Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice




ArribaAbajoEl derecho de asilo y El recurso del método: la dictadura como sistema

En 1972 aparece también una novelita del cubano Alejo Carpentier, El derecho de asilo, texto por mucho tiempo pasado casi inadvertido y que, al contrario, merece atención por la novedad que presenta dentro del tema de la dictadura y porque anuncia la gran novela que el autor publicará dos años después, El recurso del método.

Formado por siete capítulos breves, El derecho de asilo presenta una síntesis eficaz del sistema dictatorial de gobierno. En la novelita el autor resume la historia de Hispanoamérica desde la conquista hasta la independencia y denuncia las infinitas agitaciones de que está sembrada:

bajo la égida de los héroes, se pasará un siglo en en cuartelazos, bochinches, golpes de estado, insurrecciones, marchas sobre la capital, rivalidades personales y colectivas, caudillos bárbaros y caudillos ilustrados.127



La denuncia de Carpentier enjuicia toda la historia de América Latina y anuncia el tema que caracterizará la novela sucesiva, el de la metamorfosis de la dictadura bajo la especie de la «Ilustración». Si el dictador es generalmente, a partir de El Señor Presidente, un ser primitivo -aunque Estrada Cabrera mandara levantar estatuas a Minerva-, en El derecho de asilo el personaje parece algo más culto, a pesar de sus métodos de gobierno, que implican la represión brutal, la tortura y la cárcel.

  —80→  

Un ex secretario a la Presidencia y Consejo de Ministros, refugiado en la embajada de un país «hermano» a consecuencia del golpe del general Mabellán, es quien juzga los acontecimientos con un conocimiento de ellos desde adentro, los métodos inevitables del sistema, los personajes infernales que trabajan para consolidar al régimen. El tema es eternamente el mismo, porque una realidad de maldad y de dolor es la sustancia de cada dictadura, pero el sistema represivo ahora parece haber mejorado debido al aporte estadounidense. La señora embajadora, que se ha enamorado del ex secretario exiliado, se horroriza frente a la represión y exclama: «Estos policías de tu país son unos bárbaros»; a lo que su amante añade: «Y más ahora que tienen instructores norteamericanos»128.

Acusación tajante contra el poderoso vecino del norte, que desde siempre condiciona la situación política de los países latinoamericanos. Los golpes se verifican, en efecto, casi siempre determinados o favorecidos por los intereses del capital estadounidense; los generales, o coroneles, o sargentos, se apoderan del estado apoyándose en la protección de los Estados Unidos y no tienen otro programa que el de explotar al país. Es lo que denuncia Alejo Carpentier en su novela, donde vemos que hasta la «cuestión de límites» que opone el general Mabellán al estado confinante, pretexto para distraer al pueblo de la violencia del golpe, se allana cuando entran en juego los intereses norteamericanos. Debido a este motivo y a la necesidad de un «ejército represivo interno para disolver manifestaciones y desfiles, atajar huelgas, hacer observar los toques de queda, allanar casas y empresas, patrullar   —81→   las calles, etc., etc.», el general golpista pasa a una «política de tolerancia y cooperación»: «Nada de problemas internacionales, decía. Y más ahora que los Estados Unidos habían adquirido grandes concesiones mineras en territorio litigioso»129.

Lo pretextuoso de la recurrente «cuestión de límites» ya había sido denunciado por Asturias en su trilogía bananera, así como el recurso por parte de los gobiernos totalitarios a una retórica patriotera con la que enardecen al pueblo inocente. En la ya mencionada «cuestión» el novelista guatemalteco denunciaba la presencia de las compañías petroleras norteamericanas en Centroamérica. Por su parte, en El derecho de asilo Carpentier insiste sobre la retórica de los dictadores, dándonos una radiografía del sistema, ahondando en la situación dramática de América, donde «los golpes salen siempre victoriosos»130, y quien muere en ellos es siempre el pueblo: «Los arsenales latinoamericanos nunca tuvieron clientela sino de pobres»131 .

El derecho de asilo es una lograda síntesis de lo que hubiera podido ser una novela de mayor calado. De cualquier manera, aparecen en ella los temas fundamentales de la denuncia contra la dictadura, entre ellos, evidentemente dirigidos a la destrucción de los personajes, el consabido detalle de la homosexualidad y el motivo erótico, de un erotismo siempre comercial. Desde su lugar privilegiado, en «un tiempo sin tiempo»132, el ex secretario observa la farsa, juzga el sistema, del que, por otra parte, durante el gobierno del anterior general él   —82→   mismo fue expresión. Más listo que Cara de Ángel en El Señor Presidente, acude al amor para salvarse; conocedor de los hombres y de la sociedad en la que vive, desde su nuevo cargo de embajador del país hermano espera que el tiempo se ponga nuevamente en marcha: «el jueves volvieron los días, con sus nombres, a encajarse dentro del tiempo dado al hombre. Y empezaron los trabajos y los días»133. La solución es el compromiso y, resolviendo la cuestión de límites, la reconciliación con el nuevo detentor del poder para una nueva colaboración.

Pocos años después de El derecho de asilo, en 1974, Alejo Carpentier publica una extraordinaria novela, El recurso del método134, texto que, a pesar de reincidir en temas conocidos, los de una realidad política que constantemente se repite, presenta fundamentales novedades por estructura y estilo, la profundidad con que el narrador penetra en la situación, la pericia artística con que la representa, la habilidad en el manejo de los personajes. En siete capítulos, divididos en diferentes párrafos, y un breve epílogo que lleva la fecha de 1972, el escritor relata la vida de un dictador latinoamericano. En una conversación Carpentier declaró que la presencia de la experiencia dictatorial cubana de la época de Machado era dominante y el libro, en el que se había propuesto presentar un «retrato-robot» de la dictadura, sobre el telón de fondo de un complicado «país-robot» latinoamericano, «un compendio de la dictadura y del mundo natural de   —83→   América»135. Demasiado poco para explicar el significado real de una novela como El recurso del método.

Por de pronto hay que aclarar que la presencia de la dictadura de Gerardo Machado se advierte en el libro sólo vagamente; las fechorías de las dictadura latinoamericanas son, al fin y al cabo, todas parecidas. Por otra parte el dictador aludido hace su aparición en la novela solamente al final, en la mención del estudiante que derribó al poderoso protagonista de la novela con una huelga general, al cubano Julio Antonio Mella136, para destacar la diferencia entre los dos: Machado, «siendo muy inculto, no erigía templos a Minerva como su casi contemporáneo Estrada Cabrera, ni era afrancesado, como habían sido otros muchos dictadores y tiranos ilustrados del Continente»137, mientras que el Primer Magistrado es hombre de amplia y refinada cultura.

Siguiendo a Tirano Banderas, con El Señor Presidente inevitable lectura, Carpentier conforma el escenario de su novela como un complejo mundo tropical-americano: alude a «nuestras Tierras calientes»138; el país tiene un puerto, sus montañas, sus «Andes». El narrador despista al lector, impide una exacta identificación geográfica acudiendo a detalles varios, como la descripción de una fiesta de carnaval más bien cubana, ritos fúnebres que parecen   —84→   mexicanos, una vegetación tropical exuberante, con colores y aromas intensos y embriagadores, puebla el territorio de cataratas y volcanes y lo llena de «indios, negros, zambos, cholos y mulatos», donde «sería difícil ocultar a los cafres»139. Mundo que constituye para el dictador, frecuentemente en París por largas temporadas, un «allá» hacia el cual va un sentimiento de odio-amor, de rechazo y nostalgia.

En cuanto a la determinación temporal, el narrador llena la novela de fechas referentes a meses y días, indica años, pero sin que ayuden a individuar una época exacta acerca de los acontecimientos; los cuales, sin embargo, permiten situar la acción en un período que va de una época anterior a la primera Guerra Mundial hasta la segunda postguerra, con una proyección final de la «historia»: la fecha del epílogo, 1972, denuncia tangible del repetirse constante del drama. El tiempo eterno de la dictadura que denunciara Asturias en su novela repitiendo la escena inicial de los presos camino de la cárcel, lo consigue el escritor cubano a través de la fecha indicada, que acaso indique también cuando terminó de escribir su novela.

El carácter peculiar de El recurso del método lo señala el título mismo. Su punto de partida es el Discours de la Méthode de Descartes, aquí «recurso», recurso de la dictadura para conservarse. Cada capítulo de la novela de Carpentier va encabezado por una cita apropiada del texto de referencia, pero ya desde el título el lector recibe la impresión de que va a leer una novela particular, fuertemente intelectualizada. La explicación la obtiene en el   —85→   párrafo 8 del tercer capítulo, donde el escritor presenta al dictador protagonista obligado a enfrentarse con el levantamiento del general Hoffman y decidido, una vez que lo venza, a eliminarlo: «No había más remedio. Era la regla del juego. Recurso del Método»140.

Las citas del Discours cartesiano acompañan al lector durante toda la novela como un sugerente breviario, partiendo del propósito enunciado en el primer capítulo, no de enseñar el método que cada cual debe seguir «para guiar acertadamente su razón», sino solamente para «mostrar de que manera ha tratado de seguir la suya» el dictador141. El Discours se transforma así en una sugerencia de iniquidades; el muy leído déspota, intelectualmente afrancesado, aprende de su ilustre amigo y fracasado escritor dramático parisino, «Ilustre Académico», la justificación cartesiana de su conducta política: «bien lo había dicho Descartes: Los soberanos tienen el derecho de modificar en algo las costumbres»142.

La extensa denuncia de las fechorías de la dictadura forma el núcleo central de El recurso del método, y es una trayectoria consabida: represiones, matanzas, presencia de los Estados Unidos, apoyo concreto de éstos al gobierno dictatorial y, en el momento de crisis, el abandono para apoyar a un nuevo déspota, que será a su vez un fantoche. La participación de Carpentier en el drama es amarga, pero, como ocurre con frecuencia, al final el escritor se enamora de su personaje y felizmente. Es cuando la figura del dictador, perdido el mando y refugiado en París, va asumiendo una dimensión nueva, de   —86→   ninguna manera positiva, pero sí más humana. El narrador estudia ahora al personaje en su desgarradora nostalgia por ese «allá» insustituible, lo presenta en su decadencia física y mental debido al paso del tiempo y al exilio. Con gran sensibilidad Alejo Carpentier interpreta el drama humano dando al personaje, sin quererlo, una dimensión que les falta a los demás dictadores de la literatura, «anatomía desgastada que se esmirriaba de día en día»143. En un tiempo vuelto eterno -«pasaban los meses en desalojo de castañas por fresas y fresas por castañas, árboles vestidos y árboles desnudos, verdes y herrumbres [...]»144- el ex poderoso va entrando en un ámbito confuso y su figura despierta instintiva compasión. Sumido en un intermitente monólogo interior, el anciano dictador transcurre sus últimos días en rápida decadencia, hasta que todo desemboca en un insistente pensar en la muerte y una tentativa desesperada para permanecer en la historia a través de una frase memorable de última hora, que busca y encuentra en el Pequeño Larousse, «Acta est fábula», pero que no llega a pronunciar.



  —87→  

ArribaAbajoYo el Supremo: la tiranía imprescindible

El mismo año en que aparece El recurso del método de Alejo Carpentier, 1974, el paraguayo Augusto Roa Bastos publica su novela Yo el Supremo, dedicada a evocar la «Dictadura Perpetua» del Doctor Francia. La figura del dictador paraguayo, que ejerció su poder absoluto desde 1816 hasta 1840, ya había aparecido en Hijo de Hombre (1959), primera novela del escritor; la rememoraba continuamente el viejo Macario, hijo «mostrenco», según se decía, del Supremo, con más certeza su liberto. La silueta del hombre poderoso cruzaba enigmática, en la evocación del viejo, por toda la novela y se imponía como algo mágico-sagrado y terrible:

Montado en el cebruno sobre la silla de terciopelo carmesí con pistoleras y fustes de plata, alta la cabeza, los puños engarriados sobre las riendas, pasaba al tranco venteando el silencio del crepúsculo bajo la sombra enorme del tricornio, todo él envuelto en la capa negra de forro colorado, de la que sólo emergían las medias blancas y los zapatos de charol con hebillas de oro, trabados en los estribos de plata. El filudo perfil de pájaro giraba de pronto hacia las puertas y ventanas trancadas como tumbas, y entonces, aun nosotros, después de un siglo, bajo las palabras del viejo, todavía nos echábamos hacia atrás para escapar de esos carbones encendidos que nos espiaban desde lo alto del caballo, entre el rumor de las armas y los herrajes.145



A distancia de quince años el Doctor Francia es el gran protagonista de Yo el Supremo. El personaje estaba   —88→   bien presente en la mente y en la sensibilidad del escritor y se concretizó en la novela citada, que nos presenta a un Roa Bastos inesperado, novelista de gran madurez en una obra realmente maestra. El tirano del Paraguay es aquí una figura de gran relieve, evocada en el largo período de su absoluto poder, que terminó sólo con su muerte natural, el 20 de septiembre de 1840.

