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El ensayo (1936-1975)

Domingo Ynduráin





La comunidad de pensamiento, actitudes e intereses entre las distintas facciones de la derecha española antes de la guerra civil es algo que se manifiesta en todo tipo de textos. No sólo se refleja en diarios como El Debate o ABC, sino que se refleja en otro tipo de órganos más especializados; sirva de ejemplo la revista Acción española, donde exponen sus ideas Maeztu y Vizcarra, y donde colaboran Giménez Caballero, Eugenio Montes, Rafael Sánchez Mazas, Julián Pemartín, Emiliano Aguado, etc.1

La proximidad entre los grupos pertenecientes a la CEDA y a Falange se revela también, por ejemplo, en la reseña que Víctor Pradera hace del discurso fundacional pronunciado por J. A. Primo de Rivera en el Teatro de la Comedia.

Ya en la posguerra, la unidad se manifiesta en el magisterio de Eugenio D'Ors, jefe nacional de bellas artes, cuya obra fue el objeto de la tesis doctoral de J. L. López Aranguren2.

Quizá la diferencia más acusada entre los dos grupos vencedores (católicos y falangistas) sea la valoración de Ortega y Gasset, figura que puede funcionar como piedra de toque para distinguir las actitudes ideológicas de la posguerra. Los falangistas siempre tuvieron frente a Ortega una actitud vacilante y ambigua, no hay que olvidar que España invertebrada y su idea de los optimates les había influido profundamente3. Por contra, los continuadores y herederos de la CEDA sólo veían en Ortega un liberal descreído. A pesar de lo dicho, la diferencia no es esencial, sino sólo de matiz; es lo mismo que sucede con Unamuno.

Significativamente, el conflicto no se plantea como enfrentamiento directo entre las ideas de un grupo y las del otro, sino mediante figuras interpuestas, ajenas a unos y otros.

La ambigüedad ante Unamuno y Ortega tiene, además de las expuestas, otras causas; me refiero a la hetorodoxia de los dos pensadores: heterodoxia de Unamuno que tan innecesaria le parecía a Julián Marías; y heterodoxia de Ortega, tan apasionadamente atenuada por Marías, Laín y Aranguren frente a las delirantes acusaciones del P. Santiago Ramírez.

Es una situación lógica ya que una de las diferencias fundamentales -en lo ideológico- entre los sublevados y los partidarios de la República era el catolicismo integrista de aquéllos, entendido a la manera del Menéndez Pelayo de los Heterodoxos. Así, Laín Entralgo escribe un artículo titulado «La generación de Menéndez Pelayo» (Revista de Estudios Políticos, VII, 1944) en el que ponía a su generación bajo el patronazgo del ilustre polígrafo; todavía no era llegado el tiempo de confesarse nieto del 98, y más lejos aun quedaba verse como miembro de una generación astillada y sin maestros. También Calvo Serer (Arbor, diciembre de 1947) podía afirmar:

«Ante las ruinas de la modernidad, la generación nueva ha comprendido claramente que sólo el catolicismo puede vertebrar a España. Únicamente el desconocimiento de nuestra historia, que no es perdonable tras Menéndez Pelayo, puede negar tan elemental verdad».


El catolicismo integrista marcaba el límite entre las dos Españas; años más tarde, Pedro Laín seguiría basando el conflicto del 36 en esa diferencia, exclusivamente:

«Si desde el punto de vista nacional todo era posible en la España de 1932 a 1936, ¿qué podía, qué debía pasar con la generación de "los nietos del 98"? Veamos simplemente lo que pasó. La mía, amigos, es una generación sangrienta y espiritualmente astillada. Los mayores de la generación, cuyo espíritu se había formado durante la calma de 1923 a 1929, pudieron refugiarse -y no pocos lo hicieron- en la casa que todos tenían recién hecha sobre las hermosas tierras de la inteligencia y del arte. Los demás, carentes de refugio, con el alma semiformada, vimos complicada nuestra personal deficiencia con el imperativo de una opción dramática: a un lado, la afirmación católica y nacional; a otro, la pura negación de esos dos principios o la afirmación de otros que los excluían a limine. Cada cual eligió lo que su propia biografía le hizo creer preferible».4


