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ArribaAbajoCapítulo XV

La princesa de Lamballe


Susana, al verse arrebatada por aquellos hombres, de los cuales no conocía más que a uno, se esforzó en pedir auxilio; pero no le fue posible hacerse oír. Metiéronla en un coche, que a buen paso atravesó la villa de un extremo a otro, y al llegar a la calle de San Opropio, la violenta impresión recibida, la angustia de aquella situación, el   —196→   terror que le causaba el mismo Martín por las especiales circunstancias de su conocimiento con él, habían abatido su ánimo valeroso, y perdió el conocimiento. Martín solo la cargó en sus brazos y la entró en la casa.

No se extinguió en ella toda sensación durante el tránsito de la taberna a la casa. Antes de volver de su letargo creía darse cuenta de lo que pasaba a su alrededor: creyó sentir que los fuertes brazos que la tenían asida la dejaban sobre el suelo, después sintió que a las voces de los que la acompañaron se unía alguna otra voz desconocida, y que juntos hablaban con mucho calor, nombrándola con frecuencia, lo mismo que a su tío y a su padre. Después los infernales acentos se alejaban, juntamente con los pasos de aquellos hombres, y se sentían crujir bajo sus pies las maderas de una desvencijada escalera; luego los mismos pasos resonaban sobre las baldosas de un patio, y, por último, el ruido de varias puertas y el chirrido de los cerrojos parcela indicar que habían salido dejándola sola. Silencio sepulcral reinaba en torno suyo.

Cuando abrió los ojos creyó salir de una pesadilla; pero a medida que su entendimiento se despejaba, iba adquiriendo el sentido real de su situación. En poco tiempo se serenó, y pudiendo adquirir la certidumbre de que no soñaba, examinó el sitio, se movió, y un ruido seco de hojas de maíz le hizo comprender que se hallaba en un jergón. Extendió la mano y tocó una silla que, falta de equilibrio, golpeó el suelo repetidas veces con una de sus desiguales patas. ¿Estaba presa? ¿Era aquello un calabozo donde la encerraban para toda la vida? La puerta del cuarto estaba abierta, y por ella entraba clarísima luz de luna. Hizo un esfuerzo de ánimo y se aventuró a salir. Dio algunos pasos por la habitación, y saliendo al corredor vio un vasto cuadrilátero formado por doble columnaje de madera, y abajo un ancho patio con montones de escombro. No vio un ser vivo en tan ancho recinto. Puso el oído atento y no sintió ruido alguno. A pesar de su mucho ánimo en ocasiones ordinarias, no se atrevió a dar un paso por aquel corredor solitario y frío. «¿Estoy soñando?», se dijo repetidas veces, mientras veía y palpaba la realidad.

«¿Quién me ha traído aquí? ¿Qué sitio es éste?». He aquí terrible problema que la oprimía el cerebro como un anillo de fuego. Esperó a ver si parecía algún ser humano, aunque no estaba segura de si lo deseaba o lo temía; pero nadie pareció. La casa seguía muda como una mansión encantada; nada ante sus ajos tenía animación ni vida. Aquello era un vasto sepulcro donde estaban muertas la   —197→   Naturaleza, la atmósfera, la luz. Hasta le parecía que la Luna no verificaba en el cielo su rápida traslación, y que las nubes, como el hermoso astro de la noche, permanecían clavadas e inmóviles sobre un fondo obscuro como las pinturas de un telón.

Al fin creyó sentir a su derecha ruido semejante al de una sucia que se arrastra: miró y vio un bulto al extremo de un corredor. Fijó su atención y observó que se aproximaba. Era una cosa viva, un hombre tal vez. Desde lejos Susana no percibía más que un cuerpo alto y enjuto, vestido con traje talar; mas aquello, hombre, aparición o lo que fuera, se acercaba; ya se le podía distinguir perfectamente, y la joven sintió un terror tan grande, que no tenía memoria de haber experimentado nunca sensación igual. Sudor frío corría por todo su cuerpo y temblaba como si se hallara sometida a la acción de un frío glacial. No se atrevía a huir, porque volver la espalda le infundía más temor que mirar cara a cara aquella visión silenciosa. Hizo nuevos esfuerzos de valor, y se asombraba de que, habiendo mostrado tanto corazón en anteriores ocasiones, se hallara entonces cobarde y aterrada como un niño. La sombra avanzó más y se paró a unos diez pasos de distancia. Susana reconoció las facciones de un viejo decrépito y horrible que la miraba atentamente con expresión de ira.

Cuando la hubo contemplado un buen rato, dijo con cavernosa voz:

-¡Infame, perra aristócrata! Mañana es tu último día, mañana morirás. Beberemos tu sangre y pasearemos en una pica tu cabeza, vil aristócrata, para escarmiento de todos los de tu raza. ¡Mañana, mañana! ¡Tiembla a la salida del sol!

Susana hizo un esfuerzo para huir de quel terrible espantajo; pero su propio miedo la tenía clavada en el antepecho del corredor.

-Sí, miserable y orgullosa aristócrata -continuó el viejo- para ti no habrá perdón. Mañana es el gran día, mañana es el 2 de septiembre. Se afilan las cuchillas. El pueblo ha sufrido muchos siglos, y mañana tomará venganza de tantos crímenes. ¡Ah, perversos! Pensasteis que vuestro poder no acabaría nunca. Ha llegado la hora del exterminio.

Al decir esto, el anciano se acercó hasta ponerse a dos pasos de Susana, en cuyo rostro clavó sus ojos extraviados y feroces. Entonces alargó su brazo y puso la mano sobre el hombro de la joven, que se replegó creyendo sentir sobre sí la helada mano de la misma muerte.

  —198→  

-¡Ah, desgraciada princesa de Lamballe! -exclamó La Zarza-. No te valen ni tu hermosura, ni tus riquezas, ni tu ilustre cuna, ni ser amiga de la reina, ni ser hija del duque de Penthièvre. Te han encerrado aquí para inmolarte mañana entre miles de cadáveres. Tu sangre, con la sangre de un sinnúmero de nobles, suizos y cortesanos, correrá, formando arroyos, por las calles. El pueblo se gozará en abofetear tu cabeza. Pocas horas te restan: el alba se acerca, encomiéndate a Dios. Tus carceleros serán implacables. ¡Muerte, muerte!

Al decir esto, hizo presa con sus afilados dedos en el hombro de Susana, apretó con creciente fuerza, y la dama, ya en el último grado de terror, aturdida, desesperada, loca, al sentirse aprisionada por aquella garra de acero, lanzó un agudísimo grito, y cayó al suelo sin sentido.




ArribaAbajoCapítulo XVI

Las ideas de fray Jerónimo de Matamala



I

Asomaba la aurora por las ventanas y balcones del madrileño horizonte, cuando D. Buenaventura Rotondo y Martín Muriel, que después de los sucesos referidos habían salido a enterarse de ciertos asuntos de indudable urgencia, regresaron a la calle de San Opropio, mas no para descansar ni entregarse a indolente reposo, que podría ser de gran peligro en tales circunstancias. Uno y otro debían andar muy despabilados aquel día, y era preciso obrar con gran actividad antes que fueran descubiertos por la policía, si es que eran dignos de este nombre los perezosos alguaciles y los agentes secretos sostenidos por las autoridades administrativas y religiosas de aquellos benditos tiempos.

Entraron en el cuarto donde Rotondo tenía lo que podríamos llamar su despacho, y cada uno escribió una carta, siendo mucho más larga y meditada la de Martín.

-Ahora -dijo Rotondo doblando la suya- ya sabemos lo que hay que hacer. Es preciso no perder tiempo. La cosa está próxima; y pues usted acepta en este negocio la parte importante que yo le ofrecía, no hay que dormirse. Ya   —199→   están ahí las personas con quienes debemos entendernos. ¡Oh, amigo! Cuando vaya haciéndose cargo del vasto plan en que estamos metidos, comprenderá qué gran acontecimiento se prepara. Toda la sociedad, lo más selecto en las armas, en las letras, en la piedad, está con nosotros y contra ese infame privado. Ya verá usted. Pero no se puede perder ni un momento. Al instante va usted a hablar con el padre Jerónimo de Matamala, que viene de Toledo y de Aranjuez con instrucciones y claves... ¡Oh!, nos ha puesto en un gran compromiso el buen franciscano dejándose coger ciertos papeles... pero, ¡ca!, si el provincial de la Orden es también de los nuestros...

-¿De modo que no se le perseguirá? -dijo Martín rubricando la firma de su carta.

-No lo creo. Aunque te han enviado aquí al convento de San Francisco como por vía de destierro, no creo que pase de ser una fórmula.

-¿Podré ver tan temprano a fray Jerónimo?

-Sí, al instante. Ayer tarde le he visto yo, y ya está enterado de que contamos con usted, lo cual le causó gran regocijo. Mientras usted se explica con él y se entera de ciertas particularidades, yo me voy a ver a un pájaro gordo que debe haber llegado anoche para entenderse conmigo. ¡Oh, ése sí que es personaje!... Tenemos -añadió, bajando la voz con misterio- una palanca tremenda. Bastará hacer un pequeño esfuerzo para... En fin, despachar pronto. Váyase usted a ver al fraile, mientras yo conferencio con mi hombre. ¡Qué hombre, qué adquisición!

-Pues hasta luego; saldremos solos.

-Sí, que Alifonso y Sotillo se queden aquí. Solos y bien embozados a esta hora, no hay peligro alguno. Ya ve usted cómo estoy yo; ¿quién me conoce en este traje?

En efecto; D. Buenaventura había cambiado por completo de vestido, y aquel señor a quien vimos tan almidonado y tan pulcro en los primeros capítulos de esta historia se había convertido en un hombre del pueblo que podía pasar por barbero.

-Usted -continuó Rotondo, embozándose en su capa- no necesita disfraz. Pocos le conocen, y los inquisidores no hacen de las suyas sino por delación y dentro de las mismas casas... Conque...

-Cada uno por su lado.

-Eso es, y dentro de un rato aquí.

Salieron, y se separaron en la puerta. Martín se dirigió a casa de D. Lino Paniagua, a quien necesitaba encargar una importante comisión antes de avistarse con el franciscano.   —200→   Cuando el joven llegó a la calle del Burro, el abate, a pesar de que aún era muy temprano, no dormía, y estaba muy ocupado en limpiar su ropa, en dar lustre a sus zapatos, en coger algunos puntos a sus medias y en otros menesteres domésticos que eran la ordinaria tarea matinal de aquella gaceta ambulante. El buen D. Lino, que no era rico, necesitaba atender por sí mismo al realce y esplendor de su persona, según convenía a sus variadas funciones sociales.

-¡Oh, Sr. D. Martín, usted por aquí a esta hora! -exclamó, dejando sobre la cama la casaca, en cuyo forro estaba restaurando una costura lastimada por el roce-. ¿Qué bueno me trae usted?... Algún encarguillo, ¿eh?

-Sí, señor; quiero que me haga usted el favor de llevar una esquela a cierta persona...

-¡Ah!, ya comprendo, truhán -dijo el abate, sonriendo y clavándose la aguja en la guarnición de una chupa verde mar, del tiempo de Farinelli, que para dentro de casa tenía-. ¿Conque era cierto?... Y usted lo negaba. Esquelitas ¿eh? Yo me encargo de eso por ser usted el interesado, que si no... Vamos, que ha puesto usted una pica en Flandes.

-Agradeceré a usted mucho que se encargue de esto -contestó Martín mostrándola-. Es para el doctor D. Tomás de Albarado y Gibraleón.