Estamos, pues, frente a una figura histórica real, que mucho ha dado que decir a los historiadores que se han ocupado de ella, coincidiendo la mayoría en afirmar en el Doctor Francia al defensor celoso de la independencia paraguaya, frente a las miras expansionistas de Brasil y Argentina, un dictador libremente elegido como tal al principio y con los años cada vez más duro en el ejercicio de su poder absoluto.

En cuanto a las textos de Augusto Roa Bastos, si Hijo de Hombre fue definido como la «novela del dolor paraguayo»146, Yo el Supremo es más bien la tentativa grandiosa de interpretar a una figura enigmática, el juicio sobre la cual queda todavía en suspenso. El autor ahonda, en forma irónica a veces, en la tragedia de su país, representada por el poder omnímodo del defensor de la patria. La novela se inaugura con un pasquín que imita el estilo, la escritura y la firma del supremo dictador, impartiendo falsas disposiciones para después de su muerte y para sus colaboradores: que su cabeza sea decapitada y «puesta en una pica por tres días en la Plaza de la República, donde se convocará al pueblo al son de las campanas a vuelo»; los servidores civiles y militares del dictador   —89→   deberán sufrir la pena de la horca y sus cadáveres «enterrados en potreros de extramuros sin cruz ni marca que memore sus nombres»; finalmente, que en el término de dicho plazo los restos del Supremo «sean quemados y las cenizas arrojadas al río»147.

La busca del autor, o de los autores, del pasquín es el motivo que continuamente asoma en la novela, contribuyendo a darle unidad. En la narración, estructurada en capítulos no declarados, individuables solamente por los espacios en blanco, va tomando consistencia una dura denuncia contra la dictadura a través de las propias reflexiones del Supremo, su verborrea y su grafomanía. El personaje dicta sin descanso y transforma a su secretario, Patino, en su mano, en un ser sin cabeza pensante, y pasa reseña a su historia personal dentro de la historia de Paraguay, exponiendo sus complicadas teorías en torno a la dictadura perpetua y al poder absoluto:

el Poder Absoluto está hecho de pequeños poderes. Puedo hacer por medio de otros lo que esos otros no pueden hacer por sí mismos. Puedo decir a otros lo que no puedo decirme a mí. Los demás son lentes a través de las cuales leemos en nuestras propias mentes. El Supremo es aquél que lo es por su naturaleza. Nunca nos recuerda a otro salvo a la imagen del Estado, de la Nación, del pueblo de la Patria.148



Subrayado el «tiempo sin tiempo» de su perpetuo mando, la dimensión del Supremo se nos revela a través de sus lecturas -Rousseau, Montesquieu, Diderot, Voltaire,   —90→   Descartes, entre otros- y su propósito principal, declarada la independencia de Paraguay: defender la integridad de la república. En un lúcido desafío, que va acentuándose poco a poco en la novela, asistimos a sus numerosas y aterradoras fechorías. El narrador-investigador se declara «compilador», sonsacador de una hiperbólica serie de fuentes escritas sobre el personaje:

unos veinte mil legajos, éditos e inéditos; de otros tantos volúmenes, folletos, periódicos, correspondencias y toda suerte de testimonios ocultados, consultados, espiados, en bibliotecas y archivos privados y oficiales.149



Añádanse fuentes de la tradición oral, quince mil horas de entrevistas grabadas en magnetófono,

agravadas de imprecisiones y confusiones, a supuestos descendientes de supuestos funcionarios; a supuestos parientes y contraparientes de El Supremo que se jactó siempre de no tener ninguno; a epígonos, panegiristas y detractores no menos supuestos y nebulosos.150



La larga cita forma parte de la «Nota final del Compilador» y es evidente que el narrador quiere no solamente subrayar lo complicado que es interpretar la vida y los hechos del Doctor Francia, sino despistar al lector, a quien informa ante todo de que, al revés de los textos usuales, éste ha sido «leído primero y escrito después», y que por consiguiente «en lugar de decir y escribir cosa nueva, no ha hecho más que copiar fielmente lo ya dicho y compuesto por otros»151. Finalmente el narrador remata   —91→   el clima de realidad-irrealidad en el que se mueve toda la narración declarando, como «a-copiador», que

la historia encerrada en estos Apuntes se reduce al hecho de que la historia que en ella debió ser narrada no ha sido narrada. En consecuencia, los personajes y hechos que figuran en ellos han ganado, por fatalidad del lenguaje escrito, el derecho a una existencia ficticia y autónoma al servicio del no menos ficticio y autónomo lector.152



O sea que todo es y no es al mismo tiempo y que el misterio en torno a tan compleja personalidad sigue siendo imposible de descifrar.

Naturalmente, al contrario de lo afirmado, el narrador está continuamente presente en el texto. El armazón de la novela se funda en un intermitente monólogo del Supremo, en su dictado, mezclado con diálogos, increpaciones y solicitaciones a corroborar y aclarar dirigidas a su secretario. Una larga «Circular Perpetua», no menos intermitente, recorre toda la novela, entremezclada con las relaciones de un «libro secreto», anotaciones de mano adversaria anónima al libro, contestaciones del dictador, anotaciones sacadas de un material histórico-crítico por el narrador y su comentario personal. En ocasiones las notas se encaraman en la página, se mezclan con el texto narrativo, para demostrar cómo el supuesto «a-copiador» trabaja la materia, corrobora, glosa, alega, critica, rectifica.

La atmósfera irreal se acentúa como a través de una suerte de locura del Supremo, quien se siente megalomaniacamente «Suprema encarnación de la raza», el «Supremo Personaje» que «vela y protege» el «sueño-dormido»,   —92→   el «sueño-despierto (no hay diferencia entre ambos)» de su gente, la cual «busca el paso del mar rojo en medio de la persecución y acorralamiento de nuestros enemigos...»153: un nuevo Moisés que conduce a su pueblo hacia la salvación. Locura del poder y locura de una misión que se ha vuelto obsesión. En un singular coloquio con sus perros, que resuscita originalmente el de cervantina memoria, el supremo dictador ve rechazadas sus interpretaciones. El finado perro Satán le increpa duramente:

Creíste que la patria que ayudaste a nacer, que la Revolución que salió armada de tu cráneo, empezaban-acababan en ti. Tu propia soberbia te hizo decir que eras hijo de un parto terrible y de un principio de mezcla. Te alucinaste y alucinaste a los demás fabulando que tu poder era bsoluto. [...] tampoco creíste en el pueblo con la verdadera mística de la Revolución: única que lleva a un verdadero conductor a identificarse con su causa; no a usarla como escondrijo de su absoluta vertical Persona, en la que ahora pastan horizontalmente los gusanos.154



Y advierte: «la verdadera Revolución no devora a sus hijos. Únicamente a sus bastardos»155.

Nos damos cuenta de repente que el dictador está hablando desde su muerte; probablemente su secretario, Patino, siga escribiendo, transformado irremediablemente en su mano. La gran alucinación de la dictadura toma cuerpo en uno de los textos más interesantes y logrados   —93→   de la «nueva novela» hispanoamericana, interpretando un más amplio drama nacional que a la sazón todavía no había concluido.

Años después, en 1993, Roa Bastos volverá al tema en El fiscal156, obra con la que concluye la «trilogía del dolor paraguayo», centrada sobre «el monoteísmo del poder», uno de los ejes temáticos del escritor paraguayo157. Mucho hay de autobiográfico en esta novela, escrita una veintena de años antes, destruida y vuelta a escribir, según afirma el propio autor158. En la relación de la aventura del protagonista, Roa Bastos logra una representación eficazmente dramática del momento final de la Guerra Grande, cuando, derrotado por las tropas brasileñas del emperador don Pedro en Cerro-Corá, el mariscal Solano López, dictador de turno, acaba por ser crucificado, Cristo paraguayo sin rescate ni resurrección: «Estaba ahí ese cuerpo crucificado para el que no había ninguna resurrección posible en toda la eternidad».159

Desastres de la guerra, consecuencias de políticas imperialistas, pero al mismo tiempo trágico resultado de un sistema de poder destinado a no dejar nunca al Paraguay, hasta el año 1989, cuando el último tirano, el teutónico doctor Stroessner, fue abatido por una insurrección militar.

Tampoco se alejan del tema las dos novelas sucesivas: Contravida (1995)160 y Madama Suí (1996)161: historia, la primera, de un prisionero político que logra escapar a   —94→   una matanza organizada y en un aventuroso viaje hacia el país natal, viaje de la última esperanza, encuentra finalmente la muerte; el segundo historia de la bellísima hetaira japonesa que el dictador paraguayo Stroessner, el cual ha transformado el país en un burdel, hace suya con la violencia y más tarde repudia. La segunda novela se conecta con la primera en el momento en que se descubre que el hombre a quien Madama Suí amaba era el desdichado protagonista de Contravida eliminado por el tirano. Novelas todas de indudable interés, aunque sobre el tema de la dictadura ninguna de ellas logra superar por valor artístico a Yo, el Supremo.



  —95→  

ArribaAbajoEl otoño del Patriarca: el tiempo eterno de la dictadura

Si en Cien años de soledad la figura del coronel Aureliano Buendía representaba la perversión del poder, así como en Los funerales de la Mamá Grande la hipérbole denunciaba el egoísmo de quien lo posee todo, en El otoño del Patriarca, novela que Gabriel García Márquez publica en 1975162 él desarrolla por fin cumplidamente el tema que hacía tiempo le iba rondando dentro.

Acosado por sus numerosos entrevistadores el escritor fue dando a lo largo del tiempo noticias diversas en torno al progresar de su proyecto narrativo. Se supo así que la figura del dictador iría cobrando una autonomía absoluta respecto del cliché corriente; que se le presentaría en su condición de hombre perdido en la soledad de su poder, en el cual había permanecido por un tiempo de siglos; el hombre se vería condenado al vacío de su inmenso palacio y con su esposa iría añorando el mar, el canto de los canarios que su sordera le impediría oír. En otra ocasión, al expresar su preocupación por mantenerse a la altura de Cien años de soledad, aseguraba que su nueva novela no tendría nada que ver con Macondo y que trataría del tema del despotismo, del dictador «en el ocaso, cuando la conciencia tiene telarañas y los insomnios y las pesadillas ensombrecen sus últimos coletazos de vida»163. Y añadía:

Escribo sobre la soledad del déspota. La novela será una especie de monólogo del dictador antes de ser presentado al   —96→   tribunal popular. El cabrón gobernó durante más de tres siglos».164



Si exceptuamos la dimensión hiperbólica, aun más acentuada en la novela, nada de lo indicado por García Márquez aparece en El otoño del Patriarca. El escritor declaraba también que había ido reuniendo anécdotas e historias de dictadores y que ahora se trataba de olvidarlas todas para empezar a escribir y que sería difícil «crear el prototipo de este personaje mitológico y patológico de la historia latinoamericana»165. A la observación del entrevistador de que sería difícil inventar algo, por «monstruoso y fantástico» que fuese, que no hiciera algún dictador americano, el novelista contestaba:

Supongo que a ninguno se le habrá ocurrido asar a su ministro de Guerra y servirlo enterito, en bandeja de plata, con uniforme y condecoraciones, en un banquete de gala al que hayan sido invitados los embajadores y los obispos.166



Episodio, éste sí, realmente presente en la novela e inspirado en La pelle, de Curzio Malaparte. La víctima, en El otoño del Patriarca, es el general Rodrigo Aguilar, antes hombre de confianza del tirano, jefe de su guardia personal, que es burlado por éste en su tentativa de traicionarle, aprisionado y luego cocinado y servido en la mesa a los conjurados en la hora exacta de su cita con él. Trato de humorismo macabro eficaz en la novela para denunciar la naturaleza taimada del déspota y su constante vigilancia contra amigos y enemigos.

