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ArribaAbajoCapítulo XVII

De la miseria mental


- I -

En ocasiones anteriores hemos indicado varias veces la relación que existe entre la falta de ideas y la de recursos; pero como esta relación es tan necesaria que puede llamarse ley, y tan importante que decide de la condición del miserable, conviene ocuparse de ella más detenidamente.

La miseria mental es moral e intelectual.

Miseria es, en todo, falta de lo necesario, y hay un necesario moral e intelectual, como físico. Cuando esta carencia se gradúa, cuando el hombre no tiene razón o conciencia, se dice que es un monstruo de maldad o que está loco; pero entre semejante situación extrema y la de la persona honrada y razonable hay tantos grados como median entre el que tiene en abundancia lo necesario y el que se muere de hambre. La locura es la muerte de la razón; la maldad sin remordimiento, la muerte de la conciencia; la falta de alimento prolongada, la muerte del cuerpo. La carencia en su grado máximo es rara, como lo son los dementes, los grandes criminales y los que se mueren de hambre; mas para que exista miseria, sea mental o material, no es necesario que mate.

Lo necesario moral es el cumplimiento del deber en su plenitud.

Lo necesario intelectual es el conocimiento del deber y del derecho, y de los medios de cumplir el primero y exigir el cumplimiento del segundo.

La situación del miserable, moralmente hablando, es tan grave, que no ya él, sino el filósofo moralista que le observa, duda muchas veces si ha faltado a sus deberes: porque en situaciones que los hacen tan difíciles que sólo pueden llenarse con esfuerzo heroico, ¿cómo exigir su cumplimiento? Y cuando no puede exigirse en absoluto; cuando no hay una regla fija, invariable; cuando el censor más severo tiene que hacer distingos y concesiones, ¿hasta dónde llegarán éstas? ¿Qué criterio habrá para determinarlas? Y si el que exige el deber vacila al señalar límites, ¿Cuáles marcará el que ha de cumplirlo? No se necesita reflexionar mucho sobre estas preguntas para comprender que, envuelven un grave problema para la conciencia y pueden significar un abismo para la virtud.

No hay duda que ciertos deberes positivos del miserable dependen de los grados de su miseria, Si no tiene pan, no puede mantener a sus hijos, ni cubrir su desnudez si carece de vestido, ni enseñarles si no sabe nada, ni darles ejemplo de palabras y acciones honestas, él, que ha aprendido a hablar entre blasfemias y obscenidades y crecido en la impudencia inevitable, que se contrae, como las escrófulas, en esas habitaciones donde viven y duermen hacinados niños y ancianos, hombres y mujeres.

Los deberes de todo padre, de alimentar a sus hijos, enseñarles y darles buen ejemplo, no lo son sino en cierta medida para el miserable, y hasta pueden dejarlo de ser absolutamente; para él, apenas existen más que deberes negativos: no robar, no matar, no hacer daño, abstenerse, y aun éstos sabe Dios la dificultad con que los cumplirá en ocasiones, el heroísmo que necesitará tal vez para cumplirlos, la disminución de responsabilidad y de culpa que tendrá si no los cumple: he aquí cientos, miles de criaturas mutiladas, moralmente hablando.

Se deplora, y con motivo, que haya masas que no tengan la plenitud de los derechos; pero hay otra cosa mucho más deplorable, y es, que haya hombres por millares que, sin ser malos ni estar locos, no tengan la plenitud de sus deberes. Esto es tan doloroso, tan grave, que los que no lo ven, o lo miran sin temor ni dolor, están muy lejos de mirar las cosas en razón y en conciencia.

La falta de derechos, si no se gradúa mucho, puede dejar íntegra la parte esencial del hombre; puede quedar aún en él bastante conocimiento y energía para protestar, para reclamar lo que se le usurpa; puede reaccionar exterior, o al menos interiormente, y salvar, si no su derecho, al menos su conciencia y su dignidad. La tiranía que se conoce y se aborrece, y contra la cual se hace cuanto es posible hacer, puede oprimir, pero no humilla, y de la generación que la detesta nace infaliblemente otra que la derriba. Pero si el hombre, en lugar de verse privado de derechos, se ve exento de deberes, ¿qué le sucederá?

Alguna vez nos hemos imaginado en la situación del que padece sin culpa semejante miseria, reducido a deberes negativos; a no hacer nada que le conduzca a la cárcel; a mirar primero como imposibles las acciones que para otros son sencillas y obligatorias, y después a no reparar en ellas: con mujer, sin ser esposo; con madre, sin ser hijo; con hijo, sin ser padre; y nos ha parecido que todo temblaba y se obscurecía a nuestro alrededor, que el suelo se hundía bajo nuestros pies, que la luz faltaba a nuestros ojos, que el mundo moral se había convertido en un caos, y habíamos dejado de ser personas, y andábamos por él como monstruos desdichados. Con un sentimiento de vergüenza y de dolor infinito hemos permanecido un instante, que nos pareció eterno, en aquella tumba donde vivos contemplábamos nuestra propia podredumbre; y al salir de la horrible imaginaria situación, al despertar de aquel espantoso sueño, la realidad más amarga fue dulce; los deberes más penosos, fáciles; tolerables el desengaño y la injusticia, porque habíamos recobrado la plenitud de nuestra existencia y resucitado a la vida moral. ¡Y pensar que hay tantos que no resucitan, y que se ven arrebatar sin dolor los pedazos de su alma, los deberes, como corta el cirujano pedazos del cuerpo en descomposición que matan y no duelen!

De todas las miserias, y Dios sabe cuántas se ven y se sienten, ninguna aflige tanto a la persona de corazón y conciencia como la involuntaria miseria moral, como estas existencias incompletas, a veces mutiladas, reducidas a tan pocos deberes, que, como pulmones en gran parte descuidados, apenas pueden respirar en la atmósfera de la moralidad.

El que suponga que, cuando los deberes son menos, serán más fáciles de cumplir, está en un grave error. Toda mutilación perturba, toda perturbación debilita, y la miseria moral es por esencia enervante. El hombre que no puede desplegar su natural actividad, que ve cerrado para él este y aquel y el otro camino, ¿no es de temer que, en vez de ir por los pocos y muy dificultosos que le quedan, se pare con desaliento o se arroje desesperado por algún precipicio? Para el espíritu, como para el cuerpo, el que limita la acción menoscaba la energía a medida que la imposibilidad de cumplirlos disminuye el número de sus deberes, va debilitándose el hombre moral, y su decoro y su fuerza desciende con su responsabilidad. Cuando apenas tiene más que deberes negativos, expuesto se halla a no cumplir ni aun los legales; y al infringirlos, las circunstancias atenuantes que el juez recto halla en su situación constituyen otras tantas pruebas de su rebajamiento.

El que no ha podido auxiliar a su madre ni evitar que viviese en la miseria y muriera en el hospital, se prepara mal para hacer con sus hermanos todo lo que puede y para con sus hijos todo lo que debe; y cuando se halla en verdadera impotencia para atenderlos, pierde la autoridad de padre, y con ella el amor que inspira, y aun el que siente; porque sabido es que el cariño verdadero más se alimenta de lo que da que de lo que recibe.

El que no puede ser guía, ni apoyo, ni consuelo de los que le necesitan; el que apenas tiene con los suyos más que relaciones fisiológicas; el que, joven, no tiene aspiraciones, ni, anciano, recuerdos que le eleven; el que no sabe lo que es agradecer y respetar, ni inspirar gratitud y respeto, la criatura así moralmente mutilada en la familia, ¿qué puede ser en la sociedad? En semejante atonía moral, ¿tendrá fuerza para luchar contra tantos obstáculos como han de oponerse a que mejore de situación económica? ¿Dónde hallará voluntad enérgica contra las múltiples resistencias que halla el miserable para dejar de serlo? ¿Tendrá recursos en su inteligencia y la razón llevará luz y vida a esa lobreguez frígida de un espíritu inactivo, de una moralidad mutilada?

No hay que abrigar esta esperanza, ni queda este medio de salvación cuando la miseria moral va acompañada de la intelectual, que suele estar más graduada, porque la idea del bien y del mal se forma más fácilmente y se pierde con más dificultad que la de lo verdadero y lo erróneo, siendo providencial que lo debido se comprenda más fácilmente que lo cierto. La conciencia, el sentimiento, el ejemplo, la opinión, la sanción legal, dan al miserable idea de deber, aunque no sea más que negativo; pero ¿dónde hallará la de verdad? Una buena acción, todavía la comprende; pero un buen razonamiento puede ser para él tan ininteligible como las palabras de una lengua extraña que no aprendió. El sabio no da ejemplo, sino lección; el que no puede tomarla, pasa al lado de él como un ciego tocando a un foco de luz. Las academias, los museos, las tribunas, las cátedras, los libros, tantos medios como hay de adquirir y difundir conocimientos, todo es inútil para el que se halla sumido en la miseria del entendimiento. Ni el arte ni la ciencia tienen voces para llegar a él; ignora las leyes del mundo físico, como las del mundo económico, y sabe tan poco de las que rigen su propio ser, como de aquellas que determinan la marcha de los astros. La naturaleza activa del hombre agrava aún la situación del miserable intelectual, porque, no permitiéndole estar en inacción completa, el resultado de sus movimientos es hacerle pasar de la ignorancia al error. Su entendimiento no puede permanecer tan aletargado como el del salvaje; la civilización tiende a despertarlo con sus innumerables voces, que llegan en son confuso o estridente, jamás en acordes armoniosos, a su espíritu mal preparado para recibirlas. Tal vez haya quien por cálculo abuse de aquella situación, o por error la agrave; tal vez la confusión de las ideas, mezclándose al sufrimiento de los dolores, los aumente; tal vez del contagio del error, a que se halla tan expuesta la ignorancia, resulten convencimientos absurdos y creencias insensatas.

Es tan difícil en un pueblo civilizado la ignorancia sin error, que ni la hemos visto nunca, ni tenemos noticia de nadie que la viese, como no sean esas personas que ven lo que no hay porque no se detienen a observar lo que existe. Resulta que la miseria intelectual no es un elemento negativo cuya pasividad puede tranquilizar a los que no se alarman más que de las influencias directas, sino que es activa, y aun careciendo de verdades tiene afirmaciones. Estas afirmaciones pueden reducirse a dos clases: o contradicen lo que otros han afirmado por odio a ellos, o formulan remedios para agudos dolores rodeando al error con la hermosa aureola de la esperanza. Entonces son lógicos los malos hechos invocando buenos principios, porque la razón no ilumina, sino que deslumbra, y no se ofrece a ser guía sino para extraviar.

Se habla de la dificultad, en efecto no pequeña, de enseñar a los adultos; pero no es la mayor que aprendan, sino que olviden, siendo increíble para el que de cerca no la haya observado la especie de adherencia que tiene el error en estos espíritus limitados y anémicos, donde crece como planta venenosa en agua estancada. Cuando es mucha la penuria de ideas y la dificultad de formarlas, aquel a quien le faltan parece que se aferra a las pocas que tiene; y con esto, y con ignorar verdades que se auxilian unas a otras, con carecer de energía para buscarlas, del sentimiento de su belleza, del deseo de poseerlas, el error arraiga tan profundamente que apenas hay medio de extirparlo.

La miseria intelectual reduce la inteligencia una situación tan desdichada, que el movimiento es para ella fatigoso, el esfuerzo difícil o imposible; y si la idea no se inocula por medio de algún sentimiento o de alguna pasión, difícil será que penetre en aquel espíritu aletargado. Ya se sabe que la pasión es mal vehículo para la verdad; y aunque a veces la haga comprender y la propague, muchas más la obscurece y combate. La falta de lo necesario intelectual es un espectáculo aún más aflictivo que el de lo necesario físico, porque el necesitado no siente la necesidad y muere de inanición, sin tener hambre. Puede darse vestido y alimento al físicamente desvalido, y lo recibe y lo aprovecha; pero el miserable intelectual lo rechaza, no puede admitirlo, porque llega un punto en que la ignorancia imprime carácter, se identifica, se incorpora, por decirlo así, con la existencia, es incurable.

A este estado anémico del espíritu han contribuido muchas causas: la falta de ejercicio de las facultades intelectuales; la falta de alimento, que extenúa y llega a destruir la salud; los vicios, que enervan y ofuscan; el abuso de las bebidas alcohólicas, etc., etc. Cuando estos elementos han obrado por mucho tiempo, no hay remedio para la miseria intelectual, que va como un cáncer con el miserable hasta la tumba: éste es el caso de cientos, de miles de criaturas que nacieron con facultades para ser racionales y viven y mueren embrutecidas. La conciencia, el sentido moral, aquella grande aptitud que tiene el hombre para discernir el bien del mal y lo que a sus semejantes es debido, puede que salve del naufragio de la razón algunas nociones esenciales, aunque no es seguro. Cuando la verdad no inspira interés, el indiferentismo se parece a la inapetencia absoluta de las enfermedades graves. -¿Qué comerías?- Nada, dice el enfermo. -¿Qué aprenderías?- Nada, responde el miserable intelectual.

Y nada aprende, ni nada sabe. Si es enfermo, prefiere el curandero, el charlatán, al hombre de ciencia; si quiere avanzar un paso para mejorar su situación económica, es por opuesto camino del que debía seguir; si pide consejo, es a quien no puede dárselo; si lo da, es tal que no debe seguirse, y él se suele decidir por el peor; si ve cosas cuya explicación le importa mucho, no la busca; si alguno se la ofrece, suele desdeñarla; y si hay varias, se inclina a la más fácil o a la más absurda. Como los hechos se le presentan cual masa informe, sin encadenamiento ordenado y necesario, da poca importancia al orden en las acciones, de lo cual resulta que no lo tiene en su vida. Anda sin brújula por el mundo intelectual, dudando de lo que debía creer, creyendo lo que debía dudar, a la vez escéptico y crédulo, impío y supersticioso. De la constitución social, de las leyes económicas, del organismo de que forma parte, no tiene la menor idea; de modo que, a impulsos de un dolor o de un apetito, se mueve sin saber adónde va, pide lo perjudicial o lo imposible, y rechaza lo que le convendría. El que juzgue que la pintura es exagerada, puede compararla a miles de originales, y se convencerá de que es retrato.

Decimos miles, y podríamos decir millones, porque la miseria intelectual se extiende mucho más que la moral y la física, contribuyendo poderosamente a entrambas.

El bienestar económico difícilmente se logra y se conserva en la penuria intelectual; y hallándose tan generalizada entre los pobres, es frecuente que pasen de la pobreza a la miseria. ¿Cómo la carencia de lo necesario intelectual no ha de influir en lo necesario físico, si merma la inteligencia, la actividad, la previsión, la dignidad y la retribución que se merece y el aprecio que se inspira?

Según decíamos, la penuria de conocimiento es mucho más general que la de dinero; hay miles y millones de trabajadores que, ganando lo necesario, no saben lo indispensable, que son un elemento económico ordenado, pero no dejan de ser un elemento social perturbador. Ignoran su derecho y el ajeno, y los medios de realizarlo; ignoran lo más elemental de la constitución de la sociedad, y cuáles cosas son hacederas y cuáles imposibles; ignoran la naturaleza humana, sus leyes, y quieren y piden contra ellas lo absurdo; ignoran las condiciones del progreso, y pretenden precipitarlo, negando a la obra el tiempo, sin el cual no puede realizarse; confunden el bien con el placer, el placer con la riqueza, la pobreza con el dolor; y de todas estas ignorancias y tergiversaciones resulta el ir más allá o quedarse más acá de lo que es razón, y que se les niegue lo justo por haber pretendido lo imposible.

La falta de lo necesario intelectual cuando coincide con la situación mísera que no deja al hombre la plenitud de sus obligaciones, le pone al borde de la inmoralidad, donde cae tantas veces. Estas dos miserias contribuyen a la física de mil modos: por los recursos de que privan, por el desdén que inspiran, por el pretexto de que sirven y por la razón que dan, o aparentan dar, a los que están más dispuestos a explotar la ignorancia que a ilustrarla. ¿Hay un pensamiento verdaderamente fecundo? La miseria intelectual le sirve de obstáculo. ¿Hay una idea absurda? La miseria intelectual lo sirve de vehículo. ¿Hay una ambición o una codicia desatentada? La miseria intelectual le sirve de auxiliar. ¿Hay una grande injusticia? La miseria intelectual le sirve de cómplice. ¿Hay un abuso de poder bajo cualquier forma? La miseria intelectual lo aplaude, porque, como todos los débiles, tiende a la veneración de la fuerza. ¿Hay alguna, loca tentativa? La miseria intelectual se identifica con ella, marchando resueltamente al país de las quimeras. ¿Hay algún desaliento cobarde? La miseria intelectual desmaya, tan dispuesta, según las horas, a entregarse sin motivo a la desesperación o a la esperanza.

Estos ejércitos de hombres armados con hierro o con mentira, que se hacen mantener y respetar por aquellos a quienes engañan, oprimen y empobrecen, ¿qué son sino la consecuencia de la miseria mental? Ella es el eco de las voces falaces; el arsenal donde se proveen las manos impías; la mina inagotable de las sórdidas codicias; el instrumento de las torturas sociales: ella es la que ha dado el hierro de todas las cadenas y los clavos con que se ha crucificado a todos los pueblos.

- II -

La miseria mental, compuesta de la moral e intelectual, no puede remediarse sin poner al miserable en mejores condiciones para su moralidad y para el cultivo de su inteligencia.

Todo lo que dejamos dicho, y cuanto nos resta que decir, tiende directa o indirectamente a procurar que el miserable deje de serlo y se halle en situación propicia a la plenitud del deber y del derecho; pero como el elemento intelectual tiene importancia tan directa y poderosa, y como además puede tratarse aparte, nos haremos cargo de él en este capítulo.

Si estuviera en nuestra mano realizar una reforma esencial, nada más que una, para combatir la miseria del espíritu, sin vacilar optaríamos por la educación popular.

Y decimos reforma esencial, porque, a nuestro parecer, no basta que la instrucción del pueblo se generalice, sino que es necesario que se reforme radicalmente, sin lo cual las multitudes, aunque sepan leer y hacer letras, no dejarían de ser masas.

Hay personas, por centenares y por miles, que llaman instrucción al conocimiento de las primeras letras, sin hacerse cargo de que el que sabe leer posee un medio de instruirse, nada más que un medio; y si no lo emplea, es como si no lo tuviese; y si lo emplea mal, peor que si no lo hubiera tenido. Instruirse es aprender verdades, adquirir ideas, y ningún error se desvanece, ningún conocimiento se adquiere por saber a qué palabra articulada corresponden ciertos caracteres escritos. De esto puede cerciorarse todo el que observe hombres del pueblo: bajo el punto de vista de la inteligencia, no adivinará por su modo de discurrir si saben leer o no. Los que hacen sinónimo de instrucción el conocimiento de las primeras letras, extrañan a veces que lo tengan hombres de facultades intelectuales limitadísimas; y, por el contrario, les sorprende que una persona que discurre bien no sepa leer. Reúnase a un cierto número de hombres y mujeres del pueblo; háblese de cualquier asunto importante, religión, derecho, economía social, política, deber, arte, y es seguro que por el modo de tratar estas materias no se vendrá en conocimiento de quién sabe o no sabe leer. Esta es la regla, con muy rara excepción, porque las que lo parecen no lo son realmente, sino resultado de circunstancias felices en que pudo adquirir algunos conocimientos el que ya tenía el de las primeras letras.

Nos parece que, observando bien a los hombres y a las mujeres del pueblo bajo el punto de vista intelectual, y deseando mejorarlo, se harán las afirmaciones siguientes:

1ª.- Que saber leer no es saber discurrir.

2ª.- Que es preciso que el pueblo sepa discurrir.

3ª.- Que no puede aprender con la actual organización de la enseñanza popular.

Respecto a la primera, además de la propuesta comparación entre la inteligencia de los pobres que saben o no saben leer y escribir, hay otro medio de cerciorarse de que la lectura y la cultura no son una misma cosa; y este medio es considerar cómo se conducen las multitudes de los pueblos en que está más extendido el conocimiento de las primeras letras; cómo se dejan extraviar, explotar y oprimir; cómo un error les sirve de bandera, otro de yugo, otro de regla, y cómo, llevando en las estadísticas altos números a la casilla de la instrucción, no dejan de ser masas. ¿Qué significan los ejércitos, las aduanas, las supersticiones, la mala distribución de la riqueza, la pretensión de distribuirla y crearla por medios imposibles, la organización toda de los pueblos más cultos, sino la ignorancia de la inmensa mayoría de los hombres?

Es preciso que el pueblo discurra; no saldrá de la miseria mientras no salga del error y de la ignorancia: esto parece claro. No es explotado y extraviado sino porque es inferior, y no es inferior sino porque es menos inteligente. Si supiese elementos de economía política, ¿habría dado crédito a tantos sueños llamados sistemas, a tantas vanas promesas imposibles de realizar? Seguramente que no; y por el desconocimiento de las más sencillas verdades económicas se explica tan sólo la boga de ciertas escuelas, el crédito de ciertos absurdos, y que los innovadores hayan dado en correr aventuras guiados por la imaginación y seguidos por muchedumbres ciegas, en vez de emprender el camino lento, pero seguro, que traza la ciencia. El pueblo está, respecto a derecho y a organización social, en la edad de piedra. Ante fenómenos que no se explica, hace afirmaciones que no razona; a dolores cuya causa desconoce, opone esperanzas sin saber en qué las funda, y pretende explicar el misterio por el prodigio. No pueden desconocer las analogías que existen entre las supersticiones religiosas de los pueblos primitivos y las supersticiones sociales de las multitudes de ahora. Y ¿cómo se han combatidos los temores absurdos, las esperanzas vanas, que inspiraban los fenómenos naturales? Explicando la Naturaleza. ¿Desde cuándo un eclipse o cometa no llena de terror a los hombres, que con ofrendas, o tal vez con víctimas humanas, quieren aplacar a sus dioses crueles? Desde que la astronomía ha hecho progresos y dado a reconocer las leyes a que obedecen los astros.

Del mismo modo, el conocimiento del organismo de la sociedad daría a las cuestiones sociales soluciones científicas; pudiera haber divergencias de opinión y variedad de sistemas, pero siempre dentro de ciertos límites, sin girar en esferas fabulosas, prescindiendo de toda realidad. Tal hombre, que se imagina despreocupado porque niega la infalibilidad del Papa, afirma el derecho al trabajo, la perfección de la sociedad, destruyendo la familia; forma su ideal suprimiendo el Estado o dándole un poder omnímodo, y no halla medio entre creer en los milagros de Nuestra Señora de Lourdes o negar a Dios. En la esfera económica, lo mismo que en la religiosa, la moral y la jurídica, esta propensión del pueblo a irse a los extremos prueba la debilidad de su criterio y de su carácter, y que no es capaz de discernir el justo medio ni de pararse en él.

Basta reflexionar muy poco para comprender que, con la actual organización de la enseñanza popular, no puede suceder de otro modo: veamos cómo pasan las cosas.

Suponiendo el caso más favorable: el hijo de miserable o del pobre va a la escuela y no entra a aprender un oficio hasta que sabe leer, escribir y contar: a esto se llama instrucción elemental. Termina; entra en un taller, en una fábrica; ya no se vuelve a ocupar más de letras, y con frecuencia no es ya capaz de hacerlas por falta de uso: lo mismo le acontece con los números, y si no se olvida de leer, lee al menos con dificultad. Su memoria conserva más o menos el recuerdo de la significación de los signos; pero no tiene ideas, carece de conocimientos, de gimnasia intelectual; no sabe discurrir cómo se llega a la verdad, y la ignora, y la ignorará siempre, porque no ha tenido, tiene ni tendrá, medios de investigarla y aprovecharse del trabajo de los que han hecho de ella el objeto de su existencia. El muchacho pobre que sale de la escuela de primeras letras con lo que se llama instrucción elemental, es ignorante:

Porque le falta la instrucción que se recibe en casa.

Porque en la escuela no hay buenos métodos.

Porque es muy niño para recibir instrucción verdadera.

A los hijos de los pobres, suponiendo que naturalmente no fuesen más rudos, les falta el caudal muy grande de conocimientos que se reciben en el trato y conversación de la familia, parientes y amigos.

Los niños están preguntando siempre, se dice: es verdad; pero no los de los pobres, que, como no suelen tener quien les responda, no preguntan. Su familia ausente, ocupada en faenas penosas, ignorante, no puede satisfacer la curiosidad infantil, o la escarmienta con burlas o formas bruscas, o la engaña por diversión, o la extravía por error; algo, y bastante, sucede de esto entre la gente bien acomodada, pero en menor escala; y a los niños del pueblo les falta un elemento poderoso de instrucción, que los hijos de los señores reciben insensiblemente de todo lo que los rodea.

Los métodos de enseñanza primaria, aun en los países más cultos, dejan mucho que desear; y aunque fuesen perfectos para conseguir el objeto que se proponen, como éste no es el que debieran proponerse, resulta que, planteándose mal el problema, no puede resolverse bien; si esto sucede en pueblos ilustrados, ¿qué no acontecerá en España, donde la enseñanza primaria está en una situación tanto más lamentable cuanto que no es lamentada?

Partiendo del error de que aprender a leer, escribir y contar es instruirse, los maestros, cuando son celosos, se esfuerzan para que los muchachos tengan buena letra, lean de corrido y sepan las cuatro reglas, aunque por lo demás no adquieran conocimiento alguno. Pero supongamos maestros excepcionales que comprenden bien lo que es la instrucción. ¿Pueden darla? No.

Los niños son muchos, y no se puede dedicar a cada uno la atención indispensable.

Se les exige atención más tiempo del que pueden prestarla y más quietud de la que pueden tener.

Se confunden en el maestro dos cosas muy diferentes, el cuidador y el instructor, y la mayor parte de sus esfuerzos se encaminan a sostener un orden imposible, porque pretendo establecerse contrariando las leyes naturales. De aquí resulta que el maestro, no sólo se distrae de su verdadera misión, no sólo gasta sus fuerzas físicas, hasta el punto de constituir su profesión (en algunos países al menos) un oficio insalubre, sino, lo que es peor para la enseñanza, se agria; mira los niños como una especie de enemigos, ellos a él como un tirano, y todos ven en la escuela una especie de tormento.30

Pero supongamos que, por excepción, no sucede nada de esto; queda una dificultad imposible de vencer: la comprensión de la infancia es limitada, y aun mucho de lo que comprende se le borra porque no retiene bien, sobre todo en ciertos órdenes de ideas. En la escuela mejor organizada, y con el maestro más ideal, el niño del pueblo que sale de ella, ni puede conservar en la memoria todo lo que allí ha aprendido, ni puede aprender lo que indispensablemente necesita para ser persona racional, o de otro modo, en la escuela de niños no puede enseñarse lo que necesitan saber los hombres; y como el niño miserable, ni aun el pobre, no aprende más, resulta que vive y muere en la ignorancia de los conocimientos más indispensables.

Hemos supuesto el caso más favorable, porque centenares, y miles, y millones de niños, no van a la escuela, o no van con regularidad, o dejan de ir antes de recibir la instrucción que en ella se da. En las estadísticas penitenciarias suele verse la clasificación de los que saben leer, solamente que leen con dificultad, etc., etc., y podrían multiplicarse las casillas en que se expresasen los muchísimos grados que hay entre el que es completamente iletrado y el que ha adquirido toda la instrucción primaria.

En confirmación de lo que decíamos más arriba, debe notarse bien la diferencia que hay entre leer de corrido y entender lo que se lee: los hombres del pueblo que saben leer no se enteran de la casi totalidad de lo escrito, sucediéndoles algo parecido al extranjero que supiese pronunciar las palabras de una lengua sin conocer su significación. No comprendemos lo escrito si no tenemos ideas bastantes para combinarse con las del libro que completa las nuestras, pero que no tiene medio de prescindir de ellas. No puede establecerse comunicación entre el autor y el lector sin que haya entre ellos un medio de comunicarse, y este medio lo constituyen cierto número de ideas comunes; cuando éstas faltan, es imposible que comuniquen el autor y el lector, o lo que es lo mismo, éste no comprende lo que dice el libro. De ello podemos cerciorarnos haciendo la experiencia, no con un obrero rudo, sino con el director o dueño de la fábrica: démoslo a leer un párrafo de metafísica, y de seguro será para él tan ininteligible como si estuviera escrito en una lengua extraña. Se sabe que las matemáticas no pueden aprenderse sino sabiendo el enlace de sus verdades, de manera que la evidencia de una demostración supone el conocimiento de otras; pero se ignora por lo común que todo conocimiento tiene relaciones íntimas o necesarias con otros, y cuando no hay medio de establecer estas relaciones no se entiende lo escrito, lo mismo si se trata de economía política que de mecánica, de moral como de geometría.

Resulta que el muchacho pobre o miserable sale de la escuela y entra en el taller, en la fábrica, o se dedica a cualquier otro trabajo material y ya no estudia, no aprende más; antes por el contrario, suele olvidar parte de lo que aprendió, y llega a hombre con un número limitadísimo de ideas: aunque sabe leer, es ignorante en alto grado, es rudo. Suponiendo que conserve alguna afición a la lectura, ¿qué leerá? Lo que entiende. ¿Qué entenderá? Aquellos escritos que pueda asimilarse por tener su espíritu preparado para recibir su contenido; las diatribas contra los ricos, las quejas de los pobres, las acusaciones contra el capital, la explotación del trabajo, los vicios de los grandes, los dolores de los pequeños, la burla o la sátira de las prácticas religiosas, la relación de desastres, de delitos y las ficciones entretenidas de cuentos y novelas. Estas son las lecturas del hombre ignorante; y aun suponiendo que pueda tener otras, no las acepta porque no le agradan, y no le agradan porque no las entiende.

La situación intelectual del hombre ignorante que sabe leer constituye un hecho grave, porque son muchos miles de espíritus los que se encuentran en ella. Los que crean que exageramos será porque no han observado los estragos que hace una idea errónea en el que tiene pocas. La inteligencia regularmente cultivada opone al error una serie de verdades que, aunque no lo desvanezcan, lo contienen y lo obligan a la contradicción, que si no es siempre luz, es siempre freno; pero el hombre que desconoce las verdades elementales no tiene medio de poner coto a los errores; los acumula, los fortalece, explica unos por otros, hallándose, en fin, en la deplorable situación de un espíritu que, sin ser razonable, puede ser lógico.

Tal es el estado de muchos miles de hombres que de niños aprendieron a leer y que nunca han sabido discurrir.

La naturaleza del mal indica la del remedio: es necesario organizar la instrucción popular de modo que merezca este nombre, y que el conocimiento de las primeras letras sea un medio, no un fin; para esto hay que prolongar el tiempo de la enseñanza, de cuya organización vamos a dar una breve idea.

Primero. Las primeras letras deben aprenderse en escuelas regidas por mujeres, que son las más propias para tratar con niños pequeños; alternando desde muy temprano -tan pronto como sea posible- la instrucción industrial con la literaria, y entendiendo por industria, no precisamente el aprendizaje de un oficio, sino toda labor mecánica que puede dar un resultado útil, al mismo tiempo que ejercita las fuerzas y varía las ocupaciones. Admíranse algunos de la desproporción que hay entre las muchas horas que pasan los niños en la escuela y lo poco que aprenden: y es que no se hacen cargo de que la atención del niño, aplicada a un mismo objeto, no puede prolongarse como su permanencia en el local, y que la necesidad de movimiento que hay en la infancia no se limita al cuerpo, sino que se extiende al espíritu. Agotada la atención, todo lo que se haga contando con ella es, no sólo inútil, sino perjudicial, porque mortifica al que se quiere hacer atento cuando no puede estarlo, y al que se empeña en una empresa imposible: resultando de la mortificación mutua el mutuo desvío, y con frecuencia la hostilidad.

