enemigo a muerte de la gente noble, aspirando a destruir los esplendores viciosos de la antigua sociedad.

Rodeábanle personajes de mala facha, dispuestos a satisfacer del modo más vil sus rencorosos instintos contra la grandeza; se agitaba él con inquietud afanosa, como quien jamás encuentra lo que busca, ni llega al punto adonde va; el temple viril de su alma se exageraba en vivísimas cóleras y en excentricidades sin cuento. Era el mismo hombre, pero en tal situación, que parecía imposible... imposible descender hasta él.

Todas estas sombras fueron huyendo para volver después y alejarse de nuevo, hasta que al fin la dejaron sola con la realidad invariable e insensible al soborno de la imaginación.

Al día siguiente se repitió la misma escena con la tía Socorro, que lo dejó lo que ella llamaba almuerzo para una reina, y se fue, cerrando la puerta. Pasó toda la mañana en una inquietud indescriptible, corriendo de un rincón a otro del cuarto, tendiéndose para volver a levantarse, hasta que sintió ruido de voces en el patio. Picole la curiosidad, puso la silla junto a la puerta, se subió en ella, y, asomándose por el gran agujero que en lo alto había, pudo ver perfectamente quienes eran los que hablaban. Eran Martín y D. Buenaventura, según indicamos anteriormente.

Ella notó que Martín se expresaba con acaloramiento y energía, y que el otro como que intentaba convencerle, Martín miraba con frecuencia hacia el sitio donde ella estaba, y el otro también fijaba allí la vista con sonrisa burlona. El joven se levantó de la gran piedra sillar donde los dos estaban sentados, y dio algunos pasos como para subir; pero luego retrocedió, variando de pensamiento. Entretanto, ella ponía toda su atención en el semblante de aquella persona desconocida, a quien recordaba haber visto en alguna parte.

Salió después Martín; pero ella quedó en su observatorio, y vio que entraron otros dos, en cuyas fachas creyó reconocer a los que la arrebataron en casa de la Pintosilla. Entraron todos en algunas habitaciones bajas y volvieron a   —240→   salir. Por último, el que parecía ser principal salió también llevando algunos papeles y dos o tres cajitas pequeñas. Aquel hombre miró otra vez a la puerta del encierro de la joven con tal expresión de malignidad, que ésta no pudo menos de estremecerse. Salieron todos llevando varios objetos, y después se fue también la vieja con un gran lío de ropa a la cabeza y dos gallinas atadas por las patas, que cacareaban despidiéndose de su antigua morada. Aquella salida de todos los habitantes de la casa llenó de profundísima tristeza el corazón de la cautiva; le parecía que todos los que se iban la habían acompañado alguna vez; creyose en aquel momento más sola que antes. La Zarza únicamente no se había ido, y el arrastrar de sus pantuflas se oía en los corredores inmediatos. Se quedaba sola en la cama con aquel espectro, objeto de su mayor espanto. Cuando sintió que los fugitivos cerraban desde la calle las puertas, bajó de la silla como quien baja el último peldaño de un panteón. «¡Estoy enterrada en vida! -dijo procurando fijar el pensamiento en Dios y aplacar los rencores que bullían en su pecho-. Este cuarto es mi sepulcro».




III

Esta idea la sumergió en profunda meditación. Su alma sabía acometer cara a cara, digámoslo así, las situaciones tremendas y decisivas. Si su condición femenina la arrastraba a la desesperación ruidosa e inconsolable, como el llanto de los niños, también tenía momentos de viril entereza, propia de los espíritus valerosos. Arrojose en su jergón, y quieta, y con los ojos cerrados, quiso morir en aquel momento. Su padre, su tío, doña Juana, Segarra, Pablillo, Pluma, sus amigos, allegados y conocidos, todos pasaron en fúnebre procesión ante los ojos de su fantasía. Se esforzó en pensar en Dios; pero su pensamiento no llegó hasta allá, quedándose algo más cercano.

Vino la noche, la segunda noche de su encierro, y ella continuaba absorta en la consideración de su siniestro fin, cuando sintió que abrían la puerta de la calle. Su corazón latió de esperanza, y se incorporó en el lecho prestando atención. Una persona entró en la casa. «No puede ser otro que Martín», dijo ella. La persona subía. Uno a uno contó Susana los escalones como se cuentan las campanadas de un reloj que nos anuncia algo que esperamos con afán. El hombre se acercaba, llegó por fin a la puerta,   —241→   la abrió con llave que trata, y se presentó en el dintel. No era Martín. Era uno de aquellos que vio en casa de la Pintosilla y después en el patio hablando con el desconocido. Susana se quedó mirándole suspensa y sin aliento, dudando si alegrarse de aquella aparición o temerla más.

Sotillo, pues no era otro, permaneció un rato en la puerta procurando enterarse bien de lo que dentro del cuarto había. En una mano traía una linterna, y escondía la otra en su pecho, como quien va a sacar alguna cosa. Era un hombre flaco, amarillo y escuálido, vestido de andrajos y con una torva y recelosa mirada que completaba en él la estampa de la miseria sublevada y turbulenta.

Recorrió con el rayo de luz de su linterna todo el recinto de la habitación, hasta que iluminó el rostro aterrado de la pobre Susana, que yacía en su jergón más muerta que viva esperando ver en qué pararía aquello. Entonces dio algunos pasos hacia dentro, y cerró la puerta. Siguió mirándola atentamente, y dijo en voz alta:

-¡Qué guapa es!

Después se observó en su cara ese mohín que hacemos al desechar una idea importuna y se adelantó con paso resuelto hacia la dama. Esta dio un espantoso grito y se refugió en el rincón del cuarto.

-¡Ah! -exclamó despavorida-, vas a matarme. ¡Socorro!...

-No grites... diablo de muchacha -dijo Sotillo-. La verdad es que no me atrevo... Ven acá, ven.

Parecía como que dudaba y más de una vez retrocedió. Él mismo quería animarse y la estúpida sonrisa con que aparentaba burlarse de su cobardía, daba más terror a la prisionera que el puñal que tenía en la mano.

-Pero yo... ¿qué he hecho? -dijo Susana, siempre temblando, pero más bien en tono de súplica que de protesta-. ¿Por qué quieren matarme?

-¿Por qué? -contestó Sotillo pasando el dedo por la hoja de su arma-. Eso pregúnteselo usted a... Por algo será.

-¿Martín me quiere matar? ¿Martín?

-¡Ah!, no... no; es... Pero el demonche de la mujer, yo que vengo aquí para eso, y no me atrevo...

-¡Ah! ¿Viene usted para eso? -dijo Susana entreviendo un débil rayo de esperanza-. No me mate usted; yo le daré lo que quiera, yo le haré rico. Yo soy muy rica.

-Sí, pero... ¡Oh!, ¡qué guapa es! -repitió Sotillo-; ¿usted no sospechaba?...

-No; yo creía que me iban a poner en libertad -dijo Susana con voz entrecortada.

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-No; eso no puede ser. Yo he venido aquí para despachar, y... es preciso.

-¡Por Dios! ¡Por la Virgen... yo le haré a usted rico, yo... yo que tengo parientes poderosos; le descubrirán a usted, y entonces!...

-Tonta, a mí no me descubre nadie... Pero ven acá... ¿Cómo siendo tan guapa te tienen aquí? Oye: yo he venido aquí a matarte.

-¿Martín... Martín me quiere matar?

-No; es preciso despachar antes que él venga. Oye: yo he venido a eso; pero... ¡Caramba, qué guapa eres!

Al decir esto alargó la mano y tocó la barba de la joven, acompañando el gesto de un áspero chasquido de la lengua. Susana se retiró hacia atrás con tanto horror como si sintiera en su cara la fría punta del puñal.

-No te asustes... ¡bah!, en vez de agradecerme que no te haya despachado... Pues yo he venido a esto, pero me has desarmado, chica; yo soy así. Vamos a tratar aquí los dos.

Diciendo esto guardó el puñal y se sentó en la silla, acercándose más a Susana, que no pudo menos de volver la cabeza cuando llegó hasta ella el aguardentoso aliento del asesino.

-Yo he venido a matarte, prenda -dijo-, pero no te mato si tú... Pero ¿a qué vuelves la cara? -añadió bruscamente, tomándole una oreja-. Mirame bien... ya no te mato... vamos, pierde el miedo.

Susana, en su desesperación, quiso levantarse y refugiarse en el rincón opuesto, pero él la contuvo.

