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ArribaAbajoCapítulo VI

Distribución de los productos del trabajo


Jornal. - Salario. - Prima. - Participación en las ganancias. - Cooperación.

Se nota en los socialistas una gran aversión al jornal, como al salario, y la misma parecen inspirar a los individualistas la cooperación y participación en las ganancias. Estos exclusivismos son deplorables, como lo es la intransigencia, la obstinación, el fanatismo sistemático y las ilusiones, cuando se necesitaba tolerancia, espíritu de concordia, reflexión, conocimiento de la realidad que se impone a todos. Y decimos todos, porque no es raro que se alejen de ella lo mismo los que invocan las ideas, que los que apelan a los hechos.

En los unos influirá el amor a lo existente, que llega a ser culto y aun idolatría; el temor de cambios que tienen que ser trastornos, y cierto desdén justificado por las exageraciones de sus adversarios, que pretenden erigir sus teorías en leyes aunque estén en contradicción con las de la Naturaleza.

En los otros ejercerá influencia las reacciones sociales, que suelen apartarse del justo medio, como se apartaron las acciones a que corresponden, y el que las circunstancias de un hecho que se prolonga, porque le han acompañado mucho tiempo, suelen aparecer como si formaran parte de su esencia. Jornaleros en gran número han sido y son miserables; luego el jornal es causa de miseria, y sea anatema, y llámese la elocuencia que acude a toda enérgica voz y la lógica que no falta cuando con arte se la solicita; y cúbranle de oprobio, proclamando su absurdo inevitable y radical injusticia. Hay además otras causas de error entre los socialistas, como el haber observado principal y algunos exclusivamente los obreros de las fábricas, explotaciones y trabajos en que hay grandes masas de obreros, y el haber querido simplificar un problema que es por su naturaleza muy complejo, y pretender el imposible de resolverlo con una sola fórmula.

Antes de exponer algunas observaciones sobre estos puntos, nos haremos cargo de un argumento que es el Aquiles de muchos que seguramente no lo son en el orden intelectual, admitido por no pocos como bueno, y aun como irrefutable, y que conviene rebatir como cuestión previa.

Para justificar la ganancia del capital cuando es excesiva, que no lo es siempre, respecto de la que logra el trabajo, se dice que el trabajador no arriesga nada, ni hace anticipo alguno para la empresa; que si sale mal, no le para perjuicio, mientras el capitalista se arruina, siendo justo que a este riesgo corresponda un crecido interés: el obrero, aun en el caso más desfavorable, sale siempre beneficiado, cobra su jornal, y ya que no lo devuelve si el negocio sale mal, justo es que cuando va bien no participo de las ganancias del capital que no anticipó; se lo ha dado el precio de su trabajo libremente estipulado, y es cuanto en justicia se le puede exigir. Y dicho esto ya no hay más que hablar, ni aun parece posible a los que así discurren que pueda alegarse nada en contra. No somos de la misma opinión, y expondremos algunos reparos que nos ocurren.

Primeramente, no hay exactitud en decir que, cuando los cálculos del capitalista salen mal, él se arruina y el obrero nada pierde: éste es un caso extremo que acontece raras veces, y aun en él, el obrero pierde el trabajo; puede encontrarlo en otra parte, pero no es seguro, ni mucho menos, y por de pronto se queda sin pan, lo cual rara vez sucederá al que le despide.

Lo común no es la ruina total, sino la menor ganancia; se deja de explotar la galería de una mina, se apaga un horno, se para una máquina, etc., etc., y el dueño puede esperar mejores tiempos sin renunciar a sus comodidades, mientras los operarios que viven al día se encuentran en la miseria.

Así, pues, la primera afirmación de que en las empresas ruinosas el obrero nada pierde, no es exacta: veamos si la segunda es más cierta.

Se dice que el obrero no pone capital, y nosotros afirmamos que él es un capital sui generis, pero capital en fin.

Parece innegable que capital es un elemento de producción que se ha ido acumulando. En efecto, no brota espontáneamente, sino que se forma con el trabajo propio o ajeno, combinado de esta o de la otra manera, con el ahorro, con la fortuna, con la maldad; pero es siempre una acumulación, rápida o paulatina, de medios que pueden aplicarse a la producción. Prescindiendo de toda consideración que no sea económica, observemos un hombre que planta árboles y cría hijos; en los primeros años, ni unos ni otros le dan más que trabajo, ocasionándole gastos que son verdaderos sacrificios si es pobre; al cabo de algún tiempo, más o menos según muchas circunstancias, empieza a sacar algún producto de unos y otros; pasan más años, y la arboleda es un capital. ¿Y los hijos? También, en los tiempos en que los hombres se vendían y en los países en que todavía se venden; pero en los pueblos en que no hay esclavitud, el hombre no se considera como un capital, aunque sea un medio de producción que se ha formado lentamente a costa de mucho trabajo y de, mucho dinero, perdidos en la mitad de los casos por la proporción de los que sucumben en, la primera edad. El padre que hemos supuesto, si lleva los árboles y los hijos a una fábrica, le concederán que la madera es un capital, pero no la prole. Se dirá que la primera se vende para hacer de ella lo que se quiera, como del esclavo, y la segunda no; pero como se sabe que es más fecundo el trabajo del hombre libre, la circunstancia de no poder venderle, que aumenta su utilidad, no debe disminuir su valor; y si una negrada, o una chinada es un capital, lo será también una masa de españoles o de ingleses. Claro está que, según sean más o menos activos, morales, inteligentes, tendrán más valor en uso, aunque pretenda negárseles en cambio. Y esto es tan cierto, que, como hemos indicado en otra parte, el capital de un país lo constituyen las cualidades de sus hijos, no el dinero de que disponen, que desaparece bien pronto cuando cae en manos torpes, perezosas o rapaces; de esto ofrece muchos ejemplos la historia en general, y en particular la de España.

Considerando bien lo que es un hombre como elemento de producción formado lentamente y con trabajo y dispendio grandes, no vemos razón alguna para negar que es un capital. Podrá alegarse que siendo sui generis, como hemos concedido, no susceptible de ser propiedad de nadie, sólo en usufructo puede disponerse de él y retribuirlo, siendo esta retribución el jornal estipulado libremente.

No pueden admitirse como argumentos ilusiones, y lo es que el trabajador tenga libertad para rechazar un salario insuficiente si no halla otro mayor y la necesidad le apremia, como suele acontecer. Pero, suponiendo que tal libertad existiera, la aceptación errónea o insensata de un contrato injusto no suprime la injusticia, y, porque el obrero sea un bruto conformándose con menos de lo que lo corresponde, no será honrado el que a sabiendas se lo niega.

Decimos a sabiendas, porque es muy común que no vean clara la razón los patronos, como los obreros, con la diferencia de que el error perjudica a los últimos y favorece a los primeros.

Si se insiste en que el jornal es el rédito del capital-hombre, responderemos que, como máquina del trabajo, necesita agua, combustible, grasa, alimento, y que hoy en España, por regla general, se le da para que se alimento cuando más.

El jornal es el carbón para que funcione la máquina; mas el capital que ésta representa se amortiza, y se da rédito por él sólo en el caso (excepcional en España, lo repetimos) de que el obrero gane lo suficiente para sostener a su familia en condiciones higiénicas. Hay, pues, injusticia radical en no pagar al obrero más que para el combustible de la máquina, sin considerar que no brotó espontáneamente y que se deteriora, que ha sido niño y será viejo, y necesitó y ha de necesitar ajeno auxilio que no puede prestarle, al menos suficiente, el que apenas logra lo necesario para sí.

Sucede a veces que el trabajo se retribuye mal, y no puede retribuirse mejor por la escasa ganancia que dejan sus productos: claro está que lo imposible no obliga, y que el jornalero no puede recibir mucho cuando el patrón gana poco; pero siempre que las ganancias lo consientan ha de hacerse la parte como del capital-moneda del capital-vida, y en todo caso reconocer su existencia y considerar como una desgracia que no se le puedan pagar intereses.

Hecha esta advertencia, veamos lo que es de forma y lo que es esencial para la justa distribución de los productos del trabajo.

Considerándolo bien, que sea salario, jornal, participación en las ganancias, cooperación, depende de las circunstancias del país, de las condiciones de la industria, de forma, en fin; la esencia es que el obrero sea retribuido en justa proporción de lo que produce. Puede estarlo equitativamente con un jornal o un salario, y no sacar lo indispensable para cubrir sus necesidades, aunque sea partícipe en las ganancias si hay pocas, y cooperando a una empresa que no prospera: de esto se ven ejemplos frecuentes.

Es, sin embargo, evidente que jornal, salario, soldada, dotación, sueldo, honorarios, son palabras diferentes para significar una cosa misma: la retribución convenida que se recibe por un servicio, verdadero o supuesto. Cuando le prestan las clases acomodadas, aunque de lo que ganan o cobran en el año, del sueldo, resulte una cantidad fija para cada día, es decir, un diario, tendrían a menos llamarlo jornal; la diferencia consiste en que el diario es fijo, el jornal eventualísimo, y en este caso, como en otros muchos, las ventajas se convierten en honores. El salario, aunque es fijo, es corto, y tanto por esto como por la clase de servicios que presta el que le cobra, merece poca consideración, y entre ciertas personas es despreciativa la palabra asalariado: de la soldada puede decirse lo mismo. Los honorarios participan de la dignidad, de la dotación y del sueldo, aunque son eventuales, por la clase de servicios que prestan los que los cobran (si bien a veces muy flacos), y porque se pagan más. ¡Siempre el mismo criterio, que califica de honroso el cobrar mucho, y cobrar poco de vil!

Pero todas estas calificaciones se modifican, y tienen que modificarse más, con las ideas y cambios materiales; y bajo el punto de vista que nos ocupa, un jornalero que gana 5, 10, 20 pesetas diarias es una persona acomodada; y un maestro de escuela de última categoría, o un ordenanza de Telégrafos, aunque tienen sueldo son miserables. Hablando en razón, los altos funcionarios y el Jefe del Estado son asalariados, porque el sueldo no se distingue del salario, ni los honorarios del jornal, sino en la cantidad; y si es cómodo que sea crecida, no se ve por qué ha de ser honroso, máxime cuando tantas veces no es moral.

El jornal y el salario no tienen, pues, en sí nada deprimente, ni tendrán de injusto si son proporcionados al servicio que presta el asalariado o el jornalero.

Como los obreros de las fábricas, explotaciones o trabajos en grande son los que se quejan, se asocian y principalmente se observan, para ellos solos escriben muchos autores que anatematizan el jornal y el salario, preconizando la participación en las ganancias y la cooperación, sin considerar que una gran masa de trabajadores manuales, hoy la mayoría de ellos, siempre un gran número, es, y tiene que ser, asalariada y jornalera, porque la clase de trabajo que hace no se presta a otro modo de retribución; si ésta es equitativa, la forma, lo repetimos, no constituirá un elemento de miseria, a menos de fuerza mayor económica, es decir, cuando las ganancias no permiten remunerar lo suficiente al trabajador, jornalero o asalariado; pero entonces lo mismo le sucedería si fuese cooperador o partícipe.

Cuando el trabajo por sus condiciones se presta a ello, la cooperación y la participación en las ganancias son formas de retribución más perfectas. Y esto no sólo bajo el punto de vista económico, y por la mayor equidad que puede haber en el reparto de las ganancias, sino también por consideraciones morales del orden más elevado. Hoy, la disposición de los obreros respecto a los patronos es hostil: esto lo sabe todo el mundo; pero no todos se han parado a reflexionar hasta qué punto esta disposición es depravadora. Hay también para el ánimo una especie de gimnasia, que es el aprecio de las facultades, con el cual se desarrollan y fortalecen.

Nadie ignora que la memoria aumenta ejercitándola, y cultivándole el entendimiento. ¿Y la voluntad? ¿Y los afectos? Esto es menos conocido, pero no menos cierto, que los sentimientos, buenos o malos, lo mismo que las facultades, se desarrollan y fortifican con el ejercicio; que el de los afectos benévolos aumenta la aptitud amante, y el de los malévolos la predisposición y capacidad de aborrecer. Los niños abandonados, sin familia, podrán tener muchos defectos, consecuencia del abandono, de la miseria material; pero los más graves provienen de lo que pudiéramos llamar la orfandad afectiva, de que no siendo amados no han amado, y más bien que el ejercicio del amor han tenido el del odio. Ésta tienen los obreros, que aborrecen al patrono porque los explota (a su parecer), y el trabajo porque le enriquece a costa de ellos. El trabajo en estas condiciones de ánimo puede llamarse forzado, pierde mucho de su poder moralizador, y cuando la gimnasia malévola se prolonga un año y otro año, y alcanza a miles, a millones de obreros, el daño ha de ser inmenso, incalculable, porque no hay nada tan depravador como el hábito de aborrecer. Semejante disposición es, como no puede menos de ser, recíproca: si el obrero está prevenido contra el patrón, éste lo estará contra él, y esta malevolencia mutua que se refleja en múltiples y continuas relaciones, dificulta las reformas y los progresos que la benevolencia facilitaría. No hay obstáculo, si no es insuperable, que resista al unánime y bien dirigido esfuerzo; no hay sufrimiento que no se mitigue cuando todos procuran remediarle; pero cuando las fuerzas se emplean en combatir a los que debían auxiliar, y en vez de consuelos se dirigen acusaciones, y en lugar de gratitud hay quejas amargas, y la fortaleza de la paciencia se sustituye con la ira, entonces la humanidad progresa, es cierto, porque es su ley progresar, pero avanza como los ciclones, con movimientos internos vertiginosos que asolan la tierra y tragan las naves en el mar.

El ciclón social está formado de prevenciones y odios, y no se combate sino combatiendo las causas que le producen: la persuasión, fundada o no, del obrero de que se le explota; la idea, errónea muchas veces, del patrono de que está en su derecho cuando no le asiste; y, en fin, la lucha constante, encarnizada, de intereses que siendo a veces, muchas veces, los mismos, desde que parecen diferentes tienden a convertirse en opuestos y hostiles.

Con la participación del obrero en las ganancias desaparece esta hostilidad, monstruo o fantasma, pero siempre origen de infinitos males. La participación en las ganancias es un hecho fuera y aun dentro de España, y los hombres positivos y amigos de hechos no pueden negarle. Queda el recurso, a que se apela, de decir que es excepcional; pero es conocida la marcha de toda radical reforma: primero se califica de sueño o locura, luego de teoría, después de excepción, hasta que, por último, se impone como regla. No nos atrevemos a decir que se establezca como tal, pronto, la participación en las ganancias, ni que a toda clase de trabajos pueda aplicarse directamente, pero de una manera indirecta sí, y hoy mismo se aplica ya en grande escala.

El jornal o salario, cuando es equitativo y proporcionado a la ganancia, ¿no es una participación en ella? Los obreros ingleses, que examinan los libros del patrón, que saben si hay muchos o pocos pedidos, muchas o pocas ganancias, se conforman con que a medida de ellas suba y baje el jornal, y conforme a la demanda se active el trabajo: no chillan, no se sublevan, no maldicen al patrono ni lo hostilizan; comprueban sus cuentas, y convienen con él en que, cuando la industria no da más de sí, no se le puede exigir más.15

A un industrial español tal vez le parezca absurdo y humillante que los obreros examinen, sus libros. Que lo haga un accionista, aunque lo sea por una cantidad mínima, y que no pone trabajo ni inteligencia, está bien; pero al obrero, que emplea allí sus fuerzas, su vida, que la arriesga, que la pierde tal vez, ¡darle semejante ingerencia! Absurdo, humillación, teorías..., pero que son prácticas ya en países más adelantados, donde, si no han formulado los obreros la teoría del capital-hombre, van comprendiendo que si el dinero es indispensable para la acción en cualquier empresa, también el trabajo; que los derechos de éste no han de ser menos sagrados que los de aquél, y que no cabe sin injusticia negar la cualidad de accionista al obrero que muere en la explosión de una mina o ahogado en el mar.

El día que todos los obreros de todas partes comprendan bien éstas y otras cosas, tengan nociones exactas de justicia y conocimiento de la realidad, no se habrá extirpado el dolor sobre la tierra; habrá penas y maldades, pero no habrá cuestión social, porque, no siendo cuestionable la verdad, sólo por excepción podrá negarse la justicia, y patronos y obreros se resignarán, con lo que es inevitable, y los pocos que no se resignen, lejos de tener voz y voto, y el prestigio y el poder que tienen ahora, serán considerados como locos o como niños que quieren coger la luna.

La cooperación es un modo más perfecto de distribuir los productos del trabajo: el trabajador es a la vez empresario; percibe las ganancias que corresponden al trabajo, más las del capital de que en este caso dispone o del crédito que le suple. La dificultad de hacer anticipos de consideración, con ser grande, insuperable a veces para los obreros, no es la mayor, que consiste en plantear una industria que exige inteligencia, tino, actividad perseverante, no sólo para producir bueno y barato, sino para dar salida a los productos; porque no basta habilidad: se necesita además maña; por no tenerla y no, ser bastante activos, hay fabricantes que tienen los almacenes atestados de objetos mejores y más baratos, que otros que se venden con daño suyo y perjuicio de los consumidores.

Las industrias hoy, muchas al menos, tal vez la mayor parte, necesitan una inteligencia, una actividad, un tino muy especiales, y además que la acción del que dirige no esté embarazada por suspicacias o cortapisas que la entorpezcan; no basta hacer bien: hay que hacer a tiempo, y los que saben que es dinero, le aprovechan y economizan. Por estas y otras razones es difícil que una asociación cooperativa de obreros organice y explote con éxito una grande industria complicada, y se explica que sean pocas las que han prosperado. Difícil decimos, no imposible; la cuestión en muchos casos es, más que de capital, de inteligencia y de moralidad; y a medida que los obreros sean, como van siéndolo, más inteligentes y morales, serán más numerosas y prósperas las asociaciones cooperativas productoras.

En las obras públicas no es difícil organizar la cooperación por ser más sencillas, industrialmente consideradas: desde luego no hay que preocuparse de la venta, que es esencial, y los productos suele bastar la buena fe para que sean buenos; en otros países se han organizado, no ha mucho hemos visto que prosperaba una organizada en Italia, y no hay dificultad grave (como no sea la apatía) para que se organizasen entre nosotros.

Lo que hoy pasa es de lo más absurdo, injusto e irritante. Los trabajadores son docenas, cientos o miles (según la magnitud de la obra) de peones, oficiales y maestros, con los correspondientes capataces y algún ingeniero y ayudante. Éstos, que son los que verdaderamente hacen el trabajo, que le ponen material e intelectual, a veces con fatiga y responsabilidad grande y aun peligro de su vida, éstos ganan un jornal o un sueldo reducido, a veces mezquino, para enriquecer al contratista, hombre que no trabaja material ni intelectualmente; que a veces no tiene capital alguno propio, y cuya misión es explotar a los trabajadores manuales o intelectuales, soliendo extenderla también a la obra, cuya calidad deja mucho que desear.

El pelear con los obreros es lo que retrae de las contratas a personas que las harían más beneficiosas para ellos; pero si hubiera cooperación no habría pelea: en el caso citado más arriba, la asociación cooperativa italiana estaba formada por los trabajadores, el ingeniero y sus auxiliares necesarios; así, la ganancia del contratista se distribuye entre los trabajadores que hacen más y mejor, economizando materiales, herramientas, etc., etc. Las ventajas y elementos de prosperidad y de moralidad son evidentes, y en este género de obras, y otras análogas, el éxito de la cooperación parece seguro siempre que con prudencia se organice.

El Estado debería favorecerla por medio de leyes y reglamentos que les permitieran quedarse con obras que no pueden emprender por el actual sistema de contratas; éste debería sustituirse por concursos en que serían preferidos los trabajadores que hicieran la obra directamente, a cuyo fin se dividiría para contratarla en trozos de poca extensión. El sistema podía ser también mixto, es decir, adjudicar a los obreros aquellos trabajos que no exigiesen anticipos superiores a sus fondos o a su crédito, dejando el resto de la contrata a los capitalistas.

Pero se dirá: si la asociación cooperativa carece de capital, no tiene con qué responder. Responderemos con los hechos evidentes, constantes, que pueden comprobarse en todas partes. El dinero del contratista sirve primero para pagar a los primistas que se alejan de la licitación, que viene a ser ilusoria; no hay mejor postor, sino único; y después, para comprar a los que habían de exigir el cumplimiento de las condiciones que no se cumplen; es más: que no pueden cumplirse en muchos casos; tan bajos son los precios, mermados además por primas y gratificaciones. Si en vez de subasta es concurso, también se compra la preferencia, diciéndose públicamente los miles o los millones (según la magnitud de la obra) que ha costado; y esto, no ya al Estado, sino a empresas que debían tener más cuenta con sus intereses; pero ellos saben que el modo de fomentarlos en un país desmoralizado no es oponerse a la corrupción, sino explotarla, y obran en consecuencia.

A esta red de fraudes, tejida con dinero que sobra y conciencia que falta, se llama responsabilidad.

Mejor garantía pudiera ser la moral de una asociación de trabajadores honrados que, además del interés en cumplir bien para adquirir un crédito que les permitiese trabajar con grandes ventajas, tenían el estímulo de su honra empeñada en la obra donde los señores arriesgan sólo dinero: esto es mucho, mucho más de lo que se cree; a la obra que se manda hacer no se tiene apego, la que se hace inspira interés, casi amor. Y luego la dignidad, el quedar bien, como corresponde, porque en el obrero español hay con frecuencia sentimientos de hidalguía; sí, de hidalguía, y no se rían los villanos de corbata blanca.

En general, puede decirse que el trabajo sigue en su progreso económico la siguiente marcha:

Esclavo;

Libre mal retribuido;

Libre bien retribuido;

Con participación indirecta en las ganancias;

Con participación directa en las ganancias;

Cooperativo, en que los trabajadores son a la vez empresarios.

Repetimos que lo esencial es que la retribución de todo trabajo sea equitativa y suficiente; la forma tiene mucha importancia, pero más moral que económica. Puede ser justa y bastante la de un jornalero o asalariado, que tendrá posición más desahogada que el marinero partícipe en las ganancias de un barco que realiza pocas, el llevador de una tierra que no deja muchas, el aparcero a quien no saca de la miseria el aumento de precio del ganado que no es suyo, o el arrendatario a quien abruma el pago de la renta. La miseria puede venir por muchos caminos, y suponer que no llega más que por el de un jornal escaso, es limitar equivocadamente un horizonte que es, por desgracia, muy vasto. Se suelo fijar la atención con especialidad en los obreros de las ciudades, porque están reunidos, más a la vista y más cerca de los que compadecen su miseria o se sirven de ella como recurso oratorio; pero la suerte del trabajador agrícola, jornalero, llevador, arrendatario o casero, no es a veces menos infeliz, y en ocasiones su desdicha es todavía mayor. La expulsión de una familia de colonos se hace a veces con circunstancias propias para conmover a cualquiera, a todos menos al propietario que los arroja porque así conviene a sus intereses. No ha mucho oímos referir el caso de echar de la casería a un anciano con seis nietos y la nuera viuda: ¿qué hará el infeliz? No lo sabe; no tiene adónde ir, ni concibe la vida sino allí, en aquella pobre casa donde nacieron sus padres y sus abuelos, donde nació él, donde ha muerto el hijo inolvidable, el padre de aquellas criaturas que le dicen llorando: ¿Adónde vamos, abuelo?

Estas y otras desdichas, por cientos o por miles, pasan allá lejos, en los campos, donde nadie lo sabe, entro pobre gente que no se queja; de manera que para muchos la cuestión social parece limitada al casco de las grandes poblaciones. No es así, por desgracia, y la emigración a las ciudades y a Ultramar es una prueba, entre otras muchas, de la miseria de los trabajadores agrícolas, que no se remedia con recetas que, si tuvieran aplicación, que no suelen tenerla, servirían únicamente para los operarios de las fábricas y explotaciones en grande.

El progreso que supone la distribución más justa de los productos del trabajo coincide, como no puede menos de coincidir, con el de la cultura y de la moralidad, porque los hombres embrutecidos y rebajados no serán nunca trabajadores bien retribuidos. Es bien extraño que muchos evolucionistas en ciencias naturales, en las sociales pretendan sustituir la revolución a la evolución, cuando el raciocinio y la historia ponen tan de manifiesto que en la sociedad no se ha procedido ni puede procederse por saltos más que en la Naturaleza.

Así, pues, debe repetirse hasta la saciedad: para mejorar la condición económica del obrero es preciso elevar su nivel intelectual y moral; y cualquiera que sea la forma en que se retribuya su trabajo (es preciso insistir en que no puede ser la misma en todos los casos), éste se pagará en proporción de lo que valga el trabajador y de las utilidades de la obra.

Pero el trabajador puede valer mucho para el que le emplea y poco para sí; de modo que además de ser honrado y hábil, necesita ser fuerte, a fin de que no le exploten: no sólo ha de tener razón y saberlo, sino hallar el medio de hacerla valer, todo lo cual se expresa con tres palabras:

Moralidad,

Inteligencia,

Asociación.




ArribaAbajoCapítulo VII

Del trabajo de las mujeres


- I -

Aunque las mujeres están incluidas en el número de trabajadores mal retribuidos, la insuficiencia de la retribución es tanta y tan general y especial, que merece llamar la atención en capítulo aparte. Los que han estudiado los defectos de las mujeres extraviadas, observan que la pereza es uno de los más perceptibles y arraigados; pero no suelen hacerse cargo del peligro en que está de hacerse holgazán un trabajador tan mal retribuido como la mujer suele estarlo; y no debe extrañarse que tantas pidan al vicio recursos que no hallan en el trabajo, sino admirar las que perseveran en la virtud luchando con heroísmo ignorado, que es muchas veces martirio sin palma. Esto es de una importancia capital: el trabajo, en vez de ser atractivo, es repulsivo por su monotonía y escasa retribución; rechazado, lanza por malos caminos, y de elemento moralizador se convierte en concausa de inmoralidad. Huyen de él, han huido, huirán miles de mujeres, y será en vano cuanto se predique, se escriba y se hable para detenerlas al borde del abismo mientras las empuje una labor tan ingrata que les aparece como yugo o cadena, que rompen sin considerar las consecuencias. Se sabe que la miseria es el principal elemento de la prostitución; mas no se nota bastante que la causa de la miseria es en gran parte la falta de trabajo, su exceso y su retribución, tan escasa que con frecuencia parece irrisoria. La misma labor, si la hace una mujer, se paga mucho menos que si la ejecutara un hombre, y los jornales de éstos, tan insuficientes por regla general, son remuneraciones pingües comparados con los de las operarias. De esta desventajosa situación económica de la mujer son consecuencia gravísimos males en el orden moral y en el físico.

Aunque no haya una estadística como sería de desear con respecto al jornal de la obrera,16 se sabe lo bastante para que todo el mundo esté persuadido de que es insuficiente, y que la situación normal de la mujer que no tiene más recursos que su trabajo es la miseria. Y esto suponiendo que sea sola: si tiene padres ancianos o hijos pequeños que sostener, es imposible que viva sin el auxilio de la caridad los dones corruptores del que abusa de su desgracia. Como es tan evidente la insuficiencia del salario de la mujer, lo que sabe cualquiera sobre este asunto suple en parte los datos estadísticos; pero no sucede así con respecto a las consecuencias físicas de su trabajo, que, lejos de ser higiénico, con mucha frecuencia es patológico, y esto principalmente por dos causas:

La clase de ocupación;

El tiempo que se prolonga.

La mujer carece por lo común de educación industrial: de modo que sólo puede desempeñar un corto número de trabajos mecánicos; y como tiene menos fuerza muscular que el hombre, resulta que es un obrero menos inteligente y más débil. A esta desventaja positiva se une otra que no lo es menos, económicamente hablando: la concurrencia desesperada que ha de sostener. Siendo muy pocos los trabajos a que puede dedicarse, sobra mucha gente para desempeñarlos; y uniéndose la afluencia excesiva de operarios al poco aprecio que inspiran, resulta una retribución cruelmente irrisoria; si hay algún oficio en que alcance para sustentar la vida, por regla general sucede todo lo contrario.

Consecuencia de pagarse tan poco su trabajo, es que la mujer tiene que trabajar mucho, y caer bajo el peso de una tarea continuada superior a sus fuerzas. El médico del hospital o de los socorros domiciliarios certifica de la muerte o da cuenta de tal o cual enfermedad, que afecta al pulmón, al estómago o el hígado; pero si, en vez de hacer constar los efectos, se buscara la causa del mal, resultaría que una enferma estaba doce o catorce horas doblada sobre la costura o dando a la máquina y comiendo mal; que la otra se levantó y trabajó antes de tiempo, recién parida, o criando y comiendo mal tenía que desempeñar una ruda tarea; que la de más allá, en una época crítica, en vez de hacer ejercicio, respirar aire puro, oxigenar bien su sangre y entonarse con una buena alimentación, estuvo en el taller o en la fábrica respirando una atmósfera infecta, sentada siempre o siempre de pie, con posturas y esfuerzos antihigiénicos, humedad, mucho frío o mucho calor, etc. Centenares, miles, muchos miles de mujeres, para la ciencia médica, sucumben de ésta o de la otra enfermedad; pero la ciencia social sabe que mueren de trabajo. Al triste fin prematuro contribuye además su espíritu de abnegación y ánimo paciente: convencida de que ha nacido para el sufrimiento, sufre toda la vida y hasta morir. El hombre, cuando no puede andar, se para; la mujer se arrastra, con las pocas fuerzas que acaba de aniquilar, en vez de recuperarlas con el descanso. Pasa una noche de horribles dolores; sobre la madrugada se calman y viene el sueño reparador, pero no puede entregarse a él. - Si el mundo hubiera sido mío, decía una, lo hubiera dado por no levantarme; pero como el mundo no le pertenecía, ni en él había quien la sostuviera y cuidara, se levantó a trabajar un día, y otro, y muchos, hasta aquel en que cayó para siempre. Así caen y caerán, hasta que no se mejore su condición económica y se levante su espíritu, demasiado pasivo por muchas causas, unas naturales y sociales otras.

