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El cuerpo de la patria: espacio, naturaleza y cultura en Bello y Sarmiento

Graciela R. Montaldo





Probablemente se produce una experiencia extrema de la mirada cuando vemos nuestro propio territorio desde la altura: es nuestro espacio pero no estamos allí, es el cuerpo del que partimos pero que se nos muestra en su profusión de accidentes y poblaciones, de colores y dibujos. La mirada aérea sobre el espacio recupera siempre un mapa, el de las líneas y colores que distribuyen la convencionalidad con que accedemos al cuerpo de la tierra, a su naturaleza; las líneas del ecuador, los trópicos, aquellas que unen los puntos de igual presión o temperatura, entre otras, han dejado de ser, para nosotros, imaginarias y forman parte del orden con que nos relacionamos con nuestros espacios; si no las llegamos a percibir, sabemos que están allí cuando las cruzamos estableciendo las fronteras de nuestros desplazamientos. Mirar el territorio propio resulta en nuestro tiempo un hecho frecuente y de allí la pregunta: ¿cuáles eran, a poco de la Independencia latinoamericana, las miradas posibles sobre ese cuerpo, desde qué perspectivas y con qué redes se percibía el territorio de una patria inestable, cómo se imaginaba el mapa del cuerpo del que se partía? Las respuestas de Andrés Bello y de Domingo F. Sarmiento, ambas escritas desde el exilio, quizás comiencen a delimitar ese paisaje, esa naturaleza contemplada desde el afuera.

Entre las diferentes funciones de la escritura en el siglo XIX1, elijo precisamente la que se refiere a esa cartografía proyectiva, a esa imaginación espacial que constituye el territorio, el paisaje y lo fija en la escritura para desentrañarle sentidos vinculados a la organización cultural, social, política y económica: la naturaleza y la cultura, la civilización y la barbarie impresas sobre el cuerpo borroso, esquivo o inexistente de la patria.

«Escribir no tiene nada que ver con significar, sino con deslindar, cartografiar, incluso futuros parajes» (Deleuze, 1988: 11). En el comienzo de la literatura latinoamericana independiente pareciera que una reflexión sobre el espacio se impone, en una doble dirección. La primera dirección focaliza el problema de escribir la patria y el Estado -el momento de constitución del Estado- en sociedades que desarrollan, generan y viven la guerra de los caudillos, los bárbaros, los nómadas. Es decir, e incorporo la segunda dimensión, en un espacio que también es real y relativamente desconocido, resistente a la ley, que la escritura debe cartografiar para ubicar y organizar la acción política2.

Las preguntas caen como en torrentes. Si la escritura es una cartografía simbólica3, ¿qué valor y función tienen en la literatura latinoamericana del siglo XIX los espacios naturales representados? ¿Ellos son «paisajes», escenarios, territorios, formas de localizar el progreso o de descalificar la instauración de la racionalidad? ¿Qué miradas arrojan los intelectuales sobre los espacios naturales y cómo usan sus descripciones? Preguntas que quizás puedan responderse pensando los distintos valores que adoptó el espacio en el imaginario latinoamericano de la organización.

En los momentos fundacionales de una literatura, la relación con la tierra, con el espacio (natural o construido) define muchas de las formas y materiales de la escritura. En la latinoamericana, el espacio natural -siempre ligado a la propiedad- se vuelve centro de la construcción de la escritura y de la reflexión política pues sobre él se asentaban los proyectos de organización de las repúblicas recién independizadas. El pasado, el presente y el futuro de los países de América encuentran en la tierra aspectos que condensan los problemas, identidades y planes futuros; por ello están cargados de «significados», sentidos desde los cuales se hará el diagnóstico de un estado de cosas o se proyectará el porvenir4. La tierra es un dispositivo que carga de sentidos, es el medio de otorgar, deleuzianamente, «territorialidad», es decir, naturaleza:

La unidad primitiva, salvaje, del deseo y la producción es la tierra. Pues la tierra no es tan solo el objeto múltiple y dividido del trabajo, también es la entidad única e indivisible, el cuerpo lleno que se vuelca sobre las fuerzas productivas y se las apropia como presupuesto natural o divino. El suelo puede ser el elemento productivo y el resultado de la apropiación, la Tierra es la gran estasis inengendrada, el elemento superior a la producción que condiciona la apropiación y la utilización comunes del suelo. Es la superficie sobre la que se inscribe todo el proceso de la producción, se registran los objetos, los medios y las fuerzas de trabajo, se distribuyen los agentes y los productos.