  —97→  

El primer capítulo de El otoño del Patriarca se inaugura con una escena de muerte: el descubrimiento, en la destartalada casona presidencial, ámbito de «tiempo estancado» y de cosas «arduamente visibles en la luz decrépita»167, de un cuerpo inanimado que se supone el del dictador. En la atmósfera irreal está tendido boca abajo un cuerpo uniformado de «lienzo sin insignias, las polainas, la espuela de oro en el talón izquierdo, más viejo que todos los hombres y todos los animales viejos de la tierra y del agua»168, cuyo reconocimiento se presenta difícil, puesto que nadie lo ha visto nunca, aunque su perfil de cuando era más joven estuviera en todas partes, como ocurre con los dictadores,

en ambos lados de las monedas, en las estampillas de correo, en las etiquetas de los depurativos, en los bragueros y los escapularios, y aunque su litografía enmarcada con la bandera en el pecho y el dragón de la patria estaba expuesta a todas horas en todas partes, sabíamos que eran copias de retratos que ya se consideraban infieles en tiempos del cometa, cuando nuestros propios padres sabían quién era él porque se lo habían oído contar a los suyos, como éstos a los suyos, y desde niños nos acostumbraron a creer que él estaba vivo en la casa del poder porque alguien había visto encenderse los globos de luz una noche de fiesta, alguien contado que vi los ojos tristes, los labios pálidos, la mano pensativa que iba diciendo adioses a nadie a través de los ornamentos de mira del coche presidencial, porque un domingo de hacía muchos años se habían llevado al ciego callejero que por cinco centavos recitaba los versos del olvidado poeta Rubén Darío y había vuelto feliz con una morocota   —98→   legítima con que le pagaron un recital que había hecho sólo para él, aunque no lo habían visto desde los tiempos del vómito negro, y sin embargo sabíamos que él estaba ahí, lo sabíamos porque el mundo seguía, la vida seguía, el correo llegaba, la banda municipal tocaba la retreta de valses bobos de los sábados bajo las palmeras polvorientas y los faroles mustios de la Plaza de Armas, y otros músicos viejos reemplazaban en la banda a los músicos muertos [...].169



Largo pasaje que documenta eficazmente la técnica del narrador y las dimensiones fantásticas y grotescas de la novela. A través de símbolos que en el lector mueven al recuerdo de otras novelas hispanoamericanas, como el cometa, ya presente en Hijo de Hombre de Roa Bastos y en Los ríos profundos de José María Arguedas, la alusión al «olvidado» poeta Rubén Darío, la insistente omnipresencia del déspota, su realidad que se esfuma en irrealidad, el personaje cobra connotaciones fabulosas, en la dimensión de un tiempo inmemorial. Llegará el momento en que, en su omnipotencia, el Patriarca se creerá igual a Dios, o al menos a los antiguos reyes de Francia, que tenían el don de sanar a los leprosos; y en efecto éstos frecuentan todavía en gran número la vieja casona del poder.

El dictador de Gabriel García Márquez es un personaje aparentemente sencillo, ajeno a la aparatosidad que caracteriza a tantos déspotas, una suerte de terrateniente que posee el país entero, incesantemente presente en la novela. Su muerte hacia al final del libro queda finalmente comprobada, cuando ya hemos pasado reseña a las numerosas y miserables «gestas» del mandatario. Una   —99→   realidad a la que le cuesta imponerse, puesto que en la forma mentis de la gente la idea de la inmortalidad del personaje se ha arraigado. Podía contar en efecto con una edad fabulosa, «una edad indefinida entre los 107 y los 232 años»170, aunque en realidad ya estaba en el poder antes de la conquista, si sus súbditos un día fueron a darle la noticia de la llegada de seres extrañamente ataviados y de habla rarísima, los españoles.

Una primera muerte había sido sólo una estratagema del taimado dictador, realizada acudiendo a un sosia, y le había servido para comprobar reacciones y castigarlas. Ahora el personaje, después de haber intentado vanamente escapar a la muerte, queda ajeno para siempre a la verdad de una vida que por fin con su desaparición vuelve a florecer en el país,

ajeno a los clamores de las muchedumbres frenéticas que se echaban a las calles cantando los himnos de júbilo de la noticia jubilosa de su muerte y ajeno para siempre jamás a las músicas de liberación y los cohetes de gozo y las campanas de gloria que anunciaron al mundo la buena nueva de que el tiempo incontable de la eternidad había por fin terminado.



En el reino del Patriarca la libertad llega con la muerte natural del decrépito dictador, no como una directa conquista de parte del pueblo, y cuando ya el déspota había llegado «a la ignominia de mandar sin poder, de ser exaltado sin gloria y de ser obedecido sin autoridad»171 ¿Cuál podría haber sido el modelo de García   —100→   Márquez para su personaje? De no haber muerto antes, el general Franco, que se «consumió» en el poder172.

Dentro de la dimensión temporal fabulosa, que se construye sobre múltiples elementos -mezcla de hechos reales, de nombres y épocas, de personajes, cometas y enfermedades bíblicas, desembarco de los marines, alusiones a vestimentas y medios de locomoción de épocas diversas, y la constante actualidad de la incredulidad acerca de la muerte real del tirano-, va caracterizándose en El otoño del Patriarca un individuo cruel, que ha logrado mantenerse en el poder no solamente acudiendo a la astucia y la violencia, sino por la pasividad de sus súbditos. Es éste el significado último de la novela, durísimo reproche contra la resignación.



  —101→  

ArribaAbajoOficio de difuntos: la dictadura del orden

Cuando ya la serie de novelas dedicadas al tema de la dictadura es imponente, el venezolano Arturo Uslar Pietri publica, en 1976, un texto de gran relieve, Oficio de difuntos, proponiendo a un personaje histórico de su país, por más que lo disfrace con el nombre de Peláez: Juan Vicente Gómez. En el texto la fantasía está al servicio de una fundamental denuncia de la situación nacional, como ya en libros anteriores, cuales Las lanzas coloradas (1931), El camino del Dorado (1948), Un retrato en la geografía (1962), Estación de máscaras (1964), reconstrucción siempre de figuras y momentos significativos de la historia patria, confirmando una larga tradición de la narrativa venezolana, inaugurada por Rufino Blanco Fombona y continuada por Pío Gil, José Rafael Pocaterra y más tarde por Miguel Otero Silva.

Un crítico ha afirmado que, al contrario de Rafael Pocaterra en sus Memorias de un venezolano de la decadencia, Uslar Pietri, «lejos de denunciar los horrores de la dictadura gomecista» recrea, a través de la personalidad y la psicología de Gómez, el vacío histórico de Venezuela en el largo período de su dominio absoluto, de 1909 a 1935173. Verdad parcial, se entiende, puesto que el autor cuando estudia a Juan Vicente Gómez denuncia implícitamente su sistema, la progresiva transformación del personaje en autócrata, que se identifica de manera inusual con el país, donde nada llega a moverse sin su voluntad. Y tanto es así que, en vísperas de su muerte, una muerte   —102→   que, absurdamente, muchos habían llegado a pensar imposible, tantos eran los años de su presencia en el poder, se difunde un pánico universal:

En los días anteriores a la muerte del presidente las ciudades comenzaron a quedarse vacías de noche. Aquello recordaba los tiempos de la peste. No se veía un alma por las calles oscuras. A ratos pasaba una patrulla de la policía montada y los cascos de las cabalgaduras resonaban ominosamente dentro de las casas. Sonaba el teléfono y todos se precipitaban en espera de alguna noticia terrible. Una señal de que la gran kermesse de muerte y destrucción había comenzado [...].174



Una paz de casi treinta años había sido la realización mayor de Gómez, impuesta al precio de castrar toda ambición de cambio, todo respiro de la nación. La gente, denuncia Uslar Pietri, se había acostumbrado a no pensar y había delegado en el general toda su voluntad, como ocurre en las dictaduras que parecen inacabables. Pero, con la muerte del general las cosas ciertamente cambiarían,

tenía que terminar aquel orden tan personal que él había impuesto, tan hecho a su imagen, tan vinculado a su carácter, a su vida, a su presencia física. Había un jefe y era únicamente aquel que ahora yacía muerto ante un país lleno de temores e impaciencias.175



Como si con el cuerpo del general hubiera de desaparecer el mundo sobre el cual había gobernado con mano de hierro, estableciendo entre sí y el país «una especie de   —103→   indisoluble amalgama de integración mágica»176, que paulatinamente le había transformado en una prolongación de su persona, en propiedad personal, que nadie podía atreverse a insidiar en su ordenado vivir, un orden fundado en la fuerza, la astucia, la desconfianza, la opresión más despiadada, que había llenado las cárceles u obligado al destierro a sus enemigos.

El narrador denuncia los delitos del hombre fuerte y presenta la muerte de Gómez como una liberación para todos, después del primer temor:

Lo que acababa de ocurrir era como abrir compuertas, como desatar sogas, como romper diques, para que todo lo represado se desbordara, para que todo lo contenido brotara, para que todo lo callado se convirtiera en grito, para que aquellos hombres refrenados que apenas se expresaban por miradas se soltaran en un tropel de asaltos y de alaridos para decir y hacer en una hora lo que habían estado esperando durante una vida de silenciosa opresión.177



El período de gobierno del general Juan Vicente Gómez es considerado un largo momento oscuro de la historia venezolana. Rufino Blanco Fombona, denunciador incansable de las fechorías del tirano desde el destierro, después de haber pasado por la cárcel más dura, lo define «expoliador y asesino de Venezuela»178. Desde el punto de vista económico, sin embargo, en los últimos años del «gomecismo» el país comienza su transformación, debido   —104→   al descubrimiento y la explotación del petróleo, y pasa de una economía exclusivamente agraria a ser fuente de abastecimiento para la industria extranjera, que pide cada vez más carburante. Pero en los numerosos años de la dictadura de Gómez, Venezuela se cierra progresivamente al exterior, parece hibernarse por constricción desde lo alto y encuentra orden y disciplina con menoscabo de la libertad. El país se transforma en una inmensa hacienda que el general gobierna con puño de hierro, decidido a preservarla de la anarquía y de cualquier tentación de hacerse con ella de parte de los muchos militares y politiqueros a quienes desprecia profundamente. Asombra que tanto poder haya podido ser ejercitado durante tantos años por una sola persona, un individuo del cual Uslar Pietri subraya en la hora de su muerte la miseria: un pobre cuerpo ahora vaciado de toda importancia. Con particular eficacia el narrador insiste en el contraste entre el abandono de la muerte y el vigor del que en vida hizo gala el difunto:

Estaba muerto el general. Había cerrado los ojos oscuros y penetrantes, la atezada cara había empalidecido, el bigote gris había blanqueado, el cuerpo se había ido vaciando de materia como un saco de arena roto. Los que lo habían visto en su larga agonía decían que parecía otro. Más pequeño, más delgado, casi frágil. Todo el imponente aspecto de fuerza había desaparecido, todo el imperio de la mirada y de los gestos se había ido borrando hasta convertiré en una débil y esfumada semblanza de lo que había sido.179



  —105→  

Arturo Uslar Pietri no deja tampoco de subrayar las responsabilidades de la masa popular, además de las de la élite política nacional, responsables del triunfo y del perdurar del tirano. A hacerse con el poder, aprovechando la ausencia del anterior caudillo, el general Cipriano Castro, corrupto, mujeriego y desconfiado, le incitan a Gómez una serie de políticos ambiciosos que creen poder dominarle, antiguos enemigos derrotados, viejos adversarios sin ideas ni energía, a quienes el general se impone fácilmente desde el comienzo. Será un juego continuo del gato y el ratón hasta que, por fin, Gómez llegará a gobernar incontrastado, fundamentando su poder en un ejército moderno y fiel, al que ama y cuida y sobre cuyos miembros acaba por ejercitar una efectiva fascinación. Llevados de victoria en victoria, los soldados y los oficiales lo siguen donde él quiere.