La gravedad de todo esto es mucha, aunque no se considero más que la parte física y a la mujer como hembra, cuya prole no puede ser robusta descendiendo de una madre agotada.

Y a esta realidad, a esta prosa, no se opongan sueños vanos, el idilio económico-social de la mujer ocupada tan sólo en los quehaceres del hogar, provisto por el hombre de todo lo necesario; lo cual, como hecho, es falso; como discurso, erróneo; como esperanza, vana. La mujer ha trabajado siempre fuera del hogar; trabajará, es preciso que trabaje, y para que esté el menor tiempo posible fuera de él no hay más medio que mejorar su educación y las condiciones de ese trabajo: si ganara en seis horas lo que gana en doce, podría estar diez y ocho en casa. Para que no necesitase salir de ella con el objeto de allegar recursos sería menester que el hombre le diera los suficientes para el sostenimiento de la familia, y que hubiera hombre que los allegara: condiciones que no se cumplen en muchos casos -en la mayoría de ellos, puede asegurarse con razón, aunque por falta de estadística no se pruebe con números.

Madre con hijos pequeños, tiene para criarlos que salir para ayudar a su marido, en el caso más general de que el salario de éste sea corto o inseguro, y en el no muy raro de que distraiga una parte para vicios o gastos innecesarios. Hija, tiene que salir para auxiliar a sus, padres, que el trabajo excesivo y la mala alimentación envejecen antes de tiempo. Viuda o abandonada de su marido o de su amante, lleva sobre sí todo el peso de la familia. Y soltera y sola, ha de proveerá sus necesidades. Es, pues, imaginaria o excepcional la situación que como regla y realidad se supone, o a que se aspira, de la mujer en el hogar, sin más cuidado que él. Como sueño podrá ser muy bello, y no discutimos su belleza; pero


...los sueños, sueños son;



y somos y queremos gente despierta, que conozca las condiciones de la vida y de su época y no imagine que se pueden mejorar negándolas.

- II -

El hecho es que, por regla general, la mujer necesita trabajar, y trabajar mucho, dentro y fuera de casa; y el problema no es que esté siempre en ella, sino que la abandone lo menos posible, a lo cual nada contribuirá tanto como su educación intelectual e industrial. Siendo más hábil, en pocas horas ganará mayor jornal que hoy en todo el día, pudiendo dedicar el resto a los cuidados de la casa, y hallará más facilidad para trabajar en ella cuando con su instrucción aumente el número de trabajos a que puede dedicarse, hoy tan reducido, y que, sobre ser de los que se pagan menos, no pueden por lo común hacerse en casa.

Los hombres (con pocas excepciones en España) no son favorables a la educación de la mujer, ni industrial, ni literaria. Si no como modelo, puede citarse como ejemplo una Diputación provincial de Madrid suprimiendo la partida que para la instrucción de la mujer figuraba en su presupuesto, donde consignaba sesenta mil reales para gastos de representación. Alguno preguntará: ¿Qué se representa con dinero? ¿Qué? Todo. Los que se venden, los que compran, los que estrujan, los que son estrujados, los que sin conciencia se hacen ricos y los que sin humanidad se quedan reducidos a la miseria. Nada más lógico que dar dinero para la representación de una sociedad como la española, y cumplen fielmente su mandato los representantes de la ignorancia. Consecuencia de ella es oponerse a que las mujeres se instruyan, pretendiendo al mismo tiempo que no salgan a trabajar fuera de casa; porque debe notarse que las desean más caseras los mismos que las quieren más ignorantes. Tal contradicción parece propia de quien no haya estudiado bien el asunto, ni sepa las condiciones imprescindibles del trabajo, ni su historia, y pretenda erigir en leyes reglas que, lejos de tener carácter de generalidad, son más bien excepciones. Aquí no cabe más que recomendar la observación de los hechos; de ella sólo puede venir el convencimiento de que las mujeres, en gran número, el mayor, tienen que salir hoy a trabajar fuera de casa, y para que no salgan o estén menos tiempo fuera de ella, hay que hacer mucho a fin de perfeccionarlas, siquiera no sea más que como trabajadoras.

En la escasa, las más veces irrisoria, retribución del trabajo de la mujer influyen las mismas causas que respecto del hombre mal retribuido, pero más activas, y otras que a él no le perjudican, al menos directamente.

Se paga mal a la mujer porque su escasa habilidad no suple la fuerza que le falta; porque, pudiéndose dedicar a muy pocos trabajos, se hace en ellos una competencia desesperada, y, en fin, porque se la tiene en poco. Estas circunstancias influyen, como hemos dicho, en el salario del hombre, pero en menor proporción, porque ni la competencia es para él tan ruinosa, ni su falta de instrucción industrial tan grande, ni su personalidad se aprecia tan poco; su trabajo, aunque sea igual y a veces inferior, se paga más que hecho por personas del otro sexo. Añádase, y esto es esencial, que al hombre no le están vedados la mayor parte de los modos de desplegar su aptitud como a la mujer, a quien las leyes y las costumbres rodean de obstáculos insuperables para que no salve los límites caprichosos o injustos que le señalan. Además, tiene desventajas naturales como trabajadora manual, ya porque la maternidad en una época de la vida absorbo una parte de su tiempo y de su fuerza, ya porque ésta, sin ser menor que la del hombre, así lo pensamos,17 no se despliega con tanta energía en un momento dado, circunstancia que ha de perjudicarla en muchos casos.

¡Qué cúmulo tan abrumador de desventajas, obra unas de la Naturaleza, y otras, el mayor número, de la sociedad, que en vez de disminuir aumenta los obstáculos que halla la mujer para trabajar en condiciones equitativas y que no hagan repulsivo un trabajo cuya depreciación influye en el menosprecio del trabajo en general! En efecto, su reducido jornal no sólo rebaja el del hombre en los trabajos iguales o análogos, sino que tiende a rebajarlo en general por leyes de equilibrio económico, que, aun cuando no están bien estudiadas, no dejan de serlo. Así, los hombres, que por lo común no cuidan de que la mujer reciba ningún género de instrucción, y aun son hostiles a ella, rebajando el mérito y el aprecio en que se la tiene y el precio del trabajo respecto a la mitad de los trabajadores, determina indefectiblemente una rebaja en el de la otra mitad. Porque el padre o el marido gana poco, la esposa y el hijo van a la fábrica, o influyen para que gane aún menos. ¡Encadenamiento desdichado!

Los medios propuestos para lograr mayores ganancias a los obreros deben aplicarse a las obreras en cuanto su situación sea igual, y además los especiales que sus circunstancias reclamen.

Instrucción igual para todos.

Igualdad ante el trabajo, derecho tan sagrado y necesidad más imperiosa que la igualdad ante la ley.

Puesto que se han suprimido los gremios de oficios, que no subsistan los de sexos, con exclusiones especialmente injustas, puesto que los hombres pueden hacer y hacen toda labor de mujeres, y éstas se ven excluidas de casi todos los trabajos de ellos.

Además, las circunstancias especiales de la mujer trabajadora y madre exigirían condiciones especiales que conciliasen en lo posible el trabajo con los cuidados de la maternidad y de la casa. A esto podría contribuir mucho el que la mujer, con educación industrial más perfecta y sin vetos como trabajadora, pudiera dedicarse a mayor número de ocupaciones y más lucrativas. Además, el Estado, directamente en las obras que hace por su cuenta, indirectamente en otras, la sociedad respecto de todas, y las operarias mismas si tuvieran la ilustración e iniciativa que hoy les falta, podrían contribuir a que el trabajo de la mujer se conciliara con el cuidado de la casa.

Hay ya ejemplos y ensayos de todo esto. En las fábricas de cigarros, al menos en la de Gijón, las mujeres que lactan tienen horas especiales y libertad para estar fuera del establecimiento las bastantes para atender al cuidado de los hijos y de la casa. Este privilegio, con buen acuerdo y tolerancia laudable, ha dejado de serlo, puesto que se hace extensivo a todas las que deseen aprovecharse de él, siendo así posible el trabajo fuera de casa sin abandonarla.

También hay fábricas fuera de España en que las mujeres se convienen entre sí para establecer una especie de relevos, que les permiten ganar algo fuera de casa y atender a ésta; en otras, el fabricante dedica un departamento y da protección especial a las madres que lactan. Lo que hasta ahora no son más que tentativas y excepciones debiera ser la regla, y es de esperar que lo sea. Lo que un industrial de especial bondad hizo primero, otros buenos lo intentarán después, y muchos, sin serlo tanto, más adelante, por lo que se llama fuerza de las cosas. El pequeño grupo de mujeres que se convienen para relevarse en el trabajo se aumentará, y la sociedad por medio de asociaciones, y el Estado, cuando su intervención sea justa, con leyes reglamentos, pueden y deben contribuir a que desaparezca una disyuntiva inhumana que amenaza la degradación de la especie. Que no diga la industria: trabajadora O madre, sino que diga la sociedad, la ley, como lo dice la justicia: madre Y trabajadora.

Y que, por el camino que se va, la raza degenera, está fuera de duda. No se hace caso de las mujeres ni fisiológica, ni industrial, ni intelectualmente, ni de ningún modo; y unas porque trabajan demasiado, y otras porque no trabajan nada, resulta que todas se debilitan con daño de la prole. Antes, el padre, al menos en ciertas clases, neutralizaba en parte esta debilidad; cazador y guerrero, habitador de los campos, era hombre fuerte; hoy, enervado en poblaciones malsanas, aumenta las malas influencias de la madre con su falta de higiene, si acaso no con sus vicios.

Tan grandes cambios como se realizan en los pueblos modernos, su movimiento rápido, vertiginoso, la febril actividad de los espíritus, los progresos materiales, el hervir de las ideas y de las aspiraciones; toda esta gran suma, inmensa, de males y de bienes, exige, para que éstos preponderen, cambios y trasformaciones de todos los elementos sociales. La mujer sin instrucción científica, artística ni industrial, sin derechos, animal doméstico, o ángel del hogar, vivía en él protegida contra la sociedad po el mismo que tal vez la tiranizaba. Pero he aquí que las cosas cambian; se abre la puerta de la casa a la mujer, se le dice que puede salir, ella ve que lo necesita, se la lanza a las plazas, a las calles, a los talleres, a las fábricas, tal como antes vivía recogida en su casa, sin instrucción de ningún género, débil, física, artística, industrial y científicamente; de modo que la libertad que se le ha dado es mentira, porque se ha encontrado por todas partes con superioridades que la abruman, con nuevos tiranos que tal vez la hacen desear la antigua forma de esclavitud. Y aludimos aquí a cierta categoría de mujeres, la más visible o influyente, no la más numerosa, que ha tenido siempre ruda tarea fuera del hogar.

Es un hecho la discordancia entre la sociedad moderna y la mujer antigua, que forma parte esencial de ella, víctima unas veces del progreso, y rémora otras; la máquina de coser la agota, o ella misma se convierte en instrumento de mutilaciones sociales. La mujer es hoy desgraciada, ignorante o influyente, sí, influyente, dígase lo que se diga, hágase lo que se haga; y para que su influencia se armonice con la justicia, es preciso que desempeñe el papel que lo corresponde, que se interese en la obra social como en obra suya, que viva de racional actividad, y no de apatía enervante, exaltación trastornadora o trabajo ímprobo; que renuncie a idolatrías pasajeras que la deslumbran y a tronos de que cae en el fango, y viva de dignidad, de trabajo inteligente, de sentimiento, pero de ideas también, para que sus actos no se exploten y se extravíen en daño suyo y de todos.

Los reformadores resueltos que encuentran obstáculos insuperables o invisibles, si los analizasen, verían que sus principales elementos son la condición desgraciada, la miseria y la ignorancia de la mujer, y para que su obra tuviera solidez debieran darlo por base la razón. ¿Cuánto gastan en enseñar a los hombres? ¿Cuánto en enseñar a las mujeres? ¿Cuántos caminos abren a la actividad razonable de los primeros? ¿Cuántos a la de las últimas? Ajústese bien la cuenta, anótese el déficit que resulta para la justicia, y no se pretenda establecerla pisandola. ¿Se quiere hacer un pueblo de hombres libres con mujeres esclavas? ¿Se quiero que la mujer disfrute realmente de libertad, mientras tenga la argolla de la miseria y de la ignorancia, mientras no mejore su condición económica o intelectual? ¿Se quiere que el fanatismo y el pauperismo no hagan estragos, mientras los que aparentan consolar y proteger puedan explotar, extraviar, corromper, y exploten, extravíen y corrompan? ¿Se quiere que haya equilibrios estables, orden económico, ni orden alguno, mientras la mitad del género humano, si no hereda, o es sostenida por la familia, o recibe limosna, o don pecaminoso, tiene hambre?

A este mal grave no hay otro remedio que educar a la mujer, artística, científica e industrialmente, convenciéndose de la justicia y de la conveniencia de hacerlo así, para que la opinión modificada varíe las costumbres y las leyes. La mujer, si es propietaria o industrial, paga contribución como el hombre: no se exime, ni halla rebaja en los impuestos indirectos; si delinque, el no ser hombre no lo sirve de circunstancia atenuante, y eso que, dada la sociedad como está, debería serlo muchas veces. Pero si quiere desplegar su actividad inteligente, las leyes, las costumbres y los errores lo niegan el acceso a casi todos los oficios lucrativos y a las profesiones; de modo que está bajo pie de igualdad para las cargas, no para los beneficios sociales; tiene personalidad para los deberes, y no para los derechos, eternamente pupila de tutor injusto o insensato. Mas cuando las leyes y las costumbres han prolongado su perniciosa influencia, el mal penetra tan hondo que sus víctimas poco o nada pueden hacer para remediarlo, y la justicia necesita tomar en gran parte el carácter de protección. Las mujeres, en especial las pobres, no pueden sin auxilio romper el yugo de la tiranía económica que las condena a trabajar casi de balde. Mujeres instruidas y que ocupan una aventajada posición social, han dado ya el ejemplo de tender una mano protectora a las pobres o ignorantes; que este ejemplo se siga, que esta acción se generalice, pero que no se crea que será un remedio proporcionado al mal; la magnitud de éste exige la cooperación eficaz del hombre. Los caballeros de la Edad Media amparaban a las mujeres con su brazo; los de la nuestra deben ampararlas con su inteligencia: las lanzas de hoy han de romperse contra los errores y las preocupaciones que las oprimen.




ArribaAbajoCapítulo VIII

De los inválidos del trabajo y de los que mueren trabajando


Hacemos distinción entro los que no pueden ya trabajar por vejez o enfermedad incurable y los inválidos del trabajo, porque, aun cuando tengan de común la imposibilidad de vivir trabajando, hay en una y otra clase circunstancias diferentes que no deben confundirse. La sociedad vive de trabajo, de una variedad casi infinita de trabajos, muchos insalubres, otros peligrosos, y el que en ellos se imposibilita merece una protección especial, y en vez de desdeñosa limosna un socorro que constituya un derecho, débil indemnización para quien ha perdido la salud o un miembro sirviendo a la sociedad. No hay pueblo medianamente administrado que no reconozca el deber de sostener honrosamente a los que se inutilizan en el campo de batalla o en servicio del Estado, de cualquier modo que sea, y no se comprende en razón por qué ha de ser menos benemérito el que se queda cojo llevando uniforme que si llevara blusa, y más digno de recompensa el que pierde una mano de un balazo que en la explosión del grisú en una mina. El Estado no es más que un órgano de la sociedad; los hombres que él emplea para funciones determinadas tienen una organización especial, pero no méritos especiales superiores a los que sirven sin intervención ni dependencia directa de los poderes públicos en lo que se refiere a su trabajo. Todo trabajador desempeña una función social; la vida de todo hombre que trabaja es militante, porque es combate continuo contra las fuerzas de la Naturaleza, que no utiliza sin domeñarlas. El nervio de todo pueblo, la condición de su existencia está en los que luchan con la Naturaleza, no con los hombres, y no hay razón para que aprecie a éstos más que a aquéllos, y se crea mejor servido por un carabinero que por un albañil, por un polizonte que por un fundidor. Que pruebe cualquier país a vivir sin los que sirven al Estado y sin los que sirven a la sociedad, y comprenderá cuáles son más útiles y si es más indispensable el que cobra la contribución y toca la corneta, que el que ara la tierra y amasa el pan.

Partimos, pues, del hecho de que todo trabajador es combatiente y funcionario social; y si ejerciendo sus funciones y en el combate, es decir, trabajando, se inutiliza, la sociedad debe reconocerle sus derechos de inválido, y honrarle y socorrerle como benemérito que es y acreedor suyo, y por su órgano, el Estado, determinar la forma y modo de este socorro, según las diferencias de tiempos y lugares o industrias. Como el inválido del trabajo tiene derecho al socorro no cumplen sino a medias su deber los pueblos que combinan el auxilio del Estado con el ahorro del obrero, en institución de previsión para el caso de que se inutilice. Cuando puede hacer ahorros harto tiene a qué aplicarlos, y dichoso será de tenerlos cuando esté enfermo, carezca de trabajo, sea anciano, etc., etc. En general, no puede ahorrar; pero aunque pudiese, es de toda justicia que sin cooperar reciba medios de vivir de aquel a cuyo servicio perdió la facultad de procurárselos. ¡Sin cooperar! ¿No coopera bastante, aunque no lo haga con dinero, exponiendo su salud y su vida? Ella además constituye un capital, que cuando la pierde se debe a sus hijos.

Como en todo vale más prevenir un mal que remediarle o atenuarlo una vez sucedido, reconociendo el derecho de los inválidos del trabajo a ser socorridos, debe procurarse que haya el menor número posible, y esto, no por un cálculo ruin, sino por un sentimiento elevado y humano: no tiene precio la salud, ni se indemniza a los muertos. Todo trabajo debería hacerse con el mínimum posible de peligro para la salud y la vida del trabajador. ¡Cuán lejos estamos de realizar este sencillo principio de justicia! Para ponerle en práctica hay dos dificultades muy graves: la ignorancia y el egoísmo.

Se ignora, en efecto, el modo de sanear algunas industrias y de evitar los peligros que hay en otras; pero no debemos suponer que esta ignorancia sea invencible, al menos en la mayor parte de los casos; y si para proteger la salud y la vida de los obreros se hubiera trabajado tanto como para hacerla agradable a los señores o causar la muerte a los enemigos, es probable que se conocieran procedimientos que hoy se ignoran con que sanear, evitar o disminuir el peligro de muchos trabajos. Hay, pues, que atraer las inteligencias por este camino con mayores estímulos que hoy tienen, interesar los corazones; porque si son dignas de aplauso las investigaciones eruditas, las creaciones del arte y de la poesía, no hay nada tan sublime como la ciencia al servicio de la humanidad, y el pensamiento que desciende sobre ella en forma de consuelo es verdaderamente divino. El porvenir reserva sin duda estatuas para estos reveladores benéficos que el pasado desdeñó y que el presente no ensalza aún como debiera.

Después de la ignorancia viene el egoísmo, o mejor dicho antes si el orden de prioridad ha de corresponder al mayor daño. Se sabe en muchos casos cómo podrían sanearse las industrias; se sabe que la salud del obrero se conservaría o sufriría menos no exponiéndolo por tanto tiempo a la acción de las causas morbosas; que con disminuir el número de horas de trabajo o con variarlo, alternando los malsanos con los higiénicos, el mal desaparecería o se limitaba mucho; pero el remedio es tal vez engorroso o más caro, y la industria necesita procedimientos baratos, sencillos, expeditos, como no tengan más inconveniente que destruir la salud y exponer la vida del obrero, y a la industria, ya se sabe, se le da lo que pide.

La ley debiera poner coto a sus inhumanas complacencias y a sus descuidos culpables; intervenir para que se sanearan ciertas industrias que no lo están, sin otra razón que la economía; para que las horas de los trabajos que prolongados hacen enfermar o matan indefectiblemente, se redujeran de modo que la tarea no fuera homicida. En ocasiones, el peligro aumenta porque se disminuyen en demasía los operarios, o se les pone indebidamente en condiciones arriesgadas, como sucede, por ejemplo, con los buques que naufragan porque el corto número de tripulantes no ha podido resistir a la fatiga de un temporal que se prolonga, y perecen por falta de fuerza para continuar con vigor la maniobra. Otras veces se hacen a la mar embarcaciones que deberían estar desechadas, que llevan demasiada carga o salen con un tiempo en que es temeridad salir del puerto; pero el barco está asegurado, las mercancías también y los hombres no están asegurados, pero hay seguridad de encontrar otros a bajo precio si aquéllos se ahogan... ¿Y la justicia? Interviene poco, en estos casos en que necesitaba intervenir tanto; se abstiene indebidamente o dicta reglas que son en muchos casos letra muerta: tan poco apoyo les presta la opinión y aun aquellos mismos a quienes más directamente favorecen.

En todos estos males, ni el público ni los particulares suelen ser tan malos como parecen; y si muchas veces se descubre egoísmo feroz, otras hay mucha ignorancia, descuido y ligereza. La prueba es que, cuando se sabe que un hombre perece si no se le socorre, no escasean los sacrificios para salvarle ni el Estado, ni la sociedad, ni las colectividades, ni los individuos. Es un espectáculo verdaderamente hermoso y consolador, en medio de su tristeza, el que ofrece un pueblo cuando sabe positivamente que uno de sus hijos está en peligro de muerte y puede salvarle. ¿Qué no se hace, por ejemplo, para sacar vivos a los mineros que quedan sepultados? Toda una comarca puesta en movimiento, todo un pueblo conmovido; máquinas poderosas sacando agua, medios ingeniosísimos para enviar alimentos, trabajo sin descanso noche y día, esfuerzos inauditos, gastos en que no se repara para salvar a unos pobres obreros. Cuando se ven estas cosas se exclama: ¡La humanidad es buena! Cuando se recuerdan no se desespera de ella para nada! que sea justo y benéfico. Pero esa misma sociedad que no repara en sacrificios por dar la vida a un hombre que muere, los deja sacrificar y matar a cientos y a miles por no intervenir racional y humanamente en la manera con que trabajan: sí, a cientos y a miles, hombres, mujeres y niños perecen como no debían, unos instantáneamente, y son los más dichosos, otros aniquilados con lentitud.

Es necesario, pues, que esa sociedad que a veces siente tan bien y otras obra tan mal, note la contradicción, sepa la justicia, compare lo que debe hacer con lo que hace, y obre de manera que no pueda ser tachada de inconsecuencia o de hipocresía.

Pero aunque se tome cuantas medidas sean necesarias a fin de disminuir el número de inválidos del trabajo, siempre serán bastantes para que, desatendidos, constituyan una injusticia social y una concausa de pauperismo, ellos y sus familias, a quienes la desgracia del que la sostenía sume en la miseria.

¿Y quién debe atender a los inválidos del trabajo? Según los casos, porque son muy varias las circunstancias en que se inutilizan; lo que se puede, establecer como fijo y absoluto son estos dos principios:

1.º Que todo inválido del trabajo tiene derecho a socorro y consideración especial.

2.º Que cuando la sociedad no cumple espontáneamente el deber consecuencia de este derecho, el Estado debe realizarle o hacer que se realice como cualquier otro.

Variando tanto las circunstancias en que el trabajador se inutiliza, no es posible establecer una regla única.

Sucede, por ejemplo, que el trabajador se inutiliza trabajando para sí.

Sucede que se inutiliza trabajando para una persona que no es más rica que él, que acaso es más pobre.

En estos dos casos ya se comprende que si la sociedad por medio de asociaciones benéficas o de alguna persona caritativa no le socorre, el Estado tiene que sustentarle.

Cuando el Estado trata con una empresa industrial, como sucede con las constructoras de ferrocarriles, y en general de todas las obras públicas, entre las condiciones que impone debe entrar la de socorrer a los que se inutilicen a su servicio, y a sus familias si mueren. Algunas compañías lo hacen así; pero era necesario que todas tuvieran la obligación de proceder de igual modo.

En este asunto, como en todos, debe aspirarse a que la sociedad cumpla el deber sin coacción de su órgano jurídico, como una persona honrada cuya conciencia hace innecesaria la intervención de la ley en sus relaciones con las demás. Ya sucede así en algunos casos, siendo notable el de la explosión de una mina de Inglaterra, de que fueron víctimas ciento veintitantos obreros. Entre el público compadecido quiso abrirse una suscripción; la Asociación Hullera no lo consintió, teniendo medios pecuniarios para acudir a todos los gastos que esta terrible desgracia le imponía y el noble orgullo del que comprende su deber y le cumple. Si tales ejemplos tuvieran la publicidad que merecen; si se rectificasen los errores que el egoísmo y la ignorancia fortifican; si la opinión condenara como infame el hecho de abandonar al hombre que se inutiliza por enriquecer al que lo abandona, sería necesaria pocas veces la intervención de la ley, y, como los cobardes se desafían, los avaros darían por miedo a la opinión. Robustecida ésta, como acontece siempre que los buenos hechos fortalecen las buena ideas, por una parte se enfrenaría la avaricia, por otra recibirían nuevo impulso los sentimientos benévolos y elevados, y las asociaciones acudirían cuando el individuo no pudiera sostener al que se inutilizó sirviéndole.

Para los casos en que fuese necesaria la intervención del Estado, se haría por medio de jurados que decidiesen si debía satisfacer todo o parte del socorro debido al inválido, eximiendo al que le ocupó, o señalando la proporción en que debía contribuir, conforme a reglas bien meditadas.

Este Jurado se compondría por mitad de jornaleros y de personas que no vivieran de jornal, presididas por el que nombrasen de común acuerdo. Cuando el inutilizado no fuese obrero, la mitad del jurado debía formarse con individuos de su clase o afines a ella.

La instalación de estos tribunales para resolver si el inválido ha de ser sostenido por el Estado o por el que lo empleaba cuando quedó inútil, tendría, entro otras ventajas, la de que muchos cumplirían como debían sin coacción y conduciéndose bien, aunque tuvieran mala voluntad, seguros de que había un poder superior para rectificarla si se torcía.

Cuando hablamos de la intervención y responsabilidad del Estado, entendemos que debe tomarse en su esfera más lata en cuanto a la responsabilidad; porque si bien el Jurado debe componerse de personas que estén bastante cerca para conocer si el particular o la Compañía pueden y deben indemnizar, en caso de que no deban no ha de localizarse la responsabilidad pecuniaria; porque podría suceder, y con frecuencia sucede, que en la jurisdicción de una aldea miserable se inutilizasen centenares de trabajadores que, no pudiendo ser sostenidos por el que los empleó, quedarían a cargo de una localidad, constituyendo un peso superior a sus fuerzas.

Y cuando un armador no debe indemnizar a las familias de los que perecieron en su barco o sólo en parte, ¿quién responde del resto o del total? ¿El pueblo en cuyas aguas naufragó, el puerto a cuya matrícula pertenecía? Semejante obligación no puede ser local, y si no se impone a un individuo o a una Compañía, es de todo el país, como lo son los beneficios del trabajo.

¿Acaso la miserable aldea donde esta enclavada la mina de carbón se ilumina con el gas que de él se extrae? La industria del hierro, ¿puede vivir sin la hullera, ni ninguna sin las metalúrgicas? Si el que hace una casa saca el rédito de su capital, el que la habita ¿no logra un provecho todavía mayor hallando en ella albergue contra la intemperie y comodidades para el bienestar? Si las ventajas son solidarias también las obligaciones, y la sociedad no debe desconocer las que tiene, ni el Estado dejar de cumplirlas o hacer que se cumplan si la coacción es necesaria.

Y ¿qué socorro se ha de dar al inválido? Según el jornal o sueldo que ganaba, según los grados de incapacidad en que haya quedado para trabajar y según otras circunstancias; porque el que con hijos pequeños necesitaba todo su jornal, podría vivir con sólo una parte cuando éstos tengan oficio. Además, el Estado, en sus varias esferas, tiene empleos que puede servir un manco o un cojo, y que deberían reservarse para los inválidos, ya del ejército, ya del trabajo.

Decimos que al que se inutiliza trabajando ha de socorrerse según el jornal o sueldo que ganaba, porque conforme a él eran sus necesidades y hábitos, y habría injusticia en indemnizar al ingeniero que se inutiliza dirigiendo una obra lo mismo que al peón que trabaja en ella.

Las responsabilidades pecuniarias, existan o no, son independientes de la criminal en que debe incurrir todo dueño de una industria, de una obra, de un barco, etc., que infringe las prescripciones legales respecto a la salubridad y seguridad o menor peligro de los trabajadores, u omite aquellas precauciones que no han podido ser especificadas por la ley pero que dicta el buen sentido. Hay que insistir sobre esto y reconocer los buenos principios de que con frecuencia se prescinde al legislar. La imprudencia temeraria o la avaricia cruel que suprime las prescripciones legales o las que dicte la humanidad cuando se gradúan hasta constituir delito, deben incurrir en pena personal además de la pecuniaria; ya sabemos que las responsabilidades criminales son muy difíciles de exigir, que en la práctica suelen resultar ilusorias; no obstante, el principio debe sentarse para que, al menos legalmente, no se exponga la vida de los hombres por ganar algún dinero.