-¡Ah!, pues yo creí que era para... Pero ya entiendo, picarón -añadió con malicia, creyendo descubrir un secreto-. Usted se cansa ya de la vida platónica; usted aspira a... y como del doctor puede decirse que es quien dispone del porvenir de Susanita... La pretensión es atrevidilla, Sr. D. Martín; pero si ella está tan enamorada de usted como dicen...

-¿Conque usted llevará la carta? -preguntó el otro sin hacer caso de los comentarios del inocente abate.

-¡Ah!, sí, con mucho gusto. Ojalá viera usted cumplido su deseo. El doctor es una persona excelente. Y a propósito: ¿logró usted que pusieran en libertad al Sr. D. Leonardo? Qué lástima de joven, tan amable, tan...

-No, nada se ha conseguido hasta hoy.

-Es raro, porque estando ella empeñada en sacarle en bien... Y me consta que se preocupó mucho del asunto, no hablaba de otra cosa. Por cierto que ese empeño daba que hablar a la gente, y todos se hacen lenguas sobre el estupendo amor que la madamita siente por usted. Algunos se han escandalizado... ¡Preocupaciones! Todos los que conocen su carácter se han llenado de asombro. ¡Qué genio!   —201→   ¡Cuidado que tiene rarezas! Ya sabrá usted que se había empeñado en ir al baile de la Pintosilla. Todos en la casa se oponían; pero al fin, el demonio de la muchacha fue. Si cuando dice «esto se hace», no hay remedio, sino que lo ha de hacer.

-¿Y fue por fin a ese baile en los barrios bajos?

-Sí, señor, fue. Vamos, que usted debe saberlo mejor que yo -dijo Paniagua con malicia-. Su familia estaba disgustada, y no crea usted, temían... Anoche a las once, hora a que yo me retiré de la casa, todavía no había vuelto y estaban muy sobre ascuas. ¡Ya lo creo, tan tarde! La fortuna es que había ido con el marqués y con Pluma, que si no... Esa gente de Lavapiés es muy peligrosa.

-¿Conque llevará usted la carta hoy mismo?

-En cuanto salga. Precisamente he de pasar por casa del doctor. Tengo que ir a casa de los señores de Sanahuja, que viven, como usted sabe, pared por medio. ¡Ah, no sabe usted cuánto tengo que hacer hoy! Como esos señores se van a toda prisa para Aranjuez...

-¿Qué señores?

-Los de Sanahuja. Figúrese usted que Pepita está maniática, no puede vivir sino en el campo. Ya usted recordará. Aquella que en la Florida recitaba versos pastoriles y jugaba a los corderos. Yo me figuro que aquella cabeza no está buena. Está tan enfrascada en su manía, que no hay quien la convenza de que todo eso de lo pastoril es pura invención de los poetas, y que en el mundo no han existido jamás Melampos, ni Lisenos, ni Dalmiros, ni Galateas. Pero ni por esas; ella, con la lectura de Meléndez y de Cadalso, se figura que todo aquello es verdad, y quiere ser pastora y hacer la misma vida que los personajes imaginarios que pintan los escritores. ¿Pues qué cree usted? Si ha tenido su padre que quemarle los libros, como hicieron con los de D. Quijote... Es mucha niña aquella. Pues hoy se van para Aranjuez, donde tienen una hermosa finca con su soto y muchos viñedos. La familia, viendo que Pepita no comía ni dormía a causa de su preocupación pastoril, ha resuelto al fin hacerle el gusto y se la llevan esta tarde. De buena gana iría a pasar allí un par de semanas. Ellos me vuelven loco para que vaya, mas no puedo salir de aquí. Yo, Sr. D. Martín, hago en Madrid mucha falta. ¡Pues no es nada los encargos que me han hecho! -añadió pasando la vista por un papel que sobre la mesa tenía-. Vea usted la lista: «Dos capones buenos; cuatro libras de pólvora para el Sr. D. Cleto, que es gran cazador; un brasero grande de los superiores de Alcaraz; un sonajero que   —202→   no pase de seis reales, para el niño; siete varas de muselina para la mujer del molinero, que es ahijada de la señora y está de parto; ocho purgas de coliquíntida en diez y seis tomas; un juego de ajedrez; avisar al zapatero para que lleve antes de las dos las botas de D. Cleto; ir a contratar un coche, si se encuentra, y si no una galera, a la Cava Baja». Conque vea usted, todos estos encargos corren de mi cuenta, y es preciso despacharlos por la mañana.

-Antes que hacer todo eso, ¿llevará usted mi carta?

-¡Oh, sí, descuide usted! La recibirá dentro de una hora.

Martín se despidió dejando al abate en singular batalla con una mancha de mala calidad que había aparecido en el cuello de su casaca y en sitio donde no podía ser cubierta por el coleto. Sin pérdida de tiempo, y muy seguro de que la carta llegaría a su destino, se dirigió a San Francisco el Grande, ansioso de ver a su amigo fray Jerónimo de Matamala. Hubo de esperar un poco, porque el buen regular estaba diciendo su Misa; pero el Oficio no duró gran rato, y apenas dejó aquél los paños ornamentales, cuando apareció en el claustro, donde Martín le aguardaba contemplando las pinturas de ascetas y mártires que cubrían las paredes de aquel santo recinto.

-¡Martín, querido Martín! -exclamó fray Jerónimo abrazándole-; ven, sube conmigo y hablaremos con más libertad en mi celda.

Subieron, y sentados junto a una mesa de pino que sostenía dos grandes cangilones de chocolate, rodeados de su corte de bollos y bizcochos, comenzaron a matar el hambre y a hablar de esta manera:




II

-Ya te esperaba, Martincillo -dijo fray Jerónimo-. D. Buenaventura me ha hablado de ti con unos encomios... Está muy satisfecho de ti; ¿no te lo dije? Ahora comprenderás mi buen tino al recomendarte a ese caballero. ¡Ah!, pero tú no has seguido enteramente mis consejos.

-¿Por qué?

-Porque no te has curado de tu manía de hablar mal de Dios y de su santa religión. Martín, te dije al recomendarte a D. Buenaventura, «disimula tus opiniones; mira que no te conviene aparecer así, tan descreído y violento, sobre todo cuando pretendes hacer fortuna». Tú no me has hecho caso   —203→   según me dijo ayer ese buen señor; tú has asustado a todos con tu imprudente audacia y el desprecio con que hablas de las cosas más santas.

-Qué quiere usted, ya le dije que no me era posible disimular; yo soy así.

-Pero hijo, se hace un esfuerzo; hay muchos que piensan como tú y se lo guardan. Eso es lo que conviene... Pero hablemos de otra cosa. ¿Conque tú estás decidido a cooperar a esta gran obra?

-Sí, padre; y si he de decir a usted la verdad, ni sé claramente cuál es la grande obra, ni qué medios se han de emplear para verla realizada. La desesperación, una serie de circunstancias tristísimas en que me he visto, me impulsan a tomar parte en esa obra, cualquiera que sea. Yo estoy desesperado; yo me veo perseguido sin motivo alguno; me uniré con gusto a todo el que se proponga herir con golpe mortal la corrupción en que vivimos.

-Pues hijo, yo te explicaré. Cuando me viste en Ocaña no quise contarte estos secretos; me pareció que no serías demasiado prudente. Pero como conocía tu carácter impetuoso y decidido, te creí de mucha utilidad y te recomendé al Sr. de Rotondo, esperando que sabría dar noble ocupación a tus grandes cualidades.

-Pero usted ya andaba en estos manejos, padre, aunque tenía empeño en que nada se trasluciera.

-Cierto es, hijo, pero no creí conveniente clarearme demasiado contigo. Yo tenía correspondencia con Rotondo; ya en aquellos días se creía próximo el gran suceso, pero no tanto como ahora.

-¿Y el alma de ese negocio es D. Buenaventura?

-No. Don Buenaventura no es más que un agente que tenemos en Madrid, y no hay palabras con qué elogiarle; porque la verdad es que su astucia, su prudencia, su tacto, han hecho verdaderos milagros. El alma de este negocio es un personaje eminente, un hombre como hay pocos en el mundo, de tanto saber y experiencia, que no encuentro ninguno con quien compararlo entre antiguos ni modernos.

-Dígame el nombre de ese prodigio.

-Se llama D. Juan Escoiquiz, el que fue preceptor del Príncipe, el hombre insigne que vive retirado de la Corte por las intrigas del Guardia, pero que ha de alcanzar de nuevo, yo lo espero, la dirección de su real alumno, y quizá la dirección absoluta de los negocios del Estado; porque no digo yo una nación, sino veinte naciones podría gobernar D. Juan Escoiquiz, que talento le sobra para eso y mucho más.

  —204→  

-Pues mire usted, padre, lo que son las cosas -dijo Muriel-; yo tenía formada idea muy distinta de ese señor canónigo. Por algo que he oído, me le había figurado más vanidoso que sabio y con una ambición tan grande como injustificada.

-Calla, necio -contestó fray Jerónimo-, no sabes lo que te dices. Ya se ve, quien tiene ideas tan equivocadas sobre Dios y la religión, ¿no las ha de tener sobre los hombres?

-Bien, dejemos a un lado sus cualidades y siga usted contando.

-Pues como te iba diciendo, Martincillo, el alma de este asunto es el arcediano de Alcaraz, y los auxiliares más poderosos nada menos que el príncipe Fernando, la princesa María Antonia y... ¡asómbrate!, la Inglaterra.

-¿La nación inglesa?

-Sí; Rotondo es el que se entiende con los agentes del Gobierno inglés, interesado en que caiga este pérfido favorito que nos está arruinando, después que ha dado en la flor de hacer Tratados con Napoleón. ¡Son horribles los proyectos que se atribuyen a ese infame Godoy! Si hasta piensa, según dicen, despachar a los Príncipes para América, con objeto de fundar allá yo no sé qué reinos; por supuesto, que su idea es hacerse rey de España, que de eso y mucho más es capaz ese vil, protegido siempre por la más liviana de las mujeres.

-¿Y qué es lo que piensa hacer? ¿Algún levantamiento nacional?

-Pues eso mismo; has acertado. ¡Si vieras cuántos elementos tenemos! Nobles, plebeyos, clero, magistratura, milicia, todo es nuestro. La causa del Príncipe es la causa del pueblo. Te digo que el éxito no es dudoso. Ahora es la tuya. Martincillo, a ver si te luces.

-¿Y qué tengo yo que hacer?

-¿Y me lo preguntas? ¿Para qué te recomendé yo a D. Buenaventura? ¿Recuerdas lo que hablamos aquella tarde en la huerta del convento? ¿No estás continuamente protestando contra la degradación y la bajeza de la Corte, contra la inmoralidad, contra el atraso en que vivimos? Pues de todo eso, ¿quién tiene la culpa sino el Guardia? Por eso yo te escuchaba, y decía para mí: «Éste es el hombre que hace falta; éste sí que en un día dado sabrá hacer las cosas y arrastrar al pueblo a la victoria».

-¡Arrastrar al pueblo!... -dijo Martín meditando el sentido de estas tres palabras que más de una vez habían bullido en su imaginación.

  —205→  

-Sí, eso, eso mismo. Pero ya te lo damos todo hecho. Todas las comisiones están desempeñadas y no falta más que la tuya, no falta más que un hombre atrevido que tenga la inspiración revolucionaria.

-¿Y desaparecerá la corrupción, la tiranía, todo lo que hay aquí de odioso y contrario a las luces de la época y a la civilización?