Utilizando, pues, la atención posible para la enseñanza de las primeras letras, queda tiempo para ir ejercitando al niño en las labores manuales que estén en armonía con su edad y el destino probable que ha de tener en la vida.

Segundo. Desde la escuela de primeras letras debe distinguirse la instrucción de la guarda de los niños, y destinar diferentes personas para desempeñar estos dos cargos. Sin duda que todo el que está al cuidado de los niños influye en su educación, puede enseñarles, y de hecho les enseña, cosas buenas o malas; pero no se necesitan dotes tan relevantes para cuidarlos, para que no se lastimen, para que no se alboroten, para sostener el orden material, como para instruirlos. La que los guarda ha de estar en armonía con la que los enseña y subordinada a ella: son funciones entre las cuales hay que establecer unidad, pero no deben confundirse. En la escala de la enseñanza, y en el concepto de los niños, la maestra debe ocupar un lugar más elevado que la guarda. No conviene que el espíritu de aquélla se distraiga en detalles de orden y aseo, con peligro de hacerse minuciosa y menos apta para las cosas grandes, y, por último, la fuerza material se agota en las escuelas si la que las rige tiene que asistir al mismo tiempo a la enseñanza y al orden.

Tercero. La escuela no ha de ser una tortura, ni un paraíso; ha de dar a la infancia el necesario solaz, el ejercicio, la variedad que necesita el niño, pero iniciándole al mismo tiempo en las condiciones de la vida, que es trabajo y descanso, goces y dolores, lucha en que, si no se alcanza la victoria, resultará la derrota. No se le ha de abrumar con tarea superior a sus fuerzas, ni tampoco deben buscarse métodos para que aprenda sin que le cueste ningún trabajo y como jugando: porque lo que se aprende así suele ser a costa de mucha fatiga de parte del que enseña, y se olvida con facilidad; y sobre todo, porque la escuela debe formar parte esencial y ordenada de la iniciación de la vida, donde hay que trabajar y vencerse: la rectificación de la voluntad que se tuerce y la gimnasia de las facultades superiores y encaminadas a la armonía deben empezar desde muy temprano, porque muy pronto se observan tendencias contra el orden moral.

Cuarto. El niño que ha aprendido a leer, escribir y aritmética elemental, con principios de dibujo y de música, lejos de darse por suficientemente instruido, empieza su instrucción, que recibirá en escuelas superiores de tres grados, y cuya asistencia será obligatoria hasta los veintiún años. En la fábrica, en el taller, donde quiera que se ocupe un muchacho o un joven, habrá obligación de dejarle tiempo para la clase, para el alimento del espíritu, como se le deja para el del cuerpo; podrá bastar con hora y media, y en la mayor parte de los casos no será necesario quitársela al trabajo, sino a la ociosidad y tal vez al vicio. En lugar de estar muchas horas durante pocos años de la niñez para recibir una instrucción que no merece tal nombre y deben emplearse pocas horas durante muchos años, para que no se olvide lo aprendido, para aprender lo que es incomprensible al niño y necesita saber el hombre, para adquirir el hábito y el gusto, y la aptitud del estudio y del saber.

Quinto. Pasados los veintiún años habrá clases para estudios superiores, pero no serán obligatorias.

Sexto. ¿Qué se enseñará a los hijos del pueblo durante tanto tiempo? ¿Se quiere que ellos. también sigan una carrera, como los señores? ¿Se quiere que sean sabios? No, precisamente, aunque bueno sería; pero nos contentamos con que sean racionales; y mientras no lo fueren, la sociedad no descansará en bases sólidas, Desde que el niño sale de la escuela de primeras letras hasta que el joven cumple veintiún años, tiene diez o doce para aprender

Moral.

Religión.

Fisiología e Higiene.

Nociones de Derecho civil, penal y político.

Economía política.

Psicología.

Ampliación de la Aritmética.

Ampliación del dibujo.

Física y nociones de Química.

Geometría.

Historia natural, incluyendo la Astronomía.

Historia patria y nociones de la general.

Literatura.

Artes y ampliación de las nociones de Música.

Bien sabemos que para muchas personas este programa será un delirio o un sueño; pero otras saben que en parte empieza a realizarse en muchos países, y que hasta hay penitenciarías en que los penados adquieren muchos de estos conocimientos.

Con buenos métodos y buenos libros, un muchacho de veintiún años puede tener nociones claras de los conocimientos indicados, que lo pongan en estado de adquirir más, de comprender lo que oye y lo que lee, le preparen a juzgar con rectitud y le den el gusto de los goces intelectuales.

Séptimo. Hemos dicho buenos métodos y buenos libros, y conviene insistir sobre esto. En general, el pensamiento está demasiado desleído en los libros, de donde resultan largos y con frecuencia, menos inteligibles.

Es un error imaginar que las explicaciones largas son las más claras; lo contrario suele suceder: al condensar, se determinan para el que escribe y para el que lee. Las necesidades y las tendencias de la época exigen una tendencia compendiosa y clara: porque siendo mucho lo que se sabe, mucho lo que hay que aprender, es necesario enseñarlo con las menos palabras posibles y con bastante claridad para que lo entiendan todos. Antes, el saber, como todos los bienes, era un privilegio; se escribía largamente sobre cualquier asunto para pocas personas que podían leer muy despacio; hoy se escribe (si no para todos, que todavía no ha llegado ese día) para muchos, y es preciso abreviar y aclarar la expresión del pensamiento para que puedan entenderlo y estudiarlo los que estén muy ocupados. Decir que no todos los asuntos son susceptibles de explicaciones breves y claras y de ponerse al alcance del pueblo, creemos que es afirmar un error. Hay que desconfiar mucho de la obscuridad; la verdad no es misteriosa, y la mejor prueba y el mayor mérito del genio es brillar, como el sol, para todos. Cierto que los asuntos no son igualmente fáciles; cierto que hay que graduar las dificultades y encadenar las ideas; cierto que el pueblo rudo de hoy, ni sus nietos, tendrán tanta aptitud como las clases más cultas para asimilarse ciertas ideas; pero es cuestión de tiempo, de tiempo nada más, siempre que se haga lo debido para que el pueblo se instruya verdaderamente, discurra, sepa las cosas necesarias y conozca su deber y su derecho y los medios de realizarlos entrambos.

La democracia, sin llegar al fin, ha andado mucho en este camino, y las enciclopedias y los manuales, que tanto se van generalizando, prueban bien las nuevas tendencias y las nuevas necesidades. Hay, pues, que generalizar y perfeccionar lo iniciado en este sentido, haciendo la enciclopedia más metódica, más completa, y el manual más científico. Los escritores se perfeccionarán escribiendo para un pueblo más culto: sabida es la influencia que en ellos ejerce la atmósfera intelectual que los rodea; y se elevará su mérito y su misión cuando, en vez de dirigirse al público, se dirijan al pueblo.

Octavo. Ninguna función social debe ser más elevada que la de maestro, y sólo la del que administra bien justicia debiera comparársele. Pero el maestro para la instrucción popular, como la comprendemos, no es el guardador de los niños, cuyo carácter se agria y cuya inteligencia se rebaja en la comunicación continua de los que comprenden poco, sino el profesor que transmite conocimientos elevados a alumnos que ya pueden comprenderle. Según la cultura de los países, su organización y sus costumbres, habría que modificar las reglas que para la reforma de la enseñanza se dieran. En general, nos parece que el mismo profesor podría serlo de los tres grados de instrucción que comprende los conocimientos indicados, con lo que tendría tres horas de clase, en vez de las muchas que ahora está en la escuela, variando según los países, pero que siempre son demasiadas para la resistencia física y el progreso intelectual.

El maestro no sólo hace hoy constantemente una gimnasia de espíritu, que pudiera llamarse malsana por su comunicación constante con inteligencias muy limitadas; no sólo está expuesto a la pedantería y el engreimiento del que se ve siempre a grande altura respecto de los que trata, y que tan mal predisponen para el estudio y el progreso, sino que además suele quedar materialmente rendido de pelear, como gráficamente se dice, con los niños, y por lo común no pensará más que en procurarse descanso y alguna distracción.

Hay pues, que variar las condiciones materiales e intelectuales del maestro, y las morales en lo que se refiere a la cordialidad de su trato con los alumnos. Esto último se lograría relevándolo de cuidar del orden material, que, por otra parte, sería más fácil de establecer cuando el niño, el muchacho y el joven estuvieran una hora u hora y media en clase, en vez de las muchas en que hoy se pone a prueba su paciencia y docilidad. Esto es de la mayor importancia, porque, siendo benévolas las relaciones entre maestros y discípulos, se instruirán mejor, y además la instrucción podría ser en parte educación, como es necesario para todo alumno, y más para los pobres de hoy, que la reciben tan mala en la casa de vecindad, en el taller, en todas partes. Mejorando las condiciones materiales del maestro, como queda dicho, tendría tiempo y fuerza para el continuo estudio que necesita hacer siempre el profesor, y más en tiempos como los actuales, en que los descubrimientos se suceden y los progresos son tan rápidos.

Pero no basta dar al maestro mayor consideración social y medios para que pueda merecer toda la que necesita; es necesario aumentar el número de maestros. Suecia es tal vez el pueblo en que las reformas se han hecho con mayor prudencia y actividad, y donde, por consiguiente, ha sido más rápido el verdadero progreso, que es la mejora material, moral o intelectual, como allí se observa. En pocos años, no ya se ha puesto al nivel de los pueblos más cultos, sino que está más elevado que la mayor parte, en dos cosas que son una buena medida para calcular la altura a que llega un país: el estado de las prisiones y el de la enseñanza. Se ha escrito con razón: Decidme cuál es vuestro sistema penitenciario, y os diré cuál es vuestra justicia. Puede añadirse: y sabiendo cuál es vuestra justicia, conoceré todo lo que sois. Suecia, juzgada por esta regla que nos parece buena, es uno de los pueblos más adelantados del mundo, habiendo llegado en muy pocos años, desde las últimas filas, a la primera que hoy ocupa. Pues bien; en Suecia, donde todo lo bueno ha tenido un desarrollo tan admirable, los maestros vienen a tener, por término medio, DIEZ DISCÍPULOS.

Se dirá que es imposible establecer la enseñanza popular haciéndola obligatoria, prolongándola hasta los veintiún años, dándole la extensión indicada y no admitiendo sino tan corto número de discípulos; convendremos en que habrá que aumentarlo, pero sin que llegue nunca a la proporción que suele tener en la mayor parte de las escuelas de todos los grados, donde la enseñanza se imposibilita por la acumulación de los que han de recibirla.

Noveno. Por enseñanza popular entendemos la de los dos sexos, sin distinción ninguna, ni en el número de asignaturas, ni en la extensión con que deben enseñarse a las niñas, las muchachas y las jóvenes. No es éste el lugar de discutir si la inteligencia de la mujer es igual a la del hombre; si puede elevarse como él a las grandes alturas del pensamiento; si tiene el poder creador del genio. Carecemos, y carecen todos, de datos para resolver esta cuestión; pero no hacen falta para el asunto que nos ocupa. Por la facilidad con que han aprendido las mujeres donde quiera que se las ha enseñado; por la igualdad intelectual (cuando menos de las niñas y los niños, que puede observarse en las escuelas), se prueba con evidencia que el programa indicado para la educación popular no es superior a la capacidad de la niña y de la joven. Cualquiera que sea la aptitud de la mujer para elevarse a las esferas superiores, que lo ignoramos, tiene facultades receptivas suficientes para comprender todo lo que aprendan los hombres, y con seguridad, todo lo que se enseñe a los hombres del pueblo. Mientras exista un desnivel grande entre la instrucción de la mujer y la del hombre, los movimientos de la sociedad no pueden ser ordenados: andará desnivelándose a cada paso, como los cojos, y tropezando y cayendo. Los amigos del progreso encuentran obstáculos insuperables a veces, que suelen calificar con poca exactitud, ignorando que esas falanges numerosas de enemigos no son con frecuencia, muchas veces, sino personificaciones de la ignorancia de la mujer. Y no es esto todo. Las razas se educan, y las clases embrutecidas o educadas trasmiten a sus descendientes mayor o menor disposición para cultivar la inteligencia. Una de las dificultades con que habrá que luchar en un principio para que la educación popular sea tan completa como se necesita, es que los hijos de los pobres, y sobre todo de los miserables, nacen con menos aptitudes intelectuales que los de las clases que cultivan sus aptitudes. Pueden citarse excepciones; aunque sean numerosas, no invalidarán la regla, ni dejará de ser verdad que, tomados en masa los hijos de los miserables y de las personas instruidas, éstos tendrán mayor disposición para aprender lo que se les enseñe. El hecho es grave, la verdad triste; pero con negarla (y muchos la negarán) el mal no se cura: antes se prolonga, porque no se le aplican remedios apropiados. El embrutecimiento heredado llega a rebajar grandes masas, cuyos numerosos ascendientes, no cultivando las facultades intelectuales, legan a su posteridad menos aptitud científica. Esto constituye para gran número de individuos una inferioridad congénita, y debe comprenderse así para no ignorar toda la extensión y la dificultad del problema que hay que resolver. Porque los hijos del pueblo no comprendan tan bien y tan pronto ahora, no es una prueba de que no comprenderán nunca, sino del atentado impío de tiempos que llaman «buenos» los que no los juzgan bien: ellos nos legaron las masas embrutecidas; ellos negaron a las multitudes el don de ciencia; ellos les negaron el alimento del espíritu; ellos quisieron apagar en la frente del pueblo la luz divina, rebajar, destruir, si hubiera sido posible, la obra de Dios: pecado más grave que todos los que comete este siglo, que llaman impío, calumniándolo. La empresa es dificultosa, pero no superior a las fuerzas de las naciones cultas, que la llevarán a cabo, educando al pueblo y elevando su aptitud natural para ser educado. Pero las razas se conservan, se mejoran o degeneran, especialmente (según muchos naturalistas) por las hembras; y la especie humana, dejando sin cultura a la mujer, disminuye constantemente la aptitud natural científica de los hijos. Por una parte, cátedras, escuelas, academias, liceos, tribunas, museos, libros, todo lo que puede contribuir al cultivo de la inteligencia; por otra, rebajarla, disminuir la herencia de la aptitud científica, ¿no es deshacer con una mano la labor que se hace con la otra?

Pero todo esto es en beneficio de los niños, de los muchachos, de los jóvenes. ¿Y los adultos? Y esta generación que hace tantos sacrificios para instruir a las que vendrán, ¿no hará nada por sí misma? Sí. Hay que dar a la enseñanza de los adultos mayor extensión y otros métodos, y variar el concepto que hoy se tiene de la escuela.

Al error de que saber leer y escribir es estar instruido, corresponde el que no se puede aprender nada si no se aprende a escribir y leer. En consecuencia, se han organizado las escuelas de adultos por el modelo de las de niños; y si no aprenden como éstos, se dice que no pueden adquirir conocimiento alguno. Bien está que, siempre que sea posible, aprendan a leer y escribir; pero cuando no se presten ya ni su mano ni su espíritu a recibir con fruto estas lecciones, aún son susceptibles de recibir otras; aun en lecturas y conferencias pueden adquirir muchos conocimientos útiles y rectificar muchos errores. Al adulto, incapaz muchas veces de aprender las primeras letras, se le aburre con la pretensión de enseñárselas; se le ahuyenta de la escuela, en lugar de aprovecharse de su buena voluntad para enseñarle aquello que es capaz de comprender. Hay que reformar, pues, la enseñanza de los adultos, instruirlos por medio de lecturas y conferencias, comunicarles verdades, rectificar errores, no incurrir en el de equipararlos a los niños, y comprender que, aunque no reciban la instrucción de las primeras letras, pueden aprender muchas cosas que les importa saber, y a la sociedad que lo sepan.

Undécimo. Aunque no parece indispensable, tal vez sea conveniente decir que al incluir en el programa de enseñanza popular la religión la tomamos en su sentido más lato y general, no en el de culto ni religión particular.

Las verdades morales no se demuestran por los procedimientos de las matemáticas; pero no dejan de demostrarse por eso con el auxilio del sentimiento y de la conciencia, que son cosas tan positivas y verdaderas como los teoremas geométricos. Por ventura la atracción que inspira el bien y la repulsión del mal, la complacencia que causa la belleza y la mala impresión que produce la deformidad, ¿son cosas menos ciertas que el que los tres ángulos de un triángulo equivalen a dos rectas?

Verdad religiosa es para algunos un contra, sentido; califican de necio al que pretende dar a estas palabras una explicación racional; pero Platón, Leibniz, Kant, Descartes, Newton, que se la dieron, no son, al parecer, inferiores en entendimiento a esos caballeros que se la niegan. El silencio del maestro respecto a religión, no nos parece razonable.

La humanidad lleva siempre consigo este terrible triángulo: culpa, dolor, misterio; quiere, necesita tranquilidad de conciencia, consuelo para sus penas, explicación para sus dudas: esta necesidad es humana; si no se satisface bien se satisfará mal, y el vacío determinará la absorción del error si no hay verdad que lo llene. El maestro no habla de Dios, pero el discípulo oye hablar de Él; por suprimirle de la escuela no se suprime del corazón humano, y se abandona este sentimiento en manos de los que pueden extraviarle en vez de dirigirlo. Porque el sentimiento religioso, que es un hecho, si la razón no se armoniza con él, se extravía. Prescindir de la enseñanza religiosa, es dividir a los hombres en dos clases: impíos y supersticiosos, elementos imposibles de armonizar, ni de convertir en medio de perfección y de prosperidad. Todo lo que se debe o conviene saber, conviene o se debe enseñar.

Se ha dicho: no hay salvación fuera de la Iglesia. Nosotros decimos: no hay salvación fuera de la ciencia, del conocimiento necesario en todos los hombres para que la sociedad sea organismo armónico, y no aglomeración bajo la presión de un poder cualquiera. Y no lo decimos nosotros, amigos del progreso; lo dicen o lo piensan, o inconscientemente obran como si lo pensaran, hasta los retrógrados. Los que quieren dominar por medio de la religión, ¿qué hacen hoy? ¿Predican? No; enseñan. ¿Dan las grandes batallas por defender el dogma? No, sino por apoderarse de la enseñanza. Enseñemos, pues; enseñemos la verdad; derramémosla sobre la frente del pueblo como un bálsamo regenerador; que la reciba elevada, pura, y será redimido por ella. El error sólo puede vivir en la obscuridad; si sale de ella, se pierde; si enciende luz, se suicida. Que nuestros adversarios enseñen a leer, y escribamos los libros de lectura.

El día en que no haya miseria mental podrá haber pobres, pero no habrá pauperismo.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

Religión e irreligión


No se nos oculta la inmoralidad de algunas instituciones religiosas; las tendencias antisociales, y aun poco humanas, de otras; el apoyo que a veces prestan a poderes que conviene debilitar; los obstáculos que en ciertos casos oponen a la perfección del hombre, dificultando el desarrollo de su inteligencia. No se nos oculta que las autoridades infalibles en el orden espiritual preparan los espíritus que a ellas se someten a todo género de esclavitudes; que los que ponen al uso de la razón otros límites que la razón misma, sabiéndolo o sin saberlo patrocinan la causa del error, tienden a embrutecer al hombre y contribuyen a su miseria en el orden moral y en el económico. A pesar de todos estos inconvenientes, creemos que son mayores las ventajas de la religión, tomada en su conjunto, y no juzgada por aquellas instituciones que más se apartan del espíritu del Evangelio, y que hasta parecen hostiles a él. Aun en ellas, el daño que hacen a la sociedad está mezclado con beneficios, no siendo hoy posible otra cosa dados los progresos de la conciencia y de la inteligencia humana. Estos progresos se imponen a todos, aun a los que hacen profesión de permanecer inmóviles, los cuales para influir tienen que avanzar, y hacer algún bien si han de realizar su objeto. Avergonzada con su ignorancia; afligida con sus dolores, la sociedad quiere lecciones, consuelos, y los que pretenden dirigirla tienen que hacer creer que la consuelan y la enseñan, y en cierta medida consolar y enseñar.

Prescindiremos de los hipócritas: los tiene la fe como la libertad, el amor de Dios como el amor al pueblo; ya se sabe que, donde quiera aparece un sentimiento grande, hay miserables que lo fingen para explotar el respeto que inspira.

No pueden estudiarse los elementos del progreso social sin deplorar el divorcio, o más bien la actitud hostil entre los que invocan a Dios y los que proclaman la libertad. Las consecuencias de esta falta de armonía son muchas y trascendentales; nosotros prescindiremos de todas las que directamente no se refieren a nuestro asunto.

Hay excepciones, y más, según los países; pero en aquellos en que domina el catolicismo la regla es, que el que cuida al pobre en el hospital, el que le visita en la cárcel, el que lo socorre en su miserable vivienda, es un hombre religioso, cuya influencia en la sociedad es perjudicial para el enfermo, el encarcelado y el miserable que favorece: su caridad os anima y consuela; sus opiniones os afligen y desalientan, porque con una mano contribuye a las miserias que procura socorrer con la otra.

Existen dos especies de personas benéficas. Las que aman poco al hombre y le hacen bien tan sólo por amor de Dios, desviándose del espíritu del cristianismo, y las verdaderamente cristianas que tienen por un solo precepto el resumen de la Ley: Amar a Dios y al prójimo.

Son, por desgracia, muchos los que practican un cristianismo mutilado; que separan de hecho el amor de Dios del amor del hombre; que, esclavizados espiritualmente, tienden a aliarse con los tiranos en el orden material, a consolarse de la mordaza que llevan con las cadena que forjan; que se ponen siempre de parte de los fuertes contra los débiles; que desprecian los que favorecen; que no miran a los que socorren como un objeto de compasión, sino como un medio de ganar para con un Dios, más parecido al que tronaba en el Sinaí ordenando el exterminio de los idólatras, que al que murió en la cruz por amor a todos los hombres. No conociendo a esta clase de personas, podrá creerse que las calumniamos; pero bastará observarlas de cerca para convencerse de que les hacemos justicia; que ese amor que dicen tener a Dios, separado del de su prójimo, no es tal amor, puesto que seca el corazón en vez de convertirle en un manantial de consuelo, y le hacen intolerante con los pecadores en vez de predisponer al perdón. Y esto se ve, no sólo en los hombres, sino hasta en muchas mujeres que son benéficas sin caridad, si entendemos la caridad como la entendía San Pablo.

Otra clase, la de verdaderos cristianos, de los que no separan el amor de Dios del de su prójimo y ven en el pobre la imagen de Jesucristo, y le compadecen al consolarle, y le llaman hermano con el corazón, no con los labios, no puede ser comparada con la anterior cuando socorre al necesitado y consuela al afligido, pero se une muchas veces a ella para influir en la esfera política y en la económica, llevada por la comunión religiosa a una comunidad de ideas que contradicen los sentimientos y las acciones y perjudican con su influencia social a los mismos que con su caridad beneficia.

Entre los que carecen de religión los hay que carecen también de humanidad, y otros que la tienen. Los primeros son un elemento en alto grado antisocial, porque ni idea del deber, ni sentimiento de compasión, ni impulso generoso alguno los mueve a mejorar las instituciones sociales, ni a consolar los dolores que de su imperfección resultan. Su moral consiste en no incurrir en falta o delito penado por el Código; su decoro, en andar limpios, y si pueden elegantes; su orgullo, en vanidades más o menos pueriles; su honor, en que no les diga nadie lo que todos piensan y ellos saben ser cierto; su caridad en dar a veces alguna limosna por compromiso y para que se sepa.

La clase de los que tienen humanidad sin religión es más numerosa que la anterior; pero es raro que en su amor al hombre no se note un vacío, el que deja la falta del amor de Dios: tienen generosos impulsos, ideas equitativas, fraternidad con los pobres y deseo de mejorar su situación, teorías muy humanas, pero en la práctica suele faltar resolución, perseverancia y espíritu de sacrificio.

Ya se ha observado que los filósofos no solían andar por los establecimientos de beneficencia, ni las casas de los miserables, socorriendo a los que sus doctrinas favorecen; pero no es su ausencia la única que allí se nota: échanse también de menos los políticos, los académicos, los escritores, todos los que se dicen amigos del pueblo, que piden para él derechos, influencia, bienestar, pero que no van a socorrer su miseria y a consolar su dolor.

Para establecer la justicia y consolar la desgracia se necesita la plenitud activa de todas las facultades, el concurso de todos los elementos, la convergencia de todos los buenos impulsos; en una palabra, el amor al hombre y el amor de Dios; humanidad y religión. Hay personas que hacen bien en esta vida sin pensar en otra, ni aun saber si la hay; pero son excepciones raras, y la regla es que sin religión, sin alguna religión, falta un elemento de fuerza para no decaer en la defensa de la justicia y perdonar la culpa y consolar la desgracia un día y otro, y siempre con perseverancia incansable.

Y cuando hablamos de la ausencia de los irreligiosos, amigos del pueblo, de aquellos lugares en que pueden consolarle, y de la falta de simpatía y unción de sus favorecedores religiosos y poco humanos, no es que tengamos la idea de que el pauperismo pueda extinguirse por medio de la caridad cuando se hace sinónima de limosna y aunque no se haga, sino porque para remediar mal tan grave, tan profundo, tan generalizado, se necesitan todos los recursos, absolutamente todos; los que vienen de la inteligencia y los que tienen su origen en el sentimiento; la mano que fecunda la tierra y los ojos que se vuelven al cielo, el silogismo y la compasión, la justicia y la caridad.

Porque la caridad, el amor activo de Dios y del hombre, con espíritu de sacrificio perseverante y de tolerancia afectuosa, no se limita a dar una limosna, ni aun a llevarla, sino que da consejo, da lecciones; influye en el discurso, que se pronuncia, en el artículo que se escribe, en el voto que se emite, en la ley que se promulga. ¿Por ventura hombres religiosos, ilustrados y humanos sancionarían leyes que esquilman al pueblo, sostendrían a los que lo oprimen con hierro o con engaño, y escribirían libros con que moralmente le envenenan? ¿Hombres religiosos y humanos tendrían con él crueldades de inquisidor y complacencias de ramera? ¿Hombres religiosos, instruidos y humanos harían de la injusticia en la tierra el camino del cielo, o asunto de mofa la creencia de otra vida, consoladora para el que sufre en ésta dolores, al parecer, inmerecidos?

Pasadas ya las reacciones contra acciones que había que combatir con energía apasionada; extinguido o calmado el fanatismo de la razón que se opuso al de la fe, los hombres reflexivos, aunque no crean en Dios, no pueden desconocer el hecho de que otros creen, y sus consecuencias, ni suprimir esta cantidad en los factores sociales sin equivocarse en la cuenta. Ellos, y nos parece que todos los que imparcialmente juzguen, comprenderán el inmenso daño que resulta de que los hombres religiosos sean, por regla general en muchos países, reaccionarios; de que no signifique lo mismo ser amigos de los pobres y amigos del pueblo; de que haya un nefando consorcio entro la esclavitud y la fe, y de que se diga: o libertad o Dios, en vez de exclamar: Dios y libertad.31

Es una gran desdicha que se hostilicen fuerzas que debían auxiliarse para combatir la miseria material y mental de las masas; y si de las colectividades se desciende a los individuos, se comprenderá con cuánta razón dijo Montesquieu que la religión que trata del cielo contribuye a la felicidad del hombre sobre la tierra. Y decimos religión y no superstición; decimos aquella creencia que contribuye a que los hombres se amen entre sí y se perfeccionen, y no la que los excita a odiarse o sirve de obstáculo a su perfección.

Hay gobernantes incrédulos que quieren fe en sus gobernados, y políticos y pensadores que la consideran conveniente para la plebe, como un freno o como un fantasma que le haga más llevadera la triste realidad; pero semejante concepto de la religión es absurdo; y si toda religión no es para todos, su progreso consiste en que pueda serlo, on que no haya nada que no puedan comprender los pequeños o admitir los grandes, ni misterios exclusivo patrimonio de las clases privilegiadas, o que se arrojen a la multitud hambrienta para calmarla, como alimento dañoso que engaña el apetito y deteriora el organismo.

La religión puede contribuir con elementos poderosos al orden y a la libertad, a la armonía, al progreso, y llevar al pauperismo, no el cilicio con que macere su cuerpo enflaquecido, no el cáliz amargo para que le apure hasta las heces, sino la justicia fecunda en bienes, la fe que dilata la vida; la esperanza, que conforta; la caridad que consuela, que alienta, que transforma y, como la luz, hace brillar todo lo que es capaz de reflejarla.

¿Qué necesita la sociedad?

RESIGNARSE Y REFORMARSE.

Resignarse con aquellos dolores que no tienen remedio, porque la desesperación es aún peor consejera que el hambre, y aumenta el mal inevitable que no quiere sufrir.

Reformarse, porque sin reconocer el error y reparar la injusticia no ay medio de llegar a la prosperidad.

Ha dicho madama Stäel que el orden social tenía por base la resignación; y aunque este parecer se crea exagerado, y aunque lo sea, no hay dada que tiene una parte de verdad.

El orden social no es otra cosa que el conjunto de reglas que practican los que viven en sociedad para realizar la justicia, como la comprenden en el momento histórico en que viven; el orden social es un efecto de que son causa los asociados, cuya naturaleza ha de reflejar en lo esencial. Está en la naturaleza del hombre que una de sus necesidades sea la de resignarse; y cuando la tienen los individuos todos, ¿cómo podrá eximirse de ella la colectividad?

Los que han profundizado tan poco en el estudio de la humanidad que pretenden eximirla del dolor, es lógico que rechacen la resignación como necesidad humana; pero no se necesita ver, ni reflexionar mucho, para probar que no están en lo cierto. Además de que el sufrimiento en mayor o menor escala es ley ineludible, hay grave error en suponer que sólo los desgraciados necesitan resignarse, porque la más pequeña contrariedad puede convertirse en mortificación grande para el que no se conforma con ella. Así vemos todos los días gentes que tienen grandes pesadumbres por motivos frívolos, y van hallando por todas partes obstáculos y asperezas que les amargan la vida por no suavizar los rozamientos con un poco de resignación.

Rectificando el error de que la resignación sólo es necesaria en las grandes y dolorosas crisis, resulta claro que la necesitamos en las circunstancias normales de la vida, y a muy poco de venir a ella, porque el niño necesita resignarse a no tener el juguete que desea y no le dan, como el hombre a verse privado del objeto de su amor, de su ambición o de su codicia. La resignación de Job (caso de que Job estuviese resignado) es la más difícil, la más imponente, la más meritoria, no la más indispensable, ni de uso más común para la generalidad de los hombres, cuyo bienestar depende en gran parte de conformarse con privaciones y contrariedades inevitables, que no llegan a ser dolores sino por culpa suya.

Como el deseo del hombre, sea quien fuere, va más allá de su poder, necesita conformarse con un grado mayor o menor de privación, y no siendo omnipotente, será infeliz si no es resignado.

