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El «Claribalte» [1519] de Gonzalo Fernández de Oviedo

Alberto del Río Nogueras


Universidad de Zaragoza



El Libro del muy esforçado e invencible Cavallero de la Fortuna propiamente llamado don Claribalte, que según su verdadera interpretación quiere dezir don Félix o bienaventurado. Nuevamente imprimido e venido a esta lengua castellana, el qual procede por nuevo e galán estilo de hablar salió de las prensas valencianas de Juan Viñao en 1519 y es obra primera de Gonzalo Fernández de Oviedo1, más conocido en su labor de cronista como autor de la magna Historia General y Natural de las Indias. Publicado cuando el escritor andaba por la cuarentena, es el único texto propiamente de ficción salido de su pluma. De hecho, sus juicios posteriores al respecto del exceso de fantasía en las narraciones hacen coro a las voces que critican los libros de caballerías2 y, en consecuencia, le llevan a no cumplir la promesa de recoger en la anunciada continuación las aventuras del hijo del protagonista: «Y halló a su hijo Liporento de tan bonica dispusición, según la tierna edad qu'él tenía, que ya desde aquella él mostrava que avía de ser gran persona en el mundo, como lo fue y se dirá en su lugar»3.

Al comenzar su obra, sigue Oviedo en parte el esquema arquetípico de la concepción, nacimiento y educación del héroe de la tradición4. Sus padres son de estirpe real y cuando ya creían no poder alcanzar el don de la paternidad, se ven agraciados con un hijo, quien desde muy temprano demuestra gran valía y destaca entre los muchachos de su edad. Por lo demás, y como suele ser habitual en la narrativa de poso folclórico, de su infancia poco más se nos dice. Al igual que para tantos otros personajes de la literatura caballeresca solo parece importar el momento de su investidura, ligada al triunfo sobre un enemigo de la familia. Complemento de las armas, el sentimiento amoroso no tarda en hacer acto de presencia. Don Félix queda prendado por las excelencias que se cuentan de Dorendaina, princesa de Inglaterra. Es el suyo un enamoramiento de oídas: «[...] antes que don Félix la viesse, la amava y le dio este desseo ocasión de no querer otra y de procurar de ir a verla»5. Se encamina, pues, hacia Londres, dejando Albania, su reino natal, en el preciso momento del anuncio de unas justas que, según había sido vaticinado por muchos sabios, habrían de ser ganadas por quien fuera a suceder en el trono a Ardiano, tío del héroe. Con la intención, aunque oculta, de volver, parte don Félix para Inglaterra, en donde tiene ocasión de conocer a Dorendaina, y tras su victoria en los torneos, trabar lazos con quien es modelo de doncella sabia y mesurada. Quedan presos en la red del amor los dos jóvenes y deciden entregarse, tras no pocas entrevistas concertadas por los fieles servidores Laterio y Fulgencia, en matrimonio secreto, sancionado por los reyes de Inglaterra, padres de la princesa. De resultas de los encuentros de los enamorados, la princesa queda encinta, lo que dará posteriormente lugar a una serie de intrigas ligadas a la ausencia de don Félix. Pues éste, acabados los torneos ingleses, regresa a Albania para allí, de incógnito, obtener la victoria y desenclavar la Espada Venturosa del padrón en que estaba hincada, en prueba que le confirma como único heredero del trono. Desvela su identidad en el círculo familiar y es puesto en antecedentes sobre las pretensiones del emperador de Constantinopla, tío suyo, de pasar el cetro del Imperio al bastardo Balderón. Precisamente para impedirlo inicia don Félix un misterioso viaje en el que con la ayuda de cuatro nigrománticos, conseguirá hacerse con un anillo mágico que anula las virtudes de predecir el futuro con que cuenta un anillo similar del emperador. Tras la batalla con el gigante de la Isla Prieta, y una vez quemada su lengua en un gran fuego, aparecerá en las brasas un espejo del emperador no menos mágico que su anillo, pues allí veía el tirano reflejado todo lo que aquel día se tramaba contra él. Sólo después de superadas estas pruebas queda el héroe en disposición de organizar la campaña militar contra Grefol, tarea en la que contará con la ayuda de todos aquellos súbditos del Imperio descontentos con el emperador. Sus dotes organizativas se demuestran no sólo en las lides castrenses sino en el diseño de la administración del gobierno. Cumplida su tarea de estadista, emprende viaje de regreso a Inglaterra para juntarse allí con su esposa, pero una tormenta hace naufragar el barco y retrasa su llegada a la isla. Dorendaina es, entre tanto, acusada de maternidad en soltería y solo el valor de Laterio, ayo y escudero de don Félix, la defenderá en campo cerrado de la acusación alevosa.