-¿Pues quién lo duda? Después será esto un paraíso. Muerto el perro se acaba la rabia. Y cree que lo deseo ardientemente, para que este país se vea bien gobernado y sea lo que debe ser en el mundo. Si no fuera por mi patria, no diera paso alguno en este asunto. Ya tú sabes que yo no tengo ambición y que mi mayor dicha es vivir entre estas cuatro paredes, retirado del bullicio del mundo. Nada me agrada tanto como la soledad. Tú si que puedes sacar gran partido de esto. Quién sabe hasta dónde podrás llegar, sobre todo si sales en bien, como espero, de este negocio.

-Pero en resumidas cuentas -dijo Martín-, ¿qué es lo que tengo yo que hacer?

-Eso, Rotondo es quien te lo ha de decir ce por be. Yo lo que tengo entendido es que va a haber un levantamiento en Toledo cuando la Corte esté en Aranjuez, que será de un día a otro. En Toledo se prepara un hambre ficticia para que el pueblo se amotine más fácilmente. Después en todas las ciudades principales hay comisionados que están en relación con Juntas secretas establecidas desde hace tiempo, a pesar de la policía. A ti, por lo que he entendido, te encuentran pintiparado para el caso; tú tienes un carácter resuelto y atrevido y unas ideas revolucionarias que ya, ya... Mira si tuve acierto al enviarte al Sr. D. Buenaventura.

-¿Y cuándo?

-Creo que no habrá tiempo que perder. Yo he tenido cartas de D. Buenaventura, y además anoche ha llegado el Sr. D. Pedro Regalado Corchón, que es una de las personas más comprometidas y más entusiastas por nuestra causa, a pesar de ser novicio en ella.

-¿Y quién es ese señor?

-Un inquisidor dé Toledo, el que goza de más influjo en aquel Tribunal; persona de gran talento y prestigio.

-¿Conque también hay inquisidores en esta danza? -dijo Martín con asombro, sospechando de la bondad de una cosa en que se interesaba aquel santo Tribunal.

-Si te digo que todas las clases de la sociedad... ¡Pues poco irritados están los señores del Santo Oficio contra el Guardia! ¡Si vieras qué hombre tan eminente es el padre   —206→   Corchón! Como que ha escrito catorce tomos sobre el Señor San José y otros muchos que tiene comenzados sobre diversas materias sagradas y profanas. Costó trabajo meterle en este fregado; pero al fin entró, y desde que en Toledo trabó amistad con el secretario de aquel Tribunal se ha vuelto entusiasta. Anoche llegó a Madrid, y ése es el que ha de precisar la ocasión y el cómo y cuándo. Porque has de saber que él y Escoiquiz son uña y carne. ¡Pues digo si tienen pesquis uno y otro! En la Secretaría de Estado les querría mirar yo a ver si el Sr. Napoleón se reía de nosotros.

-¿Conque hay inquisidores en esta danza? -repitió Martín-. Lo pregunto porque yo precisamente ando a vueltas con el Santo Oficio, y por un milagro no estoy ya en las garras de los inquisidores durmiendo a la sombra.

-Pues qué, ¿te han perseguido?

-Sí, por brujo, francmasón, vampiro y no sé qué más -contestó el joven con amargo desdén.

-¡Ah! -dijo fray Jerónimo-, tú no quieres seguir mi consejo. En dondequiera que estés, y en presencia de personas desconocidas, te despachas a tu gusto sobre política y religión, y así no es extraño que alguien te haya denunciado.

-Antes de intentar prenderme a mí esos infames, habían preso al pobre Leonardo.

-Ya lo he sabido; y en verdad no me causó gran asombro, porque lo cierto es que era muy calavera.

-Ni él ni yo hemos cometido falta alguna que merezca esa persecución horrorosa.

-Pero hijo, ya tú ves -dijo el padre con aflicción-, vosotros sois muy deslenguados; habláis sin ningún respeto de las cosas más sagradas, y tenéis gusto en insultar a los ministros del Altísimo, dignos más que nadie de veneración y acatamiento. Piensa lo que quieras, pero guárdatelo, sobre todo delante de personas extrañas. ¡Oh!, si tú moderaras un poco la lengua, serías un hombre perfecto. Pues hijo, yo creía que en Madrid te habrías corregido un poco.

-Al contrario. Las persecuciones, los desengaños que he sufrido, y, por último, la vil celada que acaban de tenderme, ha exacerbado en mí aquel rencor inveterado que tanto le sorprendió a usted la tarde que hablamos en el convento de Ocaña. No fue mi ánimo al principio ceder a las sugestiones de D. Buenaventura, que me quería comprometer en una conspiración cuyos medios yo no conocía bien y cuyos fines no me parecían grandes ni dignos. Soñando ya con algo más alto, más eficaz, más útil para   —207→   mi país y para la civilización, cerré los oídos a los reclamos que entonces se me hicieron con bastante empeño; pero hoy las circunstancias han variado para mí: estoy amenazado de perecer en un calabozo de la Inquisición con muerte ignorada y vil, sin provecho para causa alguna; todas las puertas se me cierran; parece que la sociedad ve en mi una temerosa fiera que es preciso enjaular o exterminar para que no devore cuanto halle a su paso. ¿Qué puedo hacer en esta situación? Arrojarme en brazos de todo aquel que por cualquier medio se ocupe en conmover este edificio minado y ruinoso en que vivimos; ayudar a todo el que parezca dispuesto a protestar contra las leyes, contra las costumbres, contra las altas personas de la España contemporánea. Y no reflexiono, no mido el verdadero alcance de la empresa en que tomo parte; me basta que sea una negación de todo esto que me rodea. He aceptado a ciegas la cooperación que se me ha ofrecido, y lo hago llevado más bien por un sentimiento de encono, por una especie de crueldad nacida intempestivamente en mi corazón, que por el cálculo frío que debe preceder a todas las grandes resoluciones. ¡Ah!, ahora comprendo los excesos y las violencias que acompañan a las primeras violencias populares, y me explico ciertos crímenes que la razón no acierta a justificar. Por lo que en mí pasa comprendo lo que puede ser la pasión de innumerables seres vejados y maltratados por una tiranía de siglos; comprendo las catástrofes de la venganza popular, llevada a cabo por hombres sin instrucción ni conocimiento alguno del mundo y de la sociedad; me explico que la multitud no se detenga, sino que avance siempre, destruyendo todo lo que encuentra al paso, acordándose sólo de sus agravios y olvidando toda la ley de humanidad. ¿Y esa gente se espanta de que la cuerda estalle, cuando ellos están estirando, estirando, sin comprender que por una ley invariable toda resistencia tiene su límite y toda tiranía tiene su día terrible más tarde o más temprano?

Fray Jerónimo de Matamala se quedó muy pensativo al oír estas palabras, no sabiendo si aplaudir o censurar la viva imprecación del revolucionario, en quien veía más celo del necesario para el caso. Él, sin embargo, como subalterno en la conspiración, se reservaba sus sentimientos en aquel asunto, confiando en que D. Buenaventura, dada su gran experiencia, no podría equivocarse en elección tan delicada.

-Bien -dijo al fin levantándose-. Todo lo que haya de bueno en tus ideas, Martincillo, lo has de ver realizado.   —208→   Buen ánimo, y espera a que te den órdenes. Ya verás al reverendo Corchón; él y D. Buenaventura son los que en Madrid tienen hoy la clave del asunto. Yo creo que me iré otra vez a Ocaña o al mismo Toledo, porque has de saber que el provincial es también de la partida, y cuando yo creía que me iba a ser impuesta alguna pena por el descuidillo de las cartas, me encuentro con que me agasajan y consideran más de lo que merece este pobre fraile sin influencia ni poder.

-¿Y dónde veré a ese Sr. Corchón? Porque me interesa mucho hablar con él.

-¡Oh! Don Buenaventura te presentará. ¡Verás qué hombre, qué talento, qué vasta instrucción!... ¿Sabes que me parece que es hora de que te retires? -añadió bajando la voz y atendiendo al ruido de pasos que se oía por el claustro, junto a la puerta de la celda-. Porque aunque aquí me consideran, no quiero infundir sospechas.

-Adiós, y nos veremos antes de que usted vaya a Toledo.

-Sí, y me quedo rogando por ti, Martincillo, por el impío, por el ateo, por el francmasón, por este diablillo atrevido y procaz a quien la Providencia, a pesar de todo, reserva un porvenir de gloria. Adiós.

Le abrazó, y el joven dejó a su amigo enfrascado en grandes dudas sobre el grado de revolución que en aquellos tiempos podía emplearse sin peligro. Su perplejidad no concluyó en todo el día, y paseándose por el claustro, rezando en el coro y sentado en la huerta, no cesaba de repetir: «Es mucho hombre para tan poca cosa».






ArribaAbajoCapítulo XVII

El barbero de Madrid



I

Cuando el doctor Albarado recibió de manos de D. Lino Paniagua la carta que le enviaba Martín, se quedó helado de espanto, y en un buen rato no articuló palabra alguna.

-Esto es horroroso, D. Lino; por Dios, ¿quién lo ha dado a usted este papel?

  —209→  

-Me lo ha dado... me lo ha dado... -contestó balbuciente el pobre abate-. ¿Pero no trae firma?

-Sí, aquí viene la firma de ese bandido. ¿Pero dónde le ha visto usted? ¡Qué negro delito, qué atrevimiento! Atreverse... Estamos en Sierra Morena.

-Bien me lo figuraba yo -decía para sí Paniagua-. ¿Cómo había el doctor de consentir en que Susanita se casara con D. Martín? Ese hombre debe de estar loco.

-¿Pero usted no sabe lo que dice esta carta?... -gritó furioso Albarado.

-Sí... ya lo supongo.

-¡Lo supone usted, lo sabe! Luego usted no puede menos de ser cómplice en esta villanía.

-¡Yo, doctor de mi alma... yo cómplice!... ¿De qué?

-¿Ha visto usted alguna acción semejante?

-A la verdad, querido señor doctor, atrevidilla es la pretensión de ese hombre, pero su juventud y su falta de mundo lo disculpan.

-¿Cómo disculpa? ¿Usted está loco?... -dijo el Inquisidor, más furioso mientras más procuraba calmarle D. Lino, equivocado de medio a medio respecto al contenido de la carta.

-Diré a usted... señor doctor -contestó aturdido el abate-. Pero cálmese usted, no se irrite. La cosa no merece la pena. Considere usted...

-¡Cómo que considere! Hombre de Dios, parece que está usted en Babia. Lea, lea y comprenda que está siendo emisario de una partida de bandoleros.

El abate fijó sus ojos con ansiosa curiosidad en la carta, y se quedó al leerla pálido como un difunto.

Aquel terrible documento, como saben nuestros lectores no contenía otra cosa que la intimación del secuestro y el propósito, franca y rudamente manifestado, de no devolver a su familia a la desgraciada joven mientras Leonardo, no fuera puesto en libertad.

Don Lino tuvo que hacer un gran esfuerzo de espíritu para no desmayarse. Miraba al doctor con azorados ojos, leía dos o tres veces el malhadado papel y creía ser víctima de una estratagema diabólica.

-¿Dónde, dónde le han dado a usted esa carta?

-Señor... señor... Yo no sé qué pensar -dijo el pobre abate temblando de miedo-. ¡Cómo había yo de creer... yo que pensaba!... pues diré a usted; ha estado en mi casa él, él en persona... hace un momento.

-¿Dónde vive ese hombre, dónde? Al instante hay que empezar a hacer averiguaciones. ¡Qué infame delito! Vamos   —210→   al instante a casa de mi hermana. Si no acierto a explicarme este desastre... ¡Oh, infeliz Susana! Yo revolveré a tierra para sacarte del poder de esos forajidos... No hay que perder tiempo... Vamos, muévase usted.