(Deleuze, 1974: 146)                


Esto pareciera obvio pero es nuevo para América Latina independiente. El territorio que hasta entonces había instaurado la legalidad -el imperio- quedaba en otra parte, desconocida incluso para muchos; era el fantasma de las instituciones, la burocracia, la ley, era el cuerpo otro que regía desde la distancia. Escribir el territorio, por tanto, era hacerse de un cuerpo orgánico demarcando su geografía y su funcionamiento para poner en marcha las instituciones. Por ello, se comenzó por trazar su mapa, un mapa que permitiera establecer límites y fronteras que integraran el territorio a un mundo que desde las revoluciones europeas empieza a reclamar desde su hegemonía una globalización de las relaciones5. Se trata de ocupar un lugar, de escribir una cartografía en la que se diseñe el espacio vacío donde insertarse.

El poder político independiente se preguntó primero qué espacio asignarse (pues la colocación espacial en los países latinoamericanos define tradiciones ideológicas y prácticas políticas)6; luego, qué hacer con los espacios, cómo usarlos y cómo cargarlos de valor -económico, simbólico. Fueron los letrados del momento, procesados primero por la retórica neoclásica y luego por la percepción romántica, quienes trataron de aguzar una mirada que construyera un orden simbólico capaz de organizar sentidos sobre los espacios; ellos también fueron quienes dotaron de valores múltiples a los espacios: paisajístico, simbólico y literario (ligados a la fundación de un imaginario nacional o regional, de una tradición cultural), pero también en sentido económico. Michel de Certeau establece la diferencia entre «lugar» y «espacio», definiendo a este último como el territorio en constante cambio:

Un espacio existe cuando tomamos en consideración vectores de dirección, velocidades, y variables de tiempo. El espacio se compone de intersecciones de elementos móviles. Es actuado por el conjunto de movimientos desplegados dentro de él. El espacio ocurre como el efecto producido por las operaciones que lo orientan, lo sitúan, lo temporalizan y lo hacen función de una unidad polivalente de programas conflictuales o proximidades contractuales.


(De Certeau, 1988: 117)                


Esta definición del espacio enfatiza los aspectos móviles, irregulares, coyunturales de las configuraciones espaciales. La naturaleza y los paisajes en la literatura latinoamericana son desde los comienzos aspectos altamente construidos7, o sea, altamente formalizados por los letrados que vieron en su representación formas de intervenir en la vida pública a través de versiones sobre lo real histórico. Es el caso de los textos programáticos de Bello y Sarmiento. En ellos el cuerpo territorial -paisaje, naturaleza, patria- tiene una posición central pues organiza parte de su discurso y produce su máquina discursiva. Los intelectuales interrogan los espacios naturales con la perspectiva neo-pastoral de una naturaleza como artificio (Williams, 1973) o como lo incomprensible, la distancia absoluta con la razón pues se trata de construir el futuro a través no sólo de la «dominación» de la naturaleza sino de la construcción de las historias y los sentidos que viven dormidos en ella.

El problema del espacio nos permite diseñar los alcances de un tópico escriturario que lejos de ser una estrategia exclusivamente literaria, se carga de todos los valores de la cultura -ideológicos, políticos, estéticos- de su coyuntura histórica, pues en el plano económico-político el espacio americano será el escenario que defina la organización de los nuevos Estados nacionales. El valor de «la tierra» -como lugar de origen, de arraigo, pero también de las luchas por la propiedad de los bienes que produce- es un problema que se plantea ya al comienzo de la conquista y que tras sucesivas luchas resurge irresuelto en los países independizados de España.

A fines del siglo XVIII, la Ilustración europea deslindó de forma definitiva dos conceptos que sirvieron para leer la nueva realidad social que surgía en sus repúblicas y la expansión «universal» de las políticas y las economías regionales después de las revoluciones industrial y francesa. La oposición «naturaleza-cultura» es el fundamento de las nuevas sociedades, que define roles sociales dentro de los países y también roles nacionales en la nueva organización mundial de la cultura, la economía y la política. Esa oposición es jerárquica y sus términos portan valores.

La Ilustración latinoamericana encontró en la formalización clásica los medios de articular la cultura y la naturaleza a través de un uso peculiar de la tradición pastoral y sus tópicos. El Romanticismo literario encontró en la nueva subjetividad y la nueva relación del individuo con el contexto vías de expansión para los ensayos de su estética basándose en el valor del espacio natural al que vuelve a reculturizar. Sin duda, es la relación individuo-sociedad, sujeto-contexto la que cambia radicalmente en este período y la que produce la nueva forma de entender el mundo pues ambos términos de la relación se definen dentro de la estructura del Estado. Naturaleza culturizada y cultura natural son los polos sobre los que se asienta un problema cultural y político: la gobernabilidad de América Latina, la constitución de los Estados.

La literatura latinoamericana se funda como tal (con conciencia de su particularidad y su diferencia respecto de su natural vínculo con España) a partir de las redes culturales que se establecen luego de la Independencia; es en ese momento en que comienzan a estructurarse los proyectos para el futuro con los que se pretende integrar nacionalmente a los ciudadanos de cada país o región; es también el momento en que la cultura como cemento de unión de los rasgos nacionales y los intelectuales como portadores de una tarea política al servicio de las nacientes repúblicas, se consolidan. Estamos fijando un origen, núcleo de varios problemas modernos y un momento histórico en el que confluyen varias perspectivas, ya que esa fundación se produce en un período en que dos paradigmas culturales están conviviendo en nuestros intelectuales: la filosofía de la Ilustración por un lado; la nueva percepción romántica del mundo y de la subjetividad, por otro.