-No -dijo la dama, cerrando los ojos y cruzando los brazos sobre la cara-. No; prefiero mil veces la muerte.

Transcurrieron unos segundos, en que la joven esperó recibir la herida mortal; pero sólo sintió sobre su hombro la mano del asesino, pegajosa a causa del sudor, posada como una maza y caliente como una cataplasma. Aquel contacto le produjo tal horror y repugnancia, que saltó corriendo al rincón opuesto. Siguiola Sotillo con furor insensato; pero ella se escurrió junto a la pared y burló por algunos instantes su persecución, al mismo tiempo que gritaba con todas sus fuerzas: «¡Favor, socorro!...». El asesino, a pesar de su exaltación, comprendió que era preciso hacerla callar y concluir de una vez. Blandió su puñal, y ya iba a descargar el golpe, cuando se oyó una voz que decía: «¡Malvado, infame, detente!». En el mismo momento se abre la puerta y aparece una figura alta y descarnada, que contempla con extraviados ojos aquella escena.

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Sotillo, que no había visto nunca a La Zarza, ni tenía noticia de que allí existiera semejante hombre, se sobrecogió de tal modo con su aparición súbita, que dejó caer el arma y se puso a temblar como un azogado. La Zarza se dirigió a él, y asiéndole por el cuello con su huesosa mano, le sacudió con tanta fuerza, que le obligó a arrodillarse. Al mismo tiempo dijo:

-¡Oh, infortunada princesa! Este malvado quiere acelerar vuestro fin, cuando sólo al pueblo por medio de los instrumentos de la ley corresponde daros la muerte. Y tú, traidor, que deshonras con el crimen la causa de la igualdad, ¿no sabes que mañana al rayar el día todos los presos de la Abadía y de la Fuerza han de ser llevados a la guillotina para que expíen las faltas de cien generaciones de despotismo? Ya te conozco, aunque ocultes el rostro. Tú eres Hebert, el cruel y repugnante Hebert, siempre sediento de sangre y de venganza. Tú deshonras la revolución con tus excesos. Que mueran, sí, pero no a manos de una horda de enemigos. La vigilancia de la Abadía me está confiada, y yo respondo de la vida de los presos, miserable. Yo los entregaré a la ley como ésta me los ha entregado, y ¡ay del que os toque en la punta del cabello, desdichada princesa! Vuestra cabeza ha de ser paseada mañana por las calles, y se le mostrará a la reina en las ventanas del Temple. Pero no temáis que antes de la hora fatal os veáis inmolada por la mano de torpes sicarios. Sotillo, que era supersticioso, se acobardó al principio; pero repuesto del susto al comprender que no era La Zarza ningún visitante de ultratumba, trató de levantarse. El loco tomó este movimiento por un esfuerzo de defensa, y cogiendo el puñal que en el suelo estaba caído, amenazó con él a Sotillo. Este se abalanzó para arrebatárselo; pero el loco le dirigió un golpe, que recibió el asesino en el brazo; al punto comprendió éste que la cosa no iba de broma, y retrocedió; pero La Zarza le acometió de nuevo, y entonces el otro, ya desarmado y viendo aquel espantajo que sobre él venía, emprendió la fuga por el corredor, y bajó, seguido del loco, que gritaba: «¡Infame y sanguinario Hebert, espera y te enseñaré cómo se castiga a los traidores!».

En aquel momento se sintió que abrían la puerta de la calle y entró Martín, el cual no vio a Sotillo, que debió de ocultarse en alguna habitación baja, si no estaba ya en la calle; el loco se detuvo para reconocer al joven, y cambiando repentinamente de tono y de expresión, arrojó el puñal, diciendo:

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-¡Ah, eres tú, querido Robespierre, qué a tiempo vienes! Hebert, con una horda de salvajes, ha querido inmolar a los presos que tengo encargo de custodiar en la Fuerza y en la Abadía. ¡Siempre el mismo Hebert! ¡Bien dices tú que está deshonrando a los jacobinos y manchando con sangre la más alta idea!

-¡Bien, déjame ahora -le dijo Martín, para verse libre de su impertinente locura-, tengo que hacer; espérame allá.

-¿En los Jacobinos o en la Convención?

-Donde quieras -contestó, subiendo la escalera y dejando en el patio a La Zarza.

En seguida penetró en la prisión de Susana.






ArribaAbajoCapítulo XXI

La nobleza y el pueblo



I

-¡Oh, es usted! -dijo la joven al verle entrar-. Ya me consideraba muerta. No sé cómo he resistido a tantos horrores.

-¿Quién ha estado aquí? -preguntó Muriel.

-¿Quién? -contestó temblando todavía, y aún llena de terror, Susana-. Un hombre que decía tener el encargo de matarme. Me ha salvado ese que vive en la casa y parece loco.

-¿Y qué señas traía?

-¡Ah, horribles! Es uno de los que me trajeron aquí con usted -repuso la dama recobrando un poco de serenidad-. Y ahora me dirá usted de una vez si estoy en una guarida de bandoleros. Si piensan pedir ustedes alguna cantidad por mi rescate, se les dará, porque nosotros somos muy ricos.

-No nos hemos apoderado de usted por esa razón.

-Entonces intentan matarme para vengarse de mi familia -dijo la joven con alguna entereza.

-Tampoco. No ha sido ese mi objeto. Si fuese lícita la venganza, los agravios que yo he recibido de la familia de usted no quedarían compensados con dos días de prisión...

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-¡Dos días! -dijo Susana con alegría-. ¿Luego me va usted a poner en libertad?

-Sí.

-¿Y no me dice usted la razón de este crimen horroroso?

-¡Crimen horroroso! No encuentran otras palabras para calificar nuestros hechos después que nos impulsan a ellos -contestó Martín con amargura-. Bien; yo acepto la calificación, porque mi conciencia pierde cada día uno de sus escrúpulos; yo acepto el nombre de criminal. ¡Pero a cuántos pudiera acusar con más motivo, a cuántos que no tienen un puñal en la mano y brillan en la sociedad obsequiados y atendidos!

-Usted, por lo que veo -dijo Susana-, ha querido cometer una venganza.

-Ahora comprendo -prosiguió Martín, sin hacerlo caso-, ahora comprendo esos crímenes inauditos que nos parecen injustificados. En el fondo de todos los grandes delitos existe una lógica misteriosa y tremenda que los enlaza a otros crímenes, quizá mayores y más imperdonables. Yo no pretendo justificarme; tal vez hubiera ido más lejos, perdiendo todo sentimiento humano y adquiriendo una crueldad que estoy muy lejos de tener. Dios me ha detenido en ese camino. Yo no pretendo disculparme; pero no sé por qué me parece que no es mía la responsabilidad de lo que he hecho. Una fuerza ciega me ha arrastrado; se ha turbado mi razón, he sentido vivos deseos de destruir; comprendo ese afán de hacer daño experimentado por los hombres en días terribles, que no se pueden recordar sin espanto.

-Usted no podrá disculpar esta infamia.

-Ni lo pretendo tampoco. Si lo intentara, usted no me comprendería; usted no comprenderá nunca que un pobre joven de honradez acrisolada y que no ha cometido el más insignificante delito, no debe estar encerrado en un calabozo, con la amenaza constante de perder la vida de inanición o cediendo al quebranto de horrorosos tormentos, inventados por hombres semejantes a las fieras. Usted no comprenderá que no había motivo alguno para que yo fuera igualmente privado de mi libertad por el capricho de cualquier persona, y arrojado a los mismos calabozos para perecer de rabia; porque yo moriría allí de rabia. Usted no se acuerda más que de sí misma, ni ve más injusticias que las cometidas con usted. ¡Infeliz; ha estado dos días privada de las comodidades de su casa, de la conversación de sus amigos! Ya me figuro la consternación del buen doctor y de su   —246→   tío al ver arrebatada de su casa a una persona querida. ¡Infelices; vivir expuestos a disgustos de esta clase, cuando toda la Humanidad es tan feliz dominada por ellos, y cuando no hay desgraciados que padezcan; cuando no hay injusticias ni dolores en esta sociedad que han hecho a su gusto en la mejor de las naciones posibles!

La amarga ironía de estas palabras impuso a Susana cierto respeto y tardó un rato en contestar. Poco a poco iba recobrando la plenitud de las cualidades de su carácter, turbadas y obscurecidas por el sacudimiento moral que había experimentado. Por último, dijo:

-Desde que me conoció usted, no tuvo otro intento que humillarme; usted no ha creído satisfecho su deseo sino cometiendo una acción como ésta, que quiere disculpar con los agravios que antes había recibido.