Esto decía el buen consejero de la Suprema, vistiéndose a toda prisa para salir de su casa, acompañado de D. Lino, el cual aún no volvía de su estupor ni acertaba a disipar con un juicio o un dictamen cualquiera el angustioso aturdimiento del abuelo.

-¡Oh, la Inquisición! -exclamaba éste por el camino-. Es preciso que ese Sr. D. Leonardo o don demonio sea puesto en libertad hoy mismo... Si no... esa canalla es capaz de hacer una atrocidad... ¡Ah, Susanilla, tú en poder de esa gentuza; tú perdida para siempre! ¡Qué golpe, señor, a mis años!... Esto no tiene nombre.

-Qué cosas, qué cosas! -decía a media voz D. Lino, que tan angustiado como corrido no acertaba a formular una protesta ni un comentario.

Al llegar a la casa encontraron a todos en el más alto grado de ansiedad y consternación.

-¿Ya sabes lo que pasa? -preguntó doña Juana-. Susana no ha vuelto, ni el marqués, ni Pluma. No parecen, se les busca por todas partes, han ido allá mil veces, no saben dar razón. Dios mío, ¿qué castigo es este?

-Toma, mujer; lee, lee y comprenderás todo -dijo el doctor, dando a su hermana la carta fatal.

-¡Qué horror! ¡Y ese Muriel!... Si me lo figuré -exclamó erizada de espanto doña Juana-. Es preciso descuartizar a ese hombre. ¿Dónde está la justicia? Al momento, buscarles, perseguirles sin descanso.

-Voy al Consejo, voy a visitar a todos los inquisidores, voy a dar órdenes a los de Toledo, órdenes terminantes. Todo el Consejo me apoyará... Es preciso que hoy mismo quede en libertad ese reo. No nos expongamos al furor de esos miserables; pueden matarla. ¡Qué horrible idea!... Sí, voy, voy al Consejo... ¡Maldito Tribunal!... ¡Por qué le odiarán tanto!... Voy, voy...

Así decía el pobre doctor, yendo de aquí para allí, dirigiéndose a todas las puertas y no saliendo por ninguna, tropezando en todas las sillas, quitándose el sombrero cada minuto para abanicarse con él, volviéndoselo a poner y asustando a todos más de lo que estaban con sus descompuestos ademanes y su iracunda voz.

-Buscar la guarida de esos miserables, perseguirlos sin descanso es lo que conviene -repitió doña Juana anegada en llanto.

  —211→  

-No, no irritemos a esa gente feroz. Nos vemos en el caso de aceptar sus condiciones. Es preciso comprar a Susana al precio que nos piden en este papel. Voy, voy...

-¡Que cosas, qué cosas!... -decía nuevamente y por décima vez el pobre Paniagua, que aún no volvía de su azoramiento.

-¡Y el marqués y Pluma presos! ¡Pero qué embrollo! No parece sino que había en esto un plan vasto, hábilmente combinado -dijo doña Antonia la Diplomática, que había acudido a la casa a aumentar el barullo.

-¿Pero ves qué iniquidad? Ese es el hombre de quien se contaban tantas atrocidades -añadió doña Juana-. ¿Y Susana? No quiero pensarlo, me horripilo toda.

El doctor al fin regularizó su ira, digámoslo así, y cansado de exclamar «voy, voy», sin ir nunca, trató de poner en práctica el pensamiento que creía más lógico en aquel grave trance. Acompañado de D. Lino, que no quiso abandonarlo en tan tremendo día, salió dirigiéndose a toda prisa a casa del inquisidor general.




II

La tardanza de Susana no produjo en ningún habitante de aquella casa tan violento ataque de nervios como el que sintió el Sr. D. Miguel Enríquez de Cárdenas, hombre excesivamente impresionable en los momentos de apuro. Pero si la tardanza alteró su fisonomía y le dejó sin fuerzas, la lectura del fatal escrito, transmitido por la inocente complacencia de D. Lino, acabó de rendir su frágil naturaleza, y dio con su cuerpo en el lecho, exhalando lastimeros quejidos.

-¡Oh, yo no puedo soportar este golpe, yo me muero! ¡Cuán desgraciado soy! ¡Dios mío, sácanos de este trance! -exclamaba al extenderse en su cama, rechazando todo consuelo y riñendo con todo el que intentara probarle que aquella no era la mayor de las desgracias posibles. Negose a tomar todo alimento, y hasta reprendió a su mujer por creerla menos abismada que él en las profundidades del dolor. Quería quedarse solo, ansiando la soledad que aman tanto los que padecen, y renegaba de la luz, el sol, del aire, de la vida y de la sociedad.

Por fin, los que le rodeaban, que eran todos los de la casa, le hicieron el gusto de dejarle solo, en plena y absoluta posesión de sus melancolías, asegurándole que le   —212→   darían conocimiento de cuanto ocurriese. Antes de que su esposa saliera, el inconsolable enfermo dijo con voz desfallecida:

-¡Ah, si viene el maestro Nicolás lo dirás que hoy no me afeito! Sin embargo, que entre; él puede hacernos algún servicio en este asunto. Le hablaré.

El maestro Nicolás era un hombre que diariamente venía a peinar y a afeitar al Sr. D. Miguel de Cárdenas, pero con la particularidad de que éste pasaba horas enteras en conferencia con su peluquero, siendo de notar que las encerronas habían sido más largas que de ordinario en la última semana. No hacía mucho que el maestro Nicolás desempeñaba tales funciones en aquella casa; pero a pesar de esto, la confianza del señor era grande y los criados se habrían llenado de asombro si llegaran a sorprender la franqueza con que el maestro en artes capilares trataba a su parroquiano una vez que se quedaban solos en el despacho.

Pasaron las primeras horas de la mañana sin otros acontecimientos notables que el sinnúmero de visitas llegadas a cada instante y a medida que la fatal noticia del secuestro iba cundiendo por todas las casas amigas. Llegó el señor fiscal de la Rota, al regresar de su paseo por la Montaña; llegó el señor presidente de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte, todavía sin afeitar y con la peluca torcida a un lado, indicando así la prisa con que quiso correr a informarse bien del suceso; llegó el señor presidente del Tribunal de la Cámara de Penas; llegaron las de Sanahuja, las de Porreño, y la casa se inundó de amigos llorones que no podían estarse mucho tiempo sin venir a decir su opinión sobre aquel suceso.

Cerca del mediodía llegó el llamado maestro Nicolás y fue introducido al instante en el despacho de D. Miguel. No tardará el lector mucho tiempo en reconocer a este que parece nuevo personaje y no lo es; no tardará en reconocerle, porque hace poco le ha visto con el pintoresco traje que ahora trae en substitución de su primera bordada chupa y del escarolado follaje de sus pecheras blancas como la nieve. El Sr. D. Buenaventura tenía mucha habilidad para transformarse, y desde que intentó hacer el papel de barbero en aquella casa, su artificio fue intachable. En la morada de los Enríquez de Cárdenas, el despacho, que estaba en la planta baja, tenía entrada aparte por la calle del Biombo, mientras la puerta principal se abría por la del Factor. La servidumbre notaba la presencia de aquel hombre en el cuarto de su amo, y unas veces le juzgó prestamista, otras agente de negocios, hasta que, por último,   —213→   su aparición periódica y las funciones barberiles que francamente y a vista de todos desempeñaba, le confirmaron en la creencia de que era peluquero, y nada más que peluquero.

Cuando D. Miguel se incorporó en su lecho y vio junto a sí al Sr. de Rotondo, aguardó a que se extinguiera el ruido del pasillo, y dijo en voz muy queda:

-¡Cuánto ha tardado usted! Estoy con una ansiedad.

-¿Por qué?, todo salió bien -contestó el fingido barbero, sentándose junto a la cama.

-¿Y está segura?

-Por ahora sí; conviene tomar toda clase de precauciones. Se nos persigue con un ahínco...

-¿Sabe usted que fue excelente la idea de fingirse usted mi peluquero? -dijo Cárdenas tomando un polvo de rapé y sonriendo, curado ya del paroxismo que le produjo, la desaparición de Susanita.

-Efectivamente; así no infundiré sospechas. Pues sepa usted que el mismo sistema he tenido que adoptar al fin en una gran parte de las casas adonde concurro para estos asuntos. Y tengo que hacer el papel por completo: ya he afeitado y peinado al señor brigadier Deza y al oidor don Anselmo Santonja. Los tiempos andan malos y es preciso huir el bulto. Sólo en la Embajada británica puedo entrar en cualquier traje y eximirme de rapar las barbas a tanto inglesote.

-Conque hablemos, que no hay tiempo que perder. ¿Cómo está Susana?

-No está mal; aquella casa no es palacio ni mucho menos; pero por unos días...

-Bien decía usted que ese D. Martín nos había de resolver la cuestión por su propia iniciativa. ¿Y él qué piensa hacer?

-Está decidido a no entregarla mientras el D. Leonardo, que también es buena pieza, no sea puesto en libertad.

-¿Y si le dan libertad, como pretende el doctor, cediendo a la intimación de Muriel?

-¡Oh!, no se la darán; ya he previsto yo ese caso. Todo nos sale a pedir de boca. Cuando nos devanábamos los sesos para encontrar un medio de hacer desaparecer a Susanita, sin que fuera preciso emplear la muerte, ese hombre nos vino como llovido. La repentina pasión que la niña sintió por él, pasión descubierta por usted desde la primera entrevista que tuvieron en esta casa, nos dio esperanzas de ver resuelta la cuestión. Usted no tenía confianza en que   —214→   aquello diera los resultados que apetecíamos, y yo le decía: «Paciencia, D. Miguel, paciencia; usted verá cómo ese tronera va a hacer un experimento revolucionario en Susanita. Ella le ama, él no puede aspirar a su mano; el día menos pensado carga con ella y se la lleva por esas tierras». Ya ve usted cómo al fin ha buscado la satisfacción de sus agravios por este camino.

-Pero él no la ama, él la abandonará tal vez, y Susana aparecerá en nuestra casa cuando menos la esperemos.

-¡Verá usted como no! Él es perseguido; él va a tomar parte muy activa en nuestro negocio. Como D. Leonardo no ha de ser puesto en libertad, y de eso respondo, Muriel, que es tenaz o inexorable, no soltará su presa y se la llevará consigo. Puede ser que la abandone; pero de cualquier modo que sea, yo le prometo a usted que Susanita no volverá a parecer.

-¿Lo cree usted firmemente? -preguntó Cárdenas con ansiedad.

-Firmemente. En último caso yo tengo tomadas mis precauciones, y si hubiera peligro, se adoptaría una resolución decisiva y radical que le sacase a usted del apuro.

-¡Matarla! -exclamó con espanto D. Miguel-. ¡Oh, no!, esa idea me trastorna. Quiero que desaparezca, pero no que muera.

-Sí, yo comprendo esa sensibilidad; ¿pero al llegara el momento en que fuera preciso?

-No me diga usted eso... no... por Dios... ¡Un asesinato!

-Bien; yo estoy comprometido a sacarlo a usted de este apuro en caso de que hubiera peligro. Si el secuestro se descubre, lo que deba hacerse se hará. Por lo demás, yo creo que D. Martín ha de portarse tan bien en este negocio que no nos pondrá en el caso de hacer una atrocidad.

-Dios lo haga -dijo D. Miguel con el ademán del que implora del poder divino una merced señalada.