No dejará el caudillo de representar la comedia de una aparente democracia, el respeto a la Constitución; varias veces se aleja del gobierno directo de la nación, nombrando sustitutos de ningún relieve o gente de su confianza, pero conservando siempre sólidamente en sus manos el mando del ejército y, por consiguiente, decidiéndolo todo desde su retiro agreste. El narrador le hace autor de una afirmación cínica:

A mí no me importa la presidencia para recibir diplomáticos y asistir a recepciones y ponerme levita prestada. A mí lo que me interesa es el mando y ese lo tengo aquí con el ejército.180



En una de sus última investiduras, llamado como salvador de la patria por sus partidarios políticos y por el   —106→   pueblo entusiasmado, el general, a quien le gustaba afirmar que estaba allí sólo para poner orden, es aclamado en el Senado, vitoreado por las calles, llevado en triunfo: «Al salir, la masa humana rompió las filas y el presidente siguió por la calle, a pie, en medio de aquella apretura viviente. Alzaban voces y manos abiertas»181. La comedia, sin embargo, va mucho más allá de lo planeado y no es difícil aceptar que el mismo dictador se sintiera llevado a su alto cargo legítimamente: «Este es el pueblo trabajador que me aprecia»182, pensaba, olvidando a los muchos opositores, a varios de los cuales mantenía encerrados desde hacía años en cárceles espantosas. Se trataba de enemigos de la patria y estimaba justo que sufrieran la pena más dura por sus crímenes.

El dictador que nos presenta Uslar Pietri a través de la figura del general Peláez, es muy especial. Ante todo se trata de un caudillo, no de un político; nadie puede poner en duda su amor hacia el país, su pasión por la tierra, que va comprando hasta los últimos días de su vida, como buen campesino que era antes de meterse primero a guerrillero, luego a soldado y, en fin, a presidente. Su vida personal no se parece en nada a la de muchos mandatarios corruptos, dedicados a un ejercicio egoísta del poder. Ni es un mujeriego: dos solas mujeres, con sus relativos hijos, tienen sitio en su corazón, sin que se case con ninguna. El ejercicio del poder lo entiende dirigido a la defensa de una construcción política de orden, que estima positiva para el país, y siempre se mantiene alerta para conservarlo. Peláez-Gómez sabe muy bien que «el mando   —107→   no se puede dejar ni un momento»183. Pero también sabe que el mando no es eterno.

Al hombre que ha llegado a ser todopoderoso le acecha el desgaste inevitable de la edad, y la muerte poco a poco avanza. Y antes un destino triste de soledad, producto de la desconfianza en los hombres, de la continua sospecha, a menudo justificada, pero que en sí, más que seguridad, procura tormento. Además los lutos, que una larga vida fatalmente contempla: la muerte de amigos y familiares, la de un hijo, en el cual el general había puesto todas sus esperanzas.

La soledad vuelve triste la vida del poderoso, mientras van desfalleciendo progresivamente sus energías, avanzan los achaques de la vejez; es cuando debe imponerse a sí mismo, a la modorra que lo invade, luchando contra los vacíos de la memoria, la pérdida de la vista, las dificultades de un organismo que funciona cada vez menos, acudiendo a un activismo voluntarioso que lo destruye, para impedir que amigos y enemigos a los que desprecia y que están acechando su próximo fin se den cuenta de su debilidad.

Debido a estos motivos, poco a poco, hacia el final de la novela, dentro de un clima que parece casi justificar las equivocaciones del hombre que se sintió salvador de la patria, la atmósfera cobra un matiz intensamente triste. Ahora el general se nos presenta agarrado con obstinación a su poder no para ejercitarlo de manera egoísta, sino en función de una misión preservadora, la de salvar al país del caos, sin haber sabido interpretar las instancias de libertad de su pueblo.

  —108→  

Sobre el personaje el avanzar de la edad y el debilitamiento físico -insistente memento que no sabe entender-, proyectan una nota patética, y sobre todo impresiona ese espasmódico aferrarse al poder, a su tierra, al ejército, cuyo mando tiene finalmente que dejar a uno de sus oficiales más jóvenes, aparentemente fiel y sumiso, de quien no obstante profundamente desconfía.

La sospecha destruye al general; son días y meses amargos en los que el temor a ser destituido se une a las señales trágicas de su agotamiento: «Dio un traspiés al levantarse del sillón. ¿Lo habrían visto?»184. Hasta que por fin llega el momento de su agonía, cuando todo en torno es expectación y temor:

No sólo en la alcoba del enfermo, sino en el país entero el tiempo pareció hacerse más lento y casi detenerse. Era como una larga víspera desesperadamente tarda».185



Vanidad de vanidades, la muerte como medida última, culminación trágica del gran carnaval que fue la trayectoria política del dictador, el cual ahora, con la vida, lo pierde todo.

Con gran habilidad Uslar Pietri conecta los últimos momentos del general con el comienzo de la novela, donde daba el anuncio trepidante de su muerte, que acababa de ocurrir. La parte central del libro narra la historia del ascenso de Peláez-Gómez, hasta el momento de su defunción. La nota humana, la compasión que parece notarse en las últimas páginas, no desvirtúa la denuncia, la condena de un sistema personalista de gobierno que esclaviza a la nación y cuyo artífice está condenado en vida a estar solo.



  —109→  

ArribaAbajoDe El palo ensebado a La novela de Perón: perversión y desilusión del mando

El tema de la dictadura no se agota en la narrativa latinoamericana. En 1975 aparece en castellano la primera edición de una novela del conocido poeta y narrador haitiano René Depestre, El palo ensebado186, y es justificado tratar aquí del libro, puesto que se trata de un mundo, el caribeño, tan presente siempre, como se ha visto, en la novela de la dictadura.

La situación de Haiti bajo la larga tiranía de «Papa Doc» es bien conocida; su camarilla y su hijo intentaron prolongarla después de su muerte, aunque por fin el personaje fue derrocado y tuvo que exiliarse. Depestre ha sido desde siempre un adversario de la dictadura y ha combatido la de su país también a través de la creación literaria, de la que es muestra relevante la novela mencionada, que publica durante su destierro en Cuba. Se trata de una suerte de narración fantástica en la que se describe la situación haitiana en los últimos tiempos del dominio de Papa Doc. Las aberraciones de la dictadura se reflejan en todas partes en el país, sobre todo en la capital, dominada por los «léopard» y los «ton-ton-macutes», profesionales del crimen al servicio del dictador.

En la novela Papa Doc es presentado como una mezcla de brujo, adicto al vudú, y de seudocientífico loco, un maniático imitador, en pequeño, de Hitler. El personaje   —110→   aparece directamente en escena en ocasión de un grotesco conjuro en palacio, destinado a un temible adversario político, ex senador de la oposición, Henri Postel, que ha logrado escapar a la zombificación y en el día simbólico de la subida al «palo ensebado» lo desafía abiertamente.

Novela ciertamente compleja y disforme, en la que el autor persigue un difícil equilibrio entre denuncia y folklore animista, típico de Haití. De cualquier modo, Depestre logra representar eficazmente a un país duramente tiranizado por una dictadura criminal. Los personajes negativos son mascarones grotescos; los positivos, al contrario, presentan una gran dimensión interior, como el viejo zapatero Maestro Horace, la «loa» Sor Cisá, la espléndida Elisa, frente a cuya belleza «parecía que el quinqué también tuviera el aliento cortado, pues se veía claramente el movimiento de la mecha»187. La nota erótica no falta nunca en la narrativa de este extraordinario artista, que ha dado ejemplos insuperables en sus poemas reunidos en Poète a Cuba (1976) y en cuentos como los que recoge en Alléluya pour une femme-jardin (1973).

El final de El palo ensebado es trágico: Henri Postel logra subir al palo, gana la competición y desde lo alto dispara contra los representantes del gobierno reunidos en apósita tribuna, aunque no logra matar al presidente. Los guardias disparan contra él y le matan. A pesar de todo ha llegado la última hora también para el presidente: un «tardío infarto» lo elimina, como ocurrió realmente.

  —111→  

En su novela Depestre acude al elemento grotesco para destruir al «Gran Electrificador de Almas», Papa Doc. Para lograr su objetivo se vale de elementos diversos, entre ellos la imitación estilística de la prensa del régimen, de la que reproduce artículos y expresiones de delirante propaganda gubernativa.

El escritor revela un gran amor por su país, que se refleja también en la nostalgia con que, describiendo los alrededores de Port-au-Prince, evoca el encanto de un paisaje que ya no existe:

Recordó la frescura de la vegetación que lo acompañaba antes hasta Fourmy. Entonces los únicos claros eran los de las fincas, las casas, los cercados y los campos recién roturados. Ahora las laderas desnudas ofrecían a la vista sus flancos de huesos prominentes, blanqueados por el viento y las tormentas. La erosión y la tala son para nuestras montañas lo que la zombificación para los seres vivos.188



Antes todo era distinto. El recuerdo va a un pasado perdido, a una especie de paraíso que ya sólo existe dentro de uno. Depestre lo evoca a través de sus protagonistas con tierna nostalgia, y es un paisaje del alma:

Port-au-Prince llevaba hasta ellos su confiada intimidad: la infancia, la escuela, la intensa vida de familia, el calor de las relaciones sociales en las fiestas y los bailes del barrio, el amor y la muerte inscritos en las paredes cansadas de la ciudad, en sus árboles y en la vieja madera de sus casas. Port-au-Prince extendía sus techos lustrosos de tejas ondeadas, sus áreas verdes, el desorden de sus miles de construcciones demolidas y bamboleantes, sus calles hormigueantes,   —112→   su puerto sembrado de chimeneas y, sobre todo, las velas, una ciudad ardiente ya de moscas y abyección, pálida de polvo y de ignominia.

Pero en aquel tiempo todavía se podía contemplarla, desde las alturas de Fourmy, sin sentir náuseas ni contracciones en los músculos del estómago y la garganta. Un día transparente de julio o de cualquier otro mes, en la reverberación del calor, uno podía atraer hacia sí Port-au-Prince e interrogar las pesadillas y los mitos que la historia neocolonial había grabado en su madera y sus piedras. Como no era todavía una ciudad muda y postrada de terror zacariano189, mostraba con gusto sus más secretas mitologías. Su vieja tristeza negra les respondía y les dejaba escoger entre los recuerdos, y si a uno se le antojaba, podía envolverse tiernamente en las frescas sábanas de la infancia.190



El panorama actual es de miseria y abandono, resultado del malgobierno y de la injustificada explotación por parte del poder y sus aliados. Es lo que el escritor le reprocha al dictador:

Ahí tienes tu ciudad: mira sus pobres luces engañosas, las calles llenas de baches, podridas, en las que cada metro de asfalto reblandecido es una mentira y un crimen. Ahí tienes tu ciudad apestada, en la que todo es viejo, rastrero, leproso, onedozacariano, la capital neonazi de tu patria.191



El 12 de octubre de 1977, «Día de la Hispanidad», el nicaragüense Pedro Joaquín Chamorro recibe el premio del Instituto Guatemalteco de Cultura Hispánica por un   —113→   libro de Cuentos, que incluye la narración titulada Tolentino Camacho, sobre el tema de la dictadura en Nicaragua, y el 11 de enero del año siguiente los medios de información anunciaban que el escritor, director de «La Prensa» de Managua, había sido asesinado. Fue el estallido de la rebelión popular que derrocó al dictador Tacho Somoza.

Tolentino Camacho es la radiografía de una nación que se presenta como una gran provincia de gente indefensa en manos del dictador, un mundo increíblemente atrasado hasta en lo que concierne las relaciones entre los dos sexos. El autor muestra una sola preocupación: la de representar la realidad de su país, prisionero de la violencia material y moral de la dictadura, que se manifiesta en la acción de los soldados, duramente ridiculizados por la grosería de su eficiencia, denunciados por su índole salvaje a través de la historia del protagonista, un pobre maestro víctima de una broma del dictador, que lo propone como candidato a la presidencia y que a un cierto punto se lo cree realmente.