Lo ilustrado será el paradigma que proporcione instrumentos para interpretar la realidad latinoamericana después de la Independencia y, sobre todo, permitirá establecer los sistemas de ordenación y los dispositivos de control a usar en el futuro, es decir, proporcionará las bases para crear las relaciones públicas y políticas de las nuevas organizaciones territoriales desmembradas del imperio, habiendo sido el motor de las ideas revolucionarias durante las últimas décadas de la colonia. La Ilustración también será portadora de un modelo de lo que la cultura es que se cultivará en toda Hispanoamérica estableciendo los valores universales, racionalistas y paradigmáticos que regirán en nuestros países a través de las instituciones. Será, por último, un discurso a través del cual se enuncie la continuidad de ese cuerpo nuevo con el cuerpo de la madre: los tópicos, la retórica con que se articula la tradición del nuevo territorio y el establecimiento de nuevos vínculos (con la antigüedad clásica y la variedad del locus).

Lo romántico, que se le superpone a lo ilustrado en la formación intelectual de muchos de nuestros letrados, será un filtro cultural que deconstruya y rearme lo que desde la perspectiva ilustrada se propone a la sociedad. Desde el punto de vista literario, la percepción romántica no sólo construye una escritura sino que además disuelve muchas de las certezas del orden científico anterior y va creando las nuevas pautas para pensar el mundo (ideas como patria, pueblo, tradición cobran desde entonces un valor inusitado, por inédito, y la escritura sirve para expresar la nueva mirada sobre el mundo).

En Hispanoamérica, como señalamos, ambos sistemas se superponen en el tiempo e, incluso en un mismo escritor. Esos procesos de ardua convivencia paradigmática se despliegan en la escritura de Andrés Bello y Domingo F. Sarmiento pues en sus textos se puede volver a problematizar el tópico espacial: el paisaje (es decir, la idea cultural de naturaleza que existía en el origen de nuestra cultura independiente) visto desde las tensiones entre Ilustración y Romanticismo.

El valor de la naturaleza en su formalización estética obligará a redefinirla así como al término correlativo: cultura. Igualmente la civilización y la barbarie, lo culto y lo popular. Desde temprano, Bello y Sarmiento encontraron en el territorio primero y en el paisaje después una forma de establecer una continuidad y una diferencia con las culturas de los países centrales -por ese entonces, Inglaterra, Francia y Alemania. Ese descubrimiento de la diferencia no nos pertenece; el Romanticismo se sorprendió con las culturas «exóticas» profundizando el camino hacia el relativismo cultural que habían abierto las nuevas ciencias. Encontrar escenarios diferentes, portadores de valores culturales diferentes, fue una curiosidad de la que los románticos no se privaron estableciendo una nueva configuración de las posibilidades estéticas de un viejo procedimiento ahora revisitado: la descripción.

Continuidad pues; el arte de principios del siglo XIX -literatura y pintura especialmente- recoge los espacios naturales como materia a representar y los concibe como algo sobre lo que la cultura debe arrojar su mirada estética reescribiendo el principio de imitación de la naturaleza. Los paisajes, como lo natural, corren parejos con el interés que se despierta por lo exótico, lo diferente. La mirada racional y científica sobre la naturaleza -a fin de cuentas, material a explotar- se vuelve para los intelectuales escenario donde ensayar las nuevas relaciones de la subjetividad (individual, colectiva) con un mundo que ensancha sus límites.

En Hispanoamérica esta mirada se revierte, al punto de que se mira como exótico lo propio y con ello se produce la primera perplejidad, el primer enigma al que se enfrentan los intelectuales. Sin embargo, la literatura se presenta como discurso un poco más sinuoso pues las representaciones neoclásicas, experimentándose en los comienzos del romanticismo, dan como resultado un interés por el paisaje como forma de explicar el pasado y de proyectar el futuro. En este sentido es que quisiéramos revisar críticamente ese datum del Romanticismo; que, como señaló Pedro Henríquez Ureña, diseñó los temas de casi todo el siglo XIX:

Prosiguió las tareas que se había trazado: la conquista del paisaje, la reconstrucción del pasado, la descripción de las costumbres. Los poetas conservaron las mismas imágenes, el vocabulario y las formas métricas de la generación de Echeverría.


(Henríquez Ureña, 1954: 146)                


El paisaje latinoamericano (en rigor debiéramos hablar de los paisajes) despierta todas las sugerencias de la escritura, aunque no sólo eso. La naturaleza hispanoamericana comienza a cobrar una presencia que la diferencia de las culturas centrales pone en evidencia8 y que a su vez, define otra vez algo nuevo y constitutivo: un perfil natural que se vuelve cultural. Esto es importante ya que demuestra que nuestros intelectuales parecen estar claros en que la naturaleza latinoamericana es un problema de cultura.