-Sí; no creo que llegue el caso. Pero si llega... No piense usted eso, y yo me entiendo. Puede usted considerar logrado su deseo. Susanita ha desaparecido. Bien pronto se dirá que su secuestrador le ha quitado la vida, aunque no sea cierto, y usted será conde de Cerezuelo, dueño de la inmensa fortuna de esta casa.

Los ojos de D. Miguel brillaron con cierta animación que no era en él habitual.

-Ya ve usted que no nos ha costado gran trabajo. Otro lo ha hecho. La desigualdad entre los dos, el carácter de   —215→   él, sus ideas sobre la nobleza y la sociedad, su audacia, su propósito de conseguir la libertad del amigo, han sido causa de esta gran resolución. Bien dije al conocer a D. Martín que era un hallazgo inapreciable.

-Pero aún no veo yo resuelta la cuestión. Ese hombre puede conocer hoy mismo que ha servido sin quererlo nuestros intereses y ponerla en libertad.

-Descuide usted, eso corre de mi cuenta. Yo respondo de que Susanita no volverá a aparecer.

-¿Me lo promete usted?

-Con toda seguridad. Ahora falta que usted cumpla su parte en el pacto que hemos hecho. Usted me juró que si llegaba a ser heredero forzoso de su hermano el conde, me daría cien mil duros para la causa fernandista. Sólo a este precio, y atento siempre a allegar fondos con que atender los gastos de la causa nacional, me he comprometido yo a combinar las cosas de modo que lleguemos a la solución apetecida.

-Bien, yo cumpliré mi palabra -contestó Cárdenas-; pero aún no veo la cosa muy segura. Esperaremos a ver en qué para esto. Cuando no haya duda alguna, yo sabré cumplir mis compromisos. Soy tan receloso que a cada instante me parece que veo entrar a mi sobrina por la puerta de la casa. Otra cosa: ¿no me ha asegurado usted que D. Leonardo no sería puesto en libertad? ¿Y de qué medio se vale usted para conseguirlo?

-Ya lo tengo conseguido. El padre Corchón, que es el que maneja los títeres en la Inquisición de Toledo, me lo ha asegurado.

-¿A ver, a ver? Explique usted eso.

-Es muy sencillo. Don Pedro Regalado Corchón ha entrado recientemente en nuestro partido con gran entusiasmo, inducido por otros cofrades suyos y aun muchos capitulares de aquella santa iglesia, tenazmente empeñados en la caída del favorito. Escoiquiz ha hecho la adquisición de casi todo el clero toledano, y entre los nuevos adeptos no hay ninguno más rabiosamente decidido en favor del Príncipe que el señor padre Corchón.

-Y ese Sr. Corchón, ¿es un hombre de mérito?

-Es un clerigrote ignorantón y apasionado, autor de catorce tomos sobre la Devoción al Señor San José y otras obras ridículas que no han visto la luz, para bien de las letras. Pero no conozco quien despliegue más celo por una causa mundana que ese bendito. No contento con simpatizar con la causa fernandista, se ha metido de cabeza en la conspiración activa, y, es uno de los que más han trabajado   —216→   recientemente. La idea de que los intereses eclesiásticos están desatendidos por el Gobierno del favorito y la noticia de que se van a desamortizar algunos bienes del clero, ocupan constantemente su arrebatada imaginación. Es un hombre rudo, grosero, intolerante, pero todas estas cualidades son a propósito para el caso. El clero es uno de los principales elementos con que contamos, y el tal Corchón nos está haciendo servicios que lo hacen acreedor a una mitra el día que triunfe el Príncipe.

-Ese nombre no me es desconocido. Ese clérigo era inquisidor en Madrid hasta hace muy poco tiempo; me parece que es uno de quien era gran amiga e hija espiritual doña Bernarda Quiñones.

-Él mismo en persona. Hace poco le trasladaron a Toledo y allí le conquistó D. Juan Escoiquiz, decidiéndole a trabajar por la causa. Anoche ha llegado aquí para conferenciar conmigo y ponernos de acuerdo sobre ciertas particularidades de mucha urgencia.

-¿Y él decide de la suerte de ese D. Leonardo?

-Precisamente. Ya hemos hablado de eso y me ha prometido con toda formalidad que el preso no verá la luz del sol en todo el tiempo que yo quiera.

-Pues si lo toma con empeño el doctor, que es consejero de la Suprema...

-Ríase usted de la Suprema. ¿Si sabremos lo que son esas cosas? La Suprema escribirá; lo tomará muy a pechos, si se quiere, el mismo inquisidor general; pero los de Toledo emborronarán mucho papel, y mientras van y vienen, y se dice y se contesta, D. Leonardo se pudrirá en su calabozo. Ya sabe usted lo que es la Inquisición y cómo procede. Descuide usted, el padre Corchón no promete las cosas en vano tratándose de apretar los tornillos de la máquina inquisitorial. Yo le dije: «Reverendo señor: por una serie de circunstancias que explicaré a V. S. en tiempo oportuno, nuestra causa exige que ese D. Leonardo continúe siendo un francmasón temible y un endiablado hereje, para que no haya poderes en la tierra que le puedan poner en libertad, al menos por ahora». Y él me prometió con júbilo que así sería.

-Es usted invencible, Sr. D. Buenaventura -dijo con verdadero entusiasmo el Sr. de Cárdenas-. Lo que usted no logra ya puede tenerse por imposible.

-Y eso que no puse en conocimiento del Sr. Corchón que la prisión de Leonardo, con la intriga a que va unida, nos producía cien mil duros para nuestra santa causa; que eso me lo guardo y es, sólo acá para entre los dos.

  —217→  

-¿Y no pedirá ese venerable algún piquillo por su complacencia?

-Espero que sí, y será preciso dárselo. Para estos gastos y otros igualmente necesarios no espero otra cosa sino que usted me abra la caja, Sr. D. Miguel de mi alma.

-¡Oh, no, todavía no! -contestó Cárdenas con diligencia-; yo no tengo aún seguridad completa. ¡Si, como he dicho antes, me parece que va a entrar Susana por aquella puerta!...

-He asegurado a usted que Susana no volverá; puede considerar la cuestión concluida y juzgarse heredero de su hermano, el cual bien sabemos que no puede durar mucho tiempo.

-¡Ah!, yo estoy muy receloso -dijo el futuro conde con cierta expresión de misticismo-; me parece que Dios nos ha de castigar.

-A nosotros, ¿por qué? -añadió con cínica sonrisa el Sr. D. Buenaventura-. ¿Acaso la hemos secuestrado nosotros?

-¡Ah!, no; pero esa seguridad que usted muestra de que ha de desaparecer, me indica que tiene algún proyecto terrible.

-No se preocupe usted de eso. Fuera dudas. Lo que yo deseo es que usted cumpla sus compromisos como yo cumplo los míos. Precisamente en estos días me hacen mucha falta los cien mil duros. Hay mucho dinero, pero es gasta mucho. No tiene usted idea de lo que se ha repartido.

-Bien, yo daré esa cantidad cuando tenga seguridad completa de que heredo a mi hermano.

-¿Podré tener los cien mil duros esta noche? -preguntó Rotondo, levantándose en ademán de partir.

-Venga usted, hablaremos.

-Bien; espero que lo compondremos de modo que no le quedará a usted recelo alguno.

Los dos personajes se estuvieron mirando un momento sin decirse palabra, leyendo respectivamente en sus miradas las intenciones y los deseos de que estaban poseídos. Se comprendieron perfectamente y no pronunciaron palabra alguna. Cuando Rotondo salía, Cárdenas se tendió de nuevo en su lecho, y ocultando el rostro entre las almohadas, dijo con voz oída tan sólo por él mismo: «¡Pobre Susanilla!».





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ArribaAbajoCapítulo XVIII

El espíritu revolucionario del padre Corchón



I

Aquella noche no fue Rotondo a casa de Cárdenas, a pesar de que lo había prometido, por lo cual éste creyó que alguna grave dificultad ocurría en la conspiración. El doctor entró veinte veces y volvió a salir otras tantas, diciendo siempre que llegaba: «Ya se arreglará todo, no hay que apurarse; hoy mismo la tendremos aquí». Doña Juana no se calmaba por esto, y doña Antonia aseguraba que estando en tan inexpertas manos las riendas del Estado no debía extrañarse que ocurrieran a cada paso tales atropellos. Ya se había dado aviso de lo ocurrido al Conde, y éste había resuelto venir inmediatamente a Madrid, enfermo y postrado como estaba.

Entretanto Rotondo y Muriel, ya entrada la noche, estaban sentados sobre una gruesa piedra sillar en el patio de la calle de San Opropio, dándose cuenta de lo acaecido hasta aquel día y poniéndose de acuerdo para lo que debía hacerse en el siguiente. El joven miraba al corredor por la parte en que estaba el encierro de la prisionera, y tenía con tal tenacidad los ojos fijos en aquel punto, que su amigo no pudo menos de sacarle de su abstracción, diciéndole:

-No tema usted que se escape, Sr. D. Martín; aunque salga al corredor, no encontrará a otra persona que el desventurado La Zarza, y éste no podrá darle libertad. La verdad es que los manjares que le ha dado hoy la tía Socorro no habrán sido tan buenos como los de su casa; pero unos días se pasan de cualquier manera. ¡Cuántos viven semanas enteras sin comer otra cosa que mendrugos de pan, y por eso no dejan de vivir como unos caballeros!

-No temo que se escape. Estaba pensando -contestó Martín- en lo que dirá de mí esa señora. ¿Cómo me juzgará? Debe sentir un odio terrible.

-No se preocupe usted de eso. ¿Y el pobrecito D. Leonardo?

-Es cierto, todo está compensado. ¡Qué gran crisis debe   —219→   estar pasando el carácter soberbio y dominante de Susana! ¿Creerá usted una cosa?

-¿Qué?

-¿Creerá usted que no me atrevo a acercarme al cuarto donde está? Le tengo miedo.

-¿Miedo? Comprendo la lástima; pero el miedo... Ya se ablandará. Esta gente no es temible sino cuando se la trata bien. De seguro que ella no se ha condolido del infeliz que se aniquila en los sótanos de la Inquisición. Vea usted cómo por medio de un mal se consigue un bien extraordinario. ¡Si a todas las víctimas de aquel Tribunal aborrecido se las pudiera librar encerrando por unos cuantos días a cualquier dama de la Corte!... Ha de saber usted que el Dr. Albarado ha tomado el asunto tan a pecho que es probable que mañana mismo veamos libre a D. Leonardo. En tal caso no tardaríamos en saberlo.

-Dios lo quiera -contestó Martín sin dejar de mirar al corredor-; veremos qué acontecimientos nos trae el día de mañana.

-Mañana -dijo Rotondo- saldrá usted para Aranjuez; no se puede perder ni un día más; mañana a la noche sin falta.

-Y puesto que tengo que ceñir mi voluntad a otras voluntades, ¿qué es lo que debo hacer?

-¿Usted me lo pregunta? ¿Un hombre como usted pregunta lo que tiene que hacer? Para esta obra tiene usted bastantes ideas y no necesita pedirlas a nadie. Llevo usted a la práctica lo que piensa y lo que desea, y basta. Encuentra el terreno preparado; el pueblo tiene ya su deseo y la dosis de rencor que lo corresponde para el caso: no falta más sino que se le diga algo que todavía no sabe. El primer movimiento es lo delicado; nosotros no hemos encontrado otro con mejores condiciones que usted para dar la primera voz.

-¿Y hasta dónde iremos?