Cuando el presidente «vitalicio», el viejo Somoza, se da cuenta de que el hombre tiene un gran éxito popular, se alarma y decide eliminarlo. Lo hacen de la manera acostumbrada sus hombres con una violencia gratuita. La escena es significativa; los soldados se dirigen rudamente al pobre hombre:

«Con que vos sos el doctorcito que quiere ser Presidente, ¡ah hijueputá!» - le gritó a Tolentino el guardia, mientras lo agarraban entre varios y el gritón lo primero que hizo fue quitarle los anteojos, y quedarlo viendo, viendo a Tolentino que sin anteojos no veía nada y solamente hacía gestos con las manos, como deslumbrado, y después el guardia haciéndose el educado, el suave, hasta se agachó para poner los anteojos en el suelo y al momento de gritarle   —114→   otra vez «... yo te voy a enseñar hijueputá...» puso la bota encima de los lentes y los aplastó como quien destripa una cucaracha. Cras cras hicieron los anteojos comprados con el precio de la mitad del sueldo mensual de Tolentino, y quedaron en la acera los pedazos de vidrio y el marco de carey, como un cangrejo despatarrado.192



Llevado a la cárcel, Tolentino Camacho recobrará la libertad previa renuncia escrita a toda actividad política y será gratificado con mínimas ventajas materiales: fondos para una revista cultural y un aumento de sueldo. Vuelve así la tranquilidad para el presidente, al que el escritor presenta como un grueso señor entre el latifundista y el cow-boy:

En ese momento pasó el hombre. El señor Presidente, o el Jefe como le decían indistintamente. Iba montado en un caballo blanco, gran barriga sobre montura tejana, arneses de plata, sombrero Stetson, camisa roja, pañuelo anudado al cuello, con un anillo de diamantes que emitía reflejos visibles desde muy lejos. Al cinto llevaba una pistola 45 en cartuchera norteamericana; piel blanca, ojos vivos e inquietos, botas altas, pantalón beige y un fuete en la mano. Lo rodeaba su gran caravana, guardias armados de ametralladoras, soldados de fusil, cantimplora y sombrero verde, además de ministros, unos de saco y otros disfrazados como los cowboys de las películas de balazos.193



La figura del presidente corresponde a la de un criminal, que mantiene esclavo a todo un pueblo al que considera su propiedad.

  —115→  

En 1989 Gabriel García Márquez publica la novela El general en su laberinto194, volviendo nuevamente al tema, si no propiamente de la dictadura, sí del poder, tratando de una figura mítico-sagrada de la historia americana: Simón Bolívar, el Libertador.

Acaso sea demasiado atrevido interpretar la novela del escritor colombiano como un aporte al tema de la dictadura, ya que tiene como protagonista a un personaje de tal categoría y de tanta complejidad. Recuerda, sin embargo, Juan Calviño que para contrarrestar el proliferar de «banderías», de caudillos y «pequeños tiranos de todas las razas y colores», el Libertador escribía al general Santander que «solamente un hábil despotismo» hubiera podido gobernar América195. Por eso, según el crítico, Bolívar fue «quizá el primer autócrata ilustrado»196. En el Congreso General de Colombia reunido en la Villa del Rosario de Cúcuta, Bolívar había advertido: «Un hombre como yo es un ciudadano peligroso en un gobierno popular; es una amenaza inmediata a la soberanía nacional»197.

  —116→  

Lo que domina en El general en su laberinto es el tema del poder, problema que atormenta a Bolívar en sus años últimos, cuando, después de haberlo ejercitado tanto con absoluto vigor, ha decidido improvisamente dejarlo, hastiado por las innumerables intrigas de sus muchos enemigos y hasta amigos, ofendido por la ingratitud y las tentativas mezquinas de oponerse a su autoridad. Su proyecto político se había venido abajo, alcanzada la independencia, debido a las ambiciones particulares y al surgir de un litigioso nacionalismo. Desilusionado y enfermo, Simón Bolívar debía transcurrir sus últimos días en la más profunda amargura y la indecisión propia del hombre herido, que se siente traicionado.

La novela, cuando apareció, fue celebrada por unos y duramente criticada por otros, sobre todo en Colombia, donde se vio en el libro una intención insultante hacia el héroe de la independencia -por otra parte nunca amado-, pero sobre todo por los ataques, las denuncias, que el escritor hacía contra determinados personajes, cuyos descendientes todavía constituyen una suerte de aristocracia en el país. Más o menos lo mismo ocurrió en Venezuela, donde se gritó al escándalo, casi al sacrilegio contra la figura del procer, del padre de la patria, una patria que siempre se le mostró adversa y desagradecida, y que llegó hasta a impedirle hacia el final de su vida la entrada dentro de sus confines.

La intención de García Márquez en su novela no es la de empobrecer al mítico personaje, sino la de llevarlo a una estatura más humana, sacándolo del estancado mito de padre de la patria, y por eso le quita las botas y le pone en pantuflas al fin de destacar mejor el drama de su existencia, cuando le acosan la envidia y las traiciones, las mezquindades de personajes ambiciosos, que con   —117→   la astucia y a veces con el delito -ejemplar resulta el asesinato del mariscal Sucre-, van comprometiendo la grandiosa utopía bolivariana.

De la figura del Libertador ya habían tratado otros narradores contemporáneos. Una novela interesante le dedicó el ecuatoriano Demetrio Aguilera Malta, La caballeresa del sol (1964), inaugurando la serie de sus «Episodios Americanos». No se trata de una novela propiamente histórica y el personaje principal es en realidad la amante de Bolívar, Manuela Sáenz, mujer que le fue fiel en la desventura y siguió defendiéndole desde Santa Fe de Bogotá con absoluta dedicación, indiferente a las muchas traiciones sentimentales de un hombre a quien siguió amando hasta en la lejanía más amarga. Manuela vuelve a aparecer en El general en su laberinto, pero permanece en el telón de fondo de la novela, y el héroe del libro es Bolívar.

El narrador va tratando a su personaje sin miramientos, acentuando las notas corrientes de la decepción, que ya gobierna el destino del caudillo cansado. La desilusión acerca de los hombres se une a la sensación de desamparo que procede de la pérdida del poder. La enfermedad, los achaques de la decadencia física no hacen más que acentuar la «humanidad» de un ser ya excepcional, personaje que, a pesar de todo, sigue conservando en sí algo que lo distingue de los demás: el halo propio de los hombres capaces de grandes designios y dueños de una fuerza interior extraordinaria, que al final se niegan a emplear. Bolívar, en efecto, se rinde cuando todavía hubiera podido imponerse a sus enemigos, consciente de un privilegio que se le ha agotado en el momento mismo en que rechazó el mando.

Si alrededor del Libertador cierran filas los últimos soldados y oficiales fieles, si alguna tentativa para volver   —118→   a dominar el curso de los acontecimientos se manifiesta en la vuelta extrema a la guerra, el clima es el de la irrepetibilidad de la historia. La exaltante aventura de la independencia ha terminado para siempre; el milagro no se repite, puesto que en Bolívar ya no existe una voluntad real para dominar los acontecimientos, íntimamente convencido de que todo es inútil. La historia se ha consumado y no existe futuro.

Cuando emprende su marcha hacia el destierro, hacia Cartagena de Indias, a orillas del mar Caribe, donde tendría que embarcarse rumbo a Europa -viaje que la muerte le impedirá realizar-, las tropas del gobierno colombiano, temeroso siempre de las reacciones todavía posibles del general, siguen desde lejos vigilando a los soldados fieles que le acompañan: un ejército desorientado, impotente, debido a las dudas interiores de su jefe.

Nada ocurre en el largo y lento trayecto, que en parte ve repetirse pálidamente los entusiasmos populares de un tiempo198, hasta el final, cuando Bolívar, en un impulso   —119→   extremo, momentáneo, decide volver al combate. Pero ya no es el caudillo de antes; le falta la fe en sí mismo, el convencimiento de que puede modificar la situación volviendo a ser el personaje de un tiempo, puesto que ya se siente interiormente destruido. Su campaña no alcanza, por consiguiente, éxitos significativos.

Hacia el final de la novela el narrador presenta al Libertador en sus días últimos, consciente plenamente, sobre todo después del asesinato del gran mariscal Sucre, de que «la loca carrera entre sus males y sus sueños llegaba en aquel instante a su meta final»199. En la casona que un supérstite admirador le ha favorecido lo rodean los pocos objetos de su miseria: la última cama prestada, la toleta miserable «cuyo turbio espejo de paciencia no lo volvería a repetir», el aguamanil de porcelana «descarchada», con el agua y el jabón que ya servirían para otras manos, «la prisa sin corazón del reloj octogonal desbocado hacia la cita ineluctable del 17 de diciembre a la una y siete minutos de su tarde final»200. Un destino definitivamente marcado, que todos los objetos y la hora anuncian.

Gabriel García Márquez ama particularmente, según es dado observar a lo largo de toda su obra, a personajes en el ocaso de su vida, más humanos en su decadencia física. Los espectáculos del abandono, de la desilusión, de la soledad, ejercen sobre el escritor una atracción intensa: lo atestiguan numerosos protagonistas de sus novelas, como el viejo militar de El coronel no tiene quien le   —120→   escriba, los persistentes amantes de El amor en tiempos del cólera, figuras inolvidables de Cien años de soledad como el coronel Aureliano Buendía y la misma Úrsula, el protagonista de El otoño del Patriarca.

Por lo que atañe a Bolívar, el narrador destruye un mito áulico para construir otro mito más convincente para las nuevas generaciones: el del hombre Bolívar, el del personaje siempre excepcional, pero «humano», a quien estudia en el territorio amargo de su desventura, víctima de la maldad de los hombres. El lector participa intensamente de la condición del héroe caído, sobre el cual la sugestión de la historia sigue proyectándose y compara la distancia cruel entre la gloria pasada y la miseria del presente. El personaje vuelve así a cobrar una dimensión extraordinaria, metido hábilmente en un escenario que no deja de emocionar al lector:

Entonces cruzó los brazos contra el pecho y empezó a oír las voces radiantes de los esclavos cantando la salve de las seis en los trapiches, y vio por la ventana el diamante de Venus en el cielo que se iba para siempre, las nieves eternas, la enredadera nueva cuyas campánulas amarillas no vería florecer el sábado siguiente en la casa cerrada por el duelo, los últimos fulgores de la vida que nunca más, por los siglos de los siglos, volvería a repetirse.201



Confiesa García Márquez que la primera inspiración para El general en su laberinto la encontró en un cuento de su amigo Álvaro Mutis, El último rostro202. El relato de Mutis fue recogido en el tomo de narraciones titulado La   —121→   muerte del estratega203 y está centrado en los día finales del Libertador, refugiado en el retiro de Pie de la Popa.

Hay quien ha querido rebajar casi a falta de originalidad la novela de Gabriel García Márquez, precisamente por haberse inspirado en el cuento de su amigo. Juicio injustificado, puesto que a ambos escritores los mueve, es cierto, una misma emoción frente a la muerte del héroe, pero el desarrollo es totalmente distinto, visible en la estructura y naturalmente en la extensión diferente de las dos obras. Mutis construye su relato como «fragmento» de un manuscrito, unas cuantas páginas del diario de un coronel polaco, Miecislaw Napierski, quien después de haber prestado servicio en el ejército napoleónico, a la caída del Emperador se fue a América para alistarse en el ejército de Bolívar y cuando llegó todo había terminado; tuvo, sin embargo, el privilegio de conocer al Libertador. El militar relata sus impresiones y el contenido de sus coloquios con el héroe en un manuscrito que el narrador colombiano afirma haber adquirido en una subasta londinense, «pocos años después de terminada la segunda guerra mundial»204.

El personaje Bolívar impresionó al coronel polaco, no solamente porque le recordaba «el rostro de César en el busto del Museo Vaticano», sino por una «expresión de atónita amargura»205. Mutis nos presenta el refugio último   —122→   del héroe, un ambiente de extrema sobriedad, cuando no de pobreza, que también García Márquez hace propio:

Mi primera impresión -escribe el coronel Napierski- fue de sorpresa al encontrarme en una amplia habitación vacía, con alto techo artesonado, un catre de campaña al fondo, contra un rincón, y una mesa de noche llena de libros y papeles. De nuevo las paredes vacías llenas de churretones causados por la humedad. Una ausencia total de muebles y adornos. Únicamente una silla de alto respaldo, desfondada y descolorida, miraba hacia un patio interior sembrado de naranjos en flor, cuyo suave aroma se mezclaba con el de agua de colonia que predominaba en el ambiente.206



La habitación descrita por García Márquez en El general en su laberinto es todavía menos confortable: falta la mesa llena de libros y papeles, que en el relato de Álvaro Mutis todavía atestigua una actividad intelectual, el interés hacia las cosas del mundo por parte del Libertador; y también falta ese espacio abierto al patio «con naranjos en flor», sustituido por una ventana, que significa solamente la posibilidad de un respiro y una mirada precaria desde un ambiente cerrado, que más bien se parece a una cárcel; igualmente falta ese insistente olor a agua de colonia, que indica un último cuidado para la persona.

Lo que sí coincide casi exactamente en las dos obras narrativas es el clima de desaliento y amargura en el que vive el personaje, aunque Mutis, con su sinteticidad, logra matices originalmente profundos, visibles en la pena del hombre de armas por muerte tan mezquina como la que se debe a la enfermedad, la conciencia de la inutilidad de toda   —123→   una obra «por un país -afirma- que ni me quiere ni piensa que le haya yo servido en cosa que valga la pena»207.