Desde esta perspectiva, católica y nacionalista, se emprende la tarea de dirección cultural de Falange, por lo menos del grupo de falangistas reunidos en torno a la revista Escorial. El tipo de apertura en dicha revista queda muy claro si recordamos el texto de Laín que sirve de presentación en el número primero5:

«Nosotros convocamos aquí bajo la norma segura y generosa de la nueva generación a todos los valores españoles que no hayan dimitido por entero de tal condición, hayan servido en este o en otro grupo -no decimos, claro está, hayan servido o no de auxiliadores del crimen- y tengan éste u otro residuo íntimo de intención. Los llamamos así a todos porque a la hora de establecerse una comunidad no nos parece posible que se restablezca con equívocos y despropósitos, y si nosotros queremos contribuir al restablecimiento de una comunidad intelectual, llamamos a todos los intelectuales y escritores en función de tales para que ejerzan lo mejor que puedan su oficio, no para que tomen el mando del país ni tracen su camino en el orden de los sucesos diarios y de las empresas concretas. En este sentido, ésta no es una revista de propaganda, sino honrada y sinceramente una revista profesional de cultura y letras. No pensamos solicitar a nadie que venga a hacer aquí apologías líricas del régimen o justificaciones del mismo»


Cuando esta generación de «norma segura y generosa» se convierta en generación astillada y sin maestros, cuando se enfrente con la realidad, se verá claramente el irrealismo de la empresa. Pero, ahora, antes de 1945, la seguridad que da la propia estimación brilla con toda confianza. Así, por ejemplo, la conciencia de pertenecer a una clase espiritualmente privilegiada, superadora de la antinomia proletariado/burguesía (i. e. capital) se percibe claramente desde las primeras páginas que Alfonso García Valdecasas dedica al tema de El hidalgo y el honor (Madrid, 1948) pues en el artículo que abre el libro (publicado ya en Escorial, 1943) se puede leer:

«El mundo moderno parecía haber reducido toda composición de la sociedad a burguesía y proletariado. Los dos tipos humanos correspondientes, burgués y proletario, en su aparente oposición radical tenían mucho de común. Eran tipos determinados por su nivel económico, definidos por su egoísmo privado de clase, desentendidos de las virtudes públicas, desarraigados de la tradición histórica. Pero ni el burgués ni el proletario habían sido creación española; al contrario, el espíritu de España era ajeno y hostil a estas figuras. El estudiante español, que hace ya muchos años se enfrentaba con esta disyuntiva resuelto a rechazarla, había de volver la vista a aquella creación humana de España que tuvo sentido y alcance universal, la del hidalgo. La superioridad social de ésta se fundaba en su vida ejemplar, en su valor y en sus virtudes, no en la posesión de bienes económicos. Hoy es ya claro que el mundo actual tiende a superar esos dos tipos de burgués y proletario, y que la mejor ambición que podemos tener es la de suscitar un tipo de hombre más noble y perfecto que el logrado hasta ahora. Ese anhelo de una renovación del hombre que es al mismo tiempo anhelo de renovación del ser hispánico, justifica aquel volver los ojos al tipo humano ejemplar, el hidalgo, que España ha producido. Por ello, hablar de hidalgos es, creo, ofrecer algún aspecto del ser y de las aspiraciones de los españoles de hoy».6


La confianza en la desaparición del viejo orden (liberal) en que convivían y luchaban proletarios y burgueses, parece evidente en estos años. En consecuencia, hay que elegir entre dos posibilidades antagónicas, no hay término medio. Ello deja, pues, como única posibilidad real y deseable, en la España de posguerra, la bizarría fascista, la hidalguía de Falange. En palabras de A. Tovar:

«El problema que se ventila entre nosotros es el de la fidelidad a nuestra guerra, el de la continuidad en la línea de nuestra guerra, sin olvidarla ni traicionarla. Deberíamos llegar a una consigna entre los que hicimos la guerra: la de que no se la puede olvidar, la de que nadie puede aparecer como nivelador entre vencedores y vencidos, olvidando el hoyo que cubre millones de muertos españoles, de uno y otro lado, víctimas todos de una política secular de encizañamiento español [...]. Pues si se nos intenta probar que existe algo que no es ni comunismo ni fascismo, si se especula turbiamente con esto, nosotros sabemos bien que el tercer término está excluido y que en Europa no es posible ese desconocido tercer término».7


Y, sin embargo, la función si no niveladora entre vencedores y vencidos, sí de acogida, es la labor emprendida por Escorial, por el Instituto de estudios políticos y por el mismo Tovar. Es cierto, no obstante, como vimos, que acogerse a ese patronazgo supone, sin duda, aceptar la dirección de los vencedores... y aceptar también esas verdades objetivas que se convierten, así, en norma respecto a la cual es posible calibrar las desviaciones.

Ahora bien, incluso la limitada y peculiar aventura de Escorial resultó excesiva para la capacidad del sistema. En el año 42, la Delegación de Prensa y Propaganda pasa a depender del Ministerio de Educación, a la sazón controlado por los propagandistas de la Acción Católica. Ideológicamente, el resultado fue la vuelta a la línea iniciada por el joven Menéndez Pelayo, continuada por Vázquez de Mella y actualizada por Ramiro de Maeztu. Cultural y científicamente, esa ideología se plasma en la fundación del CSIC, y en la revista Arbor, vinculada al Opus dei y creada por Calvo Serer, Raimundo Pániker y Ramón Roquer; en ella colaboran, en diferentes actividades, Sánchez Muniáin, Rafael Balbín, Vicente Marrero, Gonzalo Fernández de la Mora, etc.

El enemigo de estos nuevos cuadros ideológicos, vinculados de una u otra manera al Opus dei, era el grupo de Escorial, y el núcleo de la polémica, el catolicismo. Calvo Serer escribe a este propósito (diciembre, 1947): «Ante las ruinas de la modernidad, la generación nueva [la de 1948, la suya] ha comprendido claramente que sólo el catolicismo puede vertebrar a España...». Planteada la cuestión en estos términos, lo que se discute es el ser de España o, para usar el título del conocido libro de Laín, es España como problema (1949), obra en la cual se acepta y desarrolla la tesis de Menéndez Pidal sobre la naturaleza dual del ser de España, es el viejo tema de las dos españas. Sin embargo, el grupo de Arbor negaba tanto la problematicidad como la dualidad hispánica; es la opinión que Calvo Serer sustenta en España sin problema, libro aparecido el mismo año que el de Laín, libro que promueve las campañas contra Ortega, Unamuno, Baroja y, en parte, contra Valle-Inclán.

La línea ideológica de Arbor fue continuada por otras revistas, también ligadas al Opus dei, tales como Atlántida, Punta Europa, Nuestro tiempo, etc., desde las cuales no se polemiza ya con Escorial, sino con revistas menos marcadas políticamente, de actitud más abierta, donde se integran y colaboran con frecuencia los inspiradores de Escorial; fundamentalmente, se trata de Revista de Occidente y Cuadernos para el diálogo.

Sin duda, la pérdida de influencia política que sufre el grupo de Escorial contribuyó de manera decisiva a que sus patrocinadores vieran a España como problema; tendencia, en cualquier caso, manifiesta ya en la anteguerra, en el grupo al que le dolía España y, por ello, la encontraba problemática. Pero, ahora, la nueva escisión de España lleva -sobre todo a los menos fuertes- a buscar aliados para su facción. Lo primero que hacen es recuperar a Ortega y a los componentes de la generación del 98; muestra de ello es el libro de Laín, La generación del noventa y ocho (Madrid, 1945), obra prematura, lastrada por la particular situación y perspectiva del autor cuya finalidad, en definitiva, es manipular8 la supuesta ideología común del grupo. Así, en las advertencias de la «Nota previa», se puede leer:

«3.º En el estudio del parecido generacional he dirigido mi atención, muy preponderantemente, al que existe entre todos los componentes del grupo por su condición de españoles, y ha quedado en segundo plano el que les distingue por su condición de literatos. [...] 5.º Trato de precisar, en suma, en qué consiste el parecido histórico entre Unamuno, Azorín, Baroja, A. Machado, Valle-Inclán, Ganivet y Maeztu: las instancias históricas, universales y españolas, que actúan sobre el alma de todos y cada uno de ellos, por haber vivido donde y cuando vivieron; la semejanza entre lo que cada uno aceptó de su mundo histórico y rechazó de él; la sucesiva analogía entre los proyectos y los ensueños de todos ellos ante lo que ya es tópico llamar "el problema de España"».


Dejando ahora a un lado las inevitables distorsiones (y la inanidad del planteamiento) hay que señalar -porque resulta significativa- la ausencia de un capítulo dedicado a la actitud religiosa o, simplemente, a la actitud civil de los miembros más conspicuos de ese grupo, actitud que se reflejó tanto en sus escritos como en sus respectivas muertes. También son reveladoras las apostillas que Laín se ve obligado a introducir cada vez que topa con un texto inconveniente. Por ejemplo, a propósito del verso machadiano «Esa España inferior que ora y bosteza», anota Laín:

«El retrato es manifiestamente brutal e injusto. Si el espíritu cristiano de los españoles que oran no es en todos ellos suficientemente acendrado y consecuente, decir eso de la "España que ora" es una brutal injusticia. Antonio Machado no conocía suficientemente a esa España. Lo peor que puede decirse de esos cuatro versos es que son indignos del poeta Antonio Machado».


(p. 99)                


Comentario que, entre otras cosas, indica, que Laín no ha entendido el verso que juzga. Del Baroja de Camino de perfección, dice el crítico, también en nota: «¿De dónde ha sacado Baroja que esa soez pintura sea el retrato característico del cura y del canónigo españoles? Hechas tales afirmaciones con ese aire de juicio absoluto, son manifestaciones falsas y, por tanto inadmisibles. ¿Por qué Baroja se esfuerza tantas veces en emular la prosa de El Motín o de La Traca?» (p. 102) . Tampoco Unamuno se libra del palmetazo:

Sorprende vivamente este texto de Unamuno [se refiere a «el gran artefacto histórico de El Escorial, aquel hórrodo panteón que parece un almacén de lencería»]. Sorprende por dos razones: una es la manifiesta brutalidad de su contenido, apenas sospechable en don Miguel; es otra la fecha, relativamente tardía en que Unamuno lo escribió (1924), porque, como ya advertí y demostraré luego, con la edad se fue dulcificando algo la fuerte acritud de sus primeros juicios sobre el "casticismo castellano"


(p. 115; cfr. p. 113), y, para un juicio general, p. 89, etc.)                


El dirigismo interpretativo, la actitud de dómine, se manifiesta también en el libro que Julián Marías dedica a Unamuno, donde el tono magistral, atento siempre a las desviaciones respecto a la ortodoxia (ortodoxia representada por el crítico) se percibe desde la advertencia preliminar:

«Hace largo tiempo que se hacía sentir con apremiante urgencia la necesidad de una revisión filosófica del pensamiento de Unamuno. Durante muchos años la masa inquietante y equívoca de su obra ha venido gravitando sobre la mente española, sin que se haya podido nunca tomar frente a ella una posición justificada por una conveniente claridad. Unamuno ha sido un pensador azorante, de difícil aprehensión, lleno de íntimas dificultades, disperso, cruzado por errores filosóficos y religiosos y, concretamente, por una innecesaria heterodoxia que, lejos de brotar de lo más hondo de su pensamiento, desvirtúa y entorpece sus más perspicaces hallazgos».