Será motivo literario esa naturaleza que por primera vez se mira con interés estético -que desde hace poco tiempo es escena de lo político y potencial económico con el viraje de la explotación minera a la agrícolo-ganadera- pues forma parte del espacio donde las instituciones que se están formando van a operar. Como señala Edward Said, refiriéndose a los sistemas de propiedad sobre la tierra analizados por Raymond Williams: «la propiedad autoriza esquemas, establece discursos, funda ideologías, la mayoría de ellas ligadas a la tierra» (Said, 1990: 112). La naturaleza será para nuestros intelectuales no sólo dato paisajístico sino también motivo de argumentación para explicar el pasado y el presente y proyectar el futuro. La naturaleza, por lo demás, es objeto de una nueva ciencia (la historia natural) que reordena por completo la organización de lo real (Foucault, 1985).

Tanto Andrés Bello como Sarmiento, han creado versiones que se fueron filtrando en el discurso social por lo que tuvieron una actuación preponderante en la creación de ciertos tópicos del imaginario latinoamericano del siglo XIX. El del Nuevo Mundo (con la Independencia otra vez nuevo) como paraíso y naturaleza pródiga y culturizada y el de la civilización y la barbarie son los más importantes y están tramados con los discursos científicos y estéticos de su tiempo.

Hemos dicho que el momento en que escriben Bello y Sarmiento es la coyuntura de un cambio histórico (la independencia) y un cambio paradigmático (de la ilustración al positivismo) la conflictividad de ese paso actuará como el sustento discursivo de varias voces que se acumulan en las versiones de los latinoamericanos. La idea de progreso tiene una posición decisiva en estos cuestionamientos pues los países podrán desarrollarse cultural y económicamente a partir del uso de la naturaleza, de su definición y transformación: sobre ella se podía trazar el mapa del futuro9.




Andrés Bello: Naturaleza, ciencia y economía

Andrés Bello pone de manifiesto en su escritura inicial no sólo el programa del joven letrado latinoamericano exiliado en Londres y con grandes proyectos culturales; pone de manifiesto y en escena una nueva mirada sobre lo real-histórico. Esa mirada es, muy probablemente, la que le ayudaron a configurar los naturalistas de la época, la que aprendió a apreciar en su cercanía con Alexander von Humboldt, en Caracas, a los 18 años. La cantidad de instrumentos que traía el sabio en su viaje y los usos precisos a que los sometía no fueron menos deslumbrantes, en 1799, que la escritura del viajero (y, podríamos conjeturar, la conversación que mantenía con Bello y otros jóvenes intelectuales venezolanos).

Pesar el agua con una balanza Dollond, medir el espacio con los sextantes de Ramsden, inspeccionar la composición del aire, clasificar plantas y animales fueron, ante todo, los pasos que permitieron escribir el Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente, donde Humboldt no hace sino mezclar la mirada científica con la escritura romántica sobre la naturaleza y el paisaje. Bello sigue en Venezuela los pasos que da Humboldt y en el exilio londinense lee atento sus escritos: comenta, traduce y versiona ese viaje hacia su patria y esa inspección minuciosa de la naturaleza que él también aprendió a observar y que ahora le exige el movimiento inverso: el regreso simbólico a su territorio. De esta época son también sus escritos sobre la naturaleza que publica en la Biblioteca Americana y el Repertorio americano10. Se trata, en casi todos los casos, de escritos permeados por la doble mirada, científica y romántica, que Humboldt había usado en su relación de viaje.

La época de su formación es aquella en que la ciencia comienza a definir la mirada naturalista y a constituir la autonomía de la naturaleza: «Lo único que existían eran los seres vivientes que aparecían a través de la reja del saber constituida por la historia natural» (Foucault, 1985: 128); de ahí la preeminencia del sentido de la vista y las funciones organizadoras que se le da a la mirada. Bello ha observado la naturaleza pero conoce también las teorías fisiocráticas; a su vez -y tal como aparece en el Resumen de la Historia de Venezuela de 1808- el futuro de América, disueltos los sueños de Eldorado, pasa por la explotación de la tierra y no por la minería. Probablemente el joven Bello encuentre aquí un enorme campo para operar. Julio Ramos ha mostrado de qué modo el despliegue del saber y la escritura producen para Bello con su «voluntad disciplinaria» un sistema de normalización letrada que delimita las fronteras del «buen decir». En sus primeros escritos esa función parece estar todavía en estado magmático enfatizando la divulgación de ideas científicas11 y a disposición de una subjetividad fuertemente afectada por lo natural (y sus diferencias: Londres, Venezuela).