-Yo no he tenido el intento de humillarla a usted, y mucho menos cuando usted se ha humillado hasta mí, sin que yo me tomara el trabajo de hacerlo.

-¿Cómo? ¿Yo?...

-Sí; ¿usted no sabe lo que dicen todas las personas que frecuentan su casa? Pues dicen, llenos de admiración, que usted ha tenido el capricho de amarme ciegamente. Y los muy imbéciles no cesan de hacer mil aspavientos sobre el hecho, asegurando que esa pasión es la mayor deshonra que puede caer sobre una familia.

-¡Y dicen que yo!... -exclamó Susana ruborizándose, lo cual no era en ella frecuente.

-Sí; bien lo sabe usted. Yo por mi parte he juzgado eso de diversa manera. Pasajeros arrebatos de sensibilidad, que lo mismo conducen a un amor imaginario que a un rencor caprichoso, no son otra cosa que coquetería, para entretenimiento de los socios del estrado y de la tertulia. ¿No es esto cierto?

Susana iba a decir instintivamente , pero se contuvo, y creyó poder dar una contestación conveniente con estas palabras:

-Usted, si bien se mira, más debiera sentir hacia mí agradecimiento que ese vivo rencor, que yo no he merecido de nadie.

-No siento ya rencor -dijo Martín sentándose junto a ella-; he sentido, sí, despecho en algunas ocasiones. De los agravios que recibí de otras personas de la familia, no era usted responsable, y si me lastimó en mi dignidad la primera y última vez que nos vimos, no fue esa la causa de lo hecho últimamente. Yo me apoderé de usted con el único objeto de conseguir por un medio violento e inmoral la   —247→   libertad de mi pobre amigo. En mi extravío no atendí a la gravedad del hecho. Usted personalmente no me inspiraba entonces sino una absoluta indiferencia.

Susana se sintió herida con estas palabras. Hubiera preferido que el motivo de su secuestro fuera un sentimiento personal hacia ella, aunque este sentimiento se llamara odio o venganza. El no ser más que un instrumento para fines extraños sublevó en ella su orgullo.

-De modo que no he sido sino un instrumento de sus crímenes -dijo con el tono y la mirada que eran en ella habituales en los grandes momentos de despotismo.

-Sí; ha sido usted un instrumento; mas no para cometer un delito, sino para evitarlo.

-¿Y se ha evitado ese crimen? ¿Está libre Leonardo?

-No; pero ya no me importa. Yo espero entrar en su cárcel y sacarlo sin auxilio de nadie.

-¿Usted? -preguntó ella con incredulidad.

-Sí; yo mismo. Lo he de hacer, o he de morir intentándolo -repuso Martín con la mayor entereza.

-¿Qué poder tiene usted para eso?

-Para eso y para mucho más tal vez espero obtenerlo. Estoy resuelto a arrostrar la muerte, a intentar lo más atrevido, a dar un golpe con cierta arma que la casualidad ha puesto en mis manos.

-¡Ah! Ya comprendo -dijo Susana-. Usted se ha dejado seducir por esa gente que ahora mete tanto ruido; per los fernandistas, y como dicen que va a haber trastornos se aprovechará de ellos para hacer alguna atrocidad.

-No me han seducido los fernandistas. Todos los que conozco son, o ambiciosos vulgares, o malvados hipócritas; pero aunque comprendo estos vicios, yo me alegro de la turbación que preparan; sí, me alegro con toda mi alma, y en medio de ella, ayudado o solo, espero intentar lo que siempre ha sido para mi un sueño o una vaga esperanza. Yo siento en mí un afán de actividad, un impulso que me lleva a acometer algo, a expresar con hechos lo que pienso y lo que deseo. No hay tormento mayor que el que yo padezco; solo, sin sentir junto a mí una voz que hable lo que yo hablo; privado de todos, absolutamente de todos los medios para realizar lo que llevo aquí en esta cabeza, no hallando ninguno de esos amigos del pensamiento con quienes se entabla relación más íntima que con los del corazón; aislado, resistiendo la influencia de hombres infames o engañosos; viviendo pasivamente y como sujeto a una fatalidad ciega, sin poder vivir con mi propia vida; convertido en juguete de ajenas pasiones, me consumo   —248→   en un eterno e inútil esfuerzo. Parece que me encuentro en un desierto, y soy como el esclavo, que nada puede hacer por cuenta propia. Mi carácter, consistente y osado, forcejea como los locos cargados de cadenas, y de nada me vale mi resolución; no puedo hacer otra cosa más que hablar; hablar sin descanso, denunciando la miseria que nos rodea. Quisiera herir con mi lengua, ya que no tiene la virtud de convencer. Yo no puedo vivir así mucho tiempo; yo necesito hechos para que mi vida no sea un continuo monólogo de desesperación. Me muero, me aniquilo en esta pueril ocupación de arrojar mis ideas a la frente de los que me escuchan, asombrados de mi atrevimiento. ¡Pensar, pensar siempre en el mayor de los tormentos!

Muriel estaba excitado, conmovido, y parecía que todo aquello que dijo le molestaba como molesta un cargo de conciencia, y que se desahogaba a la primera ocasión. Susana le oyó con cierto respeto supersticioso, como se oye una revelación; no perdió ni una sílaba y dio un gran suspiro. En aquellos instantes Martín se elevó a sus ojos cual nunca se había elevado.




II

-Yo pugno sin cesar por salir de esta situación -continuó el joven filósofo-. Por eso se me ve adoptar resoluciones raras; por eso imagino... no sé qué... y si no encontrara dentro de poco un medio más propio para salir de esta situación dolorosa... yo no sé lo que haría. Así, comprenderá usted acciones que atribuye a malos instintos o a venganzas ruines que no caben en mi carácter. Yo no puedo seguir más tiempo condenando con el pensamiento a las miserias que veo; yo necesito destruir algo.

-Yo siempre lo juzgué a usted temible -dijo Susana sintiéndose débil, pequeña y muy humillada ante la enérgica voluntad de su interlocutor-, pero nunca me ha parecido tan violento. Comprendo que infunda miedo y que todos le señalen como un peligro. ¡Cuántos males no puede causar quien dice que necesita destruir! ¡Infelices los que caemos bajo ese anatema!

-No es que yo deseo el mal de los demás -dijo Martín vivamente enojado de que no se le entendiera bien-; es que es preciso, es indispensable un trastorno tan grande, que no sea posible evitar grandes desventuras... Yo me inspiro, en el bien, una sed inextinguible y furiosa del bien de mi patria es lo que enardece mi espíritu.

  —249→  

Cada vez se elevaba más a los ojos de Susana, que, amante de lo que saliera de los límites de la vulgaridad, no podía menos de presenciar con asombro y hasta con entusiasmo los ardorosos arranques de aquel carácter, en perpetua propensión a buscar altos fines. Ella no había visto nunca un hombre así; no conocía ni aun de oídas, ni por la lectura, un hombre semejante; y aquí viene como de molde explicar algunas particularidades anteriores a esta escena, y que le sirven de luminoso antecedente.

La primera vez que Susana oyó y vio a Martín en la Florida, las palabras y el aspecto de éste hicieron honda impresión en su alma. El carácter de Susana era a propósito para que en ella encontrara eco la insolente elocuencia del joven revolucionario, al condenar la sociedad de su tiempo. En el fondo del pensamiento de la dama existía también, aunque algo atenuada por la educación, una protesta contra lo que estaba viendo a su lado desde que tenía uso de razón. De clara inteligencia, de temperamento apasionado, de espíritu también osado y viril, ningún ser existía más propio para recibir los sentimientos y las ideas de Martín, y fecundarlas, dándoles nueva vida y desarrollo. Ella era a propósito para que entre ambos se estableciera una simpatía vivísima. Pero había asimismo en su carácter una cualidad que contrapesaba esta asimilación con el carácter del joven; había en ella el orgullo, que a veces lo absorbía todo; orgullo de raza, indomable, como si reuniera en su cabeza la altivez de todos sus antepasados. Este sentimiento la impulsaba a apartar la vista con horror de aquel hombre sin posición y sin fortuna, que había tenido el atrevimiento de agradarle, y experimentó ante él tantas y tan varias sensaciones, que ni ella ni nosotros podremos expresarlas mientras no se invente una palabra que a la vez signifique el amor y el desprecio.