Debe omitirse la distinción de si el trabajador que se inutiliza o sucumbe tuvo culpa o no para indemnizarle o negarle la indemnización: ha de ser siempre indemnizado, o su familia, distinguiendo respecto al que ha de indemnizarle, no respecto a él, que puede haber tenido descuido, nunca culpa. El descuido es resultado de la ignorancia, de la brutalidad; pero muchas veces, las más, del modo de ser del hombre, de todo hombre que se acostumbra a los peligros, y no puede tener su espíritu en continua tensión para evitarlos: los que acusan al obrero de descuidado, en su lugar se descuidarían lo mismo que él, si no siempre, en la mayor parte de los casos.

Para cumplimentar la ley, cuando exista, sobre inválidos del trabajo y reglas para aminorar o suprimir sus peligros e insalubridad, serán convenientes (en muchos casos y por mucho tiempo necesarias) asociaciones protectoras de la salud y de la vida del obrero, y que le protegieran, no sólo contra la codicia, sino contra su propio descuido y su ignorancia del peligro a que se expone.

Con la indemnización pecuniaria, no sólo se haría un acto de justicia, arrancando a la miseria al inválido y a su familia, sino que se disminuiría el número de inválidos y de muertos.

Económicamente hablando, un hombre que se inutiliza hoy no vale nada y en poco se tiene; si representara un capital se le consideraría de otro modo: lo que no se hace por evitar desgracias, se haría por ahorrar dinero; es muy triste decirlo, pero debe decirse porque es la verdad.




ArribaAbajoCapítulo IX

De los que son miserables porque malgastan una parte de la retribución suficiente de su trabajo


- I -

No es tan corto como algunos imaginan el número de obreros que, ganando lo suficiente para proveer a sus necesidades, y hasta poder realizar algún ahorro, a la menor oscilación económica caen en la miseria, y aun en el estado normal privan a su familia y a sí mismos de las cosas más necesarias. Los hay que, ganando un gran jornal, no salen de la categoría de miserables, y lo que es todavía más, pueden observarse comarcas en que la pobreza se ha convertido en miseria a consecuencia del mucho dinero que por crecidos jornales ha dejado allí una nueva y floreciente industria.

CAUSAS DE LA MISERIA EN LOS QUE GANAN LO SUFICIENTE.- Estas causas pueden resumirse en una palabra: inmoralidad, y descomponerse en imprevisión, despilfarro y vicio.

Imprevisión.- Esta causa de miseria es no sólo real, sino poderosa; pero hay que circunscribirla a sus verdaderos límites, no señalándole una esfera de acción que no tiene y se le atribuyo, suponiendo que si los pobres fuesen previsores no llegarían a ser miserables.

Se ha hablado mucho de la imprevisión del pobre sin analizarla bastante, sin distinguir aquellos casos en que es inevitable, de otros en que es dado evitarla, y de algunos en que puede considerarse como un bien.

Hay una imprevisión que llamaríamos providencial, y por la que, cerrando los ojos a un porvenir que no se puede modificar, gozamos del presente. La alegría de los miserables es casi siempre imprevisora, pero es alegría de que no disfrutarían las más veces si reflexionaran sobre su suerte futura. Al que no gana ni aun lo estrictamente necesario, y no puede ganar más, ¿de qué le serviría considerar que se halla expuesto a carecer de trabajo, que un día le irán faltando las fuerzas para trabajar, que se verá en la dolorosa situación del obrero viejo, del hombre que no era más que una fuerza mecánica y la ha perdido en gran parte, siendo carga que su familia no puede o no quiere llevar, objeto de desdén aun para los que un día se verán como él? ¿De qué le servirá al obrero joven que no puede realizar economías ni adquirir aquellas cualidades del espíritu que no destruye el tiempo y hacen respetable al anciano, considerar la vejez como un espectro lúgubre que viene a cubrir de luto las alegrías de su juventud? En estos casos, muy numerosos, no se debe declamar contra la imprevisión, sino bendecirla.

En general, las ideas y los sentimientos de los hombres, tomados en masa o en grandes colectividades, se supone que no existen cuando no se revelan convertidas en hechos, y así sucede con la previsión que no da resultados: convendría reflexionar en los obstáculos que encuentra la del pobre antes de convertirse en hecho. Son tantos, que en la práctica puede tenerse por imposible que pase de propósito a realidad sino por excepción. Hay que tomar al hombre como es, como son los pobres y los miserables, como somos todos; y si para ninguno se obra fácil, sino dificilísima, esa tensión constante del ánimo que combate gustos, apetitos, satisfacciones presentes, en vista de un bien o de un mal futuro, ¿cuánta mayor dificultad no costará sacrificar una parte del presente al porvenir, a quien tiene fuertes los impulsos instintivos, como le sucede al pobre, y débiles las facultades intelectuales que han de enfrenarlos o dirigirlos? Por olvidar esto exigimos la provisión con resultados (que es la única de que, tomamos acta) en circunstancias en que no puede darlos sino respecto a individualidades excepcionales. Porque un pobre ha hecho prodigios de perseverancia, de economía; porque ha enfrenado sus apetitos, sacrificado sus gustos; porque con verdadero heroísmo ha peleado en el combate de la vida y mejorado su condición, ¿la multitud puede hacer lo mismo que ha hecho él? Hay un gran número de pobres fronterizos, por decirlo así, de la miseria, y a quienes se acusa de haber caído en ella por falta de una previsión que no han podido tener. Así, pues, para no hacer cálculos tomando ilusiones por datos, para no admitir por punto de partida sino la realidad, debemos dejar sentado que la previsión que se pide a todos los pobres o miserables hay casos en que sería un mal, otros en que el ahorro es imposible, debiendo exigirse mas bien que por regla por excepción, dado el valor de los jornales y de los mantenimientos y habitaciones. Las personas que saben de estas cosas y se interesan por ellas, no suelen decir: -¿Por qué no economizará esta gente? sino: -¿Cómo puede vivir?

Hemos dicho en otra parte, y repetimos por considerar de esencial importancia el no pretender reformar la sociedad partiendo del desconocimiento de la naturaleza humana; hemos dicho que es errado cálculo el que se hace con este razonamiento u otro parecido: «El pobre o el miserable, aumentando a sus privaciones una cada día, podía realizar un pequeño ahorro que al cabo del año lo permitiese evitar una privación mayor, un sufrimiento más grave.»

Cuando el hombre sufre ese mayor mal que pudiera haber atenuado, es pasivo; desesperado o resignado (y esto es lo más común) le soporta, para lo cual necesita infinitamente menos fuerza que para haberlo evitado siendo activo todos los días de todo el año, y combatir el natural deseo de evitar una mortificación o de proporcionarse un gusto. Semejante esfuerzo no puede exigirse como cosa fácil, ni aun posible tratándose de grandes colectividades, sino por personas que no reflexionan bastante lo que dicen, ni han sufrido nunca la ruda prueba de que tan fácil les parece que triunfen los demás.

Sentado esto, veamos cómo el que gana lo suficiente se arruina o carece de lo necesario por disfrutar de lo superfluo.

Despilfarro.- Entra en él a veces la vanidad, que, como ha dicho un autor, se coloca donde puede, y halla medio de colocarse en cualquier parte, y donde a veces nos parece bien inverosímil que esté. En efecto; vemos al pobre con un lujo relativo, y ostentando galas o dijes, o, haciendo otros gastos por un impulso vanidoso, privándose tal vez de cosas necesarias o de realizar algunas economías. Su vanidad va aún más allá, y le pone en camino del vicio, haciéndole entrar en la taberna para que no se diga que es mezquino, que no puede gastar como los compañeros que beben, o que su madre o su mujer le dominan, impidiéndole hacer de su dinero el uso que le parezca.

El despilfarro es también consecuencia de no poner coto a gustos que no están en armonía con los medios de satisfacerlos.

Entre la imprevisión y el despilfarro hay una relación tan íntima, que son más fáciles de separar en el papel que en la vida, y sólo para hacernos mejor cargo del último los hemos mencionado separadamente. En el despilfarro entran, aunque en menor dosis, muchos elementos del vicio, y además la vanidad, que en éste no influye: consecuencia de ella es el lujo, relativo, que puede coincidir con la pobreza y hasta con la miseria. Hay observadores superficiales que se admiran de que el pobre sea vanidoso, como si la naturaleza humana no estuviera en lo esencial en todo hombre, y como si las pasiones desapareciesen por no poder satisfacerse en una forma dada. Se ve la vanidad en el último individuo de una horda salvaje, y en el jefe del Estado de un pueblo culto; la tienen de común el sabio y el ignorante, la ramera y la mujer honrada; es un mal bicho que cambia de alimento, pero no de naturaleza. ¿Por qué hemos de admirarnos de hallarla en el pobre? Ella desciende tentadora de los que la pagan muy cara a los que la compran barata, aunque su bajo precio sea ruinoso para el que cuenta apenas con lo necesario. En otros tiempos estaba contenida por las ideas, las costumbres, hasta las leyes, que le marcaban límites según la clase del vanidoso; hoy no los halla más que en su bolsillo o en sus aspiraciones, que suelen ir más allá de sus medios, porque la idea de igualdad no se limita a las cosas esenciales o serias, sino que se extiende a las pueriles, fijándose mucho en ellas, porque es más fácil imitar a los hombres en sus defectos que en sus virtudes. De estas consideraciones y otras que omitimos resulta que, habiendo ricos vanos, habrá pobres vanidosos, y que mientras la modestia no se predique desde arriba con el ejemplo, la vanidad se reflejará abajo, siendo una concausa de despilfarro y ruina para el pobre.

Otra es la satisfacción de gustos y caprichos que, sin llegar a constituir verdaderos vicios, perturban el buen orden y la economía indispensable en el que tiene solamente lo necesario. Hemos dicho que en el despilfarro entraban algunos elementos del vicio; y aunque obren con menor intensidad, y contenidos por ideas de dignidad y deber, no es menos cierto que la falta de medios intelectuales para gozar con el espíritu influye en los gastos que el pobre no puede satisfacer sino despilfarrando: sobre este punto no hacemos más que una indicación, porque hemos de tratarle más detenidamente.

El vicio.- Esta es la causa más eficaz para sumir en la miseria al trabajador bien retribuido, viéndose con frecuencia que cuanto mejor lo está es más vicioso.

¿Habrá alguna relación necesaria entre el buen jornal y la mala conducta? No, ciertamente; la relación necesaria, la ley, no existe; pero sí circunstancias muy desfavorables para la moral, y tentaciones en que caen miles de jornaleros.

El hombre, aun el más rudo, no es el animal que cuando no tiene frío ni calor, hambre ni sed, parece que se encuentra bien; el hombre, aun el menos culto, es un ser esencialmente activo, el cual, satisfechas sus necesidades materiales, sufre en la inacción, necesita hacer algo, y cuando no trabaja, divertirse o distraerse. Por eso va al museo o a la comilona; al café o a la taberna; a la sociedad honesta o a la pervertida; a la ópera o a la farsa grotesca, y juega con baraja mugrienta entre el humo de la tagarnina o del tabaco habano en los garitos aristocráticos. El hastío que produce la inacción, es una prueba de la superioridad del hombre, un elemento de progreso, pero también un peligro cuando el que se hastía no puede o no quiere distraerse sino con goces que de materiales van pasando a brutales y a viciosos por una pendiente muy resbaladiza.

Mientras el hombre sin cultura trabaja, más que a otro alguno puede aplicársele aquella máxima de que El trabajo es el centinela de la virtud; pero cuando está ocioso o descansa, cuando se distrae o se divierte, comienza el gran peligro, y tanto mayor cuanto disponga de más recursos pecuniarios y menos intelectuales. El que pudiera moralizar las diversiones y pasatiempos, moralizaría la sociedad.

Se dirá tal vez que no sólo los pobres se divierten groseramente, y es cierto; pero las personas cultas, cuando así lo hacen, descienden, y las que no lo son quedan a su nivel; o lo que es lo mismo, las primeras se hallan en situación de proporcionarse diversiones racionales, las segundas no, y lo que en aquéllas indica una perversión del gusto, en éstas es la inclinación natural, conforme con su modo de ser. El que tiene alguna cultura y algunos recursos pecuniarios, se distrae paseando con los amigos, y hablando con ellos de política, de ciencia, de arte, de comercio, etc., etc., yendo al café, al teatro, al casino, al concierto, o leyendo o haciendo visitas. El que no tiene cultura alguna, con pocos recursos pecuniarios y menos intelectuales, no puede distraerse sino por medio de los sentidos y se va a la taberna, al garito o a la casa infame. La taberna es sobre todo la gran sima de su dinero y el gran escollo de su virtud; allí van los hombres honrados y los que no lo son, los desgraciados que beben el olvido de sus dolores, como dice Buret, y los dichosos que celebran su felicidad; allí llegan moralidades diferentes, que no tardan en asemejarse transformadas por el alcohol; allí hay sociedad, animación, alegrías patológicas, que hacen salir la dicha del fondo de una botella en cambio de algunas monedas de cobre; allí hay peligro, mucho peligro, pero algunos se salvan, y éstos solos considera el que entra; hay indignidad sin infamia, ataque grave a la moral sin delito; la opinión y la ley ven con indiferencia la sima abierta y los que se acercan a ella y los que se bambolean a la orilla; cuando han caído, los mira y los escupe, y espera a que caigan otros para volver a mirar y escupir.

Así caen miles y millones que, teniendo medios pecuniarios para proporcionarse alguna diversión, y no hallando posibilidad o facilidad a divertirse racionalmente, buscan el solaz material que pasa a brutal y a vicioso. Al principio no malgastan más que el sobrante; después cercenan para sí y su familia aun de lo indispensable, y, por fin, ni aun lo más necesario tienen, porque no pueden o no quieren trabajar, o no hay quien les de trabajo en vista de su mala conducta.

Cuando se sube el salario de modo que exceda de lo más preciso, y al mismo tiempo no se eleva el nivel moral o intelectual del trabajador, el aumento de jornal es con frecuencia causa de miseria, porque lo es de vicio. La necesidad ha dejado de ser freno; la razón no establece armonía, y el equilibrio moral se rompe, consumando la material ruina del obrero bien retribuido y mal educado.

En los trabajos intermitentes, el mal se gradúa en la medida que aumenta el tiempo sin ocupación y de que puede disponerse para las distracciones peligrosas.

Cuando la labor es no sólo intermitente, sino eventual, aunque el obrero gane al cabo de un año lo que basta para sus necesidades, con frecuencia se lo ve en la miseria, porque uniéndose el ocio frecuente a las alternativas de escasez y abundancia, con la falta de previsión y medios de ocuparse y distraerse de un modo racional viene el despilfarro y el vicio, convirtiéndose en desorden la poca regularidad del trabajo y de los ingresos. Así puede observarse en los que ejercen oficios con ocupación interrumpida y ganancias eventuales, como los pescadores, cuya penuria proviene en parte de las condiciones en que trabajan, combinadas con la falta de medios racionales de ocupar o entretener los forzados ocios.

En el vicio hay un elemento absoluto y otro relativo a la posición del vicioso.

El vicio es en absoluto un gusto depravado que se satisface habitualmente; pero según la posición del que le tiene podrá influir de un modo muy distinto, bajo el punto de vista económico, y aun del moral, porque el que dispone de muchos recursos puede gastar mal una parte sin desatender materialmente sus obligaciones, lo cual no acontece al pobre. Esto se ve con más claridad en esos gustos que pudieran llamarse fronterizos, porque, sin ser enteramente vicios, degeneran en tales con facilidad.

Un capitalista es aficionado a fumar; fuma mucho, pero no desatiende por eso sus obligaciones, ni la cultura de su espíritu; mejor sería que no fumara o que lo hiciese moderadamente; que empleara en obras benéficas el valor de la planta que convierte en humo; no es un hombre perfecto, pero tampoco puede decirse que es un hombre vicioso.

Un pobre fuma mucho; por fumar priva de lo necesario a su familia; en vez de realizar algún ahorro vive al día, y al menor contratiempo de falta de salud o de trabajo cae en la miseria; de manera que lo que en el uno es una mala costumbre, en el otro puede llamarse grave falta.

A un rico le gustan las corridas de toros; hay que deplorar su afición a espectáculo tan brutal y repugnante, pero, en fin, aunque asista a él no deja de atender por eso a ninguna de sus obligaciones.

Un pobre tiene el mismo gusto, y por satisfacerle trae descalzos y mal vestidos a sus hijos, o tal vez los deja algún día sin pan.

El paralelo podría continuarse, pero bien entendido que no indefinidamente, porque hay malas costumbres que son vicios cualquiera que sea la posición del que las tiene, y las relaciones con una ramera elegante no son menos viciosas, y aun pueden serlo más, que las sostenidas con una prostituta desarrapada.

Parece duro y aun injusto que la diferente posición deje tan vasto campo a los gustos de unos para reducir el de otros, hasta el punto de que una acción sea más o menos censurable según la fortuna del que la ejecuta. Si escribiéramos un tratado de moral, procuraríamos demostrar que el deber de no hacer cosa que rebaje moralmente es absoluto para todos, y que si las dificultades para cumplirlo se aumentan a veces respecto al que está en los últimos grados de la escala social, otras crecen con la riqueza y el poder. No son más las tentaciones que tiene para obrar mal el miserable que las que pretenden seducir al millonario; y como éste tiene más deberes, no necesita poco esfuerzo para cumplirlos todos. Pero como no podríamos profundizar en el asunto sin dar demasiada extensión al que tratamos, basta dejar sentado que el vicio es una costumbre arraigada que rebaja moralmente.

El vicioso rico, el bien acomodado, a veces se arruina; mas otras, con la fortuna heredada o la bien o mal adquirida, hace frente a sus culpables despilfarros; pero en el que cuenta con pocos recursos, las costumbres que rebajan empobrecen, y no tardan en producir la miseria, concausa de vicio unas veces, otras efecto de él, y que, hallándose desgraciadamente tan generalizado, puede decirse que tiene carácter social.

Si entráis en el hospital y en las inhabitables viviendas en que la falta de recursos acumula habitadores, hallaréis desgraciados, pero siempre cierto número de viciosos; si entráis en las casas que ofrecen pasajero albergue al que no tiene hogar, donde se permanece pocos días o tal vez sólo horas y que presentan el cuadro de la última miseria, veréis las huellas del vicio en la mayoría de los huéspedes.

Los vicios que arrastran a la miseria son tres: el juego, la embriaguez y la lujuria.

Esta trinidad suele verse reunida en contra del pobre vicioso, porque en los garitos de última categoría es raro que no se beba con exceso y no haya mujeres perdidas. La baraja mugrienta, el vaso de vino y la prostituta simbolizan la ruina del pobre, que empieza por una distracción peligrosa y concluye a veces por tres vicios capitales; otros no tienen más que dos o uno, pero cualquiera de ellos basta para agotar sus escasos recursos.

El trato con mujeres de mal vivir conduce a todos los excesos, expone a todos los peligros, y el que no pierde la salud o la honra, acaba con su fortuna si no es grande.

Esto es lo que le sucede al pobre que priva de lo necesario a su familia o la abandona absolutamente. Los que con carácter oficial o por impulso caritativo se acercan a los necesitados, ven con frecuencia mujeres legítimas o concubinas con hijos que su padre abandona para seguir corriendo sus culpables aventuras, que pueden calificarse de inhumanas al considerar la miseria en que quedan aquella madre y aquellas criaturas desvalidas. El caso es frecuente y las consecuencias desastrosas. ¿Cómo no han de ser elementos de pauperismo esos hijos que no han recibido de su padre más que la existencia y el mal ejemplo; que tal vez desprecian también a su madre, y hallando obstáculos donde deberían encontrar auxilios, sólo por un esfuerzo extraordinario y casi sobrehumano pueden salir de aquel abismo de miseria material y moral en que nacieron y han crecido?

El juego arruina al que despoja y al que enriquece momentáneamente. El dinero que proporciona se gasta en vicios; produce una especie de acceso al que se vuelve con el bolsillo vacío y la memoria llena de recuerdos que se convierten en necesidades, en ciego afán de satisfacerlas sin reparar en los medios, y, por fin, en impotencia y miseria. No es raro que se reúnan en una miserable casa de dormir, porque no les queda más que alguna moneda de cobre con que pagar el asqueroso lecho, un ladrón y un jugador que el día antes tenían muchas monedas de oro, consumidas en prolongada orgía.

Si éste es el resultado de la ganancia, la pérdida ya se sabe cómo deja al jugador: los hay que, poseedores de una gran fortuna, han quedado en la miseria y muerto en el hospital; los hay que, reducida su pingüe renta a una escasa pensión, ruegan a su mayordomo que no les de más que lo que corresponde al día, para no perder la mensualidad a una carta; los hay que advierten al inspector de policía las horas en que suelen ir a la casa fatal, para que los detenga antes de entrar en ella; los hay que se olvidan de que su mujer y sus hijos están desnudos y hambrientos; los hay que, presos, juegan la ración, y enfermos, el alimento que reciben en la enfermería para reparar sus fuerzas, que no recobran. Unos arrastran sus mugrientos harapos; otros alargan la mano a la limosna o al robo, o empuñan un arma que vuelven contra sí, dando fin con muerte voluntaria a su miserable vida. Recordamos haber visto el cuadro de un jugador que, no teniendo ya que jugar, jugó su hijo, cuya enfermedad grave ignoraba o había olvidado. La madre, arrodillada junto a la cuna, le llora muerto, el acreedor lo espera a la puerta; el padre le arrebata tan ciego, que no repara que lleva un cadáver. El hecho no será cierto; pero el artista da idea de lo que es capaz de hacer un hombre dominado por el demonio del juego, que trastorna su entendimiento, ofusca su conciencia y seca en sus entrañas la fuente de los sentimientos más naturales, más elevados y más puros.

La embriaguez, que excita la risa, hace derramar tantas lágrimas, que sólo por ligereza culpable se puede hacer asunto de burla este manantial de dolores. Es día de cobrar: la familia del obrero espera impaciente la hora de comer y calentarse; esta hora no llega; se observan con ansia las señales que indican haber pasado mucho tiempo desde que tiene con qué comprar alimento y combustible el padre de las míseras criaturas que lloran de hambre y de frío. ¿Qué hará su madre? Nada le es dado hacer para acallarlas; aquel día, que es el señalado para pagar las deudas, parte de ellas al menos, no puede ir a la tienda sin dinero, no la fiarán más. Ya se impacienta, ya se aflige; manda imperiosamente, calla o llora. Los jornales de la semana, en vez de remediar necesidades apremiantes, han servido para satisfacer apetitos desordenados, para dar pábulo a un vicio degradante; el obrero ha dejado en la taberna su razón, su dignidad, el fruto de su trabajo, y vuelve a casa en un estado que lo pone por debajo de las bestias. Entonces, según los efectos que produce el alcohol, hay el ronquido bestial, el vómito asqueroso, la locuacidad lúbrica o blasfema, la alegría que escarnece el dolor de sus víctimas o la cólera que las hiere. Y así, hay muchos cientos y muchos miles de hombres que, en vez de ser el sostén, son el escándalo y la tortura de sus familias.

El daño es todavía mayor cuando la mujer da el mal ejemplo o le sigue, y hollando deber y honor, acompaña a su marido a las inmundas orgías, y en la borrasca de tantos excesos ni aun deja a los hijos aquella tabla de salvación que se llama la virtud de mi madre. Mientras ella no cae, es posible que la familia no se hunda, que halle en aquel foco de amor y de abnegación ejemplo y sostén, y que el dolor resignado y la incansable perseverancia en el bien purifiquen el hogar de los miasmas que exhala el hombre vicioso; mas cuando su compañera lo es de desórdenes, difícilmente se ve ni se concibe que los hijos puedan salvarse.

Los efectos de la embriaguez son bastante conocidos para que sea necesario insistir mucho en los estragos que causa; pero conviene notar que el hombre que se embriaga, como el que se entrega a los excesos deshonestos, no sólo da a su familia mal ejemplo, no sólo, si es pobre, la condena a la miseria, sino que engendra para ella una posteridad enfermiza. No creemos, como algunos, que haya una organización propia para la embriaguez y que se trasmita por herencia; pero sí que cuando al mal ejemplo y a la pobreza se une la constitución débil y enfermiza que lega el hombre vicioso a sus descendientes, éstos van, natural y lógicamente, a engrosar las filas del pauperismo. Por eso, conociendo que la miseria es causa de vicio, debemos también reconocer y consignar y repetir que el vicio es causa, y muy poderosa, de miseria.

- II -

Todo pueblo tiene en un momento dado un nivel moral sobre el que se elevan los mejores, y por debajo del que quedan los más malos; y sin negar el mérito de los primeros y la responsabilidad de los segundos, hay que convenir en que la altura de la gran masa que está en medio influye en la de los extremos. Cuando la corrupción es general, la virtud tiene mayores escollos. Además, la moralidad de los pobres no puede separarse de la de los ricos; porque, aunque aparezcan muy distantes y lo estén, hay influencias que alcanzan a todos: no es posible encerrar a las clases, ni aun a los individuos, de modo que se aíslen de la atmósfera moral que los rodea. Esto es bien sabido; y, en consecuencia, influyendo la moralidad de los unos en la de los otros, es vano intento la pretensión de moralizar a los pobres si no se moralizan los ricos, máxime cuando éstos son los que tienen más medios de perfeccionarse, y los únicos que pueden influir activa y eficazmente en todo género de reformas. Así como hay una gran masa de pobres que a la menor oscilación caen en la miseria, existen también muchas moralidades vacilantes que cualquiera circunstancia desfavorable arroja al vicio, lo cual se ve claramente por lo que aumenta cuando faltan recursos, o cuando los hay con exceso, en un año de hambre, o en un oficio en que los obreros sin cultura realizan ganancias relativamente grandes.

Las moralidades pueden clasificarse en tres grandes divisiones:

1.ª Los que están firmes en la idea y la práctica del deber y no necesitan auxilio;

2.º Los que han caído y es necesario levantar;

3.ª Los que se hallan en equilibrio inestable y es preciso sostener.

De los primeros no hay para qué ocuparse, a no ser para admirarlos muchas veces y citarlos como ejemplo.

Es muy común, muy general, por desgracia, la idea de que es inútil ocuparse de los segundos porque el vicio es incorregible; pero nosotros repetimos la sentida exclamación de madame de Morsier: « ¡Oh! No digáis nunca, señores y señoras, no digáis nunca de un hombre o de una mujer que están perdidos sin remedio; no renunciéis, os lo suplico, a pronunciar sobre el último de los miserables, aunque sea a su hora postrera, una de esas palabras de amor y consuelo, semilla fecunda arrojada al acaso en un porvenir que desconocemos, pero que de un modo o de otro germinará en el universo, cuya ley es que nada se pierde... Vuestra obra es una protesta viva contra esa justicia parcial, fragmentaria, que difícilmente puede hacerse cargo de tantos matices como entran en la responsabilidad humana; contra la cruel preocupación que mira más bien el exterior del individuo que su valor real; contra ese egoísmo, en fin, que considera más cómodo condenar irremisiblemente al prójimo, que esforzarse para salvarle a pesar y contra todo.»18

Estas palabras, que serían elocuentes si palabras no más fueran, son sublimes porque a ellas corresponden las obras; que no hay ninguna tan meritoria como acercarse, para levantarla, a la mujer que ha caído en la inmunda sima donde es objeto de repulsión y desprecio para todos, y, lo que es más grave, aun para sí misma. Cuando se observa a un sordo-mudo y ciego, no se comprende cómo es posible ponerse en comunicación con él. El ingenio benéfico del hombre vence la dificultad que parecía insuperable, y enseña al que no ve ni oye muchas cosas relativamente difíciles. Algo parecido acontece con la criatura que llega al último extremo de envilecimiento. ¿Cómo establecer comunicación espiritual con ella? ¿Cómo hallar algo que sea común entre dos seres en que no aparece ninguna semejanza moral, ni casi intelectual? Y, no obstante, cuanto más se diferencian, es decir, cuanto el de arriba está más alto, tiene mayor facilidad para influir sobre el caído: aquella luz que brota del amor, a la inversa de la material, parece aumentar en razón directa del cuadrado de las distancias, y los que no desesperan da nadie hallan medio de influir hasta en los que desesperan de sí mismos.

Mas por el género de esta influencia se comprenden las condiciones que exige y quién puede ejercerla: no es la ley directamente; no es el Estado, que sólo interviene cuando hay delito o falta legalmente penada, quien puede tener la flexibilidad, la intuición, la perseverancia, la candidez infantil y las titánicas temeridades de la abnegación compasiva. El Estado puede hacer mucho para precaver el vicio; pero cuando ya existe, sólo indirectamente, y auxiliando a las personas caritativas, le es dado tratar de corregir al vicioso.

Así, pues, la obra de levantar al moralmente caído es social, no legal; las asociaciones que la emprenden pueden recibir auxilio del Estado, que en muchos casos debería dárselo; pero su verdadera fuerza está en la abnegación y en la fe de las personas que de ellas forman parte.

En esta ruda tarea, más que en otra alguna, es conveniente la división de trabajo; el no pretender que todos los asociados se dediquen a combatir todos los vicios, sino aquellos que les repugnan menos o que compadecen más. Porque el vicio, sin negar que sea una gran falta, hay que convenir también en que es una gran desgracia, y el que así no le considere en vano será que trate de corregirle. Unos culpables desdichados inspiran más lástima que otros, según el género de su extravío; se van observando ya, y el tiempo irá descubriendo cada vez más, estas vocaciones sublimes que niegan la eternidad del mal y quieren borrar de todas partes, absolutamente de todas, la horrible sentencia que Dante esculpió sobre la puerta del infierno.