La desilusión del Libertador envuelve a todos los hombres en general. Una frase significativa lo revela, cuando le declara a Napierzki: «Toda relación con los hombres deja un germen funesto de desorden que nos acerca a la muerte»208. Y la muerte es ese «último rostro», título que Álvaro Mutis da a su relato, sacándolo, según dice, de un manuscrito anónimo del siglo XI, de la Biblioteca del Monasterio del Monte Athos. Rostro último con el cual el Libertador debía de tener familiaridad desde siempre, según estima el coronel:

Una vieja familiaridad con la muerte se me hace evidente en este hombre que, desde joven, debe venir interrogándose sobre su fin en el silencio de su alma de huérfano solitario.209



Extraño dictador, por supuesto, Bolívar; más bien personaje ejemplar que interpreta la desesperanza americana hacia el futuro cuando en el relato de Mutis así se expresa:

- Aquí se frustra toda empresa humana -comentó-. El desorden vertiginoso del paisaje, los ríos inmensos, el caos de los elementos, la vastedad de las selvas, el clima implacable, trabajan la voluntad y minan las razones profundas, esenciales, para vivir, que heredamos de ustedes. Esas razones nos impulsan todavía, pero en el camino nos perdemos en la lucha retórica y en la sanguinaria violencia que todo lo arrasa. Queda una conciencia de lo que debimos hacer y no hicimos y que sigue trabajando allá adentro, haciéndonos   —124→   inconformes, astutos, frustrados, ruidosos, inconstantes. Los que hemos enterrado en estos montes lo mejor de nuestras vidas, conocemos demasiado bien los extremos a que conduce esta inconformidad estéril y retorcida.210



La figura de Bolívar en el relato de Mutis queda todavía cerca de la iconografía oficial, mientras que el personaje en la novela de García Márquez se aureola exclusivamente de humanidad.

En el mismo año en que aparece El general en su laberinto de García Márquez el narrador argentino Tomás Eloy Martínez publica La novela de Perón211, dedicada al momento en que el viejo general deja su exilio en Madrid para regresar a la Argentina, llamado por sus partidarios y la masa popular ante el fracaso de los gobiernos militares. Pero los años no han pasado sin dejar huella. El antiguo caudillo es un hombre cansado y enfermizo, en las manos del histriónico López Rega, conjurado con su segunda mujer, Isabelita, destinada a suceder por breve tiempo a su marido en la jefatura del estado después de su improvisa muerte, hasta que nuevamente los militares intervienen para derrocarla y la meten presa.

En esta novela, que reconstruye el proceso de conquista del poder de parte del joven Perón, fundándose en una suerte de autobiografía en progreso, en la que intervienen sea López Rega que el viejo general, éste es un hombre que conserva todavía la conciencia de lo que significa el poder y de su prestigio personal. En realidad   —125→   es un hombre perdido, que desconfía en el proyecto en que le han metido, aunque le atrae, como siempre, el mando. Emprende entonces su viaje hacia un destino que borrosamente percibe lleno de incógnitas:

Una vez más el General Juan Perón soñó que caminaba hasta la entrada del Polo Sur y que una jauría de mujeres no lo dejaba pasar. Cuando despertó, tuvo la sensación de no estar en ningún tiempo. Sabía que era el 20 de junio de 1973, pero eso nada significaba. Volaba en un avión que había despegado de Madrid al amanecer del día más largo del año, e iba rumbo a la noche del día más corto, en Buenos Aires. El horóscopo le vaticinaba una adversidad desconocida. ¿De cuál podría tratarse, si ya la única que le faltaba vivir era la deseada adversidad de la muerte?212



El antiguo jefe se dirige a realizar su confuso sueño, dominado por presentimientos negativos, mientras un significativo malestar físico lo domina:

En aquellos días de marzo lo acometió el presentimiento de que no debía irse. Cada vez que pensaba en Buenos Aires, el centro de gravedad se le desplazaba del hígado a los riñones y lo punzaba por dentro. El General decía que esas eran malas espinas anticipando la desgracia, y que la única manera de conjurarlas era ver una película de John Wayne por televisión: el polvo de los westerns adonde no podían llegar las humedades de Buenos Aires. Las manos se le quedaban enredadas entre las toallas y los manteles, y cuando hasta la lencería fue embalada para el viaje, el cuerpo siguió aferrándose a las aureolas que los objetos dejaban por todas partes.213



  —126→  

Intención del escritor, según parece, es la de mostrar la locura de un pueblo desorientado, de una gran nación que ha venido a menos, que ha perdido su rumbo y espera imposibles milagros, mientras se está fraguando una nueva tragedia. Al mismo tiempo pone de relieve el fanatismo que rodea la discutible figura, cuya desaparición improvisa es como la señal de una próxima catástrofe universal. Lo que explica el culto abnorme hacia su cadáver y la valoración hiperbólica del personaje:

El ataúd del Grande Hombre estaba ya en el Salón Azul del Congreso. Un diputado propuso que lo dejaran sin término sobre el estrado de la cámara de sesiones, para que su inmortalidad inspirase las leyes y decretos del futuro.214





  —127→  

ArribaAbajoGalíndez: el poder como ejercicio criminal

Con Galíndez, del conocido novelista catalán Manuel Vázquez Montalbán, creador de una afortunada figura de comisario, Pepe Carvalho, y de una larga serie de novelas policíacas de las cuales este personaje es protagonista215, el tema de la dictadura en Latinoamérica vuelve a ser tratado en la narrativa española. La novela, dedicada al personaje Galíndez, aparece en 1990216 y es una de las obras de mayor relieve de este escritor, antes de que publique la pseudo autobiografía de Franco, en 1993217.

Legítimo, por contraste, es el parangón con Tirano Banderas. La novela de Vázquez Montalbán no es, como en el caso del libro de Valle-Inclán, o de las dos novelas de Francisco Ayala, fruto de pura invención ambientada en tierras americanas, sino que asume como sujeto descubierto una serie de acontecimientos y de personajes reales, para denunciar un sistema criminal: el de un tirano bien identificado, Rafael Leónidas Trujillo, dueño absoluto durante una treintena de años de la República Dominicana.

La legitimidad de la comparación entre Galíndez y Tirano Banderas se justifica más todavía si atendemos a su estructura: tradicional en la novela de Valle-Inclán; completamente nueva en Galíndez, narración que inicia en la   —128→   época actual, presenta interpolaciones de historias diversas, la conmixtión de desarrollos fatales por obra de la misma mano criminal, un lenguaje no construido artificialmente sino legítima y sabrosamente caribeño cuando los protagonistas son dominicanos.

La denuncia, en todas las novelas examinadas, presenta al tirano como protagonista directo de la escena o actuando en la sombra; en la novela de Vázquez Montalbán, en cambio, los protagonistas son varios y están situados en tiempos distintos: la estudiante estadounidense Muriel Colbert, que para su tesis, La ética de la resistencia, investiga el misterio de la desaparición del profesor y hombre político vasco Jesús Galíndez, éste, el dictador, el mundo político estadounidense y de sus servicios secretos, en la época anterior y sucesiva a la segunda Guerra Mundial, cuando apoyaba abiertamente las dictaduras, primero en función anticomunista y para una más tranquila explotación económica de los países caribeños y centroamericanos.

No sin razón escribe un experimentado embajador italiano en América latina, Ludovico Incisa di Camerana, que Somoza y Trujillo, más que procónsules de los Estados Unidos, fueron su «mayordomo», según la expresión local, y añade:

Quando qualcuno muoverà obiezioni all'appoggio da lui accordato a simili figuri, il presidente Franklin Delano Roosevelt, il campione della democrazia occidentale, riferendosi all'uno o all'altro, risponderà: «Figlio di puttana certamente, ma è il nostro figlio di puttana».218



  —129→  

Pero, ¿quién era Galíndez? Un republicano de familia vasca, profesor de derecho, que había seguido en el destierro a Francia el gobierno nacional y luego se había refugiado en la República Dominicana, donde desarrolló su actividad docente y donde por cierto tiempo estuvo también al servicio del gobierno local. Su permanencia en la isla duró unos seis años y luego Galíndez se trasladó a los Estados Unidos, donde fue profesor en la Columbia University, mientras representaba al gobierno de Euzkadi, entonces en París, como observador permanente en las Naciones Unidas. Autor de varios ensayos, colaborador político de periódicos y revistas, últimamente había terminado una tesis de doctorado sobre La era de Trujillo, donde denunciaba, con abundante documentación y conocimiento directo de los hechos, la actuación criminal del dictador, un sinnúmero de casos que revelaban su directa participación en crímenes contra las personas, la reducción a esclavitud de un pueblo, la rapiña elevada a sistema, una serie sorprendente de «suicidios» y desapariciones de opositores y enemigos o de personas no gratas219.

La reacción del dictador, después de haber intentado inútilmente impedir, acudiendo a la corrupción y las amenazas, la publicación de la tesis, fue la de ordenar el rapto del escritor en Nueva York y llevarlo a Ciudad Trujillo, desde donde fue trasladado a un calabozo de su hacienda, sometido a tormento y al final degollado. Galíndez había nacido en Madrid el 12 de octubre de 1915,   —130→   fue secuestrado el 12 de marzo de 1956, «y nunca más se volvió a saber de él»220.

Después de la muerte de Trujillo, asesinado el 30 de mayo de 1961221, varias fueron las reconstrucciones de la vida y la muerte del desdichado profesor vasco. Alberto Elósegui Amundarain, otro republicano, refugiado en Venezuela, el cual conoció íntimamente a la víctima, presenta en su libro, El verdadero Galíndez222, una reconstrucción exhaustiva de los acontecimientos, en la que denuncia la inexplicable pasividad de la policía estadounidense y del FBI, la difusión artera de noticias infamantes acerca de la conducta moral del asesinado223 y quiénes fueron sus asesinos. Por contra Elósegui Amundarain exalta la conducta honrada y valiente del senador de Estados Unidos Porter, el cual no se cansó nunca de denunciar el crimen, y reconstruye los momentos finales probables, denunciando a los responsables, que estaban al servicio de Trujillo.

Un verdadero asesino, éste, hombre sin escrúpulos y enfermo de megalomanía, insensible al ridículo, como toda su familia; entre sus parientes había repartido todos los   —131→   cargos y no dudaba en castigar duramente a sus miembros si caían en desgracia, mientras adoraba a su presunto hijo primogénito, Ramfis, al que había nombrado coronel a los cuatro años y que siguió ascendiendo, hasta hacerlo jefe de todas las Fuerzas Armadas, enriqueciéndolo continuamente: un personaje igual a su dudoso padre por crueldad y maldad, visible en las venganzas contra sus enemigos y sus familiares, a quienes exterminó.

Vázquez Montalbán trata la complicada materia, que mantiene todavía gran parte de su misterio, no a la manera acostumbrada de la novela policíaca, aunque queda el suspenso del fin de Galíndez, sino con directa participación. Domina la sincera valoración no sólo de la víctima, sino de la nación vasca en su entereza y a través de su espíritu, como promana de sus mismas bellezas naturales:

Atardece, pero la niebla aún filtra claridades que revelan todos los colores del verde, bajo esa luz del norte, que degusta los matices.224



Un halo poético domina la naturaleza y es lo que atrae a la joven investigadora norteamericana y se le impone hasta por encima de su aventura sentimental con un lejano pariente del personaje en torno al cual investiga, hombre atractivo, pero algo superficial, que no sabe mucho ni mucho se interesa por lo acaecido en una época que considera acabada: en efecto, han pasado ya más de una treintena de años desde la desaparición de Galíndez. Se diría, sin embargo, que la indiferencia del joven acentúa la determinación de la muchacha, llegada a la tierra de Amurrio donde, según el testamento de   —132→   Galíndez, hubieran debido reposar sus huesos, sobre una pequeña altura, donde en la actualidad se levanta sólo una piedra que lo recuerda, tumba sin cuerpo, pues nunca se encontró, porque los asesinos lo echaron a los tiburones, acatando las órdenes del «Jefe máximo».

Capturado por la nota poética y trágica de la historia, el lector sigue alternativamente la aventura de la investigadora y la de la víctima, disfrutando la belleza lingüística de la novela, la originalidad de su inmersión en la expresión caribeña a través de la abundante labia de personajes como el negrito Voltaire, otro de los criminales que intervinieron en el rapto y la eliminación de Galíndez y sucesivamente en la eliminación también de la investigadora.