Desde aquel día esta idea no la dejó libre un momento. Cada vez le infundía mayor admiración, y cada vez se avergonzaba más de la flaqueza de su inclinación. A solas con su pensamiento, la dama se complacía a veces en deponer convencionalmente su orgullo, dejándole a un lado, como dejan los cómicos entre bastidores la púrpura y la corona con que han hecho el papel de reyes; y entonces construía una sociedad a su manera, con una igualdad a su antojo, sin las diferencias crueles que separan eternamente a lo que por la Naturaleza debiera estar unido. Estuvo muchos días dominada por tan contrarios sentimientos. La superioridad moral que desde el principio notó en Muriel se ofrecía constantemente a su pensamiento confundiéndola   —250→   y fascinándola. Ella amaba todo lo maravilloso, todo lo grande, todo lo que estuviera reñido con lo vulgar, y a pesar de una aparente frivolidad, hija del roce y de la educación, en el fondo de su alma sentía profundo desdén hacia los petimetres afeminados de su pequeña corte.

Pero no podía descender; era preciso elevarle a él hasta ella, y he aquí cuál fue su idea dominante hasta el día del secuestro, que la turbó por completo. Determinó poner en práctica cuantos medios estuvieran a su alcance para elevarle. ¿Cómo? Introduciéndole en su casa, haciéndole aficionar a la vida de etiqueta, obligándole a que dirigiera sus aspiraciones a conseguir un título, honores, riquezas. Los accidentes de la entrevista la noche de la cita indican bien claro las ideas de uno y otro, y el ningún éxito de la primer tentativa. Todos los esfuerzos se estrellaban contra la firmeza de Martín, incapaz de doblegarse ante ninguna especie de coquetería.

En la escena que ahora referimos, Susanita experimentaba impresiones muy singulares. Su fascinación aumentaba a cada palabra; cada vez le veía más grande, creciendo siempre a su lado y dejándola allá abajo rodeada de su pueril y afeminada corte de petimetres ridículos y viejos verdes. Y sin saber por qué, tal vez por el transitorio estado de indigencia a que se hallaba reducida, el orgullo se adormía en su pecho, dejándola libre para amar a su antojo. Parecía que el estar en aquel sitio, el agravio que había sufrido de aquel mismo hombre, eran una severa lección que aceptaba resignada.

Aquella noche, pues, no sintió ninguna de las repentinas exaltaciones de su orgullo, semejantes a crispaduras de nervios, tan violentas como imprevistas. Estaba amansada, como vulgarmente podría decirse, sin duda porque había comprendido la imposibilidad absoluta de imponerse a aquel hombre, subyugándole a su deseo. No era posible transformarle para que la sociedad le permitiera poner los ojos en una dama de alta clase. Ya no había remedio; era preciso aceptarle tal como era, encarnación viva de los resentimientos populares contra los privilegios hereditarios y la nobleza.




III

-Pero usted va a perecer en esa lucha -dijo Susana-. Serán más fuertes que usted y se defenderán. Ahora mismo, si mi familia descubre donde estoy y vienen y le hallan aquí, ya puede considerarse vencido para siempre.

  —251→  

-Es verdad; yo camino desde hoy por una senda rodeada de profundos abismos; pero tantos y tantos peligros no me quitarán la idea de intentar lo que intento.

-Quién sabe -dijo Susana, como quien siente una inspiración repentina-, Tal vez no sea un sueño; tal vez esté destinado que todo eso a que usted aspira sea realidad algún día. Yo no se por qué tengo el presentimiento de que estamos amenazados de un gran trastorno. Yo, como mujer, no entiendo de ciertas cosas; pero me parece... Yo creo que el mundo debiera ser de otro modo. ¡Oh!, si fuera cierto que algo ha de pasar, yo no dejaría de presenciar con gusto su elevación al puesto en que le corresponde estar. Tengo un presentimiento vago de que esto que digo ha de suceder. Y no es de ahora esta idea mía, es de hace mucho tiempo. Si viera usted cuántas horas de aburrimiento y de tristeza he pasado viendo desfilar por delante de mí la turba de galanes ridículos, de abates despreciables, de clérigos vanos y soberbios, de señorones ignorantes, y me he preguntado: «¿Pero no hay más hombres que éstos en el mundo?». Yo decía: «En otra parte debe de haber algo que yo no conozco; todo no puede ser así, y si es, sin duda es preciso que alguno venga y lo trastorne todo». Esto ha sido siempre en mí una confusa idea, semejante a lo que se recuerda de los sueños muy obscuros y lejanos. Creo que nunca he hablado de esto con nadie.

-¡Oh! -exclamó Martín con súbita alegría-. Por primera vez la oigo hablar a usted con el corazón, y ha dicho cosas que nunca me han producido igual impresión en boca de otros. En un momento se ha despojado usted de sus preocupaciones de raza y de educación para mostrarme lo que yo no había sospechado nunca que existiera.

-Sí -continuó la dama-. Por eso, al oírle a usted por primera vez, me pareció que recordaba algo. Al mismo tiempo me causó gran asombro y hasta cierto respeto el valor que se necesitaba para ser una excepción entre todos los demás, y decía yo: «Por fuerza ha de ser cierto lo que este hombre dice».

Martín oía con asombro las palabras de la petimetra, que revelaban sinceridad profunda, y no fue indiferente a la expresión de sus sentimientos, libres en aquel momento de las afectaciones de la coquetería y de los arrebatos del orgullo. Tenía él cierta vanidad en creerse autor de tal transformación, verificada al contacto de su palabra, y la animaba a proseguir expresándose con la misma verdad.

  —252→  

-Usted -le dijo- me ha comprendido al fin. ¡Cuánto vale para mí esa revelación! Una cosa extraño, y es que habiéndome juzgado entonces del modo que yo más deseo, se mostrara después tan díscola y soberbia conmigo.

-¡Ah! -respondió Susana, sintiendo otra vez la punzada de la dignidad herida-. Usted quiso humillarme de una manera cruel y descortés; usted se burlaba de mí después de haber bailado juntos. Yo me sentí tan ofendida, tan ultrajada, que en mi vida he tenido cólera mayor. Lo confieso; me avergoncé de haber encontrado admirable su modo de expresarse. ¡Con cuánto placer le despreciaba! Yo no podía consentir que usted me tratara como igual, y aquel día, después que usted desapareció, padecí de un modo horrible.

-Pues yo sentí cierta alegría feroz: en el primer instante juré venganza; pero después, ¡cómo me complacía recordar la escena!... Mi familia había recibido grandes ofensas de la de usted.

-Ya lo sé... -contestó Susana con amargura-. Y yo soy la destinada a expiarlas; yo, inocente de todo, y siempre inclinada a perdonarle a usted hasta lo más grave, que es esta reclusión.

-Es la única ofensa real que usted ha recibido de mí. En cambio, ¿de quién partió la idea de mi prisión?

-¡Ah! -exclamó Susana turbada-, no es mía sola la culpa. Cuando se me amenazó con eso, yo no tuve valor para oponerme, y dije al marqués que tendría gran placer en verle a usted castigado. Pero yo he tenido siempre una fe supersticiosa en la superioridad de usted, y creía, acá para mí, que triunfaría de todas las persecuciones de aquellos hombres por la grandeza de su destino. Yo me decía: «Es imposible que le prendan». Si hubiese sabido que estaba usted en la Inquisición y amenazado de muerte, mi trastorno hubiera sido tan grande que de fijo habría hecho una gran locura. Únicamente me hubiera conformado con su prisión si de ella salía igual a mí; igual a mí por el nacimiento y la posición.

-¿Usted me envió una caja con dinero?

-Sí; yo fui. En aquellos días estaba trastornada, y fui tan necia que le creí accesible a la seducción del oro. Me pareció que aquel obsequio serviría para hacerle entrar en el camino en que yo quería verle.

Cada vez iba Martín leyendo más claro en el corazón de la hija de Cerezuelo, que, aguijoneada por la pasión, se sublevaba contra las preocupaciones nativas y los resabios de educación.