Debe combatirse un error muy común, y propio para justificar el egoísmo y desalentar la abnegación, y es el de suponer que cuando no se hace todo no se ha hecho nada, y que si el vicioso no puede presentarse radicalmente corregido y regenerado, se perdió todo el trabajo que se empleara para procurar su enmienda. Según el concepto que se tenga de la vida, la idea de los fines a que debe encaminarse y la fe en lo que habrá después de la muerte cambiará el modo de apreciar la variación parcial del modo de ser del vicioso, y por la que, si el vicio no ha desaparecido, tiene menos intensidad; pero, cualesquiera que sean las opiniones y creencias, a la luz de la razón siempre resultará un bien de limitar los grados o intensidad del mal. Si en los males físicos nadie tiene por inútil el régimen que alivia, aunque no cure, ¿por qué en los del espíritu no se ha de reconocer igual beneficio a las acciones modificadoras que producen mejoría en la dolencia, aunque no logren hacerla desaparecer por completo? Cierto que es el colmo de la virtud contentarse con éxitos tan parciales, tan dudosos; pero también que a veces se pretende un imposible al intentar curaciones radicales, y que la suma de mal podría disminuir mucho resignándose a limitarle cuando no se puede extirpar.

No hay para qué nos extendamos más sobre este asunto, porque la alta misión y difícil empresa de levantar al caído no se acepta ni acomete por excitaciones exteriores, sino por impulso que brota del corazón y de la conciencia y da la más exacta medida de la altura moral a que ha llegado un pueblo.

La tercera categoría de moralidades, aquella en que están los que es preciso sostener para que no caigan, comprende muchas, muchísimas personas honradas hoy, y que dejarán de serlo si circunstancias desfavorables rompen el equilibrio inestable de su virtud. No se sabe cuál es más triste, si considerar el gran número de los que allí están amenazados, o pensar que por ella pasaron los que hoy se consideran perdidos y no lo estarían si hubiesen encontrado auxilio en el momento crítico de su postrer combate; nótese mucho, porque es muy de notar, que nadie se rinde a sus malas pasiones o perversos instintos sin combatirlos con más o menos energía, pero sin combatirlos. Por esta categoría pasaron el hombre débil que se vio rodeado de dificultades; la mujer que halló obstáculos en todos los caminos menos en el de la perdición; el niño envuelto en miserias físicas y morales, a quien se dieron errores para la inteligencia y malos ejemplos para el corazón. Todos fueron un día honrados, inocentes, puros; todos hubieran podido continuar siéndolo si hubiesen hallado el apoyo que habían menester y que les faltó.

¿Y qué es preciso hacer para evitar la caída de tantos como caen y no caerían si, en vez de la superficie resbaladiza que les presenta la sociedad, les ofreciera terreno firme y manos protectoras? ¿Qué es preciso hacer? Todo cuanto sea factible, todo: lo que favorece las miserias material y espiritual es concausa de vicio, y al combatir éste nos hallamos enfrente con todos los auxiliares de aquélla. Se dirá que los ricos son también viciosos; cierto, pero sobre que al presente no nos ocupamos sino de los miserables; sobre que los vicios del rico no es tan seguro que le arruinen como al que no tiene más que lo necesario o ni aun tanto, la depravación de abajo (en la escala económica) da pábulo a la de arriba con las facilidades que le ofrece directa o indirectamente. Los elementos principales de la orgía en que se encenaga el rico se sacan de las miserias materiales y espirituales de que abusa. La mujer que se alquila, el hombre que se vende, la penuria del vicioso ignorante tan fácil de explotar, ofrecen a un tiempo víctimas y medios de inmolarlas.

Combatir la miseria es combatir el vicio, directamente en los miserables, indirectamente en los que no lo son, de tal modo que un libro sobre el pauperismo viene a ser, si con detenimiento se considera, un tratado de moral. Donde quiera que hay injusticia hay inmoralidad, y existe en la contribución indirecta, en la ley de reemplazo, en la organización administrativa, en el estanco del tabaco, en el establecimiento de las aduanas, etc., etc.

El vicio influye en la totalidad de los elementos sociales y recibe influencias de ellos; pero como no es posible estudiarlos con la simultaneidad con que obran, nos limitaremos aquí a considerar aquellas circunstancias que más directamente contribuyen a viciar al pobre y al miserable, joven o adulto, dedicando un capítulo especial a los niños.

Para nosotros, estas circunstancias son las diversiones, los entretenimientos la manera de distraer el ocio o de procurar descanso. El trabajo es el gran guardador de la moralidad; pero el hombre no puede estar siempre trabajando, ni debería aunque pudiera, porque no vive sólo de pan ni sin él; es decir, que los trabajos mentales necesitan ejercicios físicos, y los materiales contrapeso espiritual, para que todo trabajador tenga mens sana in corpore sano.

Cuando se ve a un niño con una arma, da miedo; algo parecido nos sucede al observar a un pobre o a un miserable sin trabajo o que descansa de él, y se halla ocioso y aburrido. ¿Cómo se distraerá? Este es el problema que no puede resolver solo, que nadie lo ayuda a resolver, y de cuya solución depende tal vez su porvenir, próspero o adverso, honrado o vicioso.

Parece no haberse comprendido bien que, siendo la naturaleza del hombre esencialmente activa, la inacción lo produce un malestar, de que procura huir como de todo lo que le mortifica, y de aquí la necesidad de la diversión o de la distracción, y su peligro cuando no es racional.

Ignorancia, olvido, desdén, o cualquiera que sea la causa, el hecho es que las diversiones y distracciones, que debían tener la importancia de una institución social, se abandonan al interés, a la vanidad, a las malas inclinaciones, muchas veces a los perversos instintos, de modo que, en vez de ser un medio de moralizar, son un instrumento depravador.

No se olvide que ninguna influencia eficaz sobre el hombre es neutral, y que la diversión, como todo lo que le impresiona, le hace mal o le hace bien: no hay medio.

Debemos limitarnos a los pobres, que, como los ricos, se aburren cuando no hacen nada.

El pobre, en general, no aspira a divertirse; se contenta con distraerse; no aspira a ir a la ópera ni a la comedia; un rato de sociedad amenizada con un poco de juego y algún trago, constituye toda su aspiración en este punto. Decimos en general, porque en algunas grandes poblaciones los pobres, muchos al menos, se aficionan a los espectáculos, y de muchachos parisienses se citan casos notables de hurtos cometidos para proporcionarse medios de ir al teatro, cuyo gusto llega a ser una verdadera pasión, de que entre nosotros puede dar idea la que algunos tienen por los toros. Aunque esto sea excepcional, y los pobres y miserables, por lo común, no aspiren a divertirse, no hay duda que tienen necesidad de distraerse. ¿Cómo se distraen?

Faltan datos para responder a esta pregunta con la conveniente exactitud; pero sin alejarse mucho de ella se puede asegurar que los pobres no tienen más distracción que el juego y la taberna; si hay excepciones, son, por desgracia, raras, y se deben a personas caritativas que han realizado la obra, altamente benéfica, de procurarles distracción racional. Mientras estos recreos, que son excepción rarísima, no sean regla, bien puede asegurarse que falta un elemento indispensable de moralidad, y si dijéramos esencial estaríamos en lo cierto.

Partiendo del principio de que el hombre, todo hombre, pobre o rico, necesita distraerse, aparece claro que las distracciones perjudiciales no pueden combatirse sino sustituyéndolas por otras que no lo sean. ¿Cómo? Este es el problema, que se resolvería si fueran menos egoístas y comprendieran toda su importancia los que principalmente deben contribuir a resolverle. La solución está en favorecer los pasatiempos o diversiones razonables, y combatir las depravadoras, lo cual no puede hacerse sin un cambio radical en la opinión, que haga penetrar en ella ideas que le faltan y sentimientos que hoy no la impulsan. Mientras las diversiones públicas no adquieran, como hemos dicho, la importancia de una institución social; mientras cada municipio no tenga una comisión formada de los vecinos más morales o ilustrados que promueva y vigile las racionales diversiones; mientras no haya personas benéficas y asociaciones filantrópicas que contribuyan a procurar recreo honesto al pueblo, el pueblo se recreará desmoralizándose, y lo que no es pueblo también; pero aquí sólo de los pobres y de los miserables tratamos.

Las diversiones y distracciones, bajo el punto de vista material, pueden dividirse en dos clases:

Las que se disfrutan al aire libre;

Las que se ofrecen dentro de locales más o menos cerrados.

Es mucha la importancia de las primeras, tanto bajo el punto de vista de la higiene, como de la moralidad, y deberían protegerse y promoverse cuando son honestas para que el pueblo pudiera acudir a ellas, ofreciéndoselas gratis o por una corta retribución. Por muchas causas que sería muy largo examinar aquí, es el hecho que la gente del pueblo no se divierte, ni aun se distrae, paseando nada más que por pasear; necesita algún objeto a que encaminarse; pero si esto es cierto, no lo es menos que se distrae y se divierte con poco, y con tantos medios y tan ingeniosos y baratos como hoy, combinándose, ofrecen la industria, la ciencia y el arte, sería muy fácil proporcionar diversiones o entretenimientos que, dando razonable solaz, atrajesen fuera de las poblaciones a multitud de personas que hoy no salen de ellas porque no tienen estímulo para salir: podría variarse de diferentes modos, según las circunstancias, gustos y medios de cada localidad; pero en todas habría manera de procurar un rato de honesta distracción el día que debe ser de descanso. Nótese que donde hay menos recursos también son menores las exigencias; tiene pocas en materia de diversiones la gente del campo y de los pueblos pequeños, y en todos se podía hacer algo, y aun mucho, en el sentido que indicamos.

La diversión que el pueblo encuentra en los circos podría con facilidad conseguirse que no fuera inmoral, si se exceptúan los taurinos, contra los cuales se ha dicho tanto y tan inútilmente. En razón, nadie los defiende ni puede defenderlos; de hecho los frecuentan multitudes de todas clases, y las que son hostiles y no están de acuerdo en nada, convienen en este gusto brutal, y se armonizan para aullar obscenidades e, insultos provocativos a los que no exponen bastante su vida para que la diversión sea más completa. El que fuera de la plaza de toros procura evitar con trabajo, y aun con peligro, la muerte del prójimo, allí le escarnece si no la arrostra para divertirle. ¡Horrenda transformación del espíritu, que se verifica periódicamente y con regularidad pasmosa en muchedumbres heterogéneas! Si a la puerta del infierno deben dejar la esperanza los que entran, en el umbral de la plaza de toros se deja la humanidad y las buenas formas: fuera podrán ser lo que sean los que allí están; dentro, no hay más que canalla cruel. Y lejos de disminuir el gusto por esta feroz diversión, parece que se aumenta, dándole pábulo el mal ejemplo de los (y de las, cosa aún más triste o increíble) que tenían obligación de darlo bueno. Se ensanchan las plazas de toros; se hacen nuevas donde no las había, y lejos de que la ley ponga obstáculos, ni aun se cumple en lo que pudiera dificultar el incremento de esta brutalidad. Los ataques que se le dirigen no dan resultado porque no están sostenidos por una vasta asociación que, con muchos medios directos o indirectos de que no dispone el individuo, combatiese constantemente mal tan extendido y arraigado.

En las grandes poblaciones la baratura de ciertos espectáculos aumenta en los teatros la concurrencia, que a veces pertenece en gran parte a las últimas clases del pueblo. Y ¿qué se hace para que esta diversión no le deprave? ¿Qué se hace para que la comedia o el baile no sea una lección inmoral o un cuadro indecente? Nada. Autores, actores y empresarios, con raras excepciones, contribuyen a pervertir el gusto y la moral, explotando la perversión que aumentan. Cuando se clama contra semejantes indignidades dicen que hay que dejar en libertad a los poetas, a los artistas y a los industriales. El arte y la poesía salen tan malparados como la moral de semejantes espectáculos; y en cuanto a la industria, si el reunir dinero es una suprema razón, pueden alegarla los que roban bolsillos o expenden moneda falsa, no más perjudiciales que los que venden billetes para representaciones brutales o indecentes. Comprendemos cuán difícil es encontrar remedio a este mal, porque son tantos los que más o menos están contagiados, que no se sabe el número de los que pueden emprender la cura. Creemos, con todo, que son bastantes para que, asociados y con esfuerzo activo y perseverante, pudiesen, si no extirpar el mal, por lo menos disminuirle. Una colectividad respetable (no podría menos de ser respetada) que examinara las obras dramáticas y todo género de espectáculos bajo el punto de vista moral; que pusiera en su índice los que no deben verso y sus miembros se comprometieran a no asistir a ellos; que tuviera un periódico para razonar y defender sus fallos; que diese la voz de alarma a los padres de familia, señalándoles el teatro o el espectáculo a que no deben llevar a sus hijos, que con tan poca prudencia van adonde no debieran ir, no podría menos de dar beneficioso resultado.

De esta asociación deberían formar parte principalísima las mujeres: admira y aflige ver hoy que, aun las honradas, no se retraen de ir y llevar a sus hijas a espectáculos inmorales y hasta indecentes.

Una liga semejante debiera formarse contra los libros inmorales. Todos quieren y todos queremos que los pobres y los miserables aprendan a leer; pero al considerar lo que leen con frecuencia para entretener sus ocios, más de una vez se deplora que hayan aprendido. No se sabe el daño que hace un libro malo al que lee muy pocos y no es capaz de juzgar ninguno. En el terreno de la moralidad, que es neutral para los hombres honrados, debieran reunirse todos a fin de impedir la propagación de libros inmorales. Los medios variarían según lugares y circunstancias; pero el objeto era digno de todas las personas buenas de todos los países y muy propio para una asociación internacional. Los pueblos se corrompen mutuamente con esta podredumbre literaria, y hay muchos que se envenenan principalmente con traducciones.

No basta moralizar los espectáculos y ofrecer diversiones honestas al aire libre; es necesario procurar distracciones para cuando no se pueda, o no se quiera salir al campo, y para aquellas horas, especialmente en el invierno, en que no se trabaja, y no sabiendo qué hacer, se hace lo que no debía hacerse. Hay ya algunas asociaciones de obreros con el objeto indicado, y la experiencia demuestra cuán útil sería que se generalizasen. Según los medios disponibles en cada localidad debería crearse un centro con un nombre cualquiera, el de Círculo, v. gr. (a veces los nombres más vagos son los mejores), siendo de desear que al menos no careciera de las dependencias siguientes:

l.ª Sala de conversación.

2.ª Sala de lectura.

3.ª Sala de gimnasia.

4.ª Sala de conferencias.

Puede añadirse una sala-café, donde se vendan refrescos y bebidas que no sean alcohólicas, a fin de contemporizar con la costumbre y considerando que más vale que un hombre tome café, leche, etc., que no que se vaya a beber vino o aguardiente; en todo caso este punto merece discutirse, y aun, según las localidades, convendrá resolver en uno u otro sentido.

Las salas de conversación y de lectura llevan en el nombre la explicación de su objeto; la de gimnasia debería tener un carácter particular, sirviendo a la vez como distracción y para corregir los efectos de algunos trabajos que ejercitan las fuerzas de una manera anormal y dañosa a la salud. En la sala de conferencias se darían apropiadas al auditorio.

Cuando no pudiera tener tanta extensión el Círculo, se reduciría; si hubiese medios de darle más, podría tener, por ejemplo, un poco de música; pero fuera de desear que nunca faltasen las salas indicadas, formando en la de lectura una pequeña biblioteca.

Un reglamento sencillo, conocido y aceptado por los socios, partiría de las bases siguientes:

Compostura en las maneras;

Decencia en el lenguaje;

Limpieza en la persona (al menos la compatible con sus circunstancias; podría haber cuarto de aseo, para que siquiera nadie se presentara con las manos y la cara sucias);

Retirarse a las horas de reglamento, que variarían según los países, estaciones, días festivos, etc.

La entrada sería gratuita para los socios asistentes, que recibirían al entrar una papeleta; a fin de mes se recogerían estas papeletas, dando en cambio un certificado de asistencia, que era una presunción a favor de la moralidad del obrero, y por la cual no dejaría de ser preferido en igualdad de circunstancias al que frecuentara la taberna.

Los jefes de taller, por lo común, cuidan poco, o no cuidan nada, de reprimir a los que tienen mala conducta posponiéndolos a los más dignos: el Círculo podría ayudar a los industriales de buena voluntad, y ellos a su vez auxiliarle, haciendo particular aprecio de sus concurrentes.

En la sala de lectura habría periódicos políticos y de diferentes opiniones, pero templadas; no somos de parecer que los obreros no se ocupen de política, porque, sobre que no es conveniente, no es posible, y más vale que la discutan alrededor de una mesa con argumentos mejores o peores, que en una barricada a tiros; los que la tratan de este modo salen de las tabernas, donde no se lee. Aunque hubiera periódicos políticos se procuraría como más útil la lectura de revistas apropiadas, y sobre todo de libros, pero sin perder nunca de vista la índole de la institución; el recreo honesto, para no convertirla en escuela: allí, lo primero era distraer; si al mismo tiempo se podía instruir, bien; si no, la instrucción, que era lo accesorio, no había de tomarse como principal.

Esto puede no parecer mal, pero se preguntará: ¿Quién lo hace? ¿El Estado? ¿Las asociaciones? ¿Los particulares? Responderemos. Todos.

Primeramente, procurando generalizar la idea y con algunos ejemplos, habría obreros que con poco auxilio, o sin ninguno, establecerían su Círculo; hay ya algunos así, donde los artesanos, a su costa y por propia iniciativa, se reúnen después del trabajo para tener distracción racional y forman una pequeña biblioteca.

Los obreros (ahora es el mayor número), que no comprenden cuánta economía les resultaría del gasto de instalar y sostener el Círculo, necesitarían auxilio o iniciativa ajena, cuya forma depende del nivel moral o intelectual de las clases acomodadas. Donde fueren bastante inteligentes para comprender la importancia de que los pobres y miserables al distraerse no se perviertan, y bastante buenas para no rehusar el dinero y el trabajo que los Círculos de obreros exigen, el Estado nada tendría que hacer, y esto es lo que hay que desear: donde así no sucediera, la institución podría ser mixta, contribuyendo a ella de los fondos públicos; pero entiéndase bien que el Estado no puede auxiliarla sino con dinero o cosas que lo valen, y que si no hay personas que lleven el fondo moral o intelectual; si una asociación no reglamenta el Círculo (cuando no está formado y sostenido por los mismos que le frecuentan), no hace que se cumpla el reglamento, no escoge los periódicos y los libros, no da las conferencias, no dirige los ejercicios gimnásticos, etc., etc., los medios pecuniarios más abundantes serían inútiles, porque sólo conseguirían organizar un cuerpo sin vida. Y dársela no es tan difícil, porque no lo es, o no debiera serlo, reunir suficiente número de socios protectores del Círculo, ni, habiéndolos, una conferencia o una lección sería una carga tan pesada.

En cuanto a los fondos o auxilios que necesitase facilitar el Estado cuando los particulares asociados no pudieran reunir los suficientes, ninguna subvención más útil ni justificada. Si alumbra las calles, por la misma razón podría proporcionar alumbrado a los Círculos; si costea edificios para todos los servicios públicos que los necesitan, difícilmente podrá servir a la comunidad mejor que evitando que los pobres se vicien por distraerse; si paga policía urbana para la limpieza material, no debe rehusar cooperación a ésta policía que tanto podría contribuir a sanear la atmósfera moral, y, por último, cuando se gastan sumas enormes para diversión, recreo y contentamiento de las personas acomodadas, porque de hecho ellas solas pueden aprovecharlas, no hay razón ninguna para que se nieguen recursos para la distracción de los pobres. Es de desear que el Estado no necesite darlos; pero, si fuere necesario, no pueden negarse en justicia siempre que las asociaciones ofrezcan los elementos intelectuales y morales indispensables, y den garantías de cumplir el fin moralizador que se proponen.

A estos medios, que indudablemente darían resultado, debieran añadirse otros no menos eficaces para combatir la embriaguez, que es el mayor escollo de la virtud del pobre y del miserable. Hace, muchos años decíamos,19 y hoy podemos repetir, porque desgraciadamente la situación no ha mejorado:

«Si en un país en que las costumbres no estuvieran corrompidas, ni pervertido el sentido moral, se dijera: -Hay establecimientos públicos autorizados por la ley, en que miles de pobres y miserables arruinan su salud, gastan en una noche el jornal de la semana, juegan, vociferan blasfemias en compañía de mujeres livianas, alborotan, cantan indecencias, arman camorras, se pelean, se lucran, se matan, y, perdiendo voluntariamente la razón, se convierten en seres, ya feroces, ya ridículos, siempre degradados, muy por debajo de los dementes y de los animales, puesto que por su voluntad y por su culpa han perdido el juicio y la razón; -si en un país de buenas costumbres, repetimos, se supiera que había establecimientos semejantes, asombraría que la ley los consintiera, y, alzándose contra ellos la opinión, se cerrarían anatematizados por ella.

»Estos establecimientos son las tabernas, que devoran el pan de los hijos del pobre, la paz doméstica, el amor al trabajo, la fidelidad conyugal, y muchas veces la honra, la libertad y la vida, porque a la taberna acude, no sólo el vicio, sino el crimen, y además de los que se cometen por la cólera de la embriaguez, son innumerables los que se fraguan allí con frío cálculo y premeditación execrable.

»Y lo peor es que estos focos de infección física y moral están muy lejos de inspirar el horror que merecen; las personas bien educadas los miran sólo como una cosa propia de gente baja, y los pobres y los miserables no tienen la menor repugnancia a entrar en la taberna, donde se confunden con los viciosos y los criminales. Ya se comprende la gravedad de esta circunstancia, y cuán peligrosas han de ser para la moral pública esas reuniones frecuentadas por el vicio y el crimen, y en que la honradez entra confiada.»

Los pobres y los miserables, al menos en nuestro país, no van a la taberna principalmente por beber, sino por divertirse y distraerse. Decimos en nuestro país, porque es el que conocemos mejor; pero debe acontecer lo mismo, o cosa parecida, en todos, siendo muy de notar que Mr. Almquist, en su excelente Informe, emite iguales ideas, y hasta expresadas con idénticas palabras, y dice, como habíamos dicho, que los borrachos no los hace el vino, sino la taberna. Cuando a tal distancia, y con tales diferencias como hay entre Suecia y España, se observan los mismos hechos, bien puede asegurarse que no tienen carácter local y pasajero, sino general y permanente, viniendo la experiencia universal a confirmar lo que comprendía el raciocinio.

Así, pues, se combate la embriaguez indirecta, pero muy eficazmente, procurando distracciones racionales a los que van a la taberna por distraerse; pero hay que emplear además otros medios, legales unos, y que pudiéramos llamar, sociales otros.

Los medios legales deben ser:

1.º Considerar la embriaguez y penarla como delito; así se hace ya en muchos pueblos cultos, y verdaderamente no merecen este nombre los que consienten por sus calles, plazas y caminos el espectáculo repugnante de los hombres trastornados por el alcohol, y del público que se divierte y se ríe con lo que debiera ser objeto de indignación o de lástima. La acción de la ley, además de evitar las escenas más repugnantes, tendría otras consecuencias beneficiosas. Podría enfrenar el vicio a los principios, evitando que se formara el hábito vicioso, cuya pertinacia asombra, aflige y llega a constituir un verdadero conflicto; fortalecería las ideas y las conciencias vacilantes propensas a calificar de justo lo que es legal, y evitaría muchos malos tratamientos y muchos malos ejemplos. ¡Qué diferencia para el hijo ver que llevan a su padre a la cárcel porque se ha embriagado, o presenciar cómo maltrata a su madre impunemente!

2.º Calificada la embriaguez de delito, penar como en todos a los cómplices, y probada que sea la taberna donde se embriagó el borracho, multar al tabernero; y si reincide cierto número de veces, inhabilitarle para la venta de bebidas alcohólicas. El que por cálculo de ganar alta, por cálculo de no perder puede corregirse, y es más fácil de convencer el calculista que el vicioso.

3.º Limitar el número de tabernas que puede haber por uno dado de habitantes, para que no se multipliquen de la manera que las multiplica la codicia holgazana, que prefiere explotar el vicio a recurrir al trabajo. Hay países en que el número de despachos de bebidas alcohólicas admira, aflige, y causaría escándalo si el hombre no fuera capaz de habituarse a ver el mal. Como es tan común invocar contra la justicia los derechos adquiridos, aunque a tuerto se adquirieran, sin lastimar ninguno podría tomarse la medida que aconsejamos, dejando por de pronto todas las tabernas que hoy existen; pero a medida que se fueran cerrando, negar permiso para abrir otras, hasta que su número quedara reducido al que pareciese conveniente. Siendo más limitado, podrían vigilarse como no lo están hoy, y exigir en los locales condiciones higiénicas de que carecen, debiendo ser una de ellas que no pudieran establecerse en callejones lóbregos y mal ventilados. Con esto se conseguiría el doble objeto de que, estando instaladas en sitios de más importancia y tránsito, los que tienen motivos para ocultarse se retraerían algo de ir a ellas, y las camorras y alborotos, causando mayor escándalo, se mirarían con menos indiferencia.

Si, como es de desear, llega a ser una verdad el descanso del domingo en cuanto fuero compatible con los trabajos imprescindibles, entre los establecimientos públicos obligados a cerrarse estarían las tabernas desde el mediodía en adelante, que es cuando hacen más daño. También debería anticiparse la hora de cerrarlas por la noche, y estas medidas ser objeto de una ley, y no de órdenes locales que varían con el gobernador o el alcalde que las da, y son contraproducentes como un intento vano.

Aunque el número de tabernas se fuera reduciendo mucho, no había de disminuir la contribución que pagan, sino ir recargando a las que quedaban, con el doble fin de que el déficit en los ingresos no se alegara contra la reforma, y para que no resultaran aliviados por ella en el pago del impuesto los que, siendo menos, venderían más.

La sociedad, por medio de asociaciones de los industriales, empresarios y de todas las personas que emplean constantemente cierto número de trabajadores, podría influir en ellos de muchos modos para que se retrajeran de ir a las tabernas.

En las asociaciones de socorros mutuos para caso de enfermedad, debiera ser causa de no admisión o de expulsión el hábito de embriaguez, y lo mismo en las cooperativas de producción o de consumo. La medida estaría tanto más motivada, cuanto que entre los que se embriagan son más frecuentes y largas las enfermedades, y común la insolvencia cuando han recibido a crédito fondos o artículos de consumo.

Todos los que emplean obreros deberían tener especial cuidado de no admitir o no conservar a los que habitualmente se embriagan, y ya solos, si podían y querían, ya auxiliados por asociaciones formadas con este objeto, establecer premios para los obreros que no fueran a la taberna.

Los propietarios de casas que quisieran contribuir eficazmente a la reforma podían convenirse en no alquilar las suyas para taberna, y los inquilinos en no vivir en ninguna donde la hubiese.

Ya sabemos que los taberneros encontrarían casas y habitadores las ocupadas por ellos; pero les costarían más caras, máxime si la opinión les imprimía cierto descrédito, lo cual no sería imposible si se sabía explotar la vanidad que calificara de mal tono, de cursi, vivir en una casa donde hubiese despacho de vino. Otro medio de perseguirlos sería comprometerse a no comprar nada en ellos, y abastecerse de los que no venden vino por menor.

Poniendo en práctica estos y otros medios adecuados a las circunstancias para combatir el vicio de la embriaguez, disminuiría, como acontece donde quiera que racionalmente se combate; los que dicen que se hereda, aunque se precian mucho de observadores, han observado mal; que no hay a veces como los positivistas para separarse de lo positivo.

No conocemos, y dudamos que haya ejemplo tan notable como el que ha dado Suecia llevando a cabo sobre el asunto que nos ocupa una reforma que, si en vez de ser un hecho fuera un proyecto en general, parecería impracticable. Allí se empeñó la lucha entre los enemigos del vicio y los viciosos y explotadores de él, siendo vencidos los últimos en la guerra (que así se llamó).

En España (bien triste es tener que confesarlo) nada semejante puede hacerse; nos falta el patriotismo, la abnegación, la inteligencia, las virtudes, en fin, que tal conjunto de medidas requieren; pero citamos este ejemplo para que los imposibilistas vean lo que se puede cuando se quiere y se sabe, las personas estudiosas admiren una obra maestra de prudencia y conocimiento del corazón humano, y los hombres de fe hallen alimento para ella, donde tantas veces hay que ir a buscarlo: más allá de la frontera.

Para moralizar las diversiones y pasatiempos, que es lo mismo que moralizar los hombres, la influencia mutua de los elementos sociales ofrece otra dificultad grave respecto de aquellos trabajadores que no tienen día de descanso, ni aun horas de racional recreo, y le buscan pasajero, acre, y por lo común inmoral, para romper la abrumadora monotonía de una labor incesante. Este mal no tiene remedio sino en una reforma radical respecto de aquellos trabajos que privan al trabajador del tiempo indispensable para el descanso, no sólo fisiológico, sino psicológico.




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De el servicio doméstico


- I -

El servicio doméstico es una concausa de miseria, por lo que contribuye a desmoralizar, y por la mala situación económica en que se encuentra el criado o criada, cuando deja de serlo para casarse y formar una familia.