En medio de sus entusiasmos e intereses, Bello compone las «Silvas americanas» dos fragmentos de ese texto fantasmático que fue su anunciado poema América (Barnola, 1981). En el exilio se dibuja, lejano, el mapa de la patria a través de la naturaleza que deslumbra pero que es pasible, también, de la mirada tecnológica, científica, que convierta el paraíso en los campos ordenados sobre los que la poesía se detenga. Menos ars poetica que programa de «nacionalización» de la cultura (Hohendhal, 1989), los dos textos conocidos de las «Silvas americanas» se plantean abiertamente el problema de ubicar al sujeto en un mapa, cartografiar su espacio, y pensar el problema de la continuidad de una tradición cultural para las nuevas repúblicas independientes.

El Bello de las silvas es, simultáneamente, traductor de Delille, autor de Los tres reinos de la Naturaleza12. En sus versiones, Bello aprende un programa poético: imitación de la naturaleza, tópico de lo utile et dulce, observación de lo real, ordenamiento de lo natural en jardines y campos cultivados, artificiosidad en su representación, es decir, aplicación de la distancia de la lengua al mundo de lo natural, de lo vivo. Sus traducciones de Delille y sus versiones de Humboldt son simultáneas a la escritura de las silvas americanas.

Ellas apuestan a una naturaleza culturizada, a la que debe llegar la industria, las leyes y la poesía, encargada de fundar el discurso ordenado, la letra sobre la naturaleza. Como ilustrado, Bello describe en la «Alocución a la Poesía» el camino que debe seguir la literatura en América: un recorrido por toda la historia de la cultura, que comience con los géneros clásicos, de inspiración épica, y conjugue la descripción de la mirada racional. De este modo la operación de Bello consiste en insertar a las jóvenes repúblicas en lo mejor de la tradición occidental legitimando su lugar en ella y creando las condiciones simbólicas necesarias para lograr un reconocimiento. La «novedad» de los paisajes americanos y el trabajo con los géneros clásicos de la poesía erudita ligados a la tierra así lo autorizan. Esta perspectiva, en un sentido de «descubrimiento» de los espacios americanos, es sin embargo una forma de construirlos con las disposiciones que otorga la cultura. Julio Miranda señala que:

Precisamente, la luz sirve para resaltar el brillo de dos mitos que se acercan y se alejan constantemente en las silvas, sobreimponiéndose a veces pero más a menudo chocando al tocarse, puesto que se excluyen por definición: el mito edénico y el mito agrícola, los dos polos de la visión americana de Bello. Uno tiende al pasado, el otro al futuro; coexisten en el presente pero forzadamente y ni siquiera la luz permite ignorar esto. [...] Pero, ¿dónde resultaría posible [unirlos]? En lo imaginario, en el deseo, en el discurso que de él brota.


(Miranda, 1992: 8)                


Son los mitos que se unen en el saber y que forman parte de la mirada instrumental; dos mitos que lejos de contraponerse fundan la naturaleza culturizada que Bello leyó en los naturalistas, en Delille, en Humboldt. La «Alocución a la Poesía» funda el mapa a través de las interrogaciones; el territorio inseguro de la patria es descripto en los primeros 206 versos como el umbral desde el cual la Poesía, de quien «la verde gruta fue morada», la de «nativa rustiquez», debe reinsertar a la «gente humana» en la medida de los campos. Riqueza, exuberancia y orden conforman la utopía natural de Bello que, sin embargo y en el mismo poema, se ve desplomada por el peso de las guerras.

En la «Silva a la agricultura de la zona tórrida» Bello no está, como muchos letrados, únicamente rememorando un paisaje entrañable, recomponiendo la relación con una ausencia espacial (cultural) que se establece desde el exilio. Por el contrario, figura en un texto programático el diseño de un mapa económico trazado sobre algunas imágenes de la tierra lejana. La idea de la culturización de la naturaleza ha cristalizado y Bello mismo se encarga de componer el texto eglógico (épico-descriptivo) en el que se lamenta de la «escasa industria» (industria en el sentido de cultivo y de cultura) del territorio patrio.

El movimiento de la silva anterior se repliega en 1926; si aquélla había finalizado con la guerra y la sangre que regaba los campos, en ésta esos mismos campos han guardado los cadáveres que forman parte del pasado. La zona tórrida es la denominación técnica de una región delimitada por líneas imaginarias, es la «zona comprendida entre ambos trópicos y dividida por el ecuador en dos partes iguales»; Bello establece así su propio mapa, el cuerpo de su patria, la «[...] fecunda zona, / que al sol enamorado circunscribes / el vago curso, y cuanto ser se anima / en cada vario clima, / acariciada de su luz, concibes!». La exaltación de lo natural ordenado se confronta con las licencias de la vida urbana. La oposición se jerarquiza, se evalúa y el campo se convierte en el espacio cargado de valores a los que el letrado debe regresar; no conviene olvidar que este tópico se reactualiza en América Latina pues la lucha rural-urbano, ciudad-campo es una constante de su historia, lucha que a su vez es herida de la Independencia y de los conflictivos períodos que le siguen13. Pero el campo era para los patriotas ilustrados un lugar complejo pues era naturaleza «bárbara» y el lugar donde se desarrollaban las fuerzas que impedían la organización ilustrada de las nuevas repúblicas al ser el escenario de las guerras civiles. De ahí la necesidad de Bello de quitarle el campo a los sectores de las oligarquías rurales, conservadores y convertirlo, a través de la culturización que haría la poesía en condensación de los nuevos valores republicanos, ilustrados a la vez que depósitos de los valores clásicos y tradicionales de la cultura.