  —253→  

-Yo -continuó ella- recibo el castigo de faltas que no he cometido. Usted triunfará; tengo la seguridad de que será favorecido por la Providencia... no sé por qué lo creo así, pero tengo una seguridad firmísima. Me parece que no ha de poder ser de otra manera, y que las cosas del mundo lo exigen así de un modo ineludible; usted crecerá a cada paso que dé por ese camino y se embriagará con sus triunfos, viendose elevado sobre todos los demás. Yo, en cambio, he concluido para siempre. Dada mi posición y mi nombre, este acontecimiento es como una muerte. Robada en un baile de Lavapiés, todos creerán que he cedido a la seducción de un libertino; y al hablar de esto, todos supondrán en mí una deshonra que no existe. Seré despreciada, aun por los míos, y siempre llevaré sobre mí una afrenta que nadie puede borrar.

-Si no lleva usted mancha en la conciencia, ¿qué importa el juicio de personas frívolas, incapaces de sentir ni aun de soñar lo que usted siente?

-Sí, mi conciencia está tranquila; pero yo tengo al mundo un apego que no sabré nunca vencer; yo voy a vivir ahora una vida de desesperación, azotada públicamente por el desprecio de todos, y se me destinará a un convento, donde me moriré de lo mismo que usted se moriría en la Inquisición: de rabia.

-Pues bien -dijo Martín con una idea súbita, que por unos segundos vaciló en sus labios sin acertar a expresarse-; pues bien; no me abandone usted, no vuelva usted con su familia.

Susana oyó aquella proposición con menos espanto del que Muriel suponía, y le miró con atención como si no estuviera segura de que hablaba con completa seriedad.

-¿Que no vuelva?... -dijo, experimentando una gran confusión de ideas y queriendo buscar el verdadero sentido de aquella terrible propuesta.

-¿Aún creo usted que no somos iguales? -preguntó Martín, planteando resueltamente el problema de la igualdad-. ¿No valgo yo por lo menos como otro cualquiera de esos que diariamente le rodean a usted?

Susana no contestó y seguía mirándole.

-Pero usted no se atreve -añadió Muriel-. Usted no se halla con fuerzas para luchar contra ciertas cosas y personas. Teme más la ignorancia y las preocupaciones de los demás que los propios dolores. ¡En qué situación hemos venido a encontrarnos después de haber estado en pugna tanto tiempo! Usted me ha descubierto en su alma tesoros que yo no conocía; pero usted se halla atada a esta sociedad   —254→   por lazos indisolubles. No ha tenido, como yo, el valor de romperlos, y gemirá en perpetua esclavitud, aborreciendo su cadena, como todos los esclavos. Yo le ofrezco a usted otros lazos. Se me presenta la ocasión de hacer una prueba decisiva, y no la dejaré pasar. Oigame usted y decida.

La joven estaba pendiente de las palabras de Muriel, como si fuera el confesor que había de absolverla de infinitas culpas.




IV

-Oyéndola a usted esta noche -prosiguió-, he creído percibir un eco de mi propia voz en la suya. ¡Qué dulce es encontrar quien sepa entender nuestro lenguaje! Acabe usted de mostrarme un gran corazón y un gran carácter.

-¿Cómo?

-No separándose ya de mí. Usted no se atreve. Eso sería un heroísmo de que usted no es capaz. Desde esta noche ya no es ni puede ser usted para mí lo que antes era. La miraré siempre con respeto, y todos los agravios están perdonados. Pero haciendo lo que digo, renunciando por mí a sus preocupaciones, uniendo su suerte a mi suerte, usted me confundiría, lo confieso; yo me encontraría pequeño, y entonces... ¡sí, verdaderamente humillado! Aborrecido o despreciado de todos, mi vida encontraría en esa unión un reposo y un estímulo para seguir adelante en mi jornada. Creo que no tendría bastante vida para agradecerlo y celebrarlo, pues si en otra cosa no, en esto habría conseguido una gran victoria. Me parece que con sólo ese ejemplo, al paso que aseguraba mi felicidad y me ligaba con los lazos más dulces, me parece, digo, que destruía la obra de cien siglos. Baje usted, puesto que ni la sociedad ni mis ideas pueden permitir que yo suba. Usted, que conoce de qué manera aborrezco, puede comprender de qué modo sé amar.

Muriel se había expresado con profunda emoción, y Susana, moralmente hundida al peso de aquella proposición, se abatía más a cada frase. Callada estuvo largo rato, con la vista fija en el suelo, hasta que al fin, súbitamente, y como si sintiera una inspiración, dijo muy agitada:

-Sí; lo haré... lo haré.

-¡Oh!, usted no se atreve. Necesita parecerse a mí aún más de lo que se parece. Su orgullo sofocará todo sentimiento, y preferirá la coquetería de los estrados y la ocupación   —255→   de enloquecer a mil hombres torpes y corrompidos, a ser compañera y consuelo de un hijo del pueblo, fatigado por sueños insensatos y condenado a ser objeto de terror ante todas las gentes. Usted no se atreverá a bajar hasta mí.

-Sí; me atrevo, lo haré -contestó Susana con resolución.

Martín halló en su semblante, visto al resplandor de la luna, la expresión de la verdad, y se convenció de que en el ánimo de la joven, atribulada por espantosa lucha, habían triunfado la pasión y la naturaleza de la soberbia y de la educación. Aquel triunfo despertó en él un entusiasmo que en asuntos amorosos dormía oculto en su pecho como tesoro guardado para una alta ocasión. La interesante y extraordinaria hermosura de la joven, su nombre, su posición, su carácter, dieron proporciones a aquel triunfo alcanzado a la vez por el filósofo y por el hombre. Desde aquel instante la amó como se ama a los objetos hallados después de largas indagaciones, como se ama a los problemas resueltos, y con ese especial cariño que ponen los hombres de genio a los ideales hijos de su pensamiento. Vio entonces una nueva fase de su vida, y si hasta entonces la ternura ocupaba hueco muy pequeño en su corazón, desde entonces creyó que no le sería posible vivir sin aquello.

-Cuando lo digo, estoy segura de que lo haré. En un momento he meditado bastante sobre ese problema terrible, y no vacilo. Yo juro no unirme a hombre alguno y destinarme por mí misma y sin permiso de nadie al que yo he elegido. Si no lo hiciera, creo que me moriría de pena.

-Bien; yo la devolveré a usted a su familia, y más tarde...

-Más tarde, después, yo, por mi propia voluntad y libremente, lo dejaré todo, renunciaré a todo e iré en busca de lo único con que me quedo.

-¿Tendrá usted valor?

-Tendré momentos de duda; pero mi corazón se desborda demasiado y no lo podré contener. Iré.

-Yo parto a Toledo esta noche.

-Y yo iré también en esta misma semana.

-¿Lo jura usted?

-Lo juro. Iré.

-Alguna deidad existe que nos ha protegido esta noche y nos ha inspirado. Esperemos ese día que ha de venir, ese día en que yo la vea entrar a usted por las puertas de mi humilde morada.

Los dos jóvenes se abrazaron casta y noblemente, como esposos largo tiempo unidos que se separan por primera vez.

  —256→  

-Vamos -dijo Martín, sosteniéndola y encaminándose a la galería.

Pero apenas habían andado dos pasos cuando sonaron golpes tan fuertes en la puerta de la calle, que parecía que la echaban al suelo.

-¿Quién viene?... ¡A esta hora!

-¡Rompen la puerta! -dijo Susana muy asustada-. Se oyen voces de mucha gente.

-¡Ah!, sí -dijo Muriel prestando atención-; son muchos. No puede ser más que la justicia.

-¡Huya usted!... Han descubierto que estoy aquí y me vienen a salvar. ¡Huya usted!... Pero ¿por dónde?... si están ya en la calle.

-Yo puedo salir por otra puerta a los Pozos de Nieve.

-¡Ah, ya entran!... Escuche usted: es la voz del marqués... la voz del doctor... -dijo Susana-. ¡Huya usted! Yo estoy segura. Déjeme usted pronto.

En efecto, la voz de las personas citadas se sentía bien clara en el portal.

-¿No hay nadie en esta casa? -exclamaba el marqués, admirado de encontrar tan sola la que creía guarida de ladrones.

-¡Huya usted! -decía Susana a Martín-. Ya estoy segura.

-Sí, me voy. Son amigos. Adiós.

-Hasta luego -dijo la joven.

-Hasta luego -contestó Martín dirigiéndose al otro extremo de la galería con gran precipitación.

De allí bajó al patio interior, y, sin ser visto ni molestado por nadie, salió, mientras el doctor, el marqués y un sinnúmero de criados y alguaciles rodeaban a Susana con alborozo, muy asombrados de encontrarla viva.