Por regla general, los criados no saben oficio; y aunque sepan servir, de poco les aprovecha desde el momento en que ya no se dedican al servicio. De las habilidades que constituyen lo que se llama un buen criado o una buena criada, ¿cuáles serán un recurso para el que tiene casa reducida, pocos y toscos muebles, escasos y pocos escogidos alimentos que condimentar y ningún primor de ningún género que hacer? El criado es una rueda útil o necesaria que forma parte de la máquina doméstica de las personas bien acomodadas; pero no funciona por sí sola, ni tiene uso cuando se la separa de aquel mecanismo aplicándola a otros, con los cuales no engrana. Al decir que no tiene uso, se entiende que no es absoluta, sino relativamente; pero un criado hábil es un trabajador torpe y débil por lo común, que gana el mínimum de salario si no tiene oficio y entra en la última categoría del bracero. El mal se agrava con el hábito de trabajar poco, comer bien y disfrutar de ciertas comodidades. Cuando estas circunstancias median en las dos personas que se unen para formar una familia, es raro que ésta prospere y que no justifiquen el dicho de criados que se casan, pobres a la puerta.

La inmoralidad del servicio doméstico, en especial el de las mujeres, es causa menos ostensible, pero más general y poderosa de miseria: el raciocinio lo prevé y los hechos lo comprueban. Además de los que pueda recordar cualquiera que tenga el hábito de observarlos, hay datos estadísticos tan elocuentes como el de que las criadas de París, a pesar de tener más que cubiertas sus necesidades y una posición económica relativamente muy aventajada, y a pesar de vivir, o parecer que viven, en familia, ocupan el segundo lugar en la prostitución oficialmente comprobada, y están inmediatamente después de las mujeres que no tienen familia ni recursos con que sustentarse; desmintiendo a los que afirman que la miseria es la única causa de que las mujeres se prostituyan.

Este dato elocuente no puede admirar sino a los que no reflexionen lo que es el servicio doméstico, donde hay hostilidad que desmoraliza y cordialidad que desmoraliza aún más.

La hostilidad tiene muchas causas. Hay que obedecer al que no se puede respetar, porque es bien raro que parezca respetable el que se ve de cerca, a todas horas y en los minuciosos detalles de la vida material: semejante aproximación ha de producir choques en personas tan distantes por su posición, su inteligencia y todo su modo de ser.

El servicio doméstico tiene mucho de servidumbre; en toda condición servil hay pugna entro el servidor y el servido, y más en una época en que se habla tanto de igualdad y tanto se aspira a ella.

Aquella aproximación, que podría llamarse mecánica, no establece comunidad alguna de ideas, de sentimientos, ni de intereses, sino que más bien éstos se menoscaban por el descuido o la infidelidad del criado, lo cual produce una situación tirante o del todo hostil, que las prevenciones de clase agravan cuando se acercan los que no se pueden unir ni armonizar.

Los defectos que se ponen en evidencia a todas horas en la vida íntima, se ocultan, se disminuyen o se toleran por el cariño, el hábito, acaso el interés o la analogía entre los individuos de una familia; pero aparecen en relieve, o aumentados, entre el inevitable intruso que se llama criado y el señor que es preciso soportar.

Estas y otras causas de mala inteligencia se resumen en la disposición mutua de amos y criados, la cual demuestra claramente que se mira como un mal grande o irremediable la necesidad de servir y de ser servidos.

Si la hostilidad se trueca en cordialidad, lo cual no acontece por regla general sino entre personas de diferente sexo, el mal se agrava.

Los señores generosos, vanos o imprudentes, regalan su ropa, a veces poco usada, a los criados, y les dan las aspiraciones del traje y hábitos del lujo, creando el peligroso y ridículo tipo del hombre ordinario con pretensiones de elegante y de la fregatriz con vestido de seda. De la imprudencia y vanidad combinada de servidores y servidos; de las aspiraciones que se despiertan en éstos; de las comodidades a que se acostumbran; de la alimentación tan superior a la que tenían en sus casas y habrán de tener cuando vuelvan a ellas o formen una nueva familia; de todo esto resultan inconvenientes gravísimos, perturbaciones morales y materiales, y aun verdaderos trastornos, producidos por alternativas bruscas de goces y privaciones, y de adquirir necesidades sin medios de satisfacerlas.

La cordialidad, que, como decimos, no suele establecerse sino entre personas de diferente sexo y por motivos inmorales, ¿cómo se evitará? Un criado no es un hombre para una señora o una señorita; pero una criada suelo ser una mujer para el señor o el señorito, y cuando esto sucede, todas las circunstancias favorecen la seducción. Así es tan raro que la criada joven, viviendo en la intimidad de una familia donde halla, en vez de guía, quien se empeña en extraviarla y tiene grandes medios de conseguirlo, no se extravíe. El amor propio de la que no tiene dignidad, el interés mal entendido, las pasiones, los instintos, todo pugna contra la virtud de la criada que galantea el señor o el señorito, todo la empuja a la sima donde tantas veces cae. Y como esto acontece a cientos, a miles de mujeres, que van a parar al abismo de la prostitución; como aun aquellas cuya virtud se salva no son a propósito, por lo común, para ser buenas amas de casa pobre; como, si se unen a un hombre que no tenga más oficio que el de criado, es casi seguro que no prosperarán, atendiendo a todas estas circunstancias morales y económicas hemos considerado el servicio doméstico como una concausa de miseria.

- II -

Como nos parece dejar probado, es el servicio doméstico concausa de desmoralización y de miseria, no por circunstancias accidentales y pasajeras, sino por índole propia y esencial. Pero el daño que de él resulta puede limitarse mucho, siendo el primer remedio generalizar su conocimiento. No se persuaden bastante las personas honradas del peligro de introducir en su casa a una mujer o a un hombre corrompidos, que son un foco de infección moral para la familia. Prescindiendo de cuando ponen en peligro su vida o atacan su hacienda de modo que den lugar a la intervención de los tribunales, hay que hacerles comprender la grande economía que resulta de suprimir la criada; su sostenimiento es oneroso, a veces ruinoso, para gente que no esté muy bien acomodada, en estos cuatro conceptos:

Por la manutención;

Por el salario;

Por lo que derrocha;

Por lo que sisa.

De modo que no es exagerado calcular que una criada supone el gasto de dos personas más en la familia.

No importa menos persuadir a los padres honrados de la grave falta que cometen enviando a sus hijas a servir, sin precaución alguna, informándose del salario que ganan, no del peligro que corren en casas donde se pervierten, en poblaciones donde ven tantos malos ejemplos; sin persona a quien respeten, ni de quien dependan, y con una libertad que se convierte en licencia, en la edad de las pasiones que todo estimula, que nada contiene. Enviar una hija a servir, se dice sin rubor y sin remordimiento; no considerando cuántas veces es enviarla a desmoralizarse y en muchísimos casos a prostituirse, como lo prueban las estadísticas. Y ¿por qué madres honradas contribuyen tan eficazmente a su deshonra, y hombres de conciencia obran en este caso como si no la tuvieran? Porque ni la opinión, ni la ley, ni las influencias religiosas condenan el abandono culpable, ni amparan lo suficiente contra livianas o insensatas rebeldías; porque se da como pecado una puerilidad cualquiera, y no lanzar sin defensa a la inexperimentada niña para que sea presa del libertinaje; y, en fin, porque los miserables, para proteger a sus hijas contra la corrupción del servicio doméstico, necesitan un carácter que a pocos es dado tener, y auxilios que no hallan en la parte de la sociedad que puede y debe dárselos. La falta de energía, de ideas, de resortes morales; la deplorable miseria mental; aquella mutilación que, privando al hombre de medios, limita sus responsabilidades, han de influir en el padre, cuya mermada autoridad sobre su hija no puede detenerla al borde del abismo, caso que él lo viera y quisiese apartarla de él.

La iniciativa para moralizar el servicio doméstico no puede partir de los criados y sus familias, sino de los amos, porque las grandes energías no se han de pedir a los débiles, sino a los fuertes. El mal que lamentamos puede aminorarse por dos medios:

Disminuir el número de criados;

Protegerlos contra la desmoralización.

Convencida la gente honrada del peligro que hay para la moralidad de la familia en introducir en ella una persona extraña, y con frecuencia desmoralizada, que causa grandes desembolsos, pensarían en ver el modo de pasar sin sus servicios, sustituyéndola en la parte indispensable del modo que tuviera menos inconvenientes.

Para esto podrían utilizarse (en cierta medida se hace ya) los adelantos de la civilización que llevan a domicilio el calor, la luz y el agua. Como la industria y el comercio siguen la dirección de las ideas y las costumbres, generalizándose la de suprimir el servicio doméstico, se haría también general el uso de cocinas económicas ambulantes, que distribuyesen los alimentos a domicilio mejor condimentados y más baratos, porque se harían en grande y con mucha economía del tiempo que se pierde en que una persona que puede cuidar de la comida de cincuenta, se emplee en condimentar la de cinco, tres o dos. Una vez iniciada la marcha en este sentido, creemos que los progresos serían rápidos, por las ventajas evidentes, y porque el interés inventaría mil medios ingeniosos de procurar comodidades que hoy parecen imposibles, suprimiendo el servidor doméstico siempre atento a la voz o a la campanilla.

Y debe notarse que esta servidumbre es cada día más difícil, porque el espíritu de independencia y el sentimiento de dignidad hacen antipático el servicio doméstico a los que mejor lo desempeñarían: es hoy muy rara la fidelidad de perro de algunos criados antiguos, y muy natural que, de una sujeción que parece esclavitud, se pase a una libertad que degenere en licencia.

Si se hiciera un estudio comparativo del servicio doméstico en todos los países, creemos que resultarían, entre otros datos, el siguiente:

Que a medida que se generalizan la cultura y el bienestar del pueblo, hay más dificultad para encontrar buenos criados por un precio proporcionado a la fortuna de la mayoría de los amos.

Si esto es exacto, como creemos, lo será también la frase proverbial en algún país: que sirven los que no sirven; y el servicio doméstico se reclutará en clases más ínfimas cada vez, descendiendo en moralidad y creciendo en exigencias para indemnizarse del sacrificio, que va siendo mayor, de la independencia.

El servicio doméstico es considerado, y no sin razón, como una verdadera servidumbre: la aspiración a la libertad y a la igualdad son mayores cada día; las exigencias de todo género de los criados suben de punto; los progresos de la industria facilitarán cada vez más a gran número de familias la supresión de la criada; a medida que la dignidad del trabajador manual aumenta, debe disminuir la prevención contra los trabajos manuales, por la cual se cree rebajado si hace alguna labor de mano cualquiera hombre bien vestido: todas estas circunstancias, y otras, contribuirán a disminuir el número de los servidores domésticos, ya por la mayor facilidad de suplirlos, ya por la mayor dificultad de tenerlos.

En cuanto a poner algún coto a su desmoralización, es empresa difícil, pero no imposible.

Los amos, lo mismo que los criados, pueden dividirse en dos clases:

Los que tienen moralidad;

Los que están desmoralizados.

Desde luego se comprende que si los sirvientes honrados entrasen en casas que lo son, y nada más que en ellas, el mal se limitaría mucho, no aconteciendo, como ahora, que el amo pervertido seduce a la joven honesta, y que la mujer pervertida propaga su maldad, y tanto más cuanto con más frecuencia muda de casa. La clasificación, mentalmente fácil de hacer, no lo es en la práctica; pero podría realizarse, al menos en cierta medida que lo atenuaría bastante.

El interés bien entendido sería un auxiliar poderoso; pero el interés no suele entenderse bien: de modo que no hay que confiar en él mucho cuando se trata de obras sociales beneficiosas y difíciles. A ésta que nos ocupa se dedican en algunas localidades asociaciones caritativas que, si se generalizasen y reunieran sus esfuerzos, podrían limitar mucho el mal que deploramos. Su obra debiera constar de dos partes: ilustrar la conciencia pública; propagar la idea y ponerla en práctica.

Era necesario hacer comprender a los padres sus deberes, y que faltan a ellos autorizando la perdición de sus hijas: que a eso equivale permitir que jóvenes, a veces niñas inexpertas, entren a servir en cualquier casa, lejos de ellos y rodeadas de tentaciones a que por experiencia se sabe que sucumben tantas veces; había que demostrarles que este abandono contra conciencia era también contra su propio interés, porque la hija honesta es apoyo del padre, y la liviana su vergüenza y su ruina.

Pero en vano se persuadiría a los padres, miserables en general, de lo que era su deber y su interés si al mismo tiempo no se les daban medios de realizar el buen propósito. Sería indispensable que la Asociación protectora de las sirvientas, generalizada, las recibiese de sus familias con la autoridad paternal, para que no pudieran entrar a servir sino en las casas que mereciesen confianza, volviéndose a la suya si, por capricho, holgazanería u otros motivos inadmisibles, se obstinaban en no permanecer en ellas. La joven menor no podría entrar a servir sin la autorización de su padre, de su madre, o de la autoridad competente si era huérfana o sus padres estaban legalmente incapacitados. El padre, madre, o quien hiciere sus veces, podría hacerse representar por la Asociación benéfica, para que la menor tuviera apoyo y guía, tanto para no entrar en casas donde peligrase su virtud, como para no salir de las honradas sin motivo razonable, y tener auxilio cuando saliese. La ley debiera sancionar esta sustitución de la autoridad paterna, que, no duraría sino en tanto que el padre lo quisiera, pero que sería válida mientras él no la revocase. Semejante disciplina no puede parecer severa sino al que no reflexione sobre el peligro y el absurdo de dejar jóvenes, niñas, en completa libertad, que se convierte en licencia: sin guía, apoyo, ni freno, para sus veleidades y pasiones; dueñas de dejar esta casa y tomar aquella, a merced de su capricho, o del deseo de correr aventuras que no tardan en hacerlas desventuradas. Si la ley autoriza la tutela cuando está con su familia y protegida por ella, ¿con cuánta mayor razón debe autorizarla cuando le falta esta protección y le es más necesaria, por la nueva escena en que vive y las circunstancias que la rodean?

Pero si hay que proteger o ilustrar a los criados y a sus familias, también necesitan aprender mucho los amos. Porque, aun prescindiendo de los desmoralizados que no quieren entender razón, ni menos practicarla, se nota mucho descuido, falta de circunspección, y olvido o ignorancia de los deberes que tiene un amo o ama de casa respecto de los criados. Cuando son de diferente sexo, ni se consulta la edad y circunstancias que pueden hacer peligroso su trato mutuo, ni se toman precauciones, aun las más materiales, para que la honestidad no se ponga en peligro y padezca. La mesura en el lenguaje y acciones; el buen ejemplo y el buen consejo; la debida vigilancia; la amonestación severa, sin ser ofensiva; los oportunos avisos a la familia del sirviente que se ve en mal camino son cosas que deben hacerse siempre, y no se hacen las más veces, aun en casas que son de buenas costumbres.

El interés de los amos en tener buenos sirvientes es tan grande, como su descuido en poner los medios de conseguirlo. Y esto se explica, no sólo por la poca reflexión para analizar los deberes y la flojedad en cumplirlos, y la fácil sustitución de la utilidad por el egoísmo, sino porque los esfuerzos individuales parecen inútiles, y hay pocas personas que digan: hago lo que debo y suceda lo que quiera. Si fuese grande su número, el resultado visible confortaría el desaliento, y por eso debe recurrirse a la asociación, que no sólo aumenta las fuerzas, utilizando hasta las más pequeñas, sino que da prestigio a los buenos pensamientos que robustece, debilitando, en proporción, los obstáculos que se ofrecen para realizarlos.

Se propende a calificar de bueno lo que es tenido como tal por muchos, y el número arrastra a los que la razón no convence. Por eso muchas obras sociales se facilitan por medio de a asociación, otras son imposibles sin ella, y de este número es la empresa de moralizar el servicio doméstico. Sólo numerosas agrupaciones que combinen sus esfuerzos y obtengan la necesaria protección de la ley pueden ofrecer una garantía a las casas honradas que buscan sirvientes, y a éstos una colocación que no los desmoralice, y, cuando no están colocados, guía y apoyo, de que tanto han menester. Sólo asociándose es posible establecer esa especie de cordón sanitario que separa los amos y los servidores que están sanos, de los que están contaminados moralmente.

Disminuir el número de criados;

Clasificarlos;

Guiar y proteger a los que no estén corrompidos;

Impedir que los que lo están entren en las casas honradas.

Son los medios que pueden emplearse para disminuir la mala influencia que en la sociedad ejerce el servicio doméstico.




ArribaAbajoCapítulo XI

La división de trabajo. -La variedad de trabajos.


- I -

La perfección e incremento de la maquinaria, los grandes progresos de la industria y mayor división del trabajo, se han verificado cuando se hablaba y se escribía mucho de libertad, de igualdad y de fraternidad; pero la proclamación de estos principios no impedía que las multitudes fueran esclavas de la miseria y de la ignorancia, los hombres desiguales como nunca; y aunque se amaban más que en otros tiempos, no lo bastante para que el amor pudiera suplir tantos elementos como faltaban para que en la esfera económica se realizara la justicia: sin pensar en ella se organizó la industria, atenta a la perfección y baratura de la obra, y prescindiendo de la suerte del obrero. Los hubo por miles y por millones que tuvieron que someterse al yugo industrial. Si doce horas dan poco de sí, se trabajan catorce, diez y seis o diez y ocho; si cuesta dinero tener la explotación o la fábrica en condiciones higiénicas, se la deja sin ellas; si hay peligros que no pueden evitarse sin gastos, no se evitan; si los operarios se inutilizan, se los arroja a la calle o al camino, y si mueren, a la fosa común. Cuando todo esto no basta para alcanzar la economía deseada, se buscan auxiliares que trabajen a menos precio; se llama a las mujeres y a los niños, que acuden a manipular el hierro candente a las bocas de los hornos y a sepultarse en las minas. El ídolo de la baratura hace rodar su carro sobre los cuerpos de las víctimas que destroza; el mundo, divertido con tantas novedades, fascinado con tantas maravillas, aplaude y llama visionarios a los que ven algo más de lo que está en la superficie y no se dejan deslumbrar por los reflejos del oropel que recubre a trechos tantas llagas cancerosas.

Hoy ya no es asunto de risa para los hombres prácticos lo que llamaban hace cincuenta años ridículas declamaciones: amenaza o problema, conciencia o cálculo, razonamiento o impulso instintivo, hay algo que se impone: es la realidad de los visionarios; son millones de criaturas que, sepultadas en las galerías de la mina, alrededor de las maquinas y de los altos hornos, o removiendo la tierra, trabajan más allá de sus fuerzas, no comen para repararlas, languidecen en la miseria, se embrutecen en la ignorancia, se depravan en el vicio y degeneran física y moralmente.

El hecho tiene la magnitud y ha alcanzado la publicidad de los que se imponen; los economistas ya no le niegan (al menos los que saben lo que dicen), pero le atribuyen, no a esencial defectuosa organización de la industria, sino a que ésta se hallaba en estado caótico, que es una manera cortés, esencialmente cortés, de calificar sus procederes injustos o inhumanos. Y entiéndase que, cuando decimos industria, más bien queremos decir la sociedad que ha tolerado y aplaudido, y aun aplaude y tolera procedimientos de que no son los únicos responsables los industriales. ¿Quién les entrega los niños y les abandona las mujeres y los hombres en condiciones que la justicia rechaza y que la ley no debiera sancionar? ¿Quién coopera ciegamente a todos los desmanes de la competencia? ¿Quién, con caprichos, egoísmos, negligencias y vanidades, fraudes o inmoralidades, da pábulo a todo género de abusos, opresiones o injusticias? La sociedad, que en esta esfera, como en otras, es cómplice de todo el mal que se hace.

Fue grave culpa de las clases directoras haber desdeñado cuanto decían los socialistas como sueños y visiones, no haber distinguido su patología social de su terapéutica, y porque los remedios propuestos no eran o no parecían razonables, haber negado el mal. Hoy no se niega ya; los soñadores han despertado a los dormidos, y se comienza a comprender que es preciso hacer algo, y algo se hace. Aquí se fijan legalmente las horas de trabajo, o con las huelgas se reducen; allá se prohíben ciertos trabajos, y en ciertas circunstancias, a las mujeres y a los niños; en otra parte se recogen éstos cuando, material o moralmente, están abandonados; y se promueve el ahorro, y se coopera a que los inválidos del trabajo no se arrojen a la calle, o, si mueren trabajando, se socorre a sus familias. Donde quiera se nota alguna prueba o indicio de que la cuestión social no se mira como una declamación o una impertinencia, sino como un problema. Las clases directoras pegan, sí, y bastante fuerte aún, pero empiezan a escuchar.

Puede hablarse en España contando con la indiferencia, pero sin temer la rechifla; el libro en que se hace un detenido análisis de los elementos del pauperismo, no se abrirá sino por muy pocos; podrá dar sueño a los que empiecen a leerle, pero no dará risa: ya se ha logrado mucho. Continuemos analizando.

La división de trabajo es condición indispensable de perfección industrial, y no puede rechazarse en razón ni con éxito; lo que hay que combatir son sus consecuencias, perjudiciales para el trabajador, por dos medios principalmente:

Procurándole variedad de ocupaciones;

Instruyéndole cuanto sea posible.

La cultura de la inteligencia hace falta para todo, absolutamente para todo, y aun para ocupaciones tan materiales que, al parecer, no la necesitan. Cuando se habla de industria suele entenderse la que emplea poderosos motores, altos hornos, grandes máquinas de que el obrero no es más que un apéndice, al parecer tan mecánico como ellas, y cuyo resorte es la voz del maestro o capataz. Ciertamente que así sucede con muchos; pero otros, el mayor número, trabajan en pequeños grupos, o solos, y ellos son los directores de su industria, porque industria es machacar piedra, barrer la calle, podar un árbol y dar de comer al ganado. La mayor parte del trabajo hecho por hombres está dirigido por la inteligencia del trabajador, aislada o agrupada (no asociada, por desgracia) con otras que están a su mismo nivel, y con sólo decir esto se comprende cuánto importa cultivar esta inteligencia. ¿Se necesita alguna para barrerla calle? Ciertamente, y hemos observado muchas veces cuánto más y mejor haría un barrendero si discurriese un poco. La diferencia que hay de un establo holandés a uno gallego o asturiano, y de las utilidades que se sacan del ganado vacuno en Holanda y en España, son efectos de varias causas; pero la principal es la inteligencia del industrial que sabe en un país el cómo y el porqué de lo que le conviene hacer, y que lo ignora en el otro.

Es, pues, un error deplorable suponer que la perfección de la mecánica puede suplir a la del hombre, aun bajo el punto de vista industrial; el obrero necesita discurrir, o por lo menos aprender bien lo que otros han discurrido, para lo cual ya es preciso algún discurso; hasta los operarios que se consideran como insignificantes apéndices de las máquinas, hacen mejor su tarea y se cansan menos cuando piensan algo sobre el modo de ejecutarla.

Tiénese por cosa inevitable que de la división del trabajo resulte el embrutecimiento del trabajador que no ejecuta más que una labor sencilla, y siempre la misma; es decir, que la perfección de la industria lleva consigo fatalmente la imperfección del industrial, al menos de cierta categoría muy numerosa de obreros. Si esto fuera exacto, habría que renegar del progreso de las cosas que llevaba consigo el retroceso de las personas, renunciando a la belleza de la obra en vista de la deformidad del que la realiza; pero de que el mal exista no ha de concluirse que es irremediable, ni que en la marcha de la humanidad haya contradicciones necesarias que sublevan el sentimiento de la justicia y el de amor a nuestros semejantes. No: ese eccehomo que se presenta estropeado, deforme, embrutecido por la división del trabajo, no es el cautivo irredimible, la víctima eterna de la industria, y el pueblo que lo contempla no grita: ¡Crucificadle!, sino ¡Salvadle! Y le salvará, sí, le, salvará, porque no hay injusticias necesarias.

Todo hombre, cualquiera que sea su clase y su ocupación; debe ser racional; y reservándonos hablar más especialmente de esto cuando tratemos de la instrucción literaria, limitándonos a la industrial, tiene por condición cierta indispensable cultura del espíritu a que no es obstáculo insuperable la división del trabajo. Los males que esta división produce a veces son físicos o intelectuales. Los primeros, que resultan del ejercicio anormal y continuo de ciertas partes del cuerpo, coincidiendo con la inacción de otras, pueden combatirse combinando ocupaciones diferentes; porque es un error suponer que para hacer una labor mecánica bien hay que hacerla toda la vida, no hacer otra, y que con este exclusivismo se perfecciona indefinidamente la obra única. El obrero que la ejercita llega a un punto de que no pasa, y tanto menos cuanto sea más imperfecto física o intelectualmente. Como la perfección parcial no es indefinida cuando se alcanza, puede ejercitarse el obrero en otra labor sin perjuicio de la primera, y en otra y otras, según los casos, y con ventaja de todas, porque no hay ninguna a que no perjudique la deformidad del cuerpo, que a la, larga es debilidad, y la limitación del espíritu.

Rechazamos, pues, el pretendido axioma industrial de que para desempeñar bien una tarea ha de ser siempre la misma, simplificada cuanto fuere posible, y pensamos que el operario puede saber hacer con perfección varias cosas, con lo cual se robustecerá su cuerpo, se dilatará su espíritu y tendrá más recursos para vivir, ya porque se elevará en la categoría industrial y será mejor retribuido su trabajo, ya porque no se verá tan expuesto a que le falte cuando sea apto para muchos. Insistimos en que esta aptitud es posible, y no puede ser calificada de sueño sino por los que no conciben que el obrero manual pueda dejar de ser bruto.

Es conciliable, pues, y hay que conciliar la división de trabajo necesaria para la perfección de la industria y la variedad de ocupaciones, mayor o menor, según los casos, indispensable para la perfección del trabajador y su bienestar. Ya se comprende que el cambio tiene que ser lento, y tanto más que exige uno muy radical en las ideas: verificado éste, el de la instrucción industrial seguirá con más rapidez de lo que se supone, porque sus ventajas no tardarían en hacerse ostensibles y activarle.

En la variedad armónica del universo, cuyo conjunto a medida que se abarca aparece como unidad admirable, puede haber medios adecuados a diversos fines, pero no hostiles y contradictorios; y si la instrucción intelectual es más perfecta a medida que se cultivan mayor número de facultades, la industrial no puede consistir en ejercitar una sola. ¿Hasta dónde podrá llegarse? Lo ignoramos; probablemente más allá de lo que imaginen los imposibilistas. De todos modos, las cosas, para saberlas, hay que estudiarlas en sus principios, y cuando un industrial argumenta para responder a un razonamiento «para estas cosas hay que dejarse de filosofías», dice una necedad, porque filosofía es saber la razón, la ley de las cosas, sus esenciales condiciones y primeros principios, trátese del obrero que perfora una aguja, del astrónomo que mide las esferas o del criminalista que mide las penas. Es dado filosofar sobre cualquier asunto, desde la cosa más sublime a la más trivial, porque todas pueden conocerse. El fabricante que no quiere filosofías ignora que sin una cierta cantidad de filosofía, a veces mucha, no funcionarían los grandes motores que emplea, ni las máquinas, que llevan sus productos a largas distancias; ni las instituciones, que da la seguridad y estabilidad a sus transacciones y productos. Reconciliado o no con la filosofía, a sabiendas: o sin que él lo sepa, recibirá su influencia, y pueda recibir mucha y pronto para que se vea en la necesidad de confesar:

Que no puede ser condición esencial del progreso de la industria el retroceso del operario;

Que la división de trabajo no significa exclusión de otro sucesivo;

Que una ocupación mecánica, la más sencilla y monótona, es compatible, y aun en casos favorable, al ejercicio del entendimiento cuando está cultivado;

Que las aptitudes mecánicas, como las intelectuales, se acrecientan cuando se extienden en cierta medida, y que la especialidad padece cuando le falta la necesaria o conveniente generalidad.

Repugna a la razón y a la, conciencia que haya progresos sociales que tengan por condición precisa el retroceso individual, y que a la perfección de la maquinaria corresponda necesariamente la imperfección, el embrutecimiento del operario que la auxilia: esto, que sería tan absurdo, no es cierto sino en ciertos casos, relativamente poco numerosos. Y no es que nosotros pasemos de largo ante ninguna desgracia o atropello porque no hace suficiente número de víctimas, no; la voz de una sola llega al corazón; su derecho es tan claro como si le invocaran un millón de sacrificados, y la energía de la protesta no se ha de medir por su número, sino por su justicia.

Pero antes de investigar si el daño es irremediable debe hacerse constar que no tiene la extensión que se le ha supuesto, ya para tomar por punto de partida los hechos tales como son, ya porque muchas personas miden (aunque la medida no sea siempre exacta) por la magnitud del mal la dificultad del remedio.

La exageración de los males causados por la división de trabajo, como otras muchas exageraciones, depende, en parte, de haber observado exclusiva o principalmente a ciertos obreros de ciertas industrias, haciendo caso omiso del mayor número. Considerando los hechos, no de una manera parcial, sino en conjunto, es evidente que la maquinaria hace una cantidad enorme de trabajo bruto, que evita otra muy grande de esfuerzo brutal al hombre. Toda herramienta, útil o máquina tiene por objeto, que realiza más o menos, según su perfección, ahorrar trabajo material, supliéndole con la inteligencia del que inventó el aparato y del que le emplea. Así, pues, en teoría y en práctica, que cualquiera puede observar, la perfección y generalización de las máquinas economiza la fuerza bruta de los obreros, y, por consiguiente, lejos de contribuir a embrutecerlos, debe cooperar a espiritualizarlos. Esta es la regla, y en vez de comprender que deriva de una ley, se ha querido erigir en tal las excepciones: muchas hay y deplorables, pero en menor número que se ha supuesto, y, sobre todo, no fatales.