Cuando por fin consigue el héroe llegar al lado de su amada, ésta ha parido ya a Liporento y se puede celebrar el matrimonio público de la pareja, toda vez que los preclaros orígenes del héroe junto con su valor le han llevado a la consecución del trono de Constantinopla. Todo podría haber quedado ahí, con la culminación, detalles al margen, de una trayectoria tópica ya plasmada en el Cligès de Chrétien de Troyes6. Pero Oviedo no se conforma con amoldarse al esquema seguido por tantos otros autores de libros de caballerías. Su voluntad de exaltación del ideal de monarquía universal de Carlos V le lleva a fantasear con un final hiperbólico que hace de nuestro protagonista el primero en reunir bajo su persona los poderes temporales y espirituales7. Esta coda profundamente ideologizada pasea a don Félix por campos de Francia saldando antiguas cuentas con su Delfín, trasunto ficticio de los continuos conflictos de la monarquía española con la francesa de la época.

Pero una vez coronado como emperador a la muerte de Grefol, y correspondiéndose con la cima de su peripecia, el protagonista recibe la tiara papal de Roma. El sorprendente final, ventilado en unos pocos folios por su autor, viene a confirmar el interés de la obra como documento ideológico de primera mano para captar la plasmación de las aspiraciones Carolinas y para desvelar el peculiar mundo de Gonzalo Fernández de Oviedo en sus comienzos como escritor.

Si se tiene en cuenta el sesgado esquema de un libro de caballerías tal y como lo concibe don Quijote en el capítulo XXI de la primera parte de la novela cervantina, el Claribalte invierte la secuencia formulada por el hidalgo manchego ante su impaciente escudero, que no veía nunca llegado el momento de ser gobernador de una ínsula: «No dices mal, Sancho -respondió don Quijote-; mas, antes que se llegue a ese término, es menester andar por el mundo, como en aprobación, buscando las aventuras, para que, acabando algunas, se cobre nombre y fama tal que, cuando se fuere a la corte de algún gran monarca, ya sea el caballero conocido por sus obras...»8.

Esta primera salvedad, que reclama paciencia a Sancho, parece derivar de una atenta lectura de los libros de caballerías en los que, por norma general, el camino de los andantes está salpicado de doncellas menesterosas errando por la floresta en busca de ayuda, de encrucijadas con caballeros malheridos o muertos que exigen venganza, de defensores de pasos o puentes que impiden su travesía9. Pues bien, nada de esto se encontrará en el Claribalte.

Básicamente el relato discurre en los aledaños de tres cortes: la de Inglaterra, la de Albania y la imperial de Constantinopla. El camino viene a ser mero trámite para trasladar el foco narrativo de un lugar a otro del relato. Este se limita, en consecuencia, al cómputo de jornadas y al detalle de itinerarios, por otra parte bien conocidos y transitados en la época. No se espere, pues, ninguna toponimia fantástica que ha sido aquí sustituida por el anclaje a unos referentes geográficos a pie de mapa10, aun en el caso en que la combinación con una cronología vagamente arcaica haga preferible la postulación de otras denominaciones, escollo que se salva con el muy común recurso a aclaraciones del tipo: «Mas porque es tiempo perdido ocupar la historia en más de lo que procedió de aquel viaje del Cavallero de la Rosa, dize que dende en tres días después que se embarcó en aquella costa de Albania, en el mar Arquinio, alias Jonio, que agora se llama Adriático, aportó a la Isla Triangular, que modernamente se llama Secilia, y allí se apeó en tierra y salió solamente con el susodicho hombre anciano que por él avía ido a Albania»11.

Impenitente viajero -piénsese que nuestro autor cruzó el Atlántico en viajes de ida y vuelta al menos seis veces12-, no se muestra Fernández de Oviedo, sin embargo, interesado por las aventuras que el itinerario pueda propiciar, sino por mostrarnos al héroe bregando en lides cortesanas. Esa elección marca el sesgo de la narración, pues los elementos potenciados son precisamente aquellos más ligados a palacio. Sus hazañas son mayoritariamente acabadas en el campo cerrado de justas y torneos más que en el espacio abierto de yermos y florestas.

Tanto es así que el Claribalte puede ofrecerse desde el mismo prólogo como espejo de conducta para estas lides: «[...] pues el romançe es del tiempo y la orden con que procede de algún arteficio y conforme a las leciones que deven tener los cavalleros y aun para aviso de muchos trances de honrra en que tropieçan los que d'ella se precian, como por los rieptos y hechos de armas y amorosos exercicios que aquí se contienen se puede notar»13.