ArribaAbajoCapítulo XXII

El espectro de Susana



I

Huyendo del loco, Sotillo salió despavorido de la casa, y no había andado veinte pasos cuando otro hombre, que estaba oculto en el hueco de un portal, le detuvo y le dijo:

-¿Ya has despachado?

-Erré el golpe... me ha pasado un fracaso... no he podido. Un maldito espantajo...

  —257→  

-¡Qué gallina eres! Si D. Buenaventura me hubiera encargado a mí esa comisión...

El personaje que así se expresaba no era otro que el famoso héroe llamado Pocas Bragas, a quien conocimos en casa de la Pintosilla; hombre célebre por su reciente excursión a Ceuta, de donde volvió con grandes datos y novedades para su arriesgado oficio.

-Buena la has hecho. Ya no te pongas más delante de D. Buenaventura.

-Mira lo que pienso hacer... pero alejémonos de aquí... Escucha -dijo Sotillo apretando el paso-. Quedamos en que le haría una señal en cierta casa. Él tiene en mí una confianza... Voy, doy dos golpecitos en la ventana y se la encajo.

-¿Qué?

-La gran bola de que desempeñé la comisión. Verás cómo le saco los mil reales que me prometió.

-¡Mil reales! ¡Cosa más rara! En mis tiempos no valía eso más que cuatro duros, y hasta por treinta reales despaché yo...

-¿Qué te parece lo que pienso hacer? ¿No me ves cómo estoy manchado de sangre?

-¿Pero quién te ha herido, endino? Cuenta lo que te ha pasado.

-Déjalo para después... te diré... aquel figurón... yo no había visto nunca aquel hombre... la verdad, chiquillo, me dio miedo.

-Verás como no te da los mil reales.

-Verás como sí. Tiene en mí una confianza...

Con estas y otras razones llegaron a la calle del Factor. Esperó el uno tras la esquina y el otro hizo su señal; salió Rotondo, como sabemos, y en la turbación que dominaba en espíritu no dudó un momento que el hecho estaba consumado, y más viendo manchado de sangre el brazo de Sotillo. Pero toda la elocuencia de éste no logró sacarle el dinero, por lo cual los dos héroes partieron muy alicaídos en dirección a los barrios bajos.

-¿Vas a casa de la Pintosilla? -dijo el uno.

-¡Quiá! Si está presa. Vámonos adonde Meneos.

Pues vamos a casa de Meneos. Buena te espera cuando el Sr. Rotondo descubra que le has engañado.

-Es que no me verá el pelo por jamás amén, porque mañana me voy a Sevilla, en donde me han hecho una proposición...

No podemos seguirlos en su diálogo, porque en otra parte pasa algo que exige nuestra atención. Una vez que Rotondo   —258→   volvió al cuarto de Cárdenas después de haber hablado en la calle con Sotillo, los dos amigos trataron de la entrega de los veinte mil duros, y el afligido tío de Susana no pudo al fin eximirse de entregar la llave de la caja. Ya hacía largo rato que D. Buenaventura se ocupaba muy tranquilamente en contar el dinero que necesitaba, cuando se sintió ruido en el portal.

-Es que vuelven de buscar a Susana -dijo D. Miguel muy agitado-. Es preciso que yo salga con el mayor interés a preguntarles; ¿no le parece a usted?

-¡Excelente idea! Sí. Conviene que haga usted bien su papel en esta comedia.

-Cierre usted la caja; guarde usted ese dinero. Coja usted en su mano las pelucas y haga como que se despide.

Rotondo hizo todo lo que Cárdenas le mandaba, y salió por la puerta excusada. Don Miguel se levantó entonces del lecho y abrió la puerta de su despacho, en el momento en que se sentía más cercano el ruido de los que subían la escalera.

-¿Qué hay? -dijo asomándose; pero apenas había articulado esta pregunta lanzó un grito agudísimo y desgarrador, y cayó al suelo como herido del rayo. Lo primero que vio al abrir fue la figura de Susana, que, sonriendo, le dijo:

-Tío, ya estoy aquí.

Todos entraron en el despacho a auxiliar al señor de Cárdenas, a quien juzgaron víctima de una impresión de alegría. El pobre hombre tardó mucho en volver de su desmayo.






ArribaAbajoCapítulo XXIII

El pastor Fileno



I

El curso de los acontecimientos de esta historia exige que nos traslademos a Aranjuez, residencia entonces, a más de la corte de España, de los señores de Sanahuja y de su pastoril engendro Pepita, que se encontró como el pez en el agua al recorrer la huerta y el soto. ¡Cuán superiores eran aquellos sitios a la casa de Madrid, donde no se conocían los placeres que proporciona la contemplación de la Naturaleza, ni se espaciaba el ánimo libremente respirando aires puros y extendiendo la vista por praderas más o menos   —259→   risueñas, en cuyo fondo se destacaban las grandiosas y seculares arboledas de la Isla y del Príncipe!

Pepita no cesaba de establecer esta comparación, haciendo notar las ventajas del campo con un entusiasmo que concluía por aburrir a cuantos la rodeaban, pues no se oían en su boca otras palabras que éstas: «Papá, mire usted aquel árbol; ¿no ve usted aquella nube? Mamá, ¿qué te parece ese arroyo que va serpenteando hasta traspasar todo el llano?». Con tales razones pasó la mañana, insensible a las súplicas de su madre, empeñada en que cosiera, bordara o se consagrara a cualquiera de los menesteres propios de su sexo. Esto no era posible. Pepita tenía su cabeza organizada de tal modo, que no cabían en ella otra cosa que las contemplaciones en que la vemos constantemente embebida. En nuestra época hubiese sido lo que hoy designamos con la palabra romántica; pero como entonces no existía el romanticismo, la sobreexcitación cerebral de la joven Sanahuja se alimentaba de interminables deliquios, en que todos los campos se le antojaban Arcadias y ella pastora, según había leído en sus endiabladas poesías.

Recorría la campiña con su libro (pues había logrado substraer uno de los secuestrados por su padre), se sentaba bajo los árboles, leía en voz alta, se recostaba sobre la hierba, hacía traer un par de ovejas y otros tantos cabritos, que adornaba con cintas y flores. Después le parecía impropia la lectura y mucho más conveniente el recitar de memoria, y así lo hizo, hasta que se cansó de este monótono ejercicio y se quedó muy triste, notando que le faltaba una cosa importante, indispensable, una cosa de que no se podía prescindir para que aquella farsa tuviera visos de sentido común: le faltaba el pastor.

Fija esta idea en su imaginación, no tuvo paz en todo aquel día. Era preciso buscar un pastor. ¿Pero dónde, quién? Digamos en honor suyo que este deseo no significaba para ella una aspiración amorosa; era simplemente una exigencia de escena, y sus sentimientos, respecto al soñado compañero de sus retozos pastoriles, eran puros hasta la insulsez. En aquella naturaleza todo era empalagoso como la literatura que la inspiraba.

Y el Cielo, propicio siempre con los locos, le deparó lo que buscaba. Aquella tarde, en el momento en que los rayos del sol trasponían por el horizonte, dejando en las copas de los árboles, en los techos de las casas y en la superficie del Jarama resplandecientes rastros de luz y perfiles y destellos de mil colores; en el momento en que las ovejas se aproximaban unas a otras, buscando cada una   —260→   abrigo en las calientes lanas de las demás; cuando salía el humo de los techos y empezaban a pedir la palabra las ranas para su discusión nocturna; cuando la Naturaleza se adormía, impresionando los sentidos con recuerdos virgilianos, Pepita encontró lo que deseaba, encontró su pasto en un chico que, habiéndose presentado unos días antes en la puerta de la casa hambriento, cubierto de harapos y pidiendo limosna, fue recogido por los colonos, que eran gente compasiva. Este chico le pareció desde el primer momento tan propio para el caso, tan interesante por su color tostado, sus grandes y expresivos ojos y su expresión inteligente, que no vaciló en poner en ejecución su pensamiento. A pesar de la repugnancia de sus padres, el chico fue arrancado al pastoreo de los cerdos en que le tenían ocupado; se le dio de comer y de beber a cuerpo de rey, se le arregló una cama en la casa, y al día siguiente las ovejas, los criados y los labradores le vieron en la huerta coronado de flores y de cintas, y muy satisfecho del papel que estaba desempeñando. Se le puso el nombre de Fileno, y los cerdos se quedaron sin su guardián.