La división del trabajo data de los primeros pasos de la industria; no es cosa nueva; no puede serlo porque corresponde a una ley ineludible de progreso económico; no hay, pues, que declamar contra ella, sino armonizarla con la del progreso humano. La industria necesita que la obra se subdivida lo suficiente para que se haga pronto y bien; pero esta necesidad no lleva consigo la de que el obrero se embrutezca; antes, por el contrario, no hay trabajo, por sencillo que sea, como hemos indicado, que no haga mejor una persona que discurra que un hombre embrutecido. Y esto sin considerar más que la acción mecánica e inmediata, a la que hay que añadir otros elementos de suma importancia y en que influye la mayor racionalidad (permítasenos la palabra) del obrero, que le hace más exacto, más formal, más económico, menos turbulento: mejor, en fin. En igualdad de todas las demás circunstancias, no creemos que haya ningún industrial entendido que prefiera trabajadores embrutecidos y soeces a obreros razonables.

Así, pues, la división de trabajo no necesita brutos; se dirá que, con necesidad o sin ella, los crea en sus más ínfimos cooperadores, lo cual tampoco es enteramente cierto, y sería más exacto decir que los conservaba, porque la sociedad le entrega sin precaución ni regla hombres embrutecidos o muchachos en camino de embrutecerse.

Hemos hablado de ínfimos cooperadores porque hay que hacer una distinción importante. Cuando se trata de males, la regla es que se exageren, sintiéndolos como desgracias o aprovechándolos como argumentos. Al hablar de cómo la división de trabajo embrutece al obrero, no se ha tenido en cuenta más que a los dedicados a las tareas más sencillas y monótonas, prescindiendo del gran número de operarios hábiles que emplea, aprovechando su inteligencia sin rebajarla. Leyendo algunos autores, se creería que la división de trabajo es un procedimiento compuesto de una máquina muy perfecta, auxiliada por una multitud de hombres embrutecidos y deformes. Huyamos de exageraciones, que el mal es harto grave sin exagerarle.

Puesto que el embrutecimiento del hombre no es necesario, ni aun conveniente para nada racional, cosa que más que proposición parece axioma, el problema se reduce a no entregar a la industria criaturas embrutecidas o en camino de embrutecerse, ni permitirle que las embrutezca: para esto es preciso:

Educar a los niños;

Educar a los mozos;

Educar a los hombres;

porque la educación, entendiendo por ella modo de perfeccionarse, dura toda la vida, como se puede observar en los pocos que la emplean bien.

Educando a los niños y a los jóvenes, y dándoles una instrucción sólida y adecuada, tanto material como espiritualmente, se pone a los hombres en estado de continuar su educación por sí mismos y de aumentar sus aptitudes como extienden sus ideas.

Pero se dice: ¿De qué le sirven aptitudes e ideas al que está condenado eternamente a una tarea monótona, reducida a unos pocos movimientos continuos y siempre los mismos? Le servirán para neutralizar o evitar los inconvenientes de su trabajo; para variarle; para que dure menos o produzca más; para distraerle con el pensamiento y la imaginación, que pueden volar y ejercitarse desempeñando una tarea la más humilde y mecánica. En otra parte20 hemos procurado desvanecer la preocupación de que son incompatibles los trabajos materiales con los del entendimiento, preocupación que tiene su origen en la humillación del bracero y en la soberbia del pensador, que se hace extensiva a los que ni piensan ni trabajan. Para no repetir lo que hemos dicho en aquel libro, nos limitaremos en éste a sentar como una verdad que el tiempo se encargará de demostrar, que no hay incompatibilidad entre el trabajo manual y mental; antes pueden combinarse con ventaja para entrambos y para el que los realiza, lo cual sucede en muchos casos, y además lo hemos comprobado por experiencia propia.

Si fuera posible que de pronto desempeñaran. personas ilustradas las tareas más monótonas que la división del trabajo señala, se vería cuántos recursos encontraban para mejorar su situación. Uno sería, indudablemente, procurar variedad en su labor, ya alternando con diferentes operarios en la misma industria, ya ejerciendo dos o más, según los casos. Los relevos que se hacen para descanso por inacción, podrían hacerse para descanso por variedad. Este y otros mil medios hallarían personas cultas dedicadas a trabajos mecánicos, para hacerlos compatibles con la higiene física y la espiritual.

Otro error es suponer que no se puede hacer bien más que una cosa, y, en consecuencia, condenar al que la hace a no ejecutar ni servir más que para aquélla. Puede verse en los labradores cuán diferentes labores ejecutan con la perfección posible, que no es mayor, no por falta de división de trabajo, sino de cultura. Cuanto más inteligente y más hábil es un obrero, mayor número de labores diferentes puede ejecutar bien: esto lo sabe cualquiera que entienda del asunto por experiencia, o que por discurso comprenda que el ejercicio de todas las fuerzas físicas y mentales las aumenta todas, y que toda energía es ventajosa para toda obra. ¿Cómo, tomados en conjunto, no ha de trabajar mejor una masa de obreros robustos que los enfermizos, que la división de trabajo sin medida, ni contrapeso, contribuye a debilitar y deformar?

Ya prevemos que, en general, se calificará de teorías y filosofías, que tanto quiere decir para algunos como sueños, esto de pensar mientras se trabaja, y de pensar cuánto y cómo se ha de hacer el trabajo, y de pensar de qué manera podría variarse si su uniformidad perjudica, y de pensar qué gimnasia convendrá cuando se deja, y de pensar qué distracciones o recreos o ejercicios del espíritu serán convenientes o posibles, y pensar siempre y para todo gentes que no han pensado nunca para nada y que no se comprende que piensen. Es verdad; estos últimos y más humildes auxiliares de la industria no piensan; pero algunos han pensado por ellos (bendita su inteligencia), proclaman que pueden pensar, que deben pensar, que pensarán, y el tiempo les dará la razón. Hoy, por aquella, propensión de que hablamos más arriba, como, las labores mecánicas se han hecho siempre por gente que no discurre, parece que cosas que fueron siempre unidas son inseparables, y que el discurso que no se ha aplicado nunca a minuciosidades materiales no puede tener esta, aplicación Así discurre la rutina, y así ve quien mira las cosas por una sola fase, o desde muy abajo, porque, observándolas en su conjunto, se ve que las pequeñas, en su clase, no son menos. perfectas y acabadas que las grandes, y que desdeñar la perfección de lo pequeño es prueba de pequeñez, no de grandeza. Cuando todo esto parezca claro y hasta trivial, la división de trabajo tendrá cooperadores, y no víctimas.

La variedad de ocupaciones, no sólo compatible, sino favorable a la mayor destreza para cada una de ellas, porque favorece la salud y el desarrollo de la inteligencia, tiene además otras ventajas económicas y morales, como medio de subsistencia de que carece el que no sabe hacer más que una labor y como recurso contra la ociosidad.

Ya se comprende que la variedad de trabajos, según el género de ellos y la aptitud del operario, será mayor o menor; mas, por mucho que se limite, tendrá todavía extensión y utilidad grande. Debe empezarse por los niños y los jóvenes, que tienen flexibilidad en los miembros y en el espíritu para extender las ideas y multiplicar los ejercicios. Pero no; por quien hay que empezar es por las clases directoras, que, en desacuerdo sobre tantas cosas, parecen convenir en la preocupación de que los trabajos mecánicos han de estar hechos necesariamente por brutos y son absolutamente incompatibles con los del espíritu. La gimnasia, es decir, un esfuerzo material que no da resultado económico, es compatible con los trabajos mentales; pero desde el momento en que de este esfuerzo se obtiene alguna ventaja pecuniaria, si resulta de él una mesa, una piedra labrada, etc., etc., la utilidad parece que tiene una malicia especial o poder degradante que rebaja la categoría del gimnasta y embota su pensamiento. Los escritores y oradores y maestros de todo género son, por lo común, aunque están muy lejos de sospecharlo, discípulos de la rutina en este punto, resultado de una educación exclusiva e incompleta, y de la natural tendencia a desdeñar lo que no se hace y no se sabe hacer, y ejecutan los que son tenidos en menos. Cuando uno de estos personajes que se cree una eminencia intelectual dice a una mujer que discurre sobre lo que a su parecer no le incumbe, que vaya a repasar calcetines, ignora que cogiendo los puntos de la media puede medir los que él calza.

Urge, pues, y urge mucho, combatir estos errores frecuentes en las clases ilustradas, porque, mientras sean generales, no se opondrá remedio eficaz a los males que en las últimas categorías de trabajadores produce la división de trabajo.




ArribaAbajoCapítulo XII

La emigración


No es raro considerarla emigración como un bien porque descarga al país de un exceso de habitantes, o como un mal que puede evitarse con leyes y decretos. Los que se congratulan en el primer caso, discurren como el que, tratando de agotar un estanque, calculase el agua que salía, sin notar que entraba tanta o más; y los que pretenden detener a los emigrantes legislando o decretando, no consideran que, si pudieran vivir en la patria que dejan, no se ausentarían: esta imposibilidad de sustentarlos cuando se extiende a varias comarcas, y se mantiene un mes y otro mes, un año y otro año, pudiera decirse un siglo y otro siglo, tiene raíces muy profundas que no puede arrancar la acción superficial de leyes y decretos. Muchas pruebas podrían citarse de que, en materia de emigración, no son muy comunes entre nosotros las ideas claras y las opiniones razonables; pero suprimiremos la crítica en obsequio de la brevedad.

La emigración ha de considerarse:

En sus causas;

En sus elementos;

En sus medios;

En sus resultados.

Puede resumirse el plan de su estudio de la manera siguiente:

EMIGRACIÓN
Sus causas.
Condición de los emigrantes.
Sus elementos... Aptitud.
Tendencias.
Si emplea sólo recursos individuales.
Si recibe auxilios de la caridad.
Sus medios... Si la favorece el Estado.
Si la estimulan los especuladores.
Sus resultados... Humano.
Patriótico.

Ya se comprende que escribiendo, no un libro, sino un capítulo sobre emigración como concausa de miseria, no desenvolveremos el plan indicado como sería menester para estudiar a fondo el asunto, limitándonos a breves consideraciones relativas a España, y suficientes para nuestro objeto.

Causas de la emigración.- Uno u otro individuo, por espíritu aventurero, por inquietud natural, o por disgustos o contratiempos a él particulares, deja la tierra en que nació por ir a buscar fortuna o remediar su desgracia; pero los emigrantes, cuando son muchos, cuando constituye un hecho permanente y de verdadera importancia social, emigran porque sobran: esto sucede entre nosotros como en todas partes. El exceso de población no es una cosa absoluta, sino relativa a los medios de sustentarla; y siendo muy escasos en España, resulta que sobran habitantes; y no se diga que en tal o cual país hay una mitad más o el doble por kilómetro cuadrado, porque, si allí los recursos superan en mayor proporción, los naturales no han menester emigrar para vivir.

Ya sabemos que si en España hubiera más inteligencia y más moralidad, industrias florecientes y buen gobierno, no sobraría gente, antes faltaría; pero en el estado de hoy, sobreabunda, y no es

«La codicia en los brazos de la suerte»



quien la arroja al mar, sino la miseria. Esto es tan conocido que no hay para qué insistir sobre ello; pero debiera también ser evidente que no puede hacerse la guerra a la emigración sino combatiendo su causa, la miseria, y que ésta no se remedia con facilitar el embarque de unos cuantos centenares o miles do miserables sustituídos inmediatamente por otros tantos; es, como decíamos arriba, querer agotar un depósito de agua sacando una cantidad igual a la que entra. Todo país pobre, como el nuestro, tiene un gran número de habitantes a quienes no puede decirse que ofrece recursos para que vivan, sino para que no mueran, porque la muerte no es la inexorable cumplidora de la ley proclamada por Malthus, y no suprime al que no tiene asiento en el banquete de la vida. Alrededor de él y con las migajas que caen se arrastran muchos y se multiplican; y de esta multitud infeliz, que en mal hora perdona la muerte para entregarla al dolor, salen individuos que van llenando los huecos dejados por los pobres emigrantes. Allá les espera, y aquí su ausencia no es elemento de vida, porque el lugar que ocupaban se parece a casa malsana que se alquila inmediatamente que se desocupa. Hay que repetirlo: nuestra emigración no se combate sino combatiendo la miseria, ni puede fomentarse sino desconociendo sus resultados.

Elementos de la emigración.- Con haber observado sus causas, se saben los elementos de que se compone; y siendo por lo común mísera la condición económica de los emigrantes españoles, se comprende cuál será su condición social, y que han de pertenecer, como en efecto pertenecen, a lo que se llama las últimas clases; es decir, a aquellas menos favorecidas por la fortuna.

La aptitud literaria, en los casos más favorables, se limita a leer, escribir y contar (lo que llaman las cuatro reglas), sin otro género de cultura; porque, siendo la mayor parte de los emigrantes campesinos, ni aun tienen la escasa que da el trato en las grandes poblaciones. Ya por su edad, que suele ser muy poca, ya porque el que tiene oficio y no es en él muy torpe o muy holgazán, busca modo de vivir donde nació y no corre aventuras en lejanas o insalubres tierras, la instrucción industrial de los que van a América es aún más escasa que la literaria.21

Las tendencias de estos pobres ignorantes, o mejor dicho la tendencia, porque no suelen tener más que una, es a volver pronto ricos; esperanza ¡ay! vana las más veces, porque el mayor número ni pobres ni ricos volverán.

Todo lo dicho se refiere a la emigración del litoral del Norte y Noroeste, porque la de Levante, que se dirige al África, es todavía más mísera o infeliz.

Medios de la emigración.- Nuestros emigrantes hacen el viaje a costa de sus familias, que se imponen un gran sacrificio para pagarle, como se puede inferir de su pobre vestido, muchas veces harapiento, que no preserva de la intemperie a que inhumanamente los expone la codicia de los especuladores y la inercia de las autoridades y de la opinión pública que las tolera y las paga. ¡Cuadro doloroso! ¡Espectáculo que aflige e indigna el de centenares de muchachos, de niños, con poca y mala ropa, hacinados sobre la cubierta de un barco, donde los azota el viento, los empapa la lluvia, los golpean y trastornan los balanceos, los aterran los golpes de mar que hay que arrostrar para llegar a tiempo de trasbordarlos al vapor que los llevará al Nuevo Mundo, al otro pueden decir los más de ellos, y debe facilitárseles el último viaje con la manera de emprender éste, unas pobres criaturas que de los brazos de su madre y desde la tranquila aldea pasan a manos de la codicia que los arroja sin precaución ni piedad a luchar con los elementos.

Muchas veces no es la familia del emigrante la que paga el pasaje, sino algún pariente, ya establecido en América, que por cálculo o por bondad le llama, y según él esté acomodado o sea generoso, el muchacho va peor o mejor equipado, pero rara vez en condiciones de no ir como no se llevaría ganado (según la expresión de un marinero) en busca del vapor que ha de conducirle a América.

Algunos especuladores de mala, de la peor ley, reclutan en ocasiones hombres, y, lo que es peor, mujeres, para llevarlos a Ultramar; asunto en que han entendido alguna vez los tribunales, y entenderían muchas el la aplicación de la ley correspondiera a su nombre de administración de justicia.

No hay asociaciones caritativas que tengan por objeto favorecer la emigración; el Estado no ha tomado parte directa en el asunto, y es de lamentar que se ponga en tela de juicio si debe intervenir, porque no puede hacerlo con provecho y, por consiguiente, sin daño.

Resultados de la emigración.- Los resultados de la emigración, bajo el punto de vista humano, dependen de las cualidades de la colectividad que emigra: si es moral, inteligente o industriosa, hará bien; si no, mal, y lo es siempre que emigrantes en gran número invadan un país habitado por hombres superiores a ellos. Es preferible que falten brazos (y más hoy, que tanto pueden suplirse con las máquinas) y que la población aumente con lentitud, a que crezca cruzándose o incorporándose con razas inferiores que la hacen rebajarse fisiológica y psicológicamente y retrogradar no se sabe hasta dónde. No hay derecho para rechazar a los emigrantes como trabajadores más baratos, pero sí como hombres inferiores; y es no sólo derecho, sino deber, evitar que se extienda una especie de hombres que rebajan el nivel intelectual y moral del pueblo que invaden. Los obreros de los Estados Unidos no tienen razón para impedir el desembarco de trabajadores que se contentan con menos jornal que ellos; pero los hombres de Estado de la Unión Americana deben rechazar a los chinos que llevan a la población un elemento de inferioridad, preparando para el porvenir, hasta el más remoto, males incalculables que debieran evitarse. Considerando con cuánta lentitud progresan y se mejoran las razas, con qué facilidad vuelven atrás y cuán esencial es su perfección para la buena moral, buen gobierno y prosperidad de las naciones, se comprende la conveniencia y la justicia de un derecho antropológico internacional que atajase la expansión de las razas inferiores y las redujese a los límites de su patria.

Calcúlese la diferencia de que los países desiertos se pueblen por alemanes o por ingleses, o se llenen de chinos; es incalculable.

Cuando la emigración es colonizadora, podrá establecer relaciones industriales y extender de las mercantiles de la madre patria, contribuyendo a su prosperidad, o ser un elemento de ella los hijos industriosos que vuelven con capitales o aptitudes que antes no tenían, e indemnizan con creces los sacrificios hechos para trasladarlos a otros climas. Porque téngase en cuenta que el resultado inmediato de la emigración es siempre perjudicial para la patria del emigrante, que cría y sustenta al niño, que es una carga, y a costa de un desembolso, a veces de consideración, lo envía a otros países cuando ya puede trabajar y es un elemento de prosperidad. A veces, no sólo hay que criar al niño y educar al joven emigrante y pagarlo el pasaje, sino que es preciso darle fondos con que se sustente algún tiempo, sin lo cual no la permitirán desembarcar. Como esto acontece un año y otro año con miles de jóvenes, se ve que la emigración, consecuencia de la miseria y pretendido remedio contra ella, la aumenta, como se aumentaría la de una familia que criase hijos para que cuando pudieran ser útiles fueran a trabajar en beneficio de otra.

Además de lo que cuesta criar un niño hasta que puede trabajar, hay que considerar a quién se lo cuesta; y, cuando la emigración es de miserables, sobre ellos pesa este gasto enorme, ellos son los que envían a otros países lo que debiera ser su ahorro, y es capital que pierden los que a costa de tantas privaciones lo han acumulado.

Este resultado inmediato, indefectiblemente oneroso, puede compensarse después, según circunstancias propias del país de los emigrantes y personales de éstos.

Aplicando lo dicho a España, se ve que su emigración no es beneficiosa bajo el punto de vista práctico, porque los emigrantes no llevan cultura, ni prosperidad adonde van, y bajo el punto de vista humano mejor sería que fueran ingleses o alemanes los que desembarcan en las que han sido o son colonias españolas, que descendientes de aquellos heroicos aventureros que, como ellos, servirían tal vez para descubrirlas y conquistarlas, pero que no las fecundan, no las ilustran, no las gobiernan, no las hacen prósperas, ni dichosas.

Si nuestros emigrantes no sirven a la humanidad, tampoco a la patria, que los cría niños, y jóvenes les paga el viaje a esos países donde, en su inmensa mayoría, sucumben. De los pocos que quedan, unos arrastran, allá donde fueron, una vida miserable; otros se establecen ventajosamente o vuelven ricos, al menos con una riqueza relativa. Éstos, ¿podrán al menos compensar, en parte, el perjuicio causado por tantos como se fueron y han perecido? De ningún modo; y, aunque sea triste y duro decirlo, lo mejor para la patria es que los emigrantes no vuelvan, porque, convertidos en indianos, son un elemento social perjudicialísimo. Relativamente ricos, sin educación ni instrucción alguna, con la salud gastada y la moralidad tal vez no muy robusta por haber enriquecídose donde hay poca, se casan con una joven, que se une a ellos por interés las más veces; queda viuda prematuramente, y con hijos endebles o enfermos: si no se casan, todavía es peor. El indiano carece de aptitud científica e industrial, y no establece industria alguna; compra casas o tierras, que contribuye a encarecer, o da su dinero a réditos, y hace la vida de vago, si no en el sentido legal, en el moral de la palabra. Por su categoría pecuniaria entra en la clase media, siendo un elemento que tiende a rebajarla por su menor cultura y actividad: en pueblos donde este elemento sea influyente, el progreso es difícil; donde es preponderante, la decadencia es inevitable, y verán descender el nivel de su cultura y su moralidad. De todo esto, claro está que hay excepciones, pero tal nos parece la regla.

Así, pues, nuestra emigración es siempre ruinosa cuando cuesta dinero, y cuando le trae, porque viene en manos que hacen más daño con él que si estuvieran vacías. La emigración, efecto de la miseria que aumenta, no se puede combatir sino combatiendo la causa, ni fomentar sino faltando a todas las reglas de la prudencia. La pretensión de disminuir la miseria procurando que emigren los miserables, es como la de aminorar el crimen deportando criminales.




ArribaAbajoCapítulo XIII

De la mendicidad


La mendicidad es efecto de la miseria, y a la vez es causa, porque, degradando y desmoralizando al hombre, contribuye a hacerlo miserable.

La mendicidad es un elemento de pauperismo, y tiene bastante importancia para que no pueda prescindirse de él: en los países más ricos se cuentan los mendigos por miles, sin que puedan hacerlos desaparecer los socorros de la beneficencia, los dones de la caridad, ni los rigores de las leyes penales.

Después de haber mencionado el delito y el vicio como causas de miseria, formamos capítulo aparte con la mendicidad, porque la reflexión y la conciencia no permiten confundir lo que a veces anda confundido en medidas gubernativas y leyes injustas.

El hombre que pide una limosna, ¿es un desgraciado, un vicioso, un delincuente? El que pasa y le socorre no lo sabe; el agente de la autoridad lo ignora también; pero le prende cuando se lo mandan, y por medida gubernativa se le envía a tal localidad, o se le recluye en un establecimiento, que él considera como una prisión. Todo esto varía mucho, según el modo de ver y de sentir de gobernantes y autoridades y con los vaivenes de la opinión que reflejan en las leyes. En Francia, por ejemplo, se ha consultado a corporaciones y colectividades respetables si convendría aplicar a ciertos mendigos la pena que el legislador considera más grave después de la muerte; muchos han contestado afirmativamente, y el grito insensato de la opinión se ha convertido en ley. Los mismos que la votan y la aprueban y quieren mandar los mendigos a Cayena o Nueva Caledonia, habrán dado limosnas imprudentes; y como quiera que sea, los males no se remedian con injusticias, y los rigores irrealizables (en su mayor parte) no extirparán la mendicidad. Pero aunque varíen mucho las opiniones respecto a los medios de perseguirla, no cabe negar sus desdichadas consecuencias, y que de efecto se convierte en concausa de pauperismo por lo que desmoraliza al mendigo y a su familia, con frecuencia larga, porque no le cuesta nada mantenerla, y, como decía Montesquieu, los hijos, desde muy pequeños, saben el oficio del padre, sin otro aprendizaje que el mal ejemplo que les da.

Pueden reducirse los mendigos a tres clases:

1.ª El que lo es accidentalmente y por necesidad;

2.ª El que lo es definitivamente por imposibilidad de trabajar, sea que no haya para acogerle casa benéfica, o que no quiera entrar en ella;

3.ª El que lo es definitivamente sin necesidad y por aversión al trabajo.

La moralidad de la acción de mendigar variará mucho, según que el mendigo pertenezca a una u otra de estas clases; pero la tendencia irresistible del hecho de vivir de limosna es a rebajar mucho el nivel moral. Todo lo que rebaja desmoraliza, y el mendigo que lo es habitualmente, aunque lo sea por necesidad, debe borrarse del número de los hombres dignos, y, por regla general, de los honrados. Como hay oficios físicamente malsanos, que indefectiblemente alteran la salud de los que a ellos se dedican, también en lo moral los hay fatales para la virtud, y el de mendigo, cuando por tal le toma, apenas es compatible con ella. Resumamos los principales elementos de que se compone su degradación:

1.º La primera vez que un hombre pide, le cuesta trabajo, a veces un grande esfuerzo, hasta que el hábito viene a vencer la repugnancia: cuando ésta desaparece, se va con ella el sentimiento de dignidad.

2.º El mendigo está ocioso y sufre la influencia moral de la ociosidad; enérvanse las facultades que no ejercita, viene el tedio de la inacción, indefectible en un ser como el hombre, esencialmente activo, y para combatirlo, los acres estimulantes del vicio o la atonía de un embrutecimiento pasivo.

3.º La mentira, ya para fingir males que no se experimentan, ya para exagerar los que sufre, aun cuando sea cómplice de ella la dureza o credulidad del público, no deja de envilecer al mentiroso.

4.º La vida errante. Hay muchos mendigos que carecen de hogar, y aun aquellos que le tienen puede decirse que no viven en él, porque no entran allí más que para dormir: ya se sabe que es un elemento de inmoralidad el no vivir lo suficiente en familia.

5.º La continua comparación de la propia miseria y la ajena prosperidad: el mendigo acude a los parajes en que hay gente que puede darle. Paseos concurridos; entrada de los templos en las grandes solemnidades; puertas de los teatros y cafés, fiestas, ferias, etc., etc. A todos estos lugares va la gente rica, bien acomodada; y aun la pobre, con su mejor vestido, no se lo parece al mendigo, que compara todos aquellos trajes a sus harapos, y el alegre bullicio con la triste monotonía de su voz ronca.

6.º Las continuas pruebas de indiferencia, de desdén, de antipatía, que inspira su desgracia y su abyección: algunos compadecen y socorren; pero la inmensa mayoría pasa de largo sin reparar, o aparta la vista con repugnancia. ¡El hambre, el frío, la desnudez, implorando en vano al que se regala, va en coche o perfectamente abrigado, sale del restaurant, entra en el café, sube al teatro! También a esto se acostumbra el mendigo; pero si el hábito de pedir le costó el sacrificio de su dignidad, sólo a costa de su sensibilidad verá sin exasperarse que no le socorren los que a su parecer (aunque acaso esté equivocado) podían socorrerle: la dureza que él ve o supone en los otros, lo hace duro.

7.º La eventualidad de los recursos, la desigualdad con que recibe los socorros, la alternativa de carecer de lo más necesario, a tener medios de procurarse lo superfluo; de un día de hambre y otro en que hay medios de excederse en la comida y la bebida. Sabido es que, aun entre los trabajadores que viven en condiciones muy ventajosas respecto al mendigo, es una causa de desorden y vicio el no contar sino con recursos eventuales, el no ganar nada unos días y realizar otros ganancias relativamente grandes en estos casos, la irregularidad de los ingresos es raro que no se comunique a la vida toda, y que a la falta de método no acompañe la inmoralidad.

Estas condiciones morales y materiales en que vive el mendigo son propias para depravarlo, le depravan por regla general, y todo pueblo en que la mendicidad tomo grandes proporciones tendrá en ella un plantel de vagos, viciosos y miserables.

Al hablar de los que se ven reducidos a la miseria por enfermedad, indicamos que las consecuencias de su desgracia no se limitaban a ellos, sino que, extendiéndose a la familia, dejaban una descendencia miserable. Por no incurrir en más repeticiones que las necesarias (ya bastantes), no hemos hecho la misma observación respecto a todos los miserables desmoralizados, y aun a los que no lo son y no pueden educar a sus hijos, ni sacarlos del abismo en que ellos han caído. De esta triste verdad dan testimonio tantos miles de niños huérfanos material o moralmente, como se pervierten en el abandono si la beneficencia o la caridad no los ampara, y que tantas veces comparecen ante los tribunales.

La nobleza tiene árbol genealógico; la miseria carece de él; pero si no títulos y nombres, lega a la posteridad colectividades abyectas e infelices. Los apellidos aristocráticos se extinguen, los plebeyos se perpetúan; si la ley no lo impide, el gran señor acumula títulos que significan otras tantas familias sin descendientes; el proletario acredita la propiedad con que se lo llama así.

La miseria, decimos, no tiene árbol genealógico; pero cuando alguna vez se ha hecho del delito y pudo verse la fecundidad de los miserables. Lejos estamos de sacar ciertas conclusiones del hecho comprobado de centenares de delincuentes, descendencia de uno que vivía no ha mucho; pero lejos también de desconocer las analogías que existen, bajo el punto de vista de la fecundidad, entre los pobres que infringen las leyes y los que caen en la miseria. Sí; el abolengo de los miserables es un largo via crucis que han recorrido sus padres y los abuelos de sus abuelos, dejando en él la huella de sus dolores y obstáculos insuperables para salir de aquel triste camino.

La miseria del miserable no muere con él: la lega en su larga descendencia como una maldición a las edades futuras; el pauperismo de hoy es engendrado por el de ayer, y si no se hacen grandes esfuerzos por los que no son pobres, engendrará el de mañana.

Y para no retroceder ante la gravedad del mal, ni prescindir de ninguna de sus consecuencias, debemos añadir que la miseria engendra la miseria, no sólo por el mal ejemplo, el abandono y la carencia de recursos que abruma al hijo del miserable, sino porque hereda la falta de robustez del padre, sus enfermedades, y hasta cierto punto su embrutecimiento.

- II -

He allí un hombre que alarga la mano a la limosna en la vía pública; de los que pasan y le ven, éste le compadece, aquél le desprecia, quién le mira con indignación, quién con temor, uno le socorre, otro le acusa. ¿Por qué así? ¿Por qué el mismo hecho inspira sentimientos tan diferentes en personas que bajo otros respectos no difieren mucho? Porque aquel hombre puede ser víctima de una desgracia inmerecida, o un impostor que explota la compasión que engaña; puede ser un trabajador que no encuentra trabajo, o un holgazán que no quiere trabajar, una criatura digna o despreciable, un infeliz o un malvado. Por eso los que le ven, según suponen que pertenece a condiciones tan distintas, lo juzgan de tan diferente modo y sienten hacia él efectos tan diversos; por eso la ley, reflejo de los sentimientos y de los juicios, tiene piadosa tolerancia o llega a las más terribles severidades.