Esta declaración de intenciones en la que no falta la táctica propagandística al servicio del nuevo género editorial14, adelanta el peso que en el libro adquiere este componente, peso que se plasma en una atención no disimulada a carteles de desafío, pregones y condiciones de los enfrentamientos. Estos pasan después a ser relatados con una exhaustividad que nos recuerda la importancia que para la nobleza había adquirido la recreación de un mundo fastuoso y heroico que encuentra su plasmación ideal en este tipo de demostraciones ligadas al torneo15:

«Y luego tomó una lança gruessa y el cavallero borgoñón tomó otra tal y diéronse muy grandes encuentros, porque el Cavallero de la Rosa perdió la gran pieça y el cavallero borgoñón ge la llevó del encuentro y rompió su lança muy bien. Y el Cavallero de la Rosa le encontró en la vista y le metió dentro del yelmo la punta de la lança y le dio una herida en el rostro. Y si poco más en lleno le encontrara ningún remedio tuviera y quedóle el hierro con más de dos palmos de asta metido por la vista y le hizo dar cinco o seis cabeçadas en las ancas del cavallo y por el troço de la lança salía mucha sangre, puesto que la herida no era mortal ni los miradores pensavan que dexava de serlo, antes creían que lo avía muerto»16.



Fragmentos como éste son muy abundantes en el libro y nos traen a la memoria la advertencia de Martín de Riquer al respecto de cómo la variedad de matices contenida en ellos pudo hacer las delicias de un público lector muy atento a estas detallistas descripciones17. Pero este dato, junto a la declaración de intenciones del prólogo ya mentada más arriba -«como por los rieptos y hechos de armas y amorosos exercicios que aquí se contienen se puede notar»-, nos sitúa ante hechos que atañen a la sociología de la lectura, pues es indudable que el público lector, imaginamos que sobre todo el masculino, debió de mostrarse interesado en esta minucia de la crónica deportiva, a juzgar por el volumen que ocupan este tipo de episodios en los libros de caballerías. Pero no es menos cierto que, según indican variados testimonios de la época, el lector femenino se aplicaba con fruición a esos amorosos exercicios prometidos en el pórtico de nuestro libro18. Para ellas muy expresamente estaría pensada la figura de Dorendaina, «una de las mugeres que oy más saben en el mundo», doncella sabia y discreta, sobre obediente, siempre dispuesta a complacer a unos padres que andan sumamente preocupados por su casamiento y seriamente comprometidos en la sucesión del reino. Pero esta preocupación y el proceso de amores de los protagonistas exigen un mayor detenimiento19.

Que un caballero parta de la corte en busca de aventuras y fama movido por negocios de amor no tiene nada de extraño. Tampoco el hecho de que su amor sea de oídas, digno heredero del amor de lohn de los trovadores provenzales20:

«En este tiempo que en la corte del rey estuvo, muchas vezes oyó loar la hermosura de Dorendaina, princesa de Inglaterra, la cual, según el paresçer de muchos era la más hermosa del mundo y la más sabia donzella. Y como d'estas dos excelencias su fama estava muy desparzida y notoria, antes que don Félix la viesse, la amava y le dio este desseo ocasión de no querer otra y de procurar de ir a verla»21.



Ahora bien, hay un rasgo de originalidad que singulariza el tratamiento de la pasión amorosa en el libro de Oviedo. Como se ha dicho más arriba, el héroe sale de Albania a la par espoleado por las maravillas que se cuentan de Dorendaina y urgido por el designio de sus familiares, quienes quieren casarlo con Cresilonda por razones dinásticas. El difícil compromiso establecido entre las imposiciones del amor cortés y la preocupación más prosaica por los entresijos legales del matrimonio se deja sentir en cada paso de este proceso. Porque el asunto que planea sobre buena parte de la estrategia de los protagonistas en este tramo de la narración no es otro que el de los conflictos creados en el choque de varias voluntades personales y de grupo a la hora de establecer pactos nupciales. El dilema básico que se plantea es un conflicto entre las querencias personales y la imposición familiar22. Un conflicto, como se recordará, que no es en absoluto ajeno a este género libresco. En el Amadís, Lisuarte, con su empecinamiento en entregar a Oriana al emperador de Roma, provoca una enojosa querella que da al traste con la armonía de Gaula23.

Pero en lo tocante a este punto no es ésta la única coincidencia con el libro por antonomasia de nuestra literatura caballeresca. En ambos ese dilema entre el designio del individuo y la propuesta grupal se resuelve en un primer momento por el recurso al matrimonio secreto, común a otras muestras del género narrativo de las caballerías y desde luego, presente en la vida cotidiana, donde la práctica de la unión clandestina era moneda común, aceptada con mayores o menores reticencias por la institución eclesiástica24. De hecho, la doctrina de la Iglesia en torno al controvertido sacramento matrimonial no se fija universalmente hasta la celebración del Concilio de Trento, cuyas reuniones concluyen en 1563. La condena de las nupcias secretas es a partir de ese momento tajante. Las conclusiones de la sesión XXIV en que se recoge esta normativa no son sino el desenlace de un estado de ánimo contrario a estas uniones al margen de la institución sagrada. Las críticas, de hecho, se dejaban sentir en los textos doctrinales desde antiguo y la Iglesia buscaba fórmulas para integrar en su seno un fenómeno sociológico que escapaba peligrosamente a su control25.