Los señores de Sanahuja, aturdidos todo el día por los saltos, juegos y cabriolas de María y de Fileno, que triscaban de lo lindo en la huerta y en el soto, determinaron poner mano en tal abuso, quitándole a su hija aquel juguete que debía volverla más loca. Con este propósito, llamaron al infantil pastor al estrado y entablaron con él el siguiente diálogo, que es indispensable reproducir con toda puntualidad,

-¿Cómo te llamas?

-Pablo -contestó el chico con timidez.

-¿De dónde eres?

El muchacho alzó los hombros para expresarse que no tenía idea de la patria.

-Éste es un vagabundo de esos que no se sabe quién les ha parido, y no parece sino que salen de las piedras -dijo la señora-. ¿De dónde vienes?

-De... de... -contestó el pastor recordando-, de... de un pueblo que está lejos, lejos, lejos.

-Pues nos dejas enterados. ¿Tienes padres?

Fileno movió la cabeza para decir que no, y clavó la barba en el pecho avergonzado de las penetrantes miradas de aquellos señores.

-¿Conque no sabes dónde estabas antes de venir aquí?

-En... en... -contestó recordando-. ¡Ah!, en Chinchón.

-¿Son de allí tus padres?

-No, señor. Yo estaba allí con Mediodiente.

  —261→  

-¿Y quién es ese Sr. Mediodiente?

-Uno que lleva títeres a los pueblos cuando las fiestas.

-¿Y tú dejaste a ese saltimbanquis, o él te echó de su casa?

-Yo me fui solo, y lo dejé porque me quería poner de barriga en la punta de un palo que él cogía con la boca... Así...

Y Pablillo se puso su cayado en la boca, queriendo imitar la habilidad de su patrono el Sr. Mediodiente.

-A mí me ponía en la punta, allá arriba, pinchado por aquí, por la tripa.

-¿Y te pusiste tú?

-Lo hicimos en casa algunas veces para hacerlo después en la plaza; pero me daba mucho miedo, y aquella tarde, antes de la función, me marché por el camino.

-¿Y has venido pidiendo limosna hasta aquí?. Y ese Mediodiente, ¿dónde te tomó?

-En el camino. Allá por onde Arganda. Yo estaba con otros chicos pidiendo.

-Y entonces, ¿de dónde venías? ¿Dónde estabas tú antes de salir por esos caminos?

-¿Yo?... allí onde el tío Genillo. Pero me pegaban, y una mañana...

-Te fugaste. ¿Era la casa de tus padres?

-No; no, señor. Era onde la tía Nicolasa, y la señorita y D. Lorenzo. Como me estaban siempre pegando, me fui de la casa.

-¿Y no te acuerdas en qué pueblo estaba esa casa? Tú tienes cara de ser un truhán redomado.

-Estaba en... en Alcalá.

-Buenas cosas habrás tú hecho en esa casa. Cuando te pegaban no sería por cosa buena... ¿Pero tú no tienes algún pariente, no tienes hermanos? ¿Tú te acuerdas de tus padres?

-Sí; yo me acuerdo... mi padre estaba en la cárcel y yo con él.

-Buena pieza sería también el pobrecito, ¿no es verdad, Cleto? -dijo la señora.

-¿Y te acuerdas del apellido de tu padre?

-Se llamaba como yo.

-¿Pablo? ¿Y qué más?

-Pablo Muriel.

-A ver, a ver -dijo el Sr. de Sanahuja, recordando-. Me parece que... ese nombre no me es desconocido. ¿No es ese aquel administrador del conde de Cerezuelo, a quien encausaron?

  —262→  

-Sí; D. Pablo Muriel. Y precisamente en Alcalá vive el Conde.

-Yo creo que este chico debe quedarse aquí, pero en la labranza. Es una obra de caridad; y si dentro de diez años sabe algo más que cuidar los cerdos, se le puede ocupar en cuidar las mulas. Por supuesto, que si descubre malas inclinaciones, con ponerlo otra vez en el camino para que se vaya con el Sr. Mediodiente...

Mientras los Sanahujas deliberaban sobre la suerte del pastor Fileno, éste volvió a la huerta. El pobre chico estaba rebosando de felicidad, porque comer bien después de tantas hambres, vestir después de tanta desnudez, oírse llamar en verso y verse bien tratado después de tantas amarguras le parecía un sueño, una de aquellas visiones que percibía por las noches en la casa de Alcalá, y que le impulsaron a salir buscando aventuras como un caballero andante.




II

Engracia, invitada por los de Sanahuja, llegó a Aranjuez al siguiente día. Desde que acaeció la prisión de Leonardo, la pobre viudita se había desmejorado mucho, merced a la infernal tiranía de doña Bernarda, dirigida en lo espiritual así como en lo humano por el padre Corchón. Engracia había sido constante y firme en sus sentimientos, a pesar de todo, y lejos de disminuir su afecto hacia la pobre víctima de la Inquisición, se había aumentado, alimentando sin cesar una remota y endeble esperanza. Pero no había vuelto a recobrar su buen humor, y el trasladarse a Toledo, precisamente cuando el pobre preso había sido también conducido a las cárceles de esta ciudad, no era el mejor medio para curarse de sus melancolías. Doña Bernarda estaba, no obstante, muy tranquila, confiada en la solidez probada de los muros del Santo Oficio, y creía que la pasión de su hija se enfriaría poco a poco hasta llegar a su completa extinción.

Pero dejemos a un lado estas consideraciones para venir a lo que ahora nos importa: a que Engracia, entretenida en presenciar los esparcimientos bucólicos de su amiga, y habiendo hecho al pastor Fileno un interrogatorio parecido al que hemos copiado, comprendió al instante que era hermano del amigo de su desgraciado novio. Al momento enteró de todo a los señores de Sanahuja, asegurándoles que el hermano de Pablillo vivía, que estaba en Madrid, y   —263→   que había hecho inútiles pesquisas por encontrar al pobre niño abandonado.

Los padres de Pepita creyeron en conciencia que debían mandar a Pablillo a Madrid. De este modo hacían una obra de caridad, y al mismo tiempo le quitaban a la pastora Mirta su juguete. Así se convino, en efecto, sin más discusión, y aunque ocurrió el inconveniente de no saber dónde Martín habitaba, Engracia lo arregló todo diciendo que ella escribiría a D. Lino Paniagua remitiéndole el chico para que se hiciera cargo de entregarlo a Muriel. Se notificó a Pepita la determinación, y que quieras que no, Fileno fue despojado de sus cintas y encomendado a unos arrieros que al día siguiente salían para la Corte. La felicidad de Pablillo, que se había visto transportado a un Edén, donde no se le ocupaba en otra cosa que en brincar y en poner atención a las estrofas de Meléndez y de Cadalso, concluyó de repente, y cuando se vio en poder de los arrieros le pareció que todo aquello había sido un sueño.

No seguiremos a Pablillo en su viaje antes de hacer mención de la llegada a Aranjuez de doña Bernarda, la cual, encontrándose muy sola por la ausencia de su hija, y aún más por la de Corchón, determinó ponerse en camino, cediendo al fin a las muchas indicaciones de los Sanahujas. Llegó con todo el cuerpo molido, renegando de los zagales y carromateros, de la distancia, del tiempo, de la contrariedad de habérsele olvidado su libro de horas y una pasta de chocolate para la jornada.

-¿No sabe usted, Sr. D. Cleto -decía a los diez minutos de haber llegado-, no sabe usted como he tenido ayer carta del padre Corchón? No tardará mucho en volver. ¡Qué de cosas dice! Está muy ocupado. Ya lo creo. ¡Como que habrán ido pocas personas a consultar con él negocios de Estado! ¡Pues si viera usted, D. Cleto, el cariño que le ha puesto D. Juan Escoiquiz! ¡Vamos, que ya para él no hay más que D. Pedro Regalado! Corchón para arriba, Corchón para abajo, y sin Corchón no hay nada. Le digo a usted que están locos con él, y si cae Godoy, como dicen, y sube el Príncipe, ya le tenemos obispo, y no así de cualquier parte, sino de Salamanca o León, cuando menos, a no ser que en dos palotadas me lo hagan arzobispo, como merece... Pero hijas, ¿no sabéis que a Pluma le han puesto preso? ¡Si vierais cuántas novedades me cuenta! Y de Susanita, ¿no sabéis nada? Pues hijas, se ha enamoricado de un hombre, ¡santo Dios!, del mismo Enemigo. Y la robó una noche, y no se ha vuelto a saber de ella, pues parece que la tiene escondida en una cueva. Si me he quedado muerta... ¡y   —264→   qué gente tan mala hay en el mundo, señor D. Cleto! A mí que no me digan; si se hiciera un buen escarmiento... Pero, como dice D. Pedro Regalado, mientras están las riendas del Gobierno en manos del Guardia...