En las silvas hay como bolsones de modernidad: Bello es capaz de imaginar un territorio que sólo después de varias décadas será real; invoca de manera no utópica un futuro proyectable, diagrama un presente pero ubicado varias décadas después. Por ello dirá que «el campo es nuestra herencia» y como tal, debe construirse para sustentar un presente caótico apenas percibido a través del polvo que levantan las guerras. La invocación entonces es a los tiempos de paz que son los que dejarán lugar a los talleres, la agricultura y la cultura letrada en general, es la invocación a la sedentarización. Por esto para Bello el espacio es fundamentalmente un motivo estético e ideológico de construcción; los espacios naturales no representan el vacío, la nada, sino el lugar del que hay que apropiarse para sentar en él las bases de la organización.




Sarmiento: Mapas, litografías, grabados

El cuerpo de América, atiborrado de paisajes, produce zozobra no sólo en quienes padecen sus declives sino también en aquellos que se han propuesto sentar las bases -políticas y culturales- de la organización de los nuevos territorios. En 1845 Domingo Faustino Sarmiento, exiliado en Chile, publica capítulos de un libro suyo sobre Argentina y América Latina. Los capítulos que fueron apareciendo como folletín en El Progreso de Santiago de Chile (en 1945, con una vocación coyuntural precisa: hacer oír su voz contra los enviados de Rosas al país que acogía a los exiliados) comienzan por la ubicación de los territorios sureños, al borde del mundo, en lugares desconocidos, es decir -y siguiendo a de Certau- Sarmiento comienza por convertir el lugar en espacio, lo cuenta, lo relata. El espacio, por esta razón, no es sólo posición sino que es el eje de la argumentación cultural de su Facundo o Civilización y Barbarie en las pampas argentinas, pues la «fisonomía del suelo» es uno de los hilos que traman la historia de ese «nudo que no ha podido cortar la espada».

Sarmiento, al describir en el capítulo I el «Aspecto físico de la República Argentina y caracteres, hábitos e ideas que engendra», concibe los males políticos como males del espacio de un territorio que es pura extensión bárbara e inconmensurable. Extensión, soledad, inseguridad, resignación ante la muerte violenta, asiatismo, son formas de la indocilidad de lo latinoamericano para la res publica, la cultura y la civilización. Para Sarmiento hay que retrazar el mapa, apropiarse de ese cuerpo, asentarlo y fijarlo a través de la navegación de los ríos, las costumbres de la polis, establecer sobre el espacio la tela de araña de las comunicaciones. El mapa que traza a lo largo del libro tiene todas las líneas posibles: es primeramente físico, luego político, es plano y tiene relieves dibujados por las constantes digresiones de la argumentación.

Desde el epígrafe de Head14 que abre el capítulo, el territorio será definido como pasaje, transición entre otras formas conocidas de la naturaleza: «La extensión de las pampas es tan prodigiosa, que al norte ellas están limitadas por bosques de palmeras y al mediodía por nieves eternas» (Sarmiento, 1979: 22). Sarmiento también define un vacío, una zona intermedia para situar un territorio que de físico se convierte en político15 y subraya su falta de atributos remitiendo a una metáfora que desde los textos de los viajeros ingleses se impone en la literatura argentina: «es la imagen del mar en la tierra como en el mapa».

En esa extensión los indios y las fieras, pertenecientes al mismo universo, se conjugan con los peligros de un territorio indefinible. La pampa y su extensión son una fuerza ajena a la codificación geográfica; no son nada y habrá que culturizarlas, hacerlas producir, para que se conviertan en discurso. La mirada sobre ese territorio incierto se constituye describiendo los otros paisajes, las otras geografías: Asia, Holanda, Norteamérica. Una primera área geográfica, la del Oriente, que se conecta con lo indescifrable del territorio, con su belleza natural. Una segunda -Holanda, Norteamérica- que recorta los espacios en donde la naturaleza se ha sometido a la técnica y se ha constituido la civilización. ¿Qué tipo de saber tiene Sarmiento sobre esos espacios que se convierten en su argumentación en referencia obligada, explicativa? ¿Por qué las comparaciones? Convendría, antes de contestar, recordar que Sarmiento no conocía siquiera Buenos Aires cuando escribe Facundo; sin embargo despliega un frondoso imaginario paisajístico y urbano que incluso, habiendo llegado únicamente a Santiago de Chile por las zonas menos pobladas y urbanizadas de la Argentina, lo lleva a establecer conexiones fundantes entre el territorio y las características sociales, diferenciar categorías de ciudades, discutir los valores concentrados en ellas, sus prácticas, comparar diseños urbanos:

Las ciudades argentinas tienen la fisonomía regular de casi todas las ciudades americanas; sus calles cortadas en ángulos rectos, su población diseminada en una ancha superficie, si se exceptúa a Córdoba, que, edificada en corto y limitado recinto, tiene todas las apariencias de una ciudad europea, a que dan mayor realce la multitud de torres y cúpulas de sus numerosos y magníficos templos.