-Hasta donde usted quiera. Ha de haber una conmoción que resuene en el Alcázar de Aranjuez, donde estará la Corte desde mañana. El grito será ¡Abajo el Guardia! y pedir al Rey su destitución. Pero en esto cabe mucho, y si la pasión popular se excede, puede llegar hasta mucho más.

-¿Hasta dónde? -preguntó con viva curiosidad Martín-. Hasta pedir la abdicación de Carlos IV y proclamar a Fernando VII rey de España.

-¿Nada más?

-¡Pues no sé! Ya sé yo lo que usted quiere -dijo Rotondo sin admirarse de que a Muriel le pareciera aquello   —220→   bien poco-. Pero no reñiremos por una legua más o menos de distancia en el camino de la revolución. Puede ir usted hasta donde quiera: lo que importa es que se vaya a alguna parte. Usted comprenderá ya que este pueblo se mueve con dificultad; pero una vez tomado el primer impulso, marcha mejor que otro alguno por la pendiente de la insubordinación. ¡Cuánto escasean aquí los verdaderos revolucionarios! No tenemos más que unos cuantos caballeros, muy estudiosos, muy parlanchines, pero que no saben cómo se bate el cobre en las altas ocasiones. Usted ha sido elegido para este asunto, porque no se contenta con pensar la revolución, si no que la siente, la respira en la atmósfera, la ve en la luz y la lleva perpetuamente consigo en las cualidades fundamentales de su carácter.

-¿Conque salgo mañana para Aranjuez y Toledo? -preguntó Martín, sin hacer gran caso del pomposo elogio que acababa de oír.

-Sí, mañana a la noche; hallará los caballos preparados en una venta que hay fuera de la puerta de Santa Bárbara, y allí estarán también los que deban acompañarle. En Aranjuez se amotinará el pueblo; pero a pesar de eso, usted no se detiene allí más que un día para ponerse de acuerdo con ciertas personas cuyos nombres y señas llevará, y luego parte a Toledo, donde está todo prevenido para algo mas que un motín. Allí hay depósitos de armas y gente reclutada en toda Castilla y Andalucía para imponer miedo a la Corte de Aranjuez. Yo quisiera que usted lograse infundir su espíritu en las personas que allí tenemos para dirigir el movimiento, gente inexperta y sin ninguna clase de genio revolucionario. En cuanto usted llegue los conocerá a todos, porque yo le daré la clave de las relaciones. Habrá primero un hambre fingida, y después una asonada que será la señal del alzamiento nacional. A usted le obedecerán en esa asonada. Será usted omnipotente una noche, y sólo cuando el movimiento se regularice tendrá que sujetarse a voluntades superiores. Por una noche tendrá inmensas fuerzas a su disposición y el rencor popular hábilmente atizado.

-¡Por una noche! ¡Seré omnipotente una noche! -murmuró Muriel meditabundo, pensando sin duda sobre el punto de apoyo que pedía Arquímedes para mover el Universo.

-Sí -continuó D. Buenaventura-, una noche de poderío absoluto sobre miles de hombres armados.

-Bien, pues deme usted cuantos papeles necesite llevar, que estoy dispuesto a salir.

  —221→  

-Llevará usted todo lo necesario.

-¿Y Susana?

-Mañana pensaremos lo que se hace de ella en caso de que el doctor no responda de un modo satisfactorio a la intimación que se le hizo. No se cuide usted de eso. Puede llevársela o dejarla, según quiera. Si queda aquí ya la guardaremos bien.

Martín miró otra vez con mucha fijeza al corredor, y dijo sin apartar de allí la vista:

-Mañana lo decidiremos.

-Conviene que vea usted al padre Corchón. Él le dará también instrucciones, y en el asunto de D. Leonardo tal vez puedan ustedes avenirse.

-Es verdad, sí; ¿cuándo le podré ver?

-Mañana temprano. Yo mismo le llevará a la presencia de ese grande hombre.




II

En efecto; a la mañana siguiente muy temprano los dos entraban en la casa del reverendo, que acababa de levantarse y se ocupaba en dar la última mano al primer capítulo del tomo XV sobre la Devoción al Señor San José. Rotondo dejó allí a Martín y partió a afeitar no sabemos qué encumbrado conspirador.

-Ya me había hablado de usted con muchos elogios el Sr. D. Buenaventura -dijo D. Pedro Regalado, levantando la pluma y quedándose con la mano suspensa en la actitud con que suelen pintar a los padres de la Iglesia.

-¿Ya le habrán dicho a usted que debe salir esta misma noche para Aranjuez y Toledo?

-Sí, señor, y pienso salir.

-Dicen que tiene usted buen ánimo y mucho... pues... Veremos si se logra el objeto apetecido. Yo tengo miedo, francamente.

-Al fin será; lógicamente tiene que suceder lo que ahora se desea, porque el estado del país así lo muestra. La turbación de los tiempos es tal que no puede menos de estar cercana una gran catástrofe. Yo la creo inminente, inevitable.

-Cierto, cierto; esto no puede seguir así mucho tiempo. El timón está en muy malas manos y la nave se va a estrellar contra las rocas -dijo Corchón con pedantería, creyendo que esta figura tenía alguna novedad.

  —222→  

-Basta abrir los ojos para comprender que aquí es necesaria una transformación radical. Si España sigue mucho tiempo más sorda a la voz del siglo, no podemos decir que vivimos en Europa. Usted conocerá perfectamente los vicios de esta época, los antiguos cánceres que devoran a nuestra sociedad y la precisión en que estamos los hombres de la actual generación de poner remedio a tantos males.

Corchón miró a Muriel con cierto estupor, como no comprendiendo bien lo que había oído; pero no hallándose dispuesto a pasar por ignorante, dijo:

-Efectivamente; la gente de hoy no es como la gente antigua. Ahora los filósofos y sus pestilentes ideas han venido a revolver estos piadosísimos pueblos, y Dios sabe adónde nos llevarían si no atajásemos el mal antes de que tome desarrollo.

-La gente de hoy es peor que aquélla, porque ha perdido todas las calidades de los antiguos, sin adquirir otras nuevas.

-Es lo que le digo a usted -continuó Corchón animándose-, la peste de la Filosofía... Pero ya la arreglaremos nosotros. Como triunfe nuestra causa y veamos en un patíbulo al inicuo Guardia... Porque, ¿usted qué cree? Este vil Gobierno es el que ha puesto las cosas como están. Cuando reine el Príncipe verá usted cómo se levanta la religión otra vez y tenemos a los filósofos guardaditos en las cárceles del Santo Oficio para que expliquen sus teorías a las ratas y a las telarañas.

-¿Pero la causa del príncipe Fernando lleva por norte acabar con los abusos y extinguir poco a poco la tiranía y la corrupción que nos consumen?

-Nuestra causa es la destrucción de Godoy y de los suyos, y el esplendor de la santa religión y de sus venerables ministros, menoscabados con estas ideas y estos modos de gobernar que ahora corren.

-¿Y ahora se creen menoscabados los ministros de la religión? -dijo Martín con expresión de burla-. Si la sociedad es suya, si ellos disponen de nuestras haciendas y de nuestra libertad a su antojo. Yo creo que usted se equivoca, Sr. D. Pedro Regalado. La causa del Príncipe no puede tener por fin aumentar los abusos y corromper más lo que ya está harto corrompido.

-Usted es el que se equivoca -observó el inquisidor poniéndose encendido como un tomate y tomando el tono solemne que le era habitual siempre que decía algún disparate-. Usted es el que no sabe lo que pretende el partido   —223→   fernandista. ¡Oh!, nosotros triunfaremos; pero yo aseguro que la herejía, la filosofía y el masonismo van a quedar enterrados para siempre. ¡Qué tiempos! ¿Pues se puede creer que aquí en nuestra querida España haya llegado el Santo Oficio al miserable estado en que hoy se encuentra, convertido en máquina inútil, sin fuerza ya para dirigir el mundo y guiar a los pueblos por el camino del bien? Si le digo a usted que esto es insoportable. Pero ya vendrá, ya vendrá...

-Pues si el partido fernandista es lo que usted dice -contestó Muriel-, será más aborrecido, más bárbaro y más digno del desprecio universal que el de Godoy. Yo creo, Sr. D. Pedro Regalado, que usted no está en lo cierto. Esto se acabará para que venga una cosa mejor. Si viniera lo que usted dice era preciso creer que no había Providencia, y que vivimos al acaso en este mundo, sujetos al capricho de una fatalidad absurda.

Al oír esto el padre Corchón, vaciló un momento entre la ira y la cobardía. Estuvo aturdido algún tiempo, porque Martín se expresaba con decisión y elocuencia; pero luego se repuso, gracias a su petulancia, que era tanta como su astucia, y dirigiendo al revolucionario una de aquellas miradas terroríficas que él guardaba para las grandes escenas del procedimiento, inquisitorial, le dijo:

-Usted no sabe con quién está hablando. Usted no sabe sin duda quién soy, o si lo sabe no puedo creer que tenga sano el juicio. Por ser un joven sin experiencia se le pueden perdonar sus irreverentes palabras; ¿pero qué ha dicho usted? ¿Usted sabe lo que ha dicho?

-Que si el partido fernandista representara la Inquisición montada a la antigua, la amortización y el Gobierno absoluto, sería el partido de la barbarie, merecedor de que todos sus hombres fueran tenidos por locos o por imbéciles.

-¡Locos o imbéciles! -repitió Corchón levantándose colérico de su asiento-. ¿Y sufro tales irreverencias? Joven, ¿sabe usted con quién está hablando, sabe usted quién soy yo?

-Ya lo supongo -contestó Martín en tono de desprecio-. Pero usted, Sr. Corchón, no sabe lo que se dice. La causa del Príncipe representa, y no puede menos de representar, la adopción de los principios de gobierno fundados en la libertad, la extinción de los privilegios y el fin del mundano poderío de un clero fanático y, por lo general, poco ilustrado, eterno obstáculo de nuestra prosperidad y esplendor.

  —224→  

-¡Qué buena pieza me ha traído aquí D. Buenaventura! -dijo Corchón furioso-. ¿Y esta es la gente que nos ha reclutado? ¡Un filosofastro! ¡Por San José bendito, y qué lindos mozalbetes hay en este Madrid! ¿Pero usted no me conoce? ¿Usted no sabe quién soy?

-No le conocía a usted más que de nombre por lo que de usted me habló el padre Matamala, y en verdad, yo creí que fuera el Sr. Corchón hombre de más provecho. Pero también es verdad que para inquisidor está que ni pintado. El Santo Oficio no merece más.

-¡Pero usted ha venido aquí para burlarse de mí! ¡Ah!, si no fuera porque se ha determinado que vaya usted a Toledo con cierta comisión, ¿cómo se había usted de escapar, cómo?

-Sí, ya comprendo con cuánto placer me echaría usted mano; pero por hoy, padre, no puede ser -dijo Martín con cruel ironía.

-¡Oh!, nosotros triunfaremos, y después... -indicó don Pedro con ira.

-Ustedes no pueden triunfar sin mi ayuda.

-¿Cómo? ¿La causa de Dios no puede salir victoriosa sin la ayuda del demonio?

-No; así está determinado -repuso Martín con serenidad-. ¡Desgraciado país si no estuviera llamado a salir de tales manos! Si la conspiración del partido fernandista no tiene más objeto que el que usted acaba de decir, ¿están seguros de que al llevarse a cabo no ha de ir más allá de la línea que le han trazado?