El libro Miguel de Unamuno apareció en 1943, la nota reproducida (fechada en octubre de 1942) se escribió después de redactado el libro. Como el Nihil obstat lleva fecha de 28 de noviembre de 1942, podemos suponer que la obra de Marías se gestó ya en 1941. Pero, de cualquier forma que esto sea, las amenazas de la nota introductoria se cumplen en el texto, por ejemplo:

«Este párrafo encierra un ejemplo vivo del repertorio de ideas -o más bien convicciones- filosóficas de Unamuno. Junto a una idea típicamente realista de la realidad, como aquello independiente de mí, aparece la concepción idealista del conocimiento, como saber de mi propia conciencia y de sus estados. Además, decreta, con extraña precipitación, la insolubilidad del problema de la objetividad de las percepciones, y termina con una apelación a una idea dinámica y activa de la existencia, de sabor pragmatista, a pesar de su resonancia -creo que sólo formal- leibnitziana. Por eso justamente Unamuno tiene que abandonar el conocimiento racional de Dios, porque en él -dice en otros lugares- sólo se alcanza una idea. Los supuestos filosóficos de Unamuno, limitados por la circunstancia de su tiempo, condicionan su posición ante el problema de la Divinidad. [...] Cuando Unamuno habla de salvación, no entiende primariamente por ello la beatitud celestial, la visión beatífica de Dios, por oposición a la condenación eterna, sino simplemente la pervivencia, la salvación de la nada, de la aniquilación tras la muerte».


(p. 155)9                


Por otra parte, Unamuno no sólo es heterodoxo respecto al catolicismo, también lo es respecto al cristianismo, tal como lo define J. Marías:

«Desde el centro mismo de su agnóstica preocupación vital por la inmortalidad, Unamuno apela al cristianismo. Pero este cristianismo de Unamuno, no se olvide, es siempre vacilante, y desde luego heterodoxo».


(p. 156)                


Sin embargo,

«Unamuno se encuentra inserto en una tradición vital cristiana, católica, mantenida y enriquecida a lo largo de su vida entera por sus constantes lecturas... Y esto, unido a su religiosidad profunda, a su actitud vuelta hacia Dios, le hace sentir por debajo de todas sus ideas y todas sus dudas, la presencia en su vida de Dios, y de un Dios que es el cristiano, uno y trino, con sus tres personas, con la maternidad virginal de María, con todo el contenido de la liturgia católica».


(p. 158-159)                


Algo semejante a lo que hemos visto con Unamuno, realiza Marías con su maestro Ortega10. Se trata, en ambos casos, de salvar, en lo posible, y dadas las circunstancias, la obra de esos dos filósofos, aunque para ello hubiera que presentar las cosas de manera admisible para un nutrido y combativo grupo de integristas católicos.

*  *  *

Dada la situación que se deduce de los textos citados, no puede extrañar que el problema de las dos españas fuera algo fundamental en estos años. Es algo que se manifiesta en toda clase de escritos y por casi todos los escritores; así Aranguren:

«Para el Ayala de hoy la razón de nuestra guerra estaba partida -como lo estaríamos por dentro cada uno de los españoles- entre ellos y nosotros. Es más: la guerra no fue sino la gigantesca hipóstasis de este íntimo desgarramiento. Cada español tuvo que decidirse por uno u otro bando; pero la mitad de su razón, la mitad de su sentimiento, la mitad de su alma quedó -irremediablemente- en el opuesto».11


Y algo parecido sostiene Helio Carpintero:

«Y es que en España coexisten actitudes diversas desde su misma raíz, que se manifiestan y enfrentan entre sí ante cualquier tema o cuestión intelectual con coherencia interna consigo mismas. Para el pensamiento tradicionalista y para el de tendencia marxista, en grados diversos según las ocasiones, la historia y, más profundamente aún, la realidad española encierran una porción de error que ha de ser eliminada para conseguir así la solución al problema que es España».12


En estos años, la unificación de las dos españas se presenta como la claudicación de una de ellas: los integrados deben aceptar lo que podríamos llamar la España esencial y el puesto que en ella les asignen los integradores. Laín señala con claridad lo que, irrenunciablemente, deben aceptar:

«1.º El sentido católico de la existencia [...]. Pero ni José Antonio ni los católicos "nietos del 98" han visto su catolicismo como un "martillo de herejes". Queremos el catolicismo como luz y perfección, no como coacción. [...] 2.º Pertenecen también a la esencia de España ejemplar, a modo de supuestos, su unidad y su libertad política y económica [i. e., una, grande y libre]; y en cuanto notas definitorias de su realidad, un efectivo respeto a la dignidad y a la libertad de la persona humana y una atención exquisita y siempre vigilante a la justicia social. 3.º Contribuyen, por fin, a la definición de esta íntima esencia de España -concebida, lo repito, como unidad dinámica, operativa y admisible, no como entidad real, al modo casticista- unos cuantos hábitos que llamaré esenciales; el idioma [la lengua del imperio] y muy pocos más. La "esencia" de España queda así concebida como el conjunto de notas permanentes de nuestro "proyecto" nacional; todo lo demás será accidental y mudadizo».13


A la vista de tales condiciones, no tiene nada de extraño que, si no desde la otra España, sí desde la España peregrina se plantearan las cosas muy de otra manera: los exiliados veían a los miembros de la cultura establecida como colaboradores con el franquismo o, mejor, con los valores e intereses que el franquismo encarnaba. Esto era así porque la imagen pública -tan cultivada por la élite intelectual del interior- servía, fundamentalmente, para apuntalar uno de los flancos más débiles de la dictadura militar. Es esta, a mi entender, la causa de una serie de fenómenos significativos, por ejemplo la frecuente revista de tropas por uno y otro bando, me refiero a las listas de intelectuales en las que se enfrentan los del interior con los exiliados14. Al mismo nivel hay que situar los reproches contra los que regresan y se integran, de una u otra manera, en la vida pública, o bien las polémicas sobre el valor de unos y otros como la que Marías sostuvo en la revista Books Abroad contra Mead. En algunos casos, resulta sorprendente ver citados determinados nombres; claro que, dada la posición pública del tipo de cultura que se considera, hay que echar mano de lo que se tiene; y de lo que conviene.

Pero las ciencias, incluso las ciencias humanas, iban por otros caminos, más callados y más eficaces que los de la inteligencia establecida. Hay detalles significativos: no aparecen en ninguna lista A. Rodríguez Moñino, E. Asensio, Herrero, Carande, Vicens Vives, Domínguez Ortiz... Nadie cita, por supuesto, a los más jóvenes, me refiero a los que hacían ciencia, no ensayismo. Quizá estos olvidos se expliquen porque esos investigadores no pertenecían a ninguna capilla, o no pertenecían a la capilla del que hacía las listas. Pero, dejando esto, lo cierto es que los intelectuales del exilio, por lo menos aquellos cuyas obras alcanzan resonancia pública, mantienen, mutatis mutandis, los mismos planteamientos que los del interior; me refiero fundamentalmente al problema de España y a su otra cara, esto es, las dos Españas. No hay más que pensar en la obra americana de don Américo Castro15.

Y, en efecto, la condición de expatriados (o de exiliados del sistema político o de la vida pública) de tantos intelectuales puede explicar, quizá, por qué tantos historiadores, críticos, filósofos, etc., aspiran a ser, más que autores de obras profesionales, oficiantes de un rito catártico en el que resulte purificada la conciencia de los españoles. La ceremonia tiene dos actos, uno consiste en descubrir, bajo la retórica oficial, los andrajos que verdaderamente cubren la España de los siglos dorados; el otro consiste en sustituir los valores oficiales por otros, de las mismas épocas, pero hasta el momento ignorados o falseados por la historiografía al uso.