(Sarmiento, 1979: 30-31. El subrayado nos pertenece)                


Sarmiento reconstruye con las imágenes dispersas de las litografías, los grabados y los relatos de viajeros (escritos y orales) una geografía urbana que su apresurado paso hacia el exilio por territorios muy poco europeizados apenas le ha permitido imaginar. Lo mismo sucede con Asia, Holanda, Norteamérica16, geografías reactualizadas por la cultura, mapas intervenidos por las líneas del progreso, de la tecnologización, grabados que hacen proliferar el orden que la construcción industrial coloca sobre el mundo de la naturaleza. Esos otros territorios, analógicos y correlativos, desencadenan varios movimientos; ponen a funcionar el interlocutor europeo pues sin él resultan incomprensibles algunas referencias del paisaje:

Muchas veces, al salir la luna tranquila y resplandeciente por entre las yerbas de la tierra, la he saludado maquinalmente con estas palabras de Volney en su descripción de las Ruinas: La pleine lune à l'Orient s'élevait sur un fond bleuâtre aux plaines rives de l'Euphrate. Y, en efecto, hay algo en las soledades argentinas que trae a la memoria las soledades asiáticas...


(Sarmiento, 1979: 27. El subrayado nos pertenece)                


La naturaleza «maquinalmente» desencadena en Sarmiento la máquina romántica, que es máquina exotista, máquina productora de paisajes y, por tanto de observadores, de identidades17. Pero las geografías lejanas también ponen en escena otros mecanismos; por un lado, los límites del discurso sobre el país; por otro, la perseverancia de Sarmiento en pensar el territorio en términos de proyecto futuro, de instauración del progreso y la racionalidad.

Como para Andrés Bello, para Sarmiento el futuro «ya llegó» pues ante un espacio negado por el exilio y un discurso desmantelado en su legitimidad por el caos de la guerra civil no se puede sino pensar el presente en los términos de lo que inevitablemente (y lo inevitable es tanto determinismo como voluntarismo) va a venir. Cuando se anula la ley la inseguridad de los letrados es suprema, de allí la recurrencia a un discurso lanzado hacia el futuro pero que, sin embargo, no es utópico. Y la estética sirve para tender esos puentes que reconvertirán el territorio, reconvirtiendo la naturaleza:

Existe, pues, un fondo de poesía que nace de los accidentes naturales del país y de las costumbres excepcionales que engendra. La poesía, para despertarse, (porque la poesía es como el sentimiento religioso, una facultad del espíritu humano), necesita el espectáculo de lo bello, del poder terrible, de la inmensidad, de la extensión, de lo vago, de lo incomprensible, porque sólo donde acaba lo palpable y vulgar, empiezan las mentiras de la imaginación, el mundo ideal.


(Sarmiento, 1979: 40)                


La manera de apropiarse de ese cuerpo, puramente bárbaro, es a través del mundo de la estética, es decir, de la «mentira»18. La naturaleza contiene la diferencia radical y absoluta con la identidad de la barbarie social. Sarmiento, que se ha mostrado tan dúctil a los paisajes extraños, continúa absorto:

Ahora yo pregunto: ¿Qué impresiones ha de dejar en el habitante de la República Argentina, el simple acto de clavar los ojos en el horizonte, y ver... no ver nada; porque cuando más hunde los ojos en aquel horizonte incierto, vaporoso, indefinido, más se aleja, más lo fascina, lo confunde y lo sume en la contemplación y la duda? ¿Dónde termina aquel mundo que quiere en vano penetrar? ¿No lo sabe? ¿Qué hay más allá de lo que ve? ¿La soledad, el peligro, el salvaje, la muerte? He aquí ya la poesía: el hombre que se mueve en estas escenas, se siente asaltado de temores e incertidumbres fantásticas, de sueños que le preocupan despierto.


(Sarmiento, 1979: 41)                


La prosa sarmientina cambia su ritmo, para sustraer su superficie una vez más y crear un campo de interlocución nacional; crea un sujeto ficticio -el habitante de la Argentina-, que mira la pampa y no ve nada, que se abisma en lo indeterminado, en el peligro y que subraya su diferencia. ¿Qué significa que el que mira la extensión bárbara de las tierras argentinas no ve nada? Significa que ese paisaje que embruja, vence la racionalidad del espectador y doblega hasta su voluntad coloca al sujeto contra sus límites. De allí que sea imposible la representación de aquello que la razón instrumental y la nueva técnica será incapaz de dominar.