-Señor mío -dijo el padre Corchón echando a su interlocutor una de aquellas miradas que tiene la ignorancia presuntuosa para su uso particular-. Usted se toma en mi presencia unas libertades... La culpa tengo yo, que le admito a platicar conmigo. ¿Usted sabe quién soy? ¿Pero usted lo sabe bien? No puedo consentir que se mezcle usted en mis asuntos, y cada vez me admiro más de que una persona como el Sr. D. Ventura haya puesto en autos a hombres de tal estofa. Y usted estará muy consentido en que lo vamos a dejar meter su cucharada en este negocio.

-Lo mismo me importa -dijo Martín levantándose-, no tengo entusiasmo por la idea fernandista. La revolución que yo he soñado no cabe en estos espíritus pequeños, únicamente animados de un femenino rencor hacia un hombre. Hoy, al conocerle a usted, pierdo otra de mis ilusiones, y a cada paso que doy, el vacío que hay en derredor de mi pensamiento es más grande y más espantoso. Sólo la desesperación, el abandono en que me hallaba y los   —225→   vejámenes que recibía pudieron impelerme a prestar el concurso de mi acción a este ridículo movimiento político que habéis imaginado. Ya no puedo volver atrás, ni lo quiero tampoco, que una vez perdida la fe, y conociendo la escasez de elementos que aquí existen para cosa más alta, yo me entrego al Destino; y siguiendo a los que de cualquier modo y con un fin cualquiera conmuevan esta sociedad, iré a presenciar sus convulsiones, sin esperanza de que de esta lucha salga nada útil ni bueno. Yo no aspiro a nada: ya ni siquiera aliento el firme deseo de salvar a mi pobre amigo de los tormentos del Santo Oficio. Un día llegará en que todo me sea indiferente, sociedad, hombres; porque cuando se aspira a fines elevados y se tiene el sentimiento de la patria y de la civilización, cuando se da el primer paso y se tropieza con tales hombres, con el egoísmo, con la ignorancia, con la envidia, el alma se oprime y se desea no haber nacido.

-¿Pero usted no me conoce; usted no sabe quién soy? -repitió el padre Corchón confundido y absorto.

-Sí, he venido a conocerle y me voy satisfecho -repuso Martín-. No necesito saber más. Adiós.

Y diciendo esto, Muriel volvió la espalda y se retiró lleno de cólera, dejando al padre con medio palmo de boca abierta. Este, creyendo juzgar al otro de la manera más benévola, dijo para sí que no podía menos de estar rematadamente loco.




III

Calmose luego el reverendo de su agitación, y tomando de nuevo la pluma iba a recomenzar su interrumpido trabajo. Ya recogía sus ideas para seguir el capítulo LVIII, que se titulaba: De por qué el Señor San José es abogado de los celos, cuando una criada entró y puso en sus manos una carta doblada en triángulo, que abrió con afán y leyó al momento. La epístola decía así:

«Toledo, 7 de mayo.

»Mi muy querido y reverenciado Sr. D. Pedro Regalado: Ban ya 8 días que usted salió de aquí y lla nos parece que se a hido por sécula culorun. ¡Que solEdad tan Grande! Sin sus consegos espirituales me parece queme falta la Mi taz del Halma, pues usted Me con suela de todas mis penas. No dego de pensar si le sucedera halgo malo, y Si nos olvidara   —226→   en esa, por Que el demonio no se duerme. Por fin he degado ir a Engracia a Arangued, con las de Sanaguja, que la mandaron a Vuscar. Ya esta mas Consolada de sus Melancolías, y Dios y su Santa madre permitan que olbide a Aquel pelafustran que tanto nos izo rrabiar. No hay mas Nobedaz por esta su casa, sino que lespera cona Fan su desconsolada higa espiritual, que le reberencia, Bernarda Quiñones. P. D. En su carta deme Noticias de D. Narciso Pluma».

Corchón leyó, dejó a un lado la carta y continuó su grande obra.




IV

-¿Qué tal, ha hablado usted con el padre Corchón? -preguntó a Martín D. Buenaventura al verle entrar en la casa la tarde de aquel mismo día.

-Sí, y vengo edificado con la santa bondad del reverendo inquisidor -contestó el radical con sarcasmo.

-Se me había olvidado decirle a usted que era un pedante insufrible, un verdadero almacén de tonterías y de vanidad.

-¡Y éstos son los hombres -exclamó Martín con tristeza-, éstos son los hombres cuyos intereses servimos al exponer nuestras vidas y nuestra libertad! ¡No, la causa del Príncipe no es la causa del pueblo, no es la causa nacional! En apariencia así será; pero, realmente, si el triunfo es nuestro, el pueblo seguirá oprimido y humillado por los señoríos y las gabelas; seguirá bajo la influencia de clases eclesiásticas empeñadas en perpetuar sus preocupaciones y en que no abra jamás los ojos a la luz; seguirá sin leyes que garanticen su trabajo y su libertad, y la nación saldrá de unas manos para pasar a otras, como el esclavo que un amo vende a otro.

-¡Ah!, no es enteramente lo que usted se figura -contestó Rotondo-. Cierto es que nosotros admitimos bajo nuestra bandera a todos los descontentos de Godoy, cualquiera que sea el motivo. Las revoluciones no se hacen de otra manera.

-Mis conversaciones con el fraile de Ocaña y con el inquisidor de Toledo me han enseñado claramente que ninguna idea elevada mueve a esos hombres, clérigos ambiciosos que aún no se consideran con bastante poder.

-No les haga usted caso, y vayamos derechos a nuestro fin.

  —227→  

-Sí, pero cuando considero que esa gente espera la caída del Guardia para agrandar su influjo, aumentar sus riquezas y, lo que es peor, complicar y extender más la horrenda máquina de la Inquisición, no sé por que encuentro al Príncipe de la Paz digno de amor y disculpables todos sus vicios.

-No haga usted caso de las pretensiones de esos hombres. Cierto es que Matamala pretende una mitra, que Corchón daría el mundo entero por la plaza de inquisidor general, pero a nosotros, ¿qué nos importa eso? Vamos a nuestro objeto. ¿Quién sabe lo que vendrá después? Ya le dije a usted que de este movimiento bien puede resultar una completa reforma. Usted cumpla su deber. Recuerde lo que dije: «Usted va a ser omnipotente por una noche; va a tener a su disposición un pueblo armado y furioso. Veremos el partido que saca de esos elementos. Ánimo, y salga lo que saliere. Vaya usted hasta donde quiera ir».

-Bien: yo haré lo que me convenga y aquello que sea expresión de mis sentimientos y de mis ideas.

-Al grito de abajo Godoy una usted la idea que más le agrade. Las revoluciones, a lo que yo entiendo, se hacen por inspiración y no por cálculo. Dios sabe lo que saldrá de este frenesí.

-Pero yo me encuentro solo -dijo Martín con angustia-. No encuentro quien sienta lo que yo siento: nadie responde a la idea que yo tengo formada de la revolución. No hallo más que bajas ambiciones, egoísmos, envidias; gente vulgar que ha concebido un cambio de Gobierno, y nada más. Si, como usted dice, soy omnipotente una noche, en esa noche me creo capaz de infundir mi pensamiento en la acción ciega e infecunda que se prepara. Si el pueblo supiera comprender ciertas colas; si pudiera conocer lo que es y lo que vale, entonces...

-El pueblo lo comprenderá; ¿por qué no? -afirmó don Ventura-. La prueba está cercana. Esta noche sin falta parte usted para Toledo. Aquí tiene usted cuatro cartas, una para Aranjuez y tres para Toledo. En cuanto llegue usted a esta última ciudad, una persona le informará de todas las particularidades de la cosa; verá usted la fuerza de que se dispone, el espíritu que la anima; en fin, conocerá usted mejor que ahora lo que tiene que hacer.

-¿Esta noche?

-Sí, a las diez en punto. En la Venta le esperan a usted buenos caballos y los hombres que le han de acompañar.

-¿Y Susana?

  —228→  

-Corre de mi cuenta.

-Quiero ponerla en libertad y devolverla a su familia. Desde que conozco a Corchón comprendo que no hemos de libertar a Leonardo por este medio.

-¡Oh!, se equivoca usted. Si el Consejo Supremo lo toma con empeño... ¿Cuándo piensa usted ponerla en libertad? -dijo Rotondo, fingiendo que aquel asunto no le importaba gran cosa.

-Ahora mismo.

-¡Qué disparate, qué locura! Pues si tengo entendido que ya el inquisidor general habrá expedido allá órdenes terminantes... Esperemos hasta la noche.

-Bien, esperemos -dijo Martín, mirando al corredor.

En seguida dio algunos pasos hacia la escalera con intención de subir; pero se detuvo meditando, y retrocedió al fin.

-¿Le tiene usted miedo todavía? -preguntó D. Buenaventura sonriendo.

-La veré después -murmuró, volviendo a mirar.

Pero sólo el pobre La Zarza atravesó la crujía, exclamando: «¡Desdichada princesa de Lamballe! Ya se acerca tu última hora».






ArribaAbajoCapítulo XIX

La sentencia de Susana



I

Don Miguel de Cárdenas, vencido por su acerbo dolor, continuaba rechazando todo consuelo. Nadie entraba en su cuarto a arrancarlo de sus tristezas; y tal era su hipocondría que ni aún había querido ver a su hermano el conde de Cerezuelo, llegado al mediodía en litera postrado y moribundo. Al saber la noticia del secuestro, el pobre solitario de Alcalá, que se hallaba en fatal estado de salud, se empeoró de tal suerte que el Sr. Segarra tuvo serios temores y llamó a todo el protomedicato de la ciudad complutense.

A pesar del dictamen contrario de los médicos, el Conde se empeñó en ir a Madrid, y no hubo remedio: fue preciso   —229→   encajonarlo, exánime y calenturiento, en una litera y trasladarle a la Corte. La idea de que su hija había sido robada por Martín Muriel, y la idea aún más espantosa de que su hija había concebido una violenta pasión por aquel hombre abominable, turbaron su ánimo de tal modo que parecía estar próximo el instante en que aquel espíritu acabara de aburrirse en este mundo.

Su hermano no quiso verle, sin duda porque no se renovara el dolor de uno y otro. Subieron al Conde y le prodigaron los auxilios que D. Miguel rechazaba, pero el pobre viejo llamaba a Susana sin cesar.

Caía la noche, y D. Miguel esperaba con mortal ansiedad a su barbero. Este llegó al fin por la puerta excusada, diciendo a la servidumbre que venía por unas pelucas, las cuales era menester limpiar.

-¡Ah! al fin viene usted -dijo D. Miguel en voz baja-; ya estaba yo con cuidado...

-Esté usted tranquilo, todo va bien. Le prometí a usted que no parecería, y no parecerá.

-¡Oh!, baje usted la voz; me parece que nos han de oír las paredes. ¿Sabe usted que ha llegado mi hermano de Alcalá? ¿No siente usted su voz allá arriba?

En efecto; de vez en cuando se sentían los lastimeros quejidos del Conde y las angustiosas voces con que llamaba a su hija:

-¡Infeliz! -dijo D. Buenaventura-. ¡Cómo la llama! Pero es lo cierto que no parecerá.

-¿Qué ha hecho usted? ¡Oh!, me estremezco al pensarlo... ¡Un espantoso crimen!

-Tranquilidad, amigo, calma. Hace un rato que Muriel ha querido ponerla en libertad.

-¡En libertad! ¡Entonces todo perdido!

-Pero ya he conseguido disuadirle, y cuando él vuelva a casa... ya será tarde.

-¡Oh! ¿Se atreverá usted a...? -murmuró Cárdenas con voz tan floja y débil, que parecía modulada por las sábanas.

-Cuando es preciso hacer una cosa, se hace.

-Es tremendo; pero... Y él, ¿no lo impedirá?