Sin embargo, y a pesar dé la contumacia de determinados ensayistas, el problema queda resuelto desde el momento en que se enfoca de manera científica. Pero la vivencia de los «literatos» no coincide con la científica. Sin duda son los acontecimientos políticos de estos años lo que hace ver, más que nunca, a España como problema y dolor, escindida en dos partes irreconciliables. En efecto, en 1951, es nombrado Ministro de Educación Joaquín Ruiz Giménez, que proviene de lo que pudiera llamarse el ala liberal de la Acción Católica. Durante su mandato, se produce un acercamiento con el grupo de Escorial: Laín es nombrado rector de la Universidad Complutense, Tovar de la de Salamanca. Aparentemente, el nuevo grupo ocupa el papel dirigente al que aspiraba; sin embargo, su actuación sobre la realidad social (no ya sólo en el ámbito de lo ideológico y literario) les sitúa en una posición insostenible: se encuentran enfrentados a la teoría y a la práctica de la auténtica oposición a la dictadura franquista. Resulta paradójico que los graves conflictos del 56 se produjeran entre Falange y Universidad pues el resultado fue la victoria de aquélla, lo que dejó fuera de la política oficial al grupo que había nacido de Jerarquía y Escorial.

Despojados de sus señas de identidad, los componentes de la generación del 36 tratarán de integrarse en las nuevas corrientes que ya les ha rebasado porque ellos siguen manteniendo su discurso en el ámbito de las «ideas puras», sustituyendo las normas o sistemas políticos por planteamientos personalistas, ideológico-sentimentales. Entre otros temas característicos y significativos que mantienen en la nueva situación, es fundamental el de las dos españas, escisión que, al no ser el resultado de un análisis económico, les parece connatural con la esencia de España16.

Las nuevas corrientes de pensamiento se podían detectar con claridad en las obras de Vicens Vives cuyo primer volumen de Estudios de historia moderna es de fecha muy temprana, de 1951, y el Manual de historia económica de España, título significativo, de 1959. En filosofía, las XII tesis sobre el funcionalismo europeo, de Tierno Galván, se editan en 1955. Las tesis sobre la peculiaridad hispánica quedan reducidas a sus justos límites tras el prólogo de Vicens a la segunda edición de la Aproximación a la Historia de España (1960), el libro de Eugenio Asensio, La España imaginada, de A. Castro y el estudio de Domínguez Ortiz en el cual analiza los prólogos de Pidal a España en su historia y señala el voluntarismo ideológico, que no científico, de esas teorías17.

Estas nuevas teorías son el resultado, o coinciden con, un cambio profundo entre los científicos españoles. Elías Díaz lo expone así:

«En la circunstancia española anterior, en el decenio de los cincuenta, la crítica al ideologismo absolutista va a estar presente, de manera fundamental, dentro de ese contexto neopositivista, en las XII tesis sobre funcionalismo europeo, publicadas por el profesor Tierno Galván en 1955. En ellas se manifestaba, como hemos dicho, el paso a la segunda etapa -funcionalista, neopositivista- que cabe diferenciar en el pensamiento de aquél. En la cuarta de dichas tesis, frente a la "intoxicación por ideales absolutos, particularmente por el absolutismo nacionalista", propone explícitamente Tierno la adopción de "un modo de organización económica y social que dé la neutralidad técnica necesaria para la integración en estructuras superiores más eficaces que los viejos ideales obstaculizadores". Hay, efectivamente, en dichas tesis funcionalistas una crítica a las actitudes, sistemas y países "intoxicados por ideales absolutos", una crítica a la superidealogización y una defensa de la técnica, de la ciencia y de la eficacia. Este intento de superar los planteamientos exclusivamente ideológicos fue, puede decirse, un elemento bastante frecuente en la cultura y el pensamiento de esos años (elemento que también aparece, como hemos visto, en el concepto riguroso que de la historia mantiene Vicens Vives). La recepción del "talante" neopositivista en España -hecho que se difunde e incrementa al unísono con la superación de los índices de subdesarrollo en la economía española, en los años cincuenta- fue algo que, en todo caso, produjo entre nosotros efectos altamente beneficiosos y favorables: mayor rigor y objetividad en la investigación, mayor coherencia lógica y austeridad racional en el trabajo científico (también en el científico-social), mayor elevación, en general, en el mundo de la cultura y en las diferentes manifestaciones, incluso literarias y artísticas, de nuestra vida intelectual».18


Ahora, quizá, es cuando el neopositivismo, el positivismo a secas, o, simplemente, la actitud científica, se difunde, pero lo cierto es que nunca había dejado de estar presente en nuestra cultura, aunque no se expusiera en periódicos ni mesas redondas.