De acuerdo con estas premisas, el diseño que Oviedo hace de la trayectoria amorosa de la pareja protagonista es, desde el punto de vista moral, impecable. Su enamoramiento de oídas se ve confirmado por el sentimiento que don Claribalte y Dorendaina experimentan a primera vista cuando llega la ocasión de conocerse en Inglaterra: «Don Félix vido a la princesa yendo dissimulado a palacio e le paresció tan hermosa como avía oído e quedó muy enamorado d'ella»26. Los jóvenes, con la intercesión de sus respectivos ayos, se encuentran en secreto entre los muros de la Iglesia, recinto escogido para sus entrevistas y lugar emblemático que nos habla a las claras de los intachables derroteros por los que la relación se encauza desde sus inicios. Pero a raíz de ese encuentro, un tópico literario bien querido del género caballeresco se conjuga con una preocupación más ajustada a la práctica cotidiana. El caballero oculta su nombre hasta que el nombre sea digno de decirse por la altura de sus hazañas27. Padres y novia, consecuentemente, se interesan por que el caballero sea «de alta sangre y de buen saber para la governación de aquestos estados». Desvelada su identidad en secreto, confirmada, pues, su sangre real, los enamorados pueden entregarse en matrimonio clandestino. Quienes hasta ese momento han sido terceros en su relación, Laterio y Fulgencia, sus fieles criados, pasan a ser los testigos de una ceremonia expresada inequívocamente en los siguientes términos:

«Y porque a tan alta señora no convernía que sin licencia de vuestros padres públicamente esto se hiziesse ni aun a mí me estaría bien sin licencia y bendición de los míos ser público esto, aquí está Dios por testigo. Ponedlo en sus manos y obra, que ningún tiempo hallarés contradición ni discrepançia en cosa de quantas me avéis oído. Y para esto bastará por testigos Fulgencia e Laterio, y si no quisiéredes que lo sean, basta que amos lo seamos»28.



Pero si bien las primeras reglas de las imposiciones legales básicas se han respetado, la pretensión de ir más allá en amores podría comprometer la moralidad de su conducta. Por ello, muy significativamente, nos enteramos de que «nunca la princesa permitió de verse con este cavallero aparte, como él lo desseava e se lo acordó muchas vezes hasta que este negocio estoviesse más seguro para su honrra e la de sus padres, puesto que ella desseava lo mismo que el cavallero»29. A pesar de ello, un poco más adelante leemos extrañados que en el templo «se concertaron de verse en la cámara e apossento de la princesa, donde el cavallero devía ir secretamente». El concierto parece entrar en flagrante contradicción con lo apuntado más arriba, aunque recuerda, de nuevo, encuentros como el de Perión y Elisena, cuyo fruto más palpable es el nacimiento de Amadís, quien a la vez en su relación con Oriana obtiene de ésta «alguna vía de descanso» para aliviar su padecimiento amoroso30.

La rigidez ideológica de Oviedo, sin embargo, no se permite ni siquiera mantener el suspenso sobre el particular, pues a renglón seguido y en el mismo epígrafe del capítulo XXI ya anuncia, tranquilizador: «Pero no se hizo por estonçes a causa de lo que suçedió, como contará la historia». Un encuentro aplazado para ese mismo día entre el Gran Sacerdote y el caballero le hace esperar a Dorendaina que «con voluntad del rey e la reina me podáis ver si vos quisiésedes». Hasta aquí Dorendaina y Claribalte han concordado en sus pasos sentimentales con los modelos del género, pero a raíz de la entrevista con el tío de la heroína, se incorporan al número de los desposados por palabras de presente in manu clerici. El dato es importantísimo por cuanto es un escalón más de los recomendados por la doctrina eclesiástica en su camino hacia el control definitivo de la institución matrimonial y paso previo para el posterior casamiento en la faz de la Iglesia. El Gran Sacerdote, «tomándoles de las manos, los desposó él mismo e les hechó su bendición». A partir de entonces, pero solo a partir de entonces, «fue la vergüença dando lugar para que de despossados fuessen marido y muger, o a lo menos passassen obras de casados»; de resultas de las cuales «la princesa quedó preñada de un hijo»31.