-Él parte esta noche. No creo que vuelva a casa, porque ya le he dado las cartas que ha de llevar; pero si llega... no encontrará más que un cadáver.

-¡Silencio, oh, silencio! -exclamó Cárdenas lívido y tembloroso-, pueden oír...

-Cuando se descubra, ¿a quién puede imputarse el hecho sino a él?

  —230→  

-¿Pero, cómo, cómo, quién? -preguntó Cárdenas más con las miradas que con la voz.

-Es cosa segura. Doloroso es, pero no hay otro remedio. Voy a explicar a usted lo que he dispuesto, y lo que debemos hacer aquí. Sotillo tiene mano segura, y como experto en esta clase de negocios, lo hará bien.

-¿Sotillo?... ¡Ah!

-Sí, a las nueve... son las ocho y tres cuartos... A las nueve, cumplirá su encargo puntualmente. He fijado esta hora porque Martín no puede ir antes a la casa si es que va, que no lo creo. Está en San Francisco con fray Jerónimo.

-Bien... ¿Y a las nueve?...

-A las nueve... se acabó. Él puede hacerlo antes si quiere; pero después, de ninguna manera.

-¿Y cuándo lo sabremos a punto fijo? -preguntó Cárdenas, siempre receloso, y no atreviéndose a creer en el feliz éxito del crimen.

-Pronto, muy pronto; verá usted lo que he dispuesto. Cuando todo está concluido, Sotillo vendrá aquí y dará con su bastón dos golpes en esa ventana que da a la calle del Factor. Esos golpes indicarán que la cosa está hecha y que ha salido bien.

Cárdenas miró a la ventana con aterrados ojos como si ya escuchara en ella la fatal seña. Después los dos personajes callaron y estuvieron largo rato sin mirarse. Don Miguel tenía un aspecto cadavérico a causa no sólo del ayuno que se había impuesto para fingir mejor su pena, sino de la emoción profunda que experimentaba en aquel momento. Rotondo tampoco estaba tranquilo, por más que se esforzara en parecerlo: aquella noche se le veía con más recelo que de ordinario. No daba un paso sin mirar a todos lados; hablaba con voz apagada y tenue, y además una intensa palidez cubría su semblante, del cual había desaparecido el mohín festivo que le era habitual. Si al lector le fuera posible poner su mano derecha en el corazón de uno de ellos y su izquierda sobre el del otro, se haría cargo de la situación de espíritu de aquellos dos hombres callados, lívidos, esperando atentos y temerosos, a la vez con miedo y con deseo, la señal que indicaba un espantoso crimen. Al menor ruido que sonaba en la calle, los dos se estremecían, pero no se miraban. De vez en cuando Cárdenas exhalaba un hondo suspiro, y Rotondo volvía la cabeza, recorriendo con la vista todo el recinto de la habitación.

Pasaron minutos y minutos: dieron las nueve, las nueve   —231→   y media, y la señal no sonaba. En la habitación había una ventana con celosía, al través de cuyos calados podía verse perfectamente la cabeza de los que por la calle pasaban. Pasaron algunos, y al sentir los pasos Rotondo dirigía rápidamente la vista hacia aquel sitio. El tiempo corría lento y angustioso, como si se empeñara en alargar el momento fatal; pero al fin se sintió en la ventana el chirrido discordante que produce un bastón al pasar rezando con una celosía. Los dos se estremecieron y miraron; una sombra cruzó por la calle; el ruido se repitió al poco tiempo. Era la señal; ya no había duda.

-Ya... -dijo D. Miguel con voz que parecía la última modulación de un moribundo.

-Ya... -repitió Rotondo procurando vencer su agitación.

Éste se levantó y se acercó a la celosía; al través de ella reconoció a Sotillo, que se paseaba a lo largo de la calle. Al volver a su asiento, la fisonomía de Cárdenas le infundio espanto. Estaba lívido, con los ojos desmesuradamente abiertos, suspenso el hálito y las manos apretadas contra el pecho. Después se apoderó de él un repentino abatimiento, y exclamó con voz dolorida: «¡Pobre Susanilla!».

-Ya no existe -dijo Rotondo esforzándose en cobrar su acostumbrada serenidad.

-¡Oh!, yo no puedo resistir esta impresión -añadió Cárdenas-. Me parece que la veo, me parece que va a entrar por esa puerta.

Don Buenaventura, a pesar de su carácter refractario a la superstición, no pudo librarse de una corriente glacial que circuló por todo su cuerpo. Miró detrás de sí como el que espera ver un espectro, pero pronto recobró el dominio sobre sí mismo, se sonrió y dijo:

-Tranquilícese usted. Todavía nos falta algo que hacer. ¿Puedo salir y volver a entrar sin que me vean en la casa? Necesito hablar un instante con ese hombre.

Cárdenas no contestó. Don Buenaventura estuvo dudando un momento y al fin salió por la puerta excusada, estando fuera unos diez minutos. A su vuelta, su amigo estaba en la misma postura, con los ojos fijos en la misma parte del suelo, los brazos caídos y la ropa en desorden.

-Todo ha concluido -dijo Rotondo-. ¡Oh!, el maldito se empeña en que ahora mismo le de la recompensa que le prometí. Le he mandado que se aleje al instante.

Al decir esto, se miraba atentamente su ropa.

-Temo -continuó- que me haya manchado de sangre;   —232→   venía hecho un carnicero. No; no me ha manchado.

Acto continuo cerró la ventana y se sentó junto a su amigo.




II

-Aún falta algo que hacer -dijo.

-¿Qué?

-Usted llama ahora a su familia y le dice que ha recibido un aviso indicándole el sitio donde está secuestrada Susanita.

-¡Irán allá! -exclamó Cárdenas con horror.

-Pues precisamente: eso es lo que se quiere. ¿Continúa el doctor activando las pesquisas?

-Sí; ¿y el marqués, a quien al fin han sacado esta tarde de la cárcel? Está hecho una furia y en poco tiempo ha revuelto todo Madrid: le busca a usted con mucho afán. La Pintosilla está presa.

-Pues ya ve usted. Esta situación tiene que concluir. Si me persiguen con tanto ahínco, es probable que al fin den conmigo. No hay otro medio para aplacar a esa gente que hacerles encontrar lo que buscan. Sólo así me dejarán en paz.

-Hacerles conocer la casa de la calle de San Opropio, ¿no es eso? -preguntó Cárdenas tratando de ver claro el plan de su amigo.

-Precisamente: eso había yo pensado al terminar lo que ha pasado. La casa queda enteramente abandonada: he hecho salir de allí a la vieja que la guardaba, y he sacado todos mis papeles. No encontrarán más que a La Zarza y el cadáver de la pobre Susanita.

-¡Oh!, no la nombre usted -dijo Cárdenas con nuevo terror-; me parece que la veo, que la veo entrar...

-Ahora se hace lo siguiente: usted llama al marqués y le dice que hallándose en este cuarto entregado a su acerbo dolor, un hombre ha pasado por la calle; se ha detenido junto a la ventana y ha arrojado dentro un papel... aguarde usted, voy a escribirlo -añadió, haciendo con febril agitación lo que decía-. Este papel... un anónimo que dice simplemente: «Calle de San Opropio, núm. 6». No hace falta más... Le envolvemos en una pieza de dos cuartos para simular mejor que lo han tirado.

Todo esto lo hacía y decía Rotondo con tal precipitación y viveza, que el perezoso entendimiento de su amigo tardaba   —233→   en comprenderlo. Al fin se hizo cargo de la estratagema y la creyó excelente.

-Ahora yo me escondo -dijo D. Buenaventura-, mientras usted llama al marqués.

-En la escalerilla de la puerta excusada; nadie puede pasar por ahí.

Ocultose Rotondo, y D. Miguel tiró de la campanilla. Al punto entraron dos criados y doña Juana.

-Mirad, mirad -exclamó Cárdenas enseñando el papel- mirad lo que han arrojado por la ventana.

-¿Quién?

-Un hombre... uno que pasó... ¿Será esto una revelación?

-¡Oh!, sí... calle de San Opropio, núm. 6 -dijo el marqués, que también había acudido al sentir el fuerte campanillazo.

-Corred, corred allá -dijo Cárdenas dejándose caer desfallecido en el lecho.

-Vamos al instante, sin perder un minuto. Esto ha de ser un aviso -añadió el marqués saliendo del cuarto.

-¿Y mi hermano? -preguntó D. Miguel a su esposa.

Ésta, por toda contestación, elevó los ojos al cielo y exhaló un hondo suspiro.

-¡Oh!, quiero estar solo; no quiero ver a nadie. Váyanse todos de aquí -dijo el tío de Susana hundiendo la cara entra las almohadas.

-Por Dios, así no puedes vivir -exclamó su esposa-, te acompañaremos; tú estás muy mal; tienes una calentura horrorosa.

-Déjame, no; no quiero nada.

-¿No estaba aquí el maestro Nicolás?

-¡Ah!... no -repuso Cárdenas con agitación-. Estuvo, sí, por unas pelucas; pero se ha marchado. Déjame, vote; quiero estar solo.

Insistió la dama; pero al fin, viendo que no podía vencer la tenacidad del atribulado consorte, se retiró. El despacho quedó otra vez en profundo silencio, y D. Buenaventura apareció de nuevo.

-No haga usted ruido, por Dios... -dijo Cárdenas al ver a su amigo, cuya figura, al destacarse en el fondo del cuarto, se asemejaba a un espectro que había atravesado la pared, como es costumbre en las visitas de ultratumba.

Rotondo siguió avanzando con pisadas de ladrón.

-Pueden oír... -añadió Cárdenas-. Bueno será echarse cerrojo a la puerta.

Don Ventura lo hizo con tal delicadeza, que nada se sintió.

  —234→  

-Alguien anda por el pasillo.

-No; nadie se acuerda ya de nosotros. Vamos a cuentas -dijo Rotondo.

-Usted está aquí mucho tiempo. ¿No sería mejor que se fuera para no dar lugar a...?

-¿Y los cien mil duros?

-¡Ah! Es verdad; ¿pero tan pronto? Espere usted a mañana.

-Es imposible -contestó el fingido barbero con impaciencia-; no puedo esperar ni un momento más. Esta noche no necesito sino veinte mil; pero me son indispensables. Los gastos de la conspiración son tan grandes...

-¡Oh!, yo no estoy ahora para eso... -balbuceó con su desfallecida voz el hermano del conde de Cerezuelo.

-No hay otro remedio, Sr. D. Miguel -dijo Rotondo con decisión-. Yo no me voy de aquí sin llevarme ese dinero. ¿Me lo da usted?

-¡Oh! ¡Qué empeño!, bien... bien. Será lo que usted quiera -contestó con humor endiablado el Sr. de Cárdenas.

Y al decir esto entregó una llave a su amigo señalando la caja que estaba a los pies de la cama. Era un pesado arcón de hierro, cuya tapa, al ser abierta por D. Buenaventura, sonó con lastimero quejido.

-¡Oh!, cuidado, que oyen -dijo D. Miguel-; abra usted despacio.

Así lo hizo, y los goznes de aquel vicio y roñoso mueble, donde se guardaban los ahorros de treinta años de sordidez, apenas exhalaron un imperceptible rumor, semejante al que produce el vuelo de un insecto que cruza velozmente junto a nuestros oídos.

Cárdenas miró con expresión de dolor y desconsuelo la mano del maestro Nicolás, internándose en la profundidad de la caja y tocando los sacos de monedas; y aquí les dejamos por ahora, acudiendo a otros sitios, donde ocurren escenas dignas de especial mención.