Doña Bernarda, sin dar tiempo a que los demás le contestaran, continuó en su charla infatigable, ávida de desembuchar lo que traía en el cuerpo.




III

La galera en que Pablillo debía ir a Madrid estaba preparándose en la venta de los Huevos, y entretanto él, acompañado de otro chico de su misma edad, hijo de uno de los arrieros, se paseaba en la gran plaza de Aranjuez en el momento en que una gran muchedumbre se había acumulado allí para ver a las personas reales que saldrían pronto de paseo. Entre los diversos grupos había uno en que varios hombres hablaban con mucho calor. Pablillo, atraído siempre por todo lo que fuera animado e imponente, se acercó, metiéndose en el corrillo sin más ceremonia, como es costumbre en los chicos curiosos y vagabundos. Entre aquellos hombres descollaba uno a quien los demás oían con mucho respeto y con evidente admiración. De pronto pasaron los coches de palacio cargados de príncipes, princesas, gentileshombres, camaristas y, por último, una pesadísima carroza en que iban Carlos IV, María Luisa y el Príncipe de la Paz. Al pasar junto al grupo, el hombre aquel a quien todos oían con tanta atención, dijo mirando a los personajes regios: «Todos tienen que caer».

Pablillo ni oyó tal cosa, ni de oírla la hubiera entendido, y corrió tras los coches fascinado por tanta grandeza y esplendor, llamándole principalmente la atención la escolta que custodiaba a los reyes. Él, según dijo a su improvisado amigo el hijo del arriero, no había visto nunca cosa tan bella. Poco después salió para Madrid, casi a la misma hora en que su hermano partía para Toledo.





  —265→  

ArribaAbajoCapítulo XXIV

El primer programa del liberalismo



I

En Aranjuez tuvo Martín una excelente acogida, y hubo muchos que se entusiasmaron de tal modo oyendole, que resolvieron seguirle a Toledo. Aquí las personas inmediatamente ocupadas en organizar la conspiración recibieron con verdadero alborozo al enviado de Rotondo, el único en quien aquel hombre eminente había encontrado todas las cualidades propias para el caso. Se le enteró con minuciosidad de los preparativos, vio las armas y conoció a cuantos estaban dispuestos por despecho, por miseria o por espíritu de insubordinación a tomarlas el día señalado. No es preciso decir que la mayor parte de aquella gente no sabía lo que hacía ni por qué lo hacía. Cuando más, algunos estaban alucinados con la generosa ilusión de que el Príncipe vendría a curar los antiguos males, desterrando la inmoralidad, la miseria, la bajeza de los que a la sazón gobernaban a España.

Rodeados de todas las precauciones imaginables se reunían los conspiradores en una casucha de la calle del Hombre de Palo, en cuyo recinto apenas cabían las treinta o cuarenta personas que minaban el trono del Príncipe de la Paz. A la mayor parte de ellos Muriel se les representaba con los caracteres de un hombre extraordinario. Nunca habían oído elocuencia igual, y su voz tenía el don de despertar en la mente de todos ideas grandiosas.

La gran ventaja para Muriel consistía en que encontraba preparado el terreno. Él solo, intentando formar un partido en aquella época, hubiera intentado lo imposible, pero las circunstancias le depararon aquella ocasión. La fuerza estaba preparada y dispuesta; él no necesitaba hacer otra cosa que infundirle su idea, y esto lo estaba consiguiendo sin dificultad. ¡Cuántos habría allí de voluntad floja que adquirieron grandes brios en su compañía! Muchos que sentían gran desconfianza y timidez se llenaron de ardor, y bien pronto no hubo quien dudara del éxito de aquella empresa.

Él redactó en pocas horas un plan completo, no sólo para el movimiento, sino para el triunfo, y de antemano previno lo que debía hacer la Junta de gobierno de la ciudad y del reino, que se establecería allí provisionalmente. Esta   —266→   Junta había de convocar unas Cortes generales, a las cuales competía decidir si pasaba la corona a las sienes de Fernando. Como medidas primordiales anteriores a la elección de Cortes, se dispondría la abolición del Santo Oficio, la desamortización completa, la extinción de señoríos, haciendo desaparecer el voto de Santiago, los diezmos y otros onerosos tributos. A las Cortes se dejaba el resolver sobre los mayorazgos y el fundamento de un nuevo Derecho penal y civil.

Este plan cautivaba más cada día a los adeptos de la causa fernandista, que veían ensancharse el horizonte de su primitiva idea. Eran estos hombres, por lo general, jóvenes de la clase media, que habían recibido provechosa enseñanza en las escuelas de aquellos tiempos, pero emancipados al fin de los seminarios y conventos. Los que procedían de esta clase de institutos eran, por lo general, los más ardientes. El pueblo, al principio, no se relacionaba con Martín sino por la mediación de esta juventud entusiasta. Pero él quiso conocer qué elementos tenía en la plebe, y exploró con afán, procurando siempre infundir una idea a aquella muchedumbre irreflexiva. Escoiquiz no aparecía en estos conciliábulos, ni Martín tenía tampoco grandes ganas de verle, porque estaba decidido a obrar por su cuenta. Tres personas se presentaban allí como autores de los preparativos y representantes de las altas personalidades del partido; estas tres personas simpatizaron de tal modo con el joven filósofo, que éste fue en poco tiempo el alma de la conspiración.

En tanto, se acercaba el día y se tomaban todas las precauciones para que el éxito fuera seguro. Se amotinaría el pueblo de Toledo con el pretexto de la carestía del pan, apoderándose luego de la ciudad para proclamar la caída de Godoy. A este grito mágico, que alborozaba entonces a casi todos los españoles, responderían otras ciudades preparadas ya, como Talavera, Valladolid y Zaragoza, donde se enviarían emisarios en el momento crítico. Los amotinados de Toledo se harían fuertes en la ciudad, contando con el levantamiento de la población de Aranjuez, que recibiría de la ciudad imperial grandes auxilios. Según el pensamiento de Muriel, el grito de los primeros alzamientos sería: «¡abajo Godoy!»; después, la Junta de Toledo, que sería su hechura, arrojaría una idea más alta a las cuatro extremidades de la nación.

Muriel, a pesar de ver reconocida su superioridad, no tenía confianza ciega en algunos de los conjurados, por lo cual se ocupaba en vigilarlos con mucha atención para cerciorarse   —267→   de que su complacencia no era una vana fórmula hija del miedo que había logrado infundirles.

-Mereceremos -les decía Martín en las reuniones privadas, en que sólo entraban muy pocos-, mereceremos el desprecio del mundo, si esto que ha de hacerse es un ridículo aborto en vez de una fecunda reforma. Pedir la caída de Godoy para que todo siga como en los días de su omnipotencia, es cambiar de cadena y probar al mundo que no podemos vivir sin la tutela de esa familia corrompida, en la cual no hay ningún individuo que comprenda la misión que el Cielo ha encargado a los reyes. El primer acto de la Junta de Toledo ha de ser declarar que la familia de Borbón ha cesado de reinar en España ¿Hay alguno que no esté conforme?

Al escuchar esta proposición, silencio sepulcral reinó en la sala, y todos callaban asustados del enorme alcance de la aspiración de Martín.

-¿Hay alguno que se sienta sin valor para sostener esta idea? Es preciso decirlo, para que nos conozcamos todos.

-No, no. Sí, tendremos valor para eso. -contestaron a una todos los concurrentes.

-Un pueblo que toma las armas para cambiar de tirano merece tenerlos siempre.

-¡Es verdad, es verdad!

-Caiga en buen hora ese hombre inmoral y presumido; pero sobre los escombros de su poder no se alzará otro lema que el de la soberanía de la nación.

-Sí; esa es nuestra bandera. La Junta de Toledo la mostrará a todos los españoles el día del triunfo -contestaron en diversos tonos los fernandistas.

De esta manera resonó por primera vez en una asamblea de conspiradores aquel emblema, que después había de iniciar una lucha de medio siglo entre las aspiraciones de la inteligencia moderna y la invencible tenacidad de la civilización antigua, apegada a nuestro carácter a pesar de tantos y tan sangrientos esfuerzos por arrancarla.