El autor, dejada constancia de su rectitud doctrinal, parece olvidarse de las implicaciones narrativas que con el despliegue de tal ideología asumía. Y así ignora lo que había sido la motivación aparente del retraso en el matrimonio público, esto es la obtención del permiso paterno:

«Yo he, señor, muy bien oído y entendido todo lo que vuestra señoría me ha dicho y conozco que quien más gana en ello yo soy y que con servicios ni merescimiento no pudiera la Fortuna hazerme tan dichoso como de poder absoluto quiere Dios, por su grandeza, que yo sea en hazerse este matrimonio. Mas ay en ello un muy grande inconviniente y es que en la hora que en mi tierra se supiesse, mis padres temían en mucha aventura sus estados y aunque aquesto no oviesse, según allá estiman estas cosas, yo no temía en mucho que aqueste despecho les hiziesse echarme su maldición, que sería la cosa del mundo que en cuanto yo biviesse más pesar me daría»32.



Llegado a Albania, el héroe da por sentado su desposorio con Dorendaina y no pide en absoluto la conformidad de sus padres, a pesar de los temores expresados sobre la figura legal del desafillamiento en el parlamento con el Gran Sacerdote transcrito33. Esta falla estructural se compensa, sin embargo, con el subsiguiente desarrollo de la peripecia novelesca. La princesa, cuando su estado de gravidez se muestra demasiado evidente, es acusada de alevosa. Es entonces el fiel escudero Laterio quien sale en defensa de Dorendaina, de tal forma que al regreso del héroe tras su desafortunado naufragio, se han cumplido todos los requisitos para la celebración del matrimonio en la faz de la Iglesia: la unión secreta se hace pública, los súbditos aceptan al nuevo heredero y, dato importante, todos quedan «esperando el día de las bodas publicadas» y el «solemne talasio», en clara alusión formular a los requisitos exigidos por la Iglesia; a saber: la amonestación en el tiempo previo a la obligada ceremonia de oír misa tras el sacramento.

Como podrá deducirse de la lectura del Claribalte, el recorrido por los entresijos de la unión matrimonial adquiere un peso específico importantísimo dentro del libro de Gonzalo Fernández de Oviedo. La minucia con que se refieren toda clase de detalles habla a las claras de una preocupación del autor por hacerse portavoz en la ficción de las recomendaciones clericales. El intento de hacer compatibles dos concepciones opuestas del amor: la cortés y la que cae dentro de los límites de la ortodoxia moral es un empeño para el que contaba con antecedentes en los modelos genéricos. Pero como en el Amadís, el lastre moralizante acaba por hacer incurrir al autor en más de una contradicción narrativa. Nuestro cronista de Indias, al hacer ostensible su faceta de moralista furibundo, actuó de crítico avant la lettre frente a la catadura inmoral de los libros de caballerías, precisamente desde las páginas de uno de ellos.

Ahora bien, esta insistencia en detallar el proceso que hace legal el matrimonio de don Félix y Dorendaina no es extraña a otros pormenores del libro y es muy posible, que al margen de las claras intenciones moralizantes, deba mucho también a los empleos burocráticos de quien fue, entre otras cosas, notario de la villa de Madrid, veedor de las fundiciones de oro en el Nuevo Mundo y terminó sus días como alcaide de la fortaleza de Santo Domingo.

De hecho, Oviedo no concibe la corte exclusivamente como el espacio de las relaciones aristocráticas regidas por el ceremonial y la etiqueta, sino que piensa en ella como lugar desde el que se ejerce el poder y se administra la organización del Estado. Junto al caballero cortesano, la narración nos dibuja también un perfil del héroe como estadista, algo que se puede apreciar muy bien en su actuación tras la victoria sobre el tirano Grefol. Don Félix, conocido en su campaña de asedio a Constantinopla como el Caballero de la Fortuna, dedica sus esfuerzos a la ordenación de la maquinaria estatal: sucesión, organización de la defensa, nombramiento de consejeros, diseño de la administración de justicia y de la casa del Emperador, etc., para lo cual convoca cortes:

«[...] las quales duraron veinte días y en ellos se concluyeron todas las cosas que eran convinientes para el buen gobierno y pacificación de aquel estado. En el primero le juraron todos por eredero y señor natural y se intituló universal heredero legítimo único para que después de los días de Grefol y de Ponorio, padre del Cavallero de la Fortuna, fuesse Emperador. Esto se hizo de común consentimiento y entera voluntad de todo el Imperio. En el siguiente día instituyó y ordenó la gente de armas que de pie y de cavallo avía de aver continuamente para conservación del estado y nombró los capitanes y dexó por capitán general a Risponte. En el terçero día confirmó algunos alcaides y puso otros y todos le hizieron omenaje de todas las fuerças del Imperio. En el quarto día ordenó el consejo y diputó veinte y quatro personas notables en él y de grandes letras y autoridad entre los quales avía ocho cavalleros y quatro perlados sacerdotes y doze letrados y hizo presidente al rey de Egipto. En el quinto día ordenó la armada de la mar y hizo almirante a Litardo, el qual era muy buen cavallero y de la casa y sangre imperial y se avía muy bien señalado el día de la batalla y declaró el número de las naves y galeas y fustas que ordinariamente havía de aver para guarda de las costas del Imperio. En el sesto día mandó restituir todo lo que injustamente su tío avía quitado a muchos y que aquello se viesse brevemente por justicia. En el séptimo día ordenó la casa y servicio que havía de quedar al Emperador, lo qual se hizo tan largamente como él lo quiso pedir y mandó que le acudiessen con todos los frutos y rentas del Imperio sin le menguar ninguna cosa y assí le obedesciessen y serviessen como antes, salvo que en las fortalezas no se ocupasse ni en las cosas de la justicia y gente de armas ni en la governación, sino con parescer del consejo de los que por él quedavan señalados. En el otavo día armó muchos cavalleros y dio y hizo grandes merçedes a muchos y dotó muchos monesterios y casó muchas donzellas pobres y hizo soltar todos los que en la batalla fueron presos. En los otros días proveyó muchas cosas nescessarias a la buena governación fasta ser complidos los dichos veinte días de las cortes»34.



El caballero hacía ya tiempo que se había bajado de su montura, y había, si no arrinconado del todo sus armas, sí al menos abandonado su exclusiva dependencia de ellas y pasado a empuñar la pluma y a ocupar los gabinetes de palacio en que se cocían los asuntos de estado. Los libros de caballerías, deudores de la época en que fueron escritos no podían dejar de acusar ese tránsito. De hecho, y como un reflejo más de esos cambios, cuando en la parte final del libro los torneos dejan paso a los enfrentamientos entre ejércitos, el Claribalte toma un sesgo narrativo que deja intuir entre las líneas de esa fantasía histórica urdida por Oviedo el influjo de la concepción de la guerra como objeto teórico de estudio. Es un síntoma más de la importancia que los conocimientos técnicos van adquiriendo en un mundo que enfoca la estrategia bélica «como una rigurosa ciencia de aplicación técnica»35.

Son varios los ejemplos que concuerdan con este punto de vista en el libro de Oviedo. En ellos, y en consonancia con esa concepción, no suele haber el menor atisbo de precipitación en la toma de decisiones que afectan al choque entre ejércitos, pues a la decisión ha precedido un análisis de la situación planteada y éste ha desembocado en la solución pertinente. No es extraño, pues, que en los preparativos de la contienda se recoja la disposición de las fuerzas con que se cuenta en el campo y que, en consonancia, se delimiten con claridad batallas y escuadrones en las órdenes de los capitanes:

«Pero como el Cavallero de la Fortuna no veía la ora que llegar a las manos, no quiso esperar a que la gente del Emperador pasasse el río e acordó de les dar la batalla de la otra parte e de dar en ellos entre las dos luzes del siguiente día. E assí lo hizo e puso en la avanguarda a Risponte, su capitán general, con seiscientos hombres de armas e tres mill cavallos ligeros. E el Cavallero de la Fortuna fue en la segunda batalla, con mil hombres d'armas e dos mill cavallos ligeros; e toda la otra gente restante de cavallo puso en la retroguarda, de la qual hizo capitán a Litardo, hombre de la sangre imperial e muy buen cavallero.

E partió en dos batallas toda la gente de pie, en medio de las quales llevavan toda el artillería con mucho concierto e como gente de guerra»36.



La importancia concedida en este fragmento a resaltar la disciplina de las tropas de infantería es sumamente significativa. De ellas se valora, precisamente, el que se muestren como «gente de guerra», esto es, de manera ordenada y ofreciendo contraste, en la ladera opuesta, con los peligros que entrañan las huestes desmandadas. Parece haber un manifiesto interés en dejar bien marcada la diferencia entre el ejército coordinado y los indeseables levantamientos populares. Quizás por ello se enjuicia como pernicioso el hecho de que ante la amenaza de cisma tras la muerte del Sumo Pontífice, «toda la religiosa gente se convirtió en armas e exércitos populares»37.