Vázquez Montalbán no deja de presentarnos al déspota criminal en sus «funciones» de torturador y asesino cuando se enfrenta con su víctima en el calabozo donde Galíndez ha sido recluido, ya apaleado y torturado por los esbirros del régimen, denunciados con sus nombres para su perpetua infamia. El dictador aparece con su indignada y mortífera frialdad frente al hombre ya condenado:

Y ni te mira. Cruza saludos y gravedad con el comité de recepción y avanza hacia el sillón, en el que se sienta con cuidado, pregonando voluntad de sentarse, de posesión de autocontrol. Ahí lo tienes. Como si fuera el retrato del consulado de Burdeos descolgado y sentado para ti, ahí lo tienes, todo para ti el Benefactor y Padre de la Patria, tú todo para él. Sigue Trujillo distrayendo la mirada en una minuciosa observación de la estancia y algo le complace porque sus mejillas casi dejan paso a una sonrisa, pero la suspende y de pronto te echa encima sus ojos grandes y carbónicos, helados, como dos balas de pistola negra. -Procedan.

  —133→  

El oficial, el hombre que te aterraba hasta hace unos minutos se adelanta y casi te parece un aliado en relación a la cólera caliente y oscura que presientes en el cuerpo de Trujillo o a la crueldad helada de Espaillat situado tras el respaldo de la silla que contiene a su amo.[...].225



Después de la lectura del acta de acusación y del desahogo de la rabia del Jefe, su proceder violento, gangsteril:

-Calla y abre la boca o te parto los dientes con el cañón de la pistola.

Abres la boca y clavas los ojos paralizados en los ojos planetarios del viejo que se acercan con su cara, con su cuerpo, con su brazo que empuña la pistola y te introduce el cañón contra la lengua hinchada para que escojas entre el dolor y el miedo, y es el miedo el que castañetea con tus dientes en torno al cilindro mientras se difunde por la saliva un sabor a metal y grasa rancia, sin ojos suficientes para los objetos de tu verdugo o su mano que se crispa como un puño soldado con la culata y el gatillo. No tienes otro horizonte que esa cara de viejo colérico hasta la locura o ese puño que al moverse remueve todos los dolores y la sangre de tu boca y si tratas de hablar el cañón se introduce más hasta cosquillearte la campanilla. Bastaría un fruncido de esas cejas para que a su movimiento se parara la pistola y dejarías de querer vivir a pesar de esta escena de pesadilla, en el pensamiento de que termine en algún momento, gritando incoherencias rotas por el intruso que ocupa tu boca, peticiones de piedad y razón más allá de ese viejo, dirigidas incluso a los otros matarifes, un confuso fondo del que no sale ni el rastro de una respiración. [...] . Pero de pronto retira la pistola de un tirón y se te va un grito y otro diente salta como una esquirla de ti mismo,   —134→   mientras por el túnel abierto que ha dejado la pistola te entra el aire y te sale un ahogo histérico que te derrumba entre gemidos que ya no controlas.226



En estas y otras escenas se patentiza la naturaleza criminal del dictador, que culmina en la orden a sus sicarios de darle «chalina» al prisionero, de estrangularle. Años después Muriel será, en la novela, la otra víctima conectada con el caso Galíndez, ella también raptada cuando está investigando sobre el crimen en Ciudad Trujillo, sometida a tortura y seviciada en la cárcel secreta, finalmente matada y hecha desaparecer.

No se cuentan los asesinatos de Trujillo. En el libro de Manuel Vázquez Montalbán su «reino» nefasto está duramente denunciado, así como la indiferencia culpable de los embajadores españoles en Lima, Washington y Santo Domingo, autores siempre de «cartas profilácticas»227 sobre el asunto, entre ellos sobre todo el embajador de España en la República Dominicana, Sánchez Bella, a quien el narrador define como «insidioso, trujillista a fuer de ser franquista, odiando a Galíndez por el simple hecho de ser un problema diplomático, molesto por todo lo que molestara a Trujillo»228.

Coincide con las denuncias de Vázquez Montalbán contra la actuación delictuosa de la dictadura de Trujillo la dominicano-estadounidense Julia Álvarez, quien en su novela In the Time of the Butterflies (1994) trata del asesinato de las tres hermanas Mirabal, también aludido en   —135→   Galíndez229. La escritora no es la única en denunciar las fechorías del dictador dominicano. Son, en general, mujeres las que en la actualidad escriben sobre este tema todavía candente; mujeres que se han refugiado en los Estados Unidos y escriben en inglés, los ojos y el alma vueltos hacia la tierra que han dejado y que en sí llevan la huella permanente de la persecución.



  —136→  

ArribaAbajoAntes que anochezca y El color del verano: la última dictadura del siglo XX

Escritor atormentado y desdichado, el cubano Reinaldo Arenas es autor de numerosos textos narrativos y poéticos. Dos de sus obras, en particular, inciden en el tema de la dictadura y ambas aparecen póstumamente: Antes que anochezca, una autobiografía que se lee como una apasionante novela, y El color del verano o nuevo «Jardín de las Delicias», subtítulo que significativamente envía al tríptico famoso del Bosco.

El primero de estos textos narrativos aparece en 1992, el segundo en 1999. Su autor, enfermo del sida, se había suicidado el 7 de diciembre de 1990, en Nueva York, donde residía después de haber salido del infierno cubano. Ponía término, así, a una existencia desgarrada, destruida antes de tiempo -había nacido cerca de Holguín en 1943- no solamente por la enfermedad que le procuraba tremendos sufrimientos, sino por su inconformidad radical y la persecución política. Pocos días antes de suicidarse había terminado de escribir su autobiografía y dejaba una carta, que ahora figura al final de Antes que anochezca, en la que advertía a sus amigos de su decisión, debida al estado precario de su salud y a la «terrible depresión sentimental» que sentía al no poder seguir luchando por la libertad de Cuba. De todo hacía único responsable al dictador cubano e incitaba a su pueblo a seguir luchando por la libertad:

Sólo hay un responsable: Fidel Castro. Los sufrimientos del exilio, las penas del destierro, la soledad y las enfermedades que haya podido contraer en el destierro seguramente no las hubiera sufrido de haber vivido libre en mi país.

  —137→  

Al pueblo cubano tanto en el exilio como en la Isla los exhorto a que sigan luchando por la libertad. Mi mensaje no es un mensaje de derrota, sino de lucha y esperanza. Cuba será libre. Yo ya lo soy.230



Como escritor, homosexual y disidente, las persecuciones contra Reinaldo Arenas fueron continuas y duras, en un régimen como el castrista, donde las férreas manos del poder reducen a trapos a críticos y opositores. La historia ha sobradamente demostrado que el ejercicio prolongado del mando se transforma siempre en una despiadada dictadura. Sin desconocer el valor de la Revolución cubana en sus orígenes, ya nadie se hace ilusiones en torno a la realidad actual231, y la multitud clamando por la libertad con ocasión de la presencia del Pontífice en La Habana, en enero de 1998, lo ha hecho patente a todo el mundo a través de la televisión. El «paraíso caribeño» existe sólo para quienes, políticamente interesados, quieren que exista y para los aventureros del sexo. Escribe Mario Vargas Llosa, comentando la autobiografía de Reinaldo Arenas:

Dudo que ni en los peores momentos de la dictadura de Batista hubieran podido los «capitalistas» españoles y mexicanos [y hay que añadir también de otros países] ir a Cuba,   —138→   como ahora, a disfrutar de adolescentes del sexo de sus preferencias, y a divertirse en playas, cabarets, hoteles y restaurantes exclusivos para extranjeros, bajo la protección de la policía del régimen.232



La de Reinaldo Arenas con razón ha sido definida «una continua peripecia vital e intelectual» muy a pesar suyo233. Leer su autobiografía y la extraña novela El color del verano, infinitas veces vuelta a escribir, a consecuencia de robos, desapariciones, requisiciones y destrucciones, es acompañar un viaje al infierno sin esperanza de rescate, donde la meta final es el suicidio.

El color del verano es en su mayor parte anterior cronológicamente a Antes que anochezca. Los editores han rescatado la novela de la colección de manuscritos del escritor presente en la Universidad de Princeton, Nueva Jersey, e informan que fue terminada de escribir en Nueva York en 1990234. En su autobiografía Reinaldo Arenas utiliza varias de las páginas de esta novela, con nombres y referencias claros, cuando en El color del verano los encubre, pero de manera tal que se pueden fácilmente identificar, como: la «marquesa de Macondo», Gabriel García Márquez; Fifo, Fidel Castro; Cynthio Metier, Cintio Vitier; Zebro Zardoya, Severo Sarduy; Bastón   —139→   Dacuero, Gastón Baquero; Odiseo Ruego, Elíseo Diego; Nicolás Guillotina, Nicolás Guillen; etcétera.

Esta técnica contribuye a la representación de una gran farsa, en la que el autor se desangra contando su airada vida, destrozada por las exigencias de una homosexualidad tiránica y la persecución del poder por disidente, la cruda experiencia de la cárcel y el anhelo a una libertad siempre frustrada en sus tentativas múltiples para alcanzarla a través de la fuga o el suicidio. Al final, en 1980, la aventurosa salida del país hacia Miami y luego Nueva York. Sin embargo, en Miami, Arenas confiesa que sabía que no habría podido resistir, porque allí «todo el mundo vivía en un estado de perpetua paranoia, encerrado» y si Cuba era el Infierno, Miami era el Purgatorio; diez años después llegará a la conclusión de que

para un desterrado no hay ningún sitio donde se pueda vivir; que no existe sitio, porque aquél donde soñamos, donde descubrimos un paisaje, leímos el primer libro, tuvimos la primera aventura amorosa, sigue siendo el lugar soñado; en el exilio uno no es más que un fantasma, una sombra de alguien que nunca llega a alcanzar su completa realidad; yo no existo desde que llegué al exilio; desde entonces comencé a huir de mí mismo.235



Esta condición perdura en Arenas también en su nueva residencia de Nueva York, a pesar de su primera impresión de no sentirse extranjero, de haber llegado a una nueva Habana «en todo su esplendor», pero para darse cuenta pronto de que «el desterrado es ese tipo de persona que ha perdido a su amante y busca en cada rostro   —140→   nuevo el rostro querido y, siempre autoengañándose, piensa que lo ha encontrado»236, y no lo encuentra nunca. Años felices y activos son, por su confesión, los de 1981 y 1982, pero luego la enfermedad, la «plaga», la maldición, que «como siempre cae sobre todas las cosas realmente extraordinarias»237.

Los dos libros de Reinaldo Arenas se complementan íntimamente, son una única historia: lo que en En el color del verano es farsa amarga, en Antes que anochezca es tragedia. Protagonista de ambos es la dictadura y si la autobiografía fue un reto y la dictó en una grabadora, puesto que ya no tenía fuerzas para sentarse ante la máquina de escribir, ante la noche que «avanzaba en forma más inminente», «la noche de la muerte»238, El color del verano el escritor lo había empezado a redactar años antes, continuado en el hospital y terminado después de haber concluido Antes que anochezca239. De ahí la íntima conexión entre los dos textos; la «Introducción», a la que pone como subtítulo «El fin», funciona como lazo de unión entre los dos libros, puesto que tratando de uno también trata del otro.

Contra Fifo-Castro, Arenas afirma que «su dictadura era aún peor que la de Pinochet, pues jamás él iba a hacer elecciones libres»240, y denuncia que en Cuba «se vive bajo el terror absoluto»241. El color del verano es, como el autor se expresa, una novela que resume gran parte de su vida en forma «imaginativa y desenfadada»242, una obra

  —141→  

que cuenta la historia de un dictador envejecido y enloquecido, y que toca descarnadamente el tema homosexual, tema tabú para casi todos los cubanos y para casi todo el género humano. La obra se desarrolla en un gran carnaval en el que el pueblo logra desprender la Isla de su plataforma insular y marcharse con ella como si fuera un bote. Ya en alta mar, nadie se pone de acuerdo sobre el paradero y el tipo de gobierno a elegir. Se desata un enorme guirigay al estilo cubano y la Isla, en medio de aquel pataleo, como no tiene plataforma, se hunde en el mar243.