Este es el hombre de ahora, de antes y de siempre. Y siendo la resignación un elemento humano, necesario, permanente, ¿puede dejar de ser un elemento social? Si cada hombre separado necesita resignarse; si reunido y asociado con los otros no puede prescindir de esa necesidad, se debe considerar como parte del orden social, puesto que lo es de la naturaleza humana. No exageremos su importancia, no digamos que es el único, no le demos una intervención mayor que la que debe tener; pero no le neguemos la que le corresponde, porque con negarla aumentaremos el dolor, haciéndole más acre y dilatado su poder. Supongamos por un momento que en el pueblo más dichoso todos los que sufren se desesperan en vez de resignarse, y será horrible el cuadro que se ofrezca a nuestra imaginación.

Por todo lo que hemos dicho y por lo que nos falta que decir, comprenderá el lector que no queremos que el hombre se resigne con los dolores que pueda evitar, ni que sustituya la paciencia a la justicia; pero pobres y ricos, grandes y pequeños, mientras vivan en esta tierra de imperfección, que necesariamente tiene que serlo de dolor, estarán sujetos a padecimientos del cuerpo y del espíritu, que son más acres para quien se desespera.

El que se resigna tiene razones, motivos, sentimientos que favorecen su conformidad tranquila, y otros que la combaten; entre los que la favorecen está la religión: no diremos que es el único, pero sí que, es uno; no diremos que el hombre que no es creyente no pueda ser resignado, pero sí que, en igualdad de todas las demás circunstancias, se resignará mejor el hombre religioso.

La religión y la resignación tienen afinidades imposibles de desconocer:

La idea de un orden superior, de una justicia que se respeta siempre, aunque no siempre se comprenda, y de que forma parte la contrariedad que sufrimos como expiación o como prueba y medio de perfeccionarse;

Fortalecer el elemento espiritual que combate las concupiscencias, de donde emanan tantas veces las desesperaciones vulgares;

Dilatar los horizontes más allá de la tierra, quitando así importancia a un contratiempo, que es un punto imperceptible en el infinito de una vida inmortal;

Derramar sobre la existencia dolorida el bálsamo de la esperanza que consuela y embellece.

¡Qué de razones para que el creyente se resigne con aquella calma y aquella fuerza que combate, que vence los males que tienen remedio, y acepta sin murmurar los irremediables! ¡Qué distancia del hombre afligido, pero con la tranquilidad suficiente para buscar remedio a su aflicción, y el que, desesperándose, la aumenta! ¡Qué diferencia entre un pueblo en que preponderan los hombres que se resignan a los que no saben resignarse!

Volvemos a insistir en que la resignación es necesaria en mayor o menor grado a todos y siempre; en que se necesita de continuo para que las contrariedades no se conviertan en dolores; en que no se debe calcular el daño que de no tenerla viene por el número de los criminales o de los suicidas: e insistimos, porque conviene mucho fijarse en los efectos que produce el que una gran masa, tal vez la mayoría de una colectividad, viva inquieta y disgustada, envidiando la posición ajena en lugar de procurar con calma mejorar la propia. Cuando este malestar se generaliza, bien puede considerarse, como una concausa poderosa de desorden moral, que pasa a ser material si la ocasión se presenta, y que en todo caso retarda el progreso, oponiendo obstáculos al remedio de los males que le tienen por no conformarse con los irremediables.

Así como los individuos necesitan mayor o menor suma de resignación, según las circunstancias en que se encuentran, lo propio acontece a las sociedades, y la nuestra actual, si no es la más desgraciada, es la menos paciente, y necesitaba que la religión contribuyera a templar las impaciencias o enfrenar las iras con que tantas veces aumenta los males que la afligen.

Si la resignación es el elemento social de gran importancia y que podría robustecer las creencias religiosas, otros hay muy influyentes que se debilitan con ellas.

Los progresos de la industria y de las artes multiplican los modos de gozar; ofrecen prodigios al gusto y al capricho; tientan, mostrando por donde quiera su inagotable espíritu de invención, y la igualdad que se predica y en cierta esfera se realiza, es un nuevo estímulo del deseo y hace más preciosa y necesaria la creencia de que los inefables goces no son materiales y que hay más felicidad que esta de la tierra.

La comunicación de los hombres es hoy más activa que nunca; las fronteras desaparecen en muchos conceptos, y también los límites de las clases, y cuando las relaciones son tan activas es de suma importancia un sentimiento que puede contribuir a que sean benévolas.

La coacción de la fuerza disminuye, y para que la libertad no se convierta en licencia conviene poner en actividad todos los elementos espirituales, y la religión es uno.

La igualdad apasiona a las multitudes, y para consolarse de la mortificación de tantas desigualdades, ¡cuán propia es la creencia en una vida donde nadie disfruta más ventajas que las merecidas!

Los poderes injustos han variado más en la forma que en la esencia, que es el abuso de la fuerza contra cualquiera debilidad. Los castillos almenados de hoy son palacios con lujo deslumbrador; las armaduras invulnerables, carteras de billetes de banco, y el sentimiento religioso es harto necesario para contribuir a purificar la atmósfera, viciada por las emanaciones del oro, más perjudiciales para la virtud que las del mercurio para el sistema nervioso.

Con los modos de gozar, de enriquecerse, de hacer bien, se han multiplicado los de hacer mal, y para combatirla no debe desdeñar la razón el auxilio de la fe.

El equilibrio social es hoy inestable, no porque las armonías permanentes, eternas, puedan destruirse, sino porque se interrumpen por horas o por días, que serán menos aciagos si la idea de Dios viene a calmar iras, a combatir egoísmos, a enfrenar la embriaguez de la fuerza en todos los poderes que por ella triunfan.

En resumen.

La falta de creencias religiosas debilita un elemento social de grande y benéfica influencia, siempre que la religión no se halla en antagonismo con la justicia.

La falta de fe en los amigos del pueblo, y de amor a la libertad en los hombres religiosos, produce contradicciones, antagonismos, vacíos que más de una vez se llenan con lágrimas y con sangre, porque unos tienen humanidad sin religión, y otros religión sin humanidad, contribuyendo todos a perpetuar el pauperismo.




ArribaAbajoCapítulo XIX

Los niños


- I -

El hombre de hoy fue el niño de ayer, el hombre de mañana será el niño de hoy; de modo que la mala educación y la mala crianza, la debilidad física, moral e intelectual, es la herencia que recibimos y transmitiremos casi íntegra, si no íntegra del todo.

Hay muchas cosas malas en España, muchas: mancha de la honra, tortura del corazón, cargo de la conciencia; pero ninguna más, ninguna tanto, como el modo de tratar a los niños que han tenido la desgracia de nacer en su suelo.

Ya se considere el niño en casa o en la calle, en la escuela, en el campo o en la mar; mendigando o en el trabajo; en la casa de Beneficencia o en la prisión, donde quiera excita lástima su desdicha, indignación la manera absurda o cruel con que se lo trata, y temor las consecuencias que para él y para la sociedad resultarán de la injusticia de que es víctima.

En su casa.-La suerte del niño en su casa varía mucho según los grados de la miseria, moralidad, género do ocupaciones de los padres, clima y otras mil circunstancias que influyen en un ser débil y por mucho tiempo pasivo, en cuanto que no tiene medio de rechazar las malas influencias que lo rodean. Puede decirse, en general, que no se halla en condiciones higiénicas, porque, cuando menos, le falta limpieza y cuidado inteligente. Para convencerse de lo primero basta ver la suciedad de sus ropas y, sobre todo, de su cama, cuya fetidez respira, durante las largas noches de invierno, en un cuarto reducido que no tiene aire para la mitad de las personas que lo vician, y la inteligencia con que se le cuida se puede calcular por la muy poca de los que la rodean:,en lugar de conocimientos, tienen preocupaciones que suelen serle fatales, sobre todo si enferma, y contribuyen no pocas veces a que pierda la salud por el modo absurdo, podría decirse irracional, de alimentarlo, por las medicinas que lo aplican y son daño en vez de remedio, o, en fin, por la carencia de toda higiene. Son muchos los niños que sucumben, o se debilitan para toda la vida por falta de limpieza, de aire puro y de cuidados racionales.

Cuando el mal no pasa de aquí, con ser mucho, no es el mayor, y se agrava de mil modos. Ya la madre se alimenta mal o trabaja más allá de sus fuerzas, o tiene penas, o falta de salud, todo lo cual influye en la cantidad y calidad de la leche; ya tiene que estar todo el día fuera de casa, y deja en ella quien cuida mal al niño, o no deja a nadie durante muchas horas de verdadera tortura para él, porque la soledad lo desconsuela, lo espanta. ¡Que llora el niño! A esta exclamación todo se deja, o se tira para correr a él y acallarlo: esto cuando está rodeado de cariño y de cuidados; pero si se queda solo, llora y nadie acude; llora más, y ninguno viene, hasta que, ronco y rendido, deja de llorar un breve rato para empezar de nuevo. ¡El niño solo! ¡Ah! Si se pensara y sintiera la suma de dolores que estas palabras encierran, algo más se haría por consolarlos. A veces se sabe de alguna desgracia ocurrida a niños que se quedaron solos: un animal los hiere o los mata; el humo los asfixia, el fuego los quema; parece horrible, pero de estos casos excepcionales no se pasa al más general, ni se reflexiona y considera la desdicha de tantas inocentes criaturas que pasan muchas horas en abrumadora soledad. ¡Si al cabo de ellas al fin llega su madre! Pero a veces no viene; ha muerto o ha salido a criar.

El hijo del ama es, por lo común, una desdichada víctima de la miseria o de la maldad: a veces está regularmente cuidado, pero las más está mal; la mujer que se encarga de él tiene ya poca leche, ha criado el suyo, tal vez cría los dos a un tiempo, y puede calcularse cuánto dará de mamar al ajeno: en todo caso, los dos de tan corta edad necesitan más cuidados y tiempo que puede dedicarles.

Hemos dicho que el hijo del ama suele ser víctima de la miseria o de la maldad; en efecto, entrambas contribuyen a dejarlo sin madre, que unas veces sale a criar para ayudarse, por la insuficiencia del jornal del marido, por la mala conducta de éste, por mejorar de posición, por el atractivo de la mejor vida y regalo que tiene durante la crianza, y hasta por costumbre: la hay en algunos países de dedicarse a lo que allí puede llamarse la industria de criar hijos ajenos. En todos estos casos la conveniencia pecuniaria es mayor o menor, pero no suele haber necesidad absoluta, como cuando la madre del niño no es casada y el padre le abandona absolutamente, como, por lo común, abandonan los hombres a los hijos naturales. ¿Cómo una mujer con un niño de pecho, y sin más recursos que lo que gana con su trabajo, ha de proveer a las necesidades de entrambos? Es imposible; o el recién nacido va a la Inclusa, o ella, para atender a su lactancia, tiene que dejarle e ir a criar otro.

Todos estos casos diferentes tienen de común o de muy parecido para el hijo del ama, que ésta no da a la que le tiene sino una parte de lo que gana ella, y que le cría y cuida mal, si no siempre, las más veces.

Pasada la edad de la lactancia, esta primera prueba, en que tantos sucumben, ¡cuántas tiene que sufrir aún el hijo del miserable! Mal alimentado, mal vestido, mal albergado, mal cuidado, mal instruido y mal enseñado, ésta es la suma menor de males a que está sujeto, no siendo raro añadir tratamientos duros o crueles, ejemplos perversos e instigaciones más o menos directas al vicio y al delito. En los campos y orilla del mar, la luz esplendente, el aire puro, la libertad de movimientos, neutralizan en parte muchas causas morbosas; pero en las poblaciones aglomeradas, en las grandes ciudades, los niños resisten mal, o no resisten, como lo prueba su poca robustez y el gran número de los que sucumben.

La casa, que materialmente es para el niño un local desagradable y malsano, de que huye por instinto, bajo el punto de vista moral e intelectual no suele ser mucho más recomendable, porque allí hay suciedad, desorden, lenguaje grosero y aun obsceno, ignorancia, error, y con frecuencia vicios y malos tratamientos. Y si todo esto no lo tiene el niño en el propio hogar, lo ve en los vecinos, muchos y muy próximos, si no viven sus padres en compañía, caso muy frecuente que da lugar a riñas y escándalos, y es nuevo y poderoso elemento de malestar y mala enseñanza. Del hacinamiento, que no permite en los dormitorios la debida separación por sexos y edades, y del ningún cuidado en acciones y palabras delante de los niños, resulta que en éstos la inocencia dura tan poco que apenas existe, y que, sin salir de casa, aprenden lo que debían ignorar, reciben estímulos que anticipadamente despiertan sus instintos, y saben los misterios del vicio antes de tener experiencia de la vida. Viendo cómo están la mayor parte de los niños en su casa y cómo los tratan y enseñan, lejos de extrañar que los hombres sean malos, admira que no sean peores.

Y hablamos de la regla, porque hay excepciones, y muchas, y muchísimas, en que el mal se gradúa, como se ve cuando los tribunales proceden contra los culpables por la gravedad del mal o porque no supo ocultarse. Entonces aparecen crueldades, vicios y abominaciones de que son víctimas los niños, y circunstancias que revelan un medio social muy corrompido y muy cruel, cuando hechos de cierta naturaleza se repiten y se prolongan, y no se ponen de manifiesto, ni se persiguen sino por pura casualidad, por inusitado escándalo o porque incidentalmente se descubren investigando otros cuyos autores se persiguen.

En la calle.-Todo niño, desde que empieza a significar su voluntad, manifiesta el deseo de no estar en casa; se va con la persona que le saca, aunque no le sea muy simpática, y mira alborozado cómo se descuelga el sombrero o la gorrita, que es la señal de salir. Es el instinto que le impulsa a buscar el aire libre, tan necesario para él, y huir de la reclusión, que tanto daño le hace. Si así sucede a niños que tienen una casa espaciosa, y en ella personas que los entretengan y objetos que los distraigan, ¿qué no acontecerá a los hijos de los pobres en el reducido, sucio, tal vez húmedo y obscuro albergue donde están solos, al cuidado de un hermano que los descuida y mortifica, o de alguna persona mayor que no puede dedicarse a distraerlos? Sucede que corran a la calle siempre que pueden, que la buscan con verdadera pasión, huyendo de su casa o huyendo de la escuela.

Y en la calle, ¿qué encuentran bajo el punto de vista educador y aun del higiénico? El sol que los tuesta, el agua que los moja, el frío que los amorata, la intemperie que no arrostran sin daño, mal alimentados, mal calzados, mal vestidos y endebles, como suelen ser los hijos, no ya de las ciudades, sino de las villas, de cualquiera población un poco agrupada, que hace malsana la falta de policía y de racionales reglas para construir conforme a las de la higiene.

Pero, en fin, no es el frío o el calor, el agua o el aire, nada puro, lo peor que encuentran los chicos de la calle en ella, no; lo más perjudicial son las tentaciones, los contrastes, las malas palabras, los malos ejemplos y las excitaciones de todo género que los empujan al mal. Hambrientos, ven manjares delicados y golosinas que devoran con los ojos al través del cristal; descalzos y desnudos, ven botas primorosas, y vestidos lujosos, y telas ricas y pieles; como nada de cuanto ven es para ellos, se inclinan a creer que tampoco lo serán las reglas de bien obrar, de equidad y de honor, que sin duda para su uso exclusivo establecen los que visten y calzan, y beben y comen todas aquellas cosas que ellos sólo pueden envidiar. Sobre la trama de esta preparación se va tejiendo la vida del chico de la calle, que falta a la escuela, que juega a la baraja, que dice desvergüenzas y obscenidades, que fuma sin gusto y blasfema sin impiedad por hacer de hombre, que insulta y apedrea, que es instrumento de malvados y aprende a serlo en el garito, en la taberna, en la casa infame y en la cárcel, donde entra por leve falta y sale capaz de cometer grave delito.

Esta es la educación de la calle, donde vago, mendigo o ratero, se deja al niño pillear, ya solo, ya agrupado o asociado; así corren cientos y miles por calles y plazas, sin que nadie remedie su desventura, sostenga su debilidad, ni lo ataje en su desdichado camino. Reglas para el ornato público, para la estética bien o mal entendida y para la policía en ciertos centros; que la fachada de la casa esté de este modo y el balcón de tal otro; que no se eche un troncho de berza a la calle, pero que se arrojen miles de niños al arroyo, donde sólo por excepción rara y asombrosa pueden dejar de corromperse, a esto se llama policía y orden, y hasta justicia. ¿Dónde está el espíritu de una sociedad que parece no cuidar (cuando cuida) más que de las cosas materiales? Espíritu tendrá sin duda, pero aletargado, obscurecido por las tinieblas de la ignorancia, y envuelto por la nube que forman las emanaciones de sus vicios.

En la escuela.- Por regla general, con muy pocas excepciones, se puede definir así la escuela: Local malsano donde el niño aprende poco, sufre mucho y se desmoraliza bastante.

Que el local es malsano lo sabe cualquiera que ha entrado en algunas escuelas, o lo puede saber con sólo averiguar el número de niños que las frecuentan, su capacidad, los medios de ventilación y la temperatura. Del hacinamiento de niños sucios (por lo común) en un corto espacio mal ventilado, resulta un aire verdaderamente infecto, que tiene las más perniciosas consecuencias para la salud y de que se impregnan sus ropas en términos que aun los niños bien vestidos huelen mal, huelen a escuela. Agréguese que el asiento en que se los obliga a estar inmóviles, y la mesa de escribir, y la luz que reciben, y todo, está dispuesto de la manera más antihigiénica; agréguese que el maestro es severo, duro con frecuencia, cruel por falta de educación, de ciencia, de recursos y sobra de trabajo, todo lo cual le agria y predispone a la dureza, si acaso en su ignorancia no la considera educadora, conforme al antiguo (y no tan antiguo como debiera) axioma de que la letra con sangre entra.

No es muy raro aún que haya sangre; los golpes y contusiones (hasta graves) son frecuentes; de todo lo cual resulta una gran mortificación para el niño, que le predispone a tratar a los demás con la dureza e injusticia con que es tratado, lo cual constituye un gran elemento de desmoralización. ¿No es altamente inmoral la hostilidad que por lo común existe entre el maestro y los discípulos, y que éstos aborrezcan al que los guía o debiera guiar, y teman al que era necesario que les inspirase confianza? Con tales antecedentes cualquiera puede suponer que el niño aprende poco, y la experiencia no desmentirá la suposición. No ya las personas ilustradas y exigentes en materia de saber, sino hasta los ignorantes y aun rudos, se quejan de que sus hijos no aprenden nada, y cierto que no exageran mucho. Además de las mortificaciones materiales a que aludimos más arriba, hay que añadir la espiritual de aprender de memoria cosas que no se entienden o que no importan, necesitando para aprenderlas un trabajo ímprobo, inútil, más perjudicial, porque no sólo fatiga al niño, sino que lo hace odiar el estudio y el saber, que tantos atractivos tiene cuando no se le rodea de obstáculos insuperables y mortificación abrumadora.

Almacenados.-Aunque a veces se llama escuela no merece este nombre, sino el de almacén, el local donde se amontonan, casi podría decirse estivan miles de niños en muchas poblaciones (algunas importantes y ricas) donde no hay escuelas de párvulos, ni crèches, ni otro medio de recogerlos cuando sus madres se van al taller, a la fábrica, al río, etc., etc., que amontonarlos en un reducido local, sin ventilación y sucio, donde les faltan condiciones higiénicas y hasta los cuidados más indispensables. Si son de pecho, la madre no puede darles de mamar en todo el día, o sólo una vez, y para suplirla reciben alimentos malsanos (y en general caros) de una mujer mercenaria, ignorante, sucia, que los atraca con sopas o papilla de infinitas e indigestas variedades para que no lloren, o a quien no le importa oírlos llorar. Allí contraen enfermedades que los matan o los debilitan para toda la vida, y allí padecen una verdadera tortura que no pueden explicar, pero que revelan su llanto o la expresión del rostro, más veces senil que infantil.

Pasan días, y semanas, y años, y repúblicas, y monarquías, y lo que se llama orden, y lo que se llama libertad, y quedan estos almacenes, tortura de inocentes, oprobio de culpables, y culpables son todos los que pueden y deben poner remedio a tan grave mal, es decir, clases acomodadas, que no sabemos por qué se llaman directoras, mereciendo más bien, en este caso y otros, la calificación de extraviadoras.

¿Puede haber modo más radical de extraviar que torcer la conciencia, ni de manifestar su depravación y hacerla mayor que sancionar la tortura permanente y sistemática de miles de inocentes? ¿Se sabe? Es horrible que se tolere.¿Se ignora? Debía saberse.

Pero no se ignora, en gran parte al menos, y la bastante para adivinar el resto. Si no mamando, muy pequeños, cuando apenas andan y aun no hablan, personas acomodadas envían sus hijos a los almacenes de párvulos; el fin es que no den guerra en casa; los medios, mortificar, debilitar y tal vez hacer enfermar a las míseras criaturas. Y acusamos de extraviadoras a las clases acomodadas porque sólo ellas pueden remediar un mal que tienen fatalmente que sufrir los pobres, faltos de medios materiales e intelectuales para promover la creación de crechès y escuelas de párvulos. Y téngase en cuenta que en muchas poblaciones, con lo que se gasta en alimentos indigestos para los niños y se paga a la mujer que los cuida o debiera cuidarlos, y con menos, bastaría para que estuvieran perfectamente atendidos si hubiese quien tomara la iniciativa para establecer una crèche en condiciones higiénicas. Pero cuando no hay quien tome esta iniciativa, es decir, en la mayor parte de los casos, siguen los pobres niños de pecho y párvulos almacenados de la manera más absurda e inhumana.

En los campos.- El niño del campo, si es robusto, es menos infeliz; porque, aun cuando coma muy mal y vaya descalzo y casi desnudo, tiene aire puro, y luz y libertad, aparte de la escuela, que no suele frecuentar mucho. Si no es robusto sucumbe, y será su menor desdicha, o estará enfermo toda la vida, porque al principio de ella se vio en condiciones de amparo que le probaron más allá de sus fuerzas, y en vez de ejercitarlas y desarrollarlas las agotó para siempre. Si es fuerte disfruta de las ventajas indicadas, siendo menos infeliz en la niñez; pero, en cambio, la falta de instrucción y de educación tienen graves inconvenientes para el resto de su vida. Guardando las vacas, los cerdos o las cabras, cogiendo hierba, frutos o leña, sólo muchas o las más de las veces se embrutece, y cuando llega a la mayor edad, si no tiene cualidades excepcionales de inteligencia, es el hombre rudo sobre quien recaen los trabajos penosos y poco retribuídos, ocupando siempre el puesto en que hay más que sufrir y menos que ganar: esta especie de vegetación solitaria de los primeros años que pasa con la Naturaleza, que para él, ciego intelectual, no tiene bellezas ni lecciones, embota en vez de desarrollar sus facultades, lo cual es cierto y hasta visible, siendo más inteligente la fisonomía del niño que la del hombre: este mal, común a todos los que no reciben instrucción ni educación, se gradúa más en los campesinos y en los marineros.

En la mar.- El niño en la mar, en la playa, o en el puerto, tiene, como el de los campos, la ventaja de respirar aire puro, al menos durante el día, porque de noche no es raro que se albergue en un tugurio infecto. Tiene también de común con el campesino la falta de cultura, aun mayor porque va menos a la escuela y no puede adquirir instrucción alguna en la sociedad con hombres tan rudos como suelen ser los de mar, en particular los pescadores. El marinero que viaja y ve mundo, algo aprende; pero el pescador sólo ve su lancha, su barquilla, no sabe más que de su pesca, y de eso poco, haciéndolo todo por costumbre y por rutina. Aunque está en una población de importancia y relativamente culta, forma una clase aparte; casi una casta menos instruida que ninguna otra; sociedad, no la tiene más que con sus camaradas, tan rudos como él; la Naturaleza le enseña tan poco como al campesino; y como para él se reduce al mar que impone, que a veces aterra, el temor y la ignorancia combinados suelen hacerle supersticioso. Estos son los maestros que tiene el niño, bajo el punto de vista intelectual, y que moralmente dejan también bastante que desear, enseñándole prácticamente cómo se malgasta en la taberna lo que haría falta para la familia, y se maltrata ésta bajo la influencia del alcohol. Por causas apuntadas en otro lugar, en la casa del pescador hay poco orden y mucha miseria; todo lo cual hace que en ella la suerte del niño sea muy infeliz. El marinero suele ser menos rudo, teniendo además la ventaja, en la mayor parte de los casos, de un sueldo fijo, en vez de los recursos inciertos del pescador, todo lo cual redunda en provecho del niño; pero, en cambio, las largas ausencias de su padre le dejan en una semiorfandad perjudicialísima.

Al principio de este párrafo hemos escrito en la mar. ¿Por ventura el niño se embarca? ¿En qué condiciones? ¿A qué edad? Todo esto varía mucho, y depende de la costumbre y de las circunstancias, porque ni ley, ni autoridad, ni asociación alguna protegen al inocente contra la miseria o la brutalidad de los padres, que lo exponen, tan débil, a luchar con las inclemencias del tiempo y los peligros del mar. A veces el niño no sale del puerto o de la playa, y ayuda desde ella a los pescadores, cuidando la lancha, las redes, etc.; pero otras se le embarca, aunque la costa sea brava y el tiempo malo, sin limitación de edad ni de ninguna otra clase.

Don Francisco García Solá,32 en su Memoria sobre la industria y la legislación de pesca, refiere «que a las cuatro de la madrugada del 14 de Marzo de 1876 apareció ahogado en la rada de Llausa un niño de ¡TRES AÑOS!, que sus parientes llevaban a pescar para que fuera acostumbrándose a la vida del mar».

Al juez que levantó el cadáver de la inocente víctima no le ocurriría siquiera exigir responsabilidad criminal a sus verdugos. Verdad es que no lo eran sólo sus parientes, sino los compañeros, los vecinos, la sociedad toda sin conciencia y sin entrañas, que mira impasible cómo se lleva a las tiernas criaturas para que luchen con los elementos cuando apenas pueden sostenerse en pie y no tienen que oponer a la borrasca más que el llanto ahogado por el huracán, y los débiles bracitos que levantan implorando, en vano, piedad de una sociedad impía.

Mendigando.- En todos los pueblos de España, con raras y honrosas excepciones, se ven niños que mendigan, excitando en las personas compasivas y razonables los sentimientos más diversos y encontrados. Su desdicha da lástima, su abandono irrita, su mentira, su malicia precoz, su abyección, su truhanería repugnan. ¿No darle? ¡Si el pobre tendrá hambre y tendrá frío! ¿Darle? Se fomentan sus malos hábitos de vagancia, de mentira, de ocio; se contribuye a perderle moral y acaso materialmente. ¿Qué hará, pues, el que pasa? No puede hacer nada bueno si pasa, porque era necesario no pasar, sino detenerse para socorrer aquella desdicha y salvar aquella moralidad.

Hemos dicho que en todos los pueblos se ven niños mendigando, a los que hay que añadir un número aún mayor que mendiga por caminos y veredas, sin respetar siempre los frutos colindantes y las ropas tendidas. Es muy común que anden en familia, con padre o madre o con entrambos, aptos para trabajar, porque consideran más cómodo el oficio de mendigos: ya llevan los morrales a cuestas, ya tienen un borriquillo cargado con su equipaje y provisiones. Es frecuente ver cuadros como el siguiente: el burro pasta orilla del camino o se entra por la mies, el hombre y la mujer, sentados a la sombra de un árbol, hablan y fuman, uno o los dos, según las provincias, y los hijos salen destacados, a derecha o izquierda, a pedir y a veces a tomar. Cuando esto se ve, cuando esto se tolera uno y otro día, uno y otro año, y no subleva la razón y la conciencia, conciencia y razón deben estar bien mortecinas para no protestar contra tanto pícaro ocioso que vive a costa de los honrados trabajadores, multiplicándose en hijos a quienes deja por herencia la holgazanería, la mentira y todo género de abyecciones.

Además de mendigar con los hijos propios, se mendiga también con los ajenos, alquilados o expósitos, que, infringiendo las leyes, están en poder de quien los envilece y sacrifica: en estos casos, la suerte de los niños es horrible; ya los exponen en la más tierna edad y en la mayor desnudez a la intemperie para excitar la compasión, ya los castigan cruelmente cuando vuelven a casa sin la cantidad exigida, que han de llevar como minimum. ¿Qué mucho que para evitar los golpes, si no se la dan la tomen, y empiecen a hurtar por necesidad, fatalmente, puede decirse?

«Vamos a reseñar un caso que nos ocurrió en uno de los días del pasado Diciembre -escribía D. Julio Cardín Zapata,-33 para que se vea hasta qué punto es escandaloso y criminal el hecho que denunciamos. Acercóse a nosotros un hombre como de unos cuarenta años de edad, ágil y vigoroso, que pidiendo limosna por amor de Dios nos mostraba un pequeño que llevaba en brazos, mal cubierto por un viejo mantón, y el que decía tenía que alimentar por encontrarse su madre enferma.

»El niño, según él decía, contaba seis días de nacido, y ciertamente no revelaba más edad la inocente criatura, cuya existencia exponía, arrancándolo en un día tan frío al calorcito del pecho materno, para él tan preciso, sólo con el criminal propósito de que sirviera de incentivo a la compasión de los demás.

»No pudo menos de movernos a indignación aquel hombre, que, al oír las preguntas e increpaciones que le hacíamos por la mala acción que estaba cometiendo, lanzó una grosera interjección, acompañada de una burlona carcajada, siguiendo su camino a obtener de otros lo que en aquel momento le negábamos a él, no al niño, a quien de buena gana hubiéramos arrancado de sus brazos para que compartiera con los nuestros el alimento que los proporcionábamos con nuestro trabajo.

»Al ver cerca de nosotros un agente de la autoridad lo hicimos notar lo que ocurría, invitándola a que aquel hombre fuese llevado ante el gobernador civil de la provincia, para que allí se depurara lo que hubiera de verdad en aquello, y de todos modos librar a aquel inocente de una muerte segura. El citado agente debía creer sin duda que no estaba obligado a tanto, y se limitó a volvernos la espalda sin atender nuestra advertencia.»

Como este cuadro, o parecidos a él, hay cientos, hay miles, fotografías de un pueblo sin entrañas o sin buen sentido, que sacrifica a los inocentes auxiliando a sus verdugos, y cuyas autoridades autorizan toda especie de atentados mientras no se dirijan más que contra la justicia y la humanidad. ¿Fotografía hemos dicho? -No, La fiel copia del cuadro es todavía peor, porque suele faltarle la protesta de la razón y de la conciencia representada por el Sr. Zapata.

En el trabajo.- Si el niño desatendido en casa, mortificado en la escuela, vagando en plazas y calles, caminos y paseos, por guía el mal ejemplo y por maestra la ociosidad, revela falta de sentido moral y razonable cálculo en el país donde tal acontece, trabajando en condiciones pésimas y más allá de su fuerzas, mueve a piedad o indignación por la injusticia con que se le oprime y la dureza cruel con que se le sacrifica. ¿Y no hay ley ni asociación alguna que lo patrocine y ampare? Sí, hay una asociación que no prospera y una ley que no se cumple. Como es breve, vamos a copiarla:

«Las Cortes Constituyentes, en uso de su soberanía, decretan y sancionan la siguiente ley:

»Artículo 1.º Los niños y niñas menores de diez años no serán admitidos al trabajo en ninguna fábrica, taller, fundición o mina.