No hay necesidad de reflexionar mucho para comprender que un hecho que puede inspirar sentimientos, juicios y determinaciones tan diferentes, y aun opuestas, a personas muy semejantes en ideas y afectos, no es uno en realidad, porque las acciones no se han de apreciar por sus circunstancias materiales, sino por las de la persona que las realiza. Un asesino que hiere por robar, un cirujano que hiere por curar, un loco que hiere sin saber por qué, son tres hombres que coinciden en derramar sangre, sin que por el hecho puedan compararse ni remotamente, siendo uno irresponsable, otro criminal y el tercero merecedor de recompensa. La misma acción de pedir limosna puede ser moralmente tan distinta que, según los casos, constituya una acción perversa o un deber. En efecto, el que apto para el trabajo se finge inválido, y engaña la caridad y la escarmienta y da pretextos al egoísmo para no socorrer a los verdaderos necesitados en vista de los engaños de que es víctima la compasión, comete una acción altamente inmoral: el que se halla en necesidad extrema y no recibe espontáneo auxilio, tiene que pedirle, y debe hacerlo; no puede condenar a morirse de hambre a su familia, ni aun a sí mismo; la desesperación tiene disculpas, no derechos. Se da, pues, el caso monstruoso (y no raro) de que la ley pena al que cumple un deber. ¿Quién que ha tratado pobres no sabe de alguno que pidió limosna porque sus hijos se morían de hambre, y fue preso porque pedía limosna?

Pero todavía hay más. La mendicidad, delito donde se pena, inmoralidad donde quiera, citando no sea necesidad imprescindible, es culpa o delito que el mendigo no puede cometer solo, porque, si no hubiera quien diese sin discernimiento, no habría quien pidiera sin necesidad. El público puede considerarse como cómplice, y aun como coautor del delito, puesto que sin él no podría cometerse, y aunque esté de buena fe, y aunque ceda a un sentimiento humano y noble, siempre habrá imprudencia temeraria en dar sin saber a quién y sabiendo que hay tantos que abusan de su ignorancia. Si se alega que esta ignorancia es invencible, será tanto como afirmar que la mendicidad culpable no puede extirparse. ¿Pero la afirmación es cierta? Los que dan, en la inmensa mayoría de los casos, ¿no pueden saber a quién? Esto faltaba probar, y esto no se probará porque, a nuestro parecer, no es exacto. El que da, puede casi siempre saber a quién; solamente que para saberlo necesita tomarse algún trabajo, y no quiere. La tendencia del público en su mayoría, tanto en esta cuestión como en otras, es a suprimir servicios personales indemnizando con dinero, y tener empleados que hagan lo que él debía hacer, y deshaciendo él a veces parte de lo que ellos hacen; así paga una policía que persigue la mendicidad y da limosna.

La mendicidad no es cuestión de policía; es una cuestión social que, como todas las que lo son, no se resuelve sin intervención directa y eficaz de la sociedad. El gobierno, según las épocas y los países, puede hacer más o menos; pero nunca hará bastante, porque jamás llegará por sí solo a clasificar los mendigos en desgraciados y pícaros. En la mendicidad hay desgracia y hay culpa; es necesario no confundir cosas tan diferentes y no distribuir al acaso el consuelo y la pena.

Sin la intervención de jurados caritativos no se logrará saber quién debe ser absuelto o penado, y sin un juicio verdadero que sustituya la arbitrariedad de la policía no se hará justicia, único modo de restablecerla cuando el mendigo la ataca. Parece que en este asunto se quiera aplicar el principio de la medicina homeopática, Similia similibus curantur, y contener al mendigo que ataca al derecho atropellando el suyo. Si no se condena al que mata a un hombre sin oírle en un largo procedimiento; si no basta que los que lo prenden le hayan visto matar para que se le declare homicida, ¿por qué ha de bastar que se vea a otro pedir limosna para que incurra en la pena impuesta al mendigo? Las formas de la justicia no pueden suprimirse sin atacarla, ni prescindir de ningún elemento indispensable para el juicio, trátese de una falta o de un crimen.

Para lo que nos resta que decir, partimos de este hecho: que los pueblos civilizados y cristianos no contestan afirmativamente a la pregunta: ¿Consientes que alguno de tus hijos se muera de hambre sabiéndolo tú y pudiendo evitarlo?

Consecuente con la respuesta negativa, la sociedad debe mantener a todos los inválidos, absolutamente a todos, con lo cual el público sabría que el que le pedía limosna como tal no la necesitaba, y no se la daría.

Entre la imposibilidad absoluta de trabajar y la aptitud completa, hay muchos grados a que debe adaptarse el socorro, siendo, según los casos, un máximo, un mínimo o las cantidades intermedias.

Una de las dificultades con que se lucha respecto a cierta clase de mendigos, es el haber hecho socorro sinónimo de reclusión, cada vez más antipática al espíritu de independencia determinación creciente de la personalidad. O mendigos o encerrados: en la disyuntiva son muchos los que optan por lo primero y aumentarán cada día. Es necesario extender más el socorro a domicilio, en términos que sea la regla y no la excepción, que hoy es: este socorro conserva la libertad y la personalidad; fortifica el espíritu de familia, y hace menor la desdicha del que por vejez o enfermedad no puede ganar el sustento: a todas estas ventajas puede añadirse que es menos costoso, contra lo que tal vez se suponga, y esto por dos razones:

Porque puede utilizar la mayor o menor aptitud del socorrido para el trabajo;

Porque el socorrido puede vivir donde se vive con menos.

Aun de los que piden limosna o están en las casas de beneficencia como inválidos, hay pocos que sean completamente inútiles; y a pesar de eso, la aptitud para el trabajo del mendigo se pierde completamente, y la del asilado las más veces, porque las labores a que él puede dedicarse no ocupan a tantos como suele haber recogidos, y que la mayor parte, además de aburrirse en la ociosidad, se desmoralizan, como ve cualquiera que observa establecimientos benéficos en que hay gran número de ancianos o inválidos completamente ociosos.

Estos hombres o mujeres, en su familia o en otra, pueden, la mayor parte, prestar algún servicio de esos que no exigen fuerza ni habilidad. El aseo de una casa pobre, el cuidado de los niños y de los animales domésticos, el pastoreo en ciertas condiciones y otras labores para que basta asiduidad y alguna exactitud, son susceptibles de desempeñarse por personas que no pueden ganarse todo el sustento, pero sí una parte, satisfaciendo el resto la beneficencia pública donde no haya caridad privada que acuda a esta necesidad.

Conseguido el objeto de utilizar la aptitud, poca o mucha, del que no está absolutamente inválido, la sociedad realizaba una ganancia material representada por el valor de su trabajo, y otra moral y humana, por la mayor moralidad y bienestar que resulta de la vida de familia, comparada con la que hace el mendigo o el recluso en un establecimiento benéfico; además, la manutención del inválido, aunque lo sea absolutamente, resultará más barata en el campo que en las ciudades, donde están por lo común los grandes establecimientos de beneficencia.

Se deplora y se censura que los campesinos dejen la tierra en que nacieron para buscar fortuna en los grandes centros de población, donde tantas veces encuentran su desgracia; y aunque sea en verdad deplorable, no es menos cierto que los poderes del Estado y las fuerzas sociales contribuyen con frecuencia como no debieran a esas aglomeraciones perjudiciales. Concretándonos al caso que nos ocupa, en vez de elevar grandes edificios, cuyo solar en los centros populosos representa un gran capital; en vez de pagar empleados, que cuestan más porque viven en ciudades, donde es mayor el lujo y la carestía; en vez costear la manutención donde es más cara, debería procurarse que los pobres de que tratamos volvieran a sus familias, que viven en el campo o pueblos pequeños, o fueran recibidos en otras mediante una retribución corta. Si por una tan pequeña se tiene a un niño de la Inclusa, que da tanto que hacer y de nada sirve, parece seguro que, aun cuando el anciano o el inválido no tuviese familia, hallaría quien le acogiera, y tanto más que, por lo que hemos podido observar, los pobres en este caso, como en otros, no son grandes calculadores, y al recibir junto a fin de mes o de trimestre el pupilaje del huésped, creen hacer mejor negocio del que realmente hacen respecto a los niños: con los ancianos podía ser más lucrativa utilizando sus servicios para muchas labores en que se emplea gente capaz de otros trabajos que exigen mayor fuerza y habilidad.

Una vez suprimida la disyuntiva de o mendigo o recluso; una vez armonizado el socorro necesario con la libertad querida de todos y en la medida de las fuerzas el trabajo, de que nadie debe eximirse; una vez realizado y publicado el hecho de que todos los que no podían trabajar y en la medida que no podían eran socorridos, pedirían en vano limosna, o, lo que es lo mismo, no la pedirían, porque, como dejamos dicho, se pido sin necesidad porque, se da sin discernimiento. Cuando el mendigo culpable no tuviese la complicidad social no podría serlo, ni era necesaria la acción de la policía para alejarle de la vía pública.

Con el auxilio suficiente y ordenado de los que no pueden trabajar se atacaba a los que no quieren, arrancándoles la máscara con que ahora se cubren ante las personas compasivas, que, en la duda de si será o no inválido el que mendiga, le socorren. Con la mendicidad culpable desaparecía el primer auxiliar de la vagancia y un semillero de vicio y aun de crimen. Con esta clasificación de la desgracia mentida y de la verdadera y definitiva se simplificaba mucho el problema de la mendicidad, quedando reducida a los que por circunstancias eventuales se ven en necesidad extrema por falta de salud o de trabajo.

Este caso es frecuente, pero también es general la repugnancia del trabajador honrado y de su familia a mendigar, repugnancia que debe custodiarse como fuego sagrado, porque es verdaderamente santa la dignidad del pobre que sufre todo género de privaciones antes de rebajarse a pedir limosna. Hay que evitar que la pida, para que la penuria extrema no le ponga en el caso de perder su dignidad, que no recobrará una vez perdida.

El socorro de los enfermos pobres es un deber que en principio reconoce la sociedad, aunque en la práctica no le da la extensión ni la forma que sería de desear. Hay hospitales, cierto; pero ni en ellos caben todos los enfermos miserables, ni con recoger al enfermo se pone a cubierto del hambre a su familia, ni se le debe separar de ella sino cuando sea absolutamente inevitable. El hospital, pues, debe limitarse a casos excepcionales; la regla debiera ser que el enfermo pobre o miserable fuera asistido en su casa, respetando afectos que tortura la separación y estrechando lazos que ella pudiera aflojar.

Las asociaciones de socorros mutuos proveen, como dejamos dicho, a esta necesidad; y ya puedan sostenerse con los recursos de los socios, ya necesiten auxilio de los municipios, es indispensable generalizarlas, organizándolas según las circunstancias, pero siempre de modo que den socorros suficientes para que la falta de salud del pobre no suma en la miseria a su familia y vaya a engrosar las filas de la mendicidad.

La falta de trabajo empuja a muchos obreros a la mendicidad, y para procurarlo o atenuar las consecuencias de la inacción forzosa proponemos algunos medios en otro lugar,22 debiendo indicar aquí solamente la necesidad de acudir al socorro de los que carecen de trabajo para evitar que mendiguen ellos o sus familias.

En las grandes poblaciones hay siempre un número, mayor o menor, de trabajadores sin trabajo y sin familia ni amigos, que carecen de todo y hasta de albergue: estos desgraciados sufren las mayores privaciones, y su moralidad está expuesta a los mayores peligros. El Refugio, donde por excepción existe, ni basta, ni corresponde a su nombre; era necesario que el hospedaje pudiera prolongarse más, que los huéspedes se clasificaran, y que los trabajadores honrados que carecen de trabajo recibieran especial auxilio: esto no puede hacerlo sino una asociación con espíritu de caridad ilustrada: el dinero solo, aunque sea mucho, ya se ha visto que no basta, y aun podría decirse que sobra y perjudica.

Con estas y análogas medidas, la caridad y la justicia establecerían una especie de bloqueo alrededor del que mendigaba por oficio, pudiendo sin crueldad sitiarlo por hambre para obligarle a trabajar. La sociedad podría decirle:

-Inválido no eres, porque los inválidos están socorridos;

Perteneciente a la familia de un enfermo no eres, porque los enfermos y sus familias reciben socorro;

Trabajador sin trabajo no eres, porque los que se hallan en este caso están socorridos.

Eres, pues, un vago, un holgazán, que no merece compasión, sino pena: te la impondré obligándote a trabajar previo juicio en que te defiendas, porque, a pesar de las apariencias, podrías tener razón y yo equivocarme. -

Hasta que la sociedad pueda hablar con verdad así, será vano cuanto diga y haga contra los mendigos. Unas veces hará llorar a los desgraciados, otras reír a los perversos, y atropellando el derecho de todos, porque todos tienen derechos, no establecerá la justicia ni el orden consiguiente.

El cuadro que ofrece España respecto a la mendicidad es de lo más lastimoso o irritante. Aquí un polizonte, que tal vez debía estar en presidio, maltrata de palabra y acaso de obra a un anciano que no tiene más amparo que la caridad pública, a una pobre madre que la implora con un niño en los brazos para llevar pan a los que en casa dejó llorando de hambre; allá un mozo robusto conduce un carro con un tullido, y entrambos viven de la caridad que los mantiene, y además el burro o caballejo que tira del vehículo; en otra parte, una familia entera, compuesta de un hombre y una mujer robustos y varios hijos, que destacan a pedir a los transeúntes, están sentados tomando el sol o el fresco, según la estación, y fumando, mientras el pollino que lleva el equipaje pasta lo que encuentra orilla del camino o lo que sus amos agenciaron en propiedad ajena. Escenas de estas y parecidas se ven a todas horas donde quiera, en veredas y caminos, en campos, villas y ciudades, moviendo a dolor o a indignación a todo el que tiene sentimientos de humanidad y de justicia.

Este mal es grave, muy grave; se subvenciona al holgazán, se estimula al pícaro, se pervierte al inocente, se oprime al desventurado, según circunstancias fortuitas de tiempo o lugar, y constituye, como dejamos dicho, un problema que, como todos los sociales, tiene que resolverlo la sociedad, es decir, la acción simultánea de la ley, la opinión y la acción pública: el Estado, por medio de agentes pagados, no llegará jamás a clasificar bien a los desvalidos, ni a distribuir con equidad los socorros permanentes, y, lo que es aún más difícil, los transitorios.

La dificultad mayor no consiste, como alguno creerá, en la falta de recursos pecuniarios; la sociedad ganaría mucho dinero organizando los socorros, por varios conceptos:

Por el valor del trabajo de los holgazanes perfectamente aptos para trabajar que viven de limosna, y el de aquellos que, más o menos pueden hacer alguna labor y hoy no hacen nada;

Por el valor del trabajo y de la manutención de los auxiliares de ciertos imposibilitados, como el ciego que ha menester quien le guíe y el tullido quien le lleve;

Por la mayor economía que resulta del orden, respecto de la vida desarreglada de los que carecen de hogar, o si le tienen permanecen poco en él, y en las alternativas de penuria y abundancia relativa malgastan;

Por el vicio que se fomenta y es cosa muy cara.

La sociedad, pues, lejos de hacer desembolsos para suprimir la mendicidad, haría un buen negocio, un gran negocio: para emprenderle no ha menester dineros, sino virtudes; mientras no tenga las suficientes, dígase lo que se diga, y hágase lo que se haga, habrá mendigos en gran número que constituirán un elemento poderoso de pauperismo.




ArribaAbajoCapítulo XIV

La prostitución


Tal vez parezca extraño que, dedicando un capítulo al crimen y al delito, no se trate en él de la prostitución; pero debe tenerse en cuenta que la prostitución es una inmoralidad de un género que se tiene por especial, no porque en sí lo sea, sino porque, autorizada por leyes y reglamentos en muchos países, y en todos por la opinión, al gran daño que hace se agrega el mucho mayor de creerle necesario y aun preservativo de mayores males.

No podemos aquí analizar los grados que ha de tener una inmoralidad para que se califique de delito; si los brillantes de la ramera, que se autoriza, producen mayor mal que los harapos del mendigo, que se persigue; si la ley debe penar al que introduce una mercancía de contrabando, y proteger al que trafica con el honor, la conciencia y la salud, sacando un crecido interés de la enorme masa de podredumbre física y moral que lleva al mercado. No es este asunto para tratarse por incidencia, y nos limitaremos al nuestro.

La prostitución es, en parte, efecto de la miseria, y contribuye a ella por lo que desmoraliza y por lo que empobrece: las casas infames pueden considerarse como proveedoras del presidio y del hospital, y auxiliares de la embriaguez, el juego y la usura.

En la orgía y con mujeres abyectas gasta el ladrón el fruto del robo, y el vicioso que todavía trabaja, el fruto de su trabajo; allí consume el pobre sus recursos y la salud; allí se arruina, con frecuencia, el rico; allí se pierde la sensibilidad que compadece, la abnegación que socorre, la energía que lucha y la conciencia que enfrena; allí las infames ganancias estimulan la sensualidad, la pereza y conducen a la miseria.

Para calcular la influencia de la prostitución en la miseria, no basta hacerse cargo de que vienen a caer en ella la casi totalidad de las prostitutas, sino el número, infinitamente mayor, de hombres que han arruinado.

Escuchad la historia de los delincuentes y de los viciosos, de los muchos miles de hombres que la ley pena o arrastran una vida miserable consecuencia de su mala conducta, y será muy raro que en estas existencias culpables y desdichadas no haya influido alguna mala mujer. Preguntad a los agentes de policía qué hacen los licenciados de presidio dispuestos a reincidir, y os dirán que viven con prostitutas; preguntad de quién son hijos los pobres niños abandonados que la beneficencia recoge y cuya precoz perversión es tan difícil de corregir, y os dirán, si tienen padre, que anda con mujeres perdidas, o que su madre lo es. El mal se ramifica y extiende mucho más de lo que en un capítulo de un libro puede detallarse; pero se comprende fácilmente que una de las mayores miserias morales, acaso la mayor, tiene que producir miseria material.

La extrañeza, el asombro que nos produce hoy leer que Platón no sólo sancionaba la esclavitud, sino que no comprendía la sociedad sin ella, producirá en el porvenir (así lo esperamos), saber que en pueblos cultos la prostitución fue un oficio condicionado por la ley; saber que las casas infames eran establecimientos autorizados en regla, que pagaban contribución; saber que en ellos se traficaba con el honor y la salud, vendiendo al vicio lo que se robaba a la inocencia y la desgracia, y armonizando las perversidades para que crecieran y se multiplicasen; saber que en estas casas podía entrar todo el mundo, menos las personas honradas y caritativas que querían arrancar al sacrificio horrendo alguna víctima; saber que la trata de los negros se había abolido, pero que la de las blancas jóvenes era legal y lucrativa; saber que en los gobiernos de provincia, como había secciones de Fomento y Hacienda, existía también de higiene (así llamadas al parecer, más que por decencia por burla) que tenían a su cargo la policía de las costumbres, y eran, y no podían menos de ser, un elemento poderoso para pervertirlas; saber que esa policía podía poner su mano infame sobre una mujer honesta, presentarla como sospechosa, hacerla sufrir la última ignominia repugnante hasta para las prostitutas, y que si la mujer no quería salir viva del lugar donde fue deshonrada23 y se precipitaba por la ventana quedando muerta, sus asesinos no eran responsables, porque no habían hecho más que cumplir con los reglamentos;24 saber que la ley protegía la alianza de la codicia y la lujuria, formando una red cuyas mallas estaban formadas, en gran parte, por los que deberían romperlas; saber que, a la sombra de la ley, la guerra que se hacía al honor de las jóvenes pobres y bien parecidas era sin tregua y sin cuartel, empleando no sólo seducciones, sorpresas y engaños, sino hasta la violencia, que secuestraba a viva fuerza; y, en fin, que cuando no se respeta ningún derecho, es natural que se atropelle también el de gentes, que se pasen las fronteras y los mares y se hagan cautivas para proveer las casas infames, haciendo internacional el abominable atentado.25

Cuando todos estos horrores morales y materiales, y otros que decorosamente no pueden decirse, sepan con asombro nuestros descendientes, mejores que nosotros, se preguntarán:

-¿Y para qué la ley hizo alianza con la lujuria y la codicia, autorizando y protegiendo lo que debía perseguir y penar?

Y la historia responderá:

-Porque el vicio se elevó a la categoría de institución social, y, como los reyes, quiso ser inviolable, es decir, invulnerable; porque pidió a la sociedad auxilio contra la Naturaleza, leyes de los hombres contra las leyes de Dios, a fin de que los excesos fuesen sanos y la crápula higiénica; porque al Estado le pareció bien la idea, y dijo al vicio: - ¿Qué necesitas? Habla, estoy a tus órdenes. ¿Para qué tengo yo fuerza sino para dártela?

Y el vicio respondió:

-Necesito mujeres públicas, casas públicas, ignominia pública, fuerza pública, y todo género de abominaciones, bastante públicas para dar escándalo, no tanto que puedan perseguirse legalmente; necesito una administración cuyas reglas sean contrarias a las de equidad; leyes que escarnezcan la justicia, jueces que las apliquen, polizontes y médicos que hagan lo que no se puede decir...

Y el Estado respondió:

-Se hará como lo deseas; tendrás todo lo que pides. Mi alta misión es proteger el vicio contra sus consecuencias naturales, sustentar crapulosos robustos, hacer alianza con la lascivia, darle garantías, y, fomentando la podredumbre moral, conseguir la salud física.

Y el Estado, si mal lo dijo, peor lo hizo; escribió leyes y reglamentos, y organizó administración y fuerza pública, y tuvo jueces y médicos y empleados, y cumplió, en fin, todas las ofertas hechas al vicio, en cuanto se refería a los medios; respecto al fin no pudo realizarle, porque era imposible: la corrupción no se sanea, las leyes de la Naturaleza no se infringen repetida e impunemente; ni puede separarse la higiene física de la higiene moral, ni es dado reglamentar ningún desorden. Prescindiendo de la conciencia, del honor, del alma del hombre, nada puede hacerse en beneficio de su cuerpo.

Y no se hace; la ley autorizando, protegiendo la prostitución, la ha extendido, no la ha saneado; ha organizado un ataque extenso, directo, permanente, a la moral, sin favorecer, y antes con perjuicio de la higiene, como debía preverse y se va demostrando.

Muchas son ya, fuera de España, las personas que, en nombre de la religión, del derecho, del honor, de la moral, y hasta de esa misma higiene que como razón suprema se invoca, combaten la prostitución legal. Y sobre que la calidad de estas personas les da mayor peso del que corresponde a su número, no es tan corto como algunos imaginan, y puede verse por el incremento que va tomando La Federación Británica Continental y General, por el triunfo conseguido en Inglaterra, y por la reacción que se va notando en muchos países, y hasta en Francia, que dio el execrable ejemplo de reglamentar el vicio. No podemos discutir extensamente esa reglamentación; pero como la prostitución, que desmoraliza y empobrece, es concausa de pauperismo, tratándose de él no pueden dejarse de condenar esas infamias legalizadas, esa policía de las costumbres, que es un atentado permanente contra ellas.

Ya sabemos que esta gran llaga social no se curará mientras la mujer no tenga otra posición en la sociedad, porque la prostitución consta de estos dos elementos:

Hombres que dejan de ser personas por un tiempo determinado, en general breve;

Mujeres que dejan de ser personas definitivamente;

Hombres que pagan la satisfacción de sus apetitos bestiales;

Mujeres que cobran por satisfacerlos.

Sin duda que la incontinencia del hombre puede combatirse y limitarse en él y por él; pero su gran freno está en la dignidad de la mujer; y mientras se cuenten por centenares de miles las que alquilan su cuerpo a cualquiera que lo paga; que se sujetan a los reglamentos de policía; que consienten en ponerse fuera de la ley humana, como lo están de la divina y de las de la Naturaleza; mientras haya masas de mujeres que no se ahoguen en la atmósfera ignominiosa que sofocaría a los hombres más abyectos; mientras económica, social y legalmente la mujer sea inferior al hombre, habrá siempre un número considerable en que la falta de recursos y de consideración se convertirá en falta de dignidad; que no podrán soportar heroicamente la injusticia y la miseria; que viéndose despreciadas carecerán de la alta virtud de no ser despreciables, y que irán rodando del desdén a la humillación, y de la humillación a la ignominia.

La prostituta no es persona; a primera vista puede llamar principalmente la atención su falta de pudor y de vergüenza, pero observándola bien, su carácter distintivo es la falta de personalidad. Sus relaciones sociales son de cosa; como tal se la vigila, se la inspecciona y se la alquila, porque comprador no encuentra: ¿quién había de hacer definitiva tan pésima adquisición? Así, pues, todas las leyes, todas las costumbres, todas las instituciones sociales que disminuyen la personalidad de la mujer, que merman su derecho, que la privan de iniciativa, que coartan su libertad, que la tienen en tutela, que no la consideran sino como una especie de apéndice de hombre, aumentan los elementos de la prostitución.

La mujer de nuestra raza en los pueblos civilizados y cristianos se ha dejado pisar, pero aplastar no; bajo el peso que la abruma tiene plegarias de mártir y blasfemias de impío, silencio estoico o picaduras de víbora; siempre se revela en la vida dando escándalo o dando ejemplo, y cuando la sociedad le ha dicho: no eres persona, ha respondido: soy veneno, y lo ha probado. El principal remedio de este grande mal consiste, pues, en levantar a la mujer; en apresurar el movimiento que más o menos se inicia en todas partes para promover su educación, abrir a su racional actividad caminos que le estaban cerrados y establecer respecto a ella el derecho conculcado por la fuerza.

Pero este remedio, el único verdaderamente eficaz, es lento; y si no tenemos para la inmensa llaga medicina que radicalmente la cure, debemos propinarle siquiera un poco de bálsamo que calme sus dolores, y sobre todo abstenernos de arrojar sobre ella un líquido corrosivo que la irrite y la haga cancerosa. A eso equivale legalizar la prostitución convirtiéndola en modo de vivir, que muchas ejercen suponiéndole honrado, puesto que es legal:26 hasta tal punto las malas leyes contribuyen a pervertir las costumbres y extraviar las ideas.

El punto de partida de los que legalizan y pretenden reglamentar la prostitución es material, y sus consecuencias son, tienen necesariamente que ser inmorales y brutales, porque el hombre es materia y espíritu, y no puede hacerse nada en provecho de su cuerpo prescindiendo de su alma, y convirtiendo una cuestión que es principalmente moral en fisiológica y patológica. ¿Cómo no se ha visto que, dando facilidades a los apetitos que necesitan freno, se desbordarían? ¿Cómo no se ha visto que de ese desbordamiento debe resultar indefectiblemente el daño para la salud que se quiere proteger cueste lo que cueste? ¿Cómo no se ha visto que del altar donde se inmola el pudor y la conciencia no pueden elevarse aromas puros, sino gases mefíticos; que la atonía moral no engendra la fuerza física, y que, hágase lo que se haga, el vicio será siempre el mejor aliado de la enfermedad?

¿Cuáles son los elementos de la prostitución legal? Apetitos brutales, egoísmos ciegos, cálculos errados, bárbaros abusos de la fuerza y abyecciones infames. Estos ingredientes ha dado el legislador a la policía para que los manipule, y no hay duda que la mano de obra corresponde ¿y como no? a las primeras materias. Los reglamentadores alemanes increpan fuertemente a los belgas, que, al decir de ellos, han puesto las columnas de Hércules en los ignominiosos horrores de la prostitución legal. Creemos que los cargos serán ciertos; pero dudamos que ningún pueblo donde la prostitución esté autorizada por la ley pueda arrojar a otro la primera piedra: un poco antes o un poco después, las mismas causas tienen que producir los mismos efectos.

Yerran y se extravían miserablemente los legisladores que se dejan arrastrar por las tendencias materialistas de la época; los que ponen el sello oficial y las armas del Estado en las patentes ignominiosas; los que sancionan el envilecimiento más asqueroso de la mujer; los que consideran al hombre como una bestia cuyo abrevadero hay que limpiar; los que suponen que se puede sustituir el imperio de sí mismo por la policía, y la dignidad por el speculum.

Yerran, se extravían, y si no ha llegado la hora de convencerlos de su error y llevarlos por el buen camino, suena ya la de amonestarlos: unimos nuestra voz débil a otras más porosas, y a aquella que empezó clamando en desierto27 y hoy encuentra eco en las grandes ciudades.

¿Qué os parece, señores higienistas, reglamentadores y organizadores de la policía de las costumbres, de estos dos hechos? La sociedad deja sin sanear infinidad de industrias malsanas; consiente que multitud de trabajadores por falta de condiciones higiénicas enfermen por trabajar, y esta misma sociedad se esfuerza para que sean higiénicos los lupanares, gasta para lograrlo tiempo y dinero, importándole poco que el trabajo sea enfermo con tal que el vicio sea sano. ¿Os parece bien? Pues entonces entregamos vuestro voto a la reflexión de los que piensan, a la conciencia de los que la tienen, a la opinión pública, que pueda ser en breve plazo la pública execración.

Es la prostitución una inmoralidad y un daño social mucho mayor que otros que se califican de delitos y se penan por la ley; la complicidad de una parte del público y la dificultad de probarle no pueden variar el carácter del hecho. La prostitución, pues, debe ser perseguida y penada por la ley hasta donde sea posible. Ya sabemos que la posibilidad no llega tan allá como la justicia; pero si ésta tiene que detenerse ante los límites de la impotencia humana, de ningún modo ha de reconocer los de la voluntad torcida.