Visión desesperada del presente y el futuro de Cuba, aunque existe para el escritor una consolación y es que «no parece que la humanidad pueda ser destruida fácilmente». Reinaldo Arenas considera, además, que ha valido la pena haber padecido tanto, para asistir a «la caída de uno de los imperios más siniestros de la historia, el imperio estalinista», y también por irse de este mundo «sin tener que pasar primero por el insulto de la vejez»244.

No deja el escritor de denunciar la responsabilidad que en el imperio de la dictadura tienen los intelectuales. En ambos libros hace declaraciones de fuego contra ellos, sin excluir a Carpentier, subrayando que Castro «ha odiado siempre a los escritores, incluso a los que están de parte del Gobierno, como Guillen o Retamar»245, aunque en el caso de Virgilio Pinera, cuya muerte insinúa fue un verdadero asesinato246, el odio «era aún más enconado; quizá porque era homosexual y también porque su ironía era corrosiva y anticomunista y anticatólica.   —142→   Representaba al eterno disidente, al inconforme constante, al rebelde incesante»247.

Tampoco deja de denunciar Arenas a los comunistas de lujo del exterior, la «izquierda festiva y fascista», en la que incluye a «un testaferro de Castro llamado Eduardo Galeano»248, a la «marquesa de Macondo», Gabriel García Márquez, al mismo Carlos Fuentes y a otros numerosos escritores conocidos, que han seguido apoyando al dictador cubano, tirano contra el cual levanta su denuncia:

Esta es la historia de una isla dominada por un tirano absoluto llamado Fifo. El tirano llevaba en el poder cuarenta años y, desde luego, ejercía un control total sobre todos los habitantes de la isla. La gente se moría de hambre pero tenían que elogiar incesantemente la abundancia en que vivían gracias a las técnicas productivas introducidas por el tirano. La gente no podía salir de la isla ni podía hacer el más leve comentario contra el tirano, pero tenían que pasarse día y noche entonando himnos a la libertad maravillosa y al porvenir luminoso que les había concedido el tirano. En aquella isla todo el mundo vivía por lo menos una doble vida: públicamente no dejaban ni un instante de alabar al tirano, secretamente lo aborrecían y ansiaban desesperadamente que reventase. Pero el tirano tenía un inmenso ejército y un sistema de espionaje único, de manera que destruirlo parecía imposible. El sueño de toda aquella gente ya no era que la isla fuera libre, sino poder escaparse de aquella isla que era una prisión perfecta.249



En la singular ficción los habitantes de Cuba deciden «roer la plataforma insular de la isla hasta separarla de su   —143→   base, y una vez con la isla a la deriva confiar su suerte a las olas y al viento...»250. Es la única manera para escapar del tirano, ya enloquecido y furioso, un hombre definido por Reinaldo Arenas «culminación de lo siniestro», «nuevo Calígula con fervor de monja asesina», «suma típica de nuestra peor tradición», producto de un inagotable «germen del mal»251, un ser a quien los impudentes que lo celebran acaban por declarar Dios y que la «Tétrica Mofeta», Reinaldo Arenas, declara, al contrario, diablo252.

La desesperada angustia del escritor cubano se expresa en el más emocionante de los «sueños imposibles»: «Yo soñaba que todo el horror del mundo era un sueño»253. Y en una «Oración» en la que suplica, por encima del «color del verano con sus tonos repetitivos y terribles», los cuerpos «desesperados en medio de la luz, buscando un consuelo» 254, que se le conceda no existir el verano sucesivo: «Déjame ser tan sólo ese montón de huesos abandonados en un yerbazal que el sol calcina»255.

De ambos libros, El color del verano y Antes que anochezca, emerge un personaje atormentado y solo, en medio de un deterioro superior al de su propia humanidad; para él la libertad es el único bien por cuya defensa valga la pena luchar y sufrir256.



  —144→  

ArribaAbajoLa leyenda de los soles y ¿En quién piensas cuando haces el amor?: perspectivas funestas para el nuevo siglo

El enjuiciamiento, la caída y desaparición de los últimos tiranos, a excepción de Castro, hacia los años finales del siglo XX parece no haber alentado demasiadas esperanzas en los escritores hispanoamericanos acerca de la extinción definitiva de la dictadura en el continente. Se hace intérprete de ello el mexicano Homero Aridjis en dos de sus apocalípticas novelas, La leyenda de los soles (1993) y ¿En quién piensas cuando haces el amor? (1995). No se trata de novelas dedicadas propiamente al tema de la dictadura, sino más bien al desastre ecológico que, según el autor, espera al mundo mexicano, y al orbe en general, en los primeros decenios del nuevo siglo.

Si consideramos también El último Adán, incluido en Playa nudista (1982), junto con los dos títulos mencionados toma forma con estos textos una trilogía que en otra ocasión he definido del desastre257. En la capital mexicana todo es hundimiento, derrumbe, temblores; la atmósfera ha perdido su pureza, ya no es la «región más transparente del aire» como la definió Humboldt, expresión en la que se inspiró Carlos Fuentes para el título de su primera novela258, ni mucho menos la «Primavera inmortal», maravilla cantada por Balbuena en su Grandeza mexicana259, sino que   —145→   «el neblumo» cubre la ciudad «con un fulgor amarillento»260 y la oscuridad de la noche se derrama sobre el Valle de México «como un vestido que se llena de agua y pesa»261. Estamos en el año 2027 y la atmósfera de la capital mexicana se ha vuelto irrespirable; la ciudad ya no tiene vegetación ni agua:

La ciudad de los lagos, los ríos y las calles líquidas ya no tenía agua y se moría de sed. Las avenidas desarboladas se perdían humosas en el horizonte cafesoso y en el ex Bosque de Chapultepec la vegetación muerta se tiraba cada día a la basura como las prendas harapientas de un fantasma verde.262



Sobre este mundo negativo ejerce su poder el licenciado José Huitzilopochtli Urbina, o mejor, más que él como presidente de la nación, el todopoderoso general Carlos Tezcatlipoca, jefe de la policía, personaje a quien encontramos al comienzo de la novela metido en un ataúd al que nadie vela, y en el momento en que vuelve a la vida. Los apellidos aluden ya a la naturaleza negativa de los personajes, puesto que evocan divinidades terribles del panteón indígena263.

El general Tezcatlipoca es un personaje duro, cruel, siempre vestido de negro, como ya el presidente de Asturias, y como éste solo en el mundo, «un mundo de poder en que no le importaba estar solo»264. Como había   —146→   llegado un día martes a la ciudad de México desconocido para todos, así se iba un domingo de noviembre, o mejor no se iba, sino que «el Jaguar», como le llamaban, regresaba de la muerte para nuevamente ejercer su poder y sustituirse al presidente legítimo.

Si el general, vestido de negro, siempre con sus gafas negras puestas, es un personaje lóbrego y aterrador, capaz de cualquier delito -elimina de un disparo hasta a su hermana-, el licenciado Huitzilopochtli Urbina es un degenerado. El jefe de la policía lo sorprende cuando está a punto de entregarse a sus amores pervertidos con unas jovencitas y, no por reacción moral, sino por deliberada intención de apoderarse del mando, le mata, culpando luego del asesinato a los guardaespaldas presentes, contra los cuales ha repentinamente disparado para cometer impunemente el asesinato. Sus comentarios acerca del difunto parecerían tener un fondo de filosofía, pero es sólo cinismo:

-Pobre Pepe Huitzilopochtli, gustaba de las delicias de la omnipotencia, pero tenía pies de barro -les dijo el general Tezcatlipoca a las adolescentes aterrorizadas-. Se consideraba a sí mismo un dios, pero lejos de sus retratos, envuelto en su propia sangre, ya no es ni hombre. Espero que haya encontrado satisfacción en este mundo, porque sus posibilidades de felicidad en el otro son muy escasas. Lo observó tirado en el suelo. Sin que nadie, quizás ni él mismo, supiera qué pensaba. Huitzilopochtli pareció abrir un ojo y mirarlo. De inmediato, Tezcatlipoca le dio en el corazón. Huitzilopochtli pataleó en el suelo. [...].265



El método adoptado por el general para eliminar al presidente es el mismo que adoptan los gangsters, porque   —147→   ambos personajes pertenecen a esta categoría. La novedad del episodio está en que la eliminación del dictador no tiene como finalidad alcanzar la libertad, sino seguir conculcándola.

El funéreo general Tezcatlipoca vive en un palacio negro, de aspecto aterrador. Su actuación al tomar el mando es la de todos los dictadores: promete novedades, mejoras, reformas, pero todo de tipo material, edil y de arreglo de las calles. Lo demás no le interesa y su papel se parece al de una divinidad destructora del panteón azteca.

Del presidente asesinado poco sabemos y para mayores noticias hay que acudir a la otra novela, ¿En quien piensas cuando haces el amor?, donde aparece nuevamente el tema de la dictadura y el escritor formula una crítica durísima contra la corrupción política y moral mexicana, claramente relacionada con la actualidad. Es fácil, en efecto, individuar en el «Partido Único de la Corrupción» al «Partido Revolucionario Institucional» y en la «Circe de la Comunicación» la televisión que, según el escritor, transforma a los hombres en «puercos mentales»266, pues está únicamente al servicio del poder. Todo ello conforma un mundo negativo en justificada espera de desaparecer, un mundo en el cual no existen sentimientos puros y todo se corrompe y desmorona. Corroído por la lluvia ácida, hasta el «concreto eterno», material escogido por el dictador José Huitzilopochtli Urbina para sus estatuas, se viene al suelo, demostración evidente de que

el esfuerzo del hombre por persistir en una forma era vano, pues no sólo el cuerpo que había intentado perpetuar Sebastián   —148→   Ponzacelli [escultor emérito] en una forma envejecía y moría, sino también el concreto y el escultor mismo.267



La tecnología moderna aplicada a la iluminación del rostro del dictador transforma su cara en una presencia aterradora:

Como anillos coloreados de un gusano de luz, los rostros del tirano se prendían y se apagaban, abrían y cerraban los labios y lo párpados, hasta perderse en la distancia inmunda. Monumentos visuales que expresaban la corrupción moral del país, esos rostros declaraban el horror de la época que estábamos viviendo [...].268



¿Cómo es posible, entonces, el amor en semejante ambiente? El título de la novela subraya con su pregunta la precariedad de vivir en un mundo tan deteriorado moral y materialmente, el miedo que acompaña doquiera al hombre en la perspectiva ciega del futuro. Nunca como en este caso el amor está unido a la muerte. La unión de los cuerpos es una tentativa desesperada para resistir al vacío. A pesar de la fuerza del amor, todo está destinado a la destrucción, porque nada ha cambiado fundamentalmente en los hombres.

Ciudad Moctezuma, como se llama la capital de México en el año 2027, se hunde y se desmorona debido a los continuos temblores. En las calles el desorden y el crimen reinan soberanos y los «nacotecas», policías del nuevo general-presidente, difunden el terror atacando a hombres, mujeres y niños, sin que se sepa quién lo ha ordenado, los persiguen «hasta hacerles daño físico, hasta   —149→   dejarlos inconscientes en el suelo»269. La edad del Quinto Sol acaba de esta manera y los tzitzimimes, monstruos del crepúsculo, se aprestan a devorar a los hombres para apoderarse del mundo.





  —150→  

ArribaFinal

El siglo XX se cierra, en el mundo hispánico, con la persistencia de una única dictadura, que se proyecta en el 2000 y en la narrativa con la perspectiva aterradora de Homero Aridjis para el nuevo siglo. El largo recorrido a través de la novela de España y América confirma el compromiso del escritor para con su mundo, su permanente defensa de la libertad y la justicia.

En este sentido hay que interpretar el papel revolucionario de la literatura: una lucha permanente contra el mal. Porque la dictadura es un mal recurrente. Augusto Roa Bastos la indicaba, en palabras de Bompland al Supremo, como una mala planta que continuamente renacía y me parece justo concluir con esta cita, no de desaliento, sino de esperanza. Dice Bompland:

La conozco muy bien. Surge en todas partes. Se la arranca y vuelve a brotar. Crece. Crece. Se convierte en un árbol inmenso. El gigantesco árbol del Poder Absoluto. Alguien viene con el hacha. Lo derriba. Deja un tendal. Sobre el gran aplastamiento crece otro. No acabará esta especie maligna de la Sola-Persona hasta que la Persona-Muchedumbre suba en derecho de sí a imponer todo su derecho sobre lo torcido y venenoso de la especie humana [...].270





 
Anterior Indice