»Art. 2.º No excederá de cinco horas cada día, en cualquier estación del año, el trabajo de los niños menores de trece años ni el de las niñas menores de catorce.

»Art. 3.º Tampoco excederá de ocho horas el trabajo de los jóvenes de trece a quince años, ni de las jóvenes de catorce a diez y siete.

»Art. 4.º No trabajarán de noche los jóvenes menores de quince años ni las jóvenes menores de diez y siete en los establecimientos en que se emplean motores hidráulicos o de vapor. Para los efectos de esta ley, la noche empieza a contarse desde las ocho y media.

»Art. 5.º Los establecimientos de que habla el art. 1.º, situados a más de 4 kilómetros de lugar poblado, y en los cuales se hallen trabajando permanentemente más de 80 obreros y obreras menores de diez y siete años, tendrán obligación de sostener un establecimiento de instrucción primaria, cuyos gastos serán indemnizados por el Estado. En él pueden ingresar los trabajadores adultos y sus hijos menores de nueve años.

»Es obligatoria la asistencia a esta escuela, durante tres horas por lo menos, para todos los niños comprendidos entre los nueve y trece años, y para las niñas de nueve a catorce.

»Art. 6.º También están obligados estos establecimientos a tener un botiquín y a celebrar contratos de asistencia con un médico-cirujano cuyo punto de residencia no exceda de 10 kilómetros, para atender a los accidentes desgraciados que por efecto del trabajo puedan ocurrir.

»Art. 7.º La falta de cumplimiento a cualquiera de las disposiciones anteriores será castigada con una multa de 125 a 1.250 pesetas.

»Art. 8.º Jurados mixtos de obreros, fabricantes, maestros de escuela y médicos, bajo la presidencia del juez municipal, cuidarán de la observancia de esta ley y de su reglamento en la forma que en él se determine, sin perjuicio de la inspección que a las autoridades y ministerio fiscal compete en nombre del Estado.

»Art. 9.º Promulgada esta ley, no se construirá ninguno de los establecimientos de que habla el art. 1.º sin que los planos se hayan previamente sometido al examen de un Jurado mixto, y hayan obtenido la aprobación de éste respecto sólo a las precauciones indispensables de higiene y seguridad de los obreros.

»Art. 10. En todos los establecimientos mencionados en el art. 1.º se fijará la presente ley y los reglamentos que se deriven.

»Art. 11. El Ministerio de Fomento queda encargado de la ejecución de la presente ley.

»Artículo transitorio. Ínterin se establecen los Jurados mixtos, corresponde a los jueces municipales la inmediata inspección de los establecimientos industriales objeto de esta ley.

»Lo tendrá entendido el Poder Ejecutivo para su impresión, publicación y cumplimiento.

»Palacio de las Cortes, veinticuatro de Julio de mil ochocientos setenta y tres.- RAFAEL CERVERA, Vicepresidente.- EDUARDO CAGIGAL, Diputado-Secretario.- LUIS F. BENÍTEZ DE LUGO, Diputado-Secretario.- R. BARTOLOMÉ Y SANTAMARÍA, Diputado-Secretario

Honra fue esta ley, si no por su perfección, por su tendencia, de los que la promulgaron, y vergüenza del país en que se ha pisado y pisa de la manera más escandalosa e inhumana. Decimos el país, porque no es un partido u otro, una época azarosa o atribulada, sino que todos los poderes y autoridades de todas las parcialidades políticas y en todas circunstancias han coincidido en prescindir por completo de la ley que dejamos copiada: ni aun por fórmula se menciona entre las que hay que cumplimentar, o hacer como que se cumplen; tan cierto es que las buenas leyes son letra muerta donde no vive el sentimiento y la idea clara de la justicia.

El aprendizaje suele ser para el niño un via crucis, porque sus padres, en regla general, no saben, no pueden o no quieren protegerle contra la tiranía del maestro, de los oficiales, de cualquiera; y el pobre aprendiz parece que no es prójimo de nadie, según todos le maltratan de palabra y aun de obra, siendo, como suele decirse, el rigor de las desdichas. Por lo común, cuando se pregunta cómo se porta un aprendiz, la contestación es: mal. ¿Le calumnian? En parte sí, y en parte no: predispuesto por la mala escuela, la mala vecindad, los malos ejemplos de la calle, tal vez de la familia, el aprendiz está en una edad crítica en que se inician o desarrollan energías perturbadoras si la razón no las contiene, y la razón es débil aún: de aquí la crisis, que dura más o menos tiempo, que es más o menos peligrosa, en que sucumbe la moralidad de muchos, siendo de admirar para el que bien observa, no los que se pierden, sino los que se salvan.

En esa edad crítica que se atrasa o se adelanta, pero que existe siempre más o menos acentuada, los muchachos son peores que los hombres, y entonces el aprendiz sale al taller, a la fábrica a trabajar, de uno u otro modo, mal por lo común, en malas condiciones material y moralmente, sin hallar apoyo, ni guía, ni benevolencia, cuando tanto necesitaba auxilio, freno y amor. Los que contribuyen a pervertirlo dicen que es perverso, y suele ser, en efecto, maligno, hasta que se corrige al solo y propio impulso y fuerza interna de la naturaleza humana, que propende al bien en cierta medida.

De todas estas circunstancias psicológicas y sociales, internas y externas, resulta que el trabajador principiante, sin protector ni guía, es oprimido y maltratado abusando de su debilidad y echándole en cara sus faltas los mismos que contribuyen a que las cometa, y las convierten en derechos para mortificarle.

«El aprendiz es casi siempre una débil planta que se marchita y agosta en la mitad de su carrera -dice D. Manuel Gil Maestre.-34 Si su corta edad le permitiese reflexión, si pudiese traspasar las sombras que ocultan el porvenir, vería llegar con terror el día en que sus padres, compelidos por la miseria, arrancándolo de sus infantiles juegos, le conducen al para él inmenso edificio donde el ruido de la maquinaria lo aturde, el humo de la chimenea le ennegrece, el brazo del celador le impone silencio, los átomos del algodón saturan la atmósfera, los miasmas deletéreos atacan los pulmones, la luz artificial debilita la vista, y las ruedas, los correajes, los hornos, comprometen la existencia.

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»La fábrica puede decirse que devora al niño. Al cabo de algún tiempo de penetrar en ella, con raras excepciones, ya no es el mismo, física y moralmente. El aire impuro, la atmósfera viciada que en casi todas se respira, el calor sofocante que durante largas horas lo agobia, el especial movimiento que tiene que hacer, las posiciones violentas que ha de tomar para ciertas operaciones, la humedad que reina en el departamento del tinte, las nubes de vapor que le envuelven en el de aprestos, la viva luz que en la fundición irradia de los metales; todas estas causas, obrando más o menos lentamente sobre su naturaleza, sobre su economía, la perturban, la debilitan, hieren ciertas vísceras importantes, y pocas veces dejan de acortar su existencia»

Siempre que la industria los necesita, la miseria le ofrece niños para que si quiere, y suele querer con frecuencia, los agote y desmoralice. De estos niños desmoralizados y agotados salen generaciones de hombres débiles física y moralmente, que no suelen ser aptos para servir en las filas del ejército, pero van a engrosar las de la miseria, el vicio y el crimen. Estas criaturas, desnaturalizadas por una sociedad corruptora y un trabajo patológico, producen en el ánimo impresiones tan extrañas como lo es con frecuencia su precocidad maliciosa o perversa, y su inmerecida desventura; ya repugna ver los que beben, fuman, blasfeman y hablan obscenamente como los hombres más pervertidos; ya causa profunda compasión oír sus voces lastimeras a las altas horas de una noche de invierno, con escaso abrigo, tal vez descalzos; y cuando los hombres descansan, y los niños, que necesitan dormir tanto, duermen profundamente, ellos, pobres criaturas, andan por calles y plazas dando la hora al maestro. Hemos dicho con voces lastimeras porque lo son, y el que las oye desde su mullida cama y no se compadece del pobre gamín, y no comprende que aquello no puede ser justicia, ni definitiva una organización industrial en que entran como elementos enormidades tan inhumanas; el que opina que las cosas están bien así, creemos que no tiene voto en asuntos de razón y de conciencia.

«Si el trabajo en la fábrica es tan fatal al niño cuando asiste a ella durante el día, efectos más perniciosos le produce cuando lo ejecuta durante la noche. El trabajo de noche es una crueldad, pues pocos lo resisten. Así como se distingue el trabajador del campo del obrero de la ciudad, el que gana el sustento al aire libre del que se encierra en la fábrica, así también se diferencian notablemente los que trabajan de noche de los que lo hacen durante el día. Aquéllos revelan su padecimiento físico en la palidez de su semblante, en lo apagado de la mirada, en la falta de viveza, en la debilidad de sus miembros y en su tristeza relativa. Puede decirse que, siendo aún niños, cavan lentamente, pero sin descanso, su sepulcro.

»No dejaremos de citar a uno de ellos, cuyo recuerdo tenemos presente. Le habíamos visto juguetear alegre y lleno de vida al pie de nuestra puerta; lo habíamos visto subir sin cansancio a las cimas más abruptas; le habíamos visto sumergirse en las heladas aguas del torrente. Llevado a una de las fábricas como aprendiz, pasaron algunos años sin que le viésemos, y entonces ya no era aquel niño juguetón y atrevido: era su sombra. ¡Pobre infeliz! Al abrazarnos cariñoso, parecía querer despedirse: traía en la mano un ramo de flores silvestres que nos entregó, mirándonos al mismo tiempo con tanta dulzura cuanta tristeza. Tres días después no pudo levantarse de la cama, Su madre decía llorando que ella le había muerto, pues consintió que trabajara de noche. El niño se fue aniquilando poco a poco; su respiración se hizo más difícil; los latidos del corazón se disminuyeron, se apagó su mirada y en tanto que el ángel de la muerte, agitando las alas, le tendía los brazos el sol del Mediodía penetraba por el balcón a raudales, las verdes praderas esmaltadas de flores llevaban hasta nosotros sus aromas, los corderos balaban en ellas dulcemente, las jóvenes, lavando la ropa en el arroyo, expresaban su amor con sus canciones, y en el alero del tejado multitud de golondrinas picoteaban y aturdían con sus gorjeos. El niño pareció contemplar un momento este cuadro encantador; las últimas lágrimas quisieron brotar de sus ojos; después miró a su madre; después el ángel le estrechó y se desvaneció en el espacio. Aquella infeliz mujer prorrumpió en una exclamación indefinible, desplomándose sobre el cadáver. Los compañeros que habían entrado momentos antes, se arrodillaron, y uno de ellos, acercándose al lecho, cogió la mano del que ya no existía y la llevó a sus labios, cortó un poco de su pelo y lo guardó en el pecho. Era el amigo de su infancia, el compañero que había participado de sus juegos y de sus fatigas. ¡Feliz el que en su humilde esfera pudo encontrar al morir una madre a quien dedicar sa última lágrima, un amigo que llorase sobre sus restos, compañeros que le dedicasen sus oraciones! Ahora descansa cerca del campo donde jugaba y delante de la fábrica donde comenzó su agonía. Un montón de tierra sobre el que algunos rosales esparcen sus hojas desprendidas por las brisas del otoño, es lo único que queda: tal vez sus compañeros le recuerden.»35

Pero el gamín de la fábrica de vidrio es una criatura dichosa si se le compara con el niño minero. No porque se nos acuse de sensiblería, que ninguna acusación injusta puede inspirarnos temor, sino porque no se crea que exageramos por impresionabilidad de mujer, dejaremos la palabra a otro hombre. El Sr. D. José Rocafull dice:

«Pero aún hay otro lugar infinitamente peor donde buscarle (al niño), más falto aún de protección, y sujeto a trabajos superiores a sus débiles fuerzas.

»Allí se perturba su salud y se acorta su vida, haciendo, de niños robustos y saludables, pobres organismos entecos y ruines que, sujetos a perversas condiciones, tanto físicas como morales, no se desarrollan, agostándose en flor la existencia de infinito número de ellos.

»Me refiero a las minas, en cuyos trabajos toma parte bien activa esos desheredados brotes del árbol humano que, combatidos por los elementos, y faltos de savia que los nutra y vivifique, languidecen y se marchitan en número y proporción espantosa.

»Una de las principales fuentes de riqueza de esta región son las minas, cuyo número asciende a una cifra respetable y crecida.

»Muy conocidos son los trabajos que en esta industria se practican; pero quizás no lo sea tanto la parte tan activa que en ellos toman los niños, que, convertidos en bestias de carga o vagones de transporte, conducen el mineral por aquellas lóbregas profundidades desde lo último de las excavaciones y galerías subterráneas hasta la superficie de la tierra, o el lugar de donde se hace la extracción por medio de tornos, malacates o máquinas de vapor.

»Yo los he visto cruzar veloces como sombras por mi lado, con un candil en una mano y una espuerta sobre la espalda, donde, por término medio, conducen cuatro arrobas de mineral.

»Comienzan el trabajo a las cuatro de la mañana, en que los llaman, y desde ese momento no se interrumpe huta la hora del almuerzo, compuesto únicamente de un caldo hecho con agua, aceite, picante y sal, el que sorben a tragos mientras engullen unos bocados de pan.

»Terminado el almuerzo vuelven al trabajo, que es de nuevo interrumpido a las dos de la tarde para hacer la comida, que se compone de un caldo igual al de por la mañana, en que flotan algunos trozos de patata y un poco de arroz o de garbanzos.

»Concluida la comida y renovado el aceite de los candiles, descienden nuevamente a las profundidades de la mina, de donde no salen hasta las siete de la noche, hora en que el capataz o encargado de los trabajadores hace la señal conocida entre los mineros con el denigrante nombre de echar cadena, reminiscencia de época lejana, en la cual sólo trabajaban en las minas los presidiarios y confinados, a quienes colocaban de nuevo la cadena en el momento de terminar el trabajo del día.

»Causa dolor y espanto el presenciar la salida de los trabajadores de la mina, y más principalmente de esos desgraciados niños que en respetable número viven mezclados con los mineros adultos.

»Una penosísima impresión me produjo la primera vez que presencié la salida de esos infelices en una de las minas más importantes de esta provincia.

»Desde que el encargado dio la señal de salida hasta el momento en que los trabajadores llegaron arriba, medió un espacio de cuarenta y siete minutos, que emplearon los mineros en subir la trancada o galería de salida, que no es otra cosa que un lóbrego callejón pedregoso y difícil, lleno de rampas, cuestas y escalones desiguales, por el que difícilmente pueden pasar dos hombres, y en muchos sitios su altura es tan escasa que hay que caminar encorvado y aun a gatas.

»Al llegar al fin de esta jornada de ascensión el cuadro es indescriptible, escuchándose sólo la respiración anhelosa y disneica de los mineros, que rendidos de cansancio y cubiertos de sudor, aguardan un momento para salir a la intemperie y respirar el aire libre.

»Bien fácilmente se comprende las perjudiciales resultas que ha de tener para el desarrollo orgánico de un ser humano el pasar todo el día privado de la acción vivificante y saludable del sol, metido en galerías subterráneas a trescientos y aun más metros de profundidad, respirando un aire viciado en alto grado, enrarecido y abundoso en miasmas y gases deletéreos unas veces, y expuesto a corrientes muy violentas otras, por la comunicación que se establece entre uno y otro pozo de ventilación.

»Pero si esto es perjudicial y altamente insalubre, no lo es menos el cambio brusco de temperatura que experimenta el minero en el momento de salir al exterior.

»En el pequeño período de tiempo, dos o tres minutos a lo sumo, que aguardan los trabajadores en el reducido espacio de la boca de la mina para salir al aire libre, resuena un discordante concierto de toses, producidas por la fatiga natural de la jornada de salida, la diferencia de temperatura, impresión del aire frío en aquellos cuerpos jadeantes y sudorosos, que al propio tiempo están envueltos en una atmósfera malsana o irrespirable, producida por el humo de los candiles y las emanaciones propias del hacinamiento de personas desaseadas en reducido espacio de terreno.

»Una vez terminado el trabajo, a las siete de la noche, toman su tercera y última comida del día, compuesta de un caldo idéntico al de por la mañana, retirándose luego a una gran habitación, barraca o cuadra, donde tienen las impropiamente llamadas camas.

»Allí, sobre el duro suelo, teniendo como único colchón un pequeño saco de paja, y por todo abrigo los jirones de una vieja raída manta, duermen, rendidos y entremezclados los niños y los hombres, tomando parte los primeros en las poco edificantes conversaciones y dicharachos de los segundos, cosa reprobada por la moral, como engendradora de vicios y perturbaciones graves.

»Las formas groseras, las palabras soeces, las blasfemias y dichos indecentes, son los que de continuo escuchan los niños en aquel local, donde al par destrozan su moral y debilitan su organismo físico.

»De todo esto se deduce fácilmente lo perjudicial y nocivo que para la salud de los niños y para su progreso o desarrollo intelectual es esta clase de trabajos; y, sin embargo, muchas madres corren presurosas a entregar a sus hijos apenas tienen ocho o nueve años, ansiando recoger al fin de cada varada el mísero jornal de una peseta que, a cambio de su prosperidad y de su vida, diariamente perciben los niños.

»Los trabajos estadísticos son, por desgracia, muy incompletos en este asunto, no pudiendo servir como guía seguro de ningún cálculo; pero, sin embargo, está probado que los trabajos mineros acortan la vida, producen enfermedades y dañan de un modo positivo y seguro la salud de los niños, oponiéndose a su desarrollo y engendrando gérmenes nocivos a su organismo, que en un día no lejano determinan muy perjudiciales resultados.»36

Así se sacrifican lentamente miles de niños sin que nadie ponga remedio ni correctivo, sin que las voces que protestan hallen eco, y el país donde esto sucede dicen que es digno de mejor suerte. No. La del pueblo español, muy desdichada, es muy merecida: las lágrimas de los niños que inmola caen sobre él convertidas en humillaciones y dolores.

Se rodea al asesino de precauciones, por cierto muy caras, para que no se haga peor.37 ¿Y se dejará al pobre niño expuesto a toda clase de contagios morales? La Administración tiene dependencias y empleados para sanear el vicio, y deja que la inocencia enferme en trabajos malsanos: para los hombres corrompidos, sección de higiene; para los niños puros, ni higiene, ni humanidad, ni conciencia.

Se deja al interés mal entendido que en su carrera de campanario atropelle la inocencia de los niños como tantas otras cosas. ¿Quién se los quitará para que no los sacrifique? ¿Cuándo cesará ese inmenso infanticidio que comete la sociedad en centenares, en miles de criaturas, que si no mueren (y mueren muchos) bajo el peso de un trabajo excesivo, viven enfermos, padeciendo, que es peor que morir, y en muchos casos sucumben moralmente porque pierden la virtud, arrebatada, puede decirse, por fuerza mayor? ¿Cuándo dejará de mirarse al niño como una máquina barata, en vez de considerarlo como un ser sensible que sufre, una persona con derechos, y una moralidad en el momento crítico en que puede fortificarse o pervertirse? ¡Cuándo! ¿Quién sabe?

En todos los pueblos cultos ha empezado la redención de la infancia, en alguno está redimida ya; en España no hay indicios de que cese el multiforme y cruel cautiverio de los niños.

En la casa de Beneficencia.- Vamos a hablar en general. Puede haber y hay alguna excepción; pero la regla es que los establecimientos benéficos no corresponden a su nombre en la inmensa mayoría de los casos, y en no pocos podrían llamarse casas de maleficencia.

Desde que la caridad oficial recibe al niño en el torno hasta que mozo le deja en libertad, y puede decirse en abandono, atenido a sus propios recursos para que se gane la vida, el camino que en ella recorre el expósito es un verdadero via crucis, en que lucha con todo género de malas influencias físicas, morales e intelectuales. ¡Qué mucho que mueran tantos, que tantos vivan endebles y enfermizos, que tantos se desmoralicen, y que tan pocos adquieran una regular instrucción literaria o industrial! Cuando mama, el ama mal pagada, a veces ni mal ni bien, nunca vigilada como debiera, de su buen instinto, de sus tiernos afectos, de su desinterés y abnegación depende la suerte de la infeliz criatura que amamanta. Se sabe por los periódicos que hay una huelga de amas de tal o cual Inclusa, y la noticia no espanta, no estremece, no conmueve, no interesa siquiera, a juzgar por la impasibilidad con que se recibe, y hasta por el modo de darla. ¡Una huelga de amas! Es decir, centenares de niños que en un día o en una hora dada se abandonan por las que los amamantan, imposibles de sustituir, y van a morirse de hambre; y esto se publica, y los hombres lo leen y continúan fumando tranquilamente su cigarro, y las mujeres haciendo labor o no haciendo nada, y las madres... parece cosa de dudar si hay madres en un país en que no claman a Dios y piden cuenta a los hombres de los horrores de que son víctimas los niños en las casas de Beneficencia.

Y nótese que las huelgas de las amas, que amenazan de muerte a los pobres niños, son de un género especial, no sólo por sus consecuencias, sino por su origen. Esta huelga no pide disminución de trabajo, ni aumento de salario, sino el pago de éste, que, con ser tan mezquino y deuda tan sagrada, no se paga. A las amas se les adeudan a veces seis, doce, veinte meses, y dicho sea en honor de las mujeres campesinas, a pesar de que aquel dinero ganado con las sustancias de su vida lo necesitan para comer ellas y sus hijos, es raro que abandonen ni aun que amenacen abandonar al pobre expósito. ¡Cuánta bondad, cuánto desinterés, cuánta abnegación hay a veces en estas mujeres que tienen amor de madres para los míseros que no saben quién es la suya, que no la pueden amar ni bendecir, que tienen disculpa si la maldicen!... ¡Qué situación y qué desdicha, y qué pueblo el que no se apiada de ella, y no dispensa al expósito una protección especial, como lo es su desventura! Y no se la dispensa, y su bien o su mal depende de las cualidades del ama que le cría; y como ésta se halla las más de las veces en circunstancias desfavorables, y necesita hacer por él continuos sacrificios que nadie aprecia ni premia, resulta que, por lo común, éste padece mucho, porque la abnegación no puede ser la base de una obra que apela al interés, ni de ninguna cuando en ella han de tomar parte activa tantos miles de personas que no tienen, ni a quienes se puede pedir vocación especial.

Los padecimientos del expósito se aumentan hasta determinar su muerte, o enfermedades que le duran toda la vida si se expone lejos y es conducido con descuido o con verdadera inhumanidad a la Inclusa, o permanece en ella mucho tiempo mamando de un ama que tiene poca leche, o no la bastante para dos o tres niños, o se la da humorosa y contaminada: todo esto acontece con deplorable y no deplorada frecuencia.

Hemos dicho que el camino de la vida del expósito es un via crucis, en que pasados los primeros años le acompañan muchos miles de desdichados que dejó huérfanos la muerte o el delito, o cuyos padres no pueden o no quieren mantenerlos, o que por su mala índole se realiza en ellos la amenaza frecuente de te voy a llevar al Hospicio. No hay clasificación ni orden y se admiten los que caben; más si hay empeños, menos si se quiere hacer economías, y siempre en número insignificante comparado al de mendigos, vagos, rateros y de mil modos material o moralmente desamparados, maltratados o pervertidos por sus padres, necesitaban socorro, protección, guía, defensa.

En los hospicios o asilos la comida es mala, la limpieza poca, el trato duro, la instrucción literaria casi nula, la industrial imperfectísima: y consecuencia de todo esto, y de que los empleados no suelen tener la menor idea de su misión, o no quieren cumplirla, la atmósfera material, moral e intelectual que rodea al asilado es propia para debilitar su cuerpo y pervertir su alma. Repetimos que puede haber y hay excepciones; pero ésta es la regla.

Y cuando decimos excepciones, no se ha de entender sólo en sentido del bien, sino igualmente del mal, que, por desgracia y por vergüenza, las hay. Aunque parezca imposible que en casas llamadas benéficas y en pueblos llamados cristianos y cultos el nivel de la humanidad y de la justicia no llegue siquiera al que hemos indicado, es lo cierto que aún desciende.

En La Voz de la Caridad correspondiente al 15 de Julio de 1883, y en un artículo con el epígrafe ¿Dónde estamos y qué somos?, se leen las noticias y los comentarios que copiamos a continuación:

* * *

«... existe un asilo para los niños huérfanos y abandonados; pero puede juzgarse de la situación del mismo sabiendo que los asilados tienen que acostarse sin cenar. Al hambre se junta el olvido de los preceptos higiénicos por falta de recursos, y los niños no se bañan, ni salen del establecimiento hace dos años por carecer de calzado y de ropa; y allí, encerrados, sin trajes ni alimentos, reducidos al techo que les presta la caridad, padecen numerosas enfermedades, y hasta se han presentado casos de sarna por no remudarse la paja de los jergones.

»Y para que la responsabilidad del Cuerpo provincial sea mayor, debemos añadir que, en tanto abandona así a los infelices acogidos, alegando la falta de recursos para mejorar la situación de los mismos, gasta 9.000 duros en impresión de listas para las elecciones provinciales, pagando rumbosamente a razón de quince duros pliego, y se gasta un millón en alquilar y arreglar la casa Audiencia.

»Pero si las dependencias del Cuerpo provincial se hallan desatendidas, las del Municipio no están mejor cuidadas: en el Hospital no se mudan las camas; para la Beneficencia domiciliaria no hay medicinas, aunque sí veintiocho médicos en los distritos, y el abandono en que se encuentra el vecindario ha podido contribuir a que la viruela y el tifus se presenten en condiciones alarmantes.....

»¿Dónde sucederán todas estas cosas? Sin duda en al interior del África, o entre las tribus que no han tomado de la civilización más que el aguardiente y la pólvora; o allá en el extremo Oriente, en pueblos cuya civilización decrépita, religión poco humana y fecundidad lamentable llevan periódicamente la miseria y la desolación a los campos cubiertos de hombres y mujeres que el hambre devora, de enfermos que nadie auxilia y de niños abandonados que lloran, lloran, lloran hasta que seca sus lágrimas la mano de la muerte. Allí acontecerán todas esas desventuras, y aun con la propensión a sentir poco los que están muy lejos, todavía conmueven el ánimo hondamente: ¡tan grandes son y dignas de lástima!

»¡Ay! Llorémoslas como próximas y tocándolas muy de cerca, porque entre nosotros están esos míseros cuyas llagas no se pueden curar por falta de medios, esas criaturas que no podrán dormir el sueño de la inocencia desolados por el hambre y por las enfermedades, reclusos de la miseria que los condena a prolongada prisión.

»Señor Director del encierro que llaman asilo, tenga usted un arranque digno de hombre de corazón y de conciencia; salga usted en medio del día y por los parajes más públicos con esos niños hambrientos, haraposos y desnudos; paséelos usted por la ciudad; que Málaga los vea, y se estremezca y se abochorne; sí, que los vea; porque no se comprende que, viéndolos, no se impresionen sus hombres y no lloren sus mujeres. Sáquelos usted de esa cárcel, para que se sepa, para que sepan todos cómo están en ella; porque no es posible que sabiéndolo los hombres que tienen conciencia, y las madres que tienen hijos, y cualquiera que tenga entrañas, dejen de conmoverse ante las lágrimas de esos inocentes, que caerán como una maldición sobre el pueblo que no las enjuga. Sáquelos usted, y llévelos por las casas de los individuos de la Corporación que así los tiene, y párelos delante del lujoso local donde se administra justicia, no a pedirla, sino para que tal vez algún juez se aproxime a ella, al juzgar a los hombres que de niños fueron tratados como esos huérfanos y pudieron sobrevivir a tanta crueldad. Sáquelos usted, porque escrito está que el escóndalo es a veces necesario, y que ¡ay de aquel por quien viene!, y no tema darle, porque los mejores dirán que mereció usted bien de los que sufren y de los que compadecen, y el pueblo volverá en sí y hará lo que debe: no ha de querer que la que se llamó hasta aquí Málaga la bella, de hoy en adelante se llame Málaga la cruel

En Mayo de 1885 escribe El Clamor de Baeza: «La situación en que se halla la Casa de Expósitos de esta ciudad no puede ser más triste. A consecuencia de adeudarse 27 mensualidades a las amas externas y 14 a las internas, no hay quien quiera lactar a aquellos pobres niños, de los cuales solamente 10 han sobrevivido. Se ha dado caso de morir tres de ellos en un día. Esta época recuerda otra en el año 67, en que se dio el caso horrible de morir de hambre en el mismo establecimiento 28 niños, algunos hasta con los dedos comidos

El periódico que inserta la noticia no hace comentarios, ni su proceder (que no es excepcional) los necesita. Una razón puede haber para hacer pocos, y es la de que falten palabras para expresar el dolor, la indignación, la vergüenza, lo que causa perversión tan inhumana. Hablábamos de sustituir en Málaga el calificativo de bella por el de cruel, a que con igual título puede aspirar Baeza; y como habrá otros pueblos en el mismo caso, que si se abriera una información verdad resultarían ser muchos, y como la opinión los ignora debiendo saberlos, o los sabe como si los ignorase, resulta que puede decirse, no cruel éste o el otro pueblo, sino la cruel España.

Un periódico de mucha circulación, El Liberal, publicaba el siguiente comunicado:

«En un rincón de la clínica, rodeado de jóvenes e ilustrados alumnos y bajo la sabia tutela de un inteligente profesor, he visto el sábado por la mañana inmóvil, exánime, ininteligente y en gravísimo estado, una infeliz criatura.

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»Volvamos empero a la cama donde yace el desgraciado enfermito. El catedrático ha diagnosticado una meningitis, palabra que seguramente hará temblar a más de una buena madre.

»La desgraciada criatura a que aludimos quizá no la conoció jamás, pues procedía de un asilo cuyo solo nombre sirve de correctivo a muchachos rebeldes; asilo que todos los madrileños miramos con dolor,38 pues no pueden verse sus extensas cuadras y sus espaciosas dependencias, pobladas de una multitud de desgraciados e inocentes huérfanos, sin que acudan copiosamente las lágrimas a los ojos.

»Rige aquel instituto, en nombre de la provincia, una al parecer celosa Diputación; debe velar por la salud y educación de tanto desvalido un personal inteligente, rebosando amor hacia esos hombres del porvenir, y, sin embargo, ha habido una persona (la pluma se resiste a escribirlo), ha habido un monstruo de crueldad que dura y terriblemente maltrató al pobre niño del hospital, quizá porque el llanto o los gritos debidos a los albores de la gravísima enfermedad que hoy lo aqueja interrumpían el silencio reglamentario o simplemente molestaban al verdugo. Tal es, al menos, lo que puede suponerse provocara tan brutales golpes, ocasionados, sin duda, con la hebilla de una fuerte correa, a juzgar por varias heridas que existen en diferentes partes del cuerpo, especialmente en las piernecillas.