También en lo tocante a la paga de las tropas se deja sentir la importancia concedida al ejército asalariado en esa conformación de las huestes. La evolución del caballero medieval hacia el soldado renacentista deja también sus huellas en unos libros, que como todos los de caballerías, se vuelcan en destacar las proezas guerreras de sus héroes. Si en el étimo de la nueva denominación del antiguo mílite figura el sueldo prometido o recibido por sus servicios, el dato no pasa inadvertido para Oviedo, que fue secretario de Gonzalo Fernández de Córdoba en la preparación de una expedición a los campos de Italia, posteriormente frustrada por las circunstancias históricas38. Cuando su libro se vuelca con los últimos folios en los entresijos de la campaña guerrera contra Francia esa preocupación acude al ofrecimiento de ayuda del rey de España a las tropas inglesas: «[...] e que ordenassen lo que quisiessen qu'el infante hiziesse con su gente e armada, la qual traía pagada por un año»39. Los implicados en el conflicto son perfectamente conscientes de los estragos que el gasto guerrero ocasiona en las arcas del estado y se hacen eco del clásico pensamiento tan aireado en la época: pecunia nervus belli40, como recuerda el rey de Francia en una airada contestación a la embajada de su enemigo, el Caballero de la Rosa: «E aprenderá a gastar en la guerra e verá que es de otra manera que hazer muchas bodas»41.

También, curiosamente, esta concepción moderna de los ejércitos tiene su reflejo en más de un caso en las técnicas narrativas. Ofreceré dos ejemplos. El primero de ellos tiene que ver con el asedio de la confederación inglesa a la fortaleza de Calais. El tiempo de autor y lectores, la época desde la que se escribe, sirve de punto de referencia para contrastar con la cronología ficticia del relato y hacer creíble un asalto solucionado en un lapso temporal mínimo:

«Mas parecióles que era razón que Calés se tomasse e que no tardase en cercarla una parte deste gran exército, quedando allí en persona el rey de Inglaterra con diez mill hombres que bastavan e con el artillería que conviniesse para esto. E que el príncipe don Félix e el rey de Escocia fuessen adelante con toda la otra gente. E así se hizo, porque aquel passo era muy nescessaria cosa que se asegurase. E como a la sazón no era Calés tan fuerte cosa como es agora, dentro de seis días la tomó»42.



Como podrá observarse, la preocupación por la verosimilitud parece ser cuestión que muy tímidamente, por supuesto, comienza a preocupar a Oviedo, quien, al menos en este aspecto que acabo de apuntar, se plantea ya algunos mecanismos correctores de la fantasía desbordada.

El segundo de los ejemplos va asociado una vez más a la uniformidad y organización deseables en las tropas, aspectos que justifican y hacen creíble el vencimiento de un ejército más numeroso por parte de las fuerzas del héroe, que se imponen sobre el adversario porque en éste «[...] como eran de diversas lenguas, no eran tales como sus contrarios»43. Queda bien claro que estamos muy lejos de las objeciones que planteaba el canónigo toledano a aquellos desemejados combates:

«Y puesto que el principal intento de semejantes libros sea el deleitar, no sé yo cómo puedan conseguirle, yendo llenos de tantos y tan desaforados disparates; que el deleite que en el alma se concibe ha de ser de la hermosura y concordancia que vee o contempla en las cosas que la vista o la imaginación le ponen delante; y toda cosa que tiene en sí fealdad y descompostura no nos puede causar contento alguno. Pues ¿qué hermosura puede haber, o qué porporción de partes con el todo y del todo con las partes, en un libro o fábula donde un mozo de diez y seis años da una cuchillada a un gigante como una torre, y le divide en dos mitades, como si fuera de alfeñique; y que cuando nos quieren pintar una batalla, después de haber dicho que hay de la parte de los enemigos un millón de competientes, como sea contra ellos el señor del libro, forzosamente, mal que nos pese, habernos de entender que el tal caballero alcanzó la vitoria por solo el valor de su fuerte brazo?»44.



Tal pensamiento no era en absoluto ajeno a quien en las Quinquagenas, uniendo amores y armas, había tronado contra «Amadís e otros tractados vanos e fabulosos, llenos de mentiras e fundados en amores e lujuria e fanfarrería, en que uno mata e vence a muchos»45. Ya en las páginas del Claribalte, su obra primera, sonaba para los lectores atentos, entre los renglones de su trama, la palinodia de Gonzalo Fernández de Oviedo.

Algunas de estas peculiaridades comentadas en páginas previas tienen su reflejo en los grabados de la edición valenciana de Juan Viñao. El Claribalte es un libro de caballerías de no muy abultada extensión, que queda en cuanto a volumen de folios por debajo de la media habitual del género. De hecho, el impresor decidió organizar el texto en dos columnas de 43 líneas, cuando lo más normal era componerlo de 46 a 4846. El mayor interlineado redunda en la claridad y vistosidad del libro que cuenta además con una exquisita serie de xilografías que lo embellecen y singularizan47.