La prostitución perturba hondamente el orden social de dos maneras:

Atacando la moral pública;

Atacando la salud pública.

De la inmoralidad se ha prescindido por completo, ocupándose principalmente de la infección, y el enemigo que se quería vencer se ha robustecido, porque se deja libre el campo donde se le podía combatir y se asestan golpes a la parte invulnerable.

A los hombres positivos, que son a veces tan poco prácticos, hay que enseñarles la realidad en los hechos, como suceden y tienen que suceder, para que sepan que la infección no se puede atacar material y directamente, que es ilusorio todo lo que contra ella se haga si al mismo tiempo se dan a la inmoralidad las facilidades y los estímulos que hoy tiene.

Las enfermedades consecuencia de los vicios deben curarse como las otras, cuando el enfermo pida ser curado, y sin sujetarle a investigaciones tan repugnantes como inútiles. Cuando a la dolencia física va unida la moral en sumo grado, como sucede con las prostitutas, si entran, en los hospitales es necesario aislarlas, ya porque no hay derecho para confundir con ellas a ninguna mujer honrada, ya para intentar la curación del espíritu al mismo tiempo que la del cuerpo, cosa que dificulta, puede decirse que imposibilita la ley, armando a los explotadores del vicio y de la miseria con poderes y una esfera de acción que ensanchan la complicidad y las complacencias de la policía a la prostitución perseguida podrían sustraerse numerosas víctimas; a la prostitución autorizada es poco, menos que imposible arrancarle ninguna.

La inutilidad de la curación forzosa quedaría probada (si no hubiese, como hay, otras muchas pruebas) con el hecho, que nadie puede poner en duda, de que el número de mujeres contaminadas no es tan grande como el de hombres que gozan de la inmunidad de propagar el mal sin que nadie les turbe en el ejercicio de su prerrogativa. ¡Sabios reglamentadores que procuráis sanear el lupanar donde cualquiera sabe que hay peligro para la salud, y dejáis al marido crapuloso que contamine a la casta esposa y engendre hijos apestados! ¡La prostituta siquiera es estéril! ¿Queremos, pues, que se sujeten los hombres a los reglamentos de la higiene del vicio? No: queremos que se supriman, porque las enfermedades se curan, no se persiguen, y cuando se adquieren voluntariamente no hay más medio que combatirlas en la voluntad torcida para rectificarla, en las ideas, en las costumbres, en las leyes.

Aunque el expediente puesto en práctica en algunas localidades y que tiene cierto prestigio (creemos que merced a las cualidades excepcionales de algún digno funcionario) sea inadmisible para nosotros, que rechazamos la prostitución legal, cualesquiera que sean las modificaciones que en sus actuales reglamentos se hagan, debemos convenir en que el mal se limita suprimiendo, como lo están en las poblaciones a que aludimos, las casas de tolerancia.

No debe autorizarse a ninguna mujer para que se prostituya; pero es infinitamente más perjudicial la autorización, que convierte el oficio en empresa; que de individual se hace colectivo; que, además de alquilada, hace de la mujer esclava, dando a un tiempo goces a la lujuria y ganancias a la codicia; que en vez de los recursos individuales, limitados en mujeres. despreciables y despreciadas, autoriza para poner en práctica los más cuantiosos de personas que disponen de algún capital o le hallan para especulación tan lucrativa. No puede compararse el daño que hace la prostituta aislada con el que se realiza en las casas donde la empresaria o empresario proporciona comodidades y aun refinamientos de lujo; engalana sus víctimas como los antiguos para sacrificarlas; paga agentes que reclutan, engañan, seducen, cautivan verdaderamente jóvenes inexpertas, que se ven esclavas y perdidas, en país extranjero a veces, y aunque sea en el propio, fuera de la ley desde el momento en que se las ha inscrito en el registro infame. Con el precio del vicio y de la sacrificada inocencia se compra la impunidad cuando la vasta esfera de acción que la ley deja aún viene estrecha al explotador inicuo.

No parece posible que, sabiendo lo que pasa en las casas de tolerancia y en las de paso, haya ley que las autorice y persona honrada que las defienda; no parece posible que con conocimiento de causa se dé a iniquidades tan horrendas un salvoconducto. La patente que autoriza la casa infame es, en efecto, un salvoconducto que la ley pone en manos del vicio, y que éste traspasa inmediatamente a la codicia sin freno, al delito y al crimen. Sí; al delito y al crimen; y los que creáis que hay exageración, investigad lo que sucede. Pero ¿es necesario investigarlo? ¿Se necesita para saberlo de la experiencia? ¿No se comprende desde luego? Es mucha la candidez de la ley al creer que, dada la clase de personas que explotan el vicio, si legalmente se las autoriza para ello no han de ir más allá y por una pendiente inevitable. ¿Qué conocimiento tienen del corazón humano, de la realidad, los que suponen que la ley que pisa cínicamente la moral no ha de ser ella pisada por los que desmoraliza? ¿Qué conocimiento tienen del corazón humano y de la realidad los que suponen que soltando una fiera se le pueden prescribir el número de dentelladas que dará y los milímetros que ha de profundizar al esgrimir la garra?

Son visionarios, y del peor género, los que no han visto que, en lugar de hacer higiene, hacían patología; que equivocan el silencio o las voces y los quejidos ahogados con el orden, y que no han hallado otro medio de evitar el escándalo que suprimir la conciencia.

Sí; en toda esa máquina de higiene (ilusoria) para el vicio queda suprimida la conciencia, porque las ideas se extravían y los sentimientos se pervierten hasta tal punto que, como dice Rioja, la maldad

«Del inicuo procede y pasa al bueno.»



Pasa porque la ley corruptora, haciendo alianza con los perversos, ejerce presión sobre los que no están muy firmes en la virtud.

La supresión, pues, de las casas infames es un paso hacia el bien donde se ha dado, y la primera medida que debe adoptarse donde quiera que se intente poner límites al mal. Los que no se ocupan de estas cosas comprenderán difícilmente cuánto ganarían las costumbres con que la prostitución se limitase, como dijimos, a ser oficio y no pudiera ser empresa.

Si el ataque a la salud no puede perseguirse de oficio, el que se hace a la moral sí; la prostitución con escándalo, y pocas veces deja de darlo, puede y debe perseguirse como delito juzgado y penado por los tribunales, proscribiendo la arbitrariedad, que, a la inversa de la lanza de Aquiles, envenena las heridas que pretende curar. Es posible una policía honrada que persiga la prostitución como delito y entregue al juez los delincuentes; es imposible una policía honrada cuando a su antojo puede resolver arbitrariamente, partiendo de algunas reglas elásticas o inmorales; cuando debe autorizar el mal en límites imposibles de fijar y reprimirle si los pasa; cuando vive en la atmósfera corruptora de la inmoralidad sancionada, y predispone a venderse al que puede pagar bien. Ya sabemos que habría prostitución clandestina, como existe hoy; pero no habría, además, la legal: la policía, menos desmoralizada, cumpliría mejor con su deber, y las penas impuestas por los tribunales contribuirían a reprimir algo el mal, y, sobre todo, a fortificar el sentimiento moral. La supresión de las casas públicas realizaría desde luego un bien inmenso: ellas son las verdaderas fortalezas donde está seguro todo género de maldad, siempre que no haga mucho ruido; ellas gozan de una horrenda increíble inmunidad, y pasado su umbral, el vicio está seguro, y la codicia que le explota, sacrificando a veces la inocencia o explotando la miseria, también lo está; ellas tienen la puerta abierta a todo el que entra para el mal y la cierran a las personas que intentan rescatar alguna de las víctimas que allí se inmolan; ellas con frecuencia sirven de cárcel donde la fuerza detiene a las reclusas, y otras se convierten en prisión por deudas contraídas aturdidamente, pagadas con servidumbre ignominiosa y cruel; allí se burlala ley, que pena los delitos contra la honestidad y seducción de menores, y se escarnece, en fin, cuanto hay santo y respetable. Y todas estas y otras abominaciones, en vez de perseguirse severamente, se autorizan.

Se dirá que habría casas públicas aunque se persiguieran. Sin duda; pero habría menos y carecerían de la seguridad con que hoy retienen sus víctimas y desafían a las personas honradas. Podrían más y aun podrían mucho, amparados por la ley, los vecinos que hoy nada pueden para arrojar a las peligrosas y repugnantes inquilinas, y los caseros, que hoy las prefieren porque pagan más, harían otros cálculos si la ley los considerara como cómplices del delito, que en su casa se cometía.

Repetimos lo dicho ya: la prostitución no puede extinguirse mientras no varíe la condición de la mujer, económica, legal, intelectualmente; mientras no tenga verdadera personalidad, y se tenga en más, y sea más respetada; pero declarando delito la empresa industrial que explota el vicio, se haría algo para enfrenarle, en vez de prestarla eficaz apoyo, como hoy se hace. Quitándole las facilidades que se le dan, algo se limitaría su imperio y dejaría de ser un ataque permanente a la conciencia pública, y los que no la tienen carecerían de legal apoyo.

Por débil que sea la ley, no es lo mismo tenerla al lado que enfrente.




ArribaAbajoCapítulo XV

El delito y el crimen


- I -

El crimen y el delito de tal modo sublevan la conciencia como maldades, que se les presta poca atención como perjuicios; y preocupado el ánimo con las consideraciones morales, prescinde de las económicas o les da escasa importancia. No obstante, si es verdad que la miseria contribuye al delito, no lo es menos que éste aumenta el número de miserables.

Cualquiera que sea su móvil y su grado, tienen de común en todos privar a los hombres de la libertad por mucho o poco tiempo, y de la honra para siempre. Esto último podrá ser más o menos justo, más o menos remediable en un plazo próximo o lejano; pero el hecho hoy, que produce consecuencias actuales imposibles de evitar, es que el penado por la ley recibe una mancha que podrá lavar el arrepentimiento a los ojos de Dios, pero que es indeleble ante los hombres. Hay personas caritativas que creen en la regeneración del culpable, que contribuyen a realizarla, que le reciben en la comunión de los hombres honrados; pero esta comunión que no rechaza de su seno al delincuente porque lo haya sido, es todavía poco numerosa,28 y la mayoría se aleja de él con desprecio o con temor.

A pesar de este alejamiento, a pesar de las dificultades materiales que suscita y de las impresiones morales que debe producir, todas propias para alejar del trabajo y caer en la miseria, hay en la naturaleza humana elementos tan incorruptibles; en lo moral como en lo físico tiene tendencia tan fuerte hacia la salud, que, a pesar de las severidades que le abruman, de las injusticias de que es objeto, de los obstáculos que se le ofrecen, de los malos ejemplos que ha presenciado, a pesar de tantas y tantas causas como empujan al abismo, se aleja de él muchas veces el delincuente que recobra la libertad, y luchando en ocasiones con una energía y un mérito que no se admiran porque no se conocen, puede lograr trabajo y salvarse de la miseria. Pero ni esta lucha se sostiene siempre, ni siempre da satisfactorio resultado, y en todo caso, la pérdida de libertad del delincuente es una causa de miseria para la familia por los recursos de que la priva, por la infamia de que la cubre y por el mal ejemplo que le da. Los miles de hombres penados por la ley tienen padres, hijos y esposas que debían sostener y contribuyen a hundir en el descrédito y la desventura. Tal vez en ellos acabe la raza de los que infringen la ley; tal vez en ellos empiece y sean desdichado tronco de donde salgan numerosas ramas cuyo fruto venenoso emponzoñe la sociedad por años, por siglos, quién sabe si hasta la posteridad más remota.

Si es una mujer la que ha sido penada por la ley, el daño es todavía mayor; porque si al delito del hombre aún sobrevive la familia, es raro que el de la mujer no la disuelva. No podemos detenernos a investigar las causas de esta diferencia: basta consignar que existe. ¿Cómo se rehabilita la mujer delincuente? Su ejemplo es más contagioso, su infamia más indeleble; y si su arrepentimiento sincero es posible y edificante, la sociedad parece mirarle incrédula, o le considera cuando más como un objeto extraño y aun admirable, pero que no tiene aplicación. Los lazos que rompió el delito de la mujer, rotos quedan por lo común para siempre, y la familia pobre que se disuelve puede asegurarse que es familia miserable.

Nótese que el mal de que tratamos tiene mayor gravedad de la que pudiera inferirse considerando los diez y ocho o veinte mil penados que hay en los presidios, número relativamente corto si se compara al de los que sufren condena en la cárcel, y sobre todo a los que están en ella esperando sentencia definitiva.

- II -

Las medidas más eficaces para combatir el delito son preventivas o indirectas: son las que evitan que se consuma combatiendo la miseria y la ignorancia, y ofreciendo apoyo en vez de mal ejemplo a los que vacilan y están en peligro de caer. Cuando han caído entran ya bajo el dominio de la ley penal, que puede y debe procurar levantarlos, y que en España hace mucho para sumirlos cada vez más en el abismo de la culpa.

No podemos discutir aquí los sistemas penitenciarios;29 pero cualquiera que se adopte debe tener por base y por coronamiento, por ser circunstancia esencial, la moralidad que hoy falta en la Administración. ¿Cómo se ha de corregir el penado viendo el escándalo donde había de ver el buen ejemplo, ni ser justo rodeado por todas partes y como envuelto en injusticia?

Lo primero que hay que hacer para disminuir el número de reincidentes y de miserables cuando recobran la libertad, aunque no reincidan, es reformar las prisiones, para lo cual. se necesita, ante todo, la reforma moral de los empleados, desde los más altos hasta los más bajos, y condiciones y estabilidad en los de más arriba, que hoy no se exigen ni tienen.

Pero esta reforma, difícil, imposible por mucho tiempo, no bastaría; porque, aun cuando se haga por el penado cuanto es posible hacer en la prisión para corregirle, será muchas veces en vano si, al recobrar la libertad, no encuentra el patrocinio y la atmósfera moral que necesita para perseverar en su buen propósito.

No hay que esperar de la ley penal justa, ni del sistema penitenciario mejor, más de lo que pueden hacer, ni imputar a su imperfección lo que es obra de la social, o atribuirles excelencias de que carecen. La sociedad, que a veces no es ajena a la perpetración del primer delito, también contribuye otras a la reincidencia por el abandono, hostilidad o malos ejemplos de que rodea al licenciado de presidio. Las asociaciones que los patrocinan se van generalizando en otros países, no en España, donde todavía no existen; pero aun en los pueblos en que están más florecientes, su patrocinio no es el de la opinión, y esto, no sólo por el número, sino por la calidad de los socios. Hay la creencia arraigada (bien puede llamarse error perjudicialísimo) de que, en tratándose de obras benéficas, sólo las personas bien acomodadas pueden contribuir a ellas; así es que no ocurre instar a un obrero para que forme parte de un patronato de penados, y no obstante, hay ocasiones, y muchas, en que su cooperación sería más eficaz que la de un capitalista. En el caso tan frecuento de ser arrojado del taller el presidiario cuyos antecedentes llegan a saberse, inútil es la protección del patronato, la del mismo dueño del establecimiento, y sería eficaz la de los operarios, la de uno sólo que tendiera su honrada mano al culpable arrepentido, y con su generosidad y su ejemplo comunicara a los compañeros el sentimiento que le inspira.

Sólo teniendo patrocinadores en todas las clases, el que sale de presidio hallará patrocinio en la opinión, único eficaz y que puede verdaderamente coadyuvar a su buen propósito y dejar sin excusa su reincidencia. Hay que recordar y poner en práctica aquella máxima de odia el delito y compadece al delincuente, a la cual puede añadirse: si está arrepentido, ámale y protégele: el odio al delito conviene afirmarle; conviene comprender que en el sentimiento de repulsión que inspira el presidario hay una parte legítima, la aversión a la culpa, y otra que es necesario modificar, la hostilidad hacia el culpado, que le persigue sin descanso ni piedad, haciéndole imposible la vida social como los demás hombres. Algunos tomen que la tolerancia con el delincuente se extienda al delito, pero la historia desvanece este temor. Los pueblos que más han odiado a los delincuentes son los que odiaban menos los delitos, puesto que en ellos se cometían con mayor frecuencia y crueldad, y cualquiera, sin más que observar alrededor de sí, notará que las personas mejores, es decir, las que tienen más odio a la culpa, son las que se compadecen del culpable y procuran corregirle y ampararle. Y no puede ser de otro modo. ¿El ideal de la perfección, a que nadie puede llegar, pero a que los mejores procuran aproximarse, al par que la suma pureza, no es la misericordia infinita? Comprendamos y hagamos comprender al obrero cuán hermosa es la acción de patrocinar al penado para que no reincida; su odio al delito crecerá a medida que vea sus consecuencias, procure que no se repita y que, lejos de rebajarse, se eleva y ennoblece acercándose al caído para levantarle.

Un buen sistema penitenciario, un personal cuya moralidad contribuya como elemento principal a corregir al penado, un patronato eficaz sostenido por la opinión y formado por personas benéficas, sin distinción de clases, que le auxilie, es lo que puede hacerse respecto al licenciado de presidio. Pero ¿y su familia mientras estuvo recluso, y las familias de los miles de los muchos miles de presos cuyas causas siguen un curso lento, o se eternizan, como con deplorable propiedad suelo decirse? Estas familias forman una masa de desvalidos más desgraciados que los otros, porque tienen que añadir su vergüenza a su desgracia. Todos han oído pedir limosna a niños que tienen su padre en el hospital, pero ninguno dice que que le tiene en la cárcel o en presidio. El desdichado inocente se avergüenza de una culpa que no e suya, e instintivamente comprende que algo se reflejaría sobre él de la repulsión que su padre inspira. Semejante infortunio necesita una especial protección de personas caritativas asociadas, y que, si fuera necesario, podrían y aun deberían recibir auxilio pecuniario del Estado que prende tantas veces por equivocación, de la que resulta la miseria de los que absuelve después de haberlos arruinado. No hay idea de justicia cuando las familias de los que sufre prisión preventiva no reciben indemnización hasta que el que las sostenía sea absuelto o penado. Estas familias serían en número relativa mente corto si, como tantas veces y tan en vano hemos pedido, las causas se activasen y la prisión preventiva se redujera a lo que la justicia exige, no prodigándola como ahora se hace. El número de presos podía y debía ser muy corto, y el socorro de sus familias fácil para la caridad sola o auxiliada por el Estado, que arrancaría al pauperismo y al delito un elemento más poderoso de los que muchos suponen.

En todo caso, el patronato de los licenciados de presidio y el de sus familias mientras están en él, y las de los presos, debería ejercerse por asociaciones distintas. El primero necesita cualidades especiales y muy raras, que deberían emplearse exclusivamente en la tarea dificilísima que las requiere.




ArribaAbajoCapítulo XVI

La ociosidad


La ociosidad es causa directa de miseria en los que no tienen recursos para vivir sin trabajar, en los que arruina entregándolos al vicio; e indirecta, porque un país, como una familia, en igualdad de las demás circunstancias, es tanto más pobre cuanto mayor es el número de los que en él nada producen: este número es en España tan excesivo, que constituye el elemento más poderoso del desorden y ruina.

Se forman categorías de ociosos: unos que se toleran o se respetan y se pagan; otros que se desprecian, y aun se persiguen según las veleidades políticas y jurídicas (que para colmo de desventura las hay también).

Los reglamentos y los códigos pueden clasificar los holgazanes, como quieran; pero, moralmente hablando, vago es el que pudiendo no trabaja, vaya cubierto de harapos o de pieles, y la miseria moral del último no es menor que la material, que en ocasiones es objeto de los rigores de la policía.

Ya se sabe que la opinión es más fuerte que las leyes para enfrenar los extravíos o contribuir a ellos, y cuando no condena la ociosidad en absoluto y con la energía que debiera, y honra a los ricos que no hacen nada, contribuye a que haya pobres holgazanes. Se aviene mal con la justicia, y con la idea cada vez más arraigada de igualdad, que el holgazán ejercite un derecho o cometa un delito, según su categoría y su fortuna, palabra que significa a la vez: suerte, casualidad y riqueza.

Para justificar los rigores de las leyes cuando los emplean contra los vagos, se dice que viven a costa de los demás, de limosna o de hurto, mientras los ricos gastan lo que es suyo.

Primeramente, si los vagos pobres pueden vivir sin trabajar, es porque hay quien da limosna mal dada e impunidad para las faltas y los delitos por imperfección de las leyes o mal cumplimiento de los encargados de aplicarlas, y en todo caso complicidad social. La sociedad que castiga al vago es juez y parte, porque la tiene muy grande en la vagancia si toma grandes proporciones, que es precisamente cuando la pena, es decir, que mide sus rigores al tenor de su culpa, no en proporción de la de aquel contra quien los emplea.

Pero aun concediendo, lo que negamos, que la sociedad no sea cómplice de la vagancia cuando está muy extendida, y pueda representar en justicia el papel de juez severo con los vagos pobres, ¿se sigue de aquí que debe absolver a los ricos? El derecho de éstos a holgar es insostenible, y las consecuencias de su holganza son un mal gravísimo.

Decimos que la ociosidad no es un derecho, porque no puede haberle a depravarse, como indefectiblemente se deprava el que no trabaja. La fortuna del rico, es decir, su riqueza y su suerte, le da la ventaja inestimable de poder elegir el género de trabajo, y dedicarse al más grato o ventajoso, mientras el pobre o el miserable se ve envuelto en una especie de fatalidad económica que le clava a una tarea, aunque para ella no tenga aptitud, aunque le sea ingrata.

Inestimable hemos dicho que es la ventaja del rico, y no parecerá mucho decir si se considera que, además de poder dedicarse al trabajo más atractivo, será también el más provechoso. Según la posición social que ocupan los trabajadores, pueden compararse, unos al que despliega sus fuerzas auxiliado de un gran brazo de palanca y un punto bien fijo en que apoyarse; otros al que las aplica directamente con débil y movedizo apoyo. Si a los primeros no les parecen suficientes las ventajas de que disfrutan, indignos son de tenerlas, y el descrédito de la propiedad más viene de semejantes propietarios que de las diatribas de los comunistas.

¿Cómo una herencia puede eximir de un deber?

¿Qué se diría del que ensuciase la calle, alegando como razón que era rico? Por el hecho se le impondría una multa, y por el razonamiento se lo consideraría camino del manicomio. Y ¿no es peor que ensuciar la calle pasearla arrojando la inmundicia moral del mal ejemplo, de todos los malos ejemplos, porque sabido es que la ociosidad anda siempre rodeada de vicios? ¿No es peor que contravenir las Ordenanzas municipales infringir la ley moral, que ordena el trabajo bajo pena de degradación? ¿Es admisible este razonamiento:-Viviré del trabajo ajeno, seré una carga para la sociedad, su escándalo y su oprobio, un miserable moralmente considerado, y todo esto puedo hacerlo porque soy rico?

No: se hereda la riqueza; jamás el derecho de volverla contra la sociedad, que contribuyó a formarla y la garantiza; y un vicio constituye un derecho solamente porque no se tiene idea clara de justicia y de virtud.

Si el vago rico no tiene más derecho que el miserable a la protección de la ley, de hecho ¿es menos perjudicial? La miseria que con engaño saca la limosna o con astucia realiza el hurto, ¿hace mayor daño que la riqueza que seduce, soborna, estimula y sostiene de mil modos a la gente de mal vivir? El vago miserable tiene, hasta cierto punto, un freno en la repugnancia que inspira; el vago rico marcha sin obstáculo con el salvoconducto de apariencias que engañan a los que no penetran hasta la realidad.

Así, pues, la vagancia, rica o pobre, es, ya directa, ya indirectamente, causa de miseria.

Además de los vagos propiamente tales; de los que viven de limosna, de hurto, de sus rentas, de sus sueldos, que cobran en completa inacción, hay los semivagos, cuyo trabajo es tan insignificante que ni resarcen a la sociedad que los mantiene, ni a ellos los pone a cubierto de todos los males consecuencia de la ociosidad.

Esta clase es en España numerosa, numerosísima. Pertenece a ella la inmensa mayoría de los que desempeñan cargos públicos, y que sólo por excepción los desempeñan bien, trabajando lo que deben trabajar. Llenas están las dependencias civiles y militares de semivagos que por no trabajar son, no servidores, sino dañadores del país que los paga.

Las obras y los servicios públicos, cuando no se hacen por contrata, sostienen un gran número, muy grande, de semivagos que cobran un jornal, por lo común miserable, pero de que no suelen ganar la mitad, ni aun el tercio: tanto es lo que huelgan.

Otra variedad numerosísima de semivagos la forman vendedores de muchas clases y comerciantes de pequeño capital, que venden muy poco y están ociosos la mayor parte del tiempo. ¿Cómo viven? No según la buena regla del comercio de muchos pocos, sino de pocos muchos, y realizando grandes ganancias proporcionales sobre la escasa venta.

Este conjunto de vagos y semivagos compone un ejército de cientos de miles, masa destructora y trastornadora en el orden material e intelectual, y que lleva su perniciosa influencia desde la esfera económica hasta la jurídica.

Por no trabajar ignora el industrial los procedimientos perfeccionados, con los cuales realizaría las ganancias que pide a la protección o saca del reducido jornal de sus operarios.

Por no trabajar es inepta y más numerosa la caterva que asalta los empleos del Estado y estanca los asuntos encomendados a su ignorancia perezosa.

Por no trabajar ignora el militar y el marino las cosas más necesarias para no hacer de su profesión un oficio y neutralizar con la cultura las tendencias brutales de la fuerza.

Por no trabajar ignora el juez lo indispensable para administrar justicia y el abogado para defenderla.

Por no trabajar ignora el ingeniero y el arquitecto lo que debían saber para ejecutar las obras con la debida perfección y economía.

Por no trabajar ignora el catedrático lo que tiene la pretensión y el deber de enseñar.

Por no trabajar ignora el médico lo preciso para hacer bien alguna vez, o siquiera para no hacer mal, y el sacerdote carece de aquellos conocimientos que no se suplen con dictaduras espirituales.

Por no trabajar ignoran los gobernantes la ciencia del gobierno; los gobernados los medios de poner coto a los desmanes del poder; los legisladores los principios de justicia, y los legislados el verdadero camino para realizarla.

De todo esto existen excepciones: hay quien sabe su profesión o su oficio; pero la regla es que en España la vagancia y la semivagancia rica y miserable es una verdadera lepra y el amor al trabajo una rara virtud. ¡Qué de abusos, qué de males, qué de miserias y desastres, si bien se analizan, tienen su origen en la dejadez inactiva, en la pereza!

- II -

Los males más graves son muchas veces aquellos que duelen menos, y tal acontece con la pereza y la ignorancia. El ignorante se encuentra bien con su falta de conocimientos; tiende a calificarlos de inútiles, y aun a considerarlos como perjudiciales por una especie de enfermedad del espíritu semejante a las físicas que excitan el apetito de lo que las aumenta. El holgazán, enervado por la inacción, mira la actividad con antipatía y extrañeza, algo parecido al salvaje oriental que no podía comprender cómo los europeos tenían gusto en pasear, es decir, en moverse, pudiendo estar quietos. Esta gran masa de apáticos es una mole difícil de agitar por el espíritu. Hay que agitarla no obstante, porque, mientras permanezca inerte, vendrán a estrellarse contra ella nobles impulsos, acertadas medidas, benéficas empresas, fecundas reformas, sirviendo de punto de apoyo a todo género de abusos e injusticias.

Los activos para el bien están en minoría, en gran minoría, es cierto, y por eso debían agruparse por medio de la asociación para perseguir la ociosidad en sus causas y en sus efectos, directa o indirectamente. Lejos de ser así, trabajan por lo común en el aislamiento, que tan poco utiliza las fuerzas y tanto las agota. Era necesario formar una liga contra la ociosidad y la pereza, que con sólo el hecho de existir haría notar un grave mal que pasa desapercibido, como el aire pestilente al que se acostumbra a respirarle. Mientras no se influya en la opinión y ésta se modifique, los holgazanes serán doctores y generales, magistrados y ministros. Así los aplaude o los tolera el público; pero, en fin, por empedernido que esté no es impenetrable a la razón, y todo el que puede hacerla valer de cualquier modo, y sobre todo con el ejemplo, debe intentarlo, para que vaya ganando terreno despacio, que es como ella anda siempre.

Una vez modificadas las ideas, la ley podría hacer mucho directa o indirectamente para disminuir la vagancia y la semivagancia.

El Estado debería exigir de todos los que paga conocimientos suficientes y trabajo efectivo razonable, dándoles, en cambio, seguridad y retribución adecuada.

Las carreras, en que una vez dentro se asciende por antigüedad, protegen la holgazanería, y puede notarse cómo se aprovecha de la protección. El que tiene un ascenso lento y seguro, que no apresura por más que trabaje, ni pierde por más que huelgue, ha de resolverse por holgar, y así sucede por lo común. El tiempo no debiera dar derechos al que le pierda, ni llamarse años de servicios los pasados en cobrar sueldos que no se ganan. Si las carreras se organizaran de modo que el holgazán se estancara habría menos holgazanes; y como todos los elementos sociales reciben influencias y las dan, no sería perdido el ejemplo y el impulso dado en la esfera oficial.

Las contribuciones deberían también perseguir al holgazán gravando más, por ejemplo, la territorial al que no cultivaba su propiedad, más aún al que no la administraba siquiera, y en todos los demás impuestos, procurando recargar al ocioso que se probara que lo era.

Se simularían ocupaciones; la holgazanería haría contrabando; pero, llegados a este punto, bien podría decirse que se había realizado un inmenso progreso en la opinión, que de acuerdo con la moral calificaba de vagos a todos los que no tenían modo de trabajar conocido.