»Tiene unos ocho años; entró el día 12 (esto se escribía el 16) en la clínica, y desde entonces no ha recobrado el conocimiento. Tan sólo al ser curado por los dignos alumnos internos exclama: «¡AY! ¡MADRE!» esa frase del corazón que equivale a un poema y que nos hizo llorar (no tengo vergüenza en decirlo) a todos los que por desgracia hemos perdido la nuestra. Si Juan (que así se llama el niño) no la conoció, ¡qué grande es ese ¡ay! del alma, y cuán dolorosas consideraciones inspira!

»Habrán de perdonar los lectores lo desordenado de estos renglones; pero se trata de un hecho gravísimo, y en tales casos, ante un peligro próximo, débese acudir sin vacilaciones a agitar esa gran campana de auxilio y alarma de las naciones cultas, llamada prensa periódica.

»Nos consta que el profesor de la sala elevará su denuncia a la Superioridad, lo cual habla muy en favor de la nobleza de sus sentimientos; es de esperar que un expediente, esta vez rapidísimo, se forme, y se castigue con la mayor severidad a esos guardianes de mala ley, que por las muestras parecen capataces de presidios españoles.

»Sean, pues, estas líneas una solemne denuncia del hecho a ese tribunal inapelable formado por la opinión pública. Ya en estas columnas se ha defendido al niño abandonado; pidamos hoy protección también para ese otro infeliz niño asilado

La Voz de la Caridad decía a propósito de este crimen, entre otras cosas:

«Si los hombres han llorado al ver este cuadro, ¿las mujeres podemos pensar en él sin lágrimas? Lágrimas que hoy caerán sobre un sepulcro, porque Juan descansará ya en la inmensa tumba de la fosa común. ¡La terrible enfermedad llamada Herodes de los niños no le habrá perdonado, y cubrirá la tierra su cuerpo, con las heridas, aún no cicatrizadas, que recibió en la casa de Beneficencia! Lloramos, ¿y cómo no llorar pensando en tan desdichada inocente criatura? ¿Pero es su muerte la que debe afligirnos? ¿No ha sido mejor para él ir al campo santo que volver al Hospicio? ¿No le vale más yacer en los brazos de la muerte que estar en manos de su verdugo? ¿Y quién es su verdugo? El que inmediatamente ha desgarrado las carnes de su cuerpecito, se llamará con un nombre cualquiera; un nombre abominable que las personas honradas pronunciarán con horror; un nombre que autoriza a sus hijos para no llevarle, aunque no debe tener hijos él, y será mejor que no los tenga. Pero los animales cuya mordedura es venenosa necesitan para vivir y morder ciertas condiciones exteriores; los perversos también están en armonía con el medio social donde ejercitan su maldad. ¿Es posible que en una casa que esté como debe estar un establecimiento benéfico, se maltrate a un niño del modo que lo ha sido el que en la clínica llamaba a su madre? Al menos allí no la llamó en vano, porque le respondieron con lágrimas; también la llamaría cuando le azotaban con cuero y hierro, menos duro que el corazón del que lo hería sin piedad; pero su voz dolorida no encontró eco. Es un monstruo, se dirá. ¡Oh! Peor que un monstruo, es un régimen; porque, aléguese lo que se alegue, y pruébese lo que se pruebe, jamás creeremos, ni creerá nadie que entienda de estas cosas, que pueda llegarse a tanta crueldad sin un sistema de dureza. No: en una casa verdaderamente benéfica, donde se trata a los niños con la debida (necesaria) dulzura, no puede haber una fiera como la que execramos; no puede ocurrir ni la idea de hacer lo que se ha hecho; y si por locura o arrebato se hiciera, habría sido llevado al manicomio o a los tribunales tan pronto o antes de que su víctima entrase en el hospital.

«A los tribunales decimos; nada de expediente, que saben todos cómo se cubre. El señor juez del Hospicio tiene ocasión de desplegar un celo que aplaudirán todos los que tengan entrañas, y la Sociedad Protectora de los Niños puede prestarles el mayor servicio que hasta aquí les ha hecho: lo rogamos encarecidamente que se muestre parte, y que acuse al que ha martirizado al niño enfermo. Juan es un individuo y una clase; en él se violó el sagrado de la desgracia y de la inocencia; en él las defenderán pidiendo justicia. No basta compadecer, indignarse, clamar un momento; no, es preciso promover el proceso, seguirle con inteligencia, con perseverancia, con energía, porque podría suceder que hubiese mucho interés y muchos medios de ocultar la verdad.»

Y los hubo, y la verdad se ocultó; se cubrió la causa como si fuera expediente, y el joven caritativo39 que había denunciado al público el crimen se encontró solo ante el Juzgado, donde se le trató con dureza hostil como si fuese un calumniador, y aun pudo temer que como tal se le juzgara; nadie se volvió a ocupar del asunto, y quedó establecido, con los hechos, que en las casas de beneficencia se puede martirizar impunemente a los acogidos.

En la prisión.- Los niños pueden estar y están en las prisiones como hijos de presos o penados, como acusados o delincuentes, y como inocentes que la fuerza pública lleva a la cárcel contra justicia, contra ley y contra humanidad.

Hijos de presos, como sus madres son pobres; como las causas se prolongan, se eternizan; como los locales carecen de condiciones higiénicas, y la comida es mala, y los carceleros no son muchas veces mejores que la comida, y las autoridades en vez de velar duermen, y la opinión pública no despierta, y no hay asociaciones caritativas que protejan a los niños de los encarcelados, maman, puede decirse, la desventura, zozobras y angustias de la madre; sufren su miseria y cautiverio, para ellos más fatal, porque el encierro prolongado es verdaderamente infanticida.

Acusados, los niños se confunden con los hombres más criminales o viciosos, victimas a la vez y elementos de una depravación increíble, pero que es preciso creer, estando comprobada por muchos e irrecusables testimonios. No se comprende la facilidad y frecuencia con que, se manda un hombre a la cárcel sabiendo cómo las cárceles están; pero todavía se concibe menos cómo se reduce a prisión un niño sin un motivo muy grave. A la prontitud en prender corresponde la lentitud en soltar: nuestros tribunales, ligeros y tan ligeros para privar de la libertad, para devolverla, si no hay méritos para condenar, es poco decir que se van con pies de plomo; más bien parece que no tienen pies muchas veces, y que se arrastran por las tortuosidades de su pereza increíble y de su culpable abandono. Pasa un año y otro, y muchos, sin que la causa se falle; el que entró niño en la cárcel sale a veces hombre,40 y si la ley le absuelve, moralmente está condenado, porque su virtud no ha podido resistir tan larga prueba. Esta especie de fermentación de maldades tan prolongada y que tanto las aquilata, unida al mucho tiempo que a su influencia se expone el preso, perniciosa siempre, lo es mucho más en la edad primera, y el niño que entra en una cárcel española puede asegurarse que está perdido para siempre. En las cárceles donde hay un departamento para niños, el mal no es mucho menos grave, porque no haciendo más que separarlos de los hombres se hace muy poco. Hay en los niños más malignidad de la que generalmente se cree, y con especialidad en los que por cualquier causa han infringido las leyes. Cierto que esta malignidad no está arraigada; cierto que no será definitiva, que podrá corregirse, hasta extirparse; pero no es menos verdad que existe, y que si no se hace nada por aminorarla, aumenta; que se multiplica por otros, porque si el niño es más modificable que el hombre, también es más impresionable, y que almacenando muchos niños ya pervertidos, sin hacer nada para moralizarles y corregirlos, llegan a un alto grado de perversión. El patio de los micos de la cárcel del Saladero tenía en este punto bien sentada fama, y la merecen y merecerán igual o parecida todos los departamentos de niños encarcelados en que no haya mucho celo, mucha inteligencia, mucha severidad y mucha bondad, es decir, en todos los de España. El mísero acusado, tal vez inocente, tal vez irresponsable, tal vez arrastrado por la miseria, o seducido por ajena maldad que aprovecha la inexperiencia aturdida de los primeros años; el mísero niño acusado sufre en la cárcel por falta de recursos, porque o no tiene padres o no le auxilian, y se pervierte para siempre, por regla general.

El niño delincuente, declarado responsable por lo común ya mozalbete, va a un correccional, que así se llaman por burla y escarnio las prisiones donde se pervierten los hombres, y muy especialmente los jóvenes y los niños.

Hemos dicho más arriba, hablando de los diferentes conceptos en que un niño podía ser reducido a prisión: o inocentes que la fuerza pública lleva a la cárcel contra justicia, contra ley y contra humanidad. ¿Cómo puede suceder esto? ¿Cómo?¿Quién sabe de cuántos modos los hombres harán mal cuando lo hacen, no sólo impune, sino honradamente (¡honradamente!), y además se les paga? Veamos uno de esos modos, referido en el núm. 304 de La Voz de la Caridad, correspondiente al 1º de Noviembre de 1882:41

«El primer impulso es de compasión, de piedad dolorida hacia ese pobre niño; la menor de las desgracias que han caído sobre él bastaría para hacer un desdichado. ¿Por qué ha salido de la tierra donde nació? Es sin duda un expatriado de la miseria, y con su pobre madre y un organillo va de comarca en comarca rodando por el mundo, según una expresión terriblemente gráfica. Ruedan hasta Madrid, y por sus plazas y calles, con frío, con calor, con viento, con lluvia, mal alimentados, mal vestidos, reciben del gusto por la música y de la compasión algunas monedas de cobre, y así se ganan la vida. ¡Ganarla! La pobre mujer la pierde, y el que no tenía pan, ni educación, ni hogar, ni patria, no tiene madre. Solo la llama cuando ya no puede responder; solo la contempla muerta; solo va detrás de los que la llevan al cementerio, y la ve hundirse en la fosa común y cubrirla con tierra extraña... ¡bien extraña! Solo está como clavado en aquella horrible sima, y nadie le dice apartándole de allí: -¡Ven, hijo mío! Ni siquiera: -Niño, ¿por qué lloras?

»Maquinalmente anda por un camino; quiere huir de los lugares en que tanto sufrió y donde no tiene quien le consuele; volver a la patria, a la familia... Su desdicha inspirará lástima, y la caridad le dará sustento y hospedaje. ¡Mísero! Hallarás caridad al fin, pero cuántas horribles cosas has de ver antes.

»Una pareja de la Guardia civil encuentra al huérfano extranjero desvalido. ¿Qué hará con él? ¿Qué ha de hacer? Procurarle auxilio, poniendo en conocimiento de alguna autoridad su situación angustiosa para que le socorra..... Le llevan a la cárcel por el delito de estar solo y querer dejar la tierra donde perdió a su madre. El alcaide de la cárcel de Madrid le envía al patio de los micos, donde su dolor será escarnecido y su inocencia manchada. Ese lugar de vicio y delito, de crueldad y de depravación; esa deshonra de Madrid y de España; ese conjunto de todas las perversidades le dan para consuelo en la mayor de las desventuras.

»¿Cómo resistirá el infeliz?

»No resiste. Enferma gravemente y es llevado al hospital, a la sala de presos; allí alguien se compadece de él, y al ver su desnudez lo viste; pero vuelve a la cárcel, donde le roban su traje nuevo.

»Al fin se le pone en libertad, dejándole en la calle sin socorro y sin amparo.»42

Ni el inspector de la Guardia civil, ni el Gobernador, ni el Ministro de la Gobernación, ni el de Gracia y Justicia, ni nadie, exigieron responsabilidad por aquella prolongada detención arbitraria, inhumana, impía, y por tantas, tan evidentes y prolongadas infracciones de la ley. ¡Mísero del que no tenga más amparo que ella en un país en que los primeros que la infringen son los encargados de hacerla cumplir!

Tal es, en resumen, la situación de los niños: si se dice que las tintas obscuras del cuadro resultan recargadas porque hemos citado hechos que son muy raros, responderemos:

Que deben ser bastante frecuentes los iguales, parecidos o más graves, para que alguna vez se sepan, cuando no hay nadie que se ocupe de investigarlos;

Que no sólo no se investigan, sino que hay todo género de facilidades para ocultarlos; facilidades que da el hábito, la indiferencia, el temor de malquistarse con los culpables, la desconfianza de la justicia, la experiencia de que no se hace, etc., etc.;

Que cuando las maldades quedan impunes, publíquense o no, puede asegurarse que se cometen muchas, menos por el aliento que da la impunidad, que por ser ella señal de la común perversión; cuando las maldades no se detestan y no se persiguen los malvados, es porque son muchos, y los buenos pocos y poco buenos, y los mejores están en oprimida minoría.

Por estas y otras razones tenemos el íntimo convencimiento de que, lejos de exagerar, no hemos dado a conocer toda la extensión y gravedad de los males que sufre la niñez pobre y desvalida.

Tratando en este libro de pobres y desvalidos, parece que nada teníamos que añadir; pero coma los, ricos educan, o mejor, crían a sus hijos con mucha frecuencia de modo que los preparan para miserables y llegan a serlo si la fortuna no les favorece mucho, y a veces aunque les favorezca, deben también figurar en el largo y tristísimo inventario de culpas y desdichas. Ésta ha sido magistralmente expresada por C. D. Randall cuando dice43 -«No intento enumerar aquí todas las crueldades que sufren los niños. Es una de las páginas más tristes de la historia humana, y se continúa, no solamente en las capas inferiores de la sociedad, sino también en las más elevadas esferas, y no se limita a una clase, a una condición. Entre las personas opulentas y fashionables existe de una manera más calculada, por tanto más refinada en sus efectos y con más graves consecuencias. Rodeado de todo el lujo que la riqueza puede proporcionar, el joven imprevisor se imagina que su condición presente es tan inmutable como la tierra por la cual camina. No ha aprendido ninguna profesión que le proporcione independencia, y desprecia el trabajo y a los que de él viven. Crece en una especie de estufa social física y mentalmente; es afeminado, y contrae justamente la cantidad de vicios sociales suficientes para hacerse interesante en el medio en que vive. Se hace un elegante vanidoso y holgazán, sin ninguna convicción sólida; un pobre sencillamente viviendo de una riqueza usurpada. Pero sobreviene un desastre, como acaece con frecuencia a esta clase de gentes, y se ve arrojado fuera de su capa social, que le desprecia: queda reducido a un miserable, a un pobre hombre sin auxilio y sin apoyo. ¿Tiene él la culpa? No; es víctima de la crueldad de sus padres; pero esta crueldad con un hijo es insignificante comparada con la que se tiene con una hija. Se ha educado con el mayor cuidado, como una flor exótica protegida de la acción atmosférica. Se le enseña algo de música, de lenguas vivas y un poco de bordado. Recibe además las lecciones necesarias de cortesía y maneras en casa de madame X... o del doctor Z..., y se halla en disposición de convertirse en un adorno de la sociedad en que vive; pero de repente desaparece el lujo, y con él su elevada posición: la sociedad le vuelve la espalda, porque la sociedad es implacable con el que ha cometido el crimen de la indigencia: han desaparecido los amigos y los adoradores, y camina por la tierra helada de la realidad, aislada y solitaria, incapaz de ejercer un oficio, una ocupación útil con que ganarse la vida. ¿Es de extrañar que esta desventurada, como tantas otras hermanas suyas que se ven en igual conflicto, sucumba a la tentación que le ofrece un pedazo de pan con que sustentar su miserable vida, y poco a poco y en la degradante pobreza a que se va sujeta, llegue a ser una de las progenitoras de una raza de miserables y de criminales?»

Esto, que un hombre de corazón, de entendimiento y de experiencia ha escrito en una comarca apartada del Nuevo Mundo, puede aplicarse aun más al Viejo y a España, donde la riqueza lleva, por lo común, como inseparable compañera la holganza, y el buen tono consiste en no hacer ni servir para nada útil. De niños que tienen poca vida porque se la deben a padres endebles; de niños criados sin higiene física ni moral, entre todo género de lujos materiales y miserias espirituales; de niños que se enervan en la inacción y no hacen gimnasia más que de caprichos y vanidades; de niños que se avergüenzan de lo que les honraría y se envanecen de lo que debiera avergonzarlos; de niños que siguen el mismo camino de sus hermanos, con más inconvenientes, salen esas generaciones de hombres afeminados y mujeres amuñecadas, incapaces de resistir a la adversidad que los hunde en todo género de prostituciones y miserias.

Cuando se escriba un libro, que quisiéramos haber escrito y que no podremos escribir, De la miseria moral, se verá la desdichada condición de la mayor parte (en España al menos) de los hijos de los ricos, peor cuanto más ricos, y cómo los preparan para que un cambio de fortuna los reduzca a la condición más desdichada.

Aflige, espanta, esta multitud de niños mortificados, sacrificados, extraviados de tantos modos; y mal tan grande, que al parecer no puede ser mayor, se agrava todavía, y mucho, porque produce otros, si no tan perceptibles para el que observa poco, no menos ciertos. Cuando se ve maltratar cruelmente a un niño, dos sentimientos muy opuestos inspira el triste espectáculo: uno, de amante compasión hacia la débil criatura; otro, de antipatía iracunda hacia el que la maltrata; y he aquí, si no analizado, sentido el doble mal a que nos referimos. La opresión, una opresión cualquiera que abruma a los oprimidos, endurece y desmoraliza a los opresores: no hay víctimas sin verdugos, ni éstos pueden sacrificarlas sin inmolar lo que tienen en sí de más elevado y mejor. El odio y el desprecio que inspiran los verdugos es la verdad sentida de que todo mal repercute sobre su autor; que no se puede hacer mal sin malearse. Esto es sencillo, y por tanto, aparece claro que la injusticia tan generalizada, tan grande y tan continua como se hace a los niños, ha de contribuir a hacer injustos a los hombres, y que así como la buena educación eleva, sublima al educador, la mala lo rebaja y deprava. Desconsuela el considerar esa masa de miles de millones de niños convertidos en poderoso elemento desmoralizador, por y para los hombres que los maltratan. Ya se ha dicho que enseñando se aprende: debe añadirse que extraviando se extravía. Así hace España: con el mal trato y pésima educación que da a sus niños, no sólo prepara hombres malos para lo futuro, sino que empeora a los que viven al presente, convierte en inmoral un elemento moralizador: no hay cosa que tanto deprave a una madre como depravar a sus hijos.

- II -

Algunas ideas propias emitiremos en la segunda parte de este capítulo; pero la mayor se consagrará a dar una idea de lo que se hace en otros países, a citar hechos que ojalá puedan servir de ejemplos, y que en todo caso tienen, para gran número de personas, más autoridad que las teorías. Cuando la injusticia se halla enseñoreada de una sociedad, la justicia aparece como visión divina a unos pocos; pero a medida que los visionarios aumentan, el sueño se convierte en aspiración y después en realidad. Esto ha sucedido en todos los grandes progresos; esto sucede con la protección de la infancia material o moralmente abandonada, que halla hoy gula y amparo eficaz en todas las naciones de primer orden (moral). Este es el progreso evidente, éste es el hecho universal que pondremos de manifiesto en este capítulo: así, los imposibilistas, si alguno nos leyere, al exclamar: ¡Es imposible!, tendrán que añadir: En España; con lo cual, localizando la imposibilidad, la exclamación viene a ser equivalente a esta frase: cosas que no son absurdas sino entre gentes que no son buenas.

Sin pretender que estén exentos de vicios otros pueblos, ni sean conjunto de virtudes, tienen las bastantes, y suficiente razón, para sentir las inhumanidad y comprender la injusticia y el peligro de dejar a los niños en abandono y desamparo que los mortifica y pervierte. Todos los pueblos dignos de llamarse cultos44 han dado el grito de ¡Salvemos a los niños! ¡Hagamos a las causas que material y moralmente los pierden cruda guerra!: guerra en que España puede decirse que no toma parte; tan pocos son y tan solos se encuentran los que combaten por esta santa causa. ¡Qué de estudios y de esfuerzos, de trabajo y abnegación en otros países! ¡Cuánta ignorancia y egoísmo en el nuestro! Puedan los ejemplos servirle de amonestación severa y estímulo para cumplir los deberes que olvida al abandonar la infancia desvalida.

Sería necesario escribir una obra, y muy voluminosa, para dar a conocer lo que se ha hecho o se intenta hacer en el mundo a favor de los niños; y como sólo podemos dedicar a este conocimiento una parte de un capítulo, haremos un brevísimo resumen, citando no más que algo de lo hecho o proyectado en los pueblos que marchan a la cabeza de la civilización y en alguno que los iguala en este asunto, aunque nacido ayer y poco extenso.45

Alemania.- La organización de la beneficencia pública y privada para el socorro de los niños desvalidos era en Alemania, si no perfecta, tolerable, si se compara al estado de otros países, en que miles, muchos miles de inocentes desvalidos, mendigan, vagan y sufren en desnudez y hambre y sin educación. Una perfección, relativa al menos, de la beneficencia pública indicaban sus Consejos de Huérfanos, sus Tribunales de Tutela, y la extensión de la privada se prueba bien por el hecho de que los niños sujetos a educación forzosa por las leyes de 13 de Marzo y 14 de Julio de 1878 ingresaron la mayor parte en establecimientos privados. En efecto, de 3.038 niños, se colocaron en familias elegidas para educarlos 523; en establecimientos fundados por los municipios, 238; y en establecimientos privados, 2.277, lo cual denota su mucha importancia y crédito.

Esto no obstante, existía un gran vacío, y se comprendió la necesidad de sustraer a los niños a la vagancia, al abandono y malos ejemplos de padres miserables o indignos, y al grave daño de entregarlos, por leves faltas las más veces, a los tribunales ordinarios, y reducirlos a prisión, de donde, por regla general, salían perdidos para siempre.

La ley de 13 de Marzo de 1878 establece en su art. 1.º: «Que todo niño entre seis y doce años que haya cometido una acción punible puede ser colocado por la vía administrativa en una familia que ofrezca garantías suficientes, o en un establecimiento de educación o de corrección, cuando el carácter de la acción punible, la situación de los padres o de las personas a cuyo cargo se halla el niño, u otras circunstancias, hagan necesaria esta medida para prevenir que vaya en aumento su abandono moral,»

Es lo que se ha llamado en Prusia educación forzosa. Aunque a primera vista pudiera parecer muy limitado el número de niños a quienes se aplicaba, por reducirse a los que habían cometido una acción punible, como estaban comprendidas en este número la vagancia y la mendicidad, y es común que mendiguen, y es raro que no vagabunden los niños moralmente abandonados, eran muchos los legalmente sujetos a la educación forzosa: para hacerla extensiva a todos los que la necesitaban, se publicó a los pocos meses otra ley. Por ella y por los adecuados reglamentos se determina con brevedad cuanto conviene a las necesidades materiales y morales del niño desamparado, cuando sus padres o guardadores no pueden o no quieren proveer a ellas: en este caso, el Estado, que se encarga de cumplir los deberes de la paternidad, ejerce como es justo los derechos, previa la información y justificación debida. Tanto el derecho de los padres o guardadores, como el del niño sometido a la educación forzosa, está garantizado con la intervención de autoridades competentes, del Consejo de Huérfanos y con los fallos del Tribunal de Tutela, que, después de un procedimiento razonable, serán equitativos (salvo el error posible siempre en los juicios humanos), máxime cuando se trata de un asunto en que pocas veces tendrá un juez interés en faltar a la justicia. Los procedimientos para administrarla pueden simplificarse mucho cuando no son de prever influencias que la tuerzan; circunstancia que debieran tener presente y que suelen olvidar los legisladores.

El niño que recibe la educación forzosa, sea agregado a una familia, o en un establecimiento público o privado, queda sujeto a ella hasta la edad de diez y seis años, pudiendo abreviarse el plazo si se ve que ya no la necesita, o prolongarse hasta los diez y ocho años si se considera necesario. El segundo caso es fácil de comprobar por el mal comportamiento del muchacho; pero como respecto del primero es fácil equivocarse, creyendo educado al que no lo está, se le exime de la educación forzosa provisionalmente, pudiendo volvérsele a ella si su conducta la hace necesaria.

Terminada, el joven no queda abandonado a sus fuerzas y experiencia aún escasas. En las circulares del Ministerio del Interior se insiste, mucho sobre esto.

«Para conformarse al espíritu de la ley (dice el Ministro), la protección que se dispensa a los niños abandonados debe continuar, después de su salida de los establecimientos en que se colocaron, por medio de la vigilancia que se ejerza y de informes que se tomen en el lugar donde residen. Con este fin hay que dirigirse, a las asociaciones libres, autoridades y alcaldes, para conocer los efectos de la educación en los establecimientos.

............................................................................................................

»El deber de las autoridades no termina con la colocación del niño abandonado; hay que cuidar de él después de su salida de los establecimientos de educación; si no, se verá de nuevo en desamparo, cosa que, en cuanto sea posible, es preciso evitar; no deberá dejarse a ninguno sin que esté admitido como aprendiz, criado o en otra colocación, y aun entonces no debe cesar la vigilancia respecto de él.

»Las corporaciones municipales no siempre pueden proporcionarse directamente datos, ni ejercer una vigilancia efectiva, por lo cual deben ser auxiliados por los alcaldes, consejos de huérfanos, asociaciones caritativas y particulares.

»La vigilancia importa, sobre todo, en el caso de libertad condicional y revocable de que trata el párrafo 10 de la ley, porque la mala conducta del niño puede dar lugar a que de nuevo se le sujete a la educación forzosa. Este temor y una vigilancia severa pueden contribuir mucho a mantenerle en el buen camino, al mismo tiempo que es una garantía que le facilita colocación. Si se conduce mal después de su salida condicional, las autoridades harán que ingrese de nuevo en un establecimiento de educación hasta la edad de diez y ocho años. Si la permanencia en una familia no ha dado el resultado apetecido, la Corporación provincial puede mandarle a un establecimiento de educación forzosa.

»El caso varía mucho si, pasado el plazo legal, la libertad es definitiva, porque no hay derecho para sujetar a nadie a la educación forzosa; pero ni aun entonces debe abandonarse al muchacho a su propia suerte, y es preciso mantenerle en el buen camino, animarlo, auxiliarlo, para lo cual no hay que perderlo de vista si se ha de tener cierta intervención en su conducta; pero ya no pueden emplearse más que medios morales, porque los legales carecen de aplicación. Las Corporaciones provinciales y las locales no pueden intervenir sino de una manera oficiosa aquí se abre un vasto campo a las personas caritativas y asociaciones benéficas.

»No faltan personas capaces y dispuestas a consagrarse a este objeto: hay un gran número de asociaciones y establecimientos privados que se encargan de velar por los niños abandonados, y a los cuales debe un gran número su salud física y moral; todas estas asociaciones, y otras muchas del mismo carácter (recuerdo, por ejemplo, las de los licenciados de presidio), cooperan con gusto a la aplicación de la ley de 13 de Marzo, y recomiendo a las autoridades que se dirijan a ellas para hacer más eficaz dicha ley. Con mucha satisfacción hago constar los resultados obtenidos por este medio en casos análogos. En efecto; en ninguna parte la asistencia de los pobres está mejor organizada que en los Municipios donde se procura interesar al público y que se pongan al lado de la Administración las personas caritativas; en una palabra, donde se armonizan la acción de las autoridades y de los particulares.»

Por los artículos 7 y 15 se determinan las corporaciones a quienes incumbe la ejecución de la ley y los tribunales que han de obligarlas a ello en caso de negativa o de negligencia.

También se dispone lo conveniente respecto de la parte económica, y de cómo y por quién ha de proveerse a los gastos que origine el poner en práctica la ley.

En la Prusia oriental, el gasto (término medio) ocasionado por cada niño recogido es de 900 reales próximamente, y de 1.080 en la Prusia occidental. Por tan módica cantidad se aparta a un niño de donde le maltratan y pervierten, del vicio o del crimen; por tan módica cantidad se le rescata, se le salva. ¡Cuánto más caro costaría vago de por vida o malhechor! No hay cálculos más errados que los del egoísmo, ni medio más seguro para una sociedad de hallar su provecho que cumplir con su deber.

Apenas parece necesario añadir que la educación forzosa está dando en Alemania los mejores resultados.

Inglaterra.- El que, falto de estudio suficiente y experiencia del asunto, supiera cómo está organizada la beneficencia oficial en Inglaterra, su contribución de pobres, sus socorros a domicilio, sus casas de trabajo, donde entran no sólo individuos, sino familias enteras, y niños desamparados, la protección de éstos parecería por lo común bastante eficaz y que no necesitaban una especial. Mas los hechos se encargarían pronto de convencerle del error, mostrando miles de muchachos miserables, semicriminales, semisalvajes (Arabs boys, Street Arabs) que, no cabiendo en las escuelas de los desarrapados (Ragged Schools), ni de los pilletes (Truant Schools), han hecho comprender la necesidad de medidas más generales y eficaces.

Con aquel poder de iniciativa individual y asociada que es la honra y la ventura de Inglaterra, se inició allí el gran protectorado de la infancia abandonada, y con tanto vigor o inteligencia que está realizando una verdadera transformación.

Las Escuelas de Reforma, donde los niños de ambos sexos entran en virtud de mandato judicial, están regidas por el Gobierno y tienen ya régimen y carácter de prisión; pero el gran elemento de progreso, de educación preventiva y forzosa, las que evitan que el niño se pervierta en su casa y vaya a la prisión, son las Escuelas industriales, debidas a la iniciativa individual, a la caridad privada, a la asociación. La «Sociedad general para la reforma y refugio de la infancia desvalida», que radica en Londres, es merecedora del crédito que goza y del respeto que inspira.

Las Escuelas industriales reconocidas por el Gobierno están subvencionadas por él, imponiéndoseles, en cambio, condiciones respecto de la educación y trabajo de los acogidos. Aunque llevan el nombre de escuelas son verdaderos colegios gratuitos, donde los alumnos hallan albergue, alimento, vestido, educación e instrucción, generalmente industrial, como lo indica su nombre. Del incremento que estas escuelas han tomado puede formarse idea por el número creciente de los educandos, que de 2.623 que eran en 1866, subía a 15.860 en 1879; y téngase en cuenta que la estancia en ellas no resulta barata, viniendo cada niño a costar unos cinco reales diarios. Este subido coste no ha impedido que se aumenten y ensanchen; pero ha dado la idea de establecer además otras que no exijan tantos sacrificios pecuniarios, las Escuelas industriales diurnas, donde los alumnos están solamente de día, pero donde además de la instrucción reciben el alimento.

Como indicamos más arriba, en las casas de trabajo se recibían niños (aun se reciben en algunas); pero sobre los inconvenientes de confundirlos con los hombres, y en general la imposibilidad de establecer un buen sistema de educación, hay además la circunstancia especial del régimen duro de las casas de trabajo, que hasta cierto punto (hasta cierto punto nada más) podrá ser conveniente tratándose de hombres, pero que, de seguro, no conviene a niños. Por esta razón sin duda las parroquias46 van estableciendo asilos separados, Separates schools, para lo cual se unen varias y por distritos.

La protección generalizada y eficaz que tiene en Inglaterra la infancia desvalida, y que se debe principalmente a la iniciativa individual, es hoy resultado de la acción simultánea y armónica de la ley y de la caridad, del Estado y de las asociaciones. La ley de 1854, que creó las escuelas de reforma y educación correccional, y la de 1857 sobre escuelas industriales, han sido modificadas por otras, ya respecto del sostenimiento de niños pobres e instrucción primaria, ya en lo tocante al régimen de dichas escuelas.

En virtud de estas leyes, toda persona puede llevar ante un magistrado a un niño que, al parecer,47 no haya cumplido catorce años, si lo halla en una de las circunstancias siguientes:

1.ª Vagando sin casa ni hogar fijo, ni guardador natural, ni medios ostensibles de subsistencia.