Si se descuentan el grabado de portada con el título y las armas de don Fernando de Aragón, duque de Calabria, el que figura como cabecera del prólogo dedicatoria, en el que se ve al autor, arrodillado, haciendo entrega del libro a su destinatario, y el que representa al final del libro, en el folio previo a la tabla de capítulos, a un poeta en su escritorio y acompaña a la composición laudatoria de Jeroni Artes, el libro de caballerías de Oviedo cuenta con 47 grabados en madera. Lo que, teniendo en cuenta que el volumen lo componen 74 folios, nos enfrenta a una ilustración por cada tres carillas aproximadamente. Ante esta profusión de imágenes cabe preguntarse qué es lo que pudo llamar la atención del impresor o, dicho de otra forma, ¿con qué escenas destacadas se quería captar al comprador-lector? ¿Qué es lo que se juzgaba más singular, o más atractivo, dentro del argumento de este libro de caballerías? El análisis de los grabados puede contribuir en algo a dilucidarlo.

De esas 47 ilustraciones, sólo 21 corresponden a grabados compuestos mediante la combinación de figurillas, normalmente tres de ellas (fig. 1), aunque hay casos, muchos menos, de combinación de dos (fig. 2). Se han reservado estos tacos para representar los encuentros de los protagonistas en la corte. Su indumentaria suele ser palaciega y en algún caso la escena urbana que los complementa alude a la ubicación de la entrevista (fig. 3), pues de entrevistas por norma general se trata en esos capítulos, junto con entrega de misivas y embajadas, que son así mismo los asuntos más frecuentados en la representación (fig. 4).

Es probable que el editor entendiera que esas escenas, aun siendo las más prodigadas en la obra, no eran las más singulares, siendo que abundan en las muestras del género. Es evidente que no reserva para ellas el derroche de medios que invierte en los otros 26 grabados. Parece claro que éstos se confeccionaron expresamente para la ocasión, ya que no resultan intercambiables con otras historias caballerescas y esto aun para el caso de las justas y torneos, en cuyas escenas llega a apreciarse igualmente una voluntad de acompasamiento de lo representado con las circunstancias de su celebración. Significativa a este respecto se muestra la serie de tres grabados que recoge la sucesión de combates pregonados en los torneos de Albania. A cada una de las jornadas corresponde una de las diferentes escenas que muestran, respectivamente, a dos jinetes enfrentándose sobre sus monturas (fig. 5), una mêlée de caballeros (fig. 6) y otra de peones (fig. 7), tal y como se había establecido en la convocatoria de la prueba:

«Se ha de notar que el rey Ardiano en todos los pregones que por todas las partidas e provincias estrañas hizo dar para que los cavalleros que a ellos quisiessen venir supiessen la postura e condiciones de los torneos, se pregonó e dixo que aquellos torneos durarían quinze días e que en los cinco primeros cada día justarían. E avría seis mantenedores en seis telas e que quien mejor lo hiziesse en seis carreras ganaría el prescio, el cual sería mill marcos de oro.

E que en los otros cinco días siguientes tornearían a cavallo armados de todas armas, con lanças, e rompidas aquellas, con todas las otras armas ofensivas e defensivas que los cavalleros suelen traer en las batallas campales. E que el que mejor lo hiziesse en estos cinco días e más señaladas hazañas obrasse, ganasse el prescio, que serían veinte cavallos encubertados con otros tantos arneses e dos mill marcos de oro.

E que en los cinco días postreros tornearían a pie, armados de todas pieças»48.



Ello nos habla a las claras del cuidado puesto en ajustar los grabados a los detalles propios de la narración aun en los tramos que podrían considerarse más estereotipados, como es éste de las batallas que, en total, contabiliza ocho xilografías.

Por lo demás, los grabados específicos realizados para dar cuenta visual de la trama son 17. Los núcleos destacados son, en primer lugar, los pasos que conducen a don Félix y Dorendaina al matrimonio (figs. 8-10) y, en segundo lugar, la «peripecia bizantina» (figs. 11-15). Estos dos núcleos convergentes representan mucho más del 50% de los grabados a columna y, de hecho, si se contabilizan los de los torneos de Albania, con su serie ya comentada en su ajuste a los pregones, prácticamente todas las xilografías pueden considerarse como específicas y, en buena medida, difícilmente reutilizables para otras obras.

De tal manera que la ojeada de un potencial lector a la obra podría hacerle intuir no sólo el contenido de los capítulos -tras cuyo epígrafe se incorporan, con rarísimas excepciones, ajustándose siempre a lo desarrollado en el interior de la división narrativa- sino que le permitiría detectar sus núcleos destacados: combates en campo cerrado, profusión de entrevistas en un marco palaciego y urbano, peripecia ligada a viajes por mar, con importante papel conferido a la magia y al combate contra el gigante, más un tramo de indudable peso dedicado a la casuística nupcial. No otros son, si se piensa, los contenidos destacables del libro de caballerías de Gonzalo Fernández de Oviedo49.





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Figura 2

Figura 3

Figura 4

Figura 5

Figura 6

Figura 7

Figura 8

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Figura 14

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