El sujeto se aterroriza pues ya nada lo contiene y no sólo los límites no existen y es enigmático el medio en el que vive sino que su nivel de materialidad es aún más temible. Pues en ese espacio sin límites acechan sin embargo todos los riesgos oscuros: la soledad, el peligro, el salvaje, la muerte. No hay armonía posible con el medio excepto cuando media la cultura. Ahora bien, inmediatamente después de la descripción de ese espacio donde nada se ve, Sarmiento hace la descripción de los tipos argentinos: el rastreador, el gaucho malo que son precisamente los sujetos que sí ven en la pampa, los que leen con pericia extrema el texto de la naturaleza.

Se enfrentan así dos máquinas territoriales que luchan en medio de la pampa. Si los letrados pueden hacer con la naturaleza poesía -épica y descriptiva-, los gauchos y sus caudillos establecen allí su dominio a través del saber produciendo un territorio otro por sobre el cuerpo de la patria, el que les permite enfrentar a las diferentes formas del Estado. Los tipos nacionales no «contemplan» la naturaleza porque no son exteriores a ella, son ella misma. Una vez más, el nudo que la espada no pudo cortar, el hilo que llevaría a la verdad, se tendría que resolver por la sujeción al mapa: los ríos navegables, el trazado de las carreteras, la fundación de las colonias con sus instituciones (iglesias, colegios, ley). La poesía es el modo de racionalizar -civilizar- esa zona de incertidumbre que es la naturaleza americana y que tiene características profundamente irreales. El espacio, el paisaje, es el vacío que se presenta como la nada abrumadora al que no tiene acceso lo político. Al respecto Julio Ramos señala:

La amenaza, el peligro que confronta el sujeto (y el Estado nacional) se relaciona en el Facundo con la ausencia de límites y estructuras. En efecto, el desierto es, en buena medida, el «enigma» cuya solución la escritura explora. Pero ante ese vacío distintivo del paisaje americano, la mirada «civilizada» y el saber racionalizador necesariamente flaquean. La mirada -y la autoridad- de la «poesía» comienza donde termina el mundo representable por la disciplina. De ahí que la literatura sea, para Sarmiento, una exploración de la frontera, una reflexión sobre los límites y los «afueras» de la ley.


(Ramos, 1989: 28)                


La literatura es la única cuña posible que el letrado puede hacer para reconvertir ese paisaje. ¿Por qué Sarmiento cita a Echeverría y Domínguez? Pues porque su escritura pone orden a las confusas emociones y ciegas percepciones del territorio; anuncian, ambos, los peligros y promesas de la patria, hablan sobre lo que no se posee pero pertenece. El territorio, el espacio, es desde el romanticismo de Esteban Echeverría clave del enigma argentino e imán de todas las diferencias posibles. La naturaleza y los indios no son, para nuestro romanticismo, lo exótico y pintoresco, sino -quizás- lo más real de la patria, la acechanza de una fuerza que puede devorar a todos y, en especial, al sujeto romántico. Barbarie social y caos natural se dan la mano en el discurso que trata de la organización del país. Por esta deliberación paisajística del Romanticismo, naturaleza y cultura (que en el discurso intelectual están tan separadas) se hallan indisolublemente ligadas en la literatura creando los primeros grandes mitos argentinos.




La ciudad

De hecho, la historia del siglo XIX pudo ser leída como la del conflicto ciudad-campo y lo rural -el territorio por excelencia- ocupó en ella tanto el espacio de la utopía agraria como el de la resistencia a la ley, la modernización, la institucionalización. Esa batalla la comienza a perder el campo a fines de siglo porque lo que se impone no son solo los grupos de poder ligados al desarrollo urbano, sino los valores y prácticas de la ciudad; es la cultura la que ha logrado dominar al campo y a la naturaleza. Sin embargo, la imaginación de lo rural seguirá activa en nuestra escritura a lo largo de todo el siglo XX, menos como representación que como problema estético-ideológico. Los mapas con sus líneas precisas, la descripción de la naturaleza y el territorio han sido fijadas en el siglo XIX; desde entonces tendremos sus reformulaciones. Adorno ha subrayado el valor radicalmente perturbador de la belleza natural en el arte occidental pues su presencia es la dispersión de la identidad, la constatación de una resistencia en textos que, como los de Andrés Bello y Sarmiento, apuestan a un problema

La belleza natural es la huella que deja lo no idéntico en las cosas presididas por la dura ley de la absoluta identidad. Mientras impere esa ley no es posible la presencia positiva de lo idéntico. Y por ello la belleza natural es tan dispersa e incierta, es esa promesa que sobrepuja todo lo intrahumano.


(Adorno, 1971: 101)                







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