2.ª Si lo ve desamparado, ya porque sea huérfano o porque sus padres están presos o en presidio.

3.ª Si anda con ladrones.

Los jueces ante los cuales se lleva un niño, que se halle en cualquiera de estos casos, si creen que debe aplicársele la ley, le mandan a una escuela industrial de las reconocidas por el Gobierno.

Si un niño, al parecer de menos de doce años, es acusado de infracción legal penada con prisión u otra pena mayor, pero no por crimen (felony) en Inglaterra, o por robo (thift) en Escocia, y al cual, en opinión de los jueces, debe aplicársele la presente ley, pueden disponer que ingrese en una escuela industrial reconocida.

Cuando los padres, o un pariente, o el tutor de un niño menor de catorce años, exponen la imposibilidad en que están de vigilarle y desean que ingrese en una escuela industrial, si resulta del expediente que así conviene pueden mandar al niño a una de dichas escuelas.

Asimismo puede hacerse ingresar en una escuela industrial al insumiso que está en una casa de trabajo, o en otra escuela, ya pertenezca a una asociación, o a una parroquia o unión de varias: también cuando el padre o la madre han sido condenados a presidio.

Los jueces especificarán el tiempo que el niño debe permanecer en la escuela, según el que consideren necesario para su instrucción y educación; pero cumplidos los diez y seis años no habrá derecho para retenerle.

Cuando en una escuela industrial reconocida se admite un niño en virtud de mandato judicial, esta admisión se considera como un contrato en que el administrador se compromete a instruir, cuidar, albergar, vestir y mantener al niño por el tiempo que se le obligue a permanecer allí, siempre que continúe abonándose la subvención votada por el Parlamento para el niño que se halla en este caso. Los administradores de una escuela industrial pueden permitirle que se hospede en la habitación de sus padres o de una persona respetable, atendiendo la escuela a su alimentación, vestido o instrucción.

También da la ley facultad a los administradores de una escuela, pasados diez y ocho meses desde el ingreso del alumno, para concederle una verdadera libertad provisional, siempre revocable hasta la edad de diez y seis años. Para esto es necesario, además del buen comportamiento del niño, que una persona respetable se comprometa a recibirlo y sostenerle.

Cuando un niño que está con licencia se conduce bien, los administradores de la escuela pueden, con su consentimiento, contratarle como aprendiz, aun antes de expirar el plazo de su detención. Si se conduce mal, y previa información sumaria judicial, puede ser condenado a prisión desde catorce días por lo menos a tres meses a lo más, después de lo cual están facultados los jueces para hacerle ingresar en una escuela de reforma. En la misma pena incurrirá el que se fuga de una escuela industrial.

Como desde 1870 la instrucción es obligatoria, para que la ley no sea letra muerta se ha tomado, entre otras medidas, la de establecer agentes especiales, bedeles de niños (boy's beadles), que si los encuentran en las calles y plazas a las horas de escuela, los cogen y llevan ante el magistrado, el cual, si procede, los hace ingresar en una escuela industrial. Aunque, como dejamos dicho, es cada día mayor el número de los que entran en ellas, los hombres inteligentes, benéficos y experimentados de Inglaterra desean que aumente, es decir, que se sustraigan aún más niños a las escuelas de reforma y a todo lo que tenga carácter de penalidad.

Este conjunto de medidas, y otras, que por menos importantes omitimos, han producido los beneficiosos efectos que eran de esperar, y aun excedido a lo que muchos esperaban. En Inglaterra, la población crece y los criminales disminuyen. A medida que aumenta el número de niños en las escuelas industriales, disminuye el de los que es preciso enviar a las de reforma, y el de hombres que ingresan en las prisiones; de modo que no se ha vacilado en atribuir a las escuelas industriales la disminución de la criminalidad. No puede negárseles una grande, beneficiosa y principalísima influencia, aunque no sea única, porque los problemas sociales son tan complejos que ni para bien, ni para mal, obra independiente un solo elemento, y el no tener esto presente da lugar a juicios muy errados, ensalzando más allá de lo justo, y acusando, sobre todo, porque es natural que preocupe más lo que daña que lo que aprovecha. En el caso que nos ocupa, la protección de los niños desamparados, tan general y eficaz, revela que el nivel moral e intelectual se ha elevado, que la atmósfera espiritual es más pura; y como en ella respiran todos, y como de ella reciben influencias los niños abandonados y los hombres predispuestos al delito o, si le cometieron, a reincidir; como en el medio en que viven aumentan los elementos auxiliares del bien y disminuyen los que cooperan al mal, resulta que éste encuentra terreno menos apropiado y se reproduce en menor escala. Las cuestiones sociales son siempre circulares, Inglaterra es mejor desde que tiene escuelas industriales, y tiene escuelas industriales desde que es mejor.

Suiza.- El socorro de los niños menesterosos es obra de los cantones y de la caridad privada, sin que intervenga en ningún concepto el poder central.

La beneficencia oficial amparaba en 1870 31.379 niños, de los cuales 23.269 estaban colocados en familias honradas; en establecimientos 6.162, y como aprendices 1.948.

Hay 599 asociaciones caritativas, o sea una por cada 4.419 habitantes, formadas, en su mayor parte, de señoras. Disponen anualmente de 2.218.962 pesetas, en que se incluyen 395.574 de subvenciones. Muchas no se dedican exclusivamente al socorro de la infancia. El número de los niños amparados era, a la fecha indicada, de 7.200, unos colocados en familias y otros en aprendizaje en los 56 establecimientos que las asociaciones sostienen. Es de notar que de estas 599 asociaciones 470 se han fundado en la segunda mitad de este siglo.

Aunque la legislación varía en los diferentes cantones, todos han tomado medidas eficaces para proteger a los niños contra la miseria, el abandono y los malos tratamientos. Se ha tomado como tipo la legislación de Zúrich, conforme a la cual:

Se priva de la autoridad paterna al padre que no cumple sus deberes respecto de sus hijos poniéndolos bajo tutela, así como los bienes que posean, después de un procedimiento legal suficiente, pero breve, para asegurar todos los derechos.

Se castiga con multa o prisión a los naturales o adoptivos que faltan a sus principales deberes respecto de sus hijos: el mínimum de la prisión es de ocho días, el máximum de cinco años, y la multa puede llegar hasta 1.500 pesetas.

Se nombra tutor o curador en aquellos casos en que la tutela paternal no ofrece bastantes garantías, o cuando los padres descuidan la educación de sus hijos de una manera tan ostensible que es necesaria una protección especial.

Las autoridades tutelares intervienen de derecho, espontáneamente o en virtud de queja, siempre que los derechos e intereses de los niños lo exijan, sea por descuido de sus padres o por circunstancias particulares.

El tutor que la autoridad nombre debe cuidar, no sólo de los bienes del niño, sino principalmente de su educación, y de que aprenda un oficio o profesión según sus recursos. Además, tiene que dar cuenta a la autoridad tutelar de su gestión y de los convenios de aprendizaje u otros para que los sancione, y el pupilo puede acudir en queja contra él.

La ley pone a cargo de los municipios el socorro de los huérfanos pobres y niños abandonados hasta la edad de diez y seis años cumplidos, cuya educación y cuidado se inspecciona de un modo eficaz.

Francia.- Según la notable información48 hecha por iniciativa de la Comisión del Senado hay en Francia:

1.110 asociaciones, fundaciones o establecimientos consagrados al amparo y educación de la infancia.

Excepto los departamentos de Sena y Mosa, que han suministrado datos sin especificar las obras de caridad, éstas se clasifican así:

210 establecimientos públicos, además de los pertenecientes al servicio de niños asilados o amparados (como con más propiedad diremos en español).

713 establecimientos privados, de los cuales 100 son laicos, y 613 pertenecen a corporaciones religiosas. De éstos, 33 laicos y 34 religiosos, reciben niños, y el resto están destinados a niñas.

La mayor parte de estos establecimientos son casas de huérfanos y de creación moderna, puesto que de 623 se han fundado en esto siglo 525.

Hay unos 30 asilos, 25 refugios y 30 casas conventos o fundaciones del Buen Pastor.

Los establecimientos consagrados a la infancia pervertida o insumisa son unos 70, que no bastan, teniendo que ir la mayor parte de los niños viciosos o díscolos a las casas de educación correccional o a las prisiones.

Hay además unos 40 obradores, obradores-asilos y cierto número de asociaciones de caridad de patronato y protección de la infancia.

En cuanto a la situación legal de estos establecimientos:

103 están reconocidos como de utilidad pública;

292 autorizados;

519 no tienen existencia legal.

Con respecto al número de niños asilados sólo hay datos de 840 establecimientos, que amparan:

31.668 niñas;

8.367 niños.

De éstos, son mayores de doce años:

20.225 niñas;

3.610 niños.

Generalmente se utiliza el trabajo de los acogidos mayores de doce años, y parece que las tres quintas partes cubren los gastos que ocasionan. Sobre este punto, como respecto de otros, fallan noticias de muchos establecimientos de congregaciones religiosas que se niegan a darlos. Como queda dicho, hay 519 cuya situación no es legal, y de los cuales muchos se niegan a responder a los cuestionarios que se les dirigen, pretendiendo una independencia absoluta de los poderes públicos imposible de justificar.

Además de los establecimientos que acogen a los niños desvalidos, hay muchas asociaciones para protegerlos de varios modos. Citaremos algunas de las que tienen circunstancias dignas de especial mención.

En París, la Sociedad Protectora de la Infancia ampara a los recién nacidos. La estadística ofrece datos verdaderamente aflictivos. De los niños hasta un año criados en casa de sus padres y bien atendidos, morían del 5 al 10 por 100, y entre los pobres que se mandaban a criar fuera, la mortandad llegó algunos años, y aun pasó, del 40 por 100. Comprendiendo que este deplorable hecho era efecto de muchas causas, la Sociedad ha procurado combatirlas todas, no sólo distribuyendo socorros, sino generalizando reglas de higiene, hábitos de limpieza, de orden, y sosteniendo a las mujeres casadas para que puedan ser buenas madres. Ha establecido una inspección bien organizada, de que forman parte médicos y señoras, para cerciorarse de la situación de los niños que están en ama. Comprendiendo cuánto les perjudican las malas condiciones de la vivienda, procura mejorarlas, y premia a las amas cuyas habitaciones están más aseadas y son más higiénicas.

En los últimos cinco años ha socorrido, de diferentes modos, 6.000 madres de familia, distribuyendo 121.628 pesetas; cantidad crecida, pero que no vale, ni con mucho, tanto como los cuidados, consejos e instrucciones que la caridad ha dado con trabajo paciente y perseverante. El benéfico director de esta Sociedad es el Dr. Margolin.

Otra Sociedad análoga se fundó en Lyón un año después de la de París (1866) por el doctor Rodet.

Tiene la particularidad de que, entre las varias clases de socios, los llamados bienhechores son niños que pagan una cuota menor (3 francos al año), y cuyo número era de 102. Otra circunstancia es digna de mención. Todos los años saca la Sociedad a concurso un tema relativo a la infancia, premiando a los que le tratan mejor con medallas, menciones honoríficas y dinero. Una de las Memorias premiadas, la de Mr. Chamouni, se ha impreso a costa de la Sociedad, que publica almanaques y breves opúsculos dirigidos a las madres. Dícese que la influencia de todos estos medios es perceptible, y que es mucho mayor el número de madres que lactan a sus hijos, tanto de la clase media como de la obrera. La mortandad ha disminuido notablemente. Según el informe de la inspección correspondiente a 1882, del 20 por 100 que sucumbía el primer año, ha bajado a 8,40 por 100.

Con el mismo objeto, y fundada también por un médico, el Dr. Lecadre, hay otra Sociedad en el Havre. Según los datos estadísticos, de los niños que la Sociedad no socorre mueren el primer año 22,60 por 100, y de los socorridos 18,35 por 100.

La Sociedad Protectora de la Infancia de Tours es también digna de mencionarse por más de un concepto. Fundada en 1870 a pesar de los desastres que afligían a la patria, los niños patrocinados fueron, no sólo asistidos, sino visitados con regularidad. La acción de esta Sociedad se extiende a todo el departamento, coadyuvando los alcaldes, por recomendación del Prefecto, a la instalación de Juntas locales. Hay un hecho que prueba cuán adecuados y eficaces son los medios que emplea. De los niños criados con biberón en casa de los padres, sucumben, durante la crianza, el 35 por 100, y de los alimentados del mismo modo por mujeres vigiladas por la Sociedad sólo muere el 15 por 100. Esta extensa y benéfica institución ha sido también fundada por un médico, el doctor Bodart.

La Sociedad Protectora de la Infancia del Sena inferior, creación de otro médico, el doctor Duménil, formula su objeto diciendo que procura combatir por todos los medios la gran mortalidad de los recién nacidos, víctimas del frío, del hambre y de la ignorancia. Distribuye anualmente 30.000 ejemplares impresos con la reglas dadas por la Academia de Medicina de París; adjudica premios a las madres que con mayor abnegación han criado a sus hijos; distribuye alimentos, ropas, etc., siendo de notar las condiciones con que da sus socorros, y son:

Criar al niño conforme a las reglas dadas por la Academia.

Vacunarlo.

Mandarlo a la sala de asilo o a la escuela.

Permitir que lo visiten los encargados de la Sociedad.

Hay otras muchas asociaciones dedicadas a proteger la infancia, principalmente de la primera edad, siendo de notar que casi todas combaten, al mismo tiempo que la miseria, la ignorancia, y emplean muchos fondos y trabajo para generalizar el conocimiento de la higiene aplicada a los niños.

Estas asociaciones tienen una esfera benéfica más o menos extensa; pero hay una cuya acción se extiende por toda Francia (y moralmente, como veremos, fuera de ella): la Sociedad general protectora de la infancia abandonada y culpable, fundada por Jorge Bonjean, nombre que no puede pronunciarse sin respeto cariñoso, porque parece que no basta respetar, sino que es preciso querer, al que ama tanto a los niños, a todos los niños, aunque hayan perdido la inocencia, aunque sean culpables.

Siempre que hablamos de J. Bonjean se nos viene a la memoria y al corazón que es el hijo de aquel Bonjean asesinado por los furiosos de la Commune; probablemente habrá entre sus patrocinados hijos de los asesinos de su padre; así lo venga, volviendo bien por mal, modo el más elevado, el más santo y más difícil de honrar una memoria. No difícil para él, sin duda: la bondad en ese grado se irradia naturalmente como la luz, y en su familia debe ser natural lo que en el mundo es tan raro, porque sus hermanos son auxiliadores poderosos de la grande obra.

De los progresos de la Sociedad general puede dar idea el siguiente breve resumen hecho por su fundador:

«Bajo el punto de vista económico, dice, nuestros fondos eran:

Francos.
En 1880 (año de la fundación)...............4.600
En 1881................................................67.891
En 1882................................................333.107
En 1883................................................ 338.858

»Los gastos hechos a favor de nuestros pupilos eran:

Francos.
En 1880, de................. 3.896
En 1881, de.................. 56.811
En 1882, de...................127.126
En 1883, de................... 147.271

»En cuanto al número de los que se adhieren a nuestra obra, éramos:

En 19 de Junio de 1881.......... 2.000 socios.
En 25 de Junio de 1882.......... 3.000 ----
En 25 de Febrero de 1883......5.000 ----
En 3 de Febrero de 1884........8.000 ----

»Respecto de los niños amparados, eran:

En 1883........................700 pupilos.
En 1884........................ 1.745 ----

»Nuestros establecimientos eran:

En 1880.....................................1
En 1881.....................................7
En 1882.....................................16
En 1884.....................................25

Para apreciar los resultados de la obra, como dice su fundador,

«Hay que tener presente la filiación de nuestros pupilos.»

Tomando por base el número de 360, se clasifican así:

«1.º Según la posición social de la familia.

De padres bien acomodados...................................... 000,5
- obreros, paro indigentes........................................... 176,5
- mendigos, vagabundos, prostitutas........................... 016,5
- desconocidos o desaparecidos................................166,5
_____
360

»2.º Según su situación en la familia.

Hijos de padres condenados por los tribunales...... 017
- huérfanos de padre o de madre..........................136
- huérfanos de padre y madre...............................159
- criados en hospicios........................................... 048
_____
360

»A pesar de la tristeza física y moral de tal filiación, ved cómo se transforman en nuestras manos estos niños:

»1.º Físicamente.

Salud: Muy buena...................................199
- Buena..................................................110,5
- Bastante buena..................................... 032,5
- Mediana............................................... 010
- Mala....................................................006
- Muy mala.............................................002
______
360

»2.º Moralmente.

Comportamiento: Muy bueno...................................084
- Bueno................................................................... 155,5
- Bastante bueno.....................................................086
- Mediano............................................................... 025,5
- Malo.....................................................................007
- Muy malo.............................................................002
______
360

»3.º Respecto de la instrucción primaria.

Niños que no saben leer ni escribir................................... 057
- que saben leer..............................................................048
- que saben leer y escribir...............................................080
- que saben leer, escribir y contar.................................... 174,5
______
360

»Bajo el punto de vista profesional.

Niños en la Escuela preparatoria113
- Labradores...........................................102
- Industriales............................................090
- Otras profesiones..................................045
_____
360

»Entre estas otras profesiones, se comprenden los que ingresan en el ejército.»

El que entienda algo del asunto y el alcance, de las palabras de Mr. Bonjean: Hay que tener presente la filiación de nuestros pupilos, y sepa la dificultad de regenerar a un niño pervertido por el dolor, el mal ejemplo, y en muchos casos por fuerza mayor que le impulsa al vicio y al delito; quien todo esto tenga en cuenta, se admirará de los resultados obtenidos, y comprenderá cuánto trabajo inteligente, cuánta perseverancia, cuánto amor se necesita para convertir en hombres honrados los que parecían predestinados al vicio y al crimen.

Los niños que la Sociedad recoge ingresan en el depósito de París, recibiendo allí los primeros socorros, yendo después en grupos a la escuela rural de Crozatier, y de allí adonde definitivamente se los destina, bien sea con familias que los reciben, o en establecimientos de la Sociedad. Tiene ésta una notable colonia penal en Orgeville, fundada por Mr. Bonjean y dos hermanos suyos, y cuyos resultados morales y materiales corresponden a la bondad o inteligencia de sus fundadores.

La Sociedad general protectora de la infancia abandonada y culpable ha correspondido a su nombre de general, no sólo admitiendo niños desvalidos de toda Francia, no sólo yendo a buscarlos a grandes distancias, sino extendiendo su influjo más allá de las fronteras y de los mares. El Congreso internacional convocado por ella se ha celebrado en París el año de 1883. Estaban allí representadas 21 naciones, habiendo recibido además informes, noticias y datos de muchas personas de diferentes países que no podían asistir pero que se adherían al pensamiento.

Después de discutir los principales problemas, se formularon, con respecto a la infancia abandonada, las conclusiones siguientes:

«Primera. El Congreso consigna su deseo de que, con el apoyo de todos los Gobiernos, se forme una estadística internacional de niños abandonados.

»Segunda. El Congreso consigna su deseo de que se hagan convenios entre los Estados para establecer la asistencia recíproca respecto de los niños abandonados.

»Tercera. El Congreso admite el principio de la privación de la patria potestad respecto de padres indignos o incapaces, y en los casos en que determinen las leyes.

»Cuarta. Que legalmente puedan los particulares o instituciones protectoras de la infancia ser resguardadores de los niños abandonados que hayan recogido o se les confíen.

»Quinta. Que los poderes públicos, cuando hayan de delegar la tutela, cuiden de confiarla a las personas que se hayan interesado más particularmente por el niño.

»Sexta. Que la inspección del Estado relativa a los niños abandonados se ejerza respecto de los establecimientos de educación e industriales en la medida y forma que para los niños colocados en familias.

»Séptima. Teniendo sus ventajas todos los sistemas de educación de la infancia abandonada, el Congreso consigna el deseo de que se adapten siempre a la aptitud de los niños.

»Lo que importa más que el sistema es el personal modelo de los establecimientos, la elección de una familia a propósito para colocar los niños.

»Octava. El Congreso consigna el deseo de que se prefiera siempre el patronato individual, y hace un llamamiento a todas las abnegaciones, para ejercerlo.

»Novena. Que los gastos ocasionados para proteger a la infancia abandonada se cubran por los municipios y por el Estado, en la proporción determinada por la ley, cuando carezcan de recursos las personas obligadas a mantener y cuidar al niño.

»Que el Estado favorezca cuanto le sea posible la extensión de la iniciativa individual en favor de los niños abandonados.»

Cualquiera que fuere la idea que se forme del sentido de estas conclusiones y de su alcance, hay que convenir en su mucha importancia, que está principalmente en el hecho de haberlas formulado una Asamblea internacional; en la amonestación indirecta, pero elocuente, hecha a los pueblos y a los Gobiernos, y, por fin, en la iniciativa de congregar al mundo todo para que trate de lo que a la infancia desamparada conviene; no son sólo las ideas que se comunican, las lecciones y los estímulos que se reciben, los sentimientos que se vivifican o se despiertan, sino que hay cuestiones capitales como la del trabajo, que en muchos casos no pueden resolverse satisfactoriamente sin la cooperación internacional.

Además de tantos niños socorridos por la caridad privada, la beneficencia pública ampara un número mucho mayor de expósitos, huérfanos y abandonados de diferentes categorías, cuyo número ascendía en 1883 a 132.121. Estos se dividen en dos clases: los que llaman asistidos (assistés), que puede traducirse amparados, y los socorridos.

Los amparados son los expósitos, huérfanos y abandonados que recoge la beneficencia oficial, encargándose de proveer a todas sus necesidades. Su número era en la actualidad de 84.102.

Los socorridos lo son a domicilio y por diferentes conceptos, pero principalmente para auxiliar a la madre soltera,49 evitando que abandone a su hijo y suministrando envolturas, asistencia médica, medicinas, etc.; su número, ascendía en la fecha indicada a 48.019.

Hay otra categoría formada recientemente, la de los niños moralmente abandonados, que comprende:

1.º Los de doce a diez y seis años, que ya no pueden figurar entre los amparados;

2.º Los de doce a diez y seis años cuyos padres han sido condenados a más de seis meses de prisión;

3.º Los menores de diez y seis años arrestados por faltas, o sencillamente por vagancia, y que se llevan ante los tribunales;

4.º Hijos de padres que por sus dolencias crónicas, su miseria, género de ocupaciones o sus vicios se declaran en la imposibilidad de educarlos.

Sólo en el departamento del Sena se atiende esta clase de menesterosos; y habiéndose organizado este servicio en 1881, a mediados de 1883 iban ya amparados 2.108.

Al considerar tantos establecimientos de beneficencia pública y de caridad privada, tantas instituciones y asociaciones como se dedican a la protección de la niñez indigente, ocurre preguntar: ¿Habrá algún niño que no tenga quien lo proteja y eduque? A esta pregunta respondo Mr. Bonjean diciendo: Hay en Francia CIEN MIL niños desamparados que no reciben socorro alguno. Se ha dicho y pretendido probar (lo cual es difícil con respecto a los moralmente abandonados) que la afirmación no es exacta, y que se exagera mucho en ella la extensión del mal. Supongamos que así sea; pero que es grave no cabe dudarlo, ya por la autoridad y gran competencia del que lo afirma, como por el testimonio de gran número de personas respetables y conocedoras de los hechos. Que a pesar de una organización tan vasta de beneficencia oficial y caridad individual y asociada, si no cien mil, había en Francia muchos miles de niños abandonados, víctimas de la desgracia y plantel de vicio y de crimen, estaba en la conciencia pública. Intérpretes de ella fueron los hombres de corazón y experimentados que en la Sociedad general de prisiones trataron el asunto de una manera tan luminosa, y en su discusión puede decirse que se engendró la ley votada, después de una extensa información que puede citarse como modelo, y de los notabilísimos informes de Roussel, Schoelcher y Parent, nombres que, como el de Bonjean, merecen el cariñoso respeto de todos los que compadecen la desgracia, aman la justicia y admiran la abnegación y perseverancia incansable.

Como no escribimos un libro, sino un capítulo sobre Los niños, no podemos citar más, y sólo recomendaremos a los que quieran hacer un estudio del asunto que lean y reflexionen la discusión, información y memorias citadas.

Una ley, cuando es la obra de un jurisconsulto ilustrado o de unos pocos, puede ser justa y estar bien formulada; pero será letra muerta si no se ha engendrado en las entrañas de la sociedad que siente su necesidad o su conveniencia y su justicia. En España tenemos tristes ejemplos de leyes que se votan sin entenderse, que pasan sin discutirse, y por la indiferencia con que se miran puede calcularse la ilustración y el celo con que se aplicarán. Por eso, para conocer el interés que inspira en Francia la niñez abandonada, y cómo se siente la desdicha y se comprende el daño de este abandono, más que leer la ley cuyos principales artículos copiaremos, conviene hacerse cargo de los informes, investigaciones y discusiones que la precedieron, donde hay tanto calor del corazón y tanta luz de la inteligencia, y de los que una persona tan maestra en la teoría y en la práctica de hacer bien a los niños como C. D. Randall, ha podido decir con verdad:

«Tales investigaciones, minuciosas y completas, caracterizan a los legisladores de Francia. Envidiamos el celo y el entusiasmo francés. El estudio profundo hecho durante los últimos años respecto de las medidas que deben tomarse para salvar de la perversión a los niños abandonados y criminales, no tiene semejante en ningún país, y deberá dar abundantes frutos en el pueblo donde se ha hecho y en otros.»

Copiaremos algunos artículos de la ley, aunque casi bastaba el primero, que, como dice el que tanto ha trabajado en ella, Teófilo Roussel, marca en su frontispicio su objeto y alcance:

«Artículo 1.º Todo menor de uno u otro sexo, abandonado, desamparado o maltratado, está bajo la protección de la autoridad pública.

»Art. 2.º El menor desamparado es aquel cuyos padres son desconocidos, han muerto o desaparecido, y que no tiene tutor ni parientes legalmente obligados a sustentarlo, ni amigos que quieran hacerse cargo de él.

»Se asimila al menor desamparado el que por enfermedad probada, emigración, prisión o condena de sus padres o tutor, se halla sin asilo ni medios de subsistencia.

»Art. 3.º El menor abandonado es el que sus padres, tutor, o personas a cuyo cargo está, dejan en un estado habitual de mendicidad, vagancia o prostitución.

»Se asimila al menor abandonado aquel cuyos padres o tutor se reconocen en la imposibilidad de proveer a su guarda y educación conforme a lo dispuesto en la presente ley.

»Art. 4.º El menor maltratado es aquel cuyos padres, tutor, o personas a quienes está confiado, ponen en peligro su vida, su salud o su moralidad, por embriaguez habitual, mala conducta notoria, crueldades o malos tratamientos, o han sido condenados por uno de los crímenes o delitos señalados en los artículos 19 y 20 de la presente ley.

»Art. 5.º Todo agente de la autoridad que encuentre en la vía pública un menor de menos de diez y seis años de uno u otro sexo, en cualquiera de las condiciones determinadas en los artículos precedentes, lo conducirá o hará conducir a la mayor brevedad ante el juez de paz, que decide si este menor debe ponerse bajo la protección pública.

»Inmediatamente después de la resolución del juez, el prefecto, subprefecto o alcalde proveerán a fin de que el niño se confíe provisionalmente al cuidado, ya de la Asistencia pública o bien a una asociación benéfica, casa de huérfanos o persona recomendable, hasta que se determine respecto de él.

»En el termino de tres días, el juez transmite con observaciones su resolución al fiscal, a fin de que ejerza, si ha lugar, los derechos que le confiere el art. 15.

»El fiscal comunica inmediatamente la resolución del juez al prefecto.

»Art. 9.º Las medidas relativas a la colocación definitiva, guarda, educación, patronato y tutela, si ha lugar, se toman por el prefecto con el parecer de un comité departamental de protección, etc., etc.

»Art. 10. Tomando parecer del comité departamental, formará el prefecto comités cantonales para cooperar en los límites del cantón a la aplicación de la presente ley, y principalmente a las medidas provisionales para proteger a los menores desamparados, abandonados o maltratados, y a su tutela, patronato, y para procurarles colocación y vigilarlos.

»Las mujeres pueden formar parte del comité cantonal.

»Art. 11. Todo menor recogido conforme a lo dispuesto por la presente ley, queda bajo la vigilancia de la autoridad pública.

»El prefecto, en conformidad con el parecer del comité departamental, puede retirar la guarda de un menor a la Administración de la Asistencia, a la asociación, a la casa de huérfanos o a cualquier establecimiento o particular a los cuales la hubiere confiado, y encomendarla a otros, etc., etc.

»Art. 13. La Administración de la Asistencia pública, la asociación benéfica, la casa de huérfanos o cualquiera establecimiento o particular que haya recogido espontáneamente un menor sin la intervención de sus padres o tutor, debe declararlo en el término de tres días al comisario de policía en el departamento del Sena, y al alcalde en los otros departamentos.

»El que no hiciese esta declaración en el plazo indicado, puede incurrir en la pena de multa de una a quince pesetas.

»Art. 16. Cuando los padres o tutor tienen incapacidad o imposibilidad probadas de cumplir sus deberes de vigilancia y educación para con sus hijos menores o su pupilo, la autoridad pública, a instancia del tutor o de los padres, puede confiarlo a la Administración de la Asistencia pública, a una asociación benéfica, casa de huérfanos u otro establecimiento autorizado, o a particulares establecidos y que gocen de sus derechos civiles.

»Art. 19. ...quedan privados de pleno derecho de la patria potestad y derechos consiguientes:

»1.º Los que han sido condenados dos veces como autores, coautores o cómplices de delitos cometidos en la persona de uno o muchos de sus hijos.

»2.º Si son condenados por el art. 334, párrafo 3.º del Código penal.

»3.º Si han sido condenados en virtud del artículo 334, párrafo 3.º del Código penal.50

»Si han sido condenados como autores, coautores o cómplices de un crimen cometido en la persona de uno o muchos de sus hijos, o por uno o muchos de sus hijos.

»Art. 20.... El ejercicio de los derechos consiguientes a la patria potestad puede suspenderse o retirarse respecto de uno solo o de todos los hijos:

»1.º A los padres condenados como autores, coautores o cómplices de un crimen que no esté comprendido en los artículos del 68 al 101, 114, 115, 119, 121, 122, 126, 127 y 130 del Código penal.

»2.º A los padres condenados dos veces por los hechos siguientes: robo, abuso de confianza, estafa, adulterio o tener concubina en el domicilio conyugal, excitación habitual de menores a la crápula, ultraje público al pudor, a las buenas costumbres, supresión, exposición o abandono de niños, cualquiera que sean las circunstancias de las dos condenas.

.....................................................................................................

»5.º Prescindiendo de toda condena, a los padres cuya embriaguez habitual y mala conducta notoria y malos tratamientos sean tales que comprometan la salud, la seguridad o la moralidad de sus hijos.»

Por los artículos y párrafos citados creemos que puede formarse idea de la tendencia y alcance de la ley, alcance y tendencia que marcan un gran progreso y constituyen una grande obra. No sostendremos que sea perfecta, pero sí que no son justas todas las críticas que se le han dirigido, y a perfeccionarla en la forma deben aplicarse todos los que se interesan por los niños desamparados, porque la esencia es buena, inmejorable, es la generosa aspiración a que no haya en Francia un solo niño necesitado de protección moral o material que no la obtenga inmediatamente. Los que pretenden tan alto fin, si no aciertan inmediatamente con todos los medios más adecuados, nada tiene de extraño, y más que críticas, se les debe dirigir respetuosas observaciones.

Estados Unidos.- Mr. Gerville Réache, en su informe51 a la Cámara francesa, dice: «En los Estados Unidos, la iniciativa privada ha organizado una verdadera guerra contra la mendicidad, la vagancia y la pobreza, proponiéndose tres objetos:

»Disminuir los cargos de la Beneficencia pública; concentrar sus esfuerzos y sus recursos para el auxilio de los niños, los ancianos y los enfermos, y hacer trabajar a los holgazanes y viciosos.»

A fin de realizar este pensamiento se estableció en Filadelfia, en 1888, un centro con el título de Sociedad para organizar la caridad, de la cual dice Mr. T. Roussel: «Una Sociedad caritativa así organizada es una verdadera liga del bien público para reducir estrictamente los socorros materiales de la caridad a los niños, a los ancianos, a los inválidos o enfermos, y organizar una guerra declarada a los vicios del individuo y a las condiciones sociales que producen desde la infancia la degradación del ser humano, y que son para la sociedad el origen de tantos males, ocasionándole considerables pérdidas de fuerza y de dinero.»

Otros Estados han seguido el ejemplo de Pensilvania y aun perfeccionado su obra, armonizándose en todos la legislación con la iniciativa privada y poniéndose a su nivel.

Del espíritu de esta legislación puede formarse idea por la ley promulgada en 1853 en el Estado de Nueva York, que establece:

«Artículo 1.º Si a un niño de cinco a catorce años, con salud o inteligencia suficiente para aprender en las escuelas públicas, se le ve por las calles o pasajes de una ciudad o aldea, ocioso, vago, sin ocupación legal, los jueces de paz, las autoridades, la policía y los jueces de los tribunales del distrito de Nueva York, en virtud de queja dada bajo juramento de algunos ciudadanos, podrán hacer comparecer ante ellos al niño e interrogarlo. Para este interrogatorio harán también comparecer a sus padres, su tutor o amo; y si de la información resulta probado que la queja era fundada, el magistrado puede exigir que los padres, tutor o amo se comprometan por escrito, ante las autoridades constituidas de la localidad, a impedir que el niño ande vagando, a tenerle en casa ocupado en un trabajo legal y a enviarle a la escuela, por lo menos cuatro meses al año, hasta que cumpla catorce. El magistrado puede, si lo cree conveniente, exigir garantías para el exacto cumplimiento de este compromiso. Si el niño no tiene padres, ni tutor, ni amo, o no se los encuentra, o si descuidan o se niegan en un plazo razonable a contraer el compromiso y dar la garantía pedida, el juez podrá, en virtud de mandato firmado, enviar al niño a un establecimiento apropiado, conforme se dirá.

»Art. 2.º Si este compromiso es violado habitualmente con malicia, el inspector de pobres de la ciudad, villa o aldea, en nombre de la autoridad constituida, puede proceder de oficio; y si resultare probado que se falta al compromiso voluntaria y habitualmente, los culpables serán condenados a pagar una multa que no bajará de 1.000 reales y a las costas. Además, el magistrado o el tribunal dispondrá que se recoja al niño como queda dicho.

»Art. 3.º Las autoridades constituidas de todas las poblaciones dispondrán un local conveniente para recibir cualquier niño que se les entregue y proporcionarle ocupación útil, alimento y habitación.

»Todo niño que se halle en este caso permanecerá en dicho establecimiento hasta que el inspector de pobres o la Comisión de la Casa de Caridad del pueblo la pongan en libertad para someterlo a un aprendizaje, bien por sí mismos o por medio de alguna otra persona, con el consentimiento del juez de paz, de un regidor de la ciudad o administrador de aldea, conforme al art. 1.º del cap. VIII del Estatuto revisado, que trata de los niños cuyos padres están a cargo de la caridad pública.

»Art. 4.º Los fondos necesarios para establecer y organizar este Asilo para los niños, vestirlos, alimentarlos e instruirlos, se satisfarán del mismo modo que los que se necesitan para el socorro de los pobres, etc.

»Art. 5.º Los agentes de policía y del orden público que vean un niño en la situación señalada en el art. 1.º de esta ley, lo pondrán en conocimiento de la justicia, conforme en dicho artículo se manda.»

Como queda dicho, el espíritu de la legislación con respecto a los niños menesterosos es el mismo en todos los Estados, pero en algunos hay disposiciones merecedoras de especial estudio y elogio y de ofrecerse como ejemplo. Así, el Estado de Massachusetts, que desde el año de 1846 estableció escuelas industriales y correccionales para los niños abandonados y delincuentes, en 1870 ha realizado una notable mejora, cuyas ventajas se comprenden desde luego y tienen ya la sanción de la experiencia. Las escuelas industriales y correccionales, los asilos, cualquiera que sea su nombre, donde se recogen y se educan los niños desamparados material o moralmente, son un gran progreso, un progreso inmenso, la obra más grande de nuestro siglo y de todos los siglos; pero no puede desconocerse que la aglomeración tiene siempre inconvenientes, ya por las dificultades que ofrece para la higiene, ya para individualizar la instrucción y la educación. En este caso hay otro inconveniente mayor, y es el peligro a que se exponen niños inocentes o desmoralizados en grado mínimo, reuniéndolos con los que están pervertidos, mal que un buen régimen puede atenuar, pero no suprimir; hay otro gravísimo: el privarlos de las ventajas de vivir en familia, de su amor, y en gran parte de la práctica y de la experiencia de la vida, que no se adquiere en la reclusión de una casa de beneficencia. Además, los gastos que ocasionan tantos desamparados cuando ha de proveerse a todas sus necesidades, son considerables, e ilusorias, por regla general, las indemnizaciones que se obtengan de los que están obligados a mantenerlos. Añádase la consideración importantísima de que sólo en caso extremo y de verdadera necesidad material o moral debe relevarse a los padres del cuidado y sustento de sus hijos; de cuán inmoral es que la sociedad levante esta carga, y lo muy ocasionado a que los padres la echen sobre otro si hallan facilidades en la práctica y complacencias en la opinión.

Todo el que ha observado familias pobres52 puede formar una escala graduada, desde los que cuidan de sus hijos, los hacen ir a la escuela y aprender oficio, los educan, en fin, lo que se llama bien (y relativamente lo es), hasta los que, por diferentes causas, los dejan vagar por calles, plazas o caminos iniciándose en todo género de maldades, de modo que pillean primero, para delinquir después. Pero no basta hacerse cargo de esta graduación desde el niño bueno al perverso; es necesario analizar el porqué de esta diferencia y si la causa está en él o en los que le rodean. De este análisis resulta el conocimiento de un gran número de niños quo se extravían contra la voluntad y ejemplo de sus familias. Es el caso de muchos hijos de viuda, o que viven con los abuelos, o cuyos padres son débiles de carácter, trabajan entrambos fuera de casa, o, como los marinos, están mucho tiempo o casi siempre ausentes, etc., etc. En todos estos casos, el niño, que tiende siempre a imponer su voluntad, si ésta no es recta o no es de carácter suave, se extravía y se impone a los que le rodean, que no pueden con él, según la frase vulgar y gráfica. Esta impotencia es mayor o menor y no suele estar tan graduada, sobre todo en un principio que, con ajeno auxilio, los padres, abuelos o la madre no puedan reducir al pequeño rebelde. Es notable cuánto influye en él una persona de afuera, a quien considera y respeta, y ante la cual se avergüenza de aparecer como es, mientras no le importa que le vean los suyos, que por cualquiera causa han perdido la fuerza moral. Basta a veces la que tiene un buen visitador de pobres para enderezar o evitar que se tuerza un niño. Si a esta fuerza moral se agrega la social; si además de una persona de afuera, la que está constituida en autoridad viene a auxiliar a la familia, y el rebelde no ve ya sólo a su padre ausente o débil, a su madre de quien se burla, sino al agente, al juez, al magistrado que los auxilia y los sostiene, y si es necesario los sustituye para emplear la necesaria y justa severidad, y la cárcel y el presidio que se le aparecen como una visión horripilante; entonces se acabó ya aquella impunidad que resultaba de no tener que dar cuentas más que a los de su casa o a nadie; en adelante las tomará quien las ajusta bien y tiene voluntad y medios de que se le pague lo debido. En un gran número, creemos que muy grande, de niños de familias honradas que se extravían, podría evitarlo una autoridad tutelar que auxiliase a la madre viuda, al abuelo, al padre débil o ausente.

En tales o parecidos razonamientos, y en la experiencia, han debido inspirarse los legisladores del Estado de Massachusetts, que en 1870 crearon una Agencia del Estado, cuyo objeto es velar por los niños y los jóvenes que han empezado o están en camino de extraviarse.

Cualquiera queja o denuncia contra un muchacho o muchacha menores de diez y siete años presentada al agente del Estado, o a uno de sus adjuntos, da lugar a una información presentada al tribunal, ante el que comparece el agente o un sustituto con diferente carácter, según los casos, porque los hay en que aparece como fiscal y otros como defensor del acusado.

Si la falta es la primera, y no grave, el tribunal suele limitarse a una sencilla amonestación, o pronuncia una pena que por el pronto se suspende: en ciertos casos, pagan una corta multa los padres del niño. Cuando resulta que éste necesita mayor vigilancia y energía, que sus guardadores, al parecer, no pueden ejercer, el agente reclama y obtiene del tribunal una sentencia de prueba por un tiempo determinado, y se encarga, en nombre del Estado, de reformar la educación del niño si fuese preciso, y durante este tiempo vigilarle y tomar las medidas convenientes a su enmienda; si es necesario, se prorroga el plazo de la sentencia, pero dejando al niño con su familia. Cuando en ella no parece posible que se corrija, se le coloca en otra; si esto no bastase, va a la escuela industrial; si no fuese suficiente, a la correccional; y sólo en último caso extremo se le conduce a la prisión.

La amonestación y la prueba sin salir del seno de la familia es la ingerencia del Estado en el hogar doméstico: cuando es tan justa y tan útil, constituye el mérito original del sistema de Massachusetts, y es digna de meditarse por las personas que de la corrección de la infancia se ocupan.

El Consejo de Higiene y de Beneficencia recibe del agente los niños que no deben permanecer con sus familias, y busca otras apropiadas, donde son visitados por personas nombradas oficialmente, que prestan este servicio con celo y sin retribución alguna: para visitar las niñas hay señoras.

El resultado de este celo y de graduar la corrección de una manera tan inteligente, es que ha venido a ser cosa muy rara que un muchacho ingrese en la prisión.

A pesar del aumento de población, del movimiento continuo de ella de unos Estados a otros, en 1880 había en Massachusetts 300 delincuentes jóvenes menos que en 1870; se habían vendido los dos barcos que servían de escuelas correccionales; había disminuido un 90 por 100 el número de los niños que ingresaban en las escuelas correccionales, realizándose además una economía de más de un millón de reales; ventajas morales y económicas atribuidas en gran parte a tener a los niños en familia, ya sea la propia u otra que se busca con celo o inteligencia, y donde se los vigila.

Vamos a mencionar, por último, al Estado, que es primero en la protección de la infancia desvalida, y del que en el Instituto francés de Ciencias Morales y Políticas decía Mr. Drouyn de Lhuys:

«Ved, señores, el Estado de Michigan, que no cuenta aún cuarenta años de existencia, y tiene el honor de aventajar a la vieja Europa, inaugurando una nueva era para los niños abandonados.»

Extractaremos brevemente lo que en su informe53 dice Mr. C. D. Randall de la Escuela de Reforma del Estado de Michigan.

Se inauguró en 1874, y está situada en paraje sano y agradable, cerca de la ciudad de Coldwater. En el centro se eleva el edificio para la administración y habitaciones del director, maestros y empleados; en las alas están las escuelas, y en el centro la cocina y los refectorios; alrededor, y como formando una pequeña aldea, las casas en número de 10, donde habitan los niños, 30 en cada una, bajo la dirección de una mujer; una de las casas es doble, de modo que pueden contener 330 niños, lo cual basta, por ahora, dado que permanecen allí el menos tiempo posible. Hay hospital, depósito para las máquinas, alumbrado de gas, que se fabrica allí, y calefacción por medio del vapor. La parte rural tiene una extensión de 103 hectáreas de tierra labrantía, jardines y huertas.

La indigencia y el abandono son las únicas condiciones para ser acogidos en ella. Debe añadirse la salud física, moral e intelectual, porque no se admiten criminales, enfermos crónicos o con enfermedad contagiosa, ni imbéciles; se reciben desde la edad de tres años hasta los doce, sin distinción de sexo, nacionalidad ni color. «Tenemos -dice Mr. Randall- irlandeses, polacos, alemanes, italianos, franceses, suecos, noruegos, ingleses, escoceses, niños de raza franco-india, india pura, negros, mulatos, todos mezclados, y asimilándose en una democracia común y perfecta, teniendo allí los mismos derechos, como más tarde serán iguales bajo la ley del Gobierno de los Estados Unidos: se les hace trabajar cuanto su edad consiente, iniciándolos en las labores domésticas y campestres; se les enseña moral y religión (no de secta), y, en una palabra, a ser buenos y útiles ciudadanos. El niño americano predomina, naturalmente.

»El régimen alimenticio es sencillo e higiénico: los niños comen del mismo pan que los empleados, que es de la mejor clase, más sana y económica. El traje es también sencillo y cómodo, y están tan contentos y son tan felices como los que más puedan serlo en el mundo. En este medio agradable y alegre desaparece muy pronto el aspecto triste y miserable de niños pobres, y se transforman en criaturas joviales y contentas.»

Aunque el establecimiento lleva el nombre de Escuela de Reforma, en realidad es un asilo creado bajo el principio fundamental de que los desamparados que acoge no estarán allí sino temporalmente y mientras se encuentra una familia honrada que se haga cargo de ellos durante su menor edad. Tan pronto como se encuentra entra en ella el niño, con la condición de que será tratado como uno de sus individuos, que frecuentará la escuela por lo menos tres meses del año, y que irá a la dominical y asistirá a la iglesia. En cada condado hay un agente, nombrado por el gobernador, que examina las condiciones de la familia que se ofrece a recibir al niño, y si conviene dejarle en ella o no, debiendo informar, una vez al año, respecto de la situación del niño; obligación extensiva a la persona que le ha recogido. Si resulta que no está bien, se le coloca en otra familia, o, hasta que se encuentre una a propósito, vuelve a la escuela, cuyo director visita a los niños que están fuera de la casa, visitas que son siempre muy útiles. Durante la menor edad de los acogidos, el Estado, como tutor fiel, vela por ellos, estén sanos o enfermos, en la escuela o con una familia, y hace las veces de padre.

«Esta institución -dice Mr. Randall- no se parece nada a las que existen en los Estados del Este con una reputación inmerecida, y que recogen un gran número de chicos de la calle, enviándolos al Oeste con familias (homes), pero sin ejercer sobre ellos una vigilancia asidua; de modo que pronto se conducen de manera que merecen ingresar en nuestras escuelas de reforma o en nuestras prisiones.

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»La población ha aumentado de 1.200.000 hasta 1.700.000 almas desde que se fundó la escuela, que estaba en un principio llena y sin poder admitir a todos los que solicitaban entrar en ella; pero bajo la celosa e inteligente dirección de John. M. Foster, nuestro director actual, la escuela pone en práctica el espíritu y la letra de la ley: los niños van más pronto a vivir en familia y están allí con más gusto; de modo que hay siempre plazas vacantes y no se, rehúsa la entrada a nadie.

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»El pueblo entero nos agradece nuestra obra, y no hay institución que le inspire tanta simpatía y a que preste cooperación tan cordial. La Asamblea legislativa nos ha sido siempre propicia y concedido subvenciones adecuadas.

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»Colocamos a los niños, por vía de ensayo, durante dos meses. La mayor parte de los que han sido devueltos a sus condados tenía enfermedades crónicas, capacidad muy escasa o tendencias al mal, y nunca debieran haber venido a la escuela; y no obstante, un gran número se ha puesto en estado de proveer a su subsistencia y se conduce bien.

»El matrimonio de las jóvenes pone término al protectorado del Estado.

»Los que son adoptados por las personas que los han criado, tienen los mismos derechos que los propios hijos.

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»Los informes demuestran que casi todos los niños que viven en familia o adoptados se portan bien, y con frecuencia son queridos como los propios hijos. Muchos refieren de una manera conmovedora cómo se salvaron de la desmoralización completa por medio del sistema educador de la escuela. Hijas de familias humildes son hoy señoras instruidas, amadas y respetadas; algunas han heredado grandes propiedades, y muchos jóvenes proveen a su subsistencia y tienen una posición independiente.

»Los muchachos que salen de la escuela del Estado se colocan con facilidad, mientras que si saliesen de un asilo de pobres serían desdeñados. El hecho de ser admitidos en ella es como un certificado de moralidad, y la prueba de que está sano física y moralmente. Así vemos por experiencia que personas acomodadas o instruidas se ofrecen a recibir a nuestros niños en el seno de su familia, y no colocamos a ninguno sino con gente que puede sostenerlos y darles buena educación. Si los niños delincuentes se admitieran en la escuela, sería de seguro menor el número de familias de estas condiciones que se prestasen a recibirlos, considerándolos a todos como contaminados de crimen. Los jóvenes delincuentes ingresan en una escuela de reforma, y en la escuela industrial las muchachas que han cometido delitos; pero en nuestra escuela pública no entran sino niños abandonados o inocentes, por lo cual forma parte del sistema general de educación. Es la primera fase de la instrucción escolar de Michigan, y gracias a su organización excelente un niño empieza allí a instruirse, y si es estudioso y perseverante, completa sus estudios en nuestra gran Universidad de Ann-Arbor.

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»Los gastos ascienden, término medio, a 600 pesetas anuales por cada niño.»

En resumen, diremos que el sistema de Michigan tiene por objeto:

«1.º Proporcionar un albergue temporal de educación a los niños abandonados pero inocentes.

»2.º Como una agencia benéfica nuestra institución coloca a los menores al cuidado de familias respetables, y vigila su conducta y el trato que se les da con una solicitud paternal.

»3.º La obra tiene un doble objeto: primeramente es un beneficio para el inocente desamparado, a quien salva de la miseria y del crimen, y luego es un beneficio para la sociedad, toda vez que pone a estos niños en camino de ser buenos ciudadanos, en vez de dejarlos que se conviertan en verdaderas cargas para los contribuyentes, cuyos impuestos aumentan en proporción del número de los que ingresan en las casas de beneficencia, correccionales y en las penitenciarías.

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»Consideramos a estas instituciones como medios auxiliares y no como hogares permanentes. Una estancia prolongada da por resultado hacer al niño enteramente dependiente de, ellas, y no es nuestra intención que permanezca allí. Debe, pues, ir al mundo, entre sus semejantes, luchar en el combate de la vida, aprender a soportar los contratiempos y a gozar de la felicidad, sufrir la prueba de la victoria como de la derrota, y de este modo el carácter se formará, adquiriendo independencia, iniciativa, el respeto y el imperio de sí mismo.»

Hemos copiado textualmente algunos párrafos del Informe de Mr. Randall, tanto porque así nos parece dar más clara idea de la escuela pública de Michigan, como por el deseo de manifestar del modo que podemos la alta consideración y cordial simpatía que nos merece el cariñoso defensor de la infancia abandonada y oprimida; el hombre incansable que en medio de su mucho trabajo ha tenido voluntad y fuerzas para hacer tanto por los desdichados inocentes; el legislador que propuso o hizo aprobar la ley que los ha salvado.

Después de lo dicho, nos parece innecesario copiar el texto de esa ley, cuyo espíritu y principales disposiciones se comprenden por las citas hechas; sólo añadiremos que la escuela pública de Michigan está dirigida y gobernada por un Consejo de Inspección, compuesto de tres miembros nombrados por el Gobernador con aprobación del Senado, cuyos cargos son gratuitos, y las atribuciones muy extensas, comprendiendo cuanto concierne al régimen y administración del establecimiento, nombramiento y vigilancia de empleados, tutela de los pupilos, etc., etc.

Este Consejo tiene personalidad civil.

Es de notar también, sobre todo entre nosotros, en que se dan comisiones hasta de 400 reales diarios a personas muy vulgares por no hacer nada, o quién sabe si por hacer mal; es de notar, decimos, que el agente que puede nombrar el Gobernador de cada condado para inspeccionar las instituciones caritativas «recibirá, como compensación de su trabajo y servicios, la cantidad a que asciendan los gastos que con este motivo hiciere, a cuyo fin presentará una cuenta justificada, y además se le abonarán 60 reales por cada investigación con el informe de que se hablará, aprobado por el Gobernador. Esta suma la abonará el Tesoro del Estado, autorizado por el Auditor general, de los fondos que no tengan aplicación especial, siempre que no pase de 2.000 reales en cada condado, excepto en el de Mayne, en el cual podrá abonar hasta 4.000».

En las instrucciones dadas a estos agentes dice el legislador: «Que el bien del niño es el primero y definitivo objeto que deben proponerse.» Cláusula que es como el resumen de la ley, y da alta idea del pueblo que la promulga.

En este gran movimiento de las naciones más cultas y morales a favor de la infancia desvalida, proponiéndose el mismo fin, los medios, más o menos directos y eficaces, tienen que ser análogos, y así se ve cómo en la parte esencial concuerdan todos los pueblos.

Haremos notar las principales semejanzas o identidades; son como las grandes líneas que coinciden y dan idea de la forma y magnitud de la obra:

1.º Donde quiera que es una verdad la protección de los niños menesterosos, se aspira a socorrer, o se socorre ya, no sólo su necesidad material, sino también la moral, y la institución que acude a los moralmente abandonados es la más hermosa de cuantas existen. Cierto que su acción se limita a los pobres, a los que vagan solos por plazas y calles, o ven en su casa escándalos ruidosos que dan lugar a la intervención de la policía; cierto que los hay moralmente abandonados que van con criados y ayos, y en coche; que son escandalizados en voz baja, entre cortinajes, espejos y alfombras que la autoridad no pisa, y necesitan como los que más de la tutela de las personas honradas; cierto que la ley no puede penetrar aún en las casas lujosas y en los palacios para arrancar al niño rico de la horrenda miseria moral que le rodea; pero ese día llegará,54 y hacia él se va por el camino emprendido.

2.º A la tutela de padres indignos o imposibilitados de ejercerla se sustituye la social.

3.º Se sustrae a los niños que han infringido las leyes, de la acción de los tribunales cuanto es posible, de modo que sólo después de haber apurado inútilmente todos los medios de evitarlo ingresen en la prisión.

4.º Se evita la aglomeración de niños en las casas de beneficencia, convertidas en depósitos temporales y centros tutelares de protección, dirección y vigilancia, procurando que desaparezca del mundo moral (y aun del físico podría decirse) el desdichado tipo del hospiciano. En vez de aglomerar, de almacenar a los asilados en las ciudades, se llevan al campo con familias honradas, que suplen a la suya con ventaja, y muchas veces los miran como hijos. Como se ha salvado la vida de miles, de millones de niños recién nacidos llevándolos a criar al campo, se salva su salud física y moral sacándolos de pestilentes y perjudiciales aglomeraciones: no es más que aplicar a los primeros años el principio que sirve de norma para los primeros meses. Hoy nos parece un desatino, próximo a la locura, la Annunziata de Nápoles a principios del siglo, con sus 300 amas sedentarias y sus 2.259 expósitos, de los cuales morían casi todos (el 87,50 por 100); mañana o algún día (¡y puede abreviarse!) causará la misma extrañeza y horror saber cuántos están y cómo están los asilados en el Hospicio de Madrid. El mismo horror, decimos, y tal vez hemos dicho poco, porque, cuando se piense más y se sienta mejor, parecerá preferible la muerte en los albores de la vida, a arrastrarla enfermiza en desdicha y envilecimiento, si acaso no en culpa grave y delito.

5.º El amparo y educación de la niñez desvalida, verdadera cuestión social, como todas las de su clase necesita para resolverse la intervención eficaz de la sociedad: no basta que uno u otro elemento aislado intervenga y preste su apoyo; es necesario que todos cooperen activamente en la medida de su importancia para el caso, y así sucede. En la Francia centralizadora y reglamentista y en los cantones suizos; en Prusia, con sus tendencias socialistas cuartelarias; en Inglaterra, con sus tradiciones individualistas, y en la libérrima América del Norte; en todas partes, bajo una u otra forma, y de donde quiera que parta la iniciativa, los poderes públicos invocan y obtienen la cooperación de los individuos y de las asociaciones; éstas y los particulares piden y logran la consagración de la ley y el apoyo de los Gobiernos, y de la acción armónica y simultánea de todos resulta el conjunto de medios necesarios para combatir el mal. Conviene mucho fijarse bien en esto, para no intentar soluciones socialistas o individualistas que necesariamente han de tener de impracticables o incompletas lo que tuvieren de exclusivas. Conviene reflexionar cómo en Londres las asociaciones reclaman de la ley que las sostenga, y en Berlín el Gobierno pide auxilio a los particulares.

Y, en efecto, para no citar más que dos casos, y prescindiendo de muchas cuestiones, y entre otras la capital económica, ¿cómo los individuos y las asociaciones, al amparar a los niños, han de resolver, sin el apoyo de los poderes públicos, las cuestiones de tutela, de corrección paterna, de contratos de aprendizaje, de tantos derechos y deberes como hay que cumplir y que reclamar cuando se ampara a un niño que no tiene padres, o los tiene tan perversos que le hacen mal, o tan desdichados que no pueden hacerle bien? Y por otra parte, ¿qué hará la ley, como un esqueleto, escribiendo con mano descarnada artículos a favor de los niños desvalidos, cuando éstos no inspiren interés y compasión, cuando no hallen miles de familias honradas que los reciban, que los amen y sustituyan a la que les falta, y centenares de personas que velen por ellos, que les den dinero, tiempo y trabajo, que piensen en los medios de mejorar su suerte, que compadezcan sus desdichas y, si es necesario, excusen sus faltas? No es posible estudiar lo que se hace donde es una verdad la protección de la infancia desvalida, sin convencerse de que esta grande empresa no puede ser exclusiva de uno o varios elementos sociales, sino que los necesita todos. Claro es que la ley no es el más importante, pero no deja de ser indispensable. Es un error en sociología, como en mecánica, pretender que puede prescindirse de una pieza porque no sea la más importante; la falta de un tornillo basta para imposibilitar los movimientos de la máquina más perfecta, y la ausencia de un cooperador social desdeñado puede hacer imposible la realización de una grande obra.

Y este convencimiento que se adquiere estudiando lo hecho en el mundo para amparar a los niños abandonados, ¿no se generalizaría a todas las demás cuestiones sociales si con espíritu elevado e imparcial se estudiaran? La corrección de los delincuentes, el poner coto a la amenazadora reincidencia, ¿no necesita visitadores, conferenciantes en la prisión y patronato para los que salen de ella, es decir, cooperación social? No podemos extendernos en este capítulo, ya demasiado largo, sobre este asunto, ni dejar de hacer esta reflexión, que, puede decirse, brota de él como brotaría de otros si se estudiaran, contribuyendo a combatir exclusivismos e intolerancias que se convierten en obstáculos, cuando no en imposibilidades para hacer bien.

Tanto la acción legal como la social, al dar eficaz apoyo a la infancia abandonada, hallan, como en otras cuestiones (tal vez más que en ninguna), gran dificultad para mantenerse en el justo medio, precisamente porque, siendo muy enérgica la acción necesaria para evitar un extremo, hay peligro de que, reaccionando, lleve a otro.

Tres son los principales escollos que deben evitarse al huir de los opuestos, procurando:

1.º Sin una necesidad absoluta, no eximir a los padres del cuidado y obligación de mantener a los hijos, exigiéndoles alguna indemnización aunque sea pequeña, siempre que fuere posible, cuando ellos declaran la imposibilidad de atenderlos o la autoridad los declara a ellos incapaces de educarlos.

2.º Al privar de la tutela a los padres indignos de ejercerla, no dar a la medida más de la necesaria extensión: con frecuencia se salva del naufragio de muchas virtudes el amor maternal y aun el paternal, y cuando se trata de separar de él la autoridad de padres, hay que proceder con mucho pulso y mesura, organizando el procedimiento de modo que dé garantías positivas de acierto.

3.º Dar a la ley la intervención necesaria, pero no excesiva, ni a las autoridades facultades exageradas, y sobre todo las que personalmente no pueden ejercer: la delegación es un principio absurdo, y debe sustituirse por éste: que cada funcionario no deba hacer sino lo que pueda hacer, y responda de lo que haga. Importa esto mucho en cualquier asunto; pero es esencial, tratándose de niños, apreciar lo que les conviene, y estudiar su índole y las circunstancias de los padres o guardadores.

4.º Buscar orden, no establecer la exagerada centralización, que no suele ser más que una forma de la anarquía. Sentar algunos principios, dar algunas reglas generales, pero descentralizar todo lo posible para aplicarlos. Es ilusoria la tutela y protección que se ejerce desde la capital de la nación o de la provincia respecto de los niños, que deben estar diseminados cuanto sea posible por todo el país; aunque no lo fuesen es absurdo, y si no fuera triste sería ridículo, pensar que aun en la misma población, si es grande, la autoridad superior puede ocuparse, suponiendo (es un supuesto) que quisiera, de si el ama que lacta a un niño pobre tiene lecho o es aseada; si el contrato de aprendizaje está bien hecho y se cumple; si la familia que tiene un expósito o abandonado lo cuida o lo maltrata.

5.º Para evitar el abandono de los hijos de madres solteras, no darles ciegamente auxilios pecuniarios, utilísimos, indispensables y que debían ser más cuantiosos que son en algunos casos, pero perjudicialísimos en otros. Mujeres que viven de mendicidad y libertinaje cobran pensión por uno o varios hijos naturales, especie de subvención al vicio y medio de propagarlo y dejarlo como abominable herencia a las desdichadas criaturas, que estarían mejor amparadas por la tutela social que con su indigna madre. Si ésta merece o no auxilio, es cosa imposible de averiguar por autoridades lejanas, u ocupadas, o que tienen poca gana de trabajar y menos interés en que los niños se eduquen o se depraven: misión es ésta propia de personas caritativas que sinceramente los compadezcan y estén en situación de juzgar si la madre soltera merece auxilio, en cuyo caso debe ser más cuantioso que el que hoy se lo da, o si el hijo gana con perderla.

Por estas observaciones y otras análogas que pudieran hacerse, se comprende cuánto estudio y circunspección y tino son necesarios al legislar sobre la infancia desvalida a fin de favorecerla eficazmente.

Lo que hacen hoy por los niños abandonados las naciones de primer orden (moral), es consolador para la humanidad, triste para España, que no las imita; pero no deja de tener el carácter de un remedio caro y difícil de aplicar a un mal grave. Hacer que desaparezca este mal absolutamente, es imposible por ahora y acaso por siempre; pero disminuirlo mucho sería posible. ¿Por qué medio? Por varios, pero uno de los más eficaces sería mejorar la condición social de la mujer y que, en sus relaciones de sexo con el hombre, hallase, en las leyes y en la opinión, la justicia que hoy se le niega.

¿Quién intentaría separar la vida de la madre de la del hijo cuando éste se halla en el claustro materno? a nadie puede ocurrírsele semejante absurdo. Pues no es mucho más racional suponer que la suerte y condición social de la madre no han de tener una influencia decisiva sobre el niño. Entendemos por CONDICIÓN SOCIAL el conjunto de circunstancias que resulta de las leyes, las costumbres, las opiniones y la manera de ser industrial, artística, científica de un pueblo.

Con el título de La madre del niño abandonado hemos publicado en otra ocasión un breve trabajo, de que daremos una idea muy sumaria por no hacer interminable este capítulo.

Así como el estudio de los hombres delincuentes ha conducido al de los niños abandonados, el de éstos lleva al de las mujeres que los abandonan.

La madre, por regla general, muy general, no abandona a su hijo sino porque el padre la abandona a ella o porque se halla en un estado de miseria grande.

En general, el expósito debe el ser a un hombre que no quiere casarse con la madre de su hijo, ni auxiliarla para que lo críe. Cuando la idea de la justicia sea la regla, de la excepción que hoy es, y se eleve el nivel de la moralidad, parecerá imposible que el padre natural no tenga ninguna obligación legal de contribuir al sustento de su hijo, y que éste haya de pesar sobre la madre, que cae abrumada bajo una carga superior a sus fuerzas. ¿Y cómo no ha de caer, luchando con la deshonra y con la miseria? Unas veces consiente en que su hijo sea llevado al torno, o sin su consentimiento lo llevan; otras, se echa a mendigar con él o lo deja a un ama, y ella busca casa para criar; y mientras el hijo muere o languidece en la Inclusa o con una mala nodriza, o va por los caminos en brazos de una madre perdida y que le perderá, su padre sabe, ve todo esto, y se ríe de tanta desventura, y no auxilia tanta miseria, y guarda íntegro su jornal, su sueldo o su renta para gastarla en seducir a otras mujeres, que tendrán otros hijos que igualmente abandonará. ¿Cómo, con semejantes leyes y costumbres, no ha de haber niños desamparados?

La investigación de la paternidad, con sus inconvenientes, tiene ventajas que los superan en mucho; y aunque no fuera más que la de sentar un principio de justicia, sería grande comparado con el daño de legalizar la iniquidad. Algún freno representaría para los libertinos saber que sus desórdenes podrían tener consecuencias pecuniarias, y menor sería el escarnio de la justicia y el abandono de los niños si los padres tuvieran siempre la obligación de contribuir a su crianza, cualquiera que fuese su estado y condición social y en proporción de ella. Los autores de una vida tienen la obligación de conservarla; tienen, decimos, porque la madre sola no puede, y aunque pudiera, por muchas razones habría que evitar que cumpliera sola el deber de entrambos. Esto es de deber, de necesidad natural; esto lo practica el bárbaro y el salvaje. Sólo el civilizado sin entrañas, repugnante monstruo, padre sin hijos, da vida a seres para que mueran abandonados, y hollando las leyes de la Naturaleza, halla protección en las de los hombres.

En el trabajo a que nos referimos se sientan, y a nuestro parecer se prueban, las proposiciones siguientes, que apenas necesitan prueba ni demostración; tan claras nos parecen:

1.º El concurso indispensable del hombre para la conservación, propagación y perfección de la especie, no es sólo fisiológico, sino también económico, moral e intelectual.

2.º En la conservación, propagación y perfección de la especie, la misión de la mujer es mucho más penosa que la del hombre; la Naturaleza ha sido dura con ella, y en las relaciones de sexo tiene grandes desventajas naturales.

3.º Las desventajas naturales de la mujer, que debieran disminuirse cuanto fuere posible, la sociedad las aumenta, y sumadas, abrumando a la madre, caen sobre los hijos.

Cuando decimos de los hijos, no nos referimos sólo a los naturales y expósitos, sino también a los legítimos, moral y muchas veces materialmente abandonados por sus padres, a quienes ni la ley persigue ni la opinión rechaza. Uno de los medios más eficaces de evitar este desamparo sería dar más personalidad a la mujer, para que la madre tuviese mayores medios de hacer valer sus derechos y los de sus hijos cuando el padre falta a sus deberes. Para esto serían necesarias, entre otras condiciones, las siguientes:

1.ª Igualdad de derechos civiles para los dos sexos, como existe ya en los países más adelantados.

2.ª Igualdad de la mujer y del hombre para la instrucción que proporciona el Estado, sea literaria, artística, científica o industrial.

3.ª Derecho para la mujer de desempeñar todos los cargos para los cuales acredite aptitud.

4.ª No excluir a la mujer de ningún oficio ni arte que pueda desempeñar bien, cuando no haya para ello más razón que la costumbre, como hoy sucede en muchos casos.

5.ª Investigación de la paternidad y obligación para el padre de contribuir, según sus medios, al sustento del hijo natural.

Como hemos dicho, la suerte del hijo está íntimamente unida a la de la madre, y mejorando la condición social de ésta sería menor el número de niños abandonados, material y moralmente. Preciso y bueno y santo es protegerlos en su desamparo, pero mejor sería evitarlo.

Trazadas las grandes líneas de la reforma necesaria para la protección de la infancia; indicados los medios que en otros países se emplean para que sea eficaz; demostrado por la razón y patentizado por la experiencia que no basta la acción del Estado, sino que es indispensable la cooperación de los individuos y de las asociaciones; que éstas necesitan el apoyo de la ley; en una palabra, que la sociedad entera necesita contribuir con todas sus fuerzas armonizadas a resolver el problema social de la infancia material o moralmente abandonada; razonada la necesidad de que se mejore la condición de la mujer, para que la madre, la mejor protectora natural del hijo, no deje de protegerle por falta de medios, réstanos sólo indicar brevemente cómo se aplicarían estos principios y se utilizarían estas fuerzas en las diferentes situaciones en que el niño desvalido puede encontrarse.

La ley que impusiera el deber de amparar al niño material o moralmente abandonado, secundada por autoridades dignas de mandar, individuos caritativos y asociaciones benéficas, sin cuya cooperación sería como un esqueleto, impediría que los niños vagasen por las calles, los caminos y los campos, ni menos se corrompieran en la mendicidad.

En la casa misma, donde a veces el niño necesita tanta protección, podría hallarla en la ley, y donde ésta no alcanzase, en individuos o asociaciones caritativas que en otros países le protegen contra la incuria, la ignorancia o la miseria; en España mismo, aunque por excepción desdichadamente, rara vez se hace algo de esto, lo cual prueba que puede hacerse aun sin el apoyo de la ley y la cooperación del Estado. Los padres, aun los descuidados, viciosos y hasta perversos, suelen agradecer el bien que se hace por los hijos; y, por lo común, la casa del pobre está abierta para todo el que lleva algo a ella con buena voluntad y formas corteses. Así, pues, la protección del niño en su casa no hallará más dificultad que la falta de protectores.

Los establecimientos de beneficencia, para que correspondan a su nombre, necesitan variar sus actuales condiciones:

1.º Aumentando su número y disminuyendo su capacidad, de modo que se evite esa aglomeración de niños, tan perjudicial para la salud de éstos como para su moralidad.

2.º Desistiendo del empeño de aglomerar a los niños amparados en las grandes capitales, donde son peores las condiciones higiénicas, la vida más cara y la instalación más costosa.

3.º Procurando colocar a los niños fuera del establecimiento, siempre que se hallen familias honradas y a propósito.

4.º Que cada asilo de niños tenga una asociación que le auxilie, que le vivifique, puede decirse; los niños, más que nadie, necesitan quien minuciosamente los cuide, quien no se canse de protegerlos, quien los ame, y un establecimiento donde no hay más que empleados no es un amparo para la infancia desvalida, no es una casa benéfica: es una confusión que lleva al trastorno de todo el orden moral y aun material; una masa que se quiere manipular en frío, un almacén de seres desdichados que sufren y se desmoralizan; es, en fin, el Hospicio.

No escribimos un tratado de moral y de pedagogía, ni nos es posible, hablando de la escuela, que debe ser instrucción y educación, dar más que ideas generales, e indicar que toda enseñanza debe formar parte de un orden racional en la vida de los niños, de todos los niños, en vez del desorden en que vive la casi totalidad de ellos. La educación es todo lo que se ve, todo lo que se oye, todo lo que se siente y todo lo que se hace. Principalmente lo que se hace, y las relaciones de los discípulos entre sí y del maestro con ellos, si son benévolas, facilitan la enseñanza; si hostiles, la dificultan en alto grado. Los métodos son malos y deben mejorarse, como los locales y el material; pero todo será inútil, o al menos poco eficaz, mientras las relaciones entre profesores y alumnos, en vez de cordiales, sean hostiles.

La protección del niño en la escuela debe ser espiritual, material y moral; las escuelas, por la ley, debían tener condiciones de orientación y capacidad proporcionada al número de alumnos que las frecuentan, y las condiciones higiénicas indispensables para que no fueran, como hoy son, un foco de enfermedades y un auxiliar eficaz de todo agente morboso. En lo moral, no es menos deplorable la influencia del modo de tratar a los niños con formas groseras, castigos brutales y palabras soeces; hay excepciones, pero la regla es que, por el modo de estar organizadas las escuelas, los niños adquieren en ellas maneras tocas, y se resabian o se desmoralizan, según los casos. La ley debería poner coto a los abusos, prohibiendo los golpes y palabras malsonantes bajo penas severas; pero la ley será letra muerta, como lo es en parte, mientras no la sancione la opinión pública, y la inspección de las escuelas no esté a cargo de personas que se interesen por los niños, y los protejan eficazmente, si es preciso, contra el maestro y hasta contra sus padres que le autorizan, y aun le mandan (¡hay casos!) que les pegue. En otros países, la escuela es objeto de particular interés, y a vigilarla y a mejorarla, a animar a los maestros, y a contenerlos cuando lo necesitan, o premiarlos cuando lo merecen, contribuyen gran número de personas de ambos sexos que se asocian con este objeto. Entre nosotros, a nadie lo importa cómo se instala la escuela ni lo que en ella pasa; nadie lo sabe, ni los padres de los niños que la frecuentan: así está ella. No se reformará mientras los mejores de cada pueblo no se unan para reformarla material y moralmente.

En la prisión el niño no ha de estar sino por excepción muy rara, y aun entonces debía ser una especial que ni aun el nombre de prisión tuviese. Hemos visto cuanto se hace en otros países para evitar que un niño vaya a la cárcel y a presidio, es decir, para salvarle, porque indefectiblemente se pierde confundido con los hombres criminales. Pero en vano la ley dispondrá lo conveniente si no hay medios de cumplirla; si faltan establecimientos donde se recoja a los niños en camino de perderse, y asociaciones que los amparen, y autoridades que se apoyen en la opinión para hacer bien o que la teman si hacen mal, y ejerzan una acción tutelar severa, como el caso lo requiera, término medio entre la del padre, que no fue suficiente, y la del tribunal, que no es necesaria. El niño extraviado puede salvarse, en la mayoría de los casos se salva; la experiencia lo prueba cuando hay quien quiera salvarle. ¡Y decir que se le deja crecer en la maldad, que se pone en condiciones para que la aumente, y de la falta vaya al delito, y del delito al crimen! ¡Y esto hacemos en España, mandando los niños a la cárcel por leve culpa, a veces sin ninguna; esto hacemos, y de todas nuestras impiedades, con ser muchas, no hay ninguna tan grande!

Y no es que nosotros creamos que los niños son ángeles, no; pero sus defectos y sus culpas, en lo general, son de niños, y aun cuando parezcan de hombres, y lo sean realmente, todavía hay siempre una diferencia esencial. Nosotros, pues, no declaramos irresponsables a muchos niños que así resultan legalmente; hay precocidad para el delito, y cuando éste se comete con todas las circunstancias que le califican en alto grado, cuando el niño obra como hombre astuto y perverso, no hay duda que para el mal ha llegado a su mayor edad. Pero, decíamos, hay siempre una diferencia esencial, y es ésta: el niño no está perfectamente formado física, moral, ni intelectualmente; no es una individualidad definitiva, sino transitoria: está variando; de bueno, puede con facilidad empeorarse; mejorarse, si es malo: por lo común se mejora, y cualquiera puede observar que hay una época en que los muchachos son peores que serían de hombres.

Es muy común equivocarse al juzgar que un niño que ha hecho mal no ha sabido lo que ha hecho, por no haber observado desde cuán temprano se empieza a tener idea del mal y del bien; además, el aumento de la precocidad, debido a muchas causas, es evidente, y no se limita, por desgracia, al bien. El estudio de la infancia delincuente produce el convencimiento de que en general es culpable, y de la necesidad de tratarla como tal, no para hacerla objeto de rigores, que sobre ser crueles serían contraproducentes, sino para comprender que hay que rectificar voluntades torcidas. Por estas razones que no hacemos más que apuntar (para desarrollarlas, sería preciso escribir un largo tratado especial); por estas razones y otras, el niño, aun verdaderamente culpable, aun perverso, no debe ser tratado como hombre criminal, ni menos confundirlo con él; ha de sujetarse a un régimen especial, y tener protectores especiales mientras está en la prisión y cuando recobra la libertad. Hay tantas pruebas de que los niños extraviados pueden corregirse, como tentativas razonables y perseverantes se han hecho para corregirlos. Una de las más concluyentes, a nuestro parecer, la da El patronato de los jóvenes delincuentes de París, porque para conseguir los buenos resultados que obtiene necesita luchar con poderosas causas de reincidencia: el estado de la prisión, de donde salen sus patrocinados, y el de la sociedad en que entran.

Tratando del trabajo de los niños, insertamos la ley (letra muerta) que a él se refiere, elogiando su tendencia y buena voluntad que la inspiró; aquí debemos hacernos cargo de sus defectos de más bulto.

1.º Los diez años que fija para que los niños sean admitidos a trabajar en fábricas o talleres, fundiciones o minas, es muy poca edad. Hay que ver el poco desarrollo que tienen por lo común los hijos de los pobres, mal alimentados, mal vestidos, mal albergados. ¿Qué menos ha de exigirse que doce años, que es lo que marca la ley francesa?

2.º Limitando la prohibición a las fábricas, talleres, fundiciones y minas, quedan muchos trabajos (la mayor parte) en que se puedan emplear y se emplean niños, sin que la ley los ampare. Desde luego, todos los que se hacen al aire libre, en tierra y en la mar. Hemos visto que se embarcan hasta de tres años; y con los medios primitivos o imperfectísimos que para las obras suelen emplearse en España, todo se hace a fuerza de fuerza, y la de los niños y jóvenes se agota de una manera cruel en el movimiento de tierras, acarreo de materiales, etc., etc., en que suceden casos como el siguiente: Una niña andaba al cesto, es decir, con uno en la cabeza, llevando tierra de una parte a otra con fatiga grande; los hombres que cargan no tienen consideración con las débiles operarias, que por miedo de que las peguen allí o sus padres si dan lugar a queja o las despidan, trabajan más allá de sus fuerzas. ¡Cuán agotadas no estarían las de la pobre criatura que al volver a su casa (distante una media legua) cayó rendida en un prado, se durmió y allí pasó la noche! ¡Cuánto descuido tendrían los que debían cuidarla, que nadie la buscó! ¡Cuán habituada estaría a sufrir, que al despertar por la mañana se volvió al trabajo sin cenar ni almorzar, ni llevar comida para todo el día, en que no tuvo más alimento que el que por caridad, del suyo escaso, le dieron sus compañeras! ¿Qué organismo puede desarrollarse ni aun resistir en tales condiciones? No es fábrica ni taller, fundición ni mina, el matadero, donde no debe entrar ningún niño; el tejado ni el andamio, a donde no debe subir, ni el camino por donde despeado y cojo sigue a veces llorando a la cuadrilla de segadores, que lo denuestan porque se queda atrás.

Muchas páginas podrían llenarse con casos no comprendidos en la ley; pero basta lo dicho para probar su deficiencia y hacer comprender que, después de especificar lo posible, debe hablar en general de todo trabajo desproporcionado a las fuerzas del niño. Diráse que es muy vago, pero a medida que se ofrezcan casos dudosos se van resolviendo y se forma jurisprudencia; y si no pudo preverlo todo, puede irse determinando en justicia.

3.º No se prohíbe el trabajo en las minas. ¡Decir que un niño de diez años puede sepultarse en ellas, y corromperse y corromper una niña y una joven! La ley prohíbe ya en otros países que las jóvenes y las mujeres tomen parte en los trabajos subterráneos.

4.º Al decir que no trabajarán de noche los jóvenes menores de quince y las jóvenes menores de diez y siete años en los establecimientos en que se emplean motores hidráulicos y de vapor, se dejan fuera de la ley gran número, puede decirse la mayor parte de los trabajadores. Todos los que trabajan en la mar en barcos que no son de vapor, en muchas minas, refinos, imprentas y todas las industrias que no están montadas en grande, pero donde los operarios trasnochan. Y esto aun suponiendo que se dé a la ley la interpretación más favorable a los niños, lo cual no es seguro; porque si en muchas fábricas muy en grande el vapor o la rueda hidráulica se emplean como motor, habría de seguro dudas y cuestiones si la ley fuese verdad.

5.º Nada se dice del trabajo de los domingos, que debía prohibirse terminantemente, aun prescindiendo de toda consideración religiosa, sólo atendiendo al descanso, recreo y esparcimiento necesario en el hombre, y mucho más en el niño.

6.º Además de los trabajos desproporcionados a las fuerzas, los hay en gran número que las socavan por lo malsanos, y otros peligrosos, todos los cuales están prohibidos para los niños en otros países, y no se mencionan en la ley que vamos examinando. Claro está que los insalubres para los niños no son higiénicos para los hombres, pero se supone que éstos, conociendo el daño, pueden cortarle, suposición desgraciadamente gratuita; pero es cierta la mayor resistencia de los hombres, y que soportan lo que a los niños abruma. En cuanto a los peligros, claro está que son mayores para la infancia inquieta e imprevisora.

7.º Nada se dice de la policía de los talleres, ni de las precauciones que deben tomarse para evitar o aminorar los peligros, como aislar en lo posible las ruedas, correas y engranajes, cubrir pozos, trampas, etc., etc. Tampoco se limita el peso que los niños podrán arrastrar o llevar en la cabeza o a cuestas.

8.º Determinando la edad en que los niños podrán hacer ciertos trabajos, no se establece el medio de comprobarla: no deberían ser admitidos por ningún patrón o jefe de fábrica sin libreta en que legalmente constase su edad, nombre y apellido, tiempo que asistió a la escuela y estado de su instrucción, datos que pueden servir de descargo al que le admite si cumple la ley, y de cargo si falta a ella.

9.º En los establecimientos en despoblado que empleen más de 80 niños y niñas se exige la fundación de escuelas de instrucción primaria (que pagará el Estado) y la asistencia de tres horas diarias, y nada se dice respecto de los establecimientos que están a menos de cuatro kilómetros de lugar poblado, es decir, a la mayor parte, que quedan en libertad, de que ampliamente usan, de recibir niños sin instrucción alguna, ni darles tiempo para que la adquieran.

10. El cumplimiento de lo dispuesto se encomienda a Jurados mixtos organizados de modo que no podían dar resultado, como no le dieron. Debemos declarar lealmente que no tenemos confianza en la eficacia de ninguna ley cuando el interés, auxiliado por la rutina, la rechaza y no hay humanidad ni espíritu de justicia que la apoyen. La que examinamos tal vez hubiera sido letra muerta, por más precauciones que se hubieran tomado para impedirlo; pero no se tomó ninguna, procediendo el legislador con un desconocimiento completo de las costumbres y modo de ser de los legislados. Los Jurados mixtos de maestros de escuela, obreros, fabricantes y médicos, presididos por el juez municipal, y la inspección de éste en tanto que aquéllos se establecían, no es cosa práctica ni razonable. Los jueces de paz tienen muchas ocupaciones y, en general, poco prestigio; suelen deber su nombramiento al espíritu de partido, ser instrumento de él; y aunque alguno pudiera, quisiera y supiera cumplir lo que la ley dispone, y tuviera la independencia que suele faltarles, hallaría obstáculos y resistencias insuperables. La inspección de las autoridades y del ministerio fiscal no podía ser más eficaz, dadas las muchas ocupaciones que tienen y su poca competencia en el asunto. En Francia, donde se hizo la ley para que fuera verdad y lo ha sido, se crearon:

Una Comisión superior dependiente del Ministerio del Comercio;

Comisiones locales, una por lo menos en cada distrito;

Quince inspectores nombrados por el Gobierno a propuesta de la Comisión superior, y retribuídos por el Estado;

Las Diputaciones podrán, además, nombrar inspectores departamentales. Hay también inspectoras para visitar los talleres y obradores de niñas.

Para desempeñar el cargo de inspector se necesita el título de ingeniero del Estado, de ingeniero civil o pertenecer a la Escuela Central de Artes y Manufacturas o de Minas. Compárense las garantías de esta inspección con las que ofrece la de los jueces. Lo repetimos: tal vez hubieran sido inútiles todos los medios pero no se han puesto los que pudieran dar resultado.

11. Suponiendo una ley bien meditada y medios de aplicarla, queda todavía esta cuestión grave: ¿A quién se ha de aplicar? En nuestro concepto, a todo trabajo hecho por niños que no son hijos del que los emplea ni del que dispone de ellos, siendo entrambos responsables en caso de infracción legal; y, además, al que ejecutan en sitios públicos, aunque sea por disposición y bajo la dirección de sus padres, si se infringe la ley. Ésta, como decía en Francia el Ministro de Agricultura y Comercio, Mr. de Meaux (en sus Instrucciones a los inspectores), « no debe detenerse sino ante el umbral del hogar doméstico»; regla prudente y justísima que no debiera tener excepción, y que tiene varias allí mismo donde se ha dado.

Suponiendo que la ley no se infringe, los encargados de hacerla cumplir no tienen derecho a inspeccionar los obradores de la «Sociedad para la enseñanza profesional de las mujeres», ni los establecimientos donde se trabaja por cuenta del Estado, ni los institutos benéficos. Por una causa instruida contra Mr. Arnaud, religioso de la Orden de San Pedro y director de un asilo de huérfanos en Marsella, se ve hasta qué punto es contra razón y contra humanidad semejante excepción, cuán cándido suponer que porque un establecimiento se llame benéfico no se puede hacer mal en él, y qué lejos está de la justicia la jurisprudencia establecida por los tribunales franceses, de que no es aplicable la ley protectora de los niños cuando los talleres en que trabajan no se han establecido por especulación y constituyen verdaderos obradores de caridad. Según la alta magistratura francesa, es caridad:

Tener niños de diez, nuevo y ¡siete! años doce horas en un taller;

Es caridad que de estas doce horas pasen diez, dando vueltas a una rueda;

Es caridad cobrar dos reales diarios por cada infeliz criatura que así se explota y se agota.

Un fraile lleva a 103 niños a las seis de la mañana y los recoge del taller a las seis de la tarde. Los hechos están plenamente probados; el fraile Mr. Arnaud no los niega, pero dice que su objeto principal no es utilizar su trabajo, sino que aprendan, y esta defensa, que más parece una burla, da por resultado la absolución. En lugar de los jueces, habríamos entendido que se burlaban de nosotros diciendo que era caridad, educación y enseñanza agotar las fuerzas de un niño de siete años en un trabajo mecánico y monótono, propio para desfigurar el cuerpo, y que no deja tiempo ni fuerza para ningún género de instrucción. ¿Cuándo la reciben? Es posible que, para colmo de crueldad, aun les obliguen a estudiar algunas lecciones, privándolos del sueño, que, después de tanta fatiga, debe prolongarse más, aunque nunca será bastante para reparar un gasto tan anormal de fuerzas.

Para que el escarnio de la justicia sea mayor, el Sr. Arnaud, que dirige dos talleres, y que envía los niños de siete años doce horas al tercero, incurriendo en gran número de infracciones legales, es absuelto y condenado el director de este taller porque no lleva hábito, ni dice que explota a los niños por caridad.

Conviene meditar y evitar todo esto.

A priori se comprende que un fin bueno no excluye medios que no lo son; que la pureza de una idea se empaña al convertirse en obra por espíritus vulgares; que en corazones poco amantes, al amor de Dios no va siempre unida suficiente cantidad de amor al prójimo; y si éste se considera, no como fin, sino como medio de ganar el cielo, hay peligro de convertirlo de persona en cosa; por último, que los célibes no son, por lo común, tomados en su totalidad, los bienhechores más cariñosos de los niños; benditas, santas excepciones hay de esta regla, pero no deja de serlo.

El que quiera enterarse del asunto y no guste de razonamientos, puede observar la práctica, y en ella verá con qué facilidad la rigidez y severidad de la regla en muchos institutos caritativos se convierte en dureza aun para los individuos que de ellos forman parte. ¿Dónde está la caridad? ocurre preguntar muchas veces, viendo que se falta a ella con pobres mujeres enfermas o endebles a quienes se da un trabajo superior a sus fuerzas o se priva de las condiciones necesarias para recobrar la salud o prolongar la vida. No olvidaremos nunca la calma plácida con que un sacerdote Paúl recetaba el martirio para unas hijas de San Vicente, cuya penosa situación se le pintaba exhortándole para que se esforzara en mejorarla. En escuelas fundadas por caridad, cualquiera ha podido ver cómo se faltaba a ella y aun a la justicia, abusando de la desgracia para tener maestros con una retribución tan mezquina que no los sacaba de la última miseria. Porque prospere la casa y despachar la obra que se hace en ella se rebajan los precios, con daño inmenso de las operarias que a iguales o análogos trabajos se dedican. La casa, la compañía, la comunidad, el instituto en que se funden los que pertenecen a él, es lo primero, a veces lo único, y a él se sacrifica todo y todos. Golpes y heridas y descuidos graves ha habido en colegios regidos por sacerdotes. Cuando los recursos escasean para sostener el establecimiento, hay que comer menos y trabajar más. La mayor parte de los establecimientos benéficos que en Francia recogen niños, en posición de hacer lo que les parece respecto de su trabajo, rechazan toda ingerencia del Estado, se niegan a responder a las preguntas que la autoridad les dirige, a suministrar los datos que los pide. ¿Por qué? Puede haber muchos motivos, algunos con apariencia de razón, apariencia nada más, porque si las cosas están mal, no deben ocultarse, sino enmendarse, y si están bien, conviene que se sepan para que sirvan de ejemplo y desengañen la ignorancia y reduzcan a silencio la calumnia.

Insistimos, pues, en que, al proteger a los niños como trabajadores, la ley, como decía Mr. de Meaux, no debe detenerse sino ante el umbral del hogar doméstico.

La ley que protege a los niños que trabajan en los espectáculos a pesar de la severa sanción penal con que amenaza a los infractores, se infringe muchas veces, acaso más que se cumple, sin que las autoridades lo pongan en conocimiento de la judicial como se les manda; y es que la protección de los niños se escribe en vano en los Códigos cuando no está grabada en los corazones ni en las conciencias. Esta a que nos referimos convendría modificarla para cuando llegue el día en que se cumplan las buenas leyes:

1.º Aumentando de doce a diez y seis años la edad en que los ascendientes emplean niños en las representaciones: para que un niño haga habilidades en ellos a los doce años se necesita que empiece a trabajar a los diez o a los ocho, y es tener demasiada confianza en el amor paternal de los acróbatas, gimnastas, saltabancos, etc., suponer que no han de hacer trabajar a sus hijos o nietos más de lo que a su salud y desarrollo conviene. Es muy común que los traten con dureza que llega hasta la crueldad.

2.º La entrega (sic) hecha a los acróbatas, gimnastas, etc., por ascendientes, tutores, maestros o encargados por cualquier título de un menor de diez y seis años, no debería consentirse sin que fuera solemnemente autorizada por el juez, a fin de cerciorarse si la voluntad del menor era irse con los que se hacían cargo de él, y previo reconocimiento facultativo respecto de su aptitud física para el oficio, no dándose la autorización en caso negativo.

3.º Los menores contratados por acróbatas, saltabancos, etc., podrían separarse de su servicio siempre que fuera su voluntad, sin consideración a compromisos que legalmente no pueden contraer, ni en este caso nadie por ellos.

4.º Ni padres ni guardadores deberían estar facultados para entregar a las jóvenes menores a gimnastas, acróbatas, etc. Confiar a estas compañías muchachas de diez y seis años, es poner su virtud a una prueba que no resistirá probablemente.

5.º Debería prohibirse terminantemente que los acogidos en las casas de beneficencia tomasen parte en los espectáculos, menos por el trastorno (con ser mucho) que producen en la casa retirándose a altas horas de la noche, y a ellos la falta de sueño, que por consideraciones morales que parece imposible que hayan prescindido los que hacen de los niños del Hospicio de Madrid comparsas del teatro de la Zarzuela.

De los hechos citados o ideas emitidas se infiere claramente que la protección de la infancia en un pueblo que la ha tenido abandonada, exige que la sociedad se modifique en sus hombres, en sus mujeres, en sus leyes, en sus costumbres, en sus ideas, en sus sentimientos, en todo: es menester un cambio radical. ¡Ardua empresa! Sí, muy ardua. Para las naciones, como para los individuos, no hay cosa más difícil que educar. Pero téngase en cuenta que la dificultad no es material, sino espiritual. No se alegue el gasto que supone amparar a los niños desamparados, porque, sobre que habría recursos si hubiese voluntad de allegarlos, ¿por ventura los niños abandonados no se mantienen? Comen poco, es verdad; con frecuencia tienen hambre los míseros, pero también malgastan, y en el desorden de su vida, aun prescindiendo de todo cálculo que no sea pecuniario, no creemos que su abandono salga más barato que lo sería su protección: resultará más caro si se considera que no trabajan nada, y que habrá que mantener mayor número de ellos en el hospital, en la casa de beneficencia, en la prisión. La estadística es elocuente: tomemos la del correccional modelo de la infancia, y veamos la filiación de 4.395 alumnos de Mettray.

Hijos de padres condenados por crímenes o delitos....859
Hijos de padres que viven en concubinato..................380
- naturales.................................................................689
- de segundo matrimonio............................................584
Expósitos o abandonados..........................................293
Huérfanos de padre y madre......................................83155

El abandono moral o material, o entrambos, había empujado por el camino del vicio y del delito a estos 4.395 niños, que la protección salvó en su casi totalidad, convirtiéndolos en miembros útiles de la sociedad, en vez de su azote que hubieran sido.

Poco entiende de cálculo y de interés la sociedad que ignora cuán caras ha de pagar las economías que realiza con los niños que abandona. Es necesario que la idea de niño protegido sea correlativa de la de niño abandonado, y que la orfandad moral se considere, como es a veces, más triste y necesitada de amparo que la causada por la muerte.

Todas las naciones de primer orden moral nos prueban que no hay dificultades insuperables, nos enseñan el modo de vencerlas, nos presentan la teoría convertida en práctica, nos dan ejemplo. Nuestro siglo es el primero que ha dicho como el Salvador: -¡Niños, venid a mí! -y les ha abierto los brazos con amor de madre. Al lado de este mérito, ¿qué son todas sus culpas?