En cualquier caso, en los años sesenta asistimos a la proliferación de obras que corresponden a la creciente profesionalización de la ciencia. Podemos espigar, entre la gran variedad existente, algunos títulos significativos, como la Estructura económica de España (1960) de Ramón Tamames; La sociología científica moderna (1962) de Salustiano del Campo; La administración española (1961) de Eduardo García de Enterría; Construcción crítica y realidad histórica en la poesía española de los siglos XVI y XVII (1965) de Rodríguez Moñino; Un estudio sobre la depresión. Fundamentos de antropología dialéctica (1966) de Castilla del Pino; etc.

Ya hemos visto, sin embargo, que la nueva situación se configura tanto por las aportaciones de los más jóvenes como por la adecuación de otros, veteranos ya, así como por la aparición de obras de madurez en que cuajan o toman forma sistemática los esfuerzos continuados de otros autores.

Es de notar que, salvo algunas excepciones, la producción cultural que venimos citando se realiza -pero ya desde la preguerra- en la Universidad. En este sentido, hay que anotar e insistir en que la creación cultural española moderna depende directamente de la institución universitaria: fue el único lugar donde se mantuvo el cultivo de la razón de forma sistemática, aun con todas las limitaciones y defectos existentes. La incidencia de la labor intelectual universitaria se refleja primeramente en la propia universidad: es así como la universidad española se convierte, en los años sesenta, en la vanguardia ideológica de la burguesía. A partir de esa toma de conciencia, y de la subsiguiente práctica de la libertad, la actividad universitaria incide en amplias capas de la sociedad: por una parte, formando a los futuros cuadros en ese espíritu; por otra, como noticia permanente de una disonancia irreductible que, al mismo tiempo, testimonia las contradicciones y limitaciones del sistema.

No es de extrañar, pues, que la bibliografía sobre el «problema universitario» sea amplísima: raro es el ensayista que, desde una u otra perspectiva, no se haya ocupado del tema. En el fondo, el conflicto universitario es el síntoma visible de un proceso general que resulta imparable: los últimos años de la década de los sesenta y los primeros de los setenta muestran el triunfo y, en cierto modo, la aceptación de las nuevas tendencias que, a la postre, se integrarán en el sistema.

Significativo, en el sentido descrito, es el libro de Tierno Galván, Humanismo y sociedad (1963), en el cual se da cuenta y razón, de manera explícita, de la ruptura social, frente a la pretendida armonía de contrarios propugnada por los ensayistas «liberales» surgidos de la Guerra Civil. En medio de todo, el libro de Tierno -con todas sus cautelas- representa la voz que en el retablo de las maravillas dice lo que todos estaban viendo.

Se suele decir que la etapa comprendida entre 1969 y 1973 es de estancamiento económico y de involución política. Sin negar esto, hay que decir que esos años son, precisamente, los del triunfo de la razón y, en cierto modo, los del salto sobre la censura: C. Moya edita Sociólogos y sociología (1970), Gustavo Bueno Etnología y utopía (1971), de 1974 es el Manual de estructura social de España, de Amando de Miguel, etc.

Y es en 1974 cuando Ricardo de la Cierva formula su conocida «llamada a los intelectuales», que viene a ser una especie de versión cultural de lo que es la ley Fraga para la prensa. Don Ricardo de la Cierva, a la sazón Director general de cultura popular, realizó su convocatoria en un discurso pronunciado en el Ateneo de Sevilla y, luego, en un artículo publicado en el diario ABC, titulado «El fin de la tutela» (5, marzo, 1974); allí, entre otras cosas, decía: «Nuestro país necesita hoy más núcleos intelectuales fieles al Régimen y, a la vez, leales al futuro, que emprendan tareas como la de aquella "Acción Española" inacabada». Y a partir del año 75, en efecto, empieza otra